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La pregunta y la respuesta - Patrick Ness

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El toque de queda se redujo hace dos semanas y todavía más la semana

pasada, de modo que nadie tiene permiso para salir después de la puesta de

sol, a excepción de algunas patrullas. La plaza de la catedral se ha

convertido en un campo de hogueras para quemar libros y objetos

personales de las personas que se ha descubierto que ayudan a la

Respuesta, junto a los uniformes de sanadoras de cuando el alcalde ordenó

cerrar el último sanatorio. Y casi nadie toma ya la cura, excepto algunos de

los hombres más próximos a Prentiss: el señor Morgan, el señor O’Hare, el

señor Tate, el señor Hammar; hombres de la vieja Prentisstown que llevan

años con él. Supongo que es una cuestión de lealtad.

A Davy y a mí no nos la llegaron a dar, de modo que no hay manera de

que nos la quiten.

—Tal vez sea esa nuestra recompensa —dice Davy, a lomos de su caballo

—. Tal vez sacará una pequeña cantidad de un sótano misterioso y veremos

por fin de qué se trata.

«Nuestra recompensa», pienso. «Nuestra.»

Paso la mano por el flanco de Angharrad, noto el escalofrío de su piel.

—Ya casi estamos en casa, chica —susurro entre sus orejas—. Un

granero calentito.

Calentito, piensa ella. Chico potro.

—Angharrad —le respondo.

Los caballos no son animales de compañía y están medio locos, pero he

aprendido que, si los tratas bien, llegan a conocerte.

Chico potro, vuelve a pensar, y es como si yo formara parte de su

manada.

—¡Tal vez la recompensa sean mujeres! —exclama Davy—. ¡Sí! Tal vez

nos traerá a unas mujeres que por fin harán de ti un hombre.

—Cállate —le espeto, pero no se produce ninguna pelea. Ahora que lo

pienso, hace mucho que no nos peleamos.

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