49295_Lo_que_dicen_tus_ojos
prender que los patrones jamás aceptarían a Nando, unmuchacho de Mina Clavero que había marchado comotantos a la capital en busca de fortuna. Empleado en laoficina de Martínez Olazábal como aprendiz, aspiraba areunir dinero para comprar un campo en su pueblo nataly vivir allí con Sofía. «Vos te encargarás de la casa y de loshijos, y yo, de la tierra», le decía. Siempre atento, apuntabaen una libreta todo cuanto escuchaba acerca de vacas,cosechas, semillas, veterinarios, cría y engorde. En la BibliotecaMayor, la del Rectorado, investigó sobre el suelocordobés, poco apto para la siembra, excepto al sur, y máspropicio para la cría de ganado. Sostenía largas conversacionescon don Cívico cuando este visitaba la ciudad,«porque sabe más que los libros», le aseguraba a Sofía,que lo acallaba con un beso, deseosa de que le hiciera elamor.Cuando quedó embarazada, Sofía no supo qué hacer.Temía decírselo a Nando, segura de que la rechazaría,pues un hijo complicaría sus planes de fortuna. Jamáspensó en sus padres, pero al confesarle la verdad a Francesca,juntas concluyeron que no existía otra salida: losseñores debían saberlo. «Tu padre te protegerá, Sofi, note preocupes», la animó Francesca inocentemente, y aúnpagaba el estúpido consejo con el tormento de la culpa.La tarde que su amiga entró en el dormitorio de su madrecon el gesto de un condenado a muerte, Francesca esperócon la oreja pegada en la puerta. Pronto llegaron los «¡Ramera,desfachatada, desvergonzada!» de la señora Celia ylos gritos de Sofía. Francesca intervino para evitar que lagolpeara y, fuera de sí, la insultó con mil rencores que sele habían atragantado a lo largo de los años. Estupefacta,la señora Celia reaccionó nuevamente a la voz de su esposo,que, recién llegado, mandó callar a Francesca y le pidióque se retirara. Al salir, fueron los ojos aterrorizadosde su amiga lo último que vio.23
Sofía permaneció en su dormitorio, del cual solo la señoraCelia tenía llave. Por consejo de Rosalía, que había habladocon Martínez Olazábal, Antonina envió a su hija apasar una temporada a casa de su tío Fredo. Para Nando fueuna sorpresa que el señor Esteban le pusiera un sobre condinero en la mano y le dijese que no lo necesitaba más. Segurode que había hecho el trabajo a la perfección, vivió eldespido como una bofetada. Esa misma tarde esperó a Sofíaen el portón trasero de la mansión y se asombró cuandoAntonina, con la vista llorosa, se aproximó y le dijo que laniña se había ido de viaje por mucho tiempo, que a lo mejorno volvía más. Destrozado, sin trabajo y sin amor, Nandoregresó a la pensión de Alto Alberdi, tomó sus misérrimospetates y se marchó a tentar suerte en otro sitio. «Nuncavolveré a Córdoba», aseguró, «todo me recuerda a ella».Sofía partió en un viaje del cual nadie sabía el destinoni la duración. Pasaron días antes de que Esteban autorizasea Francesca a regresar del exilio, con el claro mensajede que se mantuviera lejos de la señora Celia y que, por elbien de Sofía, no hablara del «asunto» ni hiciese preguntas.Fue un año duro para Francesca, sola y aturdida porlos remordimientos. «Debimos escapar, irnos lejos paratener el bebé. Tío Fredo nos habría ayudado», se reprochaba.Perdió peso, interés en el colegio, no leía —síntomaque alarmó a su madre más que los otros— y pasabahoras en el parque de la mansión caminando y discurriendoen monólogos silenciosos. Nunca recibió cartas de Sofíani se atrevió a averiguar la dirección para escribirle. Unsilencio de muerte ahogó el recuerdo de la menor de losMartínez Olazábal, no se la mencionaba en absoluto y, sia alguien se le deslizaba el nombre, la mirada incisiva deCelia destruía el conato de evocación.Sofía reapareció en Córdoba un año más tarde, y, en elprimer abrazo, Francesca supo que tenía el alma quebrada.Sin pronunciar palabra, lloraron en la vieja buhardilla24
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Sofía permaneció en su dormitorio, del cual solo la señora
Celia tenía llave. Por consejo de Rosalía, que había hablado
con Martínez Olazábal, Antonina envió a su hija a
pasar una temporada a casa de su tío Fredo. Para Nando fue
una sorpresa que el señor Esteban le pusiera un sobre con
dinero en la mano y le dijese que no lo necesitaba más. Seguro
de que había hecho el trabajo a la perfección, vivió el
despido como una bofetada. Esa misma tarde esperó a Sofía
en el portón trasero de la mansión y se asombró cuando
Antonina, con la vista llorosa, se aproximó y le dijo que la
niña se había ido de viaje por mucho tiempo, que a lo mejor
no volvía más. Destrozado, sin trabajo y sin amor, Nando
regresó a la pensión de Alto Alberdi, tomó sus misérrimos
petates y se marchó a tentar suerte en otro sitio. «Nunca
volveré a Córdoba», aseguró, «todo me recuerda a ella».
Sofía partió en un viaje del cual nadie sabía el destino
ni la duración. Pasaron días antes de que Esteban autorizase
a Francesca a regresar del exilio, con el claro mensaje
de que se mantuviera lejos de la señora Celia y que, por el
bien de Sofía, no hablara del «asunto» ni hiciese preguntas.
Fue un año duro para Francesca, sola y aturdida por
los remordimientos. «Debimos escapar, irnos lejos para
tener el bebé. Tío Fredo nos habría ayudado», se reprochaba.
Perdió peso, interés en el colegio, no leía —síntoma
que alarmó a su madre más que los otros— y pasaba
horas en el parque de la mansión caminando y discurriendo
en monólogos silenciosos. Nunca recibió cartas de Sofía
ni se atrevió a averiguar la dirección para escribirle. Un
silencio de muerte ahogó el recuerdo de la menor de los
Martínez Olazábal, no se la mencionaba en absoluto y, si
a alguien se le deslizaba el nombre, la mirada incisiva de
Celia destruía el conato de evocación.
Sofía reapareció en Córdoba un año más tarde, y, en el
primer abrazo, Francesca supo que tenía el alma quebrada.
Sin pronunciar palabra, lloraron en la vieja buhardilla
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