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La pregunta y la respuesta - Patrick Ness

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(¿ella también?)

Davy y yo cabalgamos cada mañana hasta el monasterio y él «supervisa»

cómo los zulaques derriban vallas y colocan alambradas, y yo me paso el

día sacando forraje con la pala, pero nunca hay suficiente. También he

intentado sin conseguirlo arreglar las dos últimas bombas de agua y hago

todos los turnos de limpieza del cagadero.

Los zulaques permanecen en silencio, siguen sin hacer nada para

salvarse, mil quinientos de ellos cuando por fin pudimos contarlos,

apiñados en una superficie en la cual yo no hubiera logrado meter a

doscientas ovejas. Han llegado más guardias, que se apostan a lo largo de

la parte superior del muro de piedra, apuntando con sus rifles entre hileras

de alambradas, pero los zulaques no hacen nada que pueda representar una

amenaza.

Sobreviven. Siguen adelante.

Y Nueva Prentiss también.

Todos los días, el alcalde Ledger me cuenta lo que ha visto en sus

jornadas de trabajo como basurero. Hombres y mujeres siguen separados y

aumentan los impuestos, las normas sobre la vestimenta, la lista de libros

que hay que entregar y quemar, y mientras tanto la asistencia a la iglesia es

obligatoria, aunque no a la catedral, por descontado.

Pese a todo, ha empezado a funcionar otra vez como una verdadera

ciudad. Las tiendas vuelven a estar abiertas, los carros, las motos de fisión

e incluso un par o tres de coches de fisión han vuelto a las calles. Los

hombres han regresado a sus trabajos. Los mecánicos vuelven a reparar, los

panaderos a hacer pan, los granjeros a cultivar, los leñadores a talar,

algunos incluso se han alistado al ejército, aunque los soldados nuevos no

se pueden distinguir porque todavía no se les ha suministrado la cura.

—¿Sabes una cosa? —me dijo una noche el alcalde Ledger, y yo lo vi en

su ruido antes de que lo pronunciara, vi cómo se formaba el pensamiento, la

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