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La pregunta y la respuesta - Patrick Ness

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—¿Quiénes somos nosotras?

La puerta de la habitación se abre de un modo tan repentino que

doy un brinco y espío por encima del biombo. Es Maddy.

—Ha llegado un mensajero —dice, casi sin aliento—. Las mujeres

pueden empezar a salir de sus casas.

—¡Esto es ensordecedor! —exclamo con una mueca de dolor al

enfrentarme al RUGIDO de todo el ruido de Nueva Prentiss.

—Acabas acostumbrándote —dice Maddy.

Estamos sentadas en un banco a la puerta de una tienda, mientras

Corinne y otra aprendiz llamada Thea compran provisiones para el

sanatorio, en previsión del esperado alud de nuevas pacientes.

Observo las calles. Las tiendas están abiertas, la gente pasa,

sobre todo a pie, pero también en motos de fisión y a caballo. Si no

te fijas mucho, casi pensarías que en esta ciudad no pasa nada raro.

Hasta que ves que los hombres que bajan por la calle no se

dirigen la palabra. Y que las mujeres solo pueden salir en grupos de

cuatro y a la luz del día y únicamente durante una hora. Y que los

grupos de cuatro no interactúan. Ni siquiera los hombres de Puerto

se acercan a nosotras.

Y hay soldados en cada esquina empuñando rifles.

Suena una campanilla y la puerta de la tienda se abre. Corinne

sale disparada, con los brazos cargados de bolsas, el rostro

enfurecido, y Thea la sigue a trompicones.

—El tendero dice que nadie ha tenido noticias de los zulaques

desde que se los llevaron —nos informa Corinne, tirándome una

bolsa al regazo.

—Corinne y sus zulas —interviene Thea, poniendo los ojos en

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