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La pregunta y la respuesta - Patrick Ness

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dejando tras él a diez hombres armados con rifles. Ocupan sus puestos en

lo alto del muro del monasterio, y se disponen a desenrollar unas bobinas

de alambre de espino a lo largo de la pared.

—Diez hombres armados con rifles y nosotros dos contra todos los

zulaques —digo en voz baja, pero sin poder disimular el ruido.

—No nos pasará nada —comenta Davy. Levanta la pistola ante el

zulaque más próximo, probablemente una hembra que lleva a un bebé en

brazos y que, de inmediato, protege a su pequeño con el cuerpo—. No les

quedan fuerzas para combatir.

Veo el rostro de la zulaque que protege a su hijo.

Está derrotada, pienso. Todos lo están. Y lo saben.

Sé cómo se sienten.

—Eh, meón, fíjate en esto —dice Davy. Levanta los brazos hacia el cielo,

captando la atención de todos los zulaques—. ¡Pueblo de Nueva Prentiss!

—grita, agitando los brazos—. ¡Voy a leer vuestra perdicióóón!

Y se echa a reír y a reír y a reír.

Davy decide supervisar las tareas de limpieza de la maleza de los campos a

cargo de los zulaques, porque así seré yo quien deberá sacar a paladas el

forraje del almacén para que todos ellos coman y a continuación tendré que

llenar los abrevaderos para que puedan beber.

Pero no dejan de ser tareas de granja. Estoy acostumbrado. Son las tareas

que Ben y Cillian me encargaban a diario. Las tareas de las que tanto me

solía quejar.

Me seco los ojos y me pongo al tajo.

Mientras trabajo, los zulaques guardan las distancias en la medida de lo

posible. Lo cual, debo reconocer, me parece estupendo.

Porque me he dado cuenta de que no puedo mirarlos a los ojos.

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