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La pregunta y la respuesta - Patrick Ness

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Los muros de piedra del monasterio rodean una enorme parcela de tierra que

contiene un único edificio pequeño, una especie de almacén. El resto se

encuentra dividido en campos más pequeños, separados por viejas vallas

de madera con las puertas bajas. La mayoría están muy descuidadas y las

malas hierbas y las zarzas se expanden hasta las paredes de la parte

posterior, a unos buenos cien metros de distancia.

Pero lo que más destaca son los zulaques.

Cientos y cientos de ellos se esparcen por el terreno.

Tal vez haya más de un millar.

Se dirigen a trompicones hacia la pared del monasterio, se acurrucan tras

las vallas podridas, se sientan en grupos o se colocan en fila.

Pero todos me siguen mirando, silenciosos como tumbas, como si mi

ruido se derramara por doquier.

—¡Miente! —grito—. ¡No fue así! ¡No fue así en absoluto!

Pero ¿cómo fue en realidad? ¿Qué podría explicar yo?

Porque lo hice, ¿no es verdad?

No sucedió como Davy lo ha contado, pero fue casi tan grave y tan

monumental como mi ruido, demasiado grave para disimularlo ante estos

ojos que me observan, demasiado grave para condimentarlo con mentiras y

confundir la verdad, demasiado grave para no pensar en ello mientras una

multitud de rostros de zulaques me miran sin cesar.

—Fue un accidente —digo, con voz insegura, observando los rostros

extraños, sin percibir ninguna imagen en el ruido de los zulaques, sin

comprender el chasquido que emiten; es decir, sin saber doblemente lo que

está sucediendo—. No lo hice adrede.

Pero ninguno de ellos responde. Lo único que hacen es mirar.

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