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La Llave de Salomón (Spanish Edition)

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El Tao llamado Tao no es el Tao eterno.

El nombre que puede ser nombrado no es el verdadero nombre

El eterno real es innombrable.

La atribución de nombres es el origen de las cosas múltiples.

Libres del deseo,

Sondearemos el misterio;

Prisioneros del deseo,

Solamente veremos las manifestaciones.

Misterio y manifestaciones tienen ambos el mismo origen.

Su fuente es el misterio.

Misterio dentro del misterio;

La puerta para toda comprensión

Lao Tzu, Tao Te Ching



A mis tres mujeres,

Florbela, Catarina e Inês.



La información científica y técnica

incluida en esta novela es genuina.

Las teorías y las hipótesis

que se presentan

están siendo defendidas por científicos.



Prólogo

El anciano de mirada glacial atravesó el atrio con paso firme y se acercó al

dispositivo de control de acceso al complejo del CERN. No se acordaba de

haber visto todo aquel aparato de seguridad cuando estuvo allí la última vez,

aunque unas banderitas tricolores en la esquina le hicieron recordar que el

presidente francés debería visitar las instalaciones la próxima semana.

“Fucking Frenchies...”, murmuró entre dientes.

Poniendo cara de desagrado, ignoró la cinta donde debería depositar los

objetos metálicos que llevaba en el bolsillo para la inspección de seguridad a

través de rayos X. En su lugar, se dirigió directamente a los torniquetes y

únicamente se detuvo delante del detector de metales. Se quedó inmóvil, casi

como una estatua, solo el movimiento impaciente de los dedos y de los ojos

azules, fríos y examinadores, daba señal de vida.

Un guardia de seguridad suizo le hizo un gesto para que avanzara. El

visitante dio dos pasos hacia delante y, atento al nombre Jean-Claude Bloch

que el guardia llevaba en la identificación colocada al pecho, cruzó el

detector. Sonó en ese momento una señal de alarma y se encendió una luz

roja sobre la máquina. El recién llegado llevaba objetos metálicos.

Con un escáner en la mano, Jean-Claude se aproximó al hombre de los ojos

azules.

“Levante los brazos, por favor”.

El anciano obedeció y el guardia le colocó el escáner en la cadera. De

inmediato, el aparato emitió un zumbido. El visitante metió las manos en el

bolsillo y, con una sonrisa sin humor, como un niño al que pillan robando

chocolate de la despensa, extrajo los objetos metálicos que llevaba.

“Son solo las llaves, unas monedas y el teléfono”, murmuró. “Nada de

especial, como puede ver”.

Jean-Claude le censuró con la mirada y, con una voz que empezaba a

irritarse, le señaló la cinta de la máquina de rayos X.

“La próxima vez que venga ponga los metales allí, si no le importa. Eso nos

facilita el trabajo”.

El desconocido refunfuñó algo imperceptible y Jean-Claude, indiferente y

concentrado en su trabajo, retomó el control con el escáner de metales.

Comprobó las piernas, mandó al recién llegado quitarse los zapatos y también

los revisó. Después le colocó el dispositivo en los hombros y en los brazos.


Al llegar al pecho el escáner volvió a emitir un zumbido.

“Damn!” maldijo el anciano, contrariado. “Me olvidé de mi fucking

amiguita”.

Metió la mano por debajo del abrigo y retiró un objeto metálico colocado en

la camisa. Los ojos del guardia no daban crédito al reconocer el objeto en la

mano del visitante.

Una pistola.

Jean-Claude dio un salto hacia atrás, la alarma estampada en su rostro y en

la postura de su cuerpo, y con un movimiento rápido extrajo de la funda su

propia arma.

“Freeze!”, gritó mientras agarraba con las dos manos una Glock que

apuntaba al anciano. “¡No se mueva!”.

Alertados por la reacción del compañero, los restantes guardias sacaron

también sus armas y las apuntaron hacia el visitante. La sirena comenzó a

sonar por todo el atrio, como un aullido ondulado y urgente, generando gran

revuelo. Algunas personas gritaban presas del pánico y otras corrían para

salir de ahí. Parecía como si se hubiera desencadenado súbitamente un

pandemónium. En el instante anterior estaba todo tranquilo y de repente se

generalizó el caos.

“Vamos, no exageren”, protestó el anciano, con la pistola en la mano y con

varias armas que le apuntaban. “¡Es tan solo mi viejo Colt, qué diablos! ¿Un

ciudadano honesto no puede andar protegido en este mundo tan violento?”.

“¡Quieto!”, insistió Jean-Claude, su Glock de servicio apuntaba al objetivo.

“Bájese muy despacio y ponga la pistola en el suelo”. Empuñó su arma,

reforzando el aviso. “Muy despacio, ¿entendido? Si realiza algún movimiento

repentino, tendré que disparar”.

“Está bien, está bien”, asintió el visitante, aparentemente poco impresionado

con toda la perturbación generada a su alrededor. “Conozco los

procedimientos, no se preocupen”.

El anciano se agachó despacio y posó el Colt en el suelo. Después volvió a

levantarse, los brazos al aire, hasta mirar fijamente a los hombres que le

apuntaban con las armas. Con un rápido movimiento, el guardia, delante de

él, dio una patada a la pistola para alejarla. Después, ya más tranquilo, hizo

una señal con el arma indicando el suelo.

“¡Agáchese. Ponga las manos detrás de la nuca!”.

El desconocido arqueó los ojos de enfado.

“Oiga, ¿no cree que está exagerando? Lo que ocurrió fue simplemente un


pequeño...”.

“¡Túmbese!”.

El visitante permaneció un largo instante de pie, los ojos helados e

inquisitivos desafiando a los guardias que le apuntaban y analizando

fríamente la situación, la mente haciendo cálculos sobre la mejor manera de

proceder. Por fin suspiró, la decisión estaba tomada, y bajó despacio los

brazos. Todos esperaban que se tumbase en el suelo como le ordenaron; pero

se quedó de pie, un anciano de traje azul oscuro y corbata roja rodeado por

guardias de seguridad que le apuntaban con las armas.

“¿No ha oído lo que le he dicho?”, insistió Jean-Claude, empuñando su

pistola. “¡Túmbese inmediatamente!”.

Siempre con gestos lentos y precisos, los ojos sin perder de vista a los

hombres que le acechaban, el desconocido se metió de nuevo la mano en el

interior del abrigo.

“¡Quieto!”, gritó el guardia, otra vez muy alarmado, temiendo que el

visitante sacase del abrigo una segunda arma. “¡Quieto o disparo! ¡Ningún

movimiento más!”.

Pero el anciano volvió a ignorar la advertencia. Introdujo los dedos en el

bolso interior del abrigo y, siempre sin prisa, extrajo el objeto que buscaba y

lo giró en dirección al guardia que le amenazaba.

Una tarjeta.

A pesar del nerviosismo, Jean-Claude desvió fugazmente los ojos y observó

la tarjeta, primero con miedo, después tan intrigado que la estudió más

detenidamente. El pequeño rectángulo plastificado tenía una fotografía en

color en el lado izquierdo, exhibiendo un rostro que el guardia comparó con

el de su portador; el iris azul, frío y calculador de sus ojos era el mismo, tal y

como las arrugas que los rodeaban, el rostro alargado y seco, la barbilla

cuadrada y el pelo tan blanco que parecía nieve. No había duda, se trataba del

visitante.

Analizó el resto de la tarjeta. A la derecha había un círculo azul con la

cabeza de un águila en el medio y abajo un largo código de barras. Entre la

fotografía y el círculo se encontraban los datos que identificaban al titular de

la tarjeta. En lo alto, la información Employee ID 1123-x0, en el medio la

indicación Status: Directorate of Science and Technology, Director, y abajo

el nombre y la referencia al nivel cinco de acceso de seguridad.

“Bellamy”, se presentó el anciano de mirada helada, la voz baja y ronca de

los que están habituados a mandar y a ser obedecidos con un chasquido de


dedos. “Frank Bellamy”.

El guardia suizo observaba la tarjeta, boquiabierto.

“El señor es de la... es de la...”.

“CIA”, confirmó Bellamy en un tono ácido. “Enhorabuena, parece que sabe

leer. Es usted un fucking genio”.

Un murmullo nervioso llenaba la gran sala de control del CERN.

Ingenieros, técnicos informáticos y físicos colmaban la sala, los primeros con

la atención puesta en los monitores, los últimos en silencio o intercambiando

observaciones en un susurro nervioso y expectante. La tensión era tan intensa

que parecía palpable. No era de extrañar. El trabajo que tenían entre manos

implicaba una gran responsabilidad, porque permitiría responder a las

cuestiones más fundamentales de nuestra existencia. ¿Cómo fue el momento

de la creación del universo? ¿Cuántas dimensiones existen? ¿Hay un

antiuniverso?

El zumbido de los ordenadores y el murmullo de los aparatos de aire

acondicionado funcionando al máximo llenaban la sala de control. El rumor

permanente solo era alterado por la voz seca del director coordinando la

operación y por las respuestas sincopadas de los técnicos a quienes dirigía las

preguntas una tras otra, como un maestro armonizando la orquestra.

“¿Booster?”, quiso saber el director, con la mano agarrada a un mug de café

con el logotipo del CERN. “¿Ya está funcionando al máximo?”.

“Negativo”, fue la respuesta del técnico que monitorizaba el Booster.

“Todavía se encuentra acelerando”.

“¿A qué valor?”.

“Energía setenta megaelectronvoltios y aumentando”.

“La próxima inyección será en el anillo uno, segmento uno, dos paquetes”.

“Check”.

El director se calló. Setenta megaelectronvoltios era una energía

relativamente baja, pero lo cierto es que las micropartículas acababan de salir

del Linac 2 a cincuenta megaelectronvoltios y era normal que el Booster

tardase tiempo en llegar a los uno punto cuatro gigaelectronvoltios necesarios

para que los protones se encaminasen hacia el acelerador más viejo de

partículas del CERN, el Proton Synchroton. Fue bebiendo a pequeños tragos

el café mientas seguía la información en su monitor.

“Paul, ¿cómo están los imanes?”, preguntó. “¿En línea con el ritmo de

aceleración de los protones?”.

“Afirmativo”, confirmó Paul, responsable de la monitorización del


funcionamiento de los imanes de niobio y titanio. “Se ha creado el campo

magnético y se está haciendo más fuerte a medida que los protones aceleran.

No hay problema en este sector”.

Los ojos cansados del director no dejaban la pantalla, en donde se sucedían

números a un ritmo que parecía creciente.

“Max, ¿el helio?”, cuestionó, dirigiéndose a un tercer técnico. “¿Permanece

estable?”.

“Afirmativo”.

Los ojos pegados al monitor se quedaron presos en una columna y lo que

vio claramente no le agradó. Hizo una mueca acompañada por un gruñido,

posó el mug de café junto a la pantalla y se volvió para el otro lado de la sala.

“¿Cómo va el PS, Heinrich?”, preguntó, impaciente, refiriéndose al Proton

Synchroton en la jerga coloquial del CERN. “¿Ya está listo para recibir los

protones?”.

“Negativo, Herr Direktor. Falta algo de tiempo para llegar a los uno punto

cuatro gigaelectronvoltios”.

“¿Cuál es el valor ahora?”.

“Energía noventa megaelectronvoltios y aumentando”.

“¡Mierda, Heinrich, está atrasado!”, protestó, consciente de que la

coordinación de tiempo era crucial para el éxito de la operación; el paso del

Booster para la fase siguiente no podía sufrir retrasos. “¡Date prisa con eso!

Quiero el PS en movimiento cuando los protones alcancen el valor de un

gigaelectronvoltio, ¿me has oído?”.

“Jawohl, Herr Direktor”.

La sensación de que le estaban siguiendo se había reforzado en los últimos

minutos y llevó a Frank Bellamy a detenerse junto a una esquina del pasillo y

a echar una larga y cuidadosa mirada hacia atrás. Examinó el espacio vacío

buscando movimientos reveladores o de sombras incriminatorias, pero no

detectó nada raro. Mantuvo la respiración y permaneció 30 segundos en

silencio absoluto, atento al más pequeño y extraño sonido que allí se pudiese

escuchar.

Lo cierto, sin embargo, es que el creciente rumor del acelerador de

partículas en plena operación hacía difícil distinguir cualquier ruido

sospechoso, lo que inutilizaba aquel ejercicio. Se dio cuenta que si alguien

realmente le seguía, no lo descubriría de esa forma.

Respiró hondo.

“I’ll be damned!”, maldijo entre dientes. “O me estoy volviendo senil y ya


veo fantasmas por todas partes o el tipo que me anda siguiendo es muy

bueno...”.

Dobló la esquina y siguió hacia delante, todavía atento a los espectros que

presentía ensombreciendo los pasillos. Sabía que la intuición raramente le

fallaba en estas cosas; si tenía la sensación de que alguien le perseguía era

porque de hecho ocurría. Ya había sentido cosas parecidas en Berlín Oriental

y en Adis Abeba, en los nostálgicos tiempos de la Guerra Fría; en aquel

entonces constató que tenía razón y consiguió liquidar a sus seguidores

gracias a un callejón escondido. ¿Quién le garantizaba que no le estaba

ocurriendo en ese momento lo mismo?

Incluso así, reconsideró. El lugar en el que estaba no era normal y quizás

eso le estuviese nublando la intuición y el razonamiento. ¿Quién sabe si en el

origen del problema no estaría el poderoso campo creado por los grandes

imanes que operaban en ese momento? Era consciente de que, a partir de

determinado umbral, el magnetismo puede interferir en los procesos

cognitivos de los seres vivos, y tal vez le estuviese sucediendo una cosa así.

El pasillo desierto desembocó en una puerta con un panel de teclas

incrustado en la pared y una pequeña tabla indicando el acceso al gran

acelerador de hadrones. Bellamy sabía que el acceso, además de estar

limitado al personal autorizado, se encontraba en ese instante prohibido por

causa de la operación en curso, aunque una pequeñez de esas no le detendría.

Él era el responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA, una

de las cuatro direcciones de la agencia de espionaje de los Estados Unidos, y

sabía muy bien dónde podía o no podía ir, cómo y en qué circunstancias.

Posó los dedos en el teclado embutido en la pared y tecleó el código de

acceso que le comunicaron días antes los responsables del CERN. La

pequeña pantalla del teclado respondió con dos palabras en inglés.

Access denied.

“Fuck!”, maldijo el responsable de la CIA, golpeando la pared reflejo de su

irritación. “Fuck!, Fuck!, Fuck!”.

Las palabras en la pantalla que le negaban el acceso al gran acelerador de

hadrones parpadeaban como luciérnagas, parecía incluso que se reían de él.

Viendo bien las cosas, sabía que no debía sorprenderse, por lo que dominó de

inmediato las emociones. El código que le entregaron le permitía el acceso a

todo el complejo, razonó, pero no al gran acelerador de hadrones cuando

estaba funcionando.

Tendría que improvisar.


Echó mano a la funda de la pistola por debajo del abrigo y, al sentirla vacía,

recordó que los guardias en el atrio de acceso al complejo se habían quedado

con el Colt. Se dio cuenta de que tendría que ir por otro camino. Sacó la llave

que traía en el bolsillo de los pantalones y con la punta se puso a destornillar

el teclado fijado a la pared. La operación le llevó unos escasos cinco minutos,

al final de los cuales el teclado cedió y cayó fuera, apenas sujeto por los

cables eléctricos.

Después de analizar los cables, Bellamy cogió el móvil y apretó una tecla.

Acto seguido, una lámina saltó con un crujido y el teléfono portátil se

transformó en algo que se parecía a una navaja suiza. El hombre de la CIA

sonrió. Aquellos móviles que la Dirección de Ciencia y Tecnología había

desarrollado para los operativos eran prácticos y traicioneros. Agarró un

cable negro y lo cortó con la lámina. Después hizo lo mismo al otro cable, el

rojo. Cuando los dos cables estuvieron sueltos, los cogió y los pegó por las

puntas, estableciendo contacto.

Se abrió la puerta con un zumbido suave.

“¡Ya está!”.

Atravesó la puerta, pero antes de seguir caminando volvió a detenerse y a

echar una mirada atenta al pasillo de donde venía. Tal vez fuese solo la

influencia del campo magnético, no sabía, pero la sensación de que alguien le

seguía se hacía cada vez más poderosa.

A medida que los grupos de protones iban siendo inyectados de acelerador

en acelerador, la tensión en la sala de control aumentaba. Los susurros entre

los físicos pararon totalmente y el ambiente se espesó considerablemente. El

momento más importante se aproximaba a pasos agigantados.

“¡Heinrich!”, gritó el director. “¿A qué velocidad están los protones?”.

“Energía cuatrocientos y cinco gigaelectronvoltios y aumentando, Herr

Direktor”.

El director se giró hacia el otro lado de la sala.

“Maurice, ¿está listo el gran acelerador de hadrones para recibir la carga?”.

“Oui”.

“Paul, ¿cómo van los imanes?”.

“El campo magnético crece en línea con la aceleración de los protones, sir”.

El poder del campo creado por los súper imanes tenía que aumentar para

acelerar los protones, forzándolos así a curvar su trayectoria y,

consecuentemente, a mantenerse dentro del gran acelerador de hadrones.

Todos los que estaban en la sala eran conscientes de que esta delicada


cuestión era un punto crítico de la operación.

“Heinrich, ¿ya estamos?”.

“Casi, Herr Direktor”.

“Haz la cuenta final”.

“Energía cuatrocientos quince gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos veinte gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos veinticinco gigaelectronvoltios y aumentando...”.

“Atención Maurice... modalidad en modo de paquete, preparad la rampa”.

“Energía cuatrocientos treinta gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos treinta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos cuarenta gigaelectronvoltios y aumentando...”.

“Atención Maurice... modo de paquete, rampa. Iniciad el grupo de potencia

uno dos tres”.

“Energía cuatrocientos cuarenta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando...

energía estabilizada en los cuatrocientos cincuenta gigaelectronvoltios”.

“¡Inyección!”.

Maurice apretó un botón y los protones fueron en ese instante desviados

hacia los dos haces de partículas dentro de los tubos del gran acelerador de

hadrones, iniciando la aceleración final.

“¡Inyección completa!”, gritó el ingeniero francés. “Energía estabilizada en

flat top”.

“Modo de paquete, ajustad”, ordenó el jefe de la operación. “Tenemos

veinte minutos para llegar a los siete teraelectronvoltios”.

Los siete teraelectronvoltios eran un despropósito, todos lo sabían en

aquella sala. La palabra griega tera significaba monstruo. Siete

teraelectronvoltios significaba que los protones iban a alcanzar en la última

aceleración la energía monstruosa de siete millones de millones de

electronvoltios, valor suficiente para transformar la energía en masa

equivalente a siete mil protones e igual a la energía que las partículas

subatómicas poseían en una pequeña fracción de segundo después del Big

Bang, la creación del universo. A siete teraelectronvoltios, los protones

acelerarían hasta por encima de noventa y nueve coma nueve por ciento de la

velocidad de la luz a lo largo de un haz con la espesura de un hilo de pelo que

recorría los veintisiete kilómetros de circunferencia del acelerador. Eso daba

una idea del gigantesco valor de aceleración conseguido en el gran acelerador

de hadrones del CERN, la más compleja y sofisticada máquina alguna vez

concebida por el ingenio humano.


“Paul, ¿los imanes todavía acompañan la aceleración?”.

“Afirmativo, sir. Conforme a lo previsto, dentro de veinte minutos los

tendremos al máximo”.

A partir de un cierto límite, los imanes superconductores conseguían crear

un campo magnético ciento setenta mil veces superior al del propio planeta,

valor indispensable para obligar a los protones a mantenerse a velocidad

próxima de la luz dentro del tubo del gran acelerador de hadrones. Si los

protones acelerasen por encima de los siete teraelectronvoltios, no podrían

tener una trayectoria curva adecuada al anillo de veintisiete kilómetros del

túnel del CERN y se dispersarían.

El director de la operación apretó un botón de intercomunicación.

“CMS beta”, llamó. “¿Preparados?”.

“Afirmativo”, respondió por un altavoz una voz femenina, evidentemente de

la jefa de operaciones en el Compact Muon Solenoid. “Estamos preparados

para el comienzo de las colisiones”.

Otro botón.

“Atlas beta”, llamó el director después. “¿Preparados?”. Se oyó primero un

sonido de estática, de pronto roto por una presencia humana.

“Nosotros... nosotros...”, dudó la voz en el altavoz, manifiestamente

desorientada. “Tenemos un... un problema”.

Las luces rojas comenzaron en ese momento a parpadear por toda la sala de

control, al mismo tiempo que la alarma rugía en los altavoces. Los ingenieros

y los científicos intercambiaban miradas perplejas, sin entender el origen del

problema ni su gravedad. ¿Habría algún incendio en el detector Atlas?

¿Habría el gran acelerador de hadrones reventado debido a la gigantesca

energía a la que estaba operando? Peor todavía, ¿se encontraban en peligro?

El primero en reaccionar, como correspondía, fue el director. Alzó el brazo

y, con la voz cubriéndose de desaliento y derrota, respiró hondo y dio la

orden inevitable.

“¡Abortar!”, gritó. “Paren todo”.

El teclado de la pared dio únicamente señal de vida en el momento en el que

el campo magnético fue desactivado. Entendiendo que el sistema se acababa

de desbloquear, Jean Claude Bloch tecleó el código y la puerta se abrió con

un sonido aspirado.

“On y va?”, preguntó su compañero de equipo de seguridad, buscando con

la pregunta animarse a sí mismo más que para pedir una respuesta.

“¿Vamos?”.


Los dos funcionarios de seguridad franquearon la puerta y entraron en el

perímetro donde se encontraban los tubos del gran acelerador de hadrones.

Después de pasar dentro del túnel, Jean-Claude se detuvo por un instante,

temiendo las poderosas fuerzas de la naturaleza que allí se concentraban. Sus

ojos se pararon en la ancha tubería de acero que ocupaba el centro del túnel,

buscando señales que denunciasen alguna anomalía. Los dos hombres sabían

que dentro de aquel tubo se escondían las mayores amenazas en caso de

avería, como los haces de protones, los imanes de niobio y titanio, y sobre

todo el sistema criogénico usado para mantener los imanes a menos de dos

Kelvin o doscientos setenta y un grados Celsius negativos, temperatura

próxima a cero absoluto y necesaria para asegurar las propiedades

superconductoras de los imanes. Si hubiese allí una ruptura y algo de helio

líquido escapase de los tubos y los alcanzase, la muerte sería rápida.

Jean-Claude encendió el intercomunicador que traía en la mano.

“Halcón Uno a Nido. Ya entramos. Over”.

El intercomunicador chasqueó.

“Nido a Halcón Uno. ¿Cuál es la situación? Over”.

“Parece que está todo bien, no vemos ninguna anomalía. ¿Qué hacemos

ahora? Over”.

“Sigan hacia el Altas, Halcón Uno. Allí está el problema. Out”.

El túnel estaba bien iluminado, pero incluso así los dos guardias de

seguridad mantuvieron las linternas encendidas para inspeccionar el largo

tubo mientras caminaban en dirección a su destino. Las luces de las linternas

iban bailando por el acero mientras los pasos de los dos guardias hacían eco a

lo largo del túnel.

“Brrr”, gimió Jean-Claude, los ojos zarandeados por las sombras

proyectadas en las paredes y recortadas por debajo del tubo. “Esto es

siniestro...”.

El compañero se estremeció, tenía la piel de gallina de miedo.

“¡A quién se lo dices!”.

Caminaron durante diez minutos, siempre atentos a la más pequeña

irregularidad que les pudiese amenazar. En cierto momento el túnel se

ensanchó y se transformó en una amplia caverna excavada en la roca. El

espacio estaba ocupado por una gigantesca máquina con veinticinco metros

de diámetro y formada por sucesivos cilindros concéntricos, un verdadero

titán de acero que parecía dormir por debajo de la tierra.

“El Atlas”.


Habían llegado al destino. El Atlas era uno de los más importantes

detectores de partículas del CERN, la máquina donde el famoso bosón de

Higgs, también conocido como partícula de Dios, fuera finalmente detectado.

Allí dentro estaba uno de los sitios donde los paquetes de protones se

estrellaban casi a la velocidad de la luz, en choques que producían miríadas

de micropartículas: quarks, electrones, muones, gluones, neutrinos, partículas

Z y W, fotones y tal vez hasta gravitones, lo que permitía identificar las

fuerzas y partículas fundamentales de la naturaleza.

Jean-Claude cogió de nuevo el intercomunicador y pegó los labios al

altavoz.

“Halcón Uno a Nido”, llamó. “Llegamos al objetivo. ¿Adonde nos debemos

dirigir? Over”.

“Nido a Halcón Uno” fue la respuesta. “El ordenador nos indica que el

problema está al lado del detector externo de los muones. Diríjanse hacia allí

y verifiquen, por favor. Over”.

La mirada de los dos guardias de seguridad se concentró de inmediato en la

gran pala circular donde se encontraba el detector externo de muones. Había

realmente algún movimiento. Sin atreverse a dar un paso más, giraron las

luces de las linternas hacia aquel punto y abrieron desmedidamente los ojos

de miedo cuando se dieron cuenta de la amenaza de la nube de vapor.

“¡El helio!”, exclamó Jean-Claude. “¡El helio se derramó del Atlas!”.

“¿Qué hacemos?”, quiso saber el compañero, aterrorizado con el

descubrimiento. “¿Pedimos apoyo?”.

“¡Nosotros somos el apoyo, idiota!”, le regañó Jean-Claude, conteniendo

difícilmente el nerviosismo y la ansiedad. “Tenemos que ir allí para saber con

precisión dónde se localiza la fuga”.

Los dos hombres se aproximaron al detector Atlas con gran cautela. La

máquina era realmente gigantesca; se sentían como enanos a su lado.

Rodearon la gran pala circular del detector externo de muones y fijaron la

atención en la nube de vapor que emanaba de una pequeña sección de aquel

monstruo de acero.

“Allí hay algo en medio del vapor”.

“¿Dónde?”.

Jean-Claude apuntó la luz hacia aquel lugar.

“Ahí, ¿no lo ves?”.

Intentaron identificar lo que era, pero a aquella distancia y con tanto vapor

les parecía imposible delimitar formas cuyos contornos mal adivinaban.


Tendrían que acercarse al detector Atlas. Cada paso que daban era tan difícil

que parecía que escalaban una montaña. Las luces de las linternas daban

saltos en medio del vapor mientras se dirigían hacia la gran máquina.

Se acercaron a dos metros de distancia, pero no se atrevieron a ir más lejos

para no ser alcanzados por el vapor de helio. Hacía frío, evidentemente por

causa de la fuga del helio líquido, pero lo peor no era la temperatura. Sabían

que en contacto con el aire el helio se vaporizaba y ocupa el lugar del

oxígeno, por lo que se arriesgaban a asfixiarse si se acercaban demasiado.

Les parecía que a aquella distancia habían llegado al umbral de seguridad. Un

paso más y se enfrentarían a un riesgo inminente de muerte.

Luchando contra el frío que le entorpecía los movimientos, Jean-Claude

apuntó la luz hacia la forma que estaba en la base de la fuga de vapor.

Un hombre.

“¡Qué diablos!”.

La figura humana se encontraba tumbada, el tronco fuera, las piernas dentro

de la máquina, la cara amoratada. Era evidente que el hombre había muerto

por asfixia; o por falta de oxígeno en aquella zona, expulsado por el helio que

se derramó hacia el exterior o incluso por la inhalación del vapor de helio,

que provocaba quemaduras internas letales. La autopsia determinaría lo que

había sucedido, pero lo cierto es que estaba muerto. La luz de las linternas se

paró sobre el rostro de la víctima, y acto seguido, Jean-Claude abrió la boca

estupefacto.

“¡Es el anciano de hace un rato!”, exclamó. “¡El tipo de la CIA!”.

“¿Quién?”.

“El tipo que quiso entrar esta mañana con un arma, ¿te acuerdas? ¡Es él!”.

“¿Estás seguro?”.

“¡Absolutamente! Fui yo quien trató con él y sé muy bien lo que estoy

diciendo. ¡Es el anciano de la CIA! Frank... Frank... Frank algo más”.

Oprimió los labios mientras se esforzaba por recordar. Tenía el nombre en la

punta de la lengua. “¡Bellamy! ¡Eso mismo! Frank Bellamy. Me parece que

es un peso pesado de la CIA”.

“¿Qué está haciendo este tipo metido en el Atlas?”.

La pregunta era retórica y Jean-Claude no respondió porque evidentemente

no tenía respuesta. Estudió con cuidado el tronco del cadáver con la luz de la

linterna hasta darse cuenta de que uno de los brazos estaba extendido y entre

los dedos había un papel.

“¿Qué es esto? ¿Lo estás viendo?”.


El colega centró su atención en la hoja.

“Sí. Tiene algo escrito. ¿Consigues leerlo?”.

Los dos hombres se giraron para colocarse en el sentido de la hoja y

verificar su contenido.

“¡Qué rayo de rompecabezas!”.

La luz de la linterna de Jean-Claude se desvió siguiendo hacia la zona donde

el helio líquido escapaba. El metal de los tubos del sistema de criogenia

estaba agujereado y en el suelo yacía un instrumento de perforación de alta

temperatura.

“Mira esto, ¿Has visto?”, observó con excitación. “Alguien provocó esta

rotura”.

“Mon Dieu!”, exclamó el colega, estupefacto. “La fuga... ¡la fuga del helio

fue deliberada!”.

Al tomar consciencia de lo que veía, Jean-Claude cogió inmediatamente el

intercomunicador y apretó el botón.

“Halcón Uno a Nido. Identificamos la fuente del problema. Hay un cadáver

metido en una apertura por detrás del detector externo de muones y

encontramos un instrumento de perforación de alta temperatura junto al lugar

de la fuga de helio. Esta fuga no ha sido un accidente. Repito, no es un

accidente. Aguardamos instrucciones. Over”.

Durante dos segundos el intercomunicador respondió con una parada. “Nido

a Halcón Uno. ¿Puede repetir? Over”.

La información era tan increíble que por lo visto los jefes que se sentaban

en la central de seguridad no se habían creído lo que les acababan de decir.

“Encontramos un cuerpo metido en el Atlas y un perforador de alta

temperatura junto al punto de fuga del helio líquido. El cadáver tiene un papel

en la mano con un nombre. Sospecho que haya identificado de esta forma a

su asesino. Over”.

Esta vez el ruido del intercomunicador se prolongó más de diez segundos.

Estaba claro que los miembros de la central de seguridad discutían la

información que habían recibido.

“Nido a Halcón Uno”, respondieron por fin. “Vuestra misión está concluida.

Regresen inmediatamente al Nido para la reunión. Queremos un informe


completo. Vamos a enviar a los bomberos para que se ocupen de la fuga de

helio y retiren el cuerpo. El detector y toda la caverna Atlas serán sellados

hasta orden contraria. Over”.

Los dos agentes de seguridad lanzaron una última mirada hacia el cadáver y

dieron media vuelta para alejarse y salir lo más deprisa posible de aquel

peligroso lugar. Volvieron a rodear la gran pala circular del detector externo

de muones, esta vez en el sentido contrario, y se adentraron en el túnel rumbo

a la puerta por donde habían entrado media hora antes.

A medida que caminaban, Jean-Claude iba recordando el incidente de esa

mañana en el atrio del complejo y lo que sintió cuando se dio cuenta de que

el anciano que entró en el edificio era una figura importante de la CIA.

“Quien quiera que sea ese Tomás Noronha”, murmuró con una sonrisa sin

humor, “la CIA le caerá encima con todo su peso”.

Pero ese ya no era su problema. Se encogió de hombros y aceleró el paso.

Cuanto más deprisa saliesen de allí mejor.



I

La hierba había sido regada momentos antes y sus puntas mojadas relucían

al sol; parecían una constelación de diamantes centelleando bajo la luz clara

de la mañana. El hombre de luminosos ojos verdes atravesó relajado el

césped, llevaba en la mano una cartera de ejecutivo, y entró en el edificio de

trazado moderno de la Fundación Calouste Gulbenkian cantando una melodía

que había oído en la radio. Después de lanzar un gesto jovial al personal de la

recepción, se dirigió hacia un despacho al fondo del atrio. Abrió la puerta y

se encontró con la secretaria tecleando en el ordenador.

“Hola Albertina. ¡Llegué!”.

La secretaria levantó los ojos del monitor y miró fijamente al recién llegado.

“¡Profesor Noronha! ¿Ha hecho buen viaje?”.

“Claro”, respondió Tomás Noronha, dirigiéndose hacia el gabinete donde

ejercía las funciones de consultor científico de la fundación. “Anticipé el

regreso a Lisboa para ayer por la tarde y así evitar la huelga de controladores

aéreos españoles. ¡Me libré por los pelos!”.

“¿Cómo estaba Ginebra? ¿Hacía mucho frío?”.

El historiador echó la mano al bolsillo.

“Helada”, dijo, extendiendo una cajita roja a la secretaria. “Mire, le traje un

chocolatito”.

Albertina cogió el regalo y sonrió.

“¡Ay, profesor! Me conoce bien pero no era necesario que se molestase...”.

El recién llegado posó la maleta a los pies de su mesa.

“Faltaría más, no fue ninguna molestia”, le dijo, colgando el abrigo en un

perchero junto a la ventana. Se giró hacia atrás y observó a través de la

puerta. “¿Alguna novedad?”.

Era una pregunta de trabajo, por lo que la secretaria asumió inmediatamente

una postura profesional y hojeó la agenda.

“Sí, llamaron de la Universidad Nueva de Lisboa. Les expliqué que estaba

de viaje y quedaron en volver a llamar mañana. No dijeron cuál era el

asunto”.

Tomás mal contuvo una sonrisa.

“Ni hacía falta. Andan detrás de mí para ver si regreso a la facultad...”.

“Creo que hacen bien”, sentenció Albertina. “¿Dónde se ha visto a un

académico de su categoría, uno de los mejores criptoanalistas del mundo y


profesor doctorado en no sé cuántas lenguas antiguas y demás, que no dé

clases en la facultad? ¡Un crimen, se lo digo yo!”.

El historiador no quiso continuar la conversación. Arrastró la silla, se sentó

y encendió el ordenador.

“Además de esa llamada, ¿algo más?”.

“El ingeniero Ferro pidió hablar con usted a las quince horas”, reveló.

“Sobre lo que fue a comprar a Ginebra”. Le lanzó una mirada interrogadora.

“¿Encontró lo que buscaba?”.

Tomás se inclinó en la silla y cogió la maleta de ejecutivo que había posado

a los pies de la mesa.

“Lo encontré, claro. Está aquí”.

La secretaria miró fijamente la maleta, la curiosidad le quemaba la mirada.

“¿De verdad? ¿Puedo ver?”.

Con una pequeña llave, Tomás abrió la maleta y retiró el paquete que había

traído de Ginebra.

“¡Mire esto!”, dijo moviendo el paquete. “Ni imagina el trabajo que me ha

dado esta compra”.

Acarició el paquete. La negociación con el comerciante de antigüedades de

Ginebra había sido muy dura, a fin de cuentas estaba en juego un manuscrito

raro que de forma insistente había recomendado adquirir a la Gulbenkian,

pero afortunadamente todo había salido bien. Después de un peritaje para

certificar la autenticidad del documento, realizó la propuesta que llevaba de

Lisboa y el valor final acabó por no ser excesivamente superior a la oferta

inicial de la negociación. Lo cierto es que se sentía de tal forma impaciente

que apenas podía esperar por la reunión con el ingeniero Ferro; el director del

museo de la fundación se iba a quedar encantado con aquella preciosidad.

“¿Puedo verlo?”, pidió Albertina. “¿O su tesoro debe permanecer

empaquetado?”.

Tomás respondió con una carcajada.

“¡Nunca he visto una persona tan curiosa!”, observó. “Está bien, se lo

enseño”.

Lo desempaquetó por las puntas de papel pegadas con cinta adhesiva y del

interior extrajo un códice en papel amarillento, evidentemente antiguo, dentro

de un plástico sellado para defenderlo de la contaminación del aire. Giró el

códice hacia la secretaria y le mostró el título, con las primeras líneas del

texto escritas por debajo en caligrafía medieval.


“¿Tabula Samri... Smiragda... na?”, titubeó Albertina intrigada. “¿Qué

diablos quiere decir esto?”.

“Tabula Smaragdina”, corrigió el historiador. “También conocida como La

tabla Esmeralda o El secreto de Hermes. Se trata de un texto atribuido a

Hermes Trismegisto, no sé si ya ha oído hablar de él”.

“Sí, claro. Es un mago antiguo, ¿verdad?”.

“En cierto modo. Hermes Trismegisto fue un célebre alquimista cuya

verdadera identidad permanece envuelta en misterio. Hay quien piensa que se

trata de una figura nacida de la combinación del dios griego Hermes con el

dios egipcio Toth, ambos divinidades de la magia y de la escritura. Se

especula que la figura histórica real por detrás de Hermes Trismegisto sea el

gran sacerdote Imhotep, un egipcio venerado por los griegos cuando

ocuparon Egipto en el periodo ptolemaico. Trismegisto significa tres veces

grande, y debió de ser un sabio, autor de innumerables textos de la

antigüedad. Los más famosos son la Hermética, un conjunto de diálogos de

los siglos II y III en donde un profesor, el propio Hermes Trismegisto, enseña

a un alumno la naturaleza de lo divino, de la mente y del universo”.

“¿Todavía existen esos textos?”.

“Claro. Fueron originalmente encontrados en papiros y tenemos

traducciones en latín que datan de los siglos XVI y XVII.” Metió la mano en

la carpeta y extrajo la documentación que había reunido en las últimas

semanas para preparar el peritaje del manuscrito que la fundación quería

adquirir. “La Hermética contiene sabiduría antigua de gran valor”. Buscó con

el dedo una línea de sus anotaciones. “Ahora oiga esta cita del libro XIII de la

Hermética”. Afinó su voz. “Salí de mí hacia un cuerpo inmortal y ahora no

soy lo que era antes. Yo nací en la mente”.


“¿Yo nací en la mente? ¿Qué quiere decir eso?”.

El historiador se encogió de hombros.

“Es sabiduría hermética. Significa que estamos delante de un conocimiento

oculto. Esta frase, yo nací en la mente, parece querer decir que la verdadera

realidad es la de la mente. Nosotros somos lo que nuestra mente concibe. Lo

real no existe más allá de la mente”.

La idea era demasiado extraña para que Albertina la tomase en serio, por lo

que rápidamente desvió la atención hacia el manuscrito en las manos de

Tomás.

“¿Y ese manuscrito que compró en Ginebra?”, preguntó, apuntando hacia la

Tabula Smaragdina. “¿De qué trata exactamente?”.

“La Tabla Esmeralda es el texto que dio origen a la alquimia, tanto islámica

como occidental, y mereció a Hermes el apodo de Trismegisto, una vez que

aquí el autor afirma conocer las tres partes de la sabiduría del universo. Una

de ellas es justamente la alquimia”.

“Más fantasías, por lo tanto”.

Tomás esbozó un gesto.

“No, no”, corrigió. “La alquimia es la ciencia de la transmutación de los

elementos. Por ejemplo, uno de los grandes proyectos de los alquimistas era

transformar el hierro en oro. Hoy sabemos que la transmutación de los

elementos, por increíble que parezca, es de hecho posible. El primer

científico que lo hizo fue el físico neozelandés Ernest Rutherford, que

convirtió nitrógeno en oxígeno y comenzó a descubrir los principios que

permiten a las estrellas producir carbono, hierro y oro a través de la

trasmutación de otros átomos”.

La secretaria meció afirmativamente la cabeza.

“Ah, qué interesante”. Apuntó hacia unas líneas escritas en latín en la

primera página del códice, por debajo del título Tabula Smaragdina. “¿Esas

frases explican la alquimia?”.

“La Tabla Esmeralda habla sobre alquimia, pero lo que está aquí escrito son

los principios generales del conocimiento hermético”. Tomás inclinó el

códice para verlo mejor y leyó las primeras líneas. “Verum, sine mendatio,

certum, et verissimum. Quod es inferius, est sicut quod est superius, et quod

est superius, est sicut quod est inferius, ad perpetranda miracula rei unius. Et

sicut omnes res fuerunt ab Uno, mediatione unius, sic omnes res natae

fuerunt ab hac uma re, adaptatione”.

Albertina se rio.


“Profesor, no entiendo nada. Mi latín, no sé si sabe, anda medio oxidado...”.

“Esto es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero”, tradujo él. “Lo que

está debajo es lo que está encima y lo que está encima es lo que está debajo,

para realizar los milagros de la cosa única. Y así como todas las cosas

vinieron del Uno, todas las cosas son únicas, por adaptación”.

“Continúo sin entender...”.

El historiador volvió a abrir la carpeta.

“Ya le dije que estamos ante conocimiento oculto”, explicó mientas metía

dentro el manuscrito. “El sentido de la segunda y de la tercera frase es

ambiguo, pero Hermes Trismegisto parece querer decir que lo real es único y

que las diferencias entre los átomos, nosotros y las estrellas son ilusorias,

todos somos la misma cosa. Lo que está debajo es lo que está encima y lo que

está encima es lo que está debajo. Todo, incluyendo nosotros, es la cosa

única, porque todas las cosas vinieron del Uno. O sea, la impresión que

nosotros tenemos de ser individuales no pasa de una mera ilusión. Todo en

verdad está relacionado, todo es la misma cosa, todo es uno”.

Cuanto Tomás se preparaba para explicar con más detalle las ideas

fundamentales del texto que adquiriera en Ginebra, la puerta se abrió y una

funcionaria de la fundación entregó a Albertina un encargo que acababa de

llegar por correo. La secretaria pasó los ojos por el paquete y se giró hacia su

jefe.

“Señor profesor, es para usted”.

“Ah, debe de ser el libro que pedí por Internet sobre hebreo antiguo. Viene

de Jerusalén, ¿verdad?”.

Albertina consultó la dirección.

“No tiene nombre en el remitente, profesor. Pero fíjese que los sellos son de

Suiza”.

El historiador lanzó una mirada inquisitiva.

“¿De Suiza?”, se sorprendió, extendiendo el brazo y solicitando el paquete.

“Si llegué ayer de allí...”.

La secretaria se levantó y se lo entregó con una sonrisa maliciosa

coloreando los labios.

“Debe de haber dejado abandonada a alguna admiradora...”.



II

Muy suavemente, un tenue destello violeta iluminaba el horizonte que los

grandes pinos americanos recortaban en Bethesda, como extraños espectros

que se fundían con las tinieblas que desaparecían. La noche estaba a punto de

ser sustituida por el sol, pero Walter Halderman todavía no se había acostado.

Había pasado las últimas ocho horas en el ordenador escribiendo y releyendo

el informe que tenía que enviar esa misma mañana a la Casa Blanca,

convencido de que apreciarían su esfuerzo y le dejaría en muy buena posición

en la Agencia para cuando le llegase la oportunidad.

El teléfono sonó.

No era hora de hacer llamadas, pero Halderman no pareció sorprenderse,

como si supiese quién le llamaba. Miró hacia la pantalla, vio el número,

apretó la tecla verde y atendió.

“Aquí Halderman”.

“Buenas noches, sir”, se identificó la voz al otro lado de la línea. “Perdone

por llamar a esta hora, pero tengo una llamada urgente de nuestro hombre en

la embajada en Berna. Insiste en que tiene que hablar con usted ahora.

¿Puedo pasarle la llamada?”.

“Pase”.

Se oyó un clic en la línea y apareció otra voz.

“¿Hola?”.

“Aquí Halderman, director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología

de la CIA. Me han dicho que necesita hablar conmigo urgentemente”.

“Sí, correcto. Soy Paul Zelazny, del Departamento de Informaciones de la

embajada de Suiza. Me acaba de llamar la policía de Suiza con una noticia

desagradable. Lamento informarle, pero hace cerca de una hora que su

director, Frank Bellamy, ha sido encontrado muerto en circunstancias...

¿cómo decirle?, extrañas”.

“¿Ha muerto Frank Bellamy?”.

“Yes, sir”.

Halderman cerró el puño, como si celebrase la noticia, pero mantuvo un

tono impasible.

“¿Cómo?”.

El interlocutor del otro lado de la línea respiró hondo, parecía que para

ganar fuerza.


“Su cadáver fue descubierto en un detector de partículas gigante del CERN.

Parece que murió asfixiado. La policía suiza está tratando el caso como si se

tratase de un homicidio”.

“¿De verdad? ¿Qué es lo que les lleva a pensar eso?”.

“Bien... me comunicaron que Frank Bellamy dejó una nota identificando al

hombre que lo mató”.

“¿Qué? ¿Quién es?”.

“La policía suiza está intentado identificar al sospechoso. Pero ya me dieron

el nombre y dentro de poco me envían una copia de la nota dejada por Frank

Bellamy. El asesino es un tal Thomas Norona. ¿Le resulta familiar?”.

“¿Thomas? ¿No será Tomás?”.

“O eso”.

“Sé quién es. ¿La policía ya le ha cogido?”.

“Están en ello”.

Halderman miró el reloj; ya eran casi las seis de la mañana.

“Oiga, señor...”.

“Zelazny. Paul Zelazny”.

“Oiga, Paul. Cuando reciba la nota dejada por Bellamy envíela para Langley

con carácter urgente, ¿de acuerdo? Quiero verla en mi gabinete en cuanto

llegue, porque quiero tratar el asunto personalmente. Gracias por llamar. Que

tenga un buen día”.

Sin esperar a que su interlocutor se despidiese, colgó. Levantó los ojos hacia

la ventana y admiró el destello de la mañana naciendo, una sonrisa de

satisfacción dibujada en los labios mientras la mente contemplaba las

magníficas perspectivas que se abrían delante de él.

Frank Bellamy estaba finalmente fuera de su camino.



III

Urgente. Con sorpresa, Tomás se concentró con curiosidad en el paquete

enviado por correo urgente, que le acababan de entregar. Lo cogió y se quedó

un largo rato mirándolo, intrigado. ¿Quién diablos se lo habría enviado de

Suiza? Lo primero que hizo fue verificar los sellos; no había duda, eran

realmente de la Confederación Helvética. Estudió las marcas sobre los sellos

y constató que habían mandado el paquete con fecha de la víspera en una

oficina de correos de Ginebra.

“Qué coincidencia...”.

Le sorprendió la casualidad, ya que el día anterior había estado en la ciudad

suiza. ¿Por qué no le habían entregado personalmente el paquete? Tal vez no

sabían que él estaba allí y todo no fuese más que una coincidencia; era la

única explicación razonable que se le ocurría. Pasada la sorpresa inicial,

decidió que el caso no merecía demasiada atención. Aunque estaba

acostumbrado a sospechar de las coincidencias, tenía consciencia de que a

veces existían, por lo que era mejor olvidarlo y ver lo que era.

Lo rasgó por los bordes y retiró el contenido del interior. A primera vista

parecía un disco espeso, pero como venía envuelto en papel celofán no se

percibía con exactitud de lo que se trataba. Por eso tuvo que desempaquetarlo

hasta por fin poder ver el objeto que le habían enviado.

“¡Vaya!”.

Se trataba de un artefacto de cobre con la forma de un yoyó gigante y

bordes de cuero, suficientemente grande para llenar la palma de la mano. Una

de las caras tenía esculpido un dibujo geométrico con dos círculos exteriores

cubiertos de caracteres hebreos y latinos y en el medio una estrella de David

protuberante con las líneas bañadas en oro.

La interjección de Tomás atrajo la atención de la secretaria. “¿Qué es,

profesor? ¿Pasa algo?”.


El historiador analizó el objeto y el diseño que contenía y después se volvió

en dirección a Albertina.

“Me mandaron un pentáculo, mire”.

“¿Qué es eso?”.

“Un pentáculo es un amuleto usado en invocaciones mágicas”. Pasó el dedo

por la geometría de la pieza. “Este es, en realidad, el gran pentáculo”. Apuntó

hacia los caracteres תחפמ המלש inscritos en lo alto del círculo exterior del

dibujo. “¿Ve esto? Es hebreo. Quiere decir Mafteah Shelomoh. Sospecho que

su hebreo no es mejor que su latín...”.

La secretaria se rio.

“Sospecha muy bien”.

“Pues Mafteah Shelomoh es el título en hebreo de la Clavis Salomonis, un

manual de magia generalmente atribuido al rey Salomón”. Bajó la voz, como

si estuviese compartiendo una confidencia. “Es lo que dice la leyenda, claro.

En realidad la Clavis Salomonis es un producto del Renacimiento italiano de

los siglos XIV y XV. Se cree que inspiró otros manuales de magia famosos,

como el Lemegeton y la Clavicula Solomonis Regis”.

La expresión de Albertina era de desconcierto.

“Ah, muy bien”, dijo, evidentemente sin entender nada. “¿Y por qué razón

le mandan esto?”.

Tomás investigó en el paquete desenvuelto, buscando alguna referencia al

remitente o cualquier carta o postal o mera nota manuscrita que le diese una

indicación, por mínima que fuese, sobre el origen y el motivo del envío, pero

no encontró nada.

“No sé”, se rindió. Volvió a analizar los sellos del paquete y el sello de

Ginebra e hizo un esfuerzo para entender quién había podido remitir el

pentáculo en esa ciudad. Al pensar en ello una idea le vino a la mente. “O

quizás... sí lo sé. ¡Solo ha podido ser monsieur Perrin! ¿Quién más me

enviaría una cosa de estas?”.

“¿Es algún amigo suyo?”.

“Monsieur Perrin es el comerciante de antigüedades a quien compré la

Tabula Smaragdina, de Hermes Trismegisto”.

“¿Y por qué le enviaría ese... ese amuleto?”.

El historiador cogió el pentáculo, como si al sentir el peso lo midiese.

“No tengo la menor idea”, respondió mientras lo pasaba de una mano a otra.

Tal vez me quiera convencer para que lo compre. Esta gente suele adoptar

este tipo de técnicas de marketing, ¿lo sabía?”.


“¡Ah!, ¿Quiere decir que eso es una copia?”.

Era una buena pregunta, se dio cuenta Tomás. Paró de lanzar el pentáculo

de una mano a otra y lo estudió mejor. Sintió la textura, lo olió y pasó los

dedos por la superficie del cobre y por el borde de cuero. Bien vistas las

cosas, parecía auténtico. Si se trataba de una copia, concluyó con ojo de

especialista habituado a realizar peritaje de artefactos antiguos, era realmente

muy buena. Incluso excepcional.

“Tal vez, no estoy seguro”. Se quedó por un momento parado,

reflexionando sobre el caso, pensando que no tenía sentido que el

comerciante le hubiese enviado un original así, sin más ni menos, sin

informaciones ni cualquier garantía de que lo fuese a comprar; únicamente

podía ser una copia, tenía que ser una copia. Con un gesto súbitamente

resuelto, guardó el objeto en el bolsillo de los pantalones. “Después lo veo.

Voy a llevarlo para enseñárselo a los tipos del laboratorio y quiero ver lo que

me dicen. Tal vez me hagan un análisis de carbono catorce, quién sabe”.

“Una vez que estuvo ayer en Ginebra con ese comerciante, ¿por qué razón

no le mostró el amuleto en ese momento? ¿Por qué lo ha enviado por correo

sin explicarle nada?”.

“No sé, no sé, como le dije puede formar parte de la técnica de venta, yo

qué sé...”.

Eran demasiadas preguntas para las cuales no tenía respuesta, por lo que

decidió archivar el asunto en un rincón de la mente; si el comerciante de

antigüedades le había remitido el pentáculo sin dar explicaciones, tendría sus

motivos. En el momento oportuno trataría el asunto, pero no en ese momento.

Tenía mucho que hacer y no tenía sentido concentrarse en una cosa que le

parecía irrelevante.

Encaró el monitor y se concentró en el correo electrónico. Leyó los e-mails

que le esperaban en su bandeja de entrada y respondió a todos. Después se

conectó con su página en la web interna de la Fundación Gulbenkian, se

dirigió a la función Informes de Compra y entró. “Adquisición de la Tabula

Smaragdina”. Comenzó a rellenar el informe con todos los datos solicitados

en el formulario.

“¿Profesor Noronha?”.

Consultaba a menudo sus anotaciones y, siempre que necesario, recurría a la

memoria para reconstruir la negociación que había tenido lugar en el

establecimiento de monsieur Perrin, al lado del lago Leman. Se acordó de la

propuesta inicial, de la contrapropuesta del anticuario, del teatro que hizo


protestando porque su interlocutor “pedía lo imposible”, de la...

“¿Profesor Noronha?”.

La imagen de la negociación en Ginebra se esfumó en ese instante y los ojos

aturdidos de Tomás se fijaron en Albertina.

“¡Ah!”.

La secretaria estaba sentada en su sitio y tenía en la mano el auricular del

teléfono fijo del gabinete.

“Una llamada para usted”, anunció. “Es la doctora María Flor que llama

desde Coimbra”.

Al ver el teléfono, varias ideas vinieron casi a la vez a la mente de Tomás.

La primera fue el recuerdo del teléfono sonando; era como si hubiese

escuchado el sonido pero no lo hubiera registrado; entonces la llamada le

entró en la consciencia. Le daba la sensación de ser una especie de eco

psicológico, parecía que el sonido se había quedado en lista de espera en

algún lado de su cabeza esperando su vez para entrar. La segunda fue que aún

en la víspera, después de desembarcar en Lisboa, había hablado con María

Flor por teléfono; se sentía cansado de una vida en la que saltaba

constantemente de mujer en mujer y necesitaba asentarse, pero no quería

avanzar demasiado deprisa con ella, no era ese el tipo de relación que

buscaba. Y la tercera idea, quizás idiota pero sin duda práctica, fue que tenía

su móvil apagado por falta de batería y que tenía que cargarlo en cuanto

pudiese; por eso ella solo había podido contactarle a través del teléfono fijo.

Fue una serie de pensamientos en una fracción de segundo, hasta salir de su

letargo y hacer una señal a la secretaria.

“Páseme la llamada”.

“Ahí va”.

Albertina apretó un botón del aparato y transfirió la llamada a la mesa de

Tomás. Antes de atender, él se levantó y cerró la puerta; las conversaciones

con María Flor eran personales y no quería que la secretaria las escuchase.

Después regresó a su sitio, delante del ordenador, y cogió finalmente el

auricular de su teléfono.

“Hola, Flor”, la saludó con voz cariñosa. “No me digas que estás deseosa de

ver el regalo que te traje de...”.

“Tomás”, cortó ella, con la voz cargada de tensión e incómoda. “Siéntate y

escucha con calma. Tengo que darte una mala noticia”.

Al oír estas palabras, al historiador se le paró la respiración. Sabía que un

anuncio de estos era un aviso para prepararse para algo muy grave. En


aquellas circunstancias, intuyó, solo podía tratarse de su madre. Estaba

viviendo hacía unos años en la residencia que María Flor dirigía en Coimbra

y el tono de voz de la directora no auguraba nada bueno.

“¿Mi madre?”, preguntó Tomás después de una pausa, casi ávido. ¿Ha

ocurrido algo?”.

“Me temo que sí”.

En el fondo esperaba que ella le tranquilizase, que le dijese que la llamada

no tenía nada que ver con su madre. Sintió la respuesta como una bofetada.

“¿Qué ha sido?”, quiso saber, mientras el estómago le dolía de ansiedad.

“¿Qué le ha pasado?”.

Hubo un corto silencio al otro lado de la línea, como si María Flor buscase

las palabras adecuadas para decir lo que le tenía que decir.

“Tu madre sufrió un ataque cardíaco”, le anunció en el tono más cariñoso

posible. “Ven deprisa. Deprisa, ¿me oyes?”.

La noticia dejó a Tomás estupefacto, sin reacción, los ojos vidriosos, la boca

entreabierta. Ya había perdido a su padre y sabía que un día perdería a su

madre, pero esperaba que faltase tiempo, que los días no pasasen tan rápido,

que lo inevitable fuese infinitamente aplazado, que la orfandad no le dejase

tan solo tan deprisa.

“Se...”, balbuceó Tomás, intentando decir la palabra terrible pero evitando

pronunciarla. Solo la idea de la muerte constituía una puñalada clavada en el

corazón. “Se...”.

Oyó un suspiro resignado al otro lado.

“Está en coma y le queda poco tiempo”.



IV

No estaba bien el nudo de la corbata, se dio cuenta al verse en el espejo. Lo

deshizo y lo volvió a hacer, esta vez equilibrándolo para coger mejor la parte

espesa del tejido de seda. El espejo le confirmó que por fin el nudo quedaría

perfecto, gordo y con un pliegue en medio. Miró el reloj y constató que ya

eran las siete de la mañana.

Había llegado la hora.

Cogió el móvil y buscó el nombre del director del Servicio Clandestino

Nacional de la CIA. Identificó el número de Harry Fuchs, apretó la tecla y el

móvil comenzó a llamar.

“Halderman, you sonnavabitch!”, atendió la voz del otro lado. “¿Qué

quieres?”.

“Bellamy ha muerto”.

“Ya lo sé. Una buena noticia, ¿eh? La agencia no necesitaba reliquias como

aquellas”.

“Los suizos están tratando el caso como un homicidio y eso puede

complicar las cosas. ¿Crees que hay cabos sueltos?”.

La respuesta al otro lado tardó, como si su interlocutor estuviese eligiendo

con juicio las palabras. Cuando por fin fue dada, el tono de Fuchs era de gran

cautela.

“¿Estás insinuando que fue mi servicio quien se deshizo del viejo?”,

preguntó en un tono sibilino. “Es que yo, por mi parte, ya me he puesto a

reflexionar con mis botones sobre quién ganaba más al deshacerse del

abuelito. ¿Y adivina en quién pensé en primer lugar?” La voz se endureció en

ese instante. “En ti, motherfucker!”.

“¡No eches la mierda encima de mí!”, rugió Halderman. “¡No te atrevas!”.

“La mierda tiene que caer encima de alguien, amigo mío”, avisó el director

del Servicio Clandestino Nacional. “Porque alguien lo mató y yo ya traté el

asunto para que nadie me incrimine”.

“Yo también tengo mis coartadas preparadas, por lo que ten cuidado con lo

que dices, ¿me oyes?”.

Se hizo una corta interrupción en la conversación, con ambos a los lados

midiendo la posición del otro.

“Oye, la nota dejada por el viejo puede ser la solución para el problema”,

sugirió Fuchs, conciliador. “¿Ya la has visto?”.


“Está en mi despacho esperándome, cortesía de nuestra embajada de Berna.

¿Por qué, qué idea tienes?”.

“Esa nota menciona un nombre, ¿verdad? Ha sido una suerte tremenda.

Tenemos que ir con fuerza detrás de ese tipo. ¿Sabes quién es?”.

“Es un historiador y criptoanalista portugués que, aunque contrariado, ya

trabajó dos veces para nosotros. Una con Irán, otra con Al-Qaeda. Un tipo

astuto, tenemos que tener cuidado con él”.

“¿Cuidado con él? ¿Bromeas conmigo o qué? Desde cuando un

motherfucker cualquiera mete miedo al director de Servicios Clandestinos

Nacionales de la CIA? No, ese fulano está en una situación difícil”.

“No te olvides de que él fue decisivo aquella vez que neutralizamos a Al-

Qaeda, ¿te acuerdas?”.

“¿Al-Qaeda? No, no me digas que fue el portugués que... que...”.

“Ese mismo. Por razones de seguridad nacional, el caso fue entonces

catalogado como top secret y no llegó a los periódicos. Pero yo le vi en

acción y te digo, querido amigo, que es un tipo muy lúcido. No debemos

subestimarle”.

“Hmm.. me pregunto por qué su nombre aparece en la nota dejada por el

anciano”.

“Yo también. Estoy harto de dar vueltas a la cabeza, pero no encuentro

respuesta. Frank lo trataba mal, es verdad, pero sé que apreciaba al tipo. Lo

que le llevó a nombrarle en el papel antes de morir es un misterio”.

Fuchs hizo una pausa mientras meditaba sobre la situación. Cuando volvió a

hablar, el tono de voz se transformó en afirmativo.

“Oye, mándame ese papel en cuanto lo recibas de Berna”, dijo. “Voy a

iniciar un proceso de acción clandestina y lo necesito como justificación”.

“De acuerdo”.

“Y no te preocupes más con el caso, ¿entendiste? Misterio o no, voy a hacer

las cosas de modo que la mierda no nos salpique, quédate tranquilo”.

Los dos hombres colgaron sin despedirse. Halderman volvió a levantar los

ojos hacia el paisaje de Bethesda con el sol naciente y admiró la forma en la

que en pocos minutos la luz límpida de la mañana había substituido a la

noche. Después se puso el abrigo azul oscuro, cogió la carpeta y camino de la

puerta volvió a parar delante del espejo. Se había pasado la vida entera

lamiendo botas y humillándose para agradar a las personas en el poder, con la

convicción de que, dentro de la organización, y sobre todo en una pública, no

asciende quien es recto y competente, sino quien sabe qué botas tiene que


abrillantar y cómo conspirar e intrigar para alejar a los que se le atraviesan en

el camino. Con Bellamy apartado del mapa, le faltaba un último paso para

llegar a jefe de la Dirección de Ciencias y Tecnología. Si jugase las cartas

apropiadas y si Fuchs hiciese lo que tenía que hacer, los últimos obstáculos

serían removidos y el lugar del difunto director sería suyo. Suyo y

únicamente suyo. Arregló su pelo despeinado y se dirigió a la puerta para

salir de casa, con una sonrisa en los labios.

Todo iba bien, el profesor portugués iba a cargar con las culpas.



V

Dando vuelta a la llave y todavía obsesionado por la noticia, Tomás puso el

motor del Volkswagen a funcionar. El conductor pisó el embrague, metió la

primera, aceleró y el coche arrancó con un rugido impaciente. Salió del

parque de la Fundación Gulbenkian para meterse por las calles de Lisboa

hasta llegar a la autopista en dirección al norte.

El principio del viaje fue todo lo que Tomás registró de las dos horas de

camino hasta Coimbra. De forma sucesiva pasó por su mente la conversación

telefónica con María Flor, intentando interpretar el tono de las frases que ella

había pronunciado y lo que se escondía en las entrelíneas para saber si había

esperanza, y después se centró en las palabras fatídicas, aquellas que le

anunciaron que su madre había tenido un ataque cardíaco, que se encontraba

en coma y que el tiempo apremiaba. ¿En coma? Con la edad que ella tenía,

eso significaba ciertamente que estaba en la antecámara de la muerte. Quizás

a esa hora ya había fallecido y él estaba encerrado en el coche sin saber nada.

No sabía ni podía saber por qué la víspera, demasiado cansado debido al viaje

a Ginebra, ¡se había olvidado de cargar la porquería del móvil!

“¡Estúpido, estúpido, estúpido!”, vociferó en un murmullo, maldiciéndose

mil veces por el imperdonable lapso mientras golpeaba el volante a cada

palabra. “¿Cómo me pude olvidar de cargar el móvil? ¿Por qué razón me pasa

el día que más lo necesito?”.

Esa era la realidad. Necesitaba hablar con María Flor, saber cuál era el

estado de su madre, conocer las circunstancias en las que había pasado todo,

oír lo que los médicos tenían que decir y cuál era el pronóstico clínico,

susurrar por el teléfono palabras a su madre moribunda y despedirse de ella

aunque no le consiguiese oír. El olvido de la víspera hacía que todo eso fuese

imposible. Tendría que soportar el aislamiento y el silencio y la ignorancia y

la angustia, aquella ansiedad terrible que en aquel momento le estaba

destruyendo, hasta llegar a Coimbra. Sabía que necesitaba información, pero

también sentía necesidad de desahogarse y sabía que la voz amiga de María

Flor al teléfono podría ayudarle anímicamente. Lamentaba no haberse

quedado más tiempo al teléfono con su amiga, para poder saber más cosas y

obtener algo de desahogo en aquel momento difícil, pero las prisas por salir

hacia Coimbra para ver a su madre se sobrepusieron a todo.

Sacudió la cabeza, como si quisiese expulsar los pensamientos que le


oscurecían el alma.

“Tengo que pensar en otra cosa”, rumió en un murmuro sordo. “¡Esto se

está volviendo obsesivo!”.

Hizo un esfuerzo para concentrarse en otro asunto. ¿Pero cuál? El

pentáculo, se respondió así mismo. Se esforzó en pesar en el paquete que

había recibido esa mañana de Ginebra e intentó imaginar lo que tendría en

mente el comerciante de antigüedades cuando se lo envió. El hombre realizó

una jugada arriesgada, a fin de cuentas nada le garantizaba que la fundación

quisiera adquirir tal artefacto. Además, si Tomás fuese deshonesto, hasta

podría quedarse con el gran pentáculo. El paquete no venía ni registrado ni

con aviso de recepción, por lo que ningún documento probaba que realmente

lo había recibido.

¿Sería genuino? El artefacto parecía realmente verdadero, consideró, pero

una cosa de esas no tenía lógica. ¿Por qué motivo el anticuario le remitiría

una antigüedad de aquellas sin decirle una sola palabra? Seguro que estaba

delante de una copia. El laboratorio de la Fundación Gulbenkian lo iba

probablemente a confirmar cuando pasase por allí para analizar el objeto. Lo

que ocurriría, claro, a su regreso de Coimbra donde su madre..., su madre...

“Está en coma y le resta poco tiempo”.

Las últimas palabras pronunciadas por María Flor al teléfono volvían a

resonarle en la mente. Está en coma. O estaba, a la hora que recibió la

llamada. ¿Quién sabría lo que ocurrió mientras? ¿No le dijo que le quedaba

poco tiempo? ¿Cuánto de poco? ¿Minutos, horas, días? Será que, con aquella

edad y después de un ataque cardíaco, ¿estaría todavía en coma? ¿Y si la

situación mientras había evolucionado? Y si, después de aquella llamada, y

mientras viajaba, su madre hubiese... hubiese...

“¡Ah, ya estoy otra vez!”, gritó de repente en el coche, furioso e impotente,

golpeando de nuevo sucesivamente con la palma de la mano el volante. “No

me sale de la cabeza...”.

Por más que se esforzase e intentase pensar en otras cosas, regresaba

siempre al gran problema, como si en su cabeza un disco rayado rodase en

loop. Su madre había sufrido un ataque cardíaco, estaba en coma y le

quedaba poco tiempo. Por poco tiempo se entendía que la muerte era

inminente. Hiciese lo que hiciese, pensase en lo que pensase, nada podía

alterar esa dura e inevitable realidad. Su madre estaba a las puertas de la

muerte y en breve él se quedaría huérfano. Sabía que la vida era lo que era,

un mero soplo en la eternidad, el instante fugaz del batir de las alas de una


mariposa, una chispa de luz que se encendía y apagaba en las tinieblas, una

victoria que termina siempre en derrota, un camino que por más curvas que

haga conduce inevitablemente al abismo, una sonrisa que se desvanece en

lágrimas.

Pero tenía esperanza, ¡cuánta tenía!, de que ella se quedase un poco más de

tiempo con él, solamente un poquito más...

La torre del campanario.

La imagen de la urbe, coronada allí en lo alto por la torre de la campana de

la vieja universidad, irrumpió en ese momento en su consciencia y los ojos se

le llenaron con el encanto de la ciudad que era su destino.

Había llegado a Coimbra.

Trepó las escaleras a paso acelerado y con la misma prisa recorrió el pasillo

de la enfermería y zigzagueó entre las camillas, la respiración ya jadeante,

inhalando el olor aséptico de mercurocromo y alcohol etílico que acechaba en

el aire, pero determinado en llegar lo antes posible a la habitación y saber el

estado en el que se encontraba su madre. Los números de las habitaciones

estaban señalados en las puertas, por eso se dio cuenta de que ya estaba cerca.

“¡Catorce... quince... dieciséis!”, murmuró, jadeante, mientras enumeraba

las habitaciones hasta llegar. “Es aquí”.

Entró impulsivo en el pequeño compartimento y a la primera persona que

vio fue a María Flor. Se encontraba sentada a los pies de una cama, bonita y

serena, los ojos grandes de chocolate, el pelo castaño dibujando un halo de

luz que le daba un toque dorado en las puntas. Le pareció un ángel iluminado

por una aureola, pero se trataba simplemente del efecto de la fuerte claridad

que entraba por la ventana.

“¡Tomás!”, exclamó, el rostro se abrió con una sonrisa aliviada.

“¡Finalmente!”.

El recién llegado avanzó junto a la cama, la mirada ansiosa buscando a la

persona que estaba allí tumbada. Se encontró con el rostro familiar de su

madre, que tenía una expresión inesperada.

Sonreía.

“¡Hola, hijo mío. Benditos los ojos que te ven!”.

Con la atención puesta en ella, Tomás abría y cerraba la boca sin emitir

ningún sonido, abismado. Parecía un pez en una pecera. Quería hablar pero

no sabía cómo; lo cierto es que no sabía lo que pensar. Esperaba encontrarla

mal, probablemente inanimada, tal vez ya muerta.

Y ella le sonreía.


“¡Madre!”, acabó por decir. “¿Estás bien?”.

“Claro que lo estoy”, respondió con gran jovialidad.

“¡Pero bueno! ¿Qué buena cara tienes?”.

La mirada estupefacta del hijo pasó de la madre a María Flor y de vuelta a

su madre, queriendo entender la situación sin comprender nada más. Se había

preparado para todo menos para eso.

“Mamá, no has tenido... no has tenido, en fin, un...”. Dudó, evitando

mencionar las palabras exactas, como si pronunciar la expresión ataque

cardíaco le estuviese prohibido. “Un... ¿problema?”.

Doña Gracia hizo un gesto, acompañado de una seña vaga con la mano.

“Oh, fue una cosa sin importancia”, respondió ella. “La doctora María Flor

se quedó preocupada, pero, para ser francos, todo esto no ha pasado de un

dramatismo sin sentido. Crean un gran revuelo a causa de una tontería. Basta

con que alguien tenga ningún problema, un achaque de nada, y... parece que

es el fin del mundo, y nos traen precipitadamente al hospital”, resopló.

“¡Válgame Dios! ¡Esto ha sido una gran exageración!”. Levantó el índice

derecho para subrayar la sentencia. “Una exageración, te lo digo yo”.

Exageración parecía realmente la palabra adecuada. ¿De qué otra forma se

podía explicar que en un momento diesen a entender a Tomás que su madre

estaba a las puertas de la muerte, cuando dos horas después la veía y ella

parecía estar bien y con aire sano?”.

Lanzó una mirada levemente crítica en dirección a María Flor, una

expresión de quien la riñe por haberle pegado un susto por una tontería.

Pero la directora de la residencia no se descompuso. Se levantó de la silla e

hizo una señal a Tomás.

“Ven conmigo, por favor”.

Cerraron la puerta de la habitación, para que Doña Gracia no les oyese y

miraron alrededor buscando un lugar tranquilo. El pasillo no era un sitio

discreto para mantener una conversación, el espacio estaba lleno de camillas

con pacientes sin sitio en las enfermerías, pero encontraron un rincón donde

podrían hablar tranquilos.

“Tu madre tuvo un colapso por la mañana y perdió la consciencia”,

comenzó explicando María Flor. “Mientras mi personal intentaba reanimarla

con el desfibrilador, llamé a la ambulancia y el paramédico le diagnosticó un

ataque cardíaco. La trajo inmediatamente al hospital y el cardiólogo de

servicio la llevó directamente a la sala de reanimación. Estuvieron allí unos

quince minutos largos. Mientras esperaba, llamé varias veces a tu móvil, pero


estaba apagado”.

“Perdona, me olvidé de cargarlo...”.

“En cierto momento el cardiólogo salió y vino a hablar conmigo”, añadió,

ignorando la justificación. “El doctor Colaço confirmó que tu madre sufrió un

ataque cardíaco y dijo que intentó reanimarla sin éxito. Como debes

imaginar, cuando me lo contó me quedé lívida. El doctor me explicó que, en

la práctica, ella realmente había muerto, aunque técnicamente todavía no

pudiese decretar el óbito, lo que haría poco después. Según él, el corazón se

había parado y el electroenfacelograma registraba hacía varios minutos

actividad cerebral cero. En ese momento una enfermera apareció en la puerta

gritando: “¡Doctor Colaço, venga aquí!, ¡deprisa, deprisa!”. El médico

regresó a la sala de reanimación y, cuando me quedé sola, comprendí que

tenía que hablar contigo como fuera. Recordé que debías estar en la

Gulbenkian y llamé al número de la fundación. Te iba a anunciar que tu

madre había muerto, pero no tuve coraje. Además, los gritos de la enfermera

me mostraban que tal vez hubiese esperanza, y fue por eso que opté por

decirte que estaba en coma”.

Tomás señaló la puerta del cuarto dieciséis.

“Parece evidente que no murió...”.

“Sí, pero no te olvides de que, en la práctica, tu madre murió y resucitó”,

avisó María Flor, preocupada en subrayar ese punto. “Es importante que

tengas eso en cuenta cuando hables con ella, ¿entiendes? Si no, nada va a

tener sentido”.

“¿Me estás diciendo que le afectó al cerebro?”.

“No, al contrario. Me parece mucho más lúcida que en la mayor parte del

tiempo que pasa en la residencia. Da la impresión de que su capacidad de

razonamiento mejoró, si algo así es posible. Para una persona que tiene

Alzheimer desde hace algunos años, incluso diría que tu madre está

excelente”.

“¡Eso... eso es magnífico!”.

“Sí, pero acuérdate de que ella murió y resucitó. No te olvides de eso,

¿oíste?”.

El historiador esbozó un gesto de incomprensión.

“¿De qué estás hablando?”, quiso saber. “Si ella se muestra más lúcida que

lo normal, si el raciocinio mejoró y su estado mental parece excelente, ¿cuál

es exactamente el problema?”.

María Flor respiró hondo y dio media vuelta, reencaminándose hacia la


habitación dieciséis.

“Cuando hables con ella lo entenderás...”.

Doña Gracia permanecía tumbada con la manta por el pecho. Continuaba

sonriente y mostraba un aire incluso beatífico que desconcertaba. Parecía en

paz consigo misma.

“¿Bueno, hijo, por dónde has andado?”, quiso saber con una voz lánguida.

“¿Continúas viajando por el mundo?”.

“Sí, ayer llegué de viaje”.

“No me digas que fuiste a uno de esos países mahometanos, de aquellos

donde explotan bombas todo el tiempo y pasan la vida cortando la cabeza de

las personas”, le reprendió en un tono preocupado. “¿Cuándo tendrás

cuidado, hijo? Tu padre me mandó velar por ti, pero mira que a mi edad hay

muchas cosas de las que no te puedo proteger. A fin de cuentas estoy mayor y

débil y me faltan fuerzas para ayudarte...”.

“Sí, no te preocupes conmigo”, respondió Tomás, intentando cambiar el

tema de la conversación. Acarició su mano; estaba sorprendentemente

caliente y suave. “Y tú mamá, ¿cómo te sientes?”.

La sonrisa beatífica regresó al rostro de Doña Gracia.

“De maravilla”, afirmó. “Para ser sincera, hacía mucho tiempo que no me

sentía tan bien”.

“¿De verdad?”, se animó el hijo. ¿Y por qué? Le guiñó el ojo, con una

expresión cómplice. No me digas que has estado comiendo chocolate a

escondidas...”.

La madre se rio.

“¡Qué chocolate ni qué ocho cuartos! Me siento bien porque estuve con tu

padre, claro. No le veía hacía mucho tiempo y le echaba mucho de menos. Si

quieres que te diga, le encontré muy bien”.

“¿Ah, sí? ¿Estuviste viendo los viejos álbumes de fotografía?”.

Nueva carcajada de Doña Gracia.

“¿Qué álbumes? Estuve con él, hijo mío. Intercambiamos algunas palabras

y todo”. Suspiró. “Fue una pena que fuese tan poco tiempo...”.

“Claro, los sueños buenos son siempre breves, ¿verdad? Queremos que se

prolonguen, que duren para siempre, pero acaban enseguida”. Hizo un crujido

con la lengua. “Es una pena”.

“Pero bueno, ¡si no fue ningún sueño!”, protestó, impacientándose con la

lentitud de razonamiento del hijo. “Ya te he dicho que estuve realmente con

tu padre. ¿No me crees?”.


Tomás le acarició la mano; el Alzheimer tenía aquellas cosas.

“Oye, mamá, papá ya no está con nosotros”, le explicó con dulzura. “Murió

hace unos años, ¿no te acuerdas?”.

“Lo sé, hijo, lo sé”, asintió la madre. “Recuerdo perfectamente haber ido al

funeral. Pero te estoy diciendo que he estado ahora con él”.

“¿Ahora? ¿Cuándo?”.

“Esta mañana. Hace dos horas”.

La mirada de Tomás se desvió hacia María Flor, que permanecía sentada en

la silla a los pies de la cama, como intentando que le explicase aquella

conversación. La directora de la residencia, sin embargo, se limitó a devolver

la mirada y a encogerse de hombros, indicando que ya le había avisado.

“Fue maravilloso”, murmuró Doña Gracia, un brillo soñador destellándole

en los ojos, tan verdes como los de su hijo. “Me morí y estuve con tu padre.

Fue maravilloso”.



VI

“Organizado y listo; esto es todo lo que tenemos, sir”.

Después de llamar a la puerta y pedir permiso para entrar, la secretaria había

atravesado el gabinete y posado sobre la mesa una carpeta gris rellena de

informes y fotografías, la portada indicaba el nombre de Tomás Noronha y el

sello top secret estampado en rojo por debajo del logotipo de la CIA.

“¿Es el documento de la Dirección de Ciencia y Tecnología?”, quiso saber

el jefe. “¿Halderman ya lo ha enviado?”.

La secretaria abrió la carpeta que había depositado en la mesa y mostró la

hoja que le habían pedido.

“Está aquí, sir”.

La mirada de Harry Fuchs se posó en la hoja.

“¿Así que esta es la pista que el viejo dejó?”, sonrió con maldad. “Una señal

con la que crucifica y responsabiliza a ese Thomas Norona.”. Movió la

cabeza afirmativamente, satisfecho con lo que veía. “Muy conveniente, sí

señor”.

“¿Es todo, sir?”.

El director cogió la carpeta que la secretaria le había traído y contempló lo

que estaba por debajo de la hoja remitida por la Dirección de Ciencia y

Tecnología. El primer documento que vio fue una fotografía del historiador

portugués en primer plano sonriendo a la cámara.

“Una cosa más, Tish”, dijo, atento a la fotografía. “Pásame

a nuestro hombre en la embajada en Lisboa. Es urgente”.

“Yes, sir”.

La secretaria salió del despacho y cerró la puerta. El director del Servicio

Clandestino Nacional hojeó los documentos guardados en la carpeta y se

detuvo en un informe sobre el caso de Irán. Después consultó el dossier que

tenía al lado, con el nombre de Frank Bellamy y analizó la lista de las

tecnologías que la Dirección de Ciencia y Tecnología había puesto a

disposición de los operativos del Servicio Clandestino Nacional en los


últimos años. Detuvo su atención en un descubrimiento que el director ahora

asesinado siempre recusó entregar a sus colegas de la CIA. Se llamaba

Quantum Eye, Ojo Cuántico y era un proyecto que el anciano nunca había

compartido con nadie.

“Tus secretitos acabaron, motherfucker”, murmuró

Fochs, contemplando la lista que mencionaba el Ojo Cuántico. “Ahora que la

palmaste, ese material va a pasar para mí”.

El teléfono sonó.

“Tengo en línea a nuestro hombre en Lisboa, sir”, anunció la secretaria. “Se

llama Jim Krongard”.

La línea hizo clic y la llamada fue transferida para la conexión con la

embajada americana en Lisboa.

“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo mientras cerraba el dossier de

Bellamy. “Tenemos entre manos un problema de canalización y necesito que

me lo resuelva. Espero que sea un buen fontanero”.

“Precisamente estoy aquí para eso, sir. ¿Cuáles son los elementos?”.

“El blanco se llama Thomas Norona y asesinó en Ginebra al responsable de

nuestra Dirección de Ciencia y Tecnología. Algo muy grave, como ve.

Tenemos la información de que el cocksucker ya está de vuelta en Portugal.

Cójalo”.

“¿Cómo quiere que me articule con la policía portuguesa, sir? ¿Les paso

simplemente la información o pido también que acompañen el caso?”.

“No quiero a la policía local envuelta en esto. No quiero a nadie más que a

la Agencia. Tiene que ser una operación en acción”.

Se oyó una duda al otro lado de la línea.

“Pero... pero, sir, nuestra policía en Portugal y en los otros países de la

OTAN ha sido...”.

“¡El motherfucker mató a un director de la CIA!”, gritó Fuchs al teléfono.

“¿Cree que debemos ser delicados en un caso de estos? ¡Me parece que no!

El shithead va a pagar el precio por el crimen que cometió, ¿entendió?

¡Localícelo y deténgalo!”.

“¿Y después qué hago? ¿Lo mando para ahí? Si fuera así necesito que

autorice un avión de transporte a despegar de...”.

“Voy a autorizar el avión, tranquilo”, le interrumpió de nuevo el irascible

director del Servicio Clandestino Nacional. “Le mandaré también un informe

sobre el asunto y una orden confidencial para detenerlo. Pero eso no será más

que papeleo para cubrir nuestro rastro. No quiero que el hombre llegue aquí,


si es que me hago entender”.

La voz del otro lado de la línea volvió a vacilar, dudando del sentido

específico de esta última instrucción.

“Uh, no sé muy bien, en realidad. ¿Puede especificar más, sir?”.

La lengua de Harry Fuchs se enredó en un estallido impaciente.

“Oiga usted, ¿nació usted burro o está bromeando conmigo?”, se irritó.

“Detenga al tipo y déjele huir, ¿entendió? El cocksucker mató a uno de los

nuestros y por eso no quiero que venga para aquí y después vaya a la cárcel.

¡Eso sería demasiado bueno para él!”.

Su interlocutor parecía perplejo.

“¿Le dejo huir?”.

El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA desvió los ojos con

enfado y resopló, cansado del razonamiento lento del agente en Lisboa.

“Para que le pueda abatir”, clarificó con un nuevo grito, la cara enrojecida y

la carótida palpitándole en el cuello. “¡Déjelo huir para que pueda abatirlo!

¿Lo tiene claro ahora?”.

Su interlocutor asintió en un tono monótono.

“Clarísimo”.



VII

El aire soñador que bañaba el rostro pálido de Doña Gracia le daba vida a

pesar de las arrugas que lo rasgaban y de los años de desgaste. La paciente

parecía serena, tranquila y en paz, y hablaba despacio, como si saborease

cada palabra y cada idea. Al hablar se la veía más lúcida que en casi todo el

tiempo que el hijo la había visto en los últimos años.

“Todo comenzó en el momento en el que sentí un dolor agudo apretándome

el pecho”, contó ella, posando la mano sobre el corazón para indicar el lugar.

“El dolor era tan fuerte que únicamente me acuerdo de caer al suelo. Cuando

desperté, estaba dentro de una furgoneta. Había cables conectados a mí y un

hombre con gafas y bata blanca me hacía fuerza en el pecho”. Desvió la

mirada hacia María Flor. “La doctora estaba detrás de ese hombre y parecía

muy afligida, pobre. Tenía la mano en la boca mientras me observaba”.

“Ah, entonces recuperaste el sentido dentro de la ambulancia...”.

Acompañando la conversación desde los pies de la cama María Flor movió

la cabeza e intervino.

“No la recuperó”, aclaró. “Yo estaba allí dentro y asistí a todo. Doña Gracia

estaba con los ojos cerrados en el interior de la ambulancia en paro cardíaco.

Lo único que ocurrió fue que el paramédico pasó todo el viaje intentando

reanimarla. Sin éxito, por lo demás. Todas las líneas en el monitor de la

máquina que le medía las pulsaciones salieron en horizontal. Sufrió un paro

cardíaco, sobre ese punto no tengo la menor duda”.

“No tiene sentido”, contestó Tomás. “Si mi madre se acuerda de ver al

paramédico reanimándola es porque recuperó los sentidos y tenía los ojos

abiertos”, argumentó como si fuese una evidencia. “De lo contrario, ¿cómo

explican que le haya visto reanimarla y a ti sentada detrás de él?”.

Como respuesta a esta objeción, la directora de la residencia realizó un

gesto en dirección a la paciente.

“Doña Gracia, cuente el resto”.

La anciana mantenía una expresión angelical diseñada en el rostro. Nadie

diría que había sufrido esa misma mañana un infarto y que la hubiesen dado

por muerta.

“A cierta altura la puerta del coche se abrió y me pusieron en una camilla

con ruedas. Aparecieron nuevas personas de bata blanca que me llevaron

dentro de un edificio, imagino que era el hospital. Vi también más gente con


bata blanca a mi alrededor en un gran alboroto y después me pusieron en una

sala llena de artefactos”.

“La sala de reanimación”, identificó María Flor. “Vuelvo a recordar que la

vi dentro y sin la menor duda, cuando eso ocurrió estaba inanimada”.

Doña Gracia pasó la mano por el pelo, intentando en vano colocárselo.

“Fue cuando salí de mi cuerpo”.

“¿Perdón?”, interrumpió Tomás. “¿Te levantaste?”.

“No, no me levanté. Estaba tumbada en una camilla y tenía otro médico y

dos enfermeras a mi lado. Pero, no sé bien cómo explicar esto, lo que ocurrió

fue... que salí de mi cuerpo”.

“¿Cómo saliste de tu cuerpo?”.

Doña Gracia se encogió de hombros, como si no tuviese explicación y se

limitase a constatar un hecho.

“No sé. Me sentí levitar y salí de mi cuerpo, no sé explicarlo de otra

manera. Me encontré en el techo de la sala observando mi cuerpo tumbado en

la camilla y el médico y las enfermeras en un frenesí a mi alrededor. En cierto

momento el médico se golpeó una rodilla en la esquina de un mueble y gritó

de dolor, pobre. Había un desorden indescriptible, pero en medio de aquella

confusión conseguí oír lo que decían”.

“¿Oíste? ¿Qué oíste exactamente?”.

“Oh, yo que sé”, se rio. “Si quieres que te diga, ni me di cuenta de la

conversación. Ellos usaban aquellos términos clínicos incomprensibles que

los médicos utilizan a veces, ¿sabes?”. Cambió la voz, como si imitase a

alguien. “Entregue el no-sé-cuántos, prepare no-sé-qué, vea lo que el cardio

no-sé-qué está registrando, no está reaccionando a eso... esa conversación.

Después el doctor me apretó el pecho e hizo fuerza varias veces, exactamente

como en las películas”.

“Está bien, ya he entendido”, asintió su hijo. “Por lo tanto, sentías que

estabas asistiendo a todo esto desde el techo. ¿Y después?”.

“Después continué levitando y subiendo cada vez más, hasta que de repente

se quedó todo oscuro y entré en una especie de túnel. Fue cuando vi la luz al

fondo, como si estuviese en el metro”.

“Debías de estar asustada...”.

“Pues no. Me sentía incluso tranquila, me parecía todo muy agradable.

Llegué a pensar: ah, esto es lo que debe de ser morir. Para mi gran sorpresa,

no estaba nada preocupada con esa posibilidad”.

“¿Y qué ocurrió después?”.


“Floté en dirección a la luz, como si ella me arrastrase, hasta que salí del

túnel y me encontré con mis padres y mi hermana Lurdes en un lugar muy

bonito. Me abrazaron y Lurditas me llevó hasta un sitio donde vi pasar mi

vida; era toda la vida pero fue todo muy rápido, no sé cómo es posible

comprimir la vida entera en un instante, pero fue lo que sucedió. Asistí a

cosas que ocurrieron cuando era pequeña, mis ligues de adolescente, el

colegio, mi boda, tu nacimiento, tus juegos en la cama los domingos por la

mañana... Después apareció tu padre y me dijo que volviese hacia atrás, que

regresase a la vida porque todavía no había llegado mi hora. Como me sentía

tan bien le dije que no, quería quedarme allí con él, pero tu padre insistió en

que no podía ser y me explicó que podía ser necesaria para velar por ti,

porque ibas a pasar por un gran peligro en tu próximo viaje. Fue eso lo que

me convenció a regresar. Di media vuelta y en el momento siguiente me

encontré en la camilla de aquella habitación. La enfermera me vio con los

ojos abiertos y corrió hacia la puerta gritando y diciendo: “¡Doctor Colaço,

venga! ¡Deprisa, deprisa!”. La anciana abrió las manos, en un gesto de quien

había acabado lo que tenía que contar. “Y así fue todo lo que pasó”.

Las palabras de Doña Gracia se desvanecieron en un silencio solemne.

Tomás había sostenido la respiración mientras su madre hablaba y digería

todavía lo que acababa de escuchar. Cambió con María Flor una mirada

cargada de perplejidad y esperó un instante más para ver si había algo que no

le habían dicho. Cuando se dio cuenta de que su amiga no tenía nada que

añadir al relato, volvió su atención hacia su madre.

“¿Has contado esa historia al médico?”.

Doña Gracia suspiró.

“Mira, hijo, con sinceridad te digo que casi no se lo cuento. Tuve miedo de

que pensase que estaba totalmente tarada y me pusiese en la zona de los

locos. Pero el pobre apareció en el cuarto cojeando, y cuando le vi en aquel

estado, le aconsejé que pusiese el mueble en otro sitio porque si no iba a

golpearse otra vez con la esquina y hacerse daño de verdad. El doctor se

quedó muy sorprendido cuando le dije eso y preguntó cómo sabía que se

había golpeado la rodilla en la esquina del mueble”.

“La descubrieron”, sonrió María Flor.

“Pues sí, me descubrieron. De modo que le conté que le había visto hacerse

daño en la esquina del mueble. Él respondió que era absolutamente

imposible, que en ese momento yo tenía el corazón parado y los instrumentos

no registraban ninguna actividad en mi cerebro, por eso no podía haber visto


lo que pasó y estaba contando algo que había oído a las enfermeras”. Doña

Gracia frunció el ceño. “Ah, cuando me dijo eso, yo me puse... mira, ¡cómo

me puse, ni imaginas! ¡Loca, loca, loca!”.

“¿Por qué?”, se extrañó el hijo. “Esa historia es absolutamente

increíble. Me parece normal que dudase de lo que le contabas...”.

“¡El doctor me estaba llamando mentirosa!”, protestó. “¿Mentirosa yo? ¡Ah,

no! ¡Eso no lo podía admitir, de ningún modo! Antes prefiero que me tomen

por loca a que me llamen mentirosa. ¡Mentirosa no! ¡No admito una cosa así!

¡No admito tal cosa! Por eso me sentí mal y, mira, acabé por contarle todo.

Todo, todo, todo. Le relaté lo que pasó desde que me encontré dentro de la

ambulancia hasta el momento en el que volví atrás y abrí los ojos en la

camilla. No me olvidé de nada”.

“¿Y él? ¿Cómo reaccionó?”.

Doña Gracia esbozó un aire pensativo.

“Para decir la verdad, no hizo nada especial”, murmuró. “Me escuchó en

silencio y, cuando acabé, se limitó a darme las gracias y a comentar que había

vivido una experiencia muy especial. Mandó a las enfermeras hacerme unas

pruebas al corazón y después ordenó que me pusieran en este cuarto privado.

Y nada más”.

“¿Creyó lo que le contaste?”.

“¡Faltaría más!, protestó Doña Gracia con indignación. “¿Por qué razón no

lo iba a creer? ¡Quién te oiga va a pensar que el doctor fue un idiota por fiarse

de mí!”.

“No es eso”, se disculpó Tomás, entendiendo que tendría que tener más

cuidado con las palabras para no herir la susceptibilidad de su madre. “Lo

que quiero saber es si a él le pareció la historia normal. Mamá, debes

entender que no se oye una cosa de estas todos los días, ¿no te parece?”.

“Pues no”, aceptó ella, tranquilizándose. “Fue por eso por lo que el doctor

dijo que viví una experiencia muy especial. Yo no estaba mintiendo y según

me parece, él tampoco creyó que quisiese engañarlo”. Apuntó hacia su hijo.

“Además, si bien te conozco, creo que hasta tú tienes más dudas que él”.

Touché, pensó Tomás. Los acontecimientos estaban todavía muy frescos y

pensó que probablemente lo mejor sería ocultar su escepticismo, no fuese su

madre a ponerse nerviosa y sufrir un nuevo colapso cardíaco. Lo más

importante en aquel momento era impedir que una cosa de esas ocurriese.

“No, claro que no tengo ninguna duda”, acabó diciendo. “Estaba

únicamente... en fin, intentando entender cómo reaccionó el médico a todo


aquello”.

Doña Gracia movió la cabeza.

“Hijo, te conozco muy bien”, observó con una sonrisa condescendiente.

“¿Sabes una cosa?” ¡Eres igualito a tu padre! Igualito. Únicamente crees en

lo que dice la ciencia y en lo que se puede probar científicamente, y nada

más. Todo eso es muy bonito, lo admito, la ciencia y el racionalismo y el

método científico y todas esas cosas, pero hay realidades que vuestra santa

ciencia no puede explicar. Lo que me ocurrió esta mañana, por ejemplo, es

una de ellas. Tu padre ahora ya sabe eso, claro, pero tú, hijo, tú eres más

cazurro que un burro viejo, ¡caramba! A no ser que te ocurra a ti, nunca

creerás en nada. Y, si bien te conozco, aunque una cosa así te ocurriese,

continuarías sin creerla...”.

“Lo creo, lo creo”, insistió Tomás de la forma más convencida que le fue

posible. “Claro que lo creo”.

“Mentiroso”, repitió su madre. “Pero no pasa nada, te quiero igual, no te

preocupes”. Cogió el borde de la manta y tiró hacia arriba. “Ahora, si no les

importa, déjenme descansar, ¿vale? Tuve una mañana muy ocupada y ya no

tengo edad para estas cosas”. Hizo un gesto vago en dirección a la puerta de

la habitación. “Ve a dar una vuelta que quiero dormir un poco, ¿de

acuerdo?”.

Sin esperar respuesta, Doña Gracia colocó la almohada y se acomodó por

debajo de la manta, preparándose para dormir. El hijo se inclinó sobre ella, la

besó en la frente y se fue hacia la ventana para bajar las persianas. Después

hizo una señal a su amiga y salieron los dos del cuarto de puntillas.

Al llegar al pasillo, Tomás miró en los dos sentidos, buscando un

responsable clínico, pero las únicas personas que veía era pacientes tumbados

en camillas.

“Necesito hablar con el médico”, dijo. “Quiero entender mejor el estado en

el que se encuentra mi madre”.

“El doctor Colaço salió hace poco para comer, pero me dijo que regresaba

por la tarde”, explicó María Flor. “Creo que quiere hacer unos análisis más

pormenorizados a tu madre, incluyendo un electrocardiograma y también un

electroencefalograma. Va a ser una buena oportunidad para hablar con él”.

“¿El médico se fue a comer?”.

Su amiga levantó el brazo izquierdo y giró la esfera de su pequeño reloj

hacia él.

“Es casi la una de la tarde, ¿no te has dado cuenta? Hora de comer. El


doctor Colaço puede ser médico, pero no es tonto. Cuando el estómago

protesta, él sabe que tiene que llenarlo”.

“Entonces quizás sea mejor seguir su ejemplo”, sugirió. “Vamos, anda de

ahí”.

Tomás la cogió por el codo y se la llevó. Empezaron a recorrer el pasillo del

hospital lado a lado y María Flor, relajada y bromista, le empujó contra la

pared y lanzó una carcajada.

“Ah, también tienes hambre...”.

El historiador siguió el juego y le respondió con la misma moneda,

empujándola también.

“Tengo hambre y ganas de aclarar lo que ocurrió con mi madre”, dijo. Se

quedó de repente muy serio. “Sabes, aquello que ha contado no es nada

normal, ¿no crees?”.

“Normal no es, realmente”, reconoció su amiga. “Pero

me pareció sincero. ¿O no crees que esté diciendo la

verdad?”.

“No, seguro que contó la verdad”, respondió. “Mi madre estaba siendo

sincera y relató lo que cree que le ha ocurrido. La cuestión no es saber si

decía la verdad, porque la decía. La cuestión es determinar si le ocurrió

realmente lo que ella cree que le pasó”.

“Pues ya he leído libros de otras personas diciendo cosas semejantes cuando

estaban a las puertas de la muerte.

Lo que ella nos contó coincide con muchas historias parecidas”.

“Tal vez”, aceptó Tomás. “Soy historiador y ya me he cruzado con relatos

parecidos a lo largo del tiempo. Platón, por ejemplo, en la República, escrita

en el siglo IV antes de Cristo, contó la historia de un soldado que murió en el

campo de batalla y que, al resucitar en el velorio, habló de un viaje por las

tinieblas hasta una luz donde, acompañado por guías, hizo un balance de su

vida y vivió una experiencia de gran belleza, paz y alegría”.

“¿Entonces cuál es tu duda?”.

“No creo en nada de eso. Me quedo con la impresión de que estamos

tratando con narrativas míticas y engaños que explotan la creencia ridícula de

mucha gente. ¿A quién no le gustaría vivir después de la muerte? Las

personas dan crédito a estas mentiras y son fácilmente sugestionables porque

creen en lo que quieren creer”.

“¿Crees que tu madre fue sugestionada por alguien?”.

Tomás caminaba observando a los pacientes amontonados en las camillas


por el pasillo del hospital y tardó un poco en responder. Únicamente cuando

llegó al borde de las escaleras se detuvo y, con una expresión meditativa,

miró a su compañera y respondió a la pregunta.

“Mi madre sufre Alzheimer”, recordó. “De ahí a las alucinaciones hay un

paso”.



VIII

Siempre meticuloso y atento a los pormenores, James Krongard se quedó

quieto delante del edificio de Lisboa. El agente de la CIA observó con

cuidado el primer piso, buscando algún movimiento en el interior, pero no

detectó ninguno. Sabía que eso no quería decir nada, por lo que se aproximó

al telefonillo e identificó el botón del apartamento. Hubiera preferido

telefonear, pero había descubierto que el objetivo había cancelado el teléfono

fijo y tenía el móvil apagado, y eso le dejó sin opciones.

Llamó al timbre y esperó. No pasó nada. Tocó otra vez y de nuevo no

obtuvo ninguna respuesta. Insistió, siempre con el mismo resultado. Era

posible que el inquilino estuviese en el baño o disfrutando de un momento

más íntimo con una compañía femenina, claro, por lo que dejó pasar diez

minutos y después volvió a llamar al timbre.

Convencido finalmente de que el apartamento estaba vacío, apretó el botón

del segundo piso.

“¿Quién es?”, preguntó una voz en el telefonillo.

“Correo para el profesor Tomás Noronha”.

“No es aquí, es en el primer piso”.

“Lo sé, pero nadie responde y tengo un telegrama urgente del extranjero”.

Se oyó un sonido y un chasquido y la puerta del edificio se abrió. Krongard

entró y, caminando con calma y paso seguro, subió al primer piso por las

escaleras y paró delante del apartamento de su objetivo. Se puso los guantes y

sacó dos alambres del bolsillo. Se arrodilló y metió los alambres por el

agujero de la cerradura, manipulándolos hasta desatrancarla.

La puerta se abrió y el hombre de la CIA observó el interior del

apartamento. Estaba todo tranquilo. Se deslizó hacia el interior y cerró la

puerta con un movimiento suave. Después examinó el apartamento con paso

ligero e inaudible, revisando todas las habitaciones. Como ya imaginaba, no

había nadie.

Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Estaba casi vacío, pero había una lata

de cerveza portuguesa en la primera bandeja. La abrió y volvió a la sala,

donde se sentó en el sofá bebiendo a tragos espaciados. No le importaba

esperar. Las largas esperas formaban parte de la vida de un agente secreto y

las circunstancias en las que estaba eran incluso agradables, sin comparación

con la incomodidad que vivió en sus anteriores misiones en Kandahar y


Peshawar, donde estaba prohibida la compañía del alcohol. Incluso así, tenía

la esperanza de que el objetivo no le hiciese esperar demasiado; esa noche

quería ver el partido de los Boston Celtics en la televisión.

Y lo más importante, deseaba que la muerte de Tomás Noronha fuese rápida

y limpia.



IX

Una luz amarilla e inquieta, que las velas hacían mover, daba un cierto

ambiente medieval al sótano transformado en bodega y restaurante. Una

claridad inquieta proyectaba sombras fantasmagóricas en las paredes de

ladrillo y lo sorprendente era que eso hacía el lugar más acogedor y

agradable. El escenario montado en un rincón de la sala, sin embargo,

constituía la prueba de que aquel espacio tal vez no fuese el más adecuado

para quien, como Tomás y María Flor, tan sólo querían tener una comida

recatada y una conversación delicada.

Sentados en el escenario estaban también cuatro estudiantes de capa y

sotana negra, dos en una silla con guitarras portuguesas y dos de pie al

micrófono. Tenían voces melancólicas pero no melosas, como se requería en

el fado de Coimbra; porque la dulzura tenía que estar en los versos y no en la

garganta de quien los recitaban.

Adeus, Sé velha saudosa,

Com guitarras a rezar.

Minh´alma parte chorosa

No dia em que te deixar

O adeus da despedida

Não dura mais que un minuto,

Mas fica na minha vida

Como cem anos de luto

Los comensales aplaudieron con vigor el fado de los estudiantes. Al final de

la canción, los vocalistas callaron y, cuando se oyó el puntear de los acordes

punzantes de Años Verdes, una composición que hace que las guitarras lloren,

los guitarristas remitieron la sala al más profundo de los silencios. Los

espectadores acompañaban la melodía con los ojos brillantes; nunca se había

compuesto una música que expresase mejor el alma de Portugal y cuando los

estudiantes terminaron, la sala se levantó entusiasmada y los ovacionó. El

aplauso se prolongó hasta que abandonaron el escenario y el espacio se

volvió a parecer a lo que realmente era, un restaurante a la hora de la comida.

“Años Verdes siempre me conmueve”, observó María Flor, secándose una

lágrima. “Siempre que oigo esta música, es como si escuchase el sonido de


Portugal...”.

Tomás sonrió y le sirvió dos cucharadas de arroz de berberechos. Habían

pedido mientras se cantaban los fados y les habían servido una cacerola

hirviendo justo al acabar los acordes de Años Verdes. A pesar del ambiente

agradable, empezaron a comer en silencio; el semblante pensativo de ambos

mostraba que sus mentes viajaban lejos de allí.

“Después de escuchar la historia que mi madre me contó”, le cuestionó de

repente, como si continuase una conversación que no se había interrumpido,

“¿el médico no te dijo nada en privado?”.

“No, nada”, respondió su amiga. “¿Pero qué es lo que te preocupa

exactamente? ¿Encuentras todo así tan delirante?”.

El historiador tenía un tenedor de arroz en el aire, pero se quedó un largo

momento observando la comida delante de la boca, como si la decisión de

tragar el bocado dependiese de algún debate interno.

“Desde un punto de vista científico, la cuestión se plantea de una forma

muy clara”, dijo, todavía meditativo. “O tenemos dos cosas separadas en la

cabeza, el alma y el cerebro, o apenas tenemos una, el cerebro, que crea la

consciencia. La generalidad de las grandes religiones, con excepción del

budismo, dicen que tenemos dos”.

“El concepto de un alma separada del cuerpo me parece natural”, aceptó

María Flor. “Además, esa idea es intuitiva”. Levantó la mano. “Decimos ‘mi

mano’, ‘mi cabeza’, ‘mi cuerpo’, ¿verdad? Es como si separásemos las dos

cosas; y mi cuerpo también. Todos sentimos que somos dueños de nuestro

cuerpo y de nuestro cerebro, pero no que somos nuestro cuerpo y nuestro

cerebro, y ese dualismo alma-cuerpo nos resulta evidente. Ahora, si tengo la

fuerte impresión de que existe en mi cuerpo un yo interior que es único y

continuo, es porque existe realmente”.

“Pues sí. El problema es que la ciencia, por más que busque las dos cosas,

cerebro y alma, solo encuentra una, el cerebro”.

“Bien decía tu madre que solo crees en la ciencia...”.

“Soy un académico y no puedo aceptar las cosas sin que se demuestren

debidamente”, aclaró. “La cuestión es esta: si tenemos alma, ¿dónde está?

¿Cómo interacciona con el cerebro? Si nuestras memorias se quedan

registradas en células del cerebro, y si esas células mueren cuando morimos,

¿cómo es posible que las almas deambulen fuera del cuerpo, nos acordemos

de cosas que nos ocurrieron durante la vida y reconozcamos familiares que

murieron antes que nosotros? ¡Eso no es posible! La memoria está registrada


en las células del cerebro, no anda por ahí flotando en un espacio etéreo,

¿entiendes? Si las células cerebrales se mueren, la memoria también muere”.

“Puede haber algún mecanismo que explique la supervivencia de la

memoria”, argumentó María Flor. “Como sabes, hay muchas cosas en el

universo que parecen absurdas aunque tengan explicación”.

“Sí, pero no podemos aceptar una cosa simplemente porque alguien dice

que es así. Nos lo tienen que demostrar”.

“¿Entonces cómo se explica que tenga la sensación de que existo más allá

de mi cuerpo?”, preguntó ella. “¿Cómo justificas esta fuerte impresión que

cada uno de nosotros tenemos de que existe un yo interior consciente e

independiente del cerebro?”.

“Maya”.

“¿Quién?”.

“Maya es una palabra que los budistas usan para expresar ilusión, cuando

algo es diferente de lo que parece. Buda dice que el sufrimiento humano es

provocado por la falsa noción del yo, por lo que el sufrimiento solo acaba si

nos liberamos de los deseos y de las relaciones que constantemente recrean

ese yo engañoso”.

“¿Quiere decir que el yo interior no existe?”, se extrañó ella. “¿Mi

consciencia no pasa de una ilusión? ¡Eso es absurdo!”.

“Claro que el yo interior existe, cada uno de nosotros sabe que existe”,

replicó Tomás apresuradamente. “Lo que pasa es que es maya, o sea, existe

pero no es lo que parece. El yo interior constituye solo un nombre

convencional que se da a un fenómeno complejo que emerge de la actividad

del cerebro. Buda explicó que todo depende de todo y que nada es

independiente. La impresión de que existe un yo interior independientemente

de mi cuerpo es maya, de la misma forma que la impresión de que yo soy una

cosa, tú eres otra y el universo es otra también es maya. Y de hecho, los

estudios científicos sobre la consciencia apuntan hacia la misma dirección. El

yo interior no se refiere a algo continuo, eso es una ilusión creada por la

memoria”.

“Bueno, hijo, me estás hablando de materialismo, la convicción que los

científicos tienen de que todo se reduce a energía y materia. Pero el

materialismo no explica una cosa inmaterial como la consciencia. ¿Cómo

puede un cerebro hecho de materia orgánica generar algo tan complejo y rico

como la consciencia? Esa es la cuestión esencial y para la cual nadie ha

encontrado una explicación satisfactoria”.


Tomás sabía que no era un asunto fácil. Metió el tenedor en el arroz y le fue

dando vueltas, como si fuese la mejor forma de dar respuesta a la pregunta.

“Es curioso verificar que hoy sabemos cosas increíbles, como el origen de la

materia, la forma como el universo comenzó, las leyes de la física y todo eso,

pero todavía ignoramos lo que pasa verdaderamente en nuestro cerebro”,

observó con una expresión meditativa. “El cerebro humano es el objeto más

complejo que alguna vez hemos encontrado en el universo y el último gran

enigma de la ciencia. Tiene millares de millones de neuronas, dos hemisferios

y cuatro sectores, unidos por una estructura de superficie llamada córtex, y

está comprimido en una amalgama gelatinosa que pesa solamente un kilo y

medio. La gran pregunta es exactamente la que tú planteaste: ¿cómo es

posible que estas células cerebrales, las neuronas, cada una de ellas aislada e

incapaz de generar un pensamiento, produzcan cosas tan fantásticas como la

imaginación, el sueño, los sentimientos de amor y amistad, los ideales de

belleza, justicia y libertad y la noción del yo interior? ¿Cómo es eso

posible?”.

“Desde luego”, aceptó ella. “Es por eso que tiene que existir el alma. No

hay otra explicación”.

“Claro que hay. Tenemos la prueba de que la consciencia resulta de la

actividad cerebral, cuando vemos los efectos que un accidente produce en el

cerebro o lo que determinadas drogas producen en el temperamento de las

personas. Una lesión en el cerebro puede alterar profundamente los estados

de consciencia. Eso nos prueba que la consciencia resulta de la actividad

cerebral”.

“¿Pero cómo? Si el cerebro está constituido por células, ¿crean ellas la

consciencia? Para poder decir que la consciencia resulta exclusivamente de la

actividad cerebral, tienes primero que explicar cómo se produce la

consciencia”.

“Propiedades emergentes”.

La respuesta fue dada en un tono lacónico y seguida de un bocado que

Tomás se llevó a la boca de forma relajada. María Flor se quedó por un

instante inmóvil, esperando que él explicase sus dos palabras, pero el

historiador continuó masticando como si lo que había dicho fuese suficiente y

final.

“¿Qué quieres decir con eso?”, se impacientó ella. “¿Qué son las

propiedades emergentes?”.

Posando el tenedor en el plato, Tomás metió la mano en el bolsillo y sacó


un bolígrafo. La mesa estaba cubierta por una gran hoja de papel, sobre la

cual estaban los platos y los vasos; en ella escribió una letra.

“¿Qué es eso?.

“Es la letra B. ¿No?”.

Colocó la punta del bolígrafo delante de la B y escribió otras letras.

“¿Y ahora?”.

“Escribiste la palabra bonita. ¿Qué es lo que demuestra?”.

El académico no respondió de inmediato. En su lugar escribió otras palabras

detrás de la que ya había escrito.

“¿Y esto?”.

María Flor soltó una carcajada.

“Es una frase”, constató. “Es un piropo. Ya veo que no pierdes una

oportunidad...”.

“De hecho, no pierdo una oportunidad de decir la verdad”, replicó él. “Lo

que quiero demostrar con este pequeño ejemplo es que las letras aisladas

tienen un significado, pero cuando las asociamos de una cierta forma

adquieren propiedades adicionales. O sea, la palabra bonita no es más que la

simple suma de una t, una n, una i, una b, una a y una o. De esta manera, las

palabras tienen un significado cuando están todas aisladas y adquieren

propiedades nuevas cuando se asocian de una determinada manera. Esto es, la

frase La vida es bella y tú muy bonita es más que la mera suma de las

palabras muy, la, bonita, tú, es, bella y vida”.

“Ya entiendo. Eso son las propiedades emergentes. Un equipo de fútbol es

más que la suma de once jugadores, un grupo de fadistas de Coimbra es más

que la suma de cuatro estudiantes”.

“Eso mismo.

Lo importante, sin embargo, es subrayar que ese efecto no ocurre

únicamente en el lenguaje y en el contexto social, sino que es parte intrínseca

de la gramática de la naturaleza. Por ejemplo, descríbeme un átomo, por

favor”.

“Un átomo es una estructura elemental de la materia. Tiene un núcleo,


constituido por protones y neutrones y orbitado por electrones, un poco como

los planetas alrededor del Sol, sólo que en escala muy pequeña”.

“No diría que los electrones parecen planetas, sino nubes alrededor del

núcleo”, precisó el académico. “De algún modo, se trata evidentemente de

algo muy sencillo. Lo que separa los átomos de los diferentes elementos unos

de los otros es sólo, y para ser estrictamente riguroso, el número

de protones. Además, sólo esa diferencia constituye en sí una propiedad

emergente. El átomo de helio tiene un comportamiento diferente del átomo de

oxígeno, pero la única diferencia entre ambos es que el oxígeno dispone de

más protones, y todavía más neutrones y electrones. Cuando los diferentes

átomos se asocian en moléculas, adquieren propiedades nuevas, y algunas

veces inesperadas. Al asociarse al hidrógeno, el oxígeno da lugar al agua,

pero cuando se asocia al carbono produce una cosa totalmente diferente,

dióxido de carbono. Veamos otro ejemplo. La agregación de moléculas de

sodio da lugar a un metal gris plateado suave, pero cuando el sodio es

asociado a otras moléculas más tranquilas, como las del agua, se genera una

reacción de gran intensidad y violencia. ¿Cómo es posible que dos moléculas

relativamente tranquilas, las del sodio y las del oxígeno e hidrógeno, que dan

agua, cuando se asocian den lugar a algo turbulento? Para compensar, el

cloro es un gas verde venenoso, pero cuando se junta al mismísimo sodio

forma, ¡imagínate!, la sal que da sabor a nuestra comida.”

“Ya veo a dónde quieres llegar”, observó María Flor. “El todo es más que la

suma de las partes y la física y la química se deben a propiedades

emergentes”.

“Es eso, pero es más que eso”, subrayó Tomás. “Este fenómeno nos revela

una característica semántica profunda de la naturaleza. Cada vez nos damos

más cuenta de que el universo está constituido por capas sucesivas de

complejidad, que en cada nivel es más que la suma de las partes del nivel

anterior. La física es sencilla, se reduce a unas cuantas micropartículas todas

iguales que se asocian para formar átomos diferentes. Cuando los átomos se

relacionan unos con los otros, sin embargo, comienza a aparecer una gran

variedad de moléculas, todas con propiedades muy diversas. La materia entra

entonces en el campo de la química, pero no queda por ahí. Las moléculas

químicas se unen las unas con las otras para producir cosas cada vez más

complejas y diferentes. Algunas se asocian para formar aminoácidos y

proteínas y, gracias a una nueva propiedad emergente, comienzan a tener un

comportamiento todavía más complejo al que llamamos teleológico, es decir,


un comportamiento con propósito autónomo. La vida”.

“¿La vida es una propiedad emergente?”.

“¡Desde luego! Nuestro cuerpo está constituido por hidrógeno, oxígeno,

carbono y otros átomos exactamente iguales a los existentes en el aire, en las

rocas o en un planeta al otro lado de la galaxia o en la punta más distante del

universo. Los bloques elementales son los mismos, lo que distingue unas

cosas de las otras es la complejidad con la que esos átomos interaccionan y

las propiedades emergentes que cada nuevo nivel de complejidad trae en su

organización. La propia vida se constituye por sucesivas capas de

complejidad, y cada capa trae nuevas propiedades emergentes. Lo que separa

una bacteria de un insecto es el nivel de complejidad, y lo mismo ocurre entre

un insecto y un ratón, entre un ratón y un mono sagui y entre un sagui y un

ser humano. A nivel elemental todos somos iguales, aminoácidos y proteínas

y cosas por el estilo. Lo que nos separa es la complejidad de la organización

de las moléculas y las propiedades emergentes en cada nivel más complejo”.

“Eso es muy interesante, sí señor”, asintió María Flor. “¿Pero qué quieres

demostrar realmente?”.

El historiador se puso la punta del índice en la sien.

“La consciencia es una propriedad emergente”, sentenció. “Eso es lo que

quiero demostrar. La consciencia es un fenómeno que emerge de la

complicación del cerebro”.

“¿Cómo?”.

“La primera cosa que tienes que entender es que en cierto modo nosotros no

tenemos un cerebro único, sino varios. Están unos dentro de otros, todos

acoplados e integrados. O sea, heredamos los cerebros de nuestros

antepasados remotos, como los insectos y los reptiles, y con la evolución no

nos deshicimos de ellos, los metimos en un cerebro mayor”.

María Flor fingió estar escandalizada.

“¿Estás diciendo que tengo un cerebro de cucaracha y otro de lagartija

dentro de mí?”.

Tomás se rio, divertido con su sentido del humor.

“En cierto modo”, dijo. “Pero claro, el tuyo es mucho más interesante; eso

no se discute...”.

“Sí, sí, intenta arreglarlo con más piropos”, respondió ella, reprimiendo una

sonrisa. “¿Pero qué tiene que ver eso con la consciencia?”.

“Todo”, dijo él. “Viajemos en el tiempo y retrocedamos al momento en el

que la vida surgió en el planeta. Nadie sabe, en realidad, como eso ocurrió


exactamente, pero se supone que las moléculas existentes en la naturaleza se

asociaron de alguna forma y crearon células que empezaron a actuar

autónomamente en un sentido teleológico, logrando así que la química diese

lugar a la biología”.

“Estás hablando de los primeros microorganismos...”.

“Eso mismo. El comportamiento teleológico de los primeros

microorganismos se puede explicar como una computación binaria entre

ceros y unos. Cero significa una cosa buena, uno significa una cosa mala. Los

microorganismos primordiales se aproximaban a las cosas buenas para la

supervivencia y se alejaban de las cosas malas que los perjudicaban. Y eso es

todo. No tenían ninguna consciencia, se trataba de un mero comportamiento

automático de computación binaria: o se aproximaban o huían. Ocurre que

este proceso transformó los microorganismos en criaturas con intereses, es

verdad que primarios, pero intereses. Lo que ocurría en su exterior comenzó a

interesar al microorganismo y de ese modo creó una primera narrativa del

mundo. El exterior adquirió un sentido y el interior también. La criatura

estableció de esta forma una división entre ella y el mundo y eso fue algo

muy importante”.

“¿Por qué? ¿Qué hay de especial en eso?”.

Tomás miró a su amiga con la mente imaginando una experiencia.

“Mira, prueba a tragar un poco de saliva”, sugirió. “¿Puedes tragar ahora?”.

María Flor se rio, pero tragó; una pequeña contracción en el cuello señaló el

momento en el que ocurrió.

“Ya está. ¿Y ahora?”.

“Ahora prueba a escupir en este vaso y después a tragar lo que escupiste”.

“¡Ay qué horror!”, respondió con un cara de repulsa. “¡Qué asco! ¡Eso es

repelente, Tomás Noronha! ¡Totalmente asqueroso! ¡Pero bueno! Menuda

conversación para tener durante la comida...”.

Los labios de Tomás se curvaron con una sonrisa satisfecha por haber

tenido éxito.

“¿Ya viste que tu reacción, perfectamente natural y universal en los seres

humanos, no tiene el menor sentido?, le preguntó.” ¿Por qué razón tragar la

saliva que tienes en la boca no te provoca el menor asco, pero tragar la saliva

que echaste en el vaso es una idea absolutamente repugnante? ¿Por qué? ¿No

es al final la misma saliva? ¿Cuál es la diferencia entre una y otra?”.

“Realmente...”.

“La forma como los seres vivos hacen una distinción tan fuerte entre ellos y


el exterior parece programada a la fuerza en su cerebro y se sitúa en el meollo

de todos los procesos biológicos. Yo soy yo y lo que está fuera de mi cuerpo

no soy yo. Esta línea fundamental comenzó a trabajarse en los procesos

evolutivos y el sistema binario del ‘¡huye!’ porque es malo o ‘acércate’

porque es bueno evolucionó para algo más complejo y refinado a medida que

el sistema nervioso fue creciendo. El cálculo se volvió más complicado, dado

que las criaturas necesitaban obtener más y mejor información sobre el

mundo que las rodeaba para poder competir, sobrevivir y, si fuera posible,

proliferar. Inicialmente los seres vivos no tenían planes, se aproximaban o

sencillamente huían, era una reacción automática, pero la complejidad del

sistema nervioso les permitió empezar a planificar. ¿Cómo conseguir

comida? ¿Dónde? ¿Cómo abrigarse del frío? ¿Cómo identificar las

amenazas? ¿Cómo escapar a los predadores? ¿Cómo coger las presas? De

hecho, es en esta complejidad del cálculo primordial del ‘acércate’ o ‘huye’

que radica la génesis del pensamiento”.

“Bueno, ya veo a dónde quieres llegar”, asintió María Flor. “Primero

apareció la computación binaria elemental; después un cálculo más complejo;

siguieron los pensamientos elementales de supervivencia; más tarde la

planificación sencilla; y por fin, la consciencia. Cada nueva etapa es un

desarrollo de la anterior”.

“En suma, sí, es eso. Una parte importante de nuestro cerebro está

compuesta por cerebros más primitivos, cuyo funcionamiento remite para un

cálculo elemental y automático de tipo: ‘aproxímate’ o ‘¡huye’!”. Pero la

consciencia no constituye un fenómeno instantáneo. Fue apareciendo a

medida que nuestros cerebros fueron evolucionando y adquiriendo nuevas

competencias. Sabemos hoy que los insectos y los reptiles no tienen

consciencia, pero los mamíferos sí la tienen. La consciencia parece haber

despertado en nuestro planeta hace unos doscientos millones de años, cuando

aparecieron cortezas primitivas en los cerebros de los mamíferos, dándoles

así una ventaja evolutiva sobre los reptiles. Esos cerebros primitivos

permanecen dentro de nosotros, de tal modo que casi toda la actividad

cerebral es inconsciente. En el fondo, el cerebro regula los latidos del corazón

y coordina el funcionamiento de los intestinos y de los riñones y de casi todo

el cuerpo sin que la consciencia siquiera se dé cuenta de eso. Se calcula que

solamente cincuenta de los once millones de bits computados por el cerebro

humano resultan de información consciente”.

Garabateó en el papel de la mesa los números, para mostrar la diferencia de


escala.

“¿Entonces para qué sirve la consciencia? Si el cerebro puede regular todo

automáticamente, ¿para qué sirve el yo interior que es consciente de su propia

existencia?”.

“Para la planificación”, sentenció Tomás. “El cerebro humano es una

máquina de planificación y la consciencia es necesaria para que podamos leer

mejor el mundo y planificar con gran complejidad y abstracción. Por eso la

consciencia es un triunfo revolucionario decisivo. Sin consciencia no

habríamos inventado la rueda ni la escritura, sin ella no haríamos automóviles

ni telescopios ni ordenadores. Es la consciencia la que nos permite observar

el universo, entenderlo y dominar algunos de sus elementos”.

“¿Y lo que tu madre vio?”, quiso saber, regresando al punto de partida de la

conversación. “¿Cómo explicas que tu madre haya muerto y haya pasado por

aquella experiencia cuando su electroencefalograma registraba la casi total

ausencia de actividad cerebral?”.

Tomás consultó el reloj y, viendo la hora, levantó la mano para llamar al

camarero y pedir la cuenta.

“Se hace tarde”, constató. “Tenemos que ir al hospital. Sólo el médico

puede aclarar ese misterio”.



X

No dejó de llamarle la atención a James Krongard, mientras bebía su

cerveza, la espesa capa de polvo que se acumulaba en las mesas y en las

estanterías del apartamento. Se inclinó hacia la mesa de apoyo del sofá, pasó

el dedo índice por la superficie y observó el resultado. El dedo estaba más

sucio de lo que se podría esperar.

“O este Noronha es un verdadero cerdo”, murmuró mientras contemplaba la

imagen del índice sucio de polvo, “o entonces...”.

“¿Por qué no había pensado en eso?”, se preguntó en el instante en el que la

idea le vino a la cabeza. Todo aquel polvo era señal de que su objetivo no

acostumbraba a pasar mucho tiempo en casa. Por lo tanto, probablemente

sólo aparecía por la noche. Si era lo que parecía. ¿Quién le garantizaba que el

tipo no tenía una novia cualquiera e iba a pasar unos días en su casa para

recuperarse de las emociones de Ginebra? A fin de cuentas había estado fuera

algún tiempo y probablemente venía con ansias de estar con su mujer.

No, la espera podía ser demasiado larga, razonó el agente de la CIA. Tenía

que ser más activo para encontrar a su objetivo.

Sacó las hojas del bolsillo y las leyó con atención; era el dossier de Tomás

Noronha que el jefe de todos los agentes de la CIA en el terreno, el director

del Servicio Clandestino Nacional Harry Fuchs, le había remitido una hora

antes junto con la orden de detención y de transferencia del sospechoso para

Langley. Además de la hoja que Frank Bellamy dejó incriminando a Tomás

Noronha y de los datos elementales sobre la identidad del sospechoso,

incluyendo tres fotografías, el documento incluía el número de móvil, que

estaba apagado, y la dirección del apartamento, el lugar donde él mismo,

Krongard, se encontraba en ese momento. Pero había otras opciones. El

dossier indicaba que el objetivo había trabajado en la Universidad Nova de

Lisboa, aunque ya no estaba allí, y que era consultor de la Fundación

Gulbenkian, donde permanecía activo.

Esta era su pista.

A través de la conexión a Internet de su móvil localizó el número de la

fundación y llamó.

“Fundación Gulbenkian, buenas tardes”, atendió una voz femenina en voz

melódica. “¿En qué puedo ayudarle?”.

“¿Está el profesor Tomás Noronha?”.


“Voy a pasarle a su despacho. Aguarde por favor”.

Se oyó el pitido de una llamada y después surgió otra voz femenina, más

seca.

“¿Sí?”.

“Buenas tardes, llamo de la Universidad de Harvard”, mintió Krongard para

justificar su acento americano. “¿Está el profesor Tomás Noronha?”.

“Me temo que no. Vino por la mañana pero ya se ha ido”.

“¿Sabe decirme dónde puedo encontrarlo? Es un asunto de gran

importancia”.

“No me diga que es por causa de la... ay!, ¿cómo se llama eso? De la... de la

Tabula Smigri... Sagmari... ay!, de la Tabula algo más”.

El hombre de la CIA hizo una mueca. No entendió estas últimas palabras,

pero sentía que, al fingir que llamaba de Harvard, la mejor universidad de

América, asumir la ignorancia podía levantar sospechas. Por otro lado, el

entrenamiento le había habituado a mentir solo cuando era estrictamente

necesario lo que no le parecía el caso.

“Es otro asunto”.

“Mire, infelizmente va a ser difícil encontrarle hoy porque han llamado de

urgencia al profesor desde Coimbra. Su madre ha tenido un ataque cardíaco

en la residencia donde vive y está en coma. Yo he estado intentando

localizarlo para saber cómo está su madre, pero el profesor tiene el móvil

apagado. Quizás lo mejor sea llamar mañana”.

“Ah, pobre”, murmuró Kongard, fingiendo lástima. “Siendo así, trataré de

contactarle, no sólo por causa del importante asunto que tengo entre manos,

sino sobre todo para darle una palabra de apoyo y, quien sabe, ofrecerle mi

ayuda. Nuestra universidad cuenta con un cuerpo docente con algunos de los

mejores cardiólogos y cirujanos del mundo”.

“Ah, sí, la Universidad de Harvard es muy famosa. Tiene varios premios

Nobel en el equipo docente, ¿verdad?”.

“Así es, señora. Pero es importante que esas cosas sean atacadas lo más

rápidamente posible, como sabe. Por eso el tiempo urge. ¿Puede decirme

cómo se llama la residencia donde vive la madre del profesor?”.

“Casa de Reposo”, informó la secretaria rápidamente. “Estoy segura de que

el profesor Noronha le agradecerá mucho alguna ayuda que le pueda dar”.

“Quede tranquila. Muchas gracias”.

El hombre de la CIA colgó el móvil y, sabiendo que esa noche su objetivo

no volvería a casa, se dirigió a pasos largos hacia la salida. La misión ya tenía


una dirección y un escenario.

Coimbra.



XI

Sorprendidos, encontraron la cama de la habitación dieciséis vacía al llegar

a la enfermería del hospital. Tomás llegó a pensar que su madre se había

levantado para ir al baño y fue a ver, pero el WC estaba también desierto y se

quedó verdaderamente preocupado.

“¿Y mi madre?”, preguntó; la ansiedad le apretaba el estómago mientras

inspeccionaba la cama en busca de algún indicio. “¿Dónde estará? ¿Crees que

le habrá ocurrido algo?”.

Como era evidente, María Flor no tenía respuesta.

“Quizás sea mejor preguntar a una enfermera...”.

Salieron de la habitación con paso rápido, Tomás casi corriendo, y

recorrieron el pasillo hasta llegar a la sala de enfermeras que prestaban

servicio en aquella ala.

“¿Mi madre?”, preguntó él a la primera enfermera que vio en la sala, una

señora pelirroja y gordita sentada frente al ordenador. “¿Sabe decirme dónde

está?”.

La enfermera desvió los ojos del monitor y se quitó las gafas para mirar al

visitante.

“Buenas tardes”, le saludó con un tono tranquilo. “¿Puede decirme cómo se

llama la señora?”.

“Gracia Noronha. La dejé hace dos horas en la habitación dieciséis y ahora

no está ahí. ¿Sabe lo que ha pasado?”.

La enfermera se volvió a poner las gafas y consultó en el ordenador.

“¿Ha dicho habitación dieciséis? Espere, déjeme ver...”. Tecleó unas letras y

esperó a que apareciese la página en la pantalla. “Ah, aquí está, habitación

dieciséis” Frunció las cejas y se acercó al monitor, como si quisiese

cerciorarse de lo que estaba viendo. “Es Doña Gracia Noronha, ¿verdad? La

señora que murió”.

Las últimas palabras provocaron un golpe brusco en el pecho de Tomás.

Abrió con espanto los ojos, abriendo y cerrando la boca también, en estado de

choque con la noticia.

“¿Murió?”. Dio un paso atrás, debilitado por lo que acababa de oír. “Mi

madre... ¿se ha muerto?”.

La enfermera se quitó las gafas y le miró de nuevo.

“Murió, es un decir. Su madre está viva, quédese tranquilo. Pero nosotros


aquí la conocemos como la señora que murió y resucitó, es eso. Perdone si le

llevé al engaño pero vi la ficha de ella y asocié las ideas”.

Tomás respiró ruidosamente, aliviado por la equivocación.

“Ah, menos mal”, suspiró. “¡Uf, qué susto me ha dado usted! Por un

momento pensé que... que... en fin, no interesa. ¿Puede decirme dónde se

encuentra?”.

La enfermera volvió a mirar la pantalla.

“El doctor Colaço la ha llevado a hacer unos exámenes”, aclaró. “Puede

encontrarla en cardiología”.

Encontró a su madre tumbada en un sofá con cables que le salían de las

muñecas, del pecho y de los tobillos conectados a una máquina;

evidentemente estaban haciéndole un electrocardiograma. Una enfermera

estaba monitorizando el proceso y una secretaria tomando notas. Estaba un

hombre con bata blanca, de media edad, calvo con excepción de unos

mechones laterales, en particular por detrás de las orejas.

“Hola chicos”, saludó Doña Gracia al verles. “Ya estoy casi acabando el

examen”. Hizo un gesto con el pulgar señalando al hombre de la bata blanca.

“El doctor me ha dicho que, si estoy muy bien, me da el alta hoy mismo”.

“¿De verdad?”, se sorprendió el hijo. “¿Tan deprisa?”.

Doña Gracia sonrió, evidentemente animada con la perspectiva de salir del

hospital.

“Es lo que me ha dicho”.

La dejaron haciendo el examen y se dirigieron a la secretaría donde estaba

el médico. Al sentir que se aproximaban los visitantes, el doctor Colaço

levantó los ojos y reconoció a María Flor.

“Hola”, saludó. “Viene a saber noticias de Doña Gracia, ¿verdad?”.

“Sí, doctor. El profesor Tomás Noronha es su hijo. Acaba de llegar de

Lisboa para estar con su madre”.

Los dos hombres se dieron la mano y el médico les señaló dos sillas vacías

delante de su mesa.

“Siéntense”, propuso. Fijó su mirada en el hijo de la paciente. “Su madre se

está haciendo un electrocardiograma y, en principio, si está todo bien, le voy

a dar el alta”.

“¿No es algo arriesgado, doctor?”, preguntó Tomás. “A fin de cuentas, ella

ha tenido hoy un ataque cardíaco acompañado de parada prolongada del

corazón. En fin, ¿no le parece más prudente que se quede internada durante

algún tiempo?”.


“Ese sería el procedimiento habitual”, aceptó el cardiólogo. “Ocurre que los

exámenes a los que la he sometido están dando buenos resultados y... en fin,

para hablar con sinceridad, tenemos el hospital absolutamente repleto de

pacientes y nos faltan camas. Por otro lado, nos ha surgido hace poco un caso

muy delicado y necesitamos la habitación privada donde pusimos a su madre.

Claro que la podemos dejar en un pasillo”.

“¡Eso no puede ser!”, cortó el visitante. “No pueden poner a mi madre en

el...”.

“Es exactamente lo que pienso”, aceptó apresuradamente el doctor Colaço.

“Por eso, teniendo en cuenta los buenos resultados de los exámenes hasta

ahora efectuados al corazón y al cerebro y por el hecho de que la residencia

de la doctora María Flor está a dos pasos del hospital, consideré que su madre

estaría mejor y más a gusto en el sitio donde vive. Además, según me

informaron, la residencia dispone de un desfibrilador, lo que ayudará a

enfrentar cualquier situación más complicada hasta que la ambulancia llegue

con los paramédicos. Creo, además, que es justamente lo que ha ocurrido esta

mañana”.

“¿Pero no le parece que darle el alta tan pronto es correr un riesgo

demasiado grande?”.

“Creo que la situación está controlada. De cualquier forma, esta semana

tendrá que venir todas las mañanas para que la observe. Si noto algún

problema, esté tranquilo que vuelvo a internarla”.

El razonamiento del médico fue suficientemente persuasivo para convencer

a Tomás.

“De acuerdo”, accedió. “Además de los exámenes al corazón, habló de

exámenes al cerebro. ¿Los resultados han sido normales?”.

“Considerando que ella tiene Alzheimer, yo diría que sí. El TAC me pareció

conforme a esa realidad”.

Tomás se frotó el pelo mientras pensaba en la mejor manera de plantear el

asunto.

“Sabe, doctor, ella me relató una historia extraña que le habrá ocurrido

cuando sufrió el paro cardíaco”, dijo. “Sé que le contó la misma historia...”.

“¿Se refiere a la experiencia cercana a la muerte y al abandono del

cuerpo?”.

“Exacto. ¿Cree que es una manifestación del Alzheimer?”.

El médico movió la cabeza.

“No, no me parece”.


“¿Por qué no? A fin de cuentas, el Alzheimer es una degeneración

progresiva del sistema neurológico, ¿no es cierto? Me parece natural que una

enfermedad con esas características provoque alucinaciones...”.

El doctor Colaço lanzó una mirada en dirección al sofá donde la paciente

realizaba el electrocardiograma, evidentemente incómodo por abordar el

asunto tan cerca de ella.

“¿No quieren tomar un café?”, preguntó de repente, casi a despropósito,

indicando el pasillo exterior. “Estaremos más cómodos para contarle la

verdad sobre las experiencias cercanas a la muerte”.

“¿La verdad?”.

Con un movimiento decidido, el médico arrastró ruidosamente la silla y se

levantó.

“Su madre, por increíble que parezca, vivió una experiencia genuina”.



XII

Una gran cantidad de helicópteros de varios modelos y colores llenaba la

pista y el aire parecía temblar bajo el efecto de las rotaciones ritmadas del que

acababa de aterrizar en el aeródromo de Tires. James Krongard estaba en el

borde de la pista sujetando el maletín, la corbata moviéndosele como si

quisiese escaparse, las ropas agitándose como sábanas al viento, el polvo

ensuciando las gafas de sol.

Un hombre barrigudo con pullover amarillo se aproximó con paso rápido.

“¿Señor Krongard?”.

“Soy yo”.

El hombre señaló el Bell 206 blanco y azul que estaba parado en la pista.

Una puerta se abrió en el lugar del lado del piloto, aunque el helicóptero

continuase con las hélices rodando, preparado para despegar en cualquier

momento.

“Este es el transporte que su embajada nos pidió con urgencia”, anunció,

gritando para sobreponer su voz al ruido. “Tenga cuidado al aproximarse, las

hélices horizontales tienen tendencia a curvar hacia abajo y... en fin, si le

alcanzan pueden provocarle una gran jaqueca”. Sonrió, satisfecho con la

gracia. “Avance con la cabeza baja, ¿entendido?”. Le dio una palmada en la

espalda. “Buen vuelo!”.

Sin responder, el americano se curvó, como le recomendaron, y se dirigió

hacia el aparato. El sonido del motor en rotación era realmente ensordecedor,

pero al entrar y cerrar la puerta de la cabina se calmó, como si alguien

hubiese tirado una manta sobre las hélices para contener los golpes.

“¡El casco!, gritó el piloto a su lado, indicándole un objeto rojo a los pies

del asiento. “¡Póngase el casco! Y apriétese bien el cinturón. Cuando esté

listo despegamos”.

Krongard obedeció. Encajó el casco en la cabeza y se apretó el cinturón de

seguridad. La maniobra era diferente de la de los automóviles, pero el agente

de la CIA estaba habituado a volar en helicópteros. Aunque nunca hubiese

ido en un Bell 206, había probado todos los modelos que el ejército y la

fuerza aérea americana tenían en Afganistán para las misiones contra Al-

Qaeda y los talibanes alrededor de Kandahar y en las zonas tribales de

Paquistán, por lo que no tuvo problemas en adaptarse.

“Estoy listo”.


El piloto verificó la forma como el cinturón y el casco estaban colocados y

constató que los procedimientos del pasajero eran correctos; le pareció

evidente que el americano estaba habituado a volar en helicópteros.

Satisfecho, encendió la radio y pidió autorización para despegar.

La torre dio luz verde y algunos segundos después el sonido del motor

redobló de intensidad y el Bell 206 se elevó en el aire, empezando a ganar

altitud y proyectando hacia abajo bocanadas de polvo en todas las

direcciones.

Krongard consultó el reloj.

“¿Cuánto tiempo tardamos hasta Coimbra?”.

“Media hora”, respondió el piloto, girando el aparato hacia el norte. “O

menos”.



XIII

El lugar que el doctor Colaço escogió para hablar sorprendió a Tomás. El

anfitrión no llevó a los visitantes a la cantina del cuerpo clínico, como sería lo

normal, sino al comedor de psiquiatría. El local estaba lleno de enfermos

psiquiátricos y el médico invitó a los visitantes a sentarse en una mesa junto a

la ventana, al lado de un paciente que no paraba de babear. Mientras el

cardiólogo estaba en la barra pidiendo, Tomás se preguntó el porqué de la

elección del local. ¿Por qué aquel sitio? ¿Les había llevado allí su anfitrión

porque no quería discutir el asunto delante de otros médicos?

La expresión intrigada del historiador provocó una sonrisa en el doctor

Colaço cuando llegó con tres vasos de plástico de café echando humo y un

cesto de pan y mantequilla que puso sobre la mesa.

“Saben, siempre que un paciente me relata una experiencia cercana a la

muerte me gusta venir a la zona de psiquiatría para reequilibrarme”, dijo,

sentándose y haciendo un gesto que indicaba el espacio alrededor. “Esto me

ayuda a entender que la ciencia todavía existe, no sé si entienden lo que

quiero decir”.

“Más o menos”.

La mirada del médico se lanzó en varias direcciones hasta detenerse en un

punto junto a la entrada del comedor.

“¿Están viendo a aquel hombre sentado al lado de la puerta?”.

Los dos visitantes desviaron la atención hacia el sitio indicado.

“¿Cuál? ¿Aquél con la mano izquierda atada al pecho?”.

“Ese mismo. Se llama Jorge y vino por una consulta ¿Saben por qué tiene la

mano izquierda atada?”.

“¿Se hizo daño?”.

El médico movió negativamente la cabeza.

“La mano izquierda intentó matarle”.

“Es una persona con tendencias suicidas, quiere decir”.

“No, no, de ninguna manera. El señor Jorge Cristóvão es un hombre

perfectamente normal. Lo que ocurre es que vive aterrorizado porque la mano

izquierda ha intentado matarle. Una noche estaba durmiendo y se despertó

sobresaltado con falta de aire y un dolor agudo en la garganta. Era la mano

izquierda que le estaba estrangulando. Afligido, la agarró con la mano

derecha y, después de una tremenda lucha, consiguió liberarse. Desde


entonces, anda con la mano izquierda atada”.

Los visitantes observaron al hombre de la mano izquierda atada al pecho

con una mirada aterrorizada, intentando descubrir algún antagonismo entre él

y su mano izquierda. Sin embargo, el hombre y la mano estaban tranquilos;

tenía un aire hasta cierto punto melancólico y saboreaba distraídamente un té.

“¿Eso es posible?”, preguntó María Flor sin quitar los ojos del hombre.

“¿Una mano puede adquirir vida propia?”.

“Se llama síndrome de la mano extraña y es un fenómeno muy raro. Antes

de atar su mano izquierda, Don Jorge pasó por experiencias muy extrañas.

Por ejemplo, una vez estaba abrochándose la camisa con la mano derecha y

se dio cuenta de que la mano izquierda se entretenía desabrochando los

mismos botones. A veces cogía un objeto con la mano derecha y la mano

izquierda, ¡zas!, se lo tiraba. ¡El pobre ya no sabía qué hacer!”.

“Pobre...”.

“La pregunta que tengo que hacerles es esta: ¿cuál es el significado de este

fenómeno? A la luz de la experiencia cercana a la muerte vivida esta mañana

por Doña Gracia, ¿cómo se puede interpretar lo que ocurre con la mano

izquierda de este señor?”.

“Bien...”, dudó María Flor. “Seguro que algo se ha apoderado de su mano”.

“¿Pero el qué? ¿Un espíritu?”.

“Sí, en cierto modo. ¿Por qué no?”.

“¿Y si le dijese que esto le empezó a ocurrir a Don Jorge después de sufrir

un infarto en el lóbulo frontal izquierdo que le afectó el cuerpo calloso, una

parte del cerebro?”.

“Ah...”.

“O sea, a primera vista estamos ante el caso de un hombre a quien un

extraño espíritu se apoderó de la mano izquierda. Pero, analizando mejor las

cosas, comprendemos que este comportamiento extraño de la mano izquierda

comienza únicamente después de haber sufrido una lesión en el cerebro. Esto

es, lo que a priori parece un caso de espiritismo, a posteriori se revela un

caso puramente neurológico”. Se dio la vuelta en la silla y echó una mirada a

todo el comedor. “Fíjense ahora en aquella señora de azul junto a la maceta”.

Los ojos de los visitantes se desviaron hacia la mujer.

“¿Cuál? ¿Aquella que está hablando sola?”.

“Doña São tiene tres personalidades diferentes. Unas veces es la afirmativa

Vera, otras la tímida Alexandra y otras la desbocada Luisa, una sinvergüenza

insoportable. Cada personaje tiene un nombre, una biografía y una vida


propia. A la luz de la experiencia de esta mañana de Doña Gracia diríamos

que el cuerpo de Doña São está poseído por tres almas diferentes, ¿no es

verdad?”.

“Sí, diría que sí”.

“La verdad es que esta señora sufre una perturbación de personalidad

múltiple, una patología relativamente común. Existen millares de casos

semejantes de personas con dos, tres y hasta dieciséis personalidades

diferentes. Los estudios muestran que casi todos estos pacientes tienen una

cosa en común: durante la infancia fueron víctimas de violencia salvaje,

frecuentemente de naturaleza sexual. Se concluye que sus cerebros crearon

múltiples personalidades como mecanismo de defensa contra esa violencia,

como si estuviesen desarrollando fronteras internas en su personalidad,

subdividiéndola en varias partes para compartimentar mejor el trauma y fingir

que la violencia sólo ocurrió en una de sus personalidades y no en todas. O

sea, no existen espíritus, es el inconsciente que crea sucesivas personalidades

como un mecanismo de defensa”.

“Está bien, todas esas personalidades pueden explicarse por traumas de

infancia. Pero no se encontró ninguna característica física en el cerebro que

produzca diferentes personalidades en el mismo cuerpo”.

“Pues mire, sí se encontró”, corrigió el doctor Colaço, señalando a un

hombre delante de ellos que leía un libro. “¿Están viendo allí a Don Abel?

Por un problema grave de epilepsia tuvieron que cortarle el cuerpo calloso

que une los dos hemisferios de su cerebro. En una persona normal, los

hemisferios se unen entre sí, pero sin el cuerpo calloso dejan de comunicarse.

Mis compañeros de psiquiatría realizaron varias pruebas a Don Abel, ¿y sabe

lo que constataron? Que tiene dos entidades en la cabeza, cada una con sus

sensaciones y sus propios deseos, aunque sólo la del hemisferio izquierdo

posea voz porque es en ese hemisferio donde se encuentran las competencias

del lenguaje”.

María Flor respiró hondo.

“Bien, ya entendí”, dijo. “Usted cree que la experiencia cercana a la muerte

que vivió Doña Gracia esta mañana tiene una explicación clínica...”.

“No he dicho eso”, enfatizó el doctor. “Me limité a constatar que, viniendo

a psiquiatría, entendemos que ciertos fenómenos no son lo que parecen.

Pensamos que muchas cosas ocurren en el mundo exterior cuando realmente

ocurren exclusivamente en el cerebro”.

Con esta observación Tomás se movió en la silla.


“Eso me lleva a recordar aquella pregunta filosófica clásica”, dijo,

rompiendo el silencio que mantenía desde el comienzo de la conversación.

“Si un árbol cae en un bosque donde no hay nadie que pueda oír, ¿hará

ruido?”.

Su amiga miró al techo, como si la respuesta fuese evidente.

“Claro que sí”, exclamó. “El árbol no deja de hacer ruido porque no esté allí

nadie para escucharle. Que yo sepa, las cosas existen independientemente de

nosotros”.

“¿Lo crees realmente?”.

“¡Desde luego!”.

“Entonces vamos a ver”. El académico cambió de posición y se inclinó

hacia delante. “¿Qué es el sonido? Es el resultado del movimiento de

moléculas en cualquier medio, como el aire, el agua u otro medio cualquiera,

¿verdad? Cuando un árbol se cae al suelo, las moléculas del aire son

perturbadas y generan impulsos sucesivos que desencadenan alteraciones en

onda en la presión atmosférica de alrededor. Lo que ocurre es que, cuando

ocurren entre veinte y veinticinco mil impulsos por segundo, esa alteración

de la presión provoca una vibración en una membrana llamada tímpano, que

la transforma en impulsos eléctricos y la transmite a un nervio”. Levantó el

índice para subrayar un punto esencial. “Atención que el tímpano no registró

ningún sonido, solo vibró debido a los impulsos rápidos que alteraron la

presión del aire. Lo que ocurrió fue que el tímpano estimuló el nervio en

función del ritmo de esos impulsos de moléculas, creando una cosa que la

consciencia describe como sonido. El cerebro podría, es cierto, haber

transformado ese estímulo en una imagen, pero optó por hacer que las

alteraciones asumiesen forma de sonidos. Un sordo, por ejemplo, no es

receptivo a tal estímulo, pero sentiría igualmente las vibraciones de las

moléculas del aire, aunque, en este caso, en la piel”.

“O sea, el sonido como lo conocemos se crea en nuestra cabeza, no existe

fuera de ella”, resumió el doctor Colaço, retomando el control de la

conversación. “Lo mismo ocurre, como está implícito en la descripción del

profesor Noronha, con la visión”. Apuntó a una lámpara encendida en el

techo del comedor. “Lo que hace esa lámpara es emitir pequeños grupos de

ondas electromagnéticas. Nótese que ni la electricidad ni el magnetismo son

inherentemente visuales. Aun así, cuando estas ondas electromagnéticas

alcanzan un ser humano con longitud de onda de cuatrocientos a setecientos

nanómetros, su energía estimula las células cónicas de la retina y se


transforma en impulsos eléctricos que son enviados por un nervio al lóbulo

occipital del cerebro, en la parte de atrás de la cabeza. Al recibir esos

impulsos, las neuronas disparan y crean lo que designamos como una imagen.

Eso es la visión”.

“Además, basta observar lo que ocurre cuando vemos un arco iris”, recordó

Tomás. “El arco iris no pasa de una refracción de la luz provocada por el

contacto con el agua a partir de un determinado ángulo de visión. Si alguien

fuera al lugar donde vio el arco iris no encontraría nada; ese fenómeno se

reduce a un mero efecto visual captado por nuestros ojos a partir de

determinado punto. Una persona que esté a diez metros de distancia lo verá

con una intensidad de colores diferentes o ni siquiera lo verá. O sea, el arco

iris no está allí, es una ilusión”.

“Pero se puede fotografiar”, argumentó María Flor. “Ya vi muchas fotos del

arco iris...”.

“Es verdad. El arco iris no existe como objeto material, pero es de cierto

modo real, una vez que lo vemos y lo fotografiamos. Pero, y ese es el punto

esencial, no es real a no ser que sea observado. ¿Entiendes la sutileza? Es la

observación la que, asociada a la refracción de la luz en el agua, crea el arco

iris. Sin observación no hay arco iris”.

María Flor levantó los brazos en señal de rendición.

“Ya entendí”, dijo. “La imagen también se crea en nuestro cerebro”.

“Es importante entender eso”, asintió el médico, señalando de nuevo la

lámpara del techo. “Allí encima no hay ninguna luz. Lo que existe son ondas

electromagnéticas que nuestro sistema neurológico transforma en imágenes.

EL cerebro podría convertir esas ondas en... no sé, en cosquillas o en dolores

de barriga o en sonidos o en gustos o en cualquier otra cosa, pero optó por

imágenes”.

La dueña de la residencia cruzó los brazos.

“Todo eso es muy bonito y muy lógico, sí señor. Sin embargo, sigo

esperando una explicación razonable para lo que ocurrió esta mañana con

Doña Gracia”.

“Antes de confrontarnos con la experiencia de Doña Gracia, me parece

importante que entendamos hasta qué punto la consciencia domina nuestra

mente”, dijo el médico, extendiendo la mano hacia el cesto del pan que estaba

en la mesa. “María Flor, ¿usted cree que cuando toma una decisión

consciente, por ejemplo, levantarse para ir a la ventana a ver lo que pasa

fuera, ¿fue la consciencia quien la tomó?”.


“Claro. La respuesta está, además, dentro de la propia pregunta: si la

decisión es consciente, es obvio que fue tomada por la consciencia. ¿Cómo

podría ser de otro modo?”.

“¡Atención!”.

De forma repentina el doctor Colaço tiró un trozo de pan en dirección a su

interlocutora. María Flor reaccionó casi instantáneamente y se desvió del

panecillo volador.

“¿Qué... qué ha sido eso?”, balbuceó ella, con la mirada entre el pan caído

detrás de ella en el suelo y el médico y sin entender su comportamiento.

“¿Por qué me ha tirado el pan?”.

El cardiólogo sonrió.

“Para poder hacer una pregunta”, dijo. “Cuando se desvió del panecillo,

¿pensó previamente en esquivarlo o fue una reacción... como diría yo,

automática?”.

“Bien, fue refleja... o automática, como prefiera llamarla. No tuve mucho

tiempo para pensar”.

“Seguro que fue automática”, confirmó el doctor Colaço. “Una vez que

tenía que decidir muy rápidamente cómo enfrentar la amenaza, el cerebro

reaccionó sin remitir el asunto a la consciencia. No había tiempo para tal.

Pero, ¿si hubiese tiempo? ¿Cuánto tiempo de reacción sería necesario para

que el cerebro pudiese remitir el asunto para la consciencia? Para responder a

estas preguntas, un neurocientífico llamado Benjamín Libet llevó a cabo un

conjunto de experimentos que dieron mucho que hablar en el mundo

científico. Estimulando la superficie del cerebro con electrodos, Libet

comenzó por demostrar que las personas dicen lo que sienten sólo medio

segundo después de un estímulo eléctrico. O sea, nuestra consciencia está

siempre medio segundo desfasada de la realidad, aunque no notemos ese

efecto porque reconstruimos los acontecimientos como si estuviesen

sucediendo en ese preciso momento”.

“Es curioso”, observó María Flor. “Eso explica por qué razón mi respuesta

fue refleja. Si mi cuerpo estuviese esperando una decisión consciente, el pan

me habría dado en la cara”.

“No queríamos eso, ¿verdad?”, sonrió el cardiólogo. “Pero Libet no se

quedó ahí. Quiso saber también lo que habría ocurrido si hubiese tiempo

suficiente para que el cerebro remitiera la decisión para la consciencia. Por

ejemplo, si uno de nosotros fuese a mirar por la venta, esa decisión no

requeriría una respuesta inmediata. ¿Cómo sería el proceso de decisión? Libet


realizó un experimento en el que pidió a las personas que flexionasen el

puño, lo que le permitió medir tres cosas: el momento en que las personas

decidieron conscientemente flexionar la muñeca, el momento en que la

actividad cerebral se inició y el momento en que se flexionó la muñeca. El

experimento produjo resultados chocantes. Libet descubrió que la primera

cosa que ocurrió fue el inicio de la actividad cerebral. Un tercio de segundo

después se tomó la decisión consciente y doscientos milisegundos más tarde

se flexionó la muñeca”.

“¿La actividad cerebral ocurrió antes de la decisión consciente?”, se

sorprendió María Flor. “¿Antes? Quiere decir que la decisión consciente no

inició la acción?”.

“Fue lo que el experimento de Libet demostró”, confirmó el doctor Colaço.

“Las consecuencias de ese descubrimiento son, como puede calcular,

profundas. Parece que el cerebro toma primero una decisión y solo después

informa a la consciencia de esa decisión, teniendo el cuidado de convencerla

de que fue ella quien decidió. O sea, las decisiones conscientes nos parecen

conscientes, pero no lo son. La consciencia no pasa de una ilusión, no en el

sentido de que no existe, sino en el sentido de que es algo diferente de lo que

pensamos”.

La expresión en la mirada de la directora de la residencia era de shock.

“¡Dios mío!”, levantando las manos en un gesto de impotencia. “¡Eso quiere

decir que no pasamos de... de máquinas!”.

“Máquinas de cálculo. El cerebro es un ordenador bioquímico”.

“Pero entonces ¿cómo se explica esta sensación de que existo, de que

pienso, de que soy yo, que tengo un pasado, tomo decisiones, me gusta el

chocolate y el olor de las flores, que muchas cosas ocurrieron en mi vida y

continúan ocurriendo y yo soy el resultado de todo eso? ¿La noción de mí

misma no pasa de una ilusión?”.

“Me temo que sí. Además, no sólo nuestra consciencia está medio segundo

atrasada en relación al mundo real sino que también trata con un mundo

totalmente construido en nuestra cabeza. Por un lado, transformamos

estímulos electromagnéticos en imágenes, e impulsos de moléculas en

sonidos; creamos así algo que no existe de esa forma en la realidad, sino solo

en nuestra mente. Por otro lado, la percepción y la memoria distorsionan

también esos estímulos que recibimos. Numerosos estudios muestran que la

mente selecciona los estímulos exteriores y los altera constantemente”.

“¿Y cómo los altera?”.


“La memoria no es de fiar. Mire, el primer indicio de que la memoria no

puede considerarse un grabador fiel surgió en una experimento realizado en

1902 en Berlín. Durante una clase en la universidad, dos estudiantes iniciaron

una discusión acalorada que acabó con uno de ellos amenazando al otro con

una pistola y el profesor interponiéndose entre ambos. En realidad, todo el

incidente fue simulado y al final el profesor pidió a los otros alumnos, que

durante la discusión pensaban que era verdadera, que escribiesen un informe

sobre lo que había ocurrido. Cuando fue a leer los textos, el profesor

contabilizó tasas de errores factuales entre un mínimo de veintiséis por ciento

y un máximo de ochenta por ciento”.

“¡Caramba! ¿Tanto?”.

“Los informes omitían frases proferidas y actos cometidos por los dos

alumnos y, por otro lado, ponían palabras en la boca de colegas que habían

estado callados y actos en otros colegas que habían estado quietos. Este

experimento desencadenó una serie de otros exámenes, que sucesivamente

confirmaron la falibilidad de la memoria. Se descubrió que la memoria no se

fija en el momento en que registra, sino que se va reorganizando a medida

que pasa el tiempo. La mente apaga unos elementos, distorsiona otros e

incluso añade cosas nuevas. O sea, los acontecimientos que observamos en

nuestra mente no corresponden a un exterior real factual, son una

reconstrucción”.

“¿Quiere decir que la memoria que tengo de mi mesa es también una

ilusión?”.

“En cierto modo. Pero atención, porque memoria y consciencia son cosas

diferentes”.

“¿Cómo de diferentes?” Para tener consciencia necesito saber quién soy. La

memoria es una parte fundamental de la consciencia”.

El médico se recostó y sondó con la mirada a los pacientes que se

encontraban en el comedor. Su atención se detuvo en un hombre de media

edad, delgado y curvado, que se encontraba en la ventana mirando fijamente

al exterior.

“¿Ve aquel de allí, el señor Gonçalves?”, señaló. “También debido a graves

ataques de epilepsia, le operaron cuando tenía veinte años; el cirujano

cometió un error y, sin querer, le quitó el hipocampo. El señor Gonçalves

recuerda todo hasta los veinte años, pero a partir de ahí sólo tiene capacidad

para retener lo que ocurre hasta un máximo de diez minutos antes del

momento presente. Cuando un médico o un familiar vienen a hablar con él, es


como si les viese por primera vez. Para él la vida es un eterno presente, las

cosas le ocurren pero le desaparecen después de la memoria, los recuerdos

son como agua que se escurre por un colador. Su diario comienza todos los

días por la misma frase: ‘Hoy fui consciente por primera vez’.”

“¡Oh, pobre!”.

“El caso del señor Gonçalves muestra que es posible estar consciente sin

tener memoria, aunque eso produzca efectos extraños en su día a día. Es que

la consciencia, a pesar de parecernos que es continua, resulta en realidad una

competición entre diversas instancias de nuestra mente. En una secuencia

continua la instancia estética pude tomar el control mientras aprecio un

paisaje, pero si pasa una chica guapa, la instancia sexual asume el control de

la consciencia para después ser desalojada por la instancia del apetito, que me

informa de que estoy con hambre y me lleva a pensar en una buena fabada de

un restaurante próximo; y así sucesivamente. Es por eso que a lo largo de

cinco o diez minutos se nos ocurren tantos pensamientos diferentes. Son los

diversos yo que se imponen unos a otros. Lo que crea la ilusión de

continuidad de la consciencia es justamente la memoria, porque al acordarnos

de las cosas nos quedamos con la sensación de que somos una única

personalidad con un único hilo de consciencia y no múltiples entidades que

combaten por el dominio de la consciencia”.

La historia del paciente plantado delante de la ventana y el papel de la

memoria en la organización de la consciencia sacó a Tomás del silencio al

que se había remitido.

“Sin embargo hoy, al venir aquí, me ocurrió una cosa curiosa”, observó.

“Recuerdo haber entrado en el coche en Lisboa y haber llegado a Coimbra,

pero no me acuerdo de lo que ocurrió entre medias. Me puse a pensar en otras

cosas y no me acuerdo de ver la carretera, los otros coches, el paisaje, el

recorrido, nada de nada. Sin embargo, estaba despierto y concentrado en la

conducción, una actividad muy compleja que requiere múltiples tareas

especializadas: meter la marcha, pisar los pedales, garantizar que no choco

con los otros vehículos, seguir una ruta, respetar las reglas de tránsito, ver las

señales... y yo qué sé más”.

“Es un buen ejemplo”, observó el médico. “La cuestión es esta: ¿estaba

consciente cuando eso ocurrió?”.

“Seguro que estaba. El problema es que, tal como el señor Gonçalves, no

recuerdo haber hecho el camino entre Lisboa y Coimbra. No me acuerdo de

nada”.


“En realidad, y como demuestra el experimento de Libet, quien estaba

conduciendo no era su consciencia, sino un ordenador automático llamado

cerebro”, sentenció el doctor Colaço. “La consciencia se ocupó de otras cosas

y sólo sería llamada a la conducción si el cerebro concluyese que un evento

importante requería una atención especial, como por ejemplo la amenaza de

una colisión. Por lo demás, las experiencias de Libet muestran que, aunque

las decisiones voluntarias no sean tomadas conscientemente, la consciencia

tiene por lo menos el poder de vetarlas. En suma, la consciencia no pasa de

un efecto creado por el cerebro para controlar el cálculo bioquímico del

cerebro y planificar mejor”.

María Flor parecía estar a punto de rendirse. Algo, sin embargo, le decía

que debía persistir. No podía aceptar que la ciencia la redujese a una mera

máquina de cálculo y, como un náufrago agarrado a una boya frágil que el

mar tempestuoso llevaba de un lado para otro, se agarró a la cuestión que a

pesar de toda la conversación, todavía no se había explicado.

“¿Y la experiencia de Doña Gracia?”, preguntó en voz suave; parecía que se

refería a su última esperanza de rescatar el alma de la aniquilación a manos

de los científicos. “¿Alguien por favor me explica lo que ella vio cuando

estaba clínicamente muerta?”.

Las miradas del doctor Colaço y de Tomás se cruzaron, como si uno pidiese

al otro permiso para responder.

“¿Doña Gracia tiene Alzheimer, correcto?”.

Al intuir el camino que esta pregunta abría, la dueña de la residencia

estrechó los párpados con desconfianza: ¿estaría la enfermedad relacionada

con lo que Doña Gracia creía haber visto durante el paro cardíaco?

“Sí, ¿y eso que quiere decir?”.

“El caso de los pacientes con Alzheimer proporciona pistas interesantes

sobre la consciencia. Cuando interaccionamos con uno de estos enfermos,

podemos ver el yo de esa persona desapareciendo poco a poco. Quien

acompaña el deterioro gradual de un enfermo con Alzheimer sabe muy bien

que la consciencia no desaparece de un momento para otro, como si en un

momento la persona tuviese una mente y en el momento siguiente la perdiese.

Las cosas no pasan así”.

“Eso es verdad”, reflexionó María Flor. “En la residencia he seguido

muchos casos de enfermos con Alzheimer y de hecho constato que la

consciencia se va apagando poco a poco, no es un evento súbito. Es como si

el yo de esas personas se fuese desintegrando”.


“Exactamente”.

“Pero eso solo refuerza mi perplejidad”, observó ella.

“Si Doña Gracia se encuentra en proceso gradual de pérdida de consciencia

debido al Alzheimer, y si encima durante el paro cardíaco estaba clínicamente

muerta y con el cerebro inactivo, ¿cómo se explica que ella haya sentido que

salió del cuerpo? ¿Cómo observó al médico que se golpeó la rodilla en la

esquina de un mueble? ¿Cómo se metió en un túnel con una luz al fondo y

vio y habló con familiares que ya murieron, y hasta volvió a ver su vida en

calidoscopio? ¿Qué explicación tiene usted para todo eso?”.

El doctor Colaço se encogió de hombros y respiró hondo, como si fuesen

demasiadas preguntas y no tuviese capacidad de enfrentarse a ellas.

“Es un misterio”, acabó por reconocer. “Pero hay una cosa que insisto en

subrayar. La experiencia que ella vivió fue bien real”.



XIV

No muy seguro, el conductor aparcó en la plazoleta, bajo un roble y al lado

de la acera. Después de apagar el motor del coche, se quitó las gafas de sol y

analizó cuidadosamente la vivienda. Había un muro cubierto de arbustos

cortado por un portón de hierro con un azulejo blanco indicando un nombre

en azul.

La Casa de Reposo.

Al final de una zona verde se levantaba la casa, un edificio blanco de dos

pisos y con un bosque de pinos mansos al lado. Una vez estudiado el espacio,

James Krongard salió del Ford blanco que había alquilado a su llegada a

Coimbra y se dirigió a la propiedad a paso lento, siempre atento a los

pormenores. Empujó el portón, que rechinó, y atravesó el jardín por las

piedras esparcidas a lo largo del camino entre la hierba hasta detenerse

delante de la puerta. Tocó el timbre y un zumbido eléctrico sonó en el interior

de la casa.

La puerta se abrió y apareció una mujer con bata y toca blanca.

“¿Qué desea?”.

“Buenas tardes, señora”, saludó con su fuerte acento nasal. “Soy de una

universidad americana y me urge encontrar al profesor Tomás Noronha. Me

informaron de que su madre tuvo un problema de salud y que le encontraría

aquí en Coimbra”.

“Ah, sí, la señora es Doña Gracia y tuvo un ataque cardíaco, pobre”,

confirmó la auxiliar. “La señora directora la llevó en una ambulancia al

hospital y pienso que el profesor Noronha también está allí”.

“¿Sabe decirme a qué hospital fueron?”.

“Al de la universidad, claro. Me parece que en breve regresarán”.

“¿Ah sí?”.

“Llamamos a la doctora para saber cómo iban las cosas y ella nos dijo que

Doña Gracia ya está bien y que el hospital le va a dar el alta en breve. Viene

esta tarde”.

“¿El profesor Noronha también?”.

“Seguro. ¿Quiere que llamemos para darle el recado?”.

“No se preocupe”, respondió rápidamente el americano, nada interesado en

que su futura víctima supiese que alguien le buscaba. “Por favor, no le

moleste, ya debe de tener demasiadas preocupaciones. Regreso más tarde o


mañana. Gracias”.

Antes de que la auxiliar insistiese, el hombre de la CIA dio media vuelta y

abandonó el espacio de la Casa de Reposo. Regresó al coche y se sentó al

volante para reflexionar sobre la situación. ¿Qué debía hacer? ¿Ir al hospital?

Si su objetivo venía en breve a ver a la madre a la residencia, corría el riesgo

de perderlo. No, lo mejor sería quedarse quieto y esperar a que apareciese;

era la única manera de garantizar que el hombre que buscaba no se le

escapaba.

Tenía que preparar una emboscada.



XV

Olvidados de la hora, los tres comensales estaban sentados tranquilamente,

con los vasos de café vacíos encima de la mesa del comedor de psiquiatría.

La conversación había entrado en su parte crucial, la experiencia cercana a la

muerte de Doña Gracia, y Tomás quería saber lo que el médico pensaba sobre

el asunto.

“El siglo XIX fue un periodo de grandes descubrimientos científicos del

mundo invisible”, empezó por recordar el doctor Colaço. “Se descubrió la

relación entre la electricidad y el magnetismo, las ondas hertzianas, las

longitudes de onda de la luz, la radioactividad, los rayos X y otras cosas. Fue

en este contexto que se empezó también a hablar de sesiones para contactar

con los espíritus. Como se estaba descubriendo todo ese universo invisible al

ojo humano, la posibilidad de existir almas vagando por ahí sin que fuesen

detectadas no parecía nada extraordinario y el asunto llegó a atraer la

atención de científicos eminentes, que hicieron experimentos para entender lo

que pasaba en esas séances. Se pensaba que el alma tenía existencia física, lo

que significaba que ocupaba espacio y, consecuentemente, tenía un peso”.

“No está mal pensado”, observó María Flor. “El problema es que no hay

forma de pesarla, ¿verdad?”.

“No era lo que pensaba un cirujano americano llamado Duncan Mcdougall”,

corrigió el médico. “Pensó en una forma de medir su peso”.

“¿Eso es posible?”.

“Desde luego”, confirmó él. “La idea de Macdougall era muy sencilla.

Bastaba pesar una persona cuando estaba viva y después verificar su peso

cuando muriese. La diferencia entre las dos mediciones sería el peso del

alma”.

“¡Eso es absurdo! Las personas vivas varían de peso a lo largo del tiempo,

incluso varían de peso en un mismo día. ¿Cómo podía estar seguro de que la

diferencia de peso se refería al alma y no a las alteraciones en la dieta

mientras las personas están vivas?”.

El doctor Colaço señaló hacia su interlocutora como si indicase que esa era

la cuestión crucial.

“Justamente ese problema lo resolvió Macdougall de una forma muy

ingeniosa”, dijo. “Era necesario que la medición ocurriese en el momento

justo en el que los pacientes morían, ¿entiende? Macdougall tuvo la idea de


colocar una cama sobre una plataforma soportada por una balanza industrial y

tumbar allí un moribundo a punto de morir. Necesitaba pacientes que

muriesen tranquilamente y casi sin moverse, y por eso escogió ancianos que

fuesen víctimas de tuberculosis pulmonar. Sus cuerpos eran muy leves y la

enfermedad que padecían tenía la ventaja de permitir adivinar con algunas

horas de antecedencia la inminencia de la muerte”.

“¿Y realizó de verdad esas mediciones?”.

“Sí, claro. Una tarde de 1901 tuvo lugar la primera muerte en la cama de

Macdougall. En el momento de la muerte del paciente, y delante de varios

testimonios cualificados científicamente, la aguja de la balanza bajó de

repente y se mantuvo estable. Las mediciones permitieron concluir que la

caída de peso había sido de veintiún gramos”.

La revelación dejó a María Flor con la boca abierta.

“¿Veintiún gramos? ¿Ese es el peso del alma?”.

“Fue lo que reveló la medición de Macdougall. Hubo quien cuestionase la

validez del experimento invocando que cuando una persona muere, los

músculos pélvicos y el esfínter pierden tensión, por lo que la ligera pérdida

de peso puede estar relacionado con la pérdida de orina o de heces.

Macdougall desmontó ese argumento recordando que, de ser así, no se

registraría pérdida de peso, ya que la balanza industrial estaba pesando la

cama y, en tal circunstancia, la orina y las heces permanecerían en esa cama.

Otra objeción fue que la pérdida de peso registrada por la balanza se debía a

la exhalación final del moribundo, dado que la respiración envuelve

moléculas, y por eso tiene un peso. Al exhalar, el moribundo perdería peso.

Para probar esa hipótesis, Macdougall saltó encima de la cama y expulsó todo

el aire que tenía en los pulmones. La aguja de la balanza no se movió”.

“Por lo tanto, el alma pesa realmente veintiún gramos...”.

“Quizás. El problema es que los experimentos científicos, para poder

validarse, tienen que repetirse. Macdougall efectuó la experiencia en otros

cinco pacientes, aunque con resultados inconclusos. El segundo paciente que

fue medido solo bajó de peso quince minutos después. Macdougall reconoció

haber tenido dificultad en determinar el momento exacto de ese óbito y la

propia alteración de peso producida no fue de veintiún gramos, como en el

primer caso, sino de catorce gramos. El tercer paciente también perdió

catorce gramos en el momento de la muerte. El problema fue que perdió

veintiocho gramos adicionales minutos más tarde, lo que trajo más incertezas

a la medición. El peso de las muertes del cuarto y quinto pacientes, por otro


lado, fue comprometido por problemas en la balanza. Hechas las cuentas,

solo la primera experiencia había sido llevada a cabo en las condiciones

ideales”.

“Sea como sea, es interesante que haya habido siempre una pérdida de peso

en el momento de la muerte”, constató María Flor. “¿Por qué no realizó más

experimentos similares?”.

“Por razones éticas. Hacer mediciones científicas con una persona que se

está muriendo no es propiamente correcto, ¿no le parece?”.

La dueña de la residencia se ruborizó, chocada con su propia insensibilidad.

“Ah, desde luego”, aceptó. “Es una estupidez de mi parte no haber pensado

en eso, pero estaba de tal forma absorbida en la conversación que ni me

coloqué esa cuestión”.

“Las objeciones éticas planteadas por la comunidad científica fueron tales

que Macdougall optó por no volver a hacer el experimento con seres

humanos. En vez de eso, escogió el mundo canino. En los años siguientes

llevó a cabo quince experiencias con perros. Los envenenó y después los pesó

en el momento de la muerte. En ningún caso, sin embargo, la balanza registró

alguna pérdida de peso. Su conclusión fue que los perros, al contrario que los

seres humanos, no tienen alma...”.

La conclusión produjo una sonrisa irónica de María Flor.

“Hay quien piense exactamente lo contrario...”.

Tomás seguía en silencio la conversación, pero en esta parte decidió

intervenir.

“Es verdad que al principio los científicos hicieron algo de caso al

espiritismo”, reconoció. “Pero, si bien me acuerdo de lo que estudié sobre el

asunto, rápidamente se dieron cuenta de que se trataba de un negocio de

charlatanes que explotaban la creencia absurda de las personas y el tema

quedó totalmente desacreditado en la comunidad científica”.

“Sí, así fue”, asintió el doctor Colaço. “Pasado el furor inicial, los

científicos remitieron todo el tema de los espíritus y de las almas que parten

para otro mundo para el folclore y pasaron a ignorar la cuestión. Los relatos

de las personas que estuvieron a las puertas de la muerte fueron pura y

simplemente desvalorizados y catalogados como burla o producto de la

imaginación fértil de personas ingenuas influenciadas por tramposos”.

“Sí, esa es la idea que tengo”.

El médico levantó la mano, como si quisiera frenar a Tomás.

“Pero eso ha cambiado desde entonces”.


El historiador alzó una ceja.

“¿Cambió? ¿Cómo?”.

“La persistencia de los relatos de experiencias cercanas a la muerte a lo

largo del tiempo, la coherencia con que eran presentados por tantas y tan

diversas personas y el hecho de que numerosos médicos hayan confirmado

que muchos de esos pacientes estaban técnicamente muertos, o por lo menos

a las puertas de la muerte, cuando decían haber vivido tales experiencias

obligaron a repensar esa visión”.

“¿Habla en serio?”, preguntó Tomás, sorprendido.

“¿Los científicos creen de verdad que esas experiencias son verdaderas?”.

“La comunidad científica acepta hoy que corresponden a algo real”.

Levantó un dedo, como si hiciese una excepción. “Pueden no ser aquello que

parecen, claro. Eso es otra cuestión”.

“Ah”.

“Un estudio hecho durante dos años a supervivientes de paros cardíacos en

diez hospitales de Holanda permitió concluir que el doce por ciento de los

pacientes tuvieron una experiencia cercana a la muerte. Otros estudios

llevados a cabo en Estados Unidos también con supervivientes de paros

cardíacos registraron porcentajes entre el diez y el veintitrés por ciento de

pacientes con experiencias similares. Esas experiencias no son todas iguales,

aunque tengan elementos comunes. Unos supervivientes hablan de un túnel y

una luz, otros dicen que salieron del cuerpo y vieron a los médicos y a los

enfermeros intentando reanimarlos, otros que encontraron familiares muertos

y otros que revivieron toda su vida en breves instantes. Algunos suman dos o

tres de estos aspectos y ocasionalmente hay quien se acuerde de haber pasado

por todos los pasos de la experiencia”.

“Fue lo que ocurrió esta mañana con mi madre”.

“Exacto, es muy raro, pero a veces ocurre. De cualquier modo, es

importante subrayar que los investigadores son concluyentes al afirmar que

estos supervivientes son sinceros en lo que dicen y por lo que se han dado

cuenta, no buscan publicidad. Muchos pacientes incluso evitan hablar de eso,

por miedo a que les consideren locos. Sabemos que la experiencia tiende a

cambiarles. Se vuelven personas más serenas y felices, y parece que pierden

el miedo a la muerte. Eso muestra que están realmente convencidos de que

vivieron una experiencia genuina”.

“Muy bien, aceptemos que los testigos no están mintiendo y creen que les

ocurrió lo que dicen que ocurrió”, accedió el historiador. “¿No podemos estar


ante simples alucinaciones?”.

“Esa es la explicación preferida de la comunidad científica. Fíjese: la

inminencia de la muerte puede provocar en el moribundo un miedo extremo,

un fuerte estrés y falta de oxígeno del cerebro. Una situación de esas tiene el

potencial de activar descontroladamente las áreas responsables de la visión,

creando la ilusión de una luz en medio de una envolvente oscura, el referido

túnel. Se hicieron pruebas en pilotos de cazas supersónicos que revelaron

además que en situaciones de violenta aceleración, ocurre una disminución

del flujo sanguíneo hacia la cabeza y ellos se sumergen en estados de

ensoñación, euforia y alejamiento”.

“¡Entonces debe de ser eso!”, exclamó Tomás. “Los pacientes con paro

cardíaco también sufren de falta de sangre en el cerebro...”.

“Sí, el problema es que hay relatos de experiencias cercanas a la muerte

antes de que el paciente sufriera alguna lesión, por ejemplo en momentos que

antecedieron a un accidente de automóvil”, contraargumentó el médico.

“Otros casos ocurrieron en pacientes que no estaban en fase terminal y que no

sufrieron ninguna interrupción o disminución del flujo sanguíneo hacia el

cerebro. Además, la falta de oxígeno del cerebro provoca estados cognitivos

confusos y comportamientos de agitación, no situaciones estructuradas,

coherentes y serenas como las que encontramos en las experiencias cercanas

a la muerte”.

“Ah...”.

“Otra hipótesis discutida se relaciona con la administración de

medicamentos a los pacientes en riesgo de muerte. Se sabe que hay drogas

que provocan alucinaciones complejas, como por ejemplo el LSD, y esta

pista parece prometedora. El problema es que existen muchos casos de

pacientes que tuvieron una experiencia cercana a la muerte sin que se les

administrase ninguna droga o anestésico. Pero lo más importante es que los

estudios muestran que las experiencias cercanas a la muerte en pacientes

medicados tienden a ser menos complejas que las experiencias de los

pacientes no medicados. Su madre, por ejemplo, tuvo una experiencia muy

compleja y no estaba bajo el efecto de ninguna droga”.

“Pero no se olvide de que ella tiene Alzheimer y estaba medicada...”.

“La medicación del Alzheimer no produce alucinaciones. Cuando hablo de

drogas, me refiero a las alucinógenas”, aclaró el médico. “Otra posibilidad

para explicar las experiencias cercanas a la muerte es que se trata de todo un

mecanismo psicológico de defensa. Se sabe que ante un suceso asustador, las


personas pueden despersonalizarse”.

Tomás hizo un gesto señalando a la paciente de psiquiatría que se

encontraba junto a una maceta de plantas, al fondo del comedor, hablando

sola.

“¿Como aquella señora que tiene tres personalidades en la mente?”.

“Doña São es un ejemplo de despersonalización y de disociación, sí. En

situaciones extremas, para defenderse emocionalmente, las personas

abandonan su propia identidad y se disocian de la terrible agresión exterior

que están sufriendo para construir una fantasía agradable que las reconforte”.

“Eso puede explicar realmente estas experiencias”, observó el historiador.

“Me parece natural que personas que están a las puertas de la muerte fabulen

una realidad alternativa bastante más agradable, la de que ascendieron al

Cielo, encontraron familiares y entendieron que la muerte no es el fin del

mundo. La disociación de la realidad es un mecanismo de defensa evidente

cuando se está delante de una situación tan dramática”.

“Sí, pero esa hipótesis puede ser anulada por dos hechos”, contrapuso el

médico. “El primero es que, según refería hace instantes, hay experiencias

cercanas a la muerte en pacientes que no se encuentran bajo riesgo de la

muerte. Y el segundo es que todas esas experiencias son agradables. Aunque

en minoría, existen muchos relatos de experiencias cercanas a la muerte que

fueron penosas, lo que no es compatible con un escenario de substitución de

la realidad dolorosa por una fantasía agradable”.

Como si se sintiese incómodo, Tomás se revolvió en la silla. Las

explicaciones clínicas le parecían interesantes y prometedoras, pero

claramente enfrentaban deficiencias serias. Incluso así no estaba convencido

y permanecía dispuesto a dar lucha.

“Oiga, doctor, tengo idea de haber leído en una revista científica que fue

realizado un importante descubrimiento sobre el cerebro que explica la

sensación que muchas personas tuvieron, incluyendo mi madre, de que

salieron de su cuerpo”, recordó. “¿No cree que esto explica por lo menos esa

parte extraña de las experiencias cercanas a la muerte?”.

“¿Se refiere al descubrimiento realizado en Suiza?”.

“Ese, sí”.

“Es realmente un...”.

María Flor se dio cuenta de que la conversación estaba convirtiéndose en un

diálogo a dos y amenazaban excluirla, y actuó de inmediato.

“¡Eh...!”, interrumpió levantando la mano. “¿Pueden por favor explicarme


cuál es ese descubrimiento?”.

“Ah, perdone”, se sobresaltó el doctor Colaço, volviendo hacia ella su

atención. “El profesor Noronha se refiere a un descubrimiento realizado

accidentalmente por médicos suizos durante el tratamiento a una enferma que

sufría epilepsia extrema. Como parte del tratamiento le colocaron electrodos

en el cerebro, incluyendo un área designada gyrus angularis que es

responsable del control de la imagen que la persona tiene de su propio

cuerpo. Los médicos activaron los electrodos y de repente ella les informó de

que sentía que estaba flotando por el techo y que se veía a sí misma allí abajo.

Los suizos concluyeron que la sensación de la salida del cuerpo relatada por

muchos pacientes que vivieron experiencias cercanas a la muerte estaba

seguramente relacionada con alteraciones cerebrales que hacían disparar las

neuronas del gyrus angularis”.

“¿Lo ve?”, preguntó Tomás victorioso. “Al final existe una explicación

neurológica para esa sensación de salida del cuerpo”.

El médico hizo una mueca.

“No diría tanto”, contestó. “Se trata realmente de un descubrimiento

interesante. El problema es que la paciente suiza no tuvo una experiencia

fuera de su cuerpo con las características exactas a las vividas por quien

atravesó una experiencia cercana a la muerte. Ella sólo conseguía ver las

piernas y la parte inferior del tronco, pero no el resto del cuerpo, ni la sala, ni

los muebles, ni el material, ni a los médicos que estaban a su alrededor. Los

pacientes que viven experiencias cercanas a la muerte ven todo el cuerpo, la

sala y el personal clínico alrededor de su cama intentando reanimarlos.

Además, la paciente suiza estaba consciente, mientras que los relatos que

recibimos muchas veces son de personas que no tenían ninguna actividad

cerebral en el momento en el que decían que veían todo desde un punto alto.

Incluso, los pacientes observaron pormenores que desde la camilla no era

posible ver”.

“El doctor dándose un golpe en la rodilla con el mueble, por ejemplo”, atajó

María Flor. “Doña Gracia estaba inconsciente y con los ojos cerrados, por

tanto no podía ver que ocurría una cosa así”.

“Es verdad”, asintió el doctor Colaço. “¿Cómo es posible que me haya visto

golpeándome con un mueble? La tesis de que todo no son más que

alucinaciones no logra explicar cosas que los supervivientes vieron, no se

entiende cómo. Está también el caso de una mujer que perdió la visión debido

a complicaciones quirúrgicas y fue llevada de emergencia a la sala de


operaciones. Tuvo una experiencia fuera del cuerpo y dice que vio a su novio

y al padre de su hijo observar cómo llevaban la camilla al ascensor. Los dos

confirmaron que estaban en el local cuando ella tuvo el paro cardíaco. Hay

otro caso de una mujer que tuvo un colapso cardíaco y que reveló a un

asistente social haber visto a los médicos intentar reanimarla. La mujer

informó haber flotado después hacia el exterior, y observado unas zapatillas

deportivas en un parapeto del tercer piso de la parte norte del edificio. La

asistente social subió en ese momento al tercer piso y descubrió unas

zapatillas en un parapeto de la parte norte”. Puso un aire pensativo.

“Curiosamente, muchos de los casos de mujeres que vieron cosas a partir de

ángulos que no podrían ver si estuviesen alucinando envuelven zapatos,

váyase a saber por qué”.

María Flor se rio.

“Se nota que no conoce bien a las mujeres”, observó con una mirada

burlona. “¿No sabe que lo primero que muchas de nosotras observamos en un

hombre es lo que calza? A las mujeres les gustan los zapatos como a los

hombres los coches”.

El médico consideró muy curiosa la observación, pero Tomás permaneció

impávido, con una expresión meditativa en los ojos, madurando todo lo que

acababa de escuchar.

“Ese pormenor sobre las cosas que los pacientes vieron y no podían haber

visto si estuviesen alucinando me parece importante”, subrayó. “¿Nunca hubo

una estudio que sistematizase ese fenómeno?”.

“Pues sí. Un profesor de la Universidad Emory, de Atlanta, por ejemplo,

realizó una investigación con dos grupos distintos. El primero era de

supervivientes de paro cardíaco que tuvieron la sensación de salir del cuerpo

y el segundo era un grupo de control de personas que pasaron algún tiempo

en unidades coronarias observando situaciones de emergencia cardíaca, pero

sin que hubiesen experimentado esas sensaciones de salida del cuerpo. El

investigador pidió a los elementos del primer grupo que describiesen los

procedimientos médicos que observaban alrededor de sus cuerpos y pidió a

los del segundo grupo que imaginasen la actuación de los médicos durante un

paro cardíaco, cosa que ya habían visto hacer a otros pacientes en la unidad

coronaria. Los resultados fueron asombrosos. Ninguna de las personas que

dijeron haber tenido una experiencia cercana a la muerte y visto lo que

ocurrió alrededor de su cuerpo cometió un único error en la descripción de

los procedimientos clínicos. Además, sus relatos correspondían a lo que


estaba efectivamente escrito en el informe médico elaborado por el personal

clínico después de la emergencia. Veintidós de las veinticinco personas del

grupo de control cometieron errores elementales cuando intentaron imaginar

a los médicos y a los enfermeros intentando reanimarlos”.

“Ahí está”, exclamó María Flor. “Eso es la prueba de que las personas que

tuvieron sensación de salir del cuerpo no fabularon durante su experiencia,

¿no cree?”.

El doctor Colaço abrió las manos, como si no supiese lo que pensar.

“No diré que es la prueba”, opinó. “Pero que es perturbador, no lo puedo

negar”.

Las miradas de ambos se volvieron hacia Tomás, a la espera de su

veredicto. El historiador se frotaba los ojos y la frente, en señal de que algo le

perturbaba.

“Doctor, aquí hay algo que no entiendo”, acabó diciendo. “Tanto cuanto sé,

la muerte no se produce en un instante. Se trata de un proceso biológico

continuo, de tal modo que determinar el momento exacto del óbito constituye

un problema médico que todavía no se ha resuelto por completo.

Antiguamente se consideraba que la muerte ocurría cuando el corazón dejaba

de latir, ¿verdad? Pero hoy es posible reanimar a una persona que estuvo

varios minutos con el corazón parado”.

“Fue justamente lo que ocurrió a su madre. Cuando el corazón para, el

oxígeno deja de irrigar el cerebro y la persona pierde la consciencia a los

veinte segundos. Las células cerebrales recurren entonces a un transmisor

químico de alta energía para permanecer vivas durante por lo menos cinco

minutos, periodo al fin del cual la fuente de energía se agota y las células

cerebrales comienzan a morir. Si el corazón no es reactivado entre los quince

y los veinte minutos, la pérdida de células cerebrales es muy amplia. Pasado

algo más de tiempo, la muerte es irreversible”.

“Sí”, reconoció el historiador, aprovechando lo dicho. “Es justamente ahí

que radica el problema. Estamos hablando de personas con paros cardíacos y

con consecuente pérdida de actividad cerebral, ¿cierto?”.

“Correcto”.

“Como ya se ha debido de dar cuenta, soy una persona muy escéptica en

relación a estas cosas, pero no soy ciego ni obtuso y hay aquí un pormenor

que me está perturbando en toda esta historia. Mi perplejidad se reduce a esta

cuestión: ¿cómo es posible que esos supervivientes tengan recuerdos tan

lúcidos y pormenorizados de lo que vieron y oyeron mientras su cerebro


estaba parado? ¿Cómo puede eso ocurrir?”.

El doctor Colaço se rascó la cabeza, claramente incómodo con la pregunta,

y respiró hondo.

“No lo sé”, acabó por reconocer con un gesto de impotencia. “Es una

excelente pregunta y, que sea de mi conocimiento, nadie ha presentado

todavía una respuesta satisfactoria. Lo cierto es que la generalidad de los

pacientes que recuerdan la experiencia cercana a la muerte no tiene ningún

recuerdo de las circunstancias que rodearon a su incidente cardíaco. La única

hipótesis que imagino es que exista alguna actividad cerebral no detectada,

una cosa tan mínima que nuestros instrumentos no disponen de sensibilidad

suficiente para identificarla”.

“Pero ¿es posible que, habiendo una actividad cerebral mínima no

detectada, sea suficientemente potente para producir una riqueza cognitiva

tan grande?”.

El cardiólogo movió la cabeza.

“No es posible. Si la producción cognitiva fuese rica tendría forzosamente

que ser registrada por el electroencefalograma. De eso no hay duda”.

Lo dijo de una forma perentoria, y después consultó el reloj. Vio que era

tarde y que tenía que darse prisa. Se levantó en ese momento de la mesa.

“Sin embargo”, le frenó Tomás, “los relatos de experiencia cercana a la

muerte son justamente mucho más ricos en pormenores y, por lo que he

entendido, incluyen una profusión de imágenes, sonidos, colores y

emociones. Estando el cerebro parado, ¿dónde se ha producido todo eso?”.

La pregunta provocó un momento de indecisión en el médico, que vaciló

antes de dar media vuelta y regresar al ala de cardiología. Su rostro se

contrajo en una mueca, expresando una extraña mezcla de perplejidad,

impotencia e incomprensión.

“Ese es el problema”, admitió. “De ahí el misterio”.



XVI

Siempre en el modo silencio, el móvil vibró y el hombre de las gafas de sol

bajó la mirada hacia la pantalla y verificó el número. El indicativo

internacional de la llamada era el uno, de Estados Unidos, y reconoció el

nacional, el doscientos dos, referente a Washington. D.C. Langley quería

hablar con él.

Apretó el botón verde y atendió.

“Aquí Krongard”.

“¿Ya ha cazado al motherfucker?”.

La voz agresiva al otro lado de la línea era inconfundible.

“Hola, mister Fuchs. Estoy esperando que el objetivo llegue al lugar donde

me encuentro, lo que puede ocurrir en cualquier momento”.

El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA no parecía contento.

“¿Por qué este retraso?”.

“No hay ningún retraso, mister Fuchs”, afirmó el agente en un tono

tranquilo que contrastaba con el de su interlocutor. “Lo que ha pasado es que

el objetivo estaba en otra ciudad y tuve que trasladarme para encontrarme con

él. Tranquilo, le voy a coger”.

La voz en el móvil refunfuñó.

“El avión de transporte ya salió de la base aérea de Hanscom para ir a

buscar el encargo y llevarlo para interrogatorio en Langley”, le informó.

“Pero vuelvo a subrayar que esto es solo una cortina de humo para

defendernos en el caso de que los fuckers del Congreso vengan aquí a meter

las narices. Quiero por eso asegurarme de que entendiste que debes dejar a

ese cocksucker huir para tener un pretexto para abatirlo. ¿Alguna duda sobre

eso?”.

“Ninguna, sir”.

“¿Está todo claro?”.

“Clarísimo, sir”.

“No te olvides de que ese tipo mató a uno de los nuestros, un director de la

Agencia por si fuera poco, y tiene que pagar por ello. No puedes fallar”.

“De acuerdo, sir”.

“Cuando acabes la misión, me llamas. Quiero estar informado de todo. Got

it?”.

“Sí, s...”.


Clic.

Antes de que Krongard completase la respuesta, el director del Servicio

Clandestino Nacional había colgado. El agente de la CIA se quedó por un

momento mirando el móvil mudo, irritado con los modos bruscos del jefe. En

circunstancias normales aquel bruto nunca le llamaría, sino que lo haría el

responsable de su sección operacional. Si un big shot como Harry Fuchs se

daba el trabajo de llamar personalmente, era porque atribuía la más alta

importancia a aquella misión. De hecho, Krongard entendió claramente que

no podía fallar.

Metió la mano en el interior del abrigo y, con un movimiento discreto, sacó

la Glock de servicio. Inspeccionó el cargador y el gatillo y se aseguró de que

el cañón permanecía limpio. Satisfecho, volvió a guardar el arma en su lugar.

Esa noche no iba a ver jugar a los Boston Celtics, se conformó. Le esperaba

otro tipo de juego.

Una caza al hombre.



XVII

Una vez en la calle, Tomás empujó la silla de ruedas saltando entre las

piedrecitas esparcidas por la rampa exterior del hospital y atravesó la acera

hasta el borde de la calle, justo al lado del sitio en el que tenía el coche

aparcado. El historiador rodeó la silla y extendió la mano para ayudar a la

ocupante.

“Vamos, madre. ¿Puedes andar?”.

“Claro que puedo”, replicó Doña Gracia, casi ofendida con la pregunta.

“Tranquilo, tuve un achaque sin importancia. Que yo sepa no estoy inválida”.

Pero a pesar de presumir de autonomía, la señora tuvo que apoyarse en la

mano que le extendió su hijo para poder levantarse.

María Flor ya había abierto las puertas del Volkswagen y les hizo una señal

para que se acomodasen en los lugares de delante, dando a entender que se

sentaría atrás, pero Tomás no estuvo de acuerdo.

“Sin querer hacer de ti mi chófer, me parece que es mejor que yo vaya atrás

con ella para hacerle compañía”, dijo, extendiendo la llave del coche.

“¿Puedes conducir?”.

La directora de la residencia aceptó naturalmente. Mientras madre e hijo se

instalaban en los asientos de atrás, ella se acomodó en el lugar del conductor

y metió la llave. Cuando iba a girarla, se fijó en un objeto extraño posado en

el asiento vacío de al lado. Lo cogió y se dio la vuelta en dirección a Tomás,

que estaba sentado atrás dando la mano a su madre.

“¿Qué es esto?”.

Los ojos del historiador se clavaron en el objeto que había recibido esa

mañana de Ginebra.

“Es un amuleto”.

María Flor se rio.

“No me digas que eres supersticioso...”.

“No creo en astrología ni en amuletos porque soy Aries”, replicó Tomás con

una sonrisa burlona. “No sé si sabes que los Aries son escépticos por

naturaleza...”.

La contradicción produjo una carcajada dentro del coche.

“Muy graciosillo, sí señor”, asintió su amiga. “Pero no me lo has aclarado”.

“Lo que tienes en la mano es el gran pentáculo. Fue descubierto en un

manuscrito llamado Clavis Salomonis, o La llave de Salomón, un libro de


magia cuya autoría se atribuye al rey Salomón”.

La explicación intrigó a María Flor. Aproximó el amuleto a los ojos y lo

estudió más de cerca, claramente fascinada con lo que le dijo su amigo.

“¿De verdad?” Qué interesante...”. Desvió los ojos hacia Tomás. “¿Pero qué

hace aquí una cosa de estas?”.

El historiador se encogió de hombros.

“Si quieres que te diga, no lo sé”.

El Volkswagen llegó a una plazoleta y aparcó frente a un Ford blanco, justo

delante del portón que daba acceso a la Casa de Reposo. Cuando Tomás y

María Flor iban a abrir las puertas para salir, un sollozo emocionado de Doña

Gracia les frenó.

“Mamá, ¿qué pasa?”.

Una lágrima corría por la cara de la señora, deslizándose desde el ojo hasta

la barbilla y dejando un rastro húmedo que le iluminaba la piel, arrugada por

el tiempo.

“Tu padre”, lloriqueó con voz debilitada, los ojos verdes brillando de

emoción. “Ver esta mañana a tu padre me ha dejado una nostalgia tan

grande...”.

El hijo se volvió y le agarró la mano.

“Tranquila, la vida es así, mamá”, intentó reconfortarla, cariñoso. “Al

menos sabes que está en un lugar mejor. ¿Verdad?”.

Doña Gracia suspiró y levantó los ojos hacia su hijo, como si estuviese

suplicando.

“¿Sabes lo que de verdad querría ahora?”.

Le hizo la pregunta cautelosamente, como para probar si Tomás estaba

realmente dispuesto a ayudarla.

“Dime, mamá”.

“Me gustaría ver el álbum de nuestra boda. ¿Sabes cuál es? Aquel que tiene

las fotografías de la ceremonia en la Catedral y del banquete”.

“Pues si quieres ver el álbum, me parece estupendo”.

La señora bajó los ojos, con pesar.

“El problema es que... el álbum no está aquí en la residencia”.

“¿Lo tienes en casa?”.

“Sí, en la maleta con alcanfor, al fondo del pasillo. ¿Sabes cuál es?”.

“¿Quieres que vaya a buscarlo?”.

El rostro de Doña Gracia se iluminó en una sonrisa.

“Ah, eres una joya, hijo mío”.


Observando la escena desde el asiento del conductor, María Flor intervino.

“¿Necesitáis algo?”.

“Bueno, creo que sería mejor que vinieras conmigo, si no es demasiada

molestia”, pidió Tomás. “Hay algunas cosas de las que tengo que hablarte,

sobre todo de la logística del acompañamiento médico que mi madre va a

necesitar en los próximos días, y sería una buena oportunidad para ver todo

eso”.

La directora de la residencia, que ya se había quitado el cinturón de

seguridad, se lo volvió a poner.

“Hoy voy a dedicar el día a Doña Gracia”, dijo. “Por eso no hay ningún

problema”.

Tomás abrió la puerta.

“Entonces estamos de acuerdo.”, dijo. “Voy a acompañar a mi madre hasta

la residencia y ya vuelvo”.

Se bajó y, después de ayudar a su madre a salir del coche, le dio la mano y

la llevó hacia el portón de la Casa de Reposo sin fijarse en el hombre con

gafas de sol que se aproximaba para cortarle el camino.



XVIII

Siguiendo con mucha atención la discreta llegada del Volkswagen azul a la

plazoleta James Krongard esperaba. El vehículo y la respectiva matrícula

estaban referenciados en el informe que Langley le había hecho llegar, por lo

que no tenía duda de que era el momento de pasar a la acción.

Las órdenes que había recibido del director del Servicio Clandestino

Nacional eran claras, pero la espera le hizo pensar y alimentó algunas dudas

sobre si debería obedecer ciegamente a las instrucciones de dejar al

sospechoso huir para abatirlo. No porque el hecho de matar fuera en sí un

problema, ya había liquidado a un jefe de reclutamiento de Al-Qaeda en

Peshawar y a dos talibanes en los alrededores de Kandahar, pero primero

necesitaba estar convencido de que Tomás Noronha había asesinado a Frank

Bellamy. La verdad era que el informe presentaba fuertes indicios en ese

sentido; pero le faltaba oír lo que el sospechoso tenía que decir en su defensa.

El objetivo tardó algún tiempo en abandonar el coche en el que había

venido, pero cuando lo hizo, el agente de la CIA saltó de su coche de alquiler

y aligeró el paso para interceptarlo en el camino, con el informe en una mano

y la tarjeta de identificación de la CIA en la otra, la pistola escondida por

debajo del abrigo.

“¿Profesor Noronha?”, le llamó. “¿Es usted el profesor Tomás Noronha?”.

Tomás se detuvo y giró los ojos en dirección al desconocido con gafas de

sol.

“Sí, soy yo”.

Viendo una anciana a su lado, y no deseando testigos de la conversación, el

hombre hizo una señal en dirección de un roble que se encontraba a unos

metros de distancia.

“Necesito hablar con usted en privado, si no le importa”.

El historiador dejó a su madre en el coche y obedeció automáticamente,

intrigado por ser interpelado en

aquel lugar por un desconocido con un evidente acento americano.

“¿Pasa algo?”.

Después de asegurarse de que estaban a una distancia suficientemente

segura para que la anciana no oyese lo que tenía que decirle, el hombre de las

gafas de sol extendió la mano y le mostró su tarjeta al interlocutor.

“Mi nombre es James Krongard”, se identificó en voz baja. “Central


Intelligence Agency”.

El nombre inglés de la Agencia confundió al historiador, que tenía la mente

bien lejos de ese lugar.

“¿Perdón?”.

“CIA”, precisó el americano, quitándose las gafas de sol para mostrar los

ojos azul oscuros. “Soy el encargado del desk de la CIA en Portugal”.

La declaración dejó a Tomás sin reacción durante un segundo, la mente

hirviendo por el esfuerzo de entender por qué motivo alguien de la agencia

americana de informaciones se daba el trabajo de ir hasta Coimbra a hablar

con él. La respuesta a la pregunta, la única posible, le llegó de repente como

una evidencia.

“¡Oh, no!”, exclamó. “Es por Frank Bellamy, ¿verdad?”.

¿Qué es lo que querría ahora el jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología

de la CIA?, se preguntó. Le parecía obvio que el viejo lobo contaba de nuevo

con sus servicios para otra misión loca. Cerró los dientes, decidido. Esta vez

Bellamy no conseguiría arrastrarlo para otra de sus aventuras insensatas,

pensó. Podían amenazarlo, tal vez hasta le apuntasen con un arma en la

cabeza y le amenazasen, pero esta vez estaba decidido a no ceder. No se

sometería.

“Menos mal que confiesa”, dijo Krongard. “Eso hace que las cosas sean

mucho más fáciles para mí”.

El historiador no entendió esa observación.

“¿Confieso? ¿Qué confieso?”.

“Que es usted el asesino. El hecho de entender que mi presencia aquí está

relacionada con Frank Bellamy constituye, como es evidente, una admisión

implícita”.

“¿Admisión de qué?”.

“Ahora no vale la pena intentar disimular”, dijo el americano, haciendo una

señal en dirección a su coche. “Creo que es mejor que me acompañe”.

La mirada de Tomás era de estupefacción.

“¿A dónde?” No entendía nada. “Oiga, ¿qué está pasando aquí?” La

irritación comenzó a subirle la voz. “¿Quién es usted para decirme que soy un

asesino y que admití implícitamente no-sé-qué? ¿Qué conversación es esta?”.

“Usted sabe muy bien lo que hizo”, gruñó Krongard. “La muerte de Frank

Bellamy no quedará impune. Haga el favor de acompañarme”.

El profesor portugués se quedó clavado en el sitio.

“¿Frank Bellamy ha muerto?”.


“No se haga ahora el desentendido. Acompáñeme, por favor”.

“Disculpe, pero aquí hay algún equívoco. En primer lugar, yo no sabía nada

de la muerte de Bellamy. En segundo lugar, no entiendo sus insinuaciones.

¿Está intentando sugerir que tengo algo que ver con esa muerte?”.

“No lo estoy sugiriendo, lo estoy afirmando”.

Tomás se rio incrédulo.

“¡Eso es ridículo!”, exclamó. “¡No veo a Bellamy hace años, ni vivo en

América! Admito que ya tuve ganas de estrangularlo, ese tipo me metió en

unos líos que sólo yo sé, pero eso es una forma de expresarse. Claro que

nunca le iba a matar, es absurdo plantear tal hipótesis”.

El americano mantuvo clavados en él sus ojos analíticos, con una expresión

desconfiada en el rostro.

“¿Podría decirme dónde estaba ayer?”.

“Por casualidad ni estaba por aquí”, dijo Tomás, como si la respuesta

arreglase la pregunta. “Estaba en Ginebra. Puedo probarlo porque todavía

tengo la tarjeta de embarque del vuelo”.

“Menos mal que lo admite. ¿Puede indicarme las instituciones que visitó en

Ginebra, por favor?”.

La reacción del americano desconcertó al historiador. Esperaba que la

revelación de que en la víspera se encontraba en Suiza resolviese aquella

confusión, pero claramente no era eso lo que estaba pasando. Su interlocutor

ni siquiera se sorprendió. Por primera vez, Tomás empezó a preocuparse.

“Oiga, aquí debe de haber un malentendido...”.

“¿Qué instituciones visitó en Ginebra?”.

Era mejor responder, decidió el investigador.

“Estuve en el Anticuario Perrin, junto al lago Leman. Por la tarde regresé a

Lisboa”.

La respuesta llevó a krongard a abrir el informe que traía en la mano.

“¿Sólo estuvo en el anticuario?”, indagó el agente de la CIA mientras

buscaba en el contenido de la carpeta. Localizó una hoja y la sacó. “¿Y esto?

¿Qué es esto?”.

Tomás miró la hoja y constató que se trataba de una imagen retirada de un

vídeo, evidentemente captada por una cámara de seguridad, mostrando su

entrada en un edificio que de inmediato reconoció.

“¡Ah, sí!”, exclamó, dándose con la palma de la mano en la cabeza. “Pasé

también por el CERN, ya me olvidaba”.


El americano le lanzó una mirada cargada de sospecha, como si indicase

que a él el académico no le engañaba.

“Un olvido conveniente, ¿no le parece?”.

El tono ofendió a Tomás.

“¿Está insinuando que omití a propósito esa visita? Oiga, visité realmente el

CERN, pero ya no me acordaba, porque fue de paso, no tuvo ninguna

importancia”.

Krongard dibujó una sonrisa llena de maldad.

“¿Ah, no? ¿Entonces qué fue a hacer allí?”.

La pregunta dejó a Tomás perturbado. No había pensado en eso, pero a la

luz de esas preguntas, y en particular de la sospecha que se comenzó a formar

en su espíritu de que había alguna relación entre la muerte de Frank Bellamy

y el CERN, los pormenores de su paso por el complejo científico podrían de

hecho ser considerados extraños.

“Fui... quiero decir, recibí una invitación para... para ir allí”.

“¿Quién le invitó?”.

Tomás tragó en seco. Cada pregunta era una zanja que iba a poner en

evidencia una tontería incómoda. O sea, las respuestas que tenía que dar,

aunque fuesen inocentes y verdaderas, podrían ser consideradas raras y solo

servirían para enterrarlo todavía más.

“De un anticuario”, dijo en voz baja, consciente de que la respuesta parecía

ridícula. “Me informó que tenía un artefacto antiguo que sería de mi interés y

me invitó a ir a verlo en el CERN”.

El agente de la CIA soltó una carcajada incrédula.

“¿Un artefacto antiguo en el CERN?”, se burló. “¿El CERN es alguna casa

de antigüedades o un museo? ¿Pretende que me crea una bola de esas?”.

“Yo sé que ahora parece absurdo, pero en el momento no cuestioné la

incongruencia. Me encontraba en Ginebra para adquirir objetos raros para la

colección del Museo Gulbenkian y lo miré como una nueva oportunidad. Me

dijeron que podían mostrarme un artefacto interesante, antiguo, en las

instalaciones del CERN y lo acepté de buena fe. Además tenía algo de tiempo

libre”.

“¿Y qué anticuario le dio esa información?”.

La pregunta casi obligó a Tomás a encogerse. Iba a decir otra tontería que le

iba a enterrar todavía más.

“No sé”.

“¿Perdón?”.


“En realidad no hablé con ningún anticuario”, aclaró, arrepentido por no

haber explicado todo pormenorizadamente desde el inicio. “Lo que ocurrió

fue que, al llegar a mi habitación del hotel, me encontré una nota metida por

debajo de la puerta que ponía a mi disposición ese artefacto antiguo y me

invitaba a ir al CERN para verlo. La nota indicaba la hora a la cual debía

dirigirme al complejo y el local del encuentro, la esquina de un acceso a la

zona del detector Atlas”.

“¿Dónde está la nota?”.

“La tiré”.

“¿Por lo menos estaba firmada?”.

“Sí”. Se rascó la cabeza, medio avergonzado. “Pero me temo que la firma

era ilegible”.

Krongard bufó; evidentemente ninguna de las respuestas le dejaba

convencido.

“Oiga, ¿y ese artefacto?”, preguntó como si le estuviese dando una última

oportunidad para probar lo que decía. “¿Dónde está?”.

Otra pregunta cuya respuesta sería difícil de tragar.

“Llegué al lugar donde, según la nota, el anticuario estaría esperándome,

pero nadie apareció. Esperé una hora y, después de ese tiempo, desistí y me

fui, una vez que tenía que coger el vuelo a Lisboa”.

El americano respiró hondo y movió la cabeza.

“Con sinceridad, profesor Noronha”, dijo en tono de un profesor que no

cree en las disculpas incoherentes presentadas por un alumno que le aparece

en la clase sin los deberes hechos. “No espera que me trague tantas patrañas

tan mal contadas, ¿verdad?”.

“Es la verdad”.

“Es la verdad que improvisó en este momento, pero está llena de mentiras”,

le acusó en un tono de repente afirmativo. “Aparezco aquí y de inmediato se

da cuenta que es por causa de Frank Bellamy. Le pregunto dónde estuvo ayer

en Ginebra y evita mencionar el CERN. Cuando le presento un fotograma

que muestra haber entrado en el CERN, alega que se olvidó de referir esa

visita porque se trató de un paso breve. Le interrogo sobre los motivos por los

cuales se trasladó a esas instalaciones y me viene a decir que fue allí porque

un anticuario le pidió ir a ver un artefacto antiguo, como si fuese normal

exponer ese tipo de piezas para la venta en un lugar como el CERN. Después,

cuando le pido el nombre de ese anticuario para ir a su encuentro y confirmar

lo que me dijo, se desmiente y afirma que al final no habló con ningún


anticuario y que recibió la información a través de una nota que le dejaron en

la habitación, y con una letra ilegible, lo que se muestra muy conveniente

para impedir la identificación de quien quiera que sea. Le pregunto por la

nota y declara que ya la tiró. ¿Dónde está el artefacto? Al final no lo compró

ni nadie apareció en el lugar a la hora del encuentro. ¡En fin, es una historia

que no tiene pies ni cabeza!”.

El sumario hecho por el hombre de la CIA, entendió Tomás, reflejó la forma

como cualquier policía desconfiado interpretaría sus palabras. No interesaba

cómo se habían producido realmente, sino solo lo que parecía y lo que se

podría probar.

“Sé que esto que le voy a decir parece una disculpa, pero la verdad es que

sus preguntas me cogieron por sorpresa”, se justificó. “Las cosas ocurrieron

como le dije, aunque en ese momento no asocié ningún significado al caso.

Tenía tiempo libre antes del vuelo, aproveché esas horas para ir detrás de una

posibilidad de compra y al final el intento no dio en nada. Nunca más pensé

en el asunto, tan irrelevante me pareció, y seguro que lo olvidaría si no

hubiese aparecido con todas esas preguntas”.

El americano irguió una ceja.

“No me va a decir que el hecho de que Frank Bellamy haya sido asesinado

justamente a la hora en que estuvo en el CERN es pura coincidencia,

¿verdad?”.

Tomás estrechó los párpados: la situación era peor de lo que alguna vez

podría imaginar.

“¡Frank Bellamy murió en el CERN a la hora en que yo estaba allí!”.

El agente de la CIA le miró con desdén: en ese instante estaba

absolutamente convencido de que su interlocutor era realmente el asesino.

“¿Ahora finge que no lo sabía?”.

“Deduje que Bellamy había muerto en el CERN a partir del momento en

que comenzó a hacer de mi visita al complejo científico un gran caso, pero

alimentaba la esperanza de que no fuese así”, dijo con un sentimiento de

resignación. “De cualquier modo, todo esto son indicios circunstanciales que

evidentemente no se aguantarán en tribunal. Tienen que conseguir pruebas

mejores que las de mi presencia en el CERN a la hora de la muerte de

Bellamy. A fin de cuentas, en aquel momento deberían de estar más de mil

personas en las instalaciones, ¿verdad? ¿Por qué sospechan de mí y no de

alguna otra de las personas que se encontraban allí?”.

La resignación del historiador y su exigencia de que presentasen pruebas


más concluyentes fueron interpretadas por Krongard como una admisión de

culpa. El hombre de la CIA había pasado las últimas horas estudiando bien el

informe del caso y le faltaba comprender si las explicaciones del sujeto eran

inatacables. La verdad es que Tomás no le convenció.

“Ya veo que ha decidido protegerse detrás de minucias jurídicas”, observó.

“Esa es la táctica utilizada habitualmente por los culpables...”.

“No tengo nada que ver con la muerte de Bellamy, cuya presencia en

Ginebra yo desconocía”, insistió el historiador portugués. “Pero ya me he

dado cuenta de que usted nunca me creerá, y para ser sincero, eso también me

resulta indiferente. Si creen que soy culpable, tienen que buscar una prueba”.

“Sabe, me gustaría creer en su inocencia, pero sus múltiples maneras de

mentir lo delatan”, respondió el hombre de la CIA. “Descubrimos que usted y

mister Bellamy estaban hospedados en el mismo hotel, el Four Seasons”.

Sacó un fotograma impreso más del informe que Langley le había enviado.

“Esta imagen fue sacada de una grabación del vídeo de seguridad del hotel.

Como puede ver, le muestra sentado en el atrio leyendo un periódico y mister

Bellamy pasando delante de usted”.

Tomás examinó la imagen, perplejo.

“¡Estábamos en el mismo hotel!”, se sorprendió. “Caramba, eso es una

enorme coincidencia”.

El americano guardó la impresión del fotograma.

“Si hay algo que ya aprendí es que en la vida, profesor Noronha, no hay

coincidencias”, sentenció. “Para nosotros es evidente que usted fingía leer el

periódico, pero en realidad estaba vigilándolo. Conozco bien la estrategia

del periódico porque es un viejo truco de mi profesión”.

“Le aseguro que nuestra presencia en simultáneo en el hotel es una mera

coincidencia”, repitió el historiador. “Sea como fuere, no pasa de otro indicio

circunstancial. Lo que me parece es que ustedes no tienen nada más concreto

que me relacione a la muerte de Bellamy y

están buscando la forma de engañarme para ver si me delato”.

Krongard incluso dudó, pero acabó por retirar un último papel del informe y

lo mostró al interlocutor.

“¿Cree que no tenemos nada en concreto que lo relacióne con el homicidio?

Entonces vea esto”.


La atención de Tomás incidió sobre todo en las palabras manuscritas debajo

del símbolo.

“¿Qué hace aquí mi nombre?”.

Los labios del americano dibujaron una sonrisa de cazador con la presa a su

merced.

“No contaba con esto, ¿verdad?”.

“No respondió a mi pregunta”, insistió el historiador, presintiendo un mar

de información oculta en aquella pequeña hoja. “¿Qué es esto? ¿Por qué está

aquí mi nombre?”.

“Esto es una copia que nos envió la policía de Ginebra”, aclaró. “Se trata de

un papel encontrado en las manos del cadáver de mister Bellamy. Su sentido

simbólico es evidente, en particular a la luz de sus movimientos en ese día.

La figura de encima simboliza la crucifixión. Mister Bellamy se refiere a su

propia muerte. Y debajo está el nombre del hombre que lo mató, y que él

designa como the key, o la llave, para identificar a su asesino”. Agitó el papel

en el aire. “Este documento, profesor Noronha, constituye una prueba

definitiva e irrefutable de que usted asesinó al jefe de la Dirección de Ciencia

y Tecnología de la CIA”.

Tomás mantenía los ojos clavados en la hoja, digiriendo todas las

implicaciones de lo que veía y lo que le decían. La presencia de su nombre en

un papel encontrado en la mano de la víctima constituía sin duda un indicio

claramente comprometedor. Sabía que era inocente, ¿pero cómo podía

explicar una cosa de esas? Lo cierto es que Fran Bellamy lo incriminaba de

una forma inequívoca y su último mensaje iba a pesar mucho en la mente de

un juez a la hora de dictar la sentencia.

“¿Está seguro de que fue Bellamy quien redactó esto?”, preguntó,

agarrándose a una última esperanza. “¿Cómo puede tener la seguridad de que

esta prueba no fue plantada por el verdadero asesino para incriminarme?”.

El americano señaló el informe que tenía en la mano.

“Sabemos que mister Bellamy es el verdadero autor de ese mensaje porque

hicimos pruebas de caligrafía a las palabras aquí manuscritas y analizamos la

tinta y el papel con mucho cuidado. Los resultados preliminares que tengo

aquí muestran que la letra es inequívocamente de él, la tinta corresponde a la

del bolígrafo que solía llevar con él y las únicas marcas de ADN encontradas

en el papel son justamente las de mister Bellamy. Puede

estar seguro, profesor Noronha. El mensaje fue dejado por él”.

Aquel camino también se cerró, para frustración y perplejidad del


historiador.

“Entonces no lo entiendo”, se desahogó. “Pero de algo estoy seguro: no hice

nada”.

Krongard se encogió de hombros.

“Sus mentiras no me interesan”, dijo. “Haga el favor de acompañarme”.

“¿A dónde?”.

Acabada la conversación, el americano lo agarró por el codo y lo arrastró

con rudeza en dirección al automóvil blanco estacionado debajo del roble.

“Está usted detenido”.



XIX

“Tomás, me siento débil”.

La voz de Doña Gracia sacó a Tomás del entorpecimiento en el que se había

sumergido mientras el desconocido lo arrastraba por el brazo. Cayendo en sí

cuando se preparaba a entrar en el coche del agente de la CIA, el historiador

se soltó con un movimiento brusco y se enfrentó a Krongard.

“¡Oiga, esto no puede ser así!”, protestó. “Mi madre ha sufrido esta mañana

un colapso cardíaco y tengo que ayudarla. Además, que yo sepa, en mi país

usted no tiene autoridad. Solo la policía portuguesa me puede obligar a ir a

algún sitio contra mi voluntad”.

Saltaban chispas de los ojos del americano.

“Usted mató a un agente de la CIA”, gruñó entre dientes. “En América se

trata de un crimen punible con la pena de muerte. ¿Cree que la Agencia se va

a preocupar ahora con temas burocráticos que no nos llevarán a ninguna

parte, una vez que Portugal jamás aceptará extraditar a uno de sus ciudadanos

para ser juzgado y ejecutado en Estados Unidos?”. Movió la cabeza. “Está

equivocado, profesor Noronha. En este preciso momento un Hercules C-130

está sobrevolando el Atlántico para venir a buscarlo. A partir de este

momento usted se encuentra bajo detención de la CIA y esta noche será

transferido clandestinamente a Langley, donde tendrá lugar el interrogatorio y

se formalizará su proceso”. Hizo un gesto con la mano señalando su coche de

alquiler. “Por eso, haga el favor de acompañarme”.

“¡Usted no tiene autoridad para detenerme!”.

El agente de la CIA abrió su chaqueta y dejó ver la funda de la pistola que

traía atada al pecho con la culata de la Glock fuera.

“Esta es mi autoridad”, murmuró con una sonrisa ácida, la voz llena de

amenazas y la mano acariciando la culata. “¿Viene por las buenas o por las

malas? La decisión es suya”.

El arma, incluso guardada en su funda, constituía un argumento formidable.

Los ojos de Tomás saltaban entre la Glock, la expresión firme del americano

con la mano posada en la culata y la figura frágil de su madre, que lo

aguardaba junto al portón.

“Está bien”, acabó por ceder, derrotado. “Pero déjeme primero llevar a mi

madre a la residencia, ¿vale? Como ve, ella se siente débil y necesita

descansar”.


La atención de Krongard se desvió hacia la señora.

“Bueno”.

Tomás volvió por fin junto a su madre. Le dio la mano disculpándose y la

ayudó a pasar por el portón y a llegar a la entrada de la Casa de Reposo. El

americano caminaba unos metros por detrás, satisfecho con la forma en la

que transcurrían los hechos. Con base en la información que había obtenido,

tenía previsto que el blanco apareciese en la plazoleta con su madre, como de

hecho acabó por ocurrir. La visita al interior de la residencia formaba parte de

su plan. Una vez convencido al sospechoso de su culpa, sabía que lo abatiría

sin la menor duda y para eso le bastaba motivarlo para huir y darle una

oportunidad para hacerlo.

“¡Doña Gracia!, exclamó la funcionaria que la recibió, abriendo los brazos y

sonriendo de forma calurosa al ver a la huésped delante de ella. “¿Cómo está?

¿Un poquito mejor?”.

“Gracias a Dios”, dijo la anciana con una sonrisa débil. “Aquí mi hijo me

fue a buscar al hospital, pobre. Es una joya de chico, ¿no cree, Ermelinda?”.

“¡Ay si lo es!”.

Atravesaron la puerta. Una vez en el atrio de la vivienda, Tomás vaciló

sobre lo que debería, o podría, hacer después. ¿Sería esposado y llevado al

coche? ¿O el americano le daría unos minutos más a solas con su madre?

Volvió atrás y miró a su captor.

“¿No ve inconveniente en que lleve a mi madre a su habitación, verdad?”,

preguntó. “Quiero acostarla y tranquilizarla”.

“Como quiera”, autorizó Krongard en voz alta, pero de inmediato aproximó

la boca al oído del historiador. “Despídase de su madre, despídase”, le

susurró. “Es la última vez que la verá porque en América le espera la silla

eléctrica”.

Al oír estas palabras, Tomás le dirigió una mirada ofendida; no podía creer

en la insensibilidad mostrada por el agente de la CIA en un momento de

aquellos.

“Fuck you!”, murmuró, la voz y la mirada impregnados de desprecio. “Fuck

you!”.

“Tsss, tsss...”, le devolvió el americano con expresión burlona. “Controle su

lengua”. Se volvió hacia la chica de la residencia, que ya se alejaba. “Señora,

¿tiene algo para comer? Ni imagina el hambre que tengo...”.

La funcionaria se detuvo, momentáneamente sorprendida

con el pedido, pero reaccionó en una fracción de segundo.


“Venga”, le dijo. “La cocinera ha hecho una fabada que está deliciosa.

Tiene que comer en la cocina, si no le importa. El comedor está reservada

para los huéspedes”.

El visitante echó una mirada a su alrededor.

“¿Y dónde están?”, quiso saber, más por razones operacionales que por

curiosidad. “Esto parece tan desierto...”.

La empleada se rio.

“Unos fueron a dar un paseo al pinar, otros están en las habitaciones”,

aclaró. “Pero la mayoría está en la sala de estar. Sabe cómo son las personas a

esta edad, es donde está la televisión...”.

“Me lo imagino”, asintió el americano, frotándose las manos y preparándose

para el banquete. “Vamos a la cocina a probar esa fabada”.

Mientras Tomás acompañaba a su madre por las escaleras hasta el piso

superior, Krongard siguió a la funcionaria hasta la cocina con una sonrisa en

los labios. Al subrayar que en América lo esperaba la silla eléctrica y al

dirigirse a la cocina para comer, el hombre de la CIA estaba motivando al

historiador para que huyese y dándole la ocasión para hacerlo. Había lanzado

la trampa.

La iniciativa estaba del lado de su presa.

El comportamiento del americano dejó a Tomás sorprendido. Mientras

subía los peldaños y ayudaba a su madre a llegar al primer piso, una densa

nube de perplejidad le llenaba la mente. ¿Cómo era posible que el agente que

lo venía a detener se mostrase de tal modo confiado que lo dejaba solo con su

madre? ¿No veía que le estaba ofreciendo una oportunidad para huir? ¿Qué es

lo que le hacía sentirse tan seguro de sí mismo? ¿Cómo podía tener la

seguridad de que Tomás no la aprovecharía?

Las interrogaciones se multiplicaban, pero las respuestas no. Se esforzó por

ver las cosas desde el punto de vista del agente de la CIA, para entender y

prever su comportamiento. Su intento fue infructífero. Fuese cual fuese la

perspectiva que adoptase, le parecía que solo había una respuesta

satisfactoria. Su captor le subestimaba. No había otra explicación. ¿Pensaría

que Tomás, por ser un académico habituado al mundo de los libros y pasar la

vida buscando manuscritos antiguos, no era más que un ratón de biblioteca,

un intelectual asustado delante de los desafíos de la vida real e incapaz de una

iniciativa físicamente arriesgada? Tal presunción le parecía casi un insulto.

“¡Uf, estoy cansada!”, se quejó Doña Gracia cuando

llegaron a lo alto de las escaleras, interrumpiéndole la cadena de


pensamientos. “Creo que me voy a tumbar un poco”.

“Haces bien, mamá”, asintió. “Tienes que descansar, fue una mañana muy

intensa. No se muere uno y resucita en el mismo día tan fácilmente, ¿verdad?

El propio Jesús tuvo que esperar tres días”.

El historiador lanzó una última ojeada al piso de abajo y se aseguró de que

el atrio estaba vacío. Después llevó a su madre por el pasillo hasta su

habitación. Entraron, la ayudó a quitarse la ropa y ponerse el camisón, a

tomar los medicamentos y a tumbarse en la cama.

“Gracias hijo”, murmuró ella mientras colocaba la manta y se acomodaba en

la almohada. “¿Te veo para cenar?”.

Tomás dudó; su idea inicial era permanecer en Coimbra una o dos semanas,

para acompañar la convalecencia de su madre y sus consultas en el hospital,

pero los acontecimientos se habían precipitado en una dirección inesperada y

nada de eso era viable.

“Infelizmente no”, respondió. “Ha surgido una cosa urgente y tengo que

regresar a Lisboa”.

“¡Ah, qué pena! Cuidado por el camino, ¿vale? A veces aceleras un poco y

es peligroso. Además hay muchos locos por la carretera”.

“Quédate tranquila, mamá”.

Vencida por el cansancio, Gracia cerró los ojos y se quedó casi

inmediatamente dormida. El hijo se inclinó y la besó en la frente,

perguntándose si la volvería a ver. La situación engañosa en que Bellamy le

había metido le podía costar muy caro.

Al incorporarse, regresó a su problema más urgente: su propia situación.

Los acontecimientos habían evolucionado de una forma absolutamente

extraordinaria cuando, algunos minutos antes, el agente de la CIA le había

interceptado a la puerta de la residencia. La nueva realidad le parecía

surrealista pero no la podía ignorar. Ante las perspectivas que tenía por

delante, y en particular la posibilidad de ser secuestrado y enviado

clandestinamente a los Estados Unidos, donde lo esperaba la silla eléctrica, su

única opción verdadera era huir. Sobre eso no le quedaban dudas.

Huir.

La decisión estaba tomada. Acercó el oído a la puerta de la habitación de su

madre para intentar darse cuenta de algún movimiento en el pasillo. No oyó

nada. Abrió despacio la puerta y observó el exterior. El pasillo estaba

desierto. Salió del cuarto, cerró la puerta con mil cuidados y avanzó con

pasos suaves a lo largo del pasillo, preocupado con cualquier movimiento


sospechoso. El suelo de madera rechinaba y parecían gemidos de melancolía,

por lo que a cada paso redobló la cautela. Al llegar a lo alto de la escalera se

inclinó hacia abajo y examinó el atrio. Permanecía vacío.

Había llegado el momento de intentar salir.

El ruido del suelo de madera rechinando en el piso de arriba no pasó

desapercibido a James Krongard. Se había mantenido atento a los sonidos

producidos en el piso superior cuando el blanco llevó a la madre a la

habitación y lo primero en que se había fijado fue justamente en el sonido de

la madera chirriando cuando alguien la pisaba. Tomó buena nota de ese

ruido, consciente de que volvería a producirse cuando el sospechoso

recorriese el pasillo en sentido contrario.

“¿Qué tal esa fabada?”, quiso saber la funcionaria. “Una maravilla,

¿verdad?”.

“Óptima”, respondió el americano mientras se metía en la boca el último

bocado. “Pero ya es suficiente”.

“¡Oh! ¿No come todo?”.

El hombre se levantó de su sitio y se dirigió al pasillo.

“Agradezco su gentileza, pero no quiero nada más. Voy a esperar al doctor

Noronha”.

Salió de la cocina y tomó posición en el pasillo que daba acceso al atrio. El

sonido del entablado dando de sí paró encima, señal de que el blanco

inspeccionaba el camino y se preparaba para intentar la huida. Los labios de

Krongard dibujaron una sonrisa que de inmediato reprimió, esforzándose por

estar concentrado. El desenlace era realmente previsible. Sabiendo que la

CIA lo iría a llevar clandestinamente a América, donde sería juzgado por el

asesinato de uno de los directores de la Agencia con pruebas altamente

comprometedoras, y considerando que parecía tener allí una oportunidad

inesperada para escapar de su captor, era inevitable que intentase huir.

“Vamos, chico”, susurró, casi convencido de que sus palabras inaudibles

llevarían a Tomás a escaparse.

“Avanza ahora”.

La mano derecha de Krongard se deslizó hacia el interior de la chaqueta y

acarició la culata fría de la Glock. No convenía retirarla de inmediato. Si

alguien lo viese con el arma en la mano haría saltar la alarma y la maniobra

fracasaría. Pero tenía que estar preparado para sacar deprisa la pistola y

usarla. Con la punta del índice, soltó la correa que mantenía la Glock presa a

la funda. Después usó el pulgar y destrabó el arma. Con los procedimientos


listos, agarró por fin la culata y puso el dedo en el gatillo. Estaba listo para la

acción y sabía que se produciría cuando el sospechoso comenzase a bajar las

escaleras, acción que sería también denunciada por los gemidos de la madera.

En ese instante, el entarimado en el piso de arriba volvió a rechinar.



XX

Estaba sintiendo que algo no iba bien.

La imagen del atrio desierto allá abajo inquietó a Tomás más de lo que

podría pensar. Fue como si un sexto sentido lo avisase de que no debería

aprovechar de aquella forma la oportunidad que tan inesperadamente se le

ofrecía. Ya se había habituado a confiar en su sexto sentido, no por estar

convencido de que se trataba de una capacidad extra sensorial de acceso al

mundo sobrenatural, sino justamente por saber que el sexto sentido resultaba

de un análisis complejo que envolvía los procesos cognitivos de su propia

mente, que, sin recurrir a la consciencia, procedían a la radiografía de la

situación. El resultado era, por lo visto, aquella alerta lanzada por su sexto

sentido. Tenía que revisar el plan de fuga.

Algo no cuadraba.

“Me estás esperando”, murmuró; la desconfianza de repente le removió las

entrañas mientras estudiaba el espacio junto a la puerta de la calle con otros

ojos. “Estás escondido en algún lugar esperando que intente huir...”.

Tal vez fuese exceso de cautela, pero Tomás decidió confiar en su intuición.

Echó un último vistazo al atrio vacío, esperando ardientemente no estar

cometiendo un error y desperdiciando una bella oportunidad para escapar.

Siempre con mil cuidados, retrocedió por el pasillo, esforzándose por

minimizar el denunciador crujido del entarimado, y regresó a la habitación de

su madre.

Cerró la puerta, rodó la llave en la cerradura y, con el corazón retumbando

en el pecho, miró el cuerpo tranquilo en la cama. Gracia dormía

profundamente, roncando suavemente, la manta subía y bajaba al ritmo lento

de la respiración. En otras circunstancias se reiría de aquel ronquido leve,

pero no en aquel momento; las circunstancias eran demasiado graves.

“¿Y ahora?”, se preguntó en voz baja, todavía dudando si había hecho bien

o si había perdido una posibilidad única para escapar de su captor. “¿Cómo

salgo de aquí?”.

Miró a su alrededor, como un animal acorralado, y su atención se fijó

inevitablemente en la terraza del cuarto. Si la puerta del pasillo no era el

mejor camino, como le indicaba su sexto sentido, sólo le quedaba aquella vía

de fuga. Se precipitó hacia la terraza y miró hacia abajo. Estaba en el primer

piso pero la altura era considerable y el suelo no parecía acogedor; eran


bloques de granito que separaban la pared exterior de la casa del tapiz verde

de hierba. Si se tirase por allí, lo más probable era partirse una pierna y

algunas costillas. Ni pensar en intentar el salto.

Fue cuando se dio cuenta del pinar.

Los nuevos crujidos de la madera en el piso superior inquietaron a James

Krongard. “¿Qué significaría aquello? Después de los primeros ruidos, había

esperado que su blanco bajase las escaleras, en silencio o muy rápido para

intentar la fuga. Pero nada de eso ocurrió. Al contrario, el rechinar adicional

del entablado mostraba que había actividad arriba, pero no había forma de

delimitar las razones.

“¿Qué estará haciendo este tipo?”.

El agente de la CIA esperó algunos segundos más, esperando que en breve

todo quedase aclarado y el sospechoso bajase por las escaleras en fuga, como

preveía desde el principio, pero eso no ocurrió. A medida que transcurrían los

segundos sin que nada ocurriese, se hacía evidente

que los acontecimientos habían evolucionado en otra dirección. Y lo más

grave era que Krongard sentía que esa dirección escapaba a su control. O los

nuevos ruidos significaban que había huéspedes circulando en el piso

superior, o entonces...

Abrió bien los ojos.

“No me digas que... que...”.

Solo en ese instante asaltó al americano la sospecha de que Tomás podía

haber elegido otro camino para la fuga. Sin perder más tiempo, abandonó la

posición que había ocupado para ocultarse del historiador y fue hacia las

escaleras para mirar hacia arriba. No vio a nadie. Con recelo de haber

cometido un error terrible, el agente de la CIA saltó los peldaños de dos en

dos y recorrió rápidamente el pasillo hasta la habitación número ocho, donde

la empleada le había dicho que se alojaba la madre de su presa.

Llamó a la puerta.

“¿Profesor Noronha?”, llamó, esforzándose por mantener la voz controlada

para no perturbar a los usuarios de la residencia. “¿Está ahí, profesor

Noronha?” Llamó de nuevo. “¿Profesor Noronha?”.

Como no tuvo respuesta, echó la mano al pomo y lo rodó. La puerta se

mantuvo cerrada.

“Goddman!”.

En el instante en que verificó que la puerta de la habitación se encontraba

cerrada, Krongard se convenció de que su objetivo se había fugado, pero por


otro camino. La situación estaba escapándose de su control y el agente de la

CIA entendió que no había modo de mantener la discreción; tendría que

recurrir a otros medios.

Se alejó dos pasos, sacó la Glock de la funda y apuntó a la cerradura.

El tiro provocó un alboroto en la residencia.

Cuando el disparo sonó, Tomás se agarraba al tronco de un pino. El toque

en la puerta ocurrió cuando estaba en la terraza inspeccionando el árbol y

verificando si era una vía segura hacia el suelo. Al oír al americano

llamándole, el fugitivo comprendió que ya no le quedaba mucho más tiempo.

La oportunidad se acabaría rápido y, si quería realmente escaparse, tendría

que ser en ese momento.

Se abrazó al tronco y, cuando empezó a bajar, oyó el tiro que deshizo el

cierre de la puerta de la habitación de Doña Gracia. Pensó en su madre y en el

susto que se habría llevado, receló incluso que la detonación le provocase un

nuevo colapso cardíaco y casi se arrepintió de haber intentado huir. No había

previsto que el hombre de la CIA empezase a disparar y era demasiado tarde

para deshacer lo que ya estaba hecho. La única opción que le quedaba era

seguir hacia delante.

Y deprisa.

“¿Profesor Noronha?”.

La voz con fuerte acento americano salía del interior de la habitación, pero

Tomás comprendió que en un instante su perseguidor aparecería en la terraza,

de modo que tendría que ser más rápido.

Iba por la mitad del tronco y la altura le pareció ya más segura. En ese

momento se dejó caer. Rodó por el suelo, se levantó y comenzó a correr por

el jardín en dirección a la plazoleta.

Sonó un nuevo disparo.

La detonación se propagó de manera diferente, evidentemente porque había

ocurrido en un espacio abierto al aire libre, y el fugitivo vio un trozo de

hierba levantarse delante de él. Se dio cuenta de que el americano disparaba a

matar. No lo mandó parar, no hizo siquiera un intento de detenerlo.

Simplemente, disparaba a matar. Y la espalda de Tomás era un blanco

magnífico y continuaría siéndolo durante cinco segundos más, el tiempo que

le llevaría doblar la esquina del edificio y dejar de estar en el punto de mira.

Cuatro segundos.

Miró hacia la izquierda y en ese momento sonó otro tiro. El agente de la

CIA era sin duda un tirador experto; la práctica de tiro formaba parte de su


entrenamiento, pero no esperaba aquel cambio en la dirección y falló de

nuevo el objetivo.

Tres segundos.

Dio algunos pasos más en línea recta, pero se sentía desprotegido y tuvo la

noción de que tenía que volver a hacer nuevos despistes para tener alguna

posibilidad de escapar. Simuló que giraba a la derecha y se flexionó otra vez

hacia la izquierda. El nuevo tiro volvió a fallar.

Dos segundos.

“Sonnavabitch!”.

Los tres tiros habían fallado y el fracaso arrancó un gruñido de frustración al

americano. Nunca en su vida de tirador había fallado dos tiros seguidos,

mucho menos tres. El primero era disculpable, había acabado de llegar a la

terraza y abrió fuego en la dirección del blanco en fuga sin apuntar

debidamente, pero los dos restantes le parecían errores inaceptables. Era

cierto que el súbito zigzag del fugitivo lo había cogido por sorpresa y le había

engañado, pero el error estaba en el blanco que había escogido. Había

apuntado a la cabeza, para provocar la muerte instantánea, pero las

condiciones no eran las ideales para intentar un tiro de esos con una pistola.

Si hubiese apuntado al tronco, no habría zigzag que salvase al sospechoso. Y

era justamente hacia allí que ahora abriría fuego. Acertaría con el cuarto tiro.

Un segundo.

El punto de mira de la Glock de James Krongard asentó en el tronco de

Tomás, donde sabía que, por más desvíos que el fugitivo diese, no fallaría.

Primero lo iba a derrumbar. Cuando estuviese en el suelo, el segundo tiro le

desharía el cráneo. Consciente de que solo disponía de unas fracciones de

segundo, contrajo el apuntador y apretó el gatillo.

“¡Bruto estúpido!”.

Un objeto llegado de ninguna parte alcanzó al americano en el instante en

que abría fuego, desequilibrándolo.

“Qué...”, balbuceó apoyado en la terraza. Vio al blanco desaparecer por

detrás de la esquina del edificio y se dio cuenta de que, una vez más, había

fallado el tiro. “Damn”.

“¡Ordinario!”.

El objeto que lo alcanzó volvió a darle en la cabeza. Se protegió con el

brazo e intentó entender lo que ocurría. Era Doña Gracia que lo atacaba con

el bolso, los pelos al viento y los ojos en furia, bombardeándolo con insultos

y con sucesivos golpes de bolsa.


“¡Anormal!”.

Se dio cuenta de que no debía haberse olvidado de la madre del sospechoso.

El tiro que destruyó la cerradura la había despertado de repente y, cuando vio

un hombre armado pasando por la habitación y llamando a su hijo, se puso en

guardia. Al darse cuenta de que el hombre estaba en el balcón abriendo

fuego, comprendió lo que ocurría y con su instinto de madre en vilo, actuó de

inmediato.

“¡Salga de delante!”, ordenó Krongard, poniéndose de pie y alejando a la

anciana con el brazo. “¡Déjeme pasar!”.

El agente de la CIA atravesó la habitación y el pasillo corriendo, con la

pistola en puño, rezando para no llegar demasiado tarde a la calle y con una

única pregunta martilleándole la cabeza; ¿cómo iba a explicar a Langley que

una vieja casi demente le había impedido matar al hombre que asesinó a

Frank Bellamy?



XXI

Sonando como una tormenta, los estampidos de los disparos sobresaltaron a

María Flor. Al principio pensó que se trataba de fuegos artificiales y se irritó,

preguntándose sobre la identidad y las intenciones de las personas que habían

tenido la idea de tirar cohetes a aquella hora junto a una residencia de

ancianos, pero cambió de idea en el momento que vio a Tomás aparecer en el

portón, jadeante y corriendo hacia el coche.

“¿Qué ha pasado?”, preguntó, sorprendida, cuando él abrió la puerta del

coche. “¿Pasa algo?”.

Tomás se tiró dentro del Volkswagen literalmente, golpeándose con la

cabeza en el hombro de ella.

“¡Arranca!”, gritó. “¡Arranca!”.

Su amiga lo miró, sin comprender.

“¿Arranco el qué?”.

El historiador apuntó al volante.

“¡Arranca inmediatamente!”, insistió. “¡Tenemos que salir de aquí lo antes

posible!”.

“¿Pero por qué? ¿Qué pasa?”.

Él hizo una señal con el pulgar, señalando el edificio de la Casa de Reposo

que se erguía después del muro y de los setos.

“¡El tipo... el tipo que me interpeló en la plaza me está disparando!, dijo en

el tono más controlado posible, sabiendo que la explicación era demasiado

extravagante para tener sentido. “Tenemos que salir de aquí inmediatamente.

Me quiere matar, ¿entiendes?”.

La cara de María Flor se contrajo en una mueca de estupefacción y absoluta

incredibilidad.

“¿Qué? ¿Qué historia es esa?”.

Tomás gimió de frustración.

“¡Arranca!, gritó fuera de sí, con la atención puesta en ella y en el portón de

la vivienda. ¡Arranca antes de que el tipo aparezca!”.

Lo cierto es que el motor estaba en marcha; María Flor no lo había apagado

pensando que Tomás volvería más deprisa de lo que realmente volvió. Ante

tan gran insistencia pisó el embrague y metió la primera, pero no tenía

intención de obedecer hasta entender lo que pasaba. ¿Había un hombre

disparando dentro de la residencia? No tenía sentido. ¿Tomás habría


enloquecido?

“Oye”, dijo ella en un tono sereno, como intentando tranquilizarlo. “Lo

que...”.

Se calló en el instante en el que vio al hombre aparecer por el portón con la

pistola en la mano. En realidad no entendió lo que vio, no tuvo tiempo para

eso porque el instinto, el tal sexto sentido que en realidad era la mente

analizando la situación sin implicar a la consciencia, reaccionó más deprisa y

en ese instante hizo lo que hacía falta. Soltó el embrague, apretó el acelerador

y con un traqueteo brusco y un chirrido loco, el coche arrancó a toda

velocidad.

La bala fue disparada en el momento en el que el Volkswagen salía. James

Krongard no esperaba que el automóvil azul se moviese en ese preciso

momento, y eso fue suficiente para errar de nuevo el objetivo. En realidad, la

bala partió los cristales laterales de los asientos traseros del coche, pero no

alcanzó a ninguno de los ocupantes. Por tanto, había fallado.

“Fuck!”, echó pestes el americano, que odiaba pronunciar palabras

obscenas. “Fuck! Fuck! Fuck!”.

Todo le salía mal ese día.

El automóvil fugitivo abandonó la plazoleta, dejando una nube de polvo

fundiéndose con el aire, y aceleraba ya en la calle de al lado. El agente de la

CIA cruzó rápidamente el portón y al llegar al centro de la plazoleta, a la

entrada de la calle, apuntó en dirección al coche, pero solo vislumbró la parte

trasera doblando la esquina y desapareciendo detrás de una vivienda.

“¡Oh, no!”.

Sin perder tiempo, Krongard corrió hacia el Ford blanco aparcado por

debajo del roble. Echó mano al bolsillo, sacó la llave y, con una nota musical

ridícula, desbloqueó las puertas. Se sentó al volante, encendió el motor y el

coche arrancó. Se arrepintió en aquel momento de no haber alquilado un

coche más potente, pero sabía que, hechas las cuentas, eso no influiría en el

resultado final. ¿No había pilotado en el circuito de Indianápolis, durante el

periodo de formación en la Finca, el centro de entrenamientos de la CIA? La

Agencia enseñaba a sus agentes las técnicas de conducción en alta velocidad,

lo que significaba que el fugitivo no tenía la menor posibilidad de escapar.

Además, reparó en que al volante estaba una mujer, y Krongard creía

firmemente que ellas tenían menos habilidad en la carretera.

El Ford aceleró y frenó chirriando y derrapando en cada recta y en cada

curva, un cazador veloz en el rastro de su presa, serpenteando entre los


automóviles que le aparecían por las calles, corriendo riesgos y ganando

terreno porque los otros coches se apartaban, intimidados con su conducción

agresiva. A medida que se aproximaba al centro de Coimbra el tráfico

aumentaba, lo que en principio constituía un problema, pero en aquel caso era

una clara ventaja. Los fugitivos, sabía el hombre de la CIA, no tenían

experiencia en conducción competitiva, lo que significaba que el tránsito

intenso los atrasaría más que a él.

Al fin de unos cinco minutos de una carrera loca por las calles de la ciudad,

Krongard avistó por fin la mancha azul del Volkswagen encajada entre una

furgoneta y un utilitario.

“Ah, estás ahí...”, sonrió a pesar de los dientes cerrados por la furia de la

persecución. “¡Ya eres mío!”.

Pisó el pedal y adelantó en contramano a un puñado

de automóviles, ganando doscientos metros de una vez.

A aquel ritmo, calculó, en breve estaría al lado del automóvil azul.

Bastaría un minuto.

La rápida progresión del Ford estaba siendo atentamente acompañada por

Tomás, que se mantenía dado la vuelta con los ojos fijos en la mancha blanca

que iba adelantando a los automóviles rápidamente, corriendo grandes

riesgos pero acabando siempre por salir bien. Parecía suerte pero Tomás sabía

que era destreza.

“¡Más deprisa!”, pidió. “¡Más deprisa!”.

“¿Deprisa cómo? preguntó María Flor, apuntando hacia delante con un

gesto de frustración. “¿No ves que ahí hay un semáforo?”.

“¡Ignóralo! ¡Ponte en el otro carril y pasa el semáforo rojo!”.

“Pero... pero...”.

“¡Haz lo que te digo!”, insistió Tomás, con la voz alterada. “¡Tenemos que

correr el riesgo, si no nos coge!”.

El mensaje fue comprendido. La conductora respiró hondo, como si se

estuviese preparando mentalmente para cometer una locura, y fue hacia la

izquierda, a contramano. Se encontró de inmediato con un automóvil que

venía en aquel sentido, pero a pesar del susto consiguió escabullirse y pasar

próxima entre el coche contrario y un jeep parado en doble fila. Al llegar al

cruce del semáforo, aceleró y pasó entre la línea de los coches que venían de

la izquierda pero, cuando pensaba que también había cruzado de forma

segura la segunda línea de los de la derecha, se oyó un estruendo, el

Volkswagen giró violentamente y rodó como una peonza en el sentido de las


agujas del reloj.

Habían chocado.

“¡Arranca!”, gritó Tomás, el primero en reaccionar al choque. “¡Arranca

ya... deprisa!”.

La conductora abrió los ojos y se dio cuenta de que habían tenido un

accidente y estaban parados en medio de la calle. Por el retrovisor se dio

cuenta de la enorme confusión detrás de ellos. El coche que les había dado el

golpe había volcado, el siniestro había afectado a otros vehículos y el tráfico

estaba parado, pero el bulto blanco del perseguidor estaba a punto de pasar el

cruce. Por suerte, el Volkswagen se había quedado girado hacia delante y con

el motor todavía encendido. María Flor metió la primera y arrancó.

Al lado de ella, el historiador se volvía de nuevo hacia atrás para acompañar

la progresión del perseguidor. Las noticias no eran buenas. Tomás vio el

Ford blanco escabullirse entre los coches accidentados y retomar la caza unos

cortos trescientos metros detrás de ellos. Era evidente que jamás conseguirían

escapar del él y que en algunos segundos tendrían al americano pegado a

ellos. Había que tomar decisiones.

Tomás extendió la mirada por la calle en busca de una solución, de alguna

cosa que invirtiese el rumbo de los acontecimientos y les permitiese escapar

al agente de la CIA. ¿Pero el qué? Detrás de ellos, el perseguidor acortó la

distancia a doscientos metros.

“¡Oh, no!”, clamó María Flor con cara de susto y de desilusión. “¡Ahora

no!”.

El pasajero miró hacia el punto que ella fijaba y comprendió el problema.

Había obras de repavimentación en la acera de enfrente y el tráfico estaba

restringido. Solamente una vía funcionaba, pero era estrecha y solo un piloto

de competición conseguiría acelerar en un espacio de aquellos. Atrás, el Ford

se encontraba a cien metros y se aproximaba rápidamente. Estaban perdidos.

“¡Para!”, ordenó Tomás. “¡Para al lado de la obra!”.

La conductora abrió bien los ojos, en pánico por la decisión. Pero desde el

principio de la persecución se había dado cuenta de que era mejor obedecer

sin rechistar las instrucciones que recibía, por más absurdas que fuesen. Su

pasajero parecía tener el don de improvisar bajo presión. De modo que, a

pesar del recelo por la locura de parar el coche en un momento de aquellos,

pisó el freno y el Volkswagen chirrió hasta detenerse junto a los

empedradores, que los miraban con sorpresa.

Sin perder tiempo, Tomás saltó del automóvil, agarró dos piedras pesadas


trabajadas en cubo por los empedradores y las proyectó con toda la fuerza

sobre el Ford que frenaba ya pegado a ellos. El primer cubo hizo estallar el

cristal delantero del coche y el segundo alcanzó al conductor en el hombro y

le rebotó en la cabeza.

El historiador se metió de nuevo en el lugar del pasajero y el Volkswagen

partió de inmediato, dejando al perseguidor parado junto a las obras de

repavimentación de la acera, con la cabeza llena de sangre.



XXII

Observando la puerta, James Krongard se dio cuenta de que faltaba el

momento más difícil. La enfermera le había puesto una ligadura en el hombro

y ultimaba la cura en la cabeza, por encima de la oreja derecha, pero eso no

era nada. El americano vislumbró, justo en la puerta, el perfil barrigudo del

policía que permanecía apoyado pacientemente con varios papeles en la

mano.

“Ah, la burocracia”, murmuró con enfado. “Les gusta mucho la burocracia

en este país...”.

Pero eso tampoco era nada. El problema, el verdadero problema, sería la

llamada que tenía que hacer todavía a Langley. ¿Cómo podía explicar lo que

pasó? ¿Debería hablar de la anciana que le impidió, a golpes de bolso, acertar

en el blanco con éxito? ¿O de cómo dos listillos al volante le habían

derrotado en una carrera loca por las calles de Coimbra? ¿Tendría coraje para

contar lo que realmente había ocurrido? ¿O debería inventar una historia

cualquiera?

“Ya está”, dijo la enfermera en un tono maternal, alejándose un paso para

contemplar su trabajo. “Ya está. Las heridas en la cabeza provocan siempre

mucha sangre, pero al final vemos que no es nada especial. Por tanto, no se

preocupe”. Parecía un artista contemplando su obra de arte. “La cura ha

quedado una verdadera maravilla. Apuesto a que en América no lo hacen

mejor...”.

“¿Me puedo ir?”.

“Por nosotros sí. La radiografía mostró que no tiene nada partido, solo

sufrió unas contusiones y unos hematomas”. Señaló al panzudo de la policía

que esperaba en el pasillo. “Pero creo que aquel señor quiere hablar con

usted. Parece que hubo una gran confusión en el centro de la ciudad, ¿eh?”.

El americano no respondió de inmediato. Se colocó la funda alrededor del

pecho y se puso la chaqueta.

“¿Mi arma?”.

La enfermera volvió a señalar al hombre de la policía.

“Hable con el agente”.

Pensando bien, consideró Krongard, la aprehensión de la Glock era

inevitable en aquellas circunstancias. Se dio la vuelta y abandonó el servicio

de urgencias en dirección al policía. Al ver al americano, el agente se puso


firme y fue a su encuentro.

“Documentos, por favor”.

El agente de la CIA extrajo el pasaporte americano y los papeles de la

embajada de los Estados Unidos que le concedían inmunidad diplomática y

los entregó.

“¿Mi arma?”.

El policía estudió los documentos de ceja fruncida, como si todo aquello

fuese materia de gran complejidad y requiriese la más profunda ponderación.

“Aquí dice que usted es agregado cultural de la embajada americana en

Lisboa”.

“Correcto”.

Un brillo centelleó en los ojos del agente, como si hubiese cogido al

sospechoso en flagrante delito.

“Oiga”, dijo, “¿es normal que los agregados culturales de su embajada

anden armados?”.

“Usted ya debe de haber oído hablar de una cosa llamada Al-Qaeda,

presumo yo”, replicó Krongard, encogiendo los hombros despreocupado.

“Por razones de seguridad, voy armado. Nunca se sabe lo que puede

ocurrir...”.

El policía se quedó desconcertado con la respuesta. Sería mejor mantenerse

en las cuestiones estrictamente legales, concluyó.

“¿Tiene licencia de arma?”.

El agente de la CIA echó de nuevo la mano al bolsillo de la chaqueta y

extendió otro documento. El agente verificó el texto, el sello y la firma con

una expresión de desaliento en la cara.

“¿Todo en orden?”.

“Sí”, refunfuñó el policía en un tono contrariado. Parecía evidente que

quería echar mano al sospechoso pero se dio cuenta de que no lo podía hacer.

“Parece que sí”.

“¿Entonces, ya puede devolverme la pistola?”.

A pesar de estar contrariado, el policía cogió una bolsa y sacó la Glock del

interior, extendiéndola al americano. Krongard guardó el arma en la funda

que tenía presa al pecho y firmó un recibo confirmando que le habían

devuelto la pistola. Después el policía le devolvió los documentos, que el

americano guardó en otro bolsillo.

“Yo sé que el señor tiene inmunidad diplomática y por eso ni siquiera está

obligado a prestar declaraciones”, reconoció el policía. “¿Pero podrá


acompañarme a la comisaría para explicarnos lo que ocurrió?”.

El fantasma de una sonrisa burlona iluminó el rostro impávido del

americano antes de volver la espalda con soberbia y alejarse en dirección a la

salida del hospital.

“Tengo otras cosas que hacer”.



XXIII

Repentinamente cayó una noche impenetrable sobre la carretera. Tomás,

que estaba ahora al volante, seguía con atención la fila de luces que

serpenteaba delante de él, rojas de los automóviles que estaban en su fila,

blancas de los que venían en sentido contrario. Al lado, María Flor se

esforzaba por dominar los nervios. La persecución de aquella tarde por las

calles de Coimbra la había dejado hecha polvo y durante las dos últimas

horas se mantenía en silencio.

“¿Por qué has venido por la Nacional Uno?”, preguntó ella, rompiendo el

largo mutismo al que se había remetido. “¿No sería mejor ir por la autopista?

Sería mucho más rápido y seguro...”.

El conductor señaló hacia atrás con el pulgar, en una referencia a los vidrios

agujereados y a la abolladura trasera.

“¿Ya has visto el estado del coche? Seguro que la policía alertó a la guardia

nacional y a las compañías que controlan las autopistas. Apuesto a que están

todos atentos a un Volkswagen con estos daños. Las cámaras de vigilancia

están por todas partes. Si nos metemos por la autopista nos cogen en cuanto

el diablo se frota un ojo”.

La pasajera no dijo nada, sabía que el argumento era sólido. No estaba

segura de que huir de la policía fuese la mejor táctica; en realidad pensaba

que se debían dirigir directamente a las autoridades y exponer lo sucedido,

pero se imaginaba que Tomás sabía lo que estaba haciendo. Si había decidido

mantenerse lejos de la policía, tendría sus razones y solo le quedaba la opción

de confiar en él o abandonarlo.

“¿Quién era aquel hombre?”, quiso saber, lanzando así la pregunta que le

preocupaba desde que la historia había empezado en la plazoleta. “¿Por qué

va detrás de nosotros?”.

“No va detrás de nosotros”, rectificó el conductor. “El tipo anda solo detrás

de mí. Te afecta indirectamente por acompañarme”.

“Lo que sea. ¿Quién es él y qué es lo que quiere?”.

“Quiere detenerme... creo”. Vaciló, revalorando la conclusión. “O tal vez

quisiese simplemente matarme, no sé”.

“¿Por qué? ¿Qué has hecho?”.

Tomás suspiró; no sabía bien por dónde comenzar.

“No hice nada”, comenzó por decir. “Ocurre que hace unos años hice unos


trabajos para la CIA y por entonces traté con...”.

“¿Para quién?”.

“Para la CIA. La agencia americana de espionaje”.

María Flor le echó una mirada incrédula, esperando que se riese y

deshiciese la broma, pero el historiador mantuvo el semblante serio.

“¿Te burlas de mí?”, preguntó, dudando si debería tomarlo a broma.

“¿Trabajaste de verdad para la CIA?”.

“Estuve involucrado en dos operaciones, sí. Fue hace unos años. Por

entonces traté con un director de la CIA que por lo visto fue asesinado en

Ginebra. Los americanos creen que fui yo quien lo mató”.

“Tú ayer viniste de Ginebra...”.

“Sí, llegué ayer”, asintió él. “Eso no quiere decir nada. No maté al hombre,

ni siquiera sabía que él estaba en la ciudad. Fue una coincidencia”.

“¿Entonces por qué te acusan?”.

“Porque estábamos en el mismo hotel y él murió en el CERN cuando yo

visité el complejo”, explicó. “Y porque la víctima dejó un mensaje diciendo

que yo soy la clave”.

“¿La clave de qué?”.

“La CIA cree que él reveló así que yo soy la clave del homicidio”. Tragó en

seco. “O sea, el propio asesino”. Movió la cabeza. “Yo, sin embargo, creo

que la víctima quería decir otra cosa”.

“¿El qué?”.

Tomás mantuvo los ojos fijos en la carretera, el rostro iluminado de forma

rítmica por las luces de los automóviles que cruzaban la Nacional Uno en

sentido contrario.

“Déjame madurar mi razonamiento. Cuando todas las piezas encajen en mi

cabeza, te lo digo”.

La respuesta no agradó a María Flor, pero no insistió. “¿El mensaje que ese

director de la CIA dejó contenía solo tu nombre?”.

“Tenía también un símbolo”.

“¿Qué símbolo?”.

“La CIA por lo visto cree que es una referencia a él mismo”, explicó. “Se

trata de un símbolo que realmente parece el esquema de una persona

crucificada. El crucificado aquí sería la víctima”.

“¿Podrá ser una referencia religiosa de un hombre en agonía? A fin de

cuentas, cuando se habla de crucifixión, la primera imagen que nos viene a la

cabeza es la de Jesús en la Cruz”.


El historiador se encogió de hombros.

“Tal vez, ¿quién sabe?”.

Se lo dijo de una forma displicente, como un adulto respondiendo a un niño

que le hiciera preguntas sobre un asunto complejo y más allá de su

entendimiento. Ella entendió el tono y no aceptó la respuesta; quería datos

concretos, no medias palabras condescendientes.

“Ya vi que no estás de acuerdo”, observó. “Muy bien, si ese símbolo no

representa la crucifixión del tal director de la CIA o de Jesús, en tu opinión

¿qué es lo que representa?”.

Por primera vez en largos minutos, Tomás desvió los ojos de la carretera y

los clavó en ella, una expresión indescifrable que solo duró el tiempo de

responder a la pregunta.

“La más misteriosa ecuación científica alguna vez formulada”.



XXIV

Otra vez tendría que llamar. James Krongard seleccionó el número,

entrando en la página de las direcciones. Con la atención dividida entre la

autopista y el monitor del móvil, el agente repasó rápidamente lo que iba a

decir, respiró hondo y apretó el botón.

El móvil comenzó a llamar.

“Servicio Nacional Clandestino”, respondió una voz

femenina con una melodía mecánica. “¿En qué puedo ayudarlo?”.

“Habla James Krongard, en Lisboa. Creo que el director Harry Fuchs está

esperando mi llamada”.

“Un momento, mister Krongard”.

Siguió un interludio musical rápidamente interrumpido por la voz del

responsable de las operaciones clandestinas de la CIA.

“¡Mister Krongard!”, exclamó Fuchs con un toque de jovialidad. Parecía

contento. “¿Novedades?”.

Llegó el momento más temido por Krongard durante las últimas horas.

Volvió a llenar el pecho de aire, para ganar impulso, y se lanzó a la tarea.

“Infelizmente no son buenas noticias, mister Fuchs”, anunció. “El pájaro

escapó del nido”.

Se hizo un breve silencio en la línea mientras el superior jerárquico digería

la noticia.

“¿Qué ocurrió?”.

El tono de voz mudó de una forma radical; se volvió bajo y tenso, como el

ronronear traicionero de un felino antes de lanzarse sobre la gacela incauta.

“Dejé a nuestro sospechoso escapar para poder liquidarlo, según sus

instrucciones, pero la persecución corrió mal”, explicó el agente, ahorrando

palabras en los hechos que no le convenía exponer. “Hubo un terrible

accidente en un cruce y, me temo que acabé por perderle el rastro. Creo que

ahora tenemos que...”.

“What the fuck, Krongard!”, echó pestes Fuchs, elevando la voz a medida

que hablaba. “¿Qué rayo de disculpas son esas? ¿Desde cuándo un agente de

la CIA digno de ese nombre viene aquí lamentándose con cuentos de que

falló una porquería de misión de una sencillez infantil? ¿Cree que soy

tonto?”. El director del Servicio Clandestino Nacional ya gritaba. “No quiero

disculpas ni lamentaciones, ¿me ha oído? ¡Quiero resultados! Resultados, ¿lo


entendió? ¿Y qué es lo que me da? Unas bobadas de que tuvo un accidente y

no tiene ninguna culpa, pobrecito. ¡Disculpas idiotas! ¡Pórtese como un

agente digno de esta agencia, no como un maricón que viene a hablar

conmigo con el rabo entre las piernas! Le di una misión. ¡Cúmplala!”.

Varias gotas de sudor se deslizaban por las sienes de Krongard,

deslizándose hasta la barbilla.

“Yes, sir”.

La respiración del otro lado de la línea era pesada; por lo visto el ataque de

furia había dejado a Fuchs casi sin aliento.

“¿Y bien, gran cocksucker?”, preguntó, más controlado pero con la

irritación todavía trepándole por la voz. “¿Cómo va a resolver ahora este

problema?”.

“Necesito más agentes en la operación, sir. El efecto sorpresa pasó. El

pájaro sabe que le están persiguiendo y se va a esconder. Tengo que extender

una red para poder localizarlo, y eso no se hace sin más hombres”.

“Muy bien. Llame a los marines de la embajada. Yo mismo voy a contactar

al embajador para que colabore. ¿Alguna cosa más?”.

“La policía local, sir”.

“No meta a la policía en esta operación, idiota”, vociferó Fuchs, volviendo a

elevar el tono de voz. “¿Cuántas veces tengo que decirle que esto se debe

llevar de forma discreta?”.

“Lo sé, sir. El problema es que la policía ya está metida”.

“¿Qué quiere decir?”.

“No olvide que hubo un accidente y hubo disparos. Creo que la policía debe

de tener el coche de nuestro pájaro referenciado. Como yo no colaboré en la

investigación, invocando inmunidad diplomática, van a querer preguntar a los

ocupantes del otro coche”.

El director del Servicio Clandestino Nacional consideró esta información.

“Hmmm... ya veo”, murmuró. “Y existe el peligro de que el pajarito vaya

corriendo a la policía para pedir protección”.

“Afirmativo, sir. Pero no creo que ocurra”.

“¿Ah, no? ¿Por qué?”.

“Estuve leyendo el perfil en el informe que usted me envió y no me parece

que sea hombre para esconderse detrás de la policía. Por el contrario, va a

querer tomar el asunto en sus manos”.

Fuchs volvió a hacer una pausa para recordar lo que leyera en el perfil

trazado en el dossier de Tomás Noronha.


“Tal vez tenga razón”, admitió. “Siendo así, las cosas no están perdidas.

Oiga, esté atento a la policía local, pero no la meta directamente en la

operación. Si ellos echan mano al pajarito, nunca conseguiremos vengar la

muerte de Bellamy. El demonio del anciano podría ser un enorme pain in the

ass, pero era un director de la Agencia y nosotros tenemos la responsabilidad

de celar por los nuestros. Si alguien asesina a uno de los hombres de la CIA,

hay que derribarlo. Si no somos nosotros los que nos hacemos respetar,

¿quién lo hará?”.

“Yes, sir. Le aseguro que esta vez no...”.

En medio de la frase, Krongard se calló. El jefe ya había colgado.



XXV

Señalando la entrada en Lisboa, el anuncio era solo una formalidad, una vez

que hacía ya algún tiempo que la carretera Nacional Uno atravesaba el tejido

urbano junto al río. El viaje se aproximaba a su fin y había que tomar

decisiones.

“¿Qué vamos a hacer ahora?”, preguntó María Flor. “¿Tienes alguna idea en

mente?”.

Debido a la hora, el tráfico era denso para salir de la ciudad, pero para

compensar, la entrada era fácil.

“Lo primero es dejarte en la Estación de Oriente”, dijo Tomás, mirando el

reloj del coche. “Si no estoy equivocado, dentro de media hora sale el tren

Intercidades, con parada en Coimbra”.

“Ni lo pienses”.

El conductor desvió la mirada de la carretera y la miró fijamente.

“Oye, mi compañía es muy arriesgada en este momento. Hay gente

peligrosa detrás de mí y...”.

“Precisamente por eso. Necesitas ayuda y no va a ser en un momento difícil

como este que te voy a dar la espalda. Yo me quedo”.

“Pero eso no...”.

“Asunto encerrado”.

El tono con el que lo dijo fue de tal modo categórico que Tomás no se

atrevió a contrariarla. Pero sabía que las circunstancias eran muy peligrosas y

creía que no tenía el derecho de hacerla correr riesgos. Intentó otra vía de

argumentación.

“Te necesito en Coimbra”, alegó. “El colapso cardíaco de mi madre fue muy

serio y ella tiene que estar acompañada”.

“Ya llamé a la residencia y está todo bien”, contrapuso María Flor,

determinada a hacer valer su posición. “Dejé mis instrucciones y ella estará

acompañada con todas las atenciones. Margarita va a llevarla todos los días al

hospital y cuidará debidamente de tu madre, quédate tranquilo”. Hizo un

gesto perentorio. “Ese asunto está también resuelto”.

Tomás la miró fijamente de forma intensa, como dándole una última

oportunidad. Era sin duda una mujer encantadora y la perspectiva de pasar los

próximos días con ella sería muy interesante, si no fuesen las circunstancias.

“¿Estás segura?”.


“Absolutamente segura”, sentenció Su amiga. “Tenemos que resolver

cuestiones prácticas y la primera es saber dónde vamos a quedarnos. ¿Por

casualidad tienes habitación de invitados en tu casa? Es que, si no tienes,

tendrás que dormir en el sofá”.

Tomás movió la cabeza.

“No podemos ir a mi casa. Es evidente que los tipos de la CIA la van a tener

vigilada”.

“¿Entonces a dónde vamos? ¿A un hotel?”.

“Muy peligroso. Tendríamos que mostrar los documentos en la recepción y

esa información se quedaría guardada en el ordenador. Sería una pista que los

americanos podrían detectar”.

Una expresión de perplejidad pasó por el rostro de María Flor.

“Bueno, no se puede ir a tu casa ni se pu ede ir a un hotel. ¿Qué sugieres en

ese caso?”.

“La Gulbenkian”.

“¿A esta hora?”.

“A cualquier hora. El único problema es que este edificio está vigilado por

sistema de seguridad privada”.

“Ah, no nos dejan entrar...”.

“Claro que dejan. Pero no conviene que nos vean. Imagina que la CIA, que

seguro sabe que soy consultor de la Gulbenkian y tengo allí un gabinete,

manda a alguien a hablar con los de seguridad y, como quien no quiere la

cosa, les pregunta si por casualidad me vieron por allí. Era un lío”.

“¿Entonces cómo entramos?”.

A pesar de mantener la atención presa en el tráfico, el conductor echó la

mano al bolsillo y retiró tintineando un manojo de llaves, que exhibió con

una sonrisa.

“Tengo llaves”.

El aparcamiento subterráneo de la Gulbenkian estaba abierto;

probablemente había un concierto en el Gran Auditorio, pero Tomás prefirió

aparcar el coche al otro lado de la Avenida de Berna, en un pequeño

descampado que hacía esquina con la Plaza de España, para asegurarse de

que ningún guardia de seguridad de la Gulbenkian le veía entrar. Se bajaron y

atravesaron la avenida hasta llegar junto al muro del complejo.

El historiador se giró hacia un lado y hacia otro del paseo, cerciorándose de

que nadie los observaba.

“¡Salta!”.


María Flor obedeció y saltó el muro, entrando en el jardín de la fundación,

seguida por Tomás. Avanzaron entre los árboles y los arbustos, aprovechando

las barreras creadas por la vegetación y la noche para mantenerse invisibles, y

rodearon así el edificio principal. La progresión fue lenta y cautelosa, pero

acabaron por llegar a un punto próximo de la puerta de servicio lateral.

“¿Y ahora?”, suspiró ella. “¿Qué hacemos?”.

“Entramos”.

El historiador miró hacia la izquierda y la derecha, no vio a nadie y salió del

jardín caminando normalmente, evitando dar aspecto de sospechoso si fuese

visto. Su amiga entendió la táctica y le imitó, siguiéndolo con tranquilidad.

Llegaron a la entrada de servicio y Tomás introdujo la llave en la cerradura,

abriendo la puerta.

Entraron en el edificio y encontraron todo a oscuras.

“No conozco esto”, se quejó ella. “¿A dónde vamos?”.

“Apoya las manos en mi espalda para mantener el contacto y sígueme.

Cuidado que aquí hay unos escalones...”.

Tanteando las paredes, y con María Flor tocándole la espalda, Tomás fue

avanzando en la oscuridad hasta llegar a una puerta recortada en los bordes

por un rectángulo de luz. El espacio del otro lado ya estaba iluminado.

Esperaron un poco, intentando determinar si había ruido de personas. No

oyeron nada sospechoso, por lo que abrieron ligeramente la puerta, para crear

una grieta de unos dos dedos, y echaron un vistazo. Más allá de la puerta

estaba el atrio central.

“Hay una persona al fondo”, observó él en un susurro. “Pero tenemos el

camino abierto hacia el laboratorio”.

“¿No vamos a tu despacho?”, se sorprendió su amiga. “Sería un lugar más

familiar...”.

“La luz en el despacho denunciaría mi presencia. El laboratorio es un lugar

donde a veces hay gente trabajando toda la noche. Me parece el lugar

perfecto, ¿no crees?”.

La pregunta era retórica, pero mereció la aprobación de María Flor. Empezó

a entender que no valía la pena poner en causa los razonamientos del

compañero; estaba claro que Tomás pensaba en todo antes de actuar.

Abrieron la puerta y salieron de la zona de servicio hacia el atrio, caminando

relajadamente hacia la escalera. Subieron al primer piso, giraron en otro atrio,

a oscuras, y se metieron en un pasillo hasta llegar a una puerta metálica

ancha, que flanquearon. Estaba oscuro y Tomás extendió la mano y apretó los


interruptores. Varias filas de luces blancas y frías se encendieron en el techo,

iluminando una sala repleta de equipo electrónico.

“El laboratorio”.

María Flor contempló el espacio y los instrumentos sofisticados que lo

llenaban.

“No tenía la menor idea de que la Gulbenkian realizaba investigación

científica...”.

“Claro que sí. Pero este laboratorio aquí en la sede es únicamente un anexo.

La verdadera investigación se realiza en el Instituto Gulbenkian de Ciencia,

instalado en Oeiras”.

Ella desvió una mirada inquieta hacia la entrada.

“¿Crees que aquí estamos seguros?”.

“Claro. El laboratorio se usa solo de vez en cuando, tranquila. En principio

nadie vendrá aquí”.

Retiraron los almohadones de algunos asientos y los extendieron en el

suelo, para improvisar una especie de colchón. Había un cuarto de baño al

lado, que usaron ambos, y después de apagar las luces del techo se tumbaron

sobre las almohadas, instalados junto a una lámpara. El día había sido largo y

difícil y necesitaban recuperar fuerzas y prepararse para enfrentar el día

siguiente.

Tomás extendió el brazo hacia arriba y desconectó la luz. Se quedaron a

oscuras. Después de un minuto, ni tanto, se dio cuenta de que no le sería fácil

dormirse. La dificultad no estaba en los acontecimientos del día, como se

podría esperar, sino en la presencia de María Flor. Era la primera noche que

pasaba con ella y no la podía tocar; nunca pensó que pudiese ser la tortura en

que se estaba convirtiendo.

Tuvo ganas de pegarse a ella, se imaginó diciendo que tenía demasiado frío

y que sería mejor calentarse juntos, seguro que María Flor estaría de acuerdo;

y él se acurrucaría junto a ella, le pasaría las manos por la cintura, muy casto

e inocente, pero después, como quien no quiere la cosa, subiría despacio,

muy despacio hasta... hasta...

Suspiró.

“¡Ah, qué difícil iba a ser dormir con ella al lado!”.

“¿Tomás?”.

La voz murmuró en la oscuridad más de una hora después de haber apagado

las luces.

“¿Hmmm?”.


“¿Estás durmiendo?”.

Un suspiro profundo cortó el aire.

“Lo estoy intentando. Pero es difícil, ocurrieron demasiadas cosas y tengo la

mente hirviendo”.

Ni pensar en confesarle las ardientes fantasías que le pasaban por la cabeza.

“Yo también”, se rio, bajito. “Creo que no vamos a conseguir dormir tan

pronto. Por más que me diga a mí misma para no pensar en nada, me viene

enseguida a la cabeza todo este lío. Tengo sobre todo curiosidad por conocer

el misterio del que me hablaste”.

“¿Qué misterio?”.

“El del símbolo dibujado en el papel que el director de la CIA tenía en las

manos en Ginebra, ¿te acuerdas? Dijiste que se refería al mayor misterio

científico alguna vez encontrado y eso... bien, me picó la curiosidad. ¿De qué

estabas hablando?”.

La pregunta no tenía una respuesta sencilla y el historiador, después de un

momento de espera para ponderar lo que debería decir, si deberían esforzarse

por dormir o si sería mejor rendirse a la evidencia y aceptar el insomnio,

volvió a respirar hondo. Con un movimiento decidido, dio un salto para

levantarse y encendió la luz.

“¿Tienes un papel y un bolígrafo?”.

María Flor se levantó también. Estaba aliviada por haber desistido de forzar

el sueño y se dirigió a un cajón que había visto cuando entraron en el

laboratorio. Lo abrió y retiró del interior un bloc de notas con el logotipo de

Gulbenkian y un rotulador negro.

“Aquí está”.

Tomás quitó la tapa del rotulador y comenzó a garabatear en la primera hoja

del bloc de notas.

“No me quedé con la copia del papel dejado por Frank Bellamy”, explicó,

“pero era una cosa sencilla”.

“¿Recuerdas lo que estaba allí escrito?”.

El historiador no respondió de inmediato. Tardó algunos segundos mientras

escribía en el papel y cuando acabó se dirigió a ella.

“Era más o menos esto”.


María Flor acercó la vista al dibujo y analizó lo que veía. El texto por

debajo del símbolo era sencillo y señalaba a Tomás como La Llave. En el

contexto en el que el papel había sido encontrado, parecía significar

realmente que la víctima lo señalaba como la llave del homicidio. Pero, por lo

visto, el problema del mensaje estaba en el símbolo.

“Esto realmente me parece un diseño esquemático y muestra una persona

crucificada”, constató. “Vemos el tronco en vertical y los brazos erguidos

hacia cada lado, como si estuviesen clavados”.

“Fue justamente eso lo que los tipos de la CIA interpretaron”, aceptó el

historiador. “O quisieron interpretar”.

“¿Pero tú dices que este símbolo remite a un enigma científico?”.

Tomás puso el índice en la base del símbolo.

“Esto es un psi”.

“¿Psi de parapsicología?”, se sorprendió. “¿Estás hablando de la percepción

extra sensorial y de lo paranormal y todas esas cosas? ¿Tú que sólo crees en

las cosas científicamente probadas? ¡Eso ni parece tuyo!”.

“Es verdad que el psi es la primera letra de la palabra griega psique, que

significa mente o alma”, admitió él, cogiendo de nuevo el rotulador. “Pero lo

más importante en este enigma es entender que el psi es la vigésima tercera

letra del alfabeto griego. Se escribe así”.

Garabateó la palabra y el símbolo en letra pequeña, con la equivalencia en

caracteres latinos por delante.

“Ah, bueno. ¿Qué tiene eso de tan misterioso?”.

“El psi fue adoptado en física como símbolo de la función de onda, tal vez

el más extraño de los descubrimientos alguna vez realizados por la ciencia.

La función de onda describe una característica de la materia al nivel más

elemental, el subatómico, y permite que un fotón, un electrón, un átomo o

hasta una molécula estén en múltiples sitios al mismo tiempo. En última

instancia, la función de onda vino a revelarnos que la realidad sólo existe

porque nosotros la creamos”. Se posó el índice en la frente. “Tal y como la

imagen del arco iris o el sonido del árbol que cae en el bosque donde nadie

está oyendo, la realidad es psique, está en la mente. El psi se sitúa en el

centro del problema en el sentido en que simboliza la función de onda, la


misteriosa solución de la famosa ecuación de Schrödinger”.

“¿Qué Schrödinger?” ¿El físico austríaco?”.

Tomás contempló la letra griega diseñada en el bloc de notas como si

contuviese el secreto de los misterios del universo, del tiempo y de la materia.

“Eso mismo”, asintió. “La ecuación de Schrödinger es la formulación

científica más enigmática que existe. ¿Sabes por qué?”.

“No, pero estoy esperando que me lo expliques”.

El académico levantó los ojos hacia la ventana y, con rostro enigmático,

observó el menguante luminoso que llenaba el firmamento en aquella noche

límpida y cubierta de estrellas.

“De algún modo, si no hubiese nadie mirando la luna, esta, pura y

simplemente no existiría”.



XXVI

Una vez más en la carretera y conduciendo a gran velocidad, el nuevo

automóvil que James Krongard había alquilado en Coimbra ya se había

transformado en una verdadera central de comunicaciones. El agente de la

CIA tenía la mano izquierda agarrada al volante y con la derecha iba

escribiendo en el teclado del móvil mientras sus ojos seguían la sucesión de

nombres y números que desfilaban por la pantalla iluminada.

La conversación con Harry Fuchs había desencadenado una gran actividad,

ya que era necesario proceder a contactos para lanzar la red sobre el fugitivo.

Ya había hablado con dos portugueses jubilados de la Policía Judicial que

vivían en Coimbra y los contrató para vigilar la Casa de Reposo y el

apartamento de Doña Gracia. Estaba, aun así, convencido de que su presa se

escaparía a Lisboa, en cuyas calles sería más fácil desaparecer. Lo esencial de

la operación se tendría que montar en la capital portuguesa.

Identificó el número que buscaba y apretó el botón verde para hacer la

llamada.

“Aquí Swartz”, contestó la voz al otro lado. “¿Por dónde andas, Jim?”.

Era Greg Swartz, el responsable del contingente encargado de la seguridad

de la embajada americana en Lisboa.

“Estoy en la autopista. Te necesito y a dos de tus marines para una

operación delicada que la Agencia lanzó en Portugal. Es algo top secret, ¿me

oyes?”.

Su interlocutor bufó de irritación.

“Con los chicos de la CIA es siempre igual, ¿eh?”, protestó. “Tienen la

manía de que son muy listos, hacen las porquerías de siempre, y cuando están

en apuros llaman a los marines para que limpien toda la mierda. ¡No hay

forma de que aprendan!”.

“No me vengas con cuentos, Greg. En este momento Langley debe de estar

informando al embajador y vais a recibir en cualquier momento instrucciones

para poneros a mis órdenes. Por eso, escúchame con atención”. Afinó la voz.

“Estamos intentando localizar a un sospechoso llamado Tomás Noronha. El

embajador debe entregarte un informe sobre ese tipo. Es profesor

universitario y tiene un Volkswagen azul. La matrícula está en el informe. El

coche tiene un agujero de bala en los cristales laterales traseros y una

abolladura en la chapa trasera del lado derecho. ¿Registraste eso?”.


“Estoy tomando nota”.

“Es posible que el sospechoso esté acompañado por una tipa llamada María

Flor Sequeira, una babe con una carita, por lo que dicen, nada fea. Estamos

trabajando en un informe sobre ella, pero no debe de haber mucho. Por lo que

sé, no es una persona que se haya cruzado con nuestros radares. Además,

puede que su identificación ni siquiera sea importante, una vez que

probablemente a esta hora nuestro profesor ya ha debido de librarse de ella,

para no estar arrastrando por ahí un peso muerto”.

“Aun así conviene verificar...”.

“Es lo que estamos haciendo. En cuanto la babe aparezca, y probablemente

ocurrirá en Coimbra, será interceptada e interrogada por unos antiguos

policías que contraté. Es posible que ella nos proporcione alguna pista útil

sobre el paradero y las intenciones del sospechoso”:

“Muy bien”, asintió Swartz. “Tengo tres hombres disponibles aquí en la

embajada. ¿Qué necesitas que hagamos?”.

“Mándalos vestirse de paisano y envía un marine al apartamento del

sospechoso, otro a las instalaciones de la Universidad Nova de Lisboa, donde

el tipo daba clases y podrá haber buscado refugio, y el tercero a la Fundación

Gulbenkian, donde es consultor y dispone de un despacho. Son los tres sitios

que, a primera vista, nuestro profesor puede escoger para esconderse. Las tres

direcciones están en el informe que el embajador te va a entregar”.

“¿Qué hacemos cuando lo localicemos? ¿Le detenemos o llamamos a la

policía?”.

“¡Ni una cosa ni otra!, replicó Krongard, elevando la voz para subrayar

estas instrucciones. “En cuanto lo localicéis, y a menos que el tipo intente

huir, no intervengáis, ¿me oyes? Llamadme y yo aparezco para tratar el

asunto. Si intenta escapar, detenedlo y esperad a que yo llegue al local. ¡Ah!,

una cosa muy importante: la policía local no puede ser informada de nada,

¿de acuerdo? Eso es fundamental”.

“Afirmativo. Ya veo que estamos hablando de una operación clandestina...”.

“No quiero problemas con las autoridades locales; una cosa de esas llevaría

a abortar la operación. Tenemos que tener mucho cuidado porque es posible

que la policía esté también detrás del sospechoso y, en ese caso, necesitamos

usar eso a nuestro favor. Quiero que monitorices las comunicaciones con la

policía nacional y la judicial”. Hizo una pausa, dando una oportunidad a su

interlocutor para que formulase alguna pregunta, pero este no emitió ningún

sonido. “¿Alguna duda?”.


“Está todo claro”.

“Cuando llegue a la embajada iré a tu encuentro para coordinar la

operación”, dijo a modo de conclusión. “Hasta ahora”.

Krongard colgó el teléfono y miró fijamente a la autopista. Al fondo, sobre

el horizonte matizado de luces, se levantaba el destello luminoso de Lisboa,

como si la ciudad se hubiese engalanado para asistir a la operación de caza de

Tomás Noronha.



XXVII

“No hablas en serio, ¿verdad?”.

María Flor lanzó la pregunta mientras Tomás revisaba el equipo del

laboratorio, intentando identificar las máquinas una por una. Estudiaba sus

características e iba encendiendo algunas piezas para ver cómo se

comportaban; después se desinteresaba; a medida que no encontraba lo que

buscaba, apagaba la máquina e iba a ver la siguiente.

“No estoy bromeando”, respondió distraídamente. “Estoy buscando un

proyector de luz”.

“No me refiero a lo que haces ahora”, aclaró con un chasquido impaciente

de la lengua y una expresión de frustración. “Mi pregunta se refiere a lo que

dijiste hace poco”.

“¿A qué?”.

“De algún modo, si no hubiese nadie mirando a la Luna, esta, pura y

simplemente no existiría”, recordó, repitiendo la frase que él acababa de

pronunciar. “Claro que estás bromeando, ¿verdad? Una cosa de esas no puede

ser cierta, como es evidente. La Luna existe independientemente de que haya

alguien que mire hacia ella”.

El historiador paró de curiosear en la nueva máquina que tenía entre las

manos y se giró hacia la compañera.

“Estoy hablando muy en serio”, declaró de forma categórica y con gran

convicción. “Las cosas solo existen porque alguien las observa. Esto no es

una metáfora ni una broma. Lo creas o no, y por más extraño que te pueda

parecer, esa es la naturaleza más profunda de la realidad”.

Su amiga se encogió de hombros.

“¡Oh, vamos! Habla en serio...”.

Ignorando el tono de incredulidad que impregnaba las palabras de María

Flor, Tomás continuó con su búsqueda. Analizó algunos aparatos y después

pasó hacia el otro lado del laboratorio; solo después de diez minutos

indagando logró localizar la máquina que buscaba. Levantó el puño cerrado y

celebró el descubrimiento con una exclamación triunfal.

“¡Aquí está!”.

El académico cogió el aparato, que por el formato parecía un proyector de

cine, y lo arrastró hacia un espacio abierto en la esquina del laboratorio.

Instaló la máquina, la conectó y giró el foco hacia una pantalla de tela


instalada en una pared.

“¿Qué vas a hacer con eso?”.

“Esto es un proyector de luz”, indicó él. Apuntó hacia la tela en la pared.

“Aquello es una pantalla de detección de luz emitida por el proyector. Se

trata, en realidad, de una placa fotográfica”. Cogió una hoja negra de

cartulina y con la punta del bolígrafo rasgó en el centro dos ranuras paralelas,

ambas finas y largas, como la señal aritmética de igual. “Lo que vas a ver se

llama experimento de la doble rendija. Fue concebido en el siglo XIX y

perfeccionado a lo largo de los años. No tiene nada de esotérico, es sencillo,

puede realizarse con mayor o menor facilidad aquí o en una escuela y ya se

ha llevado a cabo millares de veces”.

María Flor cruzó los brazos, sin entender el propósito del ejercicio.

“¿Y?”, lanzó. “¿Qué tiene que ver eso con el psi dejado por el director de la

CIA y con la Luna que no existe si no hubiera nadie para verla?”.

Atareado y ultimando los preparativos, Tomás no respondió directamente a

la pregunta. Solo después de encender el proyector de luz y de asegurarse de

que estaba funcionando, dio la operación por concluida. Poniéndose derecho,

la miró por fin.

“¿Qué es la luz?”.

Su amiga se encogió de hombros, como si la respuesta fuese demasiado

elemental para merecer su entusiasmo.

“Es radiación electromagnética”, replicó. “Ya lo dijiste en Coimbra cuando

hablamos sobre la forma como la mente construye las imágenes”.

“Muy bien”, aprobó él. “Pero durante muchos años se desconoció la

verdadera naturaleza de la luz. ¿En qué consistía exactamente esa radiación

electromagnética? Isaac Newton pensaba que eran partículas, más tarde

designadas fotones, pero Christiaan Huygens defendía que se trataba de

ondas, en cierto modo semejantes a las del mar. El debate se prolongó

durante algunos años, hasta que el británico Thomas Young concibió en 1801

el experimento de la doble rendija y obtuvo la respuesta. O por lo menos una

respuesta. Vamos a ver lo que descubrió”.

Encendió el proyector y un haz de luz iluminó la pantalla de detección por

entero. Metió la cartulina con la doble rendija delante, de modo que la luz

únicamente pasase por las dos ranuras, y la imagen en la pantalla se alteró. En

vez de llenarlo por entero, la luz apareció en líneas sucesivas, unas de luz,

otras de sombra.

“Muy interesante, sí señor”, dijo entre bostezos María Flor. “¿Qué quieres


probar exactamente?”.

Tomás señaló las líneas de luz en la placa fotográfica que servía de pantalla.

“¿Ves la imagen?”, preguntó. “Si la luz fuese constituida por partículas,

como defendía Newton, solo aparecerían dos líneas en la pantalla, una que

pasaba por una rendija y la otra que pasaba por la de al lado. Pero no es eso lo

que estamos viendo, ¿verdad? No están ahí dos líneas de luz, una por cada

ranura, sino cinco. ¿Por qué motivo eso ocurre?”.

“Porque la luz no está constituida por partículas, sino por ondas”, explicó.

”Es como el agua. Si tiras una piedra al agua de un lago, se forman ondas en

círculo, ¿verdad? Pero si tiras dos piedras las ondas que se forman interfieren

unas con las otras de tal modo que llegan a la orilla en líneas sucesivas”.

“Entiendo la conclusión, pero no comprendo bien el mecanismo...”.

El historiador cogió el bloc de notas y, con un rotulador negro, hizo

rápidamente un dibujo esquemático.

“¿Lo ves?”, preguntó, mostrando el esquema. “Lo que ocurre es esto. La luz

del proyector parte del punto S y alcanza la cartulina, pero solo pasa a través

de dos rendijas, señaladas como S1 y S2. A partir de ahí, las ondas de luz que

pasan por S1 interfieren con las que pasan por S2, de tal modo que la luz

llega a la tela con mayor intensidad no en dos puntos, como ocurriría si

fueran partículas, sino en cinco, aquí identificados con las letras B y D”.

“O sea, la luz se comporta como una onda”.

“Eso mismo. La experiencia de Young fue la demostración de que Huygens

tenía razón y convenció a la comunidad científica. El debate pareció acabar.

Pero ocurrió que, para explicar las extrañas propiedades de la radiación de los

cuerpos negros, que contrariaban el comportamiento previsto en la física

clásica, el físico alemán Max Planck sugirió en 1900 que la energía

electromagnética no era emitida o absorbida de un modo continuo, sino en

paquetes, que designó como cuantos, inaugurando así inadvertidamente la

teoría cuántica que estudia el mundo microscópico de las partículas y de los


átomos. La solución de Planck resolvía el problema de la radiación de los

cuerpos negros, para la cual la física clásica no tenía una solución fiable,

aunque era tan extraña y surrealista que solo una persona le prestó verdadera

atención”. Arqueó las cejas. “Albert Einstein”.

“El más famoso científico del siglo XX...”.

“A pesar de la demostración realizada en el experimento de las dos rendijas,

Einstein creía que la luz estaba formada por partículas. Por eso recurrió a la

idea de Planck y en 1905 aplicó el concepto de cuantos a la explicación de

otro enigma de la física, el efecto fotoeléctrico. Einstein demostró que ese

enigma solo se resolvía si se partiese del principio de que la luz era

constituida por partículas emitidas o absorbidas en paquetes, los tales

cuantos”.

María Flor sacudió la cabeza e hizo un gesto en la dirección del proyector

laser y de la cartulina con las dos ranuras.

“Perdona, pero no estoy entendiendo nada. ¿Entonces la experiencia de la

doble rendija no probó que la luz era una onda? ¿Qué historia es esa de que

Einstein demostró que es al final una partícula? ¿Entonces es onda o es

partícula? ¿En qué quedamos?”.

Las interrogaciones arrancaron una sonrisa de Tomás.

“La luz es onda y es partícula”.

“Eso no tiene sentido. Yo soy un ser humano o no lo soy, tú vives en un

apartamento o no vives en un apartamento, Portugal está en Europa o está

fuera de Europa, la luz es una onda o es una partícula. No se puede ser las dos

cosas al mismo tiempo”.

“Parece la verdad, pero lo cierto es que la luz es una onda y una partícula”.

“¿Cómo es eso posible?”.

El historiador volvió a encender el aparato, y cuando la luz comenzó a ser

proyectada en la pantalla, puso de nuevo la cartulina con las dos ranuras

interceptando el haz luminoso.

“La respuesta a tu pregunta es muy extraña”, avisó. “Con la aparición de

esta extraña dualidad onda-partícula y con el desarrollo tecnológico, el

experimento de la doble rendija se fue perfeccionando para probar el

verdadero comportamiento de la luz. Entendiendo que la luz era también una

partícula, un fotón, los físicos encontraron la forma de poner los proyectores

a emitir, no paquetes de varios fotones, sino un fotón cada vez”.

“¿Se consigue emitir un fotón cada vez?”.

“Claro”. Se inclinó sobre el proyector. “Podemos hacer el experimento aquí,


si quieres. Ahora observa”.

Tomás recalibró el foco y disminuyó el haz de luz hasta apagarse por

completo. Comenzaron entonces a aparecer puntos en la pantalla, uno

primero, después otro, y otro, y así sucesivamente, siempre con intervalos

más o menos regulares.

“La luz desapareció”.

“No, el proyector continúa emitiendo luz. Lo que pasa es que reduje la

emisión para un único fotón, más o menos cada dos segundos. Un fotón es

tan pequeño que se vuelve prácticamente invisible para el ojo humano, como

debes calcular, pero fíjate que esta pantalla, equipada con un

fotomultiplicador, es en realidad un detector de fotones y está registrando la

llegada de los fotones uno a uno en un intervalo aproximado de dos en dos

segundos. Cada punto en la pantalla corresponde a un fotón en particular”.

“Ya lo voy entendiendo. ¿Y qué quieres probar con eso?”.

El académico señaló la pantalla.

“Fíjate en el patrón que se va formando en el detector...”.

La atención de María Flor se centró en la pantalla. Vio los puntos

acumularse y reparó en que adquirían un patrón de cinco líneas.

“Es el patrón de interferencia, típico de la onda”.

“Por lo tanto, la luz continúa comportándose como una onda, dado que los

fotones interfieren unos con los otros, ¿verdad?”.

Maria Flor no respondió de inmediato. Se quedó mirando el patrón de

interferencia que se había formado en el detector con la acumulación de

fotones, estrechó los párpados y el rostro se le fue contrayendo gradualmente

en una expresión de creciente perplejidad.

“Quiere decir... espera, hay aquí una cosa... en fin, una cosa extraña”,

balbuceó, intrigada. “¿Tú solo estás emitiendo un fotón cada vez, verdad?”.

“Exacto”.

“¿Entonces... entonces con qué está interfiriendo ese fotón?”.

Una sonrisa victoriosa apareció en el rostro de Tomás.

“Gran pregunta, ¿no?”, estuvo de acuerdo con un gesto de conocedor. “Si

únicamente estoy emitiendo un fotón cada vez y si la luz forma al mismo

tiempo un patrón de interferencia en la pantalla, ¿ese fotón con qué

interfiere?”.

“Claro, no hay otros fotones para interferir con este único fotón. ¿Entonces

con qué está interfiriendo ese fotón?”.

El historiador dejó en el aire la pregunta por unos momentos, para subrayar


la paradoja, y solo al cabo de algunos segundos dio por fin la respuesta.

“El fotón está interfiriendo consigo mismo”.

María Flor le devolvió una mirada de incomprensión.

“¿Perdona? ¿Cómo interfiriendo consigo mismo?”.

Tomás señaló las dos ranuras de cartulina que permanecían entre el

proyector y la pantalla.

“Por cuál de las rendijas crees que el fotón está pasando?”.

Ella volvió a encogerse de hombros, no con indiferencia sino exhibiendo

una ignorancia absoluta.

“¿Y yo que sé? Por una o por otra, da igual”.

El académico movió la cabeza.

“Quizás no te lo creas, pero el fotón está pasando por las dos rendijas al

mismo tiempo”.

“¿Cómo?”.

“La unidad elemental de la luz, que partió del proyector como un único

fotón, se encuentra en dos lugares al mismo tiempo, ¿sabes? Pasa

simultáneamente por la rendija S1 y por la rendija S2. Yo regulé el proyector

y estoy emitiendo un único fotón de cada vez, pero el patrón en la pantalla

me muestra que esa unidad elemental de la luz está interfiriendo con otra

unidad elemental que pasó por la otra rendija. ¿Pero qué otra unidad

elemental? No hay otro fotón porque estoy emitiendo uno de cada vez. ¡La

explicación encontrada por el inglés Paul Dirac, que ganó el premio Nobel de

Física junto con Schrödinger, es que la unidad elemental de luz está

interfiriendo consigo misma porque pasa por las dos rendijas al mismo

tiempo!”.

“¿Quieres decir que el fotón se dividió en dos?”.

“¡No! Salió del proyector como un único fotón y es indivisible. Se trata de

una unidad elemental de la luz, no se parte en dos. Pero cuando pasa por una

rendija esta unidad elemental interfiere consigo misma pasando por la otra

rendija. O sea, no coge el camino A o el camino B. Asumiendo el

comportamiento de onda, ¡la unidad elemental de la luz que partió del

proyector como un único fotón indivisible coge el camino A y el camino B al

mismo tiempo!”.

La explicación era demasiado increíble para ser verdadera y María Flor

abrió bien los ojos, mirando fijamente a su interlocutor esforzándose por

entender si había alguna trampa y cuál era.


“¡Eso no es posible!”.

“Es verdad que contraría toda lógica, pero es lo que ocurre en el

experimento de las dos rendijas. Hay incluso quien haya preconizado, como

es el caso de Richard Feynman, que el fotón no pasa solo por dos caminos,

sino simultáneamente por todos los caminos posibles”.

“¡¿Por todos..?! ¡¿Qué quieres decir con eso?”.

“Todos, quiere decir todos. Es necesario considerar las trayectorias más

obvias, como la línea recta entre los puntos A y B, pero también todas las

otras trayectorias posibles”. Hizo un gesto señalando la ventana. “Por

ejemplo, el fotón parte del proyector, va fuera, da dos vueltas a un árbol y

después regresa para alcanzar la pantalla. El fotón da la vuelta a Lisboa, a la

Tierra, va a Marte, va a Júpiter, va a todos los lados y después, vuelve y

alcanza la pantalla. Es preciso considerar incluso que el fotón retrocede en el

tiempo, retrocede hasta la época de los dinosaurios o a la del inicio del

universo y vuelve, para alcanzar la pantalla. Se deben considerar todas las

trayectorias posibles; incluso las más raras y menos probables tienen que

tenerse en cuenta. La trayectoria clásica de la línea recta entre el proyector y

la pantalla es sencillamente la más probable, pero no es la única”.

“¡Eso es... es ciencia ficción!”.

“Esto fue postulado por un premio Nobel de Física, Richard Feynman. Se

llama integral de caminos y

permite llegar a una derivación de la ecuación de Schrödinger”.

“¡Increíble!”.

El historiador levantó el índice, a modo de aviso.

“Y prepárate porque esto va a ser cada vez más extraño”.

“¿Qué quieres decir con eso?”.

Tomás acarició el proyector de luz, mientras una sonrisa provocadora le

bailaba en los labios.

“Voy a demostrarte cómo, por el mero acto de observar, la consciencia crea

parcialmente la materia”.



XXVIII

En el borde de la mesa, el mug con el águila americana echaba humo,

esperando que James Krongard la cogiese y bebiese a sorbos el café caliente

que había ido a buscar a la máquina de la embajada. El hombre de la CIA en

Lisboa permanecía atento a las informaciones intercambiadas en la frecuencia

de radio de la policía, pero los incidentes reportados no parecían tener

ninguna relevancia para la operación. Ardiendo de impaciencia, cogió el

teléfono y llamó al primer número de la lista que Swartz le había escrito.

“Aquí David”, atendió una voz masculina al otro lado de la línea. “Llevo

una hora en posición dentro del apartamento del sospechoso”.

“¿Alguna actividad?”.

“Negativo”.

Después de analizar la situación con el marine posicionado en el

apartamento de Tomás, contactó con el hombre que se encontraba en la

Universidad de Lisboa y obtuvo una respuesta semejante. El agente que

habían enviado a la Fundación Gulbenkian reveló que el gabinete del

historiador estaba cerrado con llave y las luces apagadas y que ningún

guardia lo había visto por allí aquella noche.

Terminada la ronda por los hombres posicionados en los puntos clave,

Krongard volvió a centrar su atención en la frecuencia de la policía.

“... CSP setenta y siete sesenta y cuatro, desplácese hacia la zona de

Damaia, existe una queja de destrozo de un cajero automático. Ya doy más

informaciones”.

“CSP veintiún, aquí CSP setenta y siete sesenta y cuatro. Éste informa que

controló la comunicación y está desplazándose hacia Damaia. Informe calle y

número”.

“CSP setenta y siete sesenta y cuatro, correcto. Calle Carvalho Araújo

con...”.

Nada de aquello interesaba, se trataba de la comunicación de una ocurrencia

sencilla entre la central de la policía de comando y control de las

comunicaciones y el coche patrulla cuya ronda incluía el barrio de Damaia,

pero no tenía otro remedio que esperar. La vida de un agente de la CIA, decía

para el cuello de su camisa siempre que se encontraba en un momento de

espera como ese, requería mucha paciencia y atención a los pormenores.

Sintió alguien atrás y se giró en esa dirección.


“¿Alguna novedad, Swartz?”.

El responsable de la fuerza de seguridad de la embajada americana en

Lisboa movió la cabeza.

“Contactamos todos los hoteles de la ciudad y de los alrededores”, dijo.

“Todo negativo. No hay registro de ningún huésped con los nombres de

nuestro fugitivos”.

“Damn”, echó pestes Krongard. “El tipo se esfumó por completo”.

Comenzó a frotarse la barbilla con una expresión pensativa. “Quizás el tipo

no vino a Lisboa y siguió hacia otro lado cualquiera”. Miró fijamente a su

colega de la embajada. “Extiende la búsqueda a todos los hoteles y posadas

del país”.

Swartz abrió unos ojos como platos.

“¿Estás loco? ¿Tienes noción de cuantos hoteles y posadas existen en todo

Portugal?”.

“Me da igual”, fue la respuesta dada con sequedad. “Empieza ya”.

Para evitar una discusión, el hombre de la CIA se dio la vuelta y se

concentró en el ordenador, mostrando así que la decisión estaba tomada y que

tenía cosas más importantes que hacer. Swartz gruñó unos fucks de

frustración, pero comprendió que no había alternativa y se retiró para cumplir

la orden. Tenían que encontrar a los fugitivos, costase lo que costase.

Esforzándose por dominar el nerviosismo que le atenazaba el espíritu,

Krongard contempló en la pantalla del ordenador el rostro femenino que le

había remitido por e-mail uno de los jubilados de la Policía Judicial

contratado para vigilar la Casa de Reposo. Era la directora de la residencia, la

mujer con quien su objetivo se había escapado.

“Nada mal”, murmuró, valorando el rostro dulce y sensual que la fotografía

había paralizado en el tiempo. “Una Babe con B mayúscula, esta Flor”.

Aquella mujer le recordaba a una actriz de Hollywood. Hizo un esfuerzo por

acordarse del nombre, lo tenía en la punta de la lengua, era una joven que

actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind... Damn!, ¿cómo se llamaba?

No le venía la respuesta y acabó por desistir. A fin de cuentas no tenía

importancia, probablemente la directora de la residencia a esa hora ya se

había separado del fugitivo y estaba regresando a casa.

El razonamiento le dio una idea. Cogió el móvil y localizó el número del

jubilado de la Judicial que había contratado en Coimbra. Cuando iba a apretar

el botón verde para hacer la llamada, una referencia familiar en una nueva

comunicación de la frecuencia de la policía lo llevó a interrumpir el gesto y a


volver su atención hacia el aparato de radio.

“... línea setenta. Informe controlado”.

“Afirmativo. CSP controlo la matrícula y estamos verificando... CSP treinta

y tres treinta y uno confirme: marca Volkswagen, ¿color azul?”.

“Afirmativo”.

“CSP treinta y tres treinta y uno, señale motivo de sospecha”.

“CSP veintiún, se trata de una coche parado en una vía pública con un

agujero en la parte de atrás, potencialmente hecho con arma de fuego, y una

abolladura en el lateral derecho trasero. Verifique si consta en el vehículo”.

“CSP treinta y tres treinta y uno, aguarde”.

La comunicación se interrumpió, para gran frustración de Krongard.

“¿Dónde, damn it?”, preguntó al aparato de radio, exasperado porque el

diálogo entre el coche patrulla treinta y tres treinta y uno y la central del

comando y control de comunicaciones no le había facilitado todo lo que

necesitaba. “¿Dónde diablos está ese Volkswagen?”.

El agente de la CIA permaneció inmóvil, con la atención centrada en el

aparato. La policía portuguesa había localizado el automóvil de Tomás

Noronha, sobre eso no había dudas, pero la comunicación no había

determinado el lugar. Sin esa información, solo sabía que el fugitivo se

encontraba en Lisboa, lo que hacía inútil buscarlo en los hoteles y posadas de

todo el país.

“¡Swartz!”, gritó, sin atreverse a levantarse para ir a llamar al jefe de

seguridad de la embajada por miedo a perder una nueva comunicación en la

frecuencia de la policía que le permitiese identificar el paradero de Tomás.

“¡Swartz! ¡Ven aquí!”.

Oyó la voz del colega de la embajada respondiendo, pero un chasquido en el

aparato de radio le indicó que iba a comenzar una nueva comunicación entre

los hombres de la policía.

“CSP treinta y tres treinta y uno, aquí CSP veintiuno”.

“CSP veintiuno, treinta y uno a la escucha. Informe”.

“CSP treinta y tres treinta y uno, ese coche estuvo esta tarde implicado en

un accidente de tráfico con fuga en Coimbra. Voy a contactar a Eco treinta y

uno para enviar a ese lugar un elemento que aguardará junto al coche.

Confirme dirección, treinta y tres treinta y uno”.

“CSP veintiuno, Avenida de Berna con Plaza de España, en el descampado

allí existente. Este aguarda la llegada del papa delta”.

Al escuchar la información sobre el paradero del Volkswagen azul,


Krongard dio un salto en la silla y levantó el puño, victorioso; acababa de

identificar el lugar donde Tomás se había escondido. Un descampado en el

cruce de la Avenida de Berna con la Plaza de España solo podía significar

una cosa.

“¡La Gulbenkian!”.



XXIX

Sonriendo con un trazo de incredulidad, la mirada de María Flor centelleó.

“¿La consciencia crea parcialmente la materia por el mero hecho de

observar?”.

La pregunta repetía la afirmación de Tomás, tan extraordinaria y

extravagante que requería una demostración concluyente. Para hacerlo, no

obstante, el material de proyección de luz que había montado en la esquina

del laboratorio no era suficiente. El historiador volvió hacia atrás, fue a

buscar un dispositivo que había dejado sobre una mesa y lo instaló entre el

proyector y la pantalla, alineado con la posición de la cartulina con las dos

ranuras.

“Este instrumento se usa para medir el paso de la luz por las rendijas”, dijo

mientras ultimaba los preparativos para el nuevo experimento. “Voy a

accionarlo y, cuando el proyector emita lo equivalente a un fotón, el

dispositivo de medición me dirá por cuál de las dos ranuras pasó”. Mostró el

monitor de la máquina. “La medición se registra en este sistema. ¿Me puedes

ayudar a verificar lo que aparece en el dispositivo?”.

“Claro”.

Terminó la instalación del nuevo sistema y lo encendió.

De inmediato se oyó un sonido metálico semejante a un

ping.

“Es el instrumento registrando el paso de un fotón por las rendijas”, explicó.

“Dime por cuál de ellas pasó la luz...”. Giró el aparato hacia María Flor, para

que ella pudiese observar el monitor.

“Fue por la de la derecha, la S2”, constató Su amiga. Puso las manos en

jarras, como si lo desafiase. “¿Ves? Al contrario de lo que decías hace poco el

fotón no pasó por las dos ranuras al mismo tiempo...”.

Permaneciendo callado durante algunos segundos, Tomás se limitó a dejar

que el proyector emitiese fotones y que el dispositivo fuese midiendo por

cuál de las rendijas pasaban, cada paso señalado por el mismo sonido

metálico y registrado en el monitor. Unas partículas de luz pasaban por la

ranura S1 y otras por la ranura S2. La compañera ostentaba una expresión

triunfante en el rostro, como afirmando que la experiencia desmentía el

absurdo que había escuchado instantes antes; la medición mostraba que el

fotón no pasaba por las dos rendijas al mismo tiempo sino sólo por una de


ellas. Sin embargo, él se mantuvo imperturbable. Al fin de algún tiempo,

Tomás hizo un gesto en la dirección de la pantalla.

“¿Qué patrón ves ahí?”.

Al contrario de lo que había ocurrido anteriormente, se había formado un

patrón de sólo dos franjas.

“Las cinco franjas desaparecieron”, constató ella con sorpresa. “Ahora hay

dos”.

“Lo que me estás diciendo es que ya no se da la interferencia. Los fotones

dejaron de interferir unos con los otros o con ellos mismos, ¿no?”.

“Sí... realmente”.

“Ahora voy a apagar el instrumento que mide el paso de las partículas de

luz por las dos rendijas”.

Apretó un botón y el sistema dejó de hacer la medición. Se formó en la

pantalla un patrón de cinco franjas. Después volvió a encender el instrumento

de medición de las ranuras y el patrón en la pantalla regresó a las dos franjas

de luz. Fue encendiendo y apagando sucesivamente el dispositivo de

medición, siempre con el mismo resultado: cuando el instrumento medía el

paso de los fotones por las ranuras, se formaba un patrón de dos franjas, pero

cuando se apagaba el aparato, el patrón aumentaba hasta cinco franjas.

“Qué cosa tan... tan singular”, reconoció ella después de algún tiempo,

todavía digiriendo la experiencia que acababa de observar. “¿Qué rayos está

pasando aquí? ¿Por qué motivo la medición de las rendijas altera el

comportamiento de la luz? No estoy entendiendo nada...”.

Tomás posó la cartulina de las dos rendijas, apagó el proyector y el

dispositivo de medición y se dirigió a ella.

“Este descubrimiento fue algo absolutamente extraordinario”, sentenció.

“Los científicos se dieron cuenta de que la luz altera su naturaleza en función

del tipo de experimento que se realiza para estudiarla, o sea, en función de

que se observen o no las rendijas. Cuando las rendijas no están siendo

observadas, la luz se comporta como una onda. Sin embargo, en el momento

en el que comenzamos a observarlas, la luz se revela como una partícula. Es

como si la luz supiese si la están observando o no”.

María Flor se metió los dedos entre los rizos castaños y se frotó

distraídamente la cabeza, en una expresión de perplejidad.

“¿Pero cómo lo sabe la luz?”.

Tomás no respondió de inmediato, la pregunta era demasiado interesante

para perderse en medio de la respuesta.


“Ese es el punto esencial”, dijo. “¿Cómo sabe la luz que la están

observando? En realidad no lo sabe, la pregunta no se puede poner así

porque, que sepamos, no tiene consciencia ni conocimientos. La verdadera

pregunta es otra: ¿por qué razón la observación altera la naturaleza de la luz?

¿Por qué razón la luz es una onda cuando no está siendo directamente

observada y se convierte en una partícula cuando la observamos

directamente? Se trata de un enorme misterio. Y todavía no te he contado

todo. La realidad al nivel subatómico, o cuántico, tiene cosas todavía más

extrañas”.

“¡¿Todavía más?!”.

“El experimento de la doble rendija fue originalmente realizada con fotones,

partículas de luz que no tienen masa ni carga y que transportan energía

electromagnética. Pero se descubrió que la propia materia también es así, por

lo que el mismo experimento fue realizado con electrones, o sea, unidades

elementales que compone la materia, con masa y carga”. Golpeó con la mano

en una mesa al lado. “¿Sabes de qué se compone esta mesa a nivel atómico,

¿no?”.

“De átomos, claro. Toda la materia está compuesta de átomos, constituidos

por un núcleo de neutrones y protones, con electrones girando alrededor

como los planetas orbitan alrededor del Sol. Eso es información elemental,

que se aprende en la escuela”.

“La imagen del átomo como un microsistema solar está un poco pasada,

pero lo que importa es que los electrones son unidades elementales con masa

y que entran en la constitución de la materia. En vez de proyectar fotones a

través de una barrera con doble rendija los científicos hicieron la experiencia

con electrones usando un filamento de tungsteno caliente como proyector de

electrones, una hoja fina de metal con dos rendijas paralelas y un detector de

electrones que servía de pantalla. Es un experimento técnicamente muy difícil

de llevar a cabo, más complicado que con fotones. Tal como ocurría con los

fotones, la pantalla registró que los electrones tenían un comportamiento de

onda cuando no se los observaba directamente Al disminuir el haz para lanzar

un único electrón en dirección del detector, se constató que ese electrón

pasaba también por las dos ranuras al mismo tiempo. Fíjate que ya no

estamos hablando de luz, sino de electrones, unidades elementales de

materia”.

“¿La materia pasó por las dos ranuras al mismo tiempo?”.

Los ojos verdes de Tomás emitieron un brillo de asentimiento.


“Extraño, ¿verdad? Y no solo los electrones. Se realizó la experiencia con

átomos enteros y ocurrió exactamente lo mismo. La experiencia se extendió a

moléculas y, de nuevo, los resultados fueron iguales. Más todavía: los

electrones, los átomos y las moléculas se comportaban siempre como onda

cuando no se observaban a través de las rendijas y como partícula cuando

pasaban a observarse”. Hizo una pausa para dejar asentar la información.

“¿Entiendes el significado de estos descubrimientos?”.

Con la boca entreabierta y los ojos medio incrédulos, María Flor intentaba

digerir lo que acababa de oír.

“¿Estás insinuando que... que la materia no existe como la conocemos si no

la observamos directamente?”.

Tomás balanceó la cabeza en señal afirmativa.

“El experimento de la doble rendija, que ya se realizó millares y millares de

veces y se puede reproducir en el laboratorio de cualquier escuela

debidamente equipada, nos revela que la realidad tiene una naturaleza

misteriosa. La observación de la realidad crea parcialmente la propia realidad.

Pero lo más importante es que la decisión consciente que yo tome sobre cómo

voy a observar la realidad alterará la propia realidad. Por ejemplo, si yo

observo el electrón sin contar con las rendijas y solo registrando su efecto en

la pantalla, será una onda, pero si decido observarlo pasando por las rendijas,

el electrón se convertirá en una partícula. O sea, y subrayo esto, al escoger el

tipo de experiencia que voy a hacer, mi consciencia decide cómo va a ser la

realidad, si onda o si partícula. ¿Consigues entender hasta qué punto es

profundo este descubrimiento?”.

Su amiga estaba boquiabierta.

“¡La observación crea en parte lo real!”.

“Esa conclusión es muy polémica y crea malestar entre muchos científicos,

pero está siendo defendida de hecho por físicos de gran renombre, incluyendo

premios Nobel de Física. La palabra observación es, bien vistas las cosas,

solo un eufemismo de la palabra consciencia, dado que solo sabemos que hay

una observación porque tenemos consciencia de ella. La materia es onda si yo

decido conscientemente observarla de una manera y se convierte en partícula

si yo decido conscientemente observarla de otra manera. Soy yo quien

decido, por mi libre y consciente voluntad, como va a ser la realidad. Esto

significa que, en último análisis, la consciencia es la que crea parcialmente la

realidad”.

“¡Eso es increíble!”.


“Pues sí. Las experiencias científicas muestran que, en cierto modo, la

consciencia crea parcialmente la realidad”, insistió él, batiendo de nuevo en

la misma tecla. “¡Los fotones, los electrones, los átomos y las moléculas no

existen como partículas a menos que se los observe! Repito esa idea y la

repetiré hasta agotarme siempre que hablemos de este asunto, porque el

descubrimiento es tan extraño e increíble que es normal que dejemos de

tenerlo presente cuando tratamos con la realidad de todos los días, de modo

que regresamos fácilmente al modo más tradicional de pensar. Juzgamos que

las cosas existen por sí mismas e independientemente de nosotros, que de un

lado estamos nosotros y del otro está el mundo, y al final descubrimos que,

sin la consciencia que observa la realidad, las cosas no existen realmente

como nosotros pensamos. No hay realidad independiente de la observación”.

“Realmente, eso no parece tener ningún sentido. ¿Cómo es posible que la

consciencia cree la realidad?”.

“Parcialmente”, corrigió. “La consciencia crea la realidad parcialmente. No

basta que yo mire hacia la rendija para que aparezca en seguida la partícula.

Es necesario que en esa rendija haya también una onda”.

“¿Una onda? ¿Pero una onda de qué?”, preguntó ella, confusa. “¿De

energía? ¿De materia? ¿De qué?”.

Tomás se frotó el rostro con la mano; esta parte era también difícil de

digerir.

“No sabemos exactamente”, admitió. “Se trata de una onda misteriosa. La

ecuación de Schrödinger nos presenta la función de la onda, que se interpreta

como una onda de probabilidad. Cuando están en causa cálculos de mecánica

cuántica, no nos encontramos delante de un campo ondulatorio de materia o

de energía, sino delante de un campo ondulatorio de probabilidad de haber

materia o energía”.

“¿Quieres decir que la onda no tiene existencia real?”.

El académico esbozó una mueca.

“Es difícil de decir. El electrón tiene carga y masa y esas no pueden

desaparecer así de un momento para otro, ¿no? Además de eso, todos vemos

que se forma en la pantalla un patrón de interferencia. Eso nos muestra que

alguna cosa existe en realidad. ¿Pero el qué? Schrödinger creía que el

electrón se esparcía por el espacio y así ondulaba. Sin embargo, ¿dónde están

su carga y su masa? Una ondulación como la que Schrödinger propuso

implicaría que ambas se esparciesen infinitamente por el universo,

encontraríamos un poco de masa aquí, otro poco allí y otro más allá, pero ya


se ha comprendido que no era eso lo que ocurría. Por lo tanto, Schrödinger se

equivocó”.

“Entonces si el electrón no se esparce por el espacio, ¿qué rayo de onda es

esa?”.

“Nadie lo sabe. El patrón de interferencia en la pantalla y el principio de

conservación, que exige el mantenimiento de carga y de masa, sugieren que

la onda es real, no es una mera formulación matemática abstracta. La carga y

la masa del electrón tienen que estar en algún lado, ¿correcto? ¿Pero dónde?

Einstein llamaba Gespensterfeld a esa onda, es decir, campo fantasma,

aunque yo prefiera la expresión onda virtual, o potencial, o sea, una onda que

encierra en paralelo todas las virtualidades o potencialidades posibles. El

propio Werner Heisenberg escribió que ‘los átomos o las partículas

elementales no son reales; forman un mundo de potencialidades o

posibilidades. Es como si viviesen en un limbo entre la existencia y la no

existencia, un limbo que se designa superposición, solo adquiriendo

existencia definida y real cuando son observados. Extrapolando a partir del

experimento de la doble rendija, podríamos decir que un átomo existe en

forma de onda de una manera casi fantasmagórica, para utilizar la expresión

de Einstein, pero cuando se observa se produce lo que los físicos designan

como colapso de la función de onda. La onda fantasmagórica en

superposición colapsa e instantáneamente se convierte en partícula real”.

María Flor se estremeció.

“Brrr... ¡Eso parece siniestro!”.

“Un poco”, asintió. “Por ejemplo, e ya que antes de la observación la

materia no pasa de una onda, imagina que colocamos la onda de un átomo en

una caja y después dividimos esa caja por la mitad y nos quedamos con dos.

O sea, tengo ahora una onda y dos cajas. La pregunta es esta: con la división

de la caja en dos, ¿en cuál de ellas se quedó la onda? ¿En la de la derecha o

en la de la izquierda?”.

“Bien... no sé, en una de las dos”.

El historiador arqueó las cejas, como se hubiese acabado de realizar un

truco de magia.

“La onda está en las dos”.

“Quieres decir que la onda se dividió al medio, una mitad se quedó en una

caja y la otra mitad fue a la otra caja”.

“¡No, no! Es una única onda, es indivisible y está al mismo tiempo en las

dos cajas. Pero, cuando abro una de ellas y observo el interior, la onda


colapsa y el átomo se convierte en una partícula que ocupa solo una de las

cajas”.

“Ah, entiendo. Es un poco como los ilusionistas de feria, que esconden una

moneda en una mano y tenemos que adivinar en qué mano está la moneda, si

en la izquierda o en la derecha”.

“No.” Volvió a negar, sabiendo que era difícil aceptar aquella realidad tan

perturbadora. “Cuando un ilusionista de feria hace su truco, la moneda se

encuentra efectivamente en una mano. Lo que ocurre es que nosotros,

visitantes de feria, no sabemos en qué mano está. Observar que la moneda se

esconde en una mano no la convierte de repente en algo real, la moneda ya

existía, solo que estaba escondida. Pero en el universo microscópico no existe

realmente ningún átomo en forma de partícula mientras yo no lo observo,

¿entiendes? En realidad, el átomo se encuentra en forma de onda al mismo

tiempo en las dos cajas — exactamente como el electrón y la unidad

elemental de luz. A pesar de que ambos sean indivisibles, están en las dos

rendijas al mismo tiempo”.

“O sea, y al contrario del ejemplo del ilusionista con la moneda, el átomo no

existe previamente en ninguna de las cajas en forma de partícula. Las

partículas solo se constituyen en una de las cajas en el instante en que

observamos directamente una de esas cajas, de la misma manera que la luz y

el electrón solo se convierten en partículas cando observamos directamente la

rendija por la que pasaron. ¿Entiendes? Aunque alejemos las dos cajas y

pongamos una de ellas en un lado del universo y la otra al otro lado, la onda

continuará al mismo tiempo en las dos cajas, única e indivisible, en

superposición. Es el observador, y por consecuencia la consciencia, quien,

por el mero acto de observar la realidad y así interferir con ella, obliga al

átomo a dejar de ser una onda y a convertirse en una partícula”.

“Eso es tan extraño...”.

“Esta rareza cuántica fue también sistematizada por Heisenberg en 1927,

momento en el que concibió el principio de incertidumbre. Ese principio

establece que no es posible determinar con exactitud y simultáneamente la

posición y la velocidad de una partícula. Tal imposibilidad no se debe a

ninguna dificultad técnica en la medición, sino a una característica intrínseca

de la realidad. Cuando determinamos la posición de una partícula, su

velocidad se vuelve intrínsecamente indefinida y cuando determinamos la

velocidad, su posición pasa a ser ontológicamente indefinida. Insisto que esa

incertidumbre sobre la posición y la velocidad exacta de las partículas no


resulta de nuestras limitaciones de observación, sino que describe la realidad

como es realmente”.

“Eso es increíble”.

“Es realmente muy extraño. En el fondo, el experimento de las dos rendijas

muestra la dualidad descrita por el principio de la incertidumbre. Cuando

medimos las rendijas determinamos con gran rigor la posición de un electrón,

pero en ese caso su movimiento, o sea, la onda, desaparece. Cuando dejamos

de medir las rendijas determinamos con rigor el movimiento, esto es, la onda,

pero la posición del electrón en ese caso se vuelve indeterminada y está

efectivamente en muchos sitios al mismo tiempo. Más o menos por la misma

fecha en que Heisenberg concibió la mecánica cuántica, Erwin Schrödinger

creó una ecuación que aborda la misma realidad pero con una fórmula

matemática diferente. Mientras Heisenberg usó la mecánica de los matices,

Schrödinger recurrió a una mecánica ondulatoria, aunque pronto se dio

cuenta de que ambas describían la misma realidad. La ecuación que

Schrödinger concibió permite calcular la probabilidad de que una onda se

convierta en un punto específico, probabilidad esa también designada por

función de onda”.

“Ah, y esa es la tal ecuación de Schrödinger...”.

Cogiendo de nuevo el bloc de notas y el bolígrafo, Tomás pintó una

secuencia de símbolos.

“Esta es la ecuación de Schrödinger en su versión independiente del

tiempo”. Apuntó al segundo símbolo en los dos lados de la ecuación. “¿Ves

esto? La letra griega psi se utiliza aquí para representar la característica más

extraña de la realidad”. Hizo una pausa dramática. “La función de onda”.

Los ojos de ella se fijaron, fascinados, en el símbolo de la función de onda.

“Este es el mismo símbolo que... que...”.

El historiador hojeó el bloc de notas, localizó la hoja donde había

reproducido de memoria el último mensaje de Frank Bellamy y apuntó al psi

diseñado en lo alto.

“El símbolo que Bellamy dejó en su último mensaje”, dijo Tomás,


completando la frase que ella dejó a medias. “Este símbolo no se refiere a

ninguna crucifixión, como erradamente concluyeron los idiotas de la CIA. Se

trata de una referencia directa a la función de la onda prevista por

Schrödinger en la famosa ecuación. El psi fue el símbolo elegido para

representar la función de onda, la solución de la ecuación de Schrödinger que

establece que un electrón puede encontrarse en dos o más sitios al mismo

tiempo y tiene como última consecuencia que la observación crea

parcialmente la realidad”.

“O sea”, se rindió María Flor, “la Luna y todas las otras cosas en el universo

solo existen realmente porque existe alguien para observarlas”.

“Más o menos es eso mismo. En última instancia, la Luna, pero también tú

y yo, somos en cierto modo funciones de onda”.

Ella lazó una carcajada incrédula.

“¿Yo? ¿Una función de onda?”.

“Claro que, en la práctica, no lo eres, una vez que existes a un nivel

macroscópico, por lo que tu función de onda se colapsó. Pero, en teoría, ¿por

qué no?”.

María Flor diseñó con las manos un gesto difuso delante del rostro.

“Si yo fuese una función de onda, ¿a qué me parecería? ¿A una nube?”.

“Probablemente serías como eres ahora. No te olvides de que la función de

onda nos presenta probabilidades. Si la función de onda es grande en un

determinado lugar, eso significa que hay una gran probabilidad de que el

átomo se defina ahí. Probablemente tu cuerpo se formó donde tu función de

onda era más elevada. Pero puede haber ocurrido que algunos de tus trazos se

hayan formado en zonas donde tu función de onda es menor, quién sabe. Es

todo una cuestión de probabilidades”.

Su amiga se rio.

“¡Eso es el colmo!”.

“Los físicos Bryce DeWitt y John Wheeler llegaron incluso a proponer la

existencia de una función de onda de todo el universo. Stephen Hawking

retomó esa idea para sugerir que el universo es lo que él designó como una

superfunción de onda, un concepto que trabajó con James Hartle”.

“¿El propio universo?”.

“¿Por qué no? Si el universo es una función de onda gigante, se encuentra

en superposición y acumula así todas las virtualidades posibles. Otro físico,

Hugh Everett, sugirió que la superfunción de onda universal resolvería las

rarezas cuánticas, aunque eso significase una rareza todavía mayor. Everett


propuso que el universo en superposición está constantemente dividiéndose a

una escala descomunal, creando a cada instante trillones de universos

paralelos en que cada universo corresponde al colapso de una función de

onda. ¿Entiendes? Cuando se observan las rendijas, el fotón tiene que escoger

por cual irá a pasar y en ese instante el universo se divide en dos. Lo que nos

parece un colapso de la función de onda es en realidad una ruptura de la

función de onda en múltiples nuevos universos. En un universo la partícula

pasa por la rendija derecha, en otro pasa por la izquierda. Ahora extiende esto

a todas las situaciones cuánticas donde es necesario hacer una elección. En el

metauniverso todo lo que es posible que ocurra, ocurre en realidad, pero en

universos paralelos”.

“¡Eso... eso es puro delirio!”, exclamó ella con un gesto incrédulo. “No pasa

de ciencia ficción de calidad sospechosa. ¡Qué disparate! ¿Qué más locuras

van a inventar?”.

“Admito que es extraño y reconozco que no hay la menor prueba de que

esto ocurra. Sin embargo, debo avisarte de que cada vez más físicos creen

que esta hipótesis del multiverso es muy real”.

“Bromeas...”.

“Hablo en serio. Y lo más increíble es que los misterios descubiertos por las

experiencias científicas sobre la extraña naturaleza de la realidad no se

quedan aquí”.

“¿Qué? ¿Todavía hay más?”.

A pesar de la expresión enigmática que le nublaba la mirada, los labios del

historiador esbozaron el fantasma de una sonrisa; no todos los días una

persona normal, como era el caso de su amiga, tenía contacto con

información científica de tal modo desconcertante que hasta muchos físicos

se negaban a aceptar sus consecuencias más profundas.

“El experimento de la doble rendija sugiere que el futuro puede influenciar

el pasado”.



XXX

Parado en el pequeño parking que hacía esquina entre la Avenida de Berna

y la Plaza de España, y mezclado con los restantes automóviles, el coche

patrulla de la policía todavía estaba allí cuando James Krongard y Greg

Swartz llegaron al local. El Chevrolet con la matrícula diplomática de la

embajada americana se detuvo en el último semáforo de la avenida y los dos

ocupantes examinaron el espacio que habitualmente servía de parking a dos

decenas de coches. Vieron un policía sentado dentro del coche patrulla y otro

agente de pie junto a un Volkswagen azul.

“Es él”, confirmó Krongard, que seguía al volante, señalando la ventana

trasera del automóvil. “¿Ves ahí el agujero en el cristal de atrás?”.

Los ojos de Swartz examinaron el cristal.

“Aquello fue un tiro”.

“Una bala mía”.

El jefe de seguridad de la embajada americana soltó una carcajada burlona.

“Necesitas entrenamiento”, observó con sarcasmo. Pasó los ojos por el

pequeño parque en que había algunos automóviles aparcados, aunque la

mayor parte del espacio permaneciese vacío. “¿Qué hacemos? ¿Aparcamos

aquí?”.

“¡No digas disparates! Lo último que necesitamos es que los policías nos

vean. Cuantos menos testigos haya de nuestra presencia, mejor. Esta

operación es clandestina, ¿me entiendes?”.

“¿Y el Volkswagen?”.

La luz del semáforo cambió en ese momento a verde, el agente de la CIA

pisó el pedal y el automóvil arrancó.

“¡Qué más me da!”. Lo importante no es el Volkswagen, sino la información

que su presencia aquí nos da”. Hizo un gesto señalando el edificio de línea

moderna que quedaba por detrás, a la izquierda, iluminado por pequeños

focos de luz. “¿No ves allí la Gulbenkian? Si este coche está aquí aparcado es

porque nuestro hombre se escondió ahí dentro. No te olvides de que él es

consultor de la fundación. Tenemos que entrar ahí y cogerlo”.

El Chevrolet dio la vuelta a la Plaza de España y aparcó en el inicio de la

Avenida Antonio Augusto Aguiar. El marine de paisano que Swartz había

enviado allí con órdenes de vigilar la fundación los recibió en la esquina,

enfrente de la estatua de bronce de Calouste Gulbenkian, sentado a los pies


de una representación gigante en piedra del dios egipcio Horus.

Al ver a su superior jerárquico llegar acompañado por el agente de la CIA,

el marine se puso firme, dio un taconazo para cuadrarse e hizo un saludo

militar.

“Buenas noches, sir”.

“Aquí en la calle no hagas el saludo, ¡idiota!”, le regañó Swartz con voz

tensa. “¿No ves que eso atrae atenciones?”.

Desconcertado con la reprimenda, el hombre perdió la formalidad y fingió

estar cómodo; sus jeans y la chaqueta de cuero no quedaban bien, realmente,

con su postura militar.

“Perdone, sir”.

El superior jerárquico miró alrededor.

“¿Alguna señal del sospechoso?”.

“Negativo, sir. Después de recibir su información de que se encontraba

probablemente aquí, fui allá dentro y volví a preguntar a los guardias de

seguridad de la fundación. Nadie lo ha visto esta noche. Después entré en el

edificio y desbloqueé la puerta de su despacho para ver si alguien se escondía

dentro. El despacho estaba vacío”.

Swartz se volvió hacia Krongard con una expresión expectante en los ojos,

como si aguardase instrucciones.

“¿Qué hacemos?”.

El agente de la CIA contempló el bulto oscuro del edificio de la fundación.

Se trataba de un complejo enorme, pero no tan grande que no se pudiese

revisar al detalle en menos de dos horas.

Se volvió hacia el marine que había hecho la inspección.

“¿Tiene un plano de la fundación?”.

El marine de paisano metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de cuero y

sacó una hoja doblada.

“Está aquí, sir”.

Krongard desdobló el plano y estudió el complejo, con la atención centrada

en la planta interior del edificio principal y en las salidas. En ese momento

oyeron voces que se aproximaban y se dieron cuenta de la llegada de dos

hombres. Se trataba de los marines que Swartz había enviado a vigilar la

Universidad Nova de Lisboa allí al lado, y también el apartamento de Tomás.

En conjunto, constató el hombre de la CIA, su unidad estaba ahora

constituida por cinco elementos; él, el jefe de seguridad de la embajada y los

tres marines. Eran suficientes.


Con el equipo al completo, dobló el plano y lo guardó en el bolsillo del

abrigo. Hizo una señal a Swartz, que entregó una Glock y un walkie-talkie a

cada hombre. Una vez completa la distribución, Krongard se volvió hacia los

que le rodeaban, señaló con la cabeza la fundación que los focos rescataban

de la oscuridad e hizo un gesto hacia delante.

“¡Vamos!”.



XXXI

Era de pura perplejidad la expresión de la mirada de María Flor. Por lo que

acababa de oír, le parecía que la conversación estaba adquiriendo un tono

completamente surrealista.

“¿El futuro puede influenciar el pasado?”, se asombró. Su rostro se

transformó en un enorme signo de interrogación. “¿Qué disparate es ese?

¡Eso no tiene ningún sentido! El transcurso normal del tiempo apunta hacia

una secuencia causa-efecto en donde las causas están siempre en el pasado y

los efectos en el futuro”. Señaló hacia el proyector láser. “Sería imposible que

este proyector se rompiese y solo después yo lo tirase al suelo. Lo normal es

que yo tirase la máquina al suelo y después se partiese. Primero ocurren las

causas, después vemos los efectos. ¿Cómo puede un acontecimiento en el

futuro ser causa de un efecto en el pasado? Una cosa de esas implica... yo qué

sé, que los viajes en el tiempo son posibles. ¡Eso no puede ser! ¡Es absurdo!”.

“Sin embargo, es lo que sugiere el experimento de la doble rendija. O por lo

menos una versión modificada de ese experimento”.

“¿Pero... pero cómo?”.

La atención de Tomás regresó al proyector láser, la cartulina con las dos

ranuras paralelas y la placa fotográfica que servía de pantalla, aunque

manteniendo el equipo apagado.

“Tienes que entender primero que, a un nivel microscópico que se designa

cuántico, las cosas ocurren de manera muy diferente de aquellas que estamos

habituados a ver al nivel macroscópico del día a día. Ya constatamos que la

realidad se altera en función de la observación y que para ir del punto A al

punto B sin ser vistos, los electrones, los fotones y los átomos no escogen un

camino único, sino todos los caminos al mismo tiempo. Por ejemplo, un

equipo de físicos consiguió colocar en 1996 un átomo de berilio en dos

lugares al mismo tiempo, exactamente como ocurre con los fotones y los

electrones que pasan simultáneamente por las dos rendijas. Pero además

fueron descubiertos otros comportamientos extraños de la materia

microscópica”.

Estas revelaciones la dejaron intrigada. Tomás se alejó algunos pasos y fue

a coger un viejo periódico que alguien había dejado en una estantería. Volvió

con el matutino junto al proyector láser y, después de examinar la primera

página, la giró en dirección a su interlocutora.


“Mira quién está ahí”, sonrió ella. “Nuestro primer...”.

El historiador apuntó hacia la imagen de un político ocupando la primera

página.

“¿Qué es esto?”.

“Es el primer ministro, claro. No me digas que andas tan distraído que ni le

reconoces...”.

Él esbozó una mueca contrariada.

“Me refiero a la técnica de impresión de la fotografía, no a su contenido”, la

corrigió, llevando la conversación hacia lo que pretendía demostrar. “Vista a

distancia, esta fotografía nos presenta una imagen continua, ¿no es cierto?”.

“Sí”, confirmó Su amiga, evidentemente sin entender bien dónde quería

llegar. “¿Y qué?”.

“Ahora analiza la fotografía muy de cerca”. Hizo un gesto con la mano.

“Ven, acércate”.

María Flor se acercó al periódico y casi pegó los ojos al papel.

“Continúa siendo una fotografía”.

“¿Pero la imagen permanece continua?”.

“Claro que no”. Estrechó los párpados, en un esfuerzo por interpretar la

textura de la impresión. “La fotografía está constituida por pequeños puntos,

unos mayores y otros menores. De lejos la imagen parece continua, pero de

cerca se vuelve granulada, y nos damos cuenta de que el conjunto está

formado por puntitos indistinguibles a lo lejos”. Tomás dobló el periódico y

lo puso en una mesa detrás de él; la demostración se había acabado.

“Pues los científicos descubrieron que en cierto modo la realidad también es

así”, declaró. “En nuestra experiencia cotidiana, las cosas se mueven

siguiendo una línea continua. Para avanzar en metro, por ejemplo, tenemos

que recorrer todo el espacio del medio. De hecho, ese problema ya lo planteó

el filósofo griego Zenón. Pero los científicos descubrieron que en el universo

microscópico la realidad es discontinua y las partículas saltan de un estado a

otro sin pasar por un estado intermedio y de un orbital a otro sin pasar por el

orbital intermedio”.

De nuevo, un gesto de incredulidad cubrió el rostro de María Flor.

“¿Cómo, cómo?”.

“Un electrón no fluye entre un estado y otro o entre un orbital y otro, como

sería de esperar, sino que salta instantáneamente entre estados u orbitales. A

eso se le llama salto cuántico. Y esto, que conste, no es un efecto ocasional,

sino una regla en el universo microscópico. El tejido de la realidad funciona


con este tipo de saltos”.

“Ya había oído hablar de saltos cuánticos, pero nunca había entendido

verdaderamente de lo que se trataba. Me pregunto, sin embargo, si esos saltos

no se deberán antes a nuestras limitaciones técnicas para determinar el orbital

intermedio por donde pasan los electrones. Es decir, ellos pasan por el orbital

intermedio ente el orbital A y el orbital B, pero como no conseguimos verlos

desplazarse, porque nuestra tecnología todavía tiene limitaciones, nos

quedamos con la impresión de que los electrones saltan”.

“En realidad fue eso mismo lo que muchos científicos pensaron

inicialmente”, reconoció él. “Pero ahora ya tenemos la seguridad de que los

electrones no recorren el orbital intermedio porque éste ni siquiera existe. No

hay ninguna limitación técnica en nuestra observación, lo que pasa es que

realmente saltan y lo hacen instantáneamente, no existe ningún intervalo de

tiempo para que se produzca el salto. Si condujésemos un coche a cincuenta

kilómetros por hora y quisiésemos acelerar a sesenta kilómetros por hora, en

la realidad cotidiana la velocidad aumentaría gradualmente, ¿verdad?

Pasaríamos a cincuenta y un kilómetros por hora, después a cincuenta y dos y

así sucesivamente hasta llegar a los sesenta. Incluso entre el cincuenta y el

cincuenta y uno hay un número infinito de velocidades intermedias. Pero si

estuviésemos en el mundo cuántico observando los estadios energéticos, el

automóvil iría a cincuenta kilómetros por hora y, de repente, pasaría a sesenta

kilómetros por hora sin pasar por las velocidades intermedias. Eso es en

cierto modo un salto cuántico”. Apuntó hacia el rotativo cuya primera página

habían estudiado minutos antes. “Es como aquella fotografía del periódico.

Vista desde aquí, la imagen del primer ministro parece continua, pero cuando

la observamos de cerca, constatamos que está granulada, constituida por

puntos separados los unos de los otros, y que su continuidad no pasa de una

ilusión creada por la distancia”.

“Ya veo”.

“Pero ocurre además otra cosa extraña en el mundo subatómico. Una

partícula puede ir de un punto a otro, aunque esos puntos estén separados por

una barrera insuperable. Salta aunque no tenga energía para tal y sin pasar a

través de la barrera, ¿entiendes? En un momento está dentro y en el momento

siguiente está fuera. A eso se llama efecto de tunelización cuántica. Es como

si la partícula se hubiese metido en un túnel invisible y apareciese en otro

lugar”.

“¿Es posible una cosa de esas?”.


“No solo es posible, sino que ocurre realmente. Por ejemplo, en el

decaimiento radiactivo o desintegración del uranio, una partícula alfa está en

el núcleo y de repente desaparece de allí y aparece fuera del núcleo, a pesar

de la barrera que constituye la fuerza nuclear fuerte”.

María Flor vaciló.

“Oye, hace poco mencionaste que en el universo microscópico el futuro

puede influenciar el pasado. ¿Qué querías decir con eso?”.

“Albert Einstein demostró en las teorías de la relatividad que el espacio y el

tiempo están unidos”, recordó Tomás. “Les llamó, por eso, espacio-tiempo.

Ahora veamos: si el experimento de la doble rendija muestra que la

consciencia altera parcialmente el comportamiento de la realidad en el

espacio, y si el tiempo está unido al espacio, entonces es posible que la

consciencia también altere parcialmente el comportamiento de la realidad en

el tiempo”.

“Parece lógico”, asintió ella, valorando el problema desde esta nueva

perspectiva. “Falta saber si existe alguna manera de demostrarlo...”.

La mano del académico se posó en el proyector de luz.

“La demostración se hace con una versión más sofisticada del experimento

de la doble rendija”. Cogió la cartulina que había usado en la primera

demostración y la colocó de nuevo entre el proyector y la pantalla, indicando

las dos ranuras paralelas rasgadas al medio. “Ya vimos que la luz y los

electrones pasan por las rendijas como ondas cuando no estamos observando

estas rendijas, pero se convierten en partículas cuando se observan las

rendijas, ¿verdad?”.

“Es un efecto extraño, pero admitamos que es verdadero”.

“Es verdadero”, insistió Tomás. “Tienes que aceptar e interiorizar que este

experimento fue realizado miles y miles de veces y los resultados, a pesar de

increíbles, sugieren que la observación crea parcialmente la realidad. La

cuestión que se nos plantea ahora es saber lo que pasa si la decisión de

observar se toma, no antes de que la luz llegue a la doble rendija, sino en el

espacio entre la doble rendija y la pantalla. O sea: imagina que colocamos un

detector después de las rendijas y solo decidimos si lo activamos o no

después de que la luz pase por las rendijas. Atrasando la decisión, ¿en qué

momento la onda de la luz se transforma en partícula? ¿En el momento de la

decisión de observar o antes de la decisión de observar? ¿Será posible que la

luz pase como onda por las rendijas, momento en el que todavía no ha habido

observación, y solo se transforma en partícula cuando la consciencia decide


intervenir observando?”.

Ella movió la cabeza, confusa.

“Perdona, pero no lo estoy entendiendo...”.

“Es confuso, lo sé”, admitió Tomás. “La duda, de forma sencilla, es esta:

¿será posible que el futuro influencie el pasado?”.

“Y ¿será?”.

“Este problema fue teorizado en 1984 por John Wheeler y probado de forma

experimental en el laboratorio de la Universidad de Maryland gracias a un

sistema electrónico ultrarrápido de generación de números aleatorios y con

recurso a un complicado dispositivo de espejos, un experimento repetido

varias veces a lo largo de los años y con instrumentos cada vez más

sofisticados. Se llama experimento de elección retardada”.

“¿Consiguieron hacer experimentos para probar eso?”, se sorprendió María

Flor. “¿Y cuál... cuál fue el resultado?”.

“Una cosa espectacular”, contestó él. “Los científicos consiguieron atrasar

la decisión a solo unas mil millonésimas partes de segundo, pero fue lo

suficiente para poder examinar el problema. Descubrieron que la luz se volvía

partícula antes de tomar la decisión de observarla”. Repitió la palabra clave.

“Antes”. Hizo una pausa para que la idea recorriese su camino. “¿Entiendes

las consecuencias de lo que te estoy contando?”.

Ella abrió y cerró la boca, atónita.

“¡Eso quiere decir que la luz se comporta como si supiese que va a ser

observada antes de que el observador decida observarla!”.

“¡Ni más ni menos! Las implicaciones de este descubrimiento son

extraordinarias. Dado que la onda solo se transforma en partícula cuando la

observan, da la impresión de que estamos ante una secuencia paradójica de

efecto-causa, en la que el efecto ocurre antes de la causa”. Volvió a poner la

mano en el proyector láser. “En cierto modo esta máquina se parte antes de

que la tires al suelo”.

“¡No puede ser!”.

“Pero es lo que las experiencias sugieren. En este experimento modificado

de la doble rendija, el efecto parece preceder a la causa. O sea, nos da la

sensación de que la información fue hacia el pasado para producir el efecto

antes de la causa. Es como si tuviésemos una palabra que decir para

influenciar lo que ya ha ocurrido. Da la idea de que, en el nivel microscópico

del universo cuántico, el tiempo desaparece y no existe un antes y un

después, es como si las partículas ignorasen la propia existencia del tiempo.


Las implicaciones de ese descubrimiento son profundas, como debes

imaginar”. Apuntó hacia el cielo estrellado al otro lado de la ventana. “La luz

que vemos allí en el firmamento salió hace millares de años de aquellas

estrellas y nos llega en forma de partícula porque, en cierto modo, en el

momento en el que salió es como si ya supiese que en un futuro iba a ser

observada por nosotros. Lo mismo sirve para la luz que fue emitida hace

cinco mil millones de años en galaxias distantes. Tenemos la impresión de

que el futuro envió para el pasado distante la información de que esa luz iba a

ser observada esta noche por nosotros, obligándola así a desplazarse a lo

largo de estos cinco mil millones de años en forma de partícula y no de onda.

O, dicho de otra manera, da la sensación de que decidimos lo que el fotón

será y él obedece en el pasado a esa decisión. Esto es, la observación hoy

puede afectar a la naturaleza de la luz en el pasado”.

María Flor movía la cabeza, todavía incrédula.

“¡No puede ser, no puede ser!”.

“Está errado pensar que el pasado existe de forma pormenorizada. El pasado

no tiene existencia definida, está en superposición y solo se define porque el

futuro lo obliga a tal. Por lo demás, la versión más completa de la ecuación

de Schrödinger, que tiene en cuenta los efectos relativistas, contiene una

solución que describe el flujo de energía negativa hacia el pasado, aspecto

para el cual ya Max Born había llamado la atención en 1926”. Levantó el

dedo. “La cosa se vuelve todavía más extraña, si todavía eso es posible, con

otra variante del experimento de la doble rendija”. Hizo un gesto hacia la

cartulina con las dos ranuras. “Se llama apagador cuántico. Después del

detector en las rendijas se coloca un dispositivo que marca los fotones, de

modo que, cuando cada fotón se examina más tarde, se puede identificar por

cuál de las rendijas pasó. En estas condiciones, ¿cómo piensas que se

comporta la luz?”.

“Bien, a creer en el experimento que me mostraste, hay una observación. No

hay patrón de interferencia, no hay onda. En ese experimento la luz es

partícula”.

“Correcto. Ahora repara en el truco: ¿y si, después de que el fotón pase la

rendija pero todavía antes de llegar a la pantalla, apagamos la marca que el

dispositivo imprime en cada fotón, de forma que sea imposible entender por

qué rendija pasó? Esto es, la partícula de luz se mide pasando por las rendijas

pero la información retenida de esta medición desaparece después”.

“¿Es posible hacer ese experimento?”.


“Es muy delicado y difícil, pero acabó por realizarse por primera vez en

1991 en la Universidad de Berkeley, en California. La marcación fue

ejecutada a través de la polarización de los fotones que pasaban por una de

las rendijas. La cuestión es esta: en esas condiciones, ¿qué crees que ocurrió?

¿La luz pasó por las rendijas como una onda o como partícula?”.

María Flor analizó el dispositivo montado delante de ella.

“Bien... hubo una observación, ¿verdad? Aunque se haya borrado la

información sobre esa observación, fue realizada una observación. En ese

caso, eso significa que no existe patrón de interferencia. La luz pasó como

partícula”.

El historiador sacudió la cabeza.

“Errado”, sentenció. “Lo que apareció en la pantalla, querida amiga, fue el

patrón de interferencia. La luz pasó como onda”.

Su amiga hizo un gesto de extrañeza.

“¿Cómo onda?”. Pero si la luz fue medida...”.

“Sí”, reconoció él. “Sin embargo, lo que parece ser aquí determinante para

la naturaleza de la luz no es estrictamente la medición de la luz en las

rendijas, sino la información extraída por esa medición o, si quieres de otra

manera, es nuestro conocimiento sobre la luz. A pesar de haberse medido

pasando por las rendijas, la luz mantiene el patrón de interferencia. El factor

determinante no es por lo visto la medición, es lo que podemos saber sobre la

medición. Como desapareció la posibilidad de que conociéramos la luz, ella

se comportó como onda. Es decir, da la impresión de que la luz solo se

preocupa con lo que alguien pueda saber sobre ella. Si nadie puede saber

nada, a pesar de haberse realizado la medición, la luz continúa siendo una

onda. Por lo visto, e insisto en este punto, la mera observación es irrelevante.

Es la posibilidad de conocer la partícula lo que la crea”.

“¡Esto es... increíble! ¡Absolutamente increíble!”.

“La realidad no es lo que pensamos que es, o lo que queremos que sea; la

realidad es lo que es. Cuando intuimos que la realidad es una cosa, pero la

observación y la matemática nos revelan algo diferente, la observación y la

matemática ganan siempre. De madrugada vemos el Sol nacer en el

horizonte, a lo largo del día lo observamos girar en el cielo en una trayectoria

lenta en arco y al final de la tarde constatamos que se pone al otro lado, ¿no?

Ante eso, ¿que nos dicen la intuición y el sentido común? Que el Sol gira

alrededor de la Tierra. Pero gracias a las observaciones astronómicas y a

cálculos matemáticos, Copérnico llegó a la conclusión de que es la Tierra la


que gira alrededor del Sol. O sea, la observación científica y los cálculos

matemáticos derrotaron a la intuición y al sentido común. Lo mismo sucede

aquí. La intuición y el buen sentido nos dicen, porque eso es lo que nos indica

la percepción que tenemos de lo que pasa alrededor, que el mundo existe

independientemente de nosotros. Pero la observación científica realizada a

través del experimento de la doble rendija y de las respectivas variantes

revela precisamente lo contrario. Cualquier científico sabe que, cuando eso

ocurre, la observación y la matemática prevalecen sobre el buen sentido. Por

eso, por favor, olvídate de esa idea de que las cosas microscópicas se

comportan de la misma manera que las cosas macroscópicas pero en otra

escala. El mundo microscópico funciona de forma diferente y extraña. En

ciencia tenemos que creer en la observación, incluso cuando contradice el

sentido común, y en este caso la observación nos muestra que a un nivel

elemental el universo es extrañísimo. Por más desconcertante y contra

intuitivo que eso nos pueda parecer, es nuestra consciencia la que crea

parcialmente la realidad, y lo hace no únicamente en el espacio sino también

en el tiempo”.

Su amiga levantó las manos.

“De acuerdo, me rindo”, exclamó. “Únicamente que todo esto es tan

perturbador que cuesta creerlo...”.

“Tienes razón”, asintió él. “Yo mismo tardé años en aceptar que la realidad

es así tan extraña, y solo me rendí cuando conocí en pormenor el experimento

de la doble rendija y sus respectivas variantes. Fíjate bien: la posibilidad de

que, a un nivel elemental de creación de la realidad, ocurran primero los

efectos y después las causas tiene consecuencias increíblemente

contraintuitivas. Esto significa que la consciencia hoy y en el futuro tiene

aparentemente el poder de generar, en parte, la realidad física del pasado, y

en particular, el pasado referente al tiempo en que todavía no existían seres

conscientes en el universo. O sea, hasta que el universo generó consciencia,

el Big Bang no pasó de una especie de acontecimiento virtual, casi como si

fuese una onda en que todas las potencialidades se acumulaban en paralelo.

Únicamente cuando el universo concibió la consciencia fue cuando la

consciencia convirtió en real una de esas potencialidades, la historia anterior

del universo. En cierto modo, no es solo el pasado el que genera el futuro: el

futuro también genera el pasado. El acto de observar la realidad no solo crea

parcialmente la realidad de hoy sino también crea el pasado que hizo posible

la realidad de hoy. Es como si futuro y pasado se creasen mutuamente y


ambos fuesen indeterminados: tal como hay varios futuros posibles, existen

varios pasados posibles”.

María Flor se rascó la cabeza.

“No me digas que eso que estás diciendo también está probado...”.

“Lo que te estoy explicando son las implicaciones profundas de los

descubrimientos realizados gracias al experimento de la doble rendija. Este

experimento nos muestra la ilusión que se esconde por detrás de la realidad.

A un nivel elemental, el universo resulta de una dualidad entre lo real y la

consciencia, en donde lo real se complica para generar la física, la cual se

complica para generar la química, la cual se complica para generar la vida, la

cual se complica para generar la consciencia, la cual se complica para

general... lo real”.

“Es como si cada nivel de complejidad trajese aquellas propiedades

emergentes de las que hablaste esta tarde en Coimbra”, observó María Flor,

reflexionando sobre lo que acababa de oír. “Pero... ¿cuál es el significado de

todo esto?”.

Con el razonamiento haciendo un círculo completo, Tomás cruzó los brazos

y respiró hondo, preparándose para exponer la extraña, desconcertante y

profunda naturaleza del universo.

“Lo real crea la consciencia y la consciencia crea lo real”.



XXXII

Jugando con el aire, mil puntos brillantes forraban una buena parte del cielo

en aquella noche casi límpida. Pero aunque las principales estrellas

centelleaban en el manto negro, la mancha brillante de la Vía Láctea

permanecía invisible debido al destello luminoso de la ciudad. La Luna

acechaba en lo alto en cuarto menguante y la iluminación pública a lo largo

del perímetro de la fundación y más allá de él liberaba un hálito, suave y

seguro, pero suficiente para ofuscar los brillos más tenues del polvo

reluciente que recorría el firmamento.

Buscando siempre mantenerse en las zonas de sombra, James Krongard

avanzaba despacio por el jardín de la fundación. Su atención, sin embargo,

estaba centrada en el edificio de líneas modernas que servía de sede a la

Gulbenkian, en busca de cualquier pormenor sospechoso que le pudiese

revelar el paradero del fugitivo.

El walkie-talkie que llevaba en la mano de repente ganó vida.

“Comanche Dos a Apache”.

El agente de la CIA se dio cuenta de que era uno de los dos marines

llamando. Los tres marines de paisano se habían quedado con los nombres de

código de Comanche Uno, Dos y Tres, Swartzs era Buffalo y él mismo, como

jefe de la operación, se adjudicó Apache.

“Apache a Comanche Dos”, respondió, pegando el intercomunicado a la

boca. “¿Alguna novedad?”. “Afirmativo, Apache. Registré actividad en el

primer piso. Las luces están encendidas y me pareció ver a alguien mirando

por la ventana”.

“¿En qué lugar ha ocurrido eso, Comanche Dos?”.

“No sé, Apache. No tengo el plano del edificio conmigo”.

Krongard gruñó. Quien tenía el plano era él. Consultó el reloj y verificó la

hora. Ya pasaba de medianoche y no le parecía normal que hubiese actividad

a aquella hora en la fundación, incluso porque el concierto en el Gran

Auditorio ya había terminado. Si la luz estaba encendida y había personas

mirando por la ventana, eso había que verificarlo.

“Comanche Dos, ¿cuál es la localización de la actividad?”.

“Esquina sudoeste, primer piso”.

Apretó todos los botones para comunicarse con todo el equipo.

“Buffalo, Comanche Uno, Comanche Dos y Comanche Tres”, llamó.


“Stand-by”.

Después de dar el aviso de alerta, el agente de la CIA se arrodilló y

desdobló sobre el césped el plano del edificio. Encendió la linterna y estudió

las líneas del primer piso de la sede de la Fundación Gulbenkian. Situó el

sudoeste y se fijó en la sala que hacía ahí esquina. El plano identificaba el

compartimento de grandes dimensiones como el laboratorio del Instituto

Gulbenkian de Ciencia.

Tomás era académico y había actividad en el laboratorio. Únicamente podía

significar una cosa. Cogió el intercomunicador y apretó de nuevo todos los

botones para convocar a sus hombres.

“En el laboratorio”, anunció. “El sospechoso está en el laboratorio”.



XXXIII

Increíble y desconcertante; la explicación sobre el comportamiento de la

materia, a nivel elemental, del mundo atómico agotó todos los sentimientos

de asombro que María Flor podría tener todavía de reserva. Llegó a un punto

en el que, a pesar de empezar a entender que el universo era una realidad

mucho más extraña de lo que alguna vez supuso, ya nada la sorprendía. Pero

no había perdido de vista la cuestión principal, aquella que había originado

toda la conversación.

“Todo esto que me contaste es realmente muy interesante y perturbador,

sobre todo porque, por lo visto, no se trata de fantasías esotéricas sino de

ciencia”, reconoció. “Sin embargo, nada de eso explica el asunto que nos

preocupa, ¿verdad?”.

“¿A qué te refieres?”.

“Me refiero al mensaje dejado por el tal director de la CIA, Tomás. ¿Por qué

razón en el momento de su muerte decidió reproducir el símbolo de la

función de onda de la ecuación de Schrödinger y dejar debajo una referencia

a tu nombre como llave? ¿La llave de qué?”.

Se trataba de dos preguntas excelentes. El historiador se dejó caer sobre una

silla, sabiendo que esas eran las cuestiones centrales y a las cuales, si quería

dejar de vivir como un fugitivo, necesitaba responder de forma urgente.

“Sí...”, contestó, cavilando sobre el problema. “Eso todavía no se ha

aclarado. Quizás valga la pena ver el rompecabezas y resumir lo que sabemos

sobre él. Puede ser que así consigamos entender lo que estaba en la cabeza de

Bellamy”.

María Flor se sentó a su lado y le vio hojear el bloc de notas que tenía en las

manos. Las hojas saltaban unas detrás de las otras hasta que el bloc se detuvo

en la página con el mensaje del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología de la CIA.

“Esto, ya lo vimos, es el psi”, identificó su amiga en un tono mecánico,

indicando el enorme Ψ dibujado en lo alto del rompecabezas. “El símbolo de


la función de onda en la ecuación de Schrödinger”.

El dedo índice de Tomás batió insistentemente en el dibujo gigante del psi,

esforzándose por subrayar su importancia.

“Sabes, el psi es mucho más que un mero símbolo y Frank Bellamy, que

también era físico, tenía plena consciencia de eso. La función de onda que el

psi representa describe el mundo que nos rodea antes de ser observado,

dándonos una imagen completa y una especificación detallada de aquel limbo

entre existencia y no existencia que Einstein describió como un campo

fantasmagórico. El psi es lo que existe antes de existir, es el tejido de la cosa

en bruto, es la realidad virtual antes de ser real, es la onda y no la partícula.

O, si queremos, psi es el espectro de la realidad”.

“Sí, pero no existe solo. Conviene no olvidar que la función de onda

representada por el psi es la solución de la ecuación de Schrödinger, ¿no?”.

“Claro. Ocurre que la función de onda no describe solo los sistemas

subatómicos, atómicos y moleculares del mundo cuántico antes de la

observación, sino también los sistemas macroscópicos que vemos a nuestro

alrededor y, posiblemente, todo el universo”.

“Es la historia de que yo y la Luna somos una función de onda”, reconoció

María Flor. “Pero, si vemos bien la cosa, lo esencial de lo que dijiste hasta

ahora se refiere al comportamiento de la materia a nivel microscópico,

¿verdad?”. Hizo un gesto mostrando el espacio alrededor. “En la vida normal

las cosas no ocurren de esa forma tan extraña, como sabes”. Movió la mano

derecha de un lado hacia otro. “Mi mano no da saltos de un punto hacia otro:

recorre todo el espacio entre un punto y otro”. Señaló su silla. “Estoy sentada

aquí y no en toda la sala al mismo tiempo”. Se levantó y se giró de espaldas a

la ventana. “En este momento no estoy observando el cielo fuera, pero estoy

segura de que la Luna permanece allí arriba”. Dio tres pasos y rodeó el

proyector de luz por la izquierda. “Cuando doy la vuelta alrededor de esta

máquina, voy solo por la izquierda y no por la derecha al mismo tiempo”.

Paró y regresó, demostración concluida.

“Lo que quiero decir es que todas esas rarezas cuánticas de las que estás

hablando pura y sencillamente no existen en la realidad cotidiana. Nuestro

mundo, el mundo macroscópico, no está hecho de esa manera”.

“¿Por qué?”.

Ella se encogió de hombros.

“¡No sé por qué! Los científicos pueden haber descubierto que las leyes del

universo microscópico implican esos comportamientos extraños de la


materia, pero en el universo macroscópico la materia se comporta de manera

diferente. Mira a tu alrededor y lo entenderás”.

“¿Pero por qué?”, insistió él, abriendo los brazos en un gesto de perplejidad.

“¿Por qué? ¿Por qué razón el universo microscópico funciona según reglas

diferentes del macroscópico? Esta es una de aquellas preguntas que todos los

físicos se hacen, y seguramente Frank Bellamy también”. Se pellizcó la piel

de la mano. “¿Al final no estamos hechos de partículas, de átomos y de

moléculas? Fíjate, un conjunto de partículas forma átomos, un conjunto de

átomos forma células y un conjunto de células forma un ser humano. Si los

átomos existen en una onda descrita por la función de onda, y si estamos

hechos de átomos, ¿no seremos también una onda? Si la materia solo existe

como partícula si es observada, ¿eso quiere decir que yo también solo existo

como conjunto de partículas si fuera observado? ¿Por qué motivo los

electrones, los átomos y las moléculas obedecen a unas leyes y las células y

los seres vivos y las cosas inanimadas de gran dimensión, como las piedras y

el agua, obedecen a otras? ¿Será posible que las leyes del universo cambien

según la escala de los objetos?”.

“Por lo visto sí”.

“¿Pero cuál es el punto exacto en el que cambian? ¿Existe alguna frontera a

partir de la cual las leyes cuánticas dejan de repente de aplicarse y las leyes

clásicas entran en vigor? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Dónde se sitúa

exactamente esa línea de frontera?”.

María Flor esbozó una expresión de ignorancia total.

“No tengo la menor idea”, confesó. “Tú eres el académico. Como

historiador, estudias la ciencia y su historia. ¿Cuál es la respuesta para todas

esas preguntas?”.

Esta vez fue Tomás el que se encogió de hombros.

“¡Es un misterio!”, admitió. “Ese problema fue analizado millares de veces

por los físicos, sin encontrar una explicación plausible. Quien estuvo más

cerca de la respuesta fue un físico austríaco llamado Paul Ehrenfest, autor de

un teorema que permite concluir que los saltos cuánticos de las partículas a

un nivel atómico se van haciendo más pequeños a medida que los objetos se

vuelven mayores, hasta llegar a un punto en el que esos saltos desaparecen

por completo”.

“¡Ahí está la explicación!”.

“Sí, ¿pero cuál es el punto en el que eso ocurre? Y, sobre todo, ¿por qué

razón el comportamiento cuántico deja de manifestarse? El teorema de


Ehrenfest es una constatación de que ese comportamiento va desapareciendo

a medida que entramos en la escala macroscópica, pero eso ya lo sabemos,

basta mirar alrededor. Lo que el teorema no explica es por qué razón eso

sucede”.

María Flor puso un aire pensativo.

“Bien, hay una manera de descubrir la línea de frontera en la que cambian

las reglas”, consideró. “Es cuestión de ir haciendo experimentos con objetos

cada vez mayores para entender cuál es la escala en la que las leyes cuánticas

dejan de aplicarse”.

“Es una buena idea y, a decir verdad, ya fue llevada a cabo en diversos

laboratorios de todo el mundo. Los científicos consiguieron colocar grandes

moléculas compuestas por setenta y dos átomos en un estado cuántico en el

que esas moléculas se encontraban en dos sitios al mismo tiempo. Fue

también posible colocar millares de millones de electrones moviéndose

simultáneamente en dos direcciones diferentes. Las experiencias se fueron

alargando y en 1977 se logró pasar al universo macroscópico, cuando los

físicos del MIT consiguieron poner millones de átomos de sodio en dos

lugares al mismo tiempo y separados por una distancia mayor que un pelo

humano. Puede parecernos una distancia muy corta, pero lo cierto es que ya

es visible a nuestros ojos y eso implica la presencia de rarezas cuánticas en el

universo macroscópico. Y en 2009 los físicos de California pusieron dos

pequeñas chapas de un chip de ordenador ambas invisibles al ojo humano,

entrelazadas en estado cuántico una a otra. Existen incluso proyectos para

colocar proteínas y un virus en dos lugares al mismo tiempo. De ese punto

hasta pasar a las células vivas será solamente un paso, como debes imaginar”.

“¡Caramba!”, exclamó ella, impresionada. “Eso significa que las rarezas

cuánticas están dejando de limitarse al mundo microscópico”.

Cansado de estar en la silla, Tomás se levantó, se aproximó a la ventana y

dirigió la mirada hacia el menguante luminoso de la luna que resplandecía en

el firmamento estrellado.

“Sí, claro”. “Si Frank Bellamy decidió diseñar en su último mensaje el psi

que simboliza la función de onda en la ecuación de Schrödinger, estoy seguro

de que tenía en mente todas esas cuestiones. ¿Pero por qué plantearlas en

aquellos momentos, cuando estaba cerca de su fin? Es de suponer que este

tipo de problemas sea la última de nuestras preocupaciones cuando

enfrentamos una cosa tan terrible como la inminencia de la muerte, ¿no te

parece? ¿Qué tendría él en la cabeza en un momento tan dramático?”.


“¿Ese hombre conoce los experimentos que muestran leyes cuánticas

funcionando en nuestro universo macroscópico?”.

“¡Claro que sí!”, exclamó Tomás. “Bellamy era físico, ya te lo he dicho.

Cuando era joven trabajó en el Proyecto Manhattan, que en la Segunda

Guerra Mundial construyó la primera bomba atómica. Tenía perfecta noción

de las novedades en esta materia, incluso por sus funciones en la CIA. Sabes,

cuando hace poco te dije que, si no hubiese nadie mirando hacia la Luna, esta

pura y simplemente no existiría, no estaba bromeando. Seguro que Bellamy

sabía que las anomalías cuánticas comenzaron a ser observadas en nuestra

escala cotidiana y...”.

Se calló, con la frase a medias, los ojos fijos en el espacio oscuro más allá

de la ventana.

“¿Qué pasa?”, quiso saber ella, sin entender la vacilación. “¿Pasa algo?”.

El historiador se giró de repente, la cara contraída en un gesto asustado, la

mirada incendiada por la alarma.

“¡La CIA!”, exclamó. “¡Los tipos de la CIA están fuera!”.



XXXIV

Señalando en el papel, la lámpara de la linterna bailaba por el plano pero

incidía sobre todo en el espacio del primer piso identificado como un anexo

en la sede de la fundación, reservado al Instituto Gulbenkian de Ciencia. Los

hombres rodeaban la hoja extendida en el césped húmedo y seguían con

atención las explicaciones del jefe de seguridad.

“Quienes vamos a entrar en el edificio somos yo y Greg”, anunció James

Krongard, señalándose a sí mismo y al jefe de seguridad de la embajada.

Puso el dedo en una puerta referenciada en el plano. “El acceso será por esta

entrada de servicio, para mantenernos fuera de la vista de los guardias.

Avanzamos hacia la escalinata y subimos al primer piso. Una vez en el

laboratorio, agarramos al sospechoso. ¿Alguna duda?”.

“Tengo una”, señaló Swartz, levantando la mano. “¿Y mis hombres? ¿No

vienen?”.

El agente de la CIA movió la cabeza.

“Negativo. No quiero una multitud entrando en el edificio, una cosa de esas

difícilmente pasaría desapercibida. Esta operación es clandestina y debe

llevarse a cabo con la máxima discreción. No tengo que recordaros que

estamos actuando en un país de la OTAN y no queremos crear problemas a

nadie”.

“¿Entonces qué hacen mis marines?”.

El dedo de Krongard señaló en la planta los tres puntos de entrada en el

jardín de la fundación.

“Os quiero vigilando estos tres pasajes”. Apuntó hacia los hombres de

paisano frente a él. “Comanche Uno en el portón nordeste, Comanche Dos en

el portón principal, Comanche Tres en el portón sudoeste”.

“¿Cuáles son las órdenes?”, preguntó uno de los marines de paisano. “Si el

sospechoso nos aparece por delante e intenta pasar por uno de los portones,

¿qué tendremos que hacer?”.

“Deténganlo”.

“¿Y si por algún motivo consigue escapar? ¿Debemos perseguirlo o esperar

por back-up?”.

“Mátenlo”.

Los tres marines se miraron los unos a los otros, sorprendidos con la orden,

y se volvieron casi en simultáneo hacia su superior jerárquico directo con un


gesto inquisitivo, queriendo evidentemente saber si él confirmaba lo que

acababan de oír.

“¿Tenemos autoridad para abatir al sospechoso?”, se sorprendió igualmente

Swartz, sintiendo las miradas expectantes de sus hombres sobre él. “¿Dónde

diablos está esa orden?”.

“La orden me fue dada verbalmente por el director del Servicio Clandestino

Nacional, Harry Fuchs, y se aplica únicamente en caso de fuga. Nuestras

instrucciones son detener al sospechoso. Pero si se escapa, por motivos de

seguridad nacional que aquí no puedo exponer, tendrá que ser abatido”.

“Necesito una orden escrita”, insistió el jefe de seguridad de la embajada.

“De lo contrario, podremos estar cometiendo un crimen y nosotros no

queremos que...”.

Krongard lo interrumpió e hizo un gesto señalando a los cuatro hombres a

su alrededor.

“Asumo la total responsabilidad y todos somos testigos de que lo hago”,

declaró. “En función de la autoridad de la que fui investido por el documento

proveniente de Washington y que el señor embajador hoy te entregó, mis

palabras valen tanto como una orden escrita, como bien sabes”. Miró

fijamente a los elementos del equipo uno por uno, para cerciorarse de que no

volvía a ser desafiado. “¿Alguna duda sobre esto?”.

Después de un momento de espera para reflexionar sobre lo que acababa de

oír, Swartz se sometió.

“Ninguna”.

Viendo a su jefe directo ceder, los hombres asintieron con un movimiento

de cabeza. Se había restablecido la autoridad del agente de la CIA y él respiró

hondo.

“Entonces voy a repetirlo”, dijo, con voz siempre firme. “Si el sospechoso

huye, tendrá que ser abatido. ¿Está claro?”.

Todavía con un rastro de desconfianza visible en el rostro, Swartz mantuvo

los ojos clavados en Krongard.

“¿Asumes la responsabilidad?”.

“Afirmativo”.

El jefe de seguridad miró a los hombres bajo su comando directo y asintió

con un leve movimiento de la cabeza.

“Le habéis oído, boys”, dijo. “Vamos”.

Cogieron las Glocks y verificaron las municiones. Destrabaron las armas y

apretaron los silenciadores. Después, como si interpretasen un baile bien


ensayado, se separaron al mismo tiempo, los marines en dirección a los

portones del perímetro de la fundación, Krongard y Swartz rumbo al interior

del edificio.



XXXV

Muy alarmado, Tomás se volvió y se dio cuenta de que también María Flor

estaba aterrorizada. Concluyó rápidamente que tendría que dominar sus

emociones si querían tener alguna posibilidad de escapar. Su amiga confiaba

en él y no podía por eso mostrar desorientación o se arriesgaba a enfrentar

efectos desastrosos si entrase en pánico. Sabía demasiado bien que en

momentos difíciles como aquel era fundamental conservar la sangre fría,

pensar con claridad y actuar con rapidez.

No podían quedarse paralizados.

“¡Vamos!”, dijo, tirándole del brazo. “¡Tenemos que salir de aquí lo más

deprisa posible!”.

Cruzaron el laboratorio a paso acelerado y llegaron a la puerta. El

historiador miró hacia el exterior y le pareció todo tranquilo. Incluso extendió

el brazo para apagar la luz, pero reconsideró y paró el gesto; atraer a sus

perseguidores hacia el laboratorio podría ser ventajoso si conseguían

escabullirse de allí a tiempo. Recogió el brazo y dejó las luces encendidas.

“¿Y ahora?”, quiso saber ella, con las manos temblando y la mirada

asustada. “¿Qué hacemos?”.

Concentrado en lo que pasaba en el atrio del primer piso, Tomás no

respondió. Le hizo una señal para que le siguiese y cruzó la puerta,

avanzando despacio en dirección a la escalinata. Si bajaban a la planta baja,

pensó, tendrían una buena posibilidad de escapar. Al acercarse a los

peldaños, sin embargo, vislumbró primero una sombra y después otra, ambas

subiendo al primer piso paso a paso. Evidentemente, alguien se esforzaba por

mantenerse silencioso.

“Cuidado”, murmuró, los ojos mirando en todas las direcciones en busca de

una escapatoria. “¡Ahí vienen!”.

No vio ningún escondite y las sombras continuaban subiendo la escalera.

Tenían menos de dos segundos para esconderse. ¿Pero dónde? ¿Dónde?

Retrocedieron hacia la sombra de la pared, acorralados, y para sorpresa de

Tomás su espalda no tropezó con ninguna superficie dura, como esperaba,

sino con un tejido que cedió al contacto.

Una cortina.

Con un movimiento rápido, se deslizaron ambos por detrás del telón espeso

en el momento exacto en que las sombras en la escalinata dieron lugar a dos


figuras en carne y hueso; eran probablemente los hombres de la CIA que

llegaban al primer piso. Ocultos por el tejido oscuro de la cortina, Tomás y

María Flor mal se atrevían a respirar. El historiador le puso la mano en el

hombro para tranquilizarla y sintió que su gesto la ayudaba. Después miró

por una abertura y observó a los dos hombres subir el último peldaño, a unos

tres metros de distancia.

“Oye Greg, tú te quedas aquí”, susurró el de delante. Parecía obvio que se

trataba del que mandaba. “Si alguien intenta bajar las escaleras, ¿sabes lo que

tienes que hacer?”.

“No te preocupes. ¿Y tú?”.

El jefe metió la mano en el abrigo y extrajo un objeto metálico con un tubo.

Al principio Tomás no entendió de lo que se trataba, pero por un reflejo del

metal vio que el hombre sujetaba una pistola con el cañón envuelto en un

cilindro.

“Voy a cogerlo en el laboratorio”, dijo. “Si oyes los plops de los tiros del

silenciador, no te preocupes. Limítate a desaparecer para que no te cojan los

de seguridad y di a tus hombres que abandonen rápidamente sus puestos y

vuelvan a casa. Yo voy a hacer lo mismo, quédate tranquilo. El próximo

punto de encuentro es la embajada”.

“¿Y si no hay tiros?”.

El jefe miró fijamente a su compañero con intensidad, como si la mirada lo

dijese todo.

“Va a haber, quédate tranquilo”.

El bulto de delante se giró y siguió en dirección al laboratorio, la pistola

disimulada en la mano, los pasos lentos y cautelosos. La puerta estaba

recortada por un rectángulo de luz, que le dio la seguridad de que había gente

dentro, por lo que redobló el cuidado a medida que se aproximaba.

Escondido detrás de las cortinas, Tomás seguía los acontecimientos con

creciente alarma. Las últimas palabras del diálogo de los intrusos mostraban

que la intención no era detenerle, sino matarle. Ya había intuido eso en

Coimbra, cuando el hombre de la CIA le había apuntado sin previo aviso,

aunque entonces no pudo estar seguro. Ahora era diferente, pronunciaron las

palabras de forma clara; aquellos hombres habían venido para matarle.

El problema era que las opciones de fuga estaban reducidas a cero. Salir del

laboratorio a tiempo solo les había concedido uno o dos minutos. El agente

de la CIA se preparaba para entrar en aquella zona del Instituto Gulbenkian

de Ciencia y en breve descubriría que ellos ya no estaban allí. ¿Qué sucedería


después? Era evidente que los desconocidos iban a examinar al detalle el

primer piso. Comenzarían por encender las luces de los pasillos y del atrio y

después inspeccionarían lo que se escondía por detrás del primer escondite

obvio, las cortinas.

No había duda, estaban perdidos. La única salida, pensó Tomás, era huir por

la escalera mientras el agente de la CIA examinaba el laboratorio.

El hombre que se había quedado en la escalera, sin embargo, constituía un

obstáculo. ¿Cómo se podrían librar de él? Tendrían que probar suerte,

concluyó. Tenían que escapar y había llegado el momento de arriesgarse.

Cerró los párpados y contó mentalmente hasta tres.

Uno.

Un ruido aparatoso señaló el momento en el que el agente de la CIA abrió

de par en par la puerta y entró en el laboratorio con la pistola en la mano, listo

para disparar. Sin embargo, el historiador sabía que él no estaría mucho

tiempo allí. Unos veinte, treinta segundos, como máximo, tiempo suficiente

para darse cuenta de que habían dejado el laboratorio.

Dos.

Tenían que aprovechar la pequeña ventana de oportunidad que se les abría.

Las posibilidades de que todo corriese bien eran muy pequeñas, lo sabía, pero

se trataba de la única salida, teniendo en cuenta las circunstancias. La

sorpresa jugaba a su favor y tal vez el hombre que estaba esperando en las

escaleras no fuese capaz de frenar una envestida inesperada proveniente de

un lugar imprevisto como la cortina escondida en la sombra.

Respiró hondo, preparándose para la acción. Había llegado la hora de

terminar la cuenta atrás y lanzarse hacia la salida.

Y tr...

“Damn!”, se oyó al hombre de la pistola echar pestes desde el laboratorio.

“What the fuck!”.

Las palabras inquietaron al hombre de las escaleras, que dio unos pasos en

dirección al laboratorio.

“¡Jim!”, llamó. “¿Qué pasa?”.

Esta evolución frenó a Tomás. No podía salir en ese momento porque su

adversario se había alejado. No tenía forma de derribarlo por sorpresa. Y se

dio cuenta de que si echase a correr e intentase bajar las escaleras, su espalda

se convertiría en un blanco fácil.

Palpó el espacio por detrás de ellos y de la cortina y se dio cuenta de que

había una puerta de cristal. Si había una puerta de aquellas allí,


probablemente habría un balcón. Era la oportunidad que buscaba. El hombre

de la escalera se alejó lo suficiente para no oírles si fuesen discretos, pero

tenían que actuar deprisa. Buscó a ciegas el picaporte y cuando lo encontró lo

giró y corrió la puerta. Echó una última mirada por la abertura de la cortina y

vio al hombre de las escaleras plantado a medio camino del laboratorio, a la

expectativa de lo que sucediera al agente de la CIA e intentando entender por

qué había gritado.

Era el momento.

“Ven”, le susurró a su amiga. “Pasa para ahí fuera”.

María Flor obedeció y se escabulló por la puerta que él había entreabierto.

Tomás hizo lo mismo y encontró una pequeña terraza. El corazón le

retumbaba en el pecho y sentía las pulsaciones increíblemente aceleradas,

pero incluso así no pudo contener una sonrisa. Tal y como había ocurrido en

Coimbra, se escapaba por la terraza. Sin embargo, el gesto de ironía

enseguida se deshizo cuando se dio cuenta de la enorme diferencia en

relación a su fuga de la Casa de Reposo. Aquí no había ningún árbol por el

cual se pudiese descolgar para llegar abajo. En realidad, no había nada.

Solo un salto en la oscuridad.

“¡Estamos acorralados!”, constató ella, con desesperación en la mirada.

“¡Nos van a coger!”.

Al verla al límite de la resistencia psicológica, Tomás se aproximó para

intentar tranquilizarla, pero en ese instante el cristal de la puerta por donde

acababan de pasar se iluminó. Se dieron cuenta de inmediato de que eso solo

podía significar que habían encendido las luces del atrio del primer piso y que

los desconocidos empezaban a revisar el piso. La cortina detrás de la cual se

habían escondido sería evidentemente el primer sitio obvio, lo que significaba

que los hombres también se iban a dar cuenta de que había una terraza detrás

de la cortina y por lo menos darían ahí un vistazo. Los fugitivos tenían un

máximo de diez segundos, probablemente menos.

Presionado, el historiador estudió de nuevo la terraza. No había, de hecho,

sitio por donde escapar, ni siquiera donde se pudiesen esconder. Cuando sus

perseguidores inspeccionasen el espacio por detrás de la puerta de cristal, era

inevitable que diesen con ellos. Echó una mirada exasperado hacia abajo,

sabiendo que las tinieblas escondían peligros y constató con sorpresa que el

destello de la iluminación que se había encendido en el atrio del primer piso,

aunque tenue, conseguía mostrar el suelo y deshacer el misterio de aquella

sombra, antes impenetrable.


Césped.

El suelo inmediatamente por debajo de la terraza estaba constituido, no por

piso duro, sino por césped. Bajo el efecto de la luz del primer piso, las puntas

de hierba relucían como piedras preciosas; parecían diamantes pero eran

gotas de agua. Había sido regado hacía poco y Tomás comprendió lo que eso

significaba.

“¡Salta!”, ordenó a su amiga, subiéndose a la barandilla de la terraza. “Es

nuestra única posibilidad”.

María Flor echó una mirada aterrorizada hacia el suelo.

“¿Estás loco? ¡Si saltamos desde esta altura, nos vamos a partir las

piernas!”.

“Abajo hay césped, ¿no ves?”, dijo él, apuntando hacia la vegetación. “Y el

riego acabó hace poco, lo que quiere decir que la tierra está mojada. O sea,

más blanda”. Señaló la puerta de cristal con el pulgar. “Van a aparecer en

cualquier momento. ¡O saltamos ahora o nos cogen!”.

Ella también había oído el diálogo de los dos desconocidos y sabían a lo que

habían venido.

“¡Vamos!”.

Venciendo una última vacilación, se subió a la barandilla al lado de él, llenó

el pecho de aire para ganar coraje y, casi al mismo tiempo, se lanzaron ambos

al vacío.

El impacto fue violento, pero la tierra estaba realmente empapada de agua y,

tal y como Tomás había previsto, amortiguó la caída. Los dos bultos rodaron

sobre sí mismos, para aflojar más el choque, y se detuvieron sobre el césped

para analizar los daños.

“¿Estás bien?”.

La pregunta que él había susurrado mereció como respuesta un gemido de la

compañera. María Flor sentía un dolor en la pierna y Tomás tenía la espalda

dañada. Examinaron con cuidado, ella la pierna y él la espalda, y constataron

que conseguían moverse a pesar de estar doloridos; no se habían partido

nada.

“Sí, estoy bien”, respondió María Flor. “¿Y tú?”.

Como si prefiriese responder a través de actos, el historiador se puso de pie

y le extendió la mano para ayudarla a levantarse.

“Tenemos que...”.

Se calló en ese momento y se detuvo. Oyó voces que irrumpieron desde

arriba. Los asesinos habían llegado a la terraza. Tomás levantó los ojos y vio


a los dos hombres con los brazos extendidos hacia delante y las pistolas en

las manos apuntadas en su dirección.



XXXVI

Oscuro completamente el jardín exterior por efecto del contraste con la

iluminación interior, los ojos de James Krongard y de Greg Swartz tardaron

bastante en adaptarse a las tinieblas. Las sombras de fuera les parecieron

uniformes y no consiguieron vislumbrar nada, más allá del gran manto de

oscuridad que se extendía alrededor.

“No están aquí”, concluyó Swartz dando la espalda a la barandilla. “Vamos a

ver el resto”.

El agente de la CIA todavía no quería desistir y con la mirada recorrió una

vez más todo el espacio envolvente, en un esfuerzo por ver a lo lejos algún

bulto o movimiento sospechoso, pero el jardín parecía realmente adormecido,

solo acariciado por una brisa fresca. Con un suspiro de resignación se rindió a

la evidencia y dio también media vuelta para ir tras el rastro del jefe de

seguridad de la embajada, entrando en el edificio sede de la Gulbenkian.

“Tenemos que inspeccionar todo el piso”, dijo en un tono un tanto

decepcionado. “El tipo debe de andar por alguna parte”.

Swartz apuntó hacia varias puertas situadas a lo largo del pasillo, unas a la

izquierda y otras a la derecha”.

“Quizás está en alguno de esos despachos”.

El razonamiento parecía lógico, pero Krongard se detuvo y miró hacia la

puerta abierta de par en par del laboratorio, con el interior todavía iluminado.

“Uno de tus hombres vio a alguien ahí dentro, ¿verdad? Pues si el

laboratorio está desierto, quien quiera que fuese que estaba ahí, abandonó

este espacio hace poco tiempo. Si ese alguien era nuestro sospechoso, como

cada vez me convenzo más que era, su retirada no fue una coincidencia”.

“¿Qué quieres decir con eso?”.

“Que él nos debe de haber visto y se ha escapado por alguna salida de cuya

existencia ni sospechamos”, sugirió. “No te olvides de que el tipo trabaja para

la fundación, debe de conocer todas las esquinas de la casa...”.

Swartz entendió rápidamente las implicaciones de esta observación.

“¿Crees que él estará fuera?”.

El agente de la CIA no respondió. En vez de eso sacó el walkie-talkie del

cinturón y apretó los tres botones que le permitían comunicarse con todos los

marines posicionados en el exterior.

“Apache a Comanche Uno, Dos y Tres”, llamó. “¿Me oyen?”.


“Comanche Uno a Alfa. Cinco por cinco”.

Los restantes marines también confirmaron la escucha y aguardaban

instrucciones.

“El pájaro puede haber escapado del nido”, avisó. “Redoblen la vigilancia y

no lo dejen abandonar el perímetro”.

Krongard sentía que Tomás se le escapaba como el agua entre los dedos,

pero no había jugado todavía su última carta. Los marines eran su red de

seguridad, aunque todavía alimentaba la esperanza de que no fueran

necesarios. A fin de cuentas, ¿quién sabe si el fugitivo no se escondía en uno

de los despachos del pasillo?”.



XXXVII

La puerta de cristal se cerró y Tomás respiró de alivio. Cuando vio a los

hombres en la terraza con las pistolas apuntadas hacia él, pensó que le habían

visto y llegó a cerrar los ojos, esperando dos tiros fatales, pero no sucedió

nada. Acabó por darse cuenta de que los desconocidos no tenían los ojos

adaptados a la oscuridad y que por eso no los habían visto, pero solo se quedó

tranquilo en el momento en el que desaparecieron en el interior del edificio.

“¿Crees... crees que ya nos podemos ir?”.

María Flor hizo la pregunta en un tono de voz trémulo y balbuceante. Los

corazones de ambos latían con tanta fuerza que pensaron ser capaces de oír

aquellos latidos, locos y casi descontrolados. Parecía incluso que algo dentro

de ellos quería salir del pecho. Lo curioso fue que solo entonces sintieron que

las piernas les temblaban y el estómago se les contrajo de miedo; la mente

tomaba plena consciencia de la amenaza.

“Sí”, dijo él, tragando en seco y volviendo a extender la mano para ayudarla

a levantarse. “Es mejor salir de aquí lo más deprisa que podamos. Van a

darse cuenta de que no estamos allí dentro y deben aparecer en cualquier

momento”.

María Flor se apoyó en la mano que le extendía Tomás y se levantó,

titubeante, con las piernas todavía temblorosas. Le parecía que estaban

hechas de gelatina. Dio un paso y casi se cae, atolondrada; pero con un gran

esfuerzo mantuvo el equilibrio y fue recuperando la compostura. Al verla

más restablecida, el compañero la arrastró hacia las zonas de vegetación alta

y la condujo por la sombra a lo largo del perímetro de la fundación en

dirección a la salida principal, la que daba hacia la Avenida de Berna.

“¿Cómo supieron que estábamos aquí?”, se preguntó ella. “¿Será que

alguien nos vio entrar?”.

Mientras andaba, con los ojos atentos a cualquier sorpresa que las sombras

les pudiesen preparar, Tomás iba reflexionando sobre el asunto. La pregunta

se justificaba, lo sabía. Revisó mentalmente los pasos que habían dado

cuando llegaron a la fundación y deprisa sacó conclusiones.

“Estoy seguro de que no nos vieron al entrar”, dijo. “Pero las luces en el

laboratorio estuvieron tal vez encendidas durante demasiado tiempo. Sabes lo

que pasó, la conversación estaba tan animada, que me olvidé de que nos

estaban buscando...”.


María Flor soltó un largo suspiro y una risita nerviosa.

“¡Uf! ¡Fue un susto de los buenos!”, se desahogó, intentado todavía digerir

la experiencia. “¡Ni sé cómo conseguí saltar desde aquella terraza y no

partirme nada!”. Las manos le temblaban, pero no fue capaz de contener una

risita. “¿Y cuando les vi con la pistola apuntada hacia nosotros? ¡Estuve a

punto de salir corriendo para cualquier lado!”. Soltó una carcajada nerviosa.

“¡Qué miedo!”.

Ahora que tenían la impresión de que el peligro ya había pasado, la

inyección de adrenalina en la sangre les dejó súbitamente en un estado de casi

euforia. Habían sobrevivido, el aire era puro, la luna en cuarto menguante

parecía un diamante en forma de C, las plantas despedían un intenso perfume

y el césped exhalaba un frescor embriagador; todo les parecía bonito y las

risitas se transformaron en risas y después en carcajadas. Parloteaban y reían,

habían escapado, respiraban libertad, estaban vivos y no interesaba nada más.

“Stop!”, rugió una voz nasal, evidentemente un extranjero.

“¡Identifíquense!”.

Se giraron y vieron que les cortaba el camino un joven corpulento, con el

pelo rubio cortado al estilo militar. No llevaba uniforme sin embargo; usaba

solo jeans y una chaqueta de cuero castaña. El acento parecía americano y no

era necesario ser superdotados para entender que formaba parte del equipo

que les buscaba.

Les habían cogido. La euforia de la adrenalina permanecía, sin embargo, y

Tomás, tal vez porque se trataba de un deseo largamente reprimido o porque

la excitación en ese instante le desinhibió, decidió que ya no tenía nada que

perder y que podía permitirse una última locura. Con un gesto impetuoso,

agarró a María Flor por los hombros, la atrajo hacia él e hizo lo que nadie

esperaría que hiciese.

La besó en los labios.

Fue un beso arrebatado, húmedo e intenso, pero breve. Cuando acabó apartó

la cabeza para contemplarla. Su amiga tenía los ojos muy abiertos y una

expresión incrédula en el rostro. Los últimos segundos habían sido un

carrusel de emociones, la euforia de la salvación transformada en susto al ser

interceptada por un americano y la sorpresa por aquel acto inesperado.

Tomás se rio en voz alta.

“Es preciosa, ¿verdad?”, preguntó, exhibiendo el rostro de ella al americano

paralizado. “¡Apuesto a que allí en América no hay nada así!”. La miró otra

vez y le contempló las líneas simétricas, los grandes ojos castaños con una


expresión atónita, los labios carnosos entreabiertos, las mejillas rosadas, los

pelos con las puntas rizadas. “Hmmm... bueno, tal vez aquella actriz, ¿cómo

se llama? ¡... Jeniffer Connelly!”. Volvió a coger su rostro y lo giró hacia el

americano. “¿No son parecidas?”.

Cogido por sorpresa, el marine incluso dudó.

“Afirmativo, sir”, acabó por afirmar, vencido por la semejanza de la mujer

que tenía delante con la actriz americana. “Su novia es la Jeniffer Connelly de

Portugal, all right”.

Tomás volvió a besarla en los labios.

“¡Preciosa!”.

El marine no sabía qué hacer. Le habían dicho que no dejase pasar al

sospechoso, pero lo cierto es que nunca le había visto la cara y quien apareció

no fue un hombre sino una pareja. Quería encender el walkie-talkie y solicitar

instrucciones a sus superiores. Las circunstancias, sin embargo, hacían que

ese gesto fuese un poco extraño. Sus órdenes eran las de mantener la mayor

discreción posible y evitar atraer las atenciones a no ser que fuera

estrictamente necesario. Además, se repitió así mismo que lo que tenía

delante no era un fugitivo desesperado sino una pareja de enamorados que

probablemente se estaban divirtiendo en los rincones oscuros del jardín de la

fundación y que ahora iban camino de casa. ¿Con qué argumento los podría

retener?

Estaba a punto de dejarlos pasar cuando, de repente, le surgió una última

duda.

“Disculpe, sir” dijo con una expresión súbitamente desconfiada,

aproximándose un paso para cortarles el camino. “¿Cómo ha sabido que soy

americano?”.

El portugués volvió a soltar una carcajada ruidosa y esbozó una expresión

burlona.

“¿Ya se ha oído hablando portugués?”.

El marine arqueó las cejas.

“¿Qué le pasa a mi portugués?”, preguntó, casi ofendido. “¿Hay algo mal?”.

“La gramática es perfecta”, lo tranquilizó Tomás. “El problema es ese

acento. Solo le faltan las espuelas de cowboy”.

Soltó una última carcajada y, con el brazo por el hombro de María Flor y

apretándola como si fuesen realmente un par de enamorados, gesticuló un

bye-bye de burla y abandonó el complejo de la Gulbenkian, adentrándose en

la noche de Lisboa.



XXXVIII

A pesar de todos los cuidados, la inspección al edificio sede de la

Gulbenkian terminó cuando los dos intrusos fueron interceptados por los

guardias que realizaban la ronda de seguridad de la fundación y en el

momento en el que registraban un cuarto de baño. James Krongard abría las

puertas de los compartimentos privados y Greg Swartz inspeccionaba el

armario de los productos de limpieza en el momento en el que tres hombres

entraron en los lavabos con porras en las manos.

“¿Quienes son ustedes?”.

Swartz, cogido por sorpresa, se quedó paralizado sin saber lo que decir, pero

el agente de la CIA estaba entrenado para aquellas situaciones y mantuvo la

compostura.

“Vinimos al concierto del Gran Auditorio y, al final, tuve una crisis de

cólicos y diarrea”, improvisó de forma muy natural. “Mi amigo tuvo la

gentileza de traerme aquí al cuarto de baño, para... en fin, para resolver el

problema”. La explicación fue dada en el tono convincente y perfectamente

razonable de quien tenía la consciencia tranquila, por lo que los guardias se

quedaron sin reacción. Pero el hecho de no haber ningún olor desagradable en

el aire en aquel momento, iba en contra de los argumentos de los intrusos.

“Identifíquense, por favor”.

Los americanos sacaron los pasaportes y los documentos de identificación

de la embajada de los Estados Unidos en Lisboa y se los entregaron a los

hombres de seguridad.

“Como pueden ver, soy el agregado cultural americano en Portugal”; dijo

Krongard. “No podía perder el concierto de esta noche, claro”. Puso la mano

en la tripa y, con un gesto dolorido, fingió desaliento. “El problema fue este

maldito cólico...”.

Los documentos estaban en orden, sus portadores tenían inmunidad

diplomática y nada parecía haber sido robado de las instalaciones, por lo que,

después de anotar la ocurrencia y registrar la identificación de los intrusos,

los guardias les acompañaron hasta la salida.

Una vez en la calle, los dos americanos se dirigieron directamente al marine

que se había quedado vigilando la salida principal. Era el joven rubio de pelo

al estilo militar y chaqueta de cuero.

“¿El sospechoso no pasó por aquí?”.


El marine movió la cabeza.

“Negativo, sir”.

“Damn!”, murmuró Krongard, frustrado. “¿Dónde diablos se escondió el

tipo? Recorrimos el edificio de la sede de una punta a otra...”.

“Solo nos faltó el museo”, consideró Swartz, con la mirada desviándose

hacia la estructura donde se guardaba la excelente colección del filántropo

que había creado la fundación. “Nos faltó verificar ese edificio”.

El agente de la CIA esbozó una mueca escéptica.

“Lo dudo mucho”, dijo. “El Museo Gulbenkian guarda cuadros de

Rembrandt, Rubens, Monet y otros artistas y hay mucha seguridad. Sería

imposible que nuestro hombre se escondiese allí dentro sin que nadie se diese

cuenta. Los guardias ya nos dijeron, cuando les interrogamos discretamente,

que no lo vieron todavía esta noche, ¿verdad? Eso elimina el museo”.

Parecía que habían llegado a un callejón sin salida. Krongard consideró la

posibilidad de que Tomás nunca hubiese estado esa noche en la Gulbenkian,

pero, siendo así, ¿cómo se explicaba la presencia de su automóvil al otro lado

de la calle? ¿Lo habría abandonado allí e ido después a otro lugar?

“Por lo tanto, Matt, ¿no pasó nadie por aquí?”, preguntó Swartz a su

subordinado mientras el agente de la CIA revisaba la situación. “¿Nadie,

nadie?”.

El marine dudó.

“Bien... pasó una pareja de novios. Deben de haber estado ligando en el

jardín de la fundación”. El rostro del marine se abrió en una sonrisa. “La

chica era una babe. Tenía la misma cara que Jennifer Connelly, pero con los

ojos castaños. Si yo cogiese una así...”.

Al oír el nombre, Krongard abrió bien los ojos.

“¿Qué es lo que has dicho?”.

Hizo la pregunta con tal brusquedad que el joven marine se puso a la

defensiva.

“¡No hice nada a la chica!”, se apresuró a aclarar, recelando haber violado

cualquier reglamento o código de conducta. “Me limité a...”.

“¿Jennifer Connely?” El hombre de la CIA comparó mentalmente el rostro

de la actriz americana con la fotografía de la directora de la residencia que el

jubilado de la Judicatura le había remitido por e-mail horas antes. Jennifer

Connelly era el nombre del que había intentado acordarse esa noche, la actriz

que actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind. Sintió un batacazo cuando

se dio cuenta de la verdad.


“¡Era él! ¡Era él!”.

“¿Él? ¿Quién?”.

“¡El sospechoso!”, exclamó, en un estado súbito de excitación. “¡El hombre

que buscamos! Damn!” Agarró al marine por los hombros y lo sacudió con

violencia. “¿Pero a dónde se fue?”.

El marine le devolvió una mirada de espanto, sin entender nada.

“Me temo que haya una equivocación, sir”, aclaró. “Estoy hablando de una

señora que se parecía a...”.

“El tipo que la acompañaba era nuestro sospechoso, ¡gran schmuck!, lo

interrumpió, sabiendo que no había tiempo que perder. “¿Lo estás

entendiendo ahora? ¿A dónde se fue?”.

Comprendiendo por fin la reacción de su interlocutor, el militar extendió el

brazo y apuntó hacia el pequeño espacio del otro lado de la calle donde

Tomás había aparcado su Volkswagen azul.


XXXIX

Siguiendo el camino hacia la salida, la cintura y la cadera de María Flor se

adaptaban de tal forma al abrazo que los unía, que su cuerpo parecía hecho

para estar pegado al de él; Tomás solo la soltó, y sin ganas, cuando llegaron

junto al parking y ya no tenía ningún pretexto para mantenerse agarrado a

ella. Encontró el Volkswagen aparcado en el mismo sitio donde lo había

dejado pero, cuando se preparaba para dirigirse al coche, notó la presencia de

un agente de la policía municipal en las proximidades. Algo en la postura del

hombre uniformado le dio a entender que había alguna relación entre él y el

coche, por lo que corrigió la dirección y siguió camino como si estuviese de

paso.

“¿Qué hay?”, se extrañó su amiga, sin comprender lo que pasaba. “¿No

vamos en tu coche?”.

“Ssssh”, susurró el compañero, señalando con los ojos la presencia del

policía. “Ten cuidado”.

Al ver al agente, María Flor comprendió el problema y también disimuló.

Pasaron el estacionamiento y caminaron a lo largo de la Plaza de España,

atentos al tráfico. Vieron un taxi aproximarse y levantaron los brazos para

llamarlo. El vehículo paró a su lado, se metieron en el asiento de atrás y

Tomás dio la dirección al conductor.

“Cais do Sodré, por favor”.

El taxi arrancó y de nuevo Maria Flor le echó una mirada extraña.

“¿Por qué el Cais do Sodré?”, quiso saber. “¿Vamos a coger el tren a

Cascais?”.

Tomás desvió los ojos, evitando mirarla.

“Cais do Sodré tiene pensiones cutres, de aquellas que usan algunas chicas

para llevar a los clientes. Son baratas y no piden identificación a nadie”. Se

encogió de hombros, un poco incómodo. “Disculpa, pero no tenemos

alternativa...”.


La información dejó a María Flor boquiabierta.

“Va a ser una bonita noche”, observó con ironía nada más recomponerse.

“Oye, no abuses, ¿vale? Aquellos besos que me diste a la salida de la

fundación... en fin, solo los pasé porque me pillaste de sorpresa debido a las

circunstancias. Pero que quede claro que no quiero ningún tipo de confianzas,

¿de acuerdo?”.

El historiador era la inocencia personificada.

“¿Yo? ¿Aprovecharme?”. Fingió un aire ofendido. “Francamente Flor, ¿me

consideras capaz de una cosa de esas?”.

“Te considero capaz de eso y de mucho más”, respondió ella, levantando el

dedo como si le hiciese un aviso. “¡Ni pienses en repetir la broma! Me

invitaste una vez a cenar, fue agradable y quedamos como amigos. Todo

bien. Pero no pasa de ahí”. Hizo un gesto señalando el taxi donde se

encontraban. “Si hoy estoy aquí contigo es porque creo que debo ayudarte en

este momento difícil Por eso, no te pases, ¿oíste?”. Movió la cabeza. “La

verdad, ya no sé si hice bien en meterme en esta aventura. Estaba tan

tranquila en mi rinconcito en Coimbra y ahora me encuentro arrastrándome

detrás de ti, con hombres armados siguiendo nuestro rastro y contigo

llevándome a una pensión de prostitutas. Empiezo a no encontrar gracia a

esta broma. No quiero que te tomes libertades conmigo. ¿Fui clara?”.

“Cristalina”.

El taxi les dejó en una callejuela por detrás de Cais do Sodré, donde había

bares y night clubs de tercera categoría. Recorrieron la calle con cierta

cautela, atentos a los hombres ebrios que se tambaleaban a lo largo de la

acera y a los otros que pasaban agarrados a mujeres delgaduchas con la cara

pintarrajeada. En medio de la calle vieron una pensión con aspecto sórdido,

un neón anunciando el Palacio de los Sueños, y se dirigieron hacia ella.

El interior era sombrío, con una decoración pobre y un ambiente

deprimente. En la recepción estaba una mujer gorda, con un cigarro en los

labios y un olor a perfume ordinario. Les recibió con modos indiferentes y no

les hizo preguntas. Tomás pagó anticipadamente y la recepcionista le

extendió con displicencia una llave oxidada.

“Es el doscientos seis”, les informó. “Segundo piso, tercera puerta a la

derecha. La ducha tiene un problema con el cilindro, pero creo que no será un

inconveniente”. Los labios se abrieron en una sonrisa y giñó un ojo cómplice.

“El agua fría puede venir al pelo después de una noche ardiente...”.

A María Flor no le hizo gracia la frase y no le agradaba aquel tipo de


equívocos, pero se mantuvo callada. Entendía que, considerando las

circunstancias, no había alternativa a aquel tugurio. Se metieron en el

ascensor, una caja de hierro antigua y cubierta por una red que le daba el

aspecto de una jaula, y apretaron el botón del segundo piso. El ascensor

sollozó al arrancar, gimió durante todo el viaje y terminó con un nuevo

traqueteo. Salieron al segundo piso y recorrieron la alfombra agujereada del

pasillo hasta entrar en la habitación.

Les esperaba un compartimiento minúsculo y deprimente, que olía a moho.

En una esquina había una vieja mesa y una silla de madera; había también un

espejo gastado colgado en la pared, una gran cama de hierro con una colcha

de color crema con manchas y un ventanuco con vistas hacia una pared. El

cuarto de baño estaba revestido de azulejos blancos y tenía un cierto aspecto

de hospital decrépito. La única cosa que desentonaba en aquel escenario

decadente era un ordenador sobre la mesa, un toque incongruente de

modernidad destacándose en aquel antro de decrepitud.

Después de inspeccionar la habitación, María Flor suspiró, abatida; le

costaba creer hasta qué punto se había rebajado en tan pocas horas.

“¡Qué antro!”, se desahogó, sentándose en la cama con aire infeliz. Miró a

su compañero, y viéndolo sin saber qué hacer, con la mirada indecisa

acariciando la cama, se levantó inmediatamente y apuntó hacia la moqueta

gastada. “Tú duermes en el suelo, ¿vale?”.

El mensaje fue claro, por lo que Tomás arrastró la silla y se sentó junto a la

mesa.

“Te has quedado muy traumatizada con el teatro que hice hace poco delante

del americano...”.

“Traumatizada, no diría”, dijo mientas colocaba la almohada y se

acomodaba. “Pero me gustan las cosas claras y poner todo en su lugar. No

quiero que piensen que...”.

Un sonido rítmico de los muelles de la cama chillando en algún lugar de la

pensión interrumpió a María Flor. A los chirridos acompasados de un

colchón les acompañaba una sucesión de gemidos femeninos que solo

terminaron unos treinta segundos después, en medio de un gran bramido

masculino final. Los dos ocupantes de la habitación doscientos seis evitaron

mirarse mientras duraron aquellos ruidos sospechosos y solo después de

regresar el silencio, rompieron el mutismo embarazoso en el que ambos se

habían quedado inmersos.

“Olé”, observó Tomás con una sonrisa nerviosa. “Esta pensión está... muy


animada”.

Su amiga levantó los ojos al techo, no muy satisfecha con la palabra elegida

para describir el agujero en el que se encontraban.

“¡Qué antro!”, suspiró de nuevo. Movió la cabeza, incrédula todavía por

haberse dejado arrastrar a un lugar de aquellos, y respiró hondo. “Mira,

tenemos que resolver nuestra situación, esto no puede continuar así. ¿Cuál es

tu plan?”.

El historiador la miró con desánimo.

“Gran pregunta”, reconoció, ponderando la cuestión. “Lo cierto es que no

veo salida para el problema. Los tipos de la CIA van detrás de mí y si me

cogen estoy frito. No tienen ninguna prueba real, pero admito que los indicios

son comprometedores”.

“Vamos por partes”, sugirió ella. “Para probar tu inocencia, ¿qué podemos

hacer?”.

El abordaje de su compañera no le pareció mal, pensó Tomás. Reflexionó

sobre la pregunta y la respuesta se impuso de inmediato.

“Para eso, tenemos primero que resolver el rompecabezas dejado por

Bellamy”, consideró. “Ya vimos que el símbolo que él escribió en su último

mensaje es la letra griega psi, una alusión directa e inequívoca a la función de

onda de la ecuación de Schrödinger, la formulación científica que tiene

implícito que la consciencia crea parcialmente lo real. En este rompecabezas

nos falta ahora desvelar el sentido de aquella línea misteriosa, ¿te acuerdas?

Se trata de la frase en la que él puso mi nombre y dijo que era la llave”. Abrió

las manos, en un gesto de impotencia. “¿Pero la llave de qué? ¿Qué llave... es

que...?”.

Se calló, concentrándose en el pensamiento que la conversación había

desencadenado, asociando palabras e ideas, explorando nuevos caminos,

contemplando posibilidades inesperadas.

“¿Qué?”, preguntó ella, viéndolo con la expresión vacía y ojos absortos.

“¿Qué fue? ¿Ocurrió algo?”.

Tomás se puso de pie de un salto, con el cuerpo lleno de energía, los ojos

incendiados por la llama del descubrimiento.

“¡Ya sé!”, exclamó, como quien dice ¡Eureka! “¡Ya sé!”.

“¿Ya sabes el qué? Explícate”.

Tomás se sentó en la cama al lado de ella y extendió el gran pentáculo que

había guardado en el bolsillo en Coimbra.

“Oye, esta mañana me entregaron en la Gulbenkian un paquete que venía de


Ginebra, pero con remitente desconocido. En el interior estaba este objeto, el

gran pentáculo. Pensé que me lo había enviado el anticuario que me vendió la

Tabula Smaragdina, un viejo manuscrito de Hermes Trismegisto también

conocido por Tabla Esmeralda o El Secreto de Hermes, que adquirí para la

colección Gulbenkian. La conclusión tenía sentido, el gran pentáculo era

también una antigüedad y venía de Ginebra, donde el anticuario vive. Pero

ahora me doy cuenta de que el remitente del gran pentáculo no fue el

anticuario. Fue Bellamy”.

“¿Cómo puedes estar tan seguro?”.

Tomás le señaló el objeto que le había puesto en las manos.

“Porque se trata del gran pentáculo. No te olvides de lo que Bellamy

escribió en el rompecabezas. La llave: Tomás Noronha”.

“¿Y? ¿Qué tiene que ver el gran pentáculo con esa frase?”.

Para el historiador todo aquello era de tal modo obvio que hasta se quedó

sorprendido de que ella no hubiera relacionado ambas cosas.

“¿No lo ves?”, casi protestó, apuntando al artefacto que le había entregado.

“¡Eso es el gran pentáculo! Es uno de los principales objetos mágicos

mencionados en el Mafteah Sholomoh”.

“¿En el Maf... qué?”.

Tomás le mostró el dibujo esculpido en la cara del pentáculo y apuntó hacia

los caracteres indicando המלש ‏,תחפמ inscritos en lo alto del círculo exterior.

“¿Ves esto?”, preguntó. “Es hebreo y significa Mafteah Sholomoh. Se

traduce en latín por Clavis Salomonis. ¿Lo entiendes ahora?”.

Ella movió la cabeza.

“No”.

“La Llave de Salomón”, aclaró él. “Es un texto mágico atribuido al rey

Salomón. Se trata de un manuscrito con informaciones sobre cómo llevar a

cabo experiencias de alquimia usando para el efecto la energía de Dios. Pero

esos pormenores son ahora irrelevantes. Lo que interesa es que Bellamy

escribió La llave: Tomás Noronha, una expresión con evidente doble sentido.


Por un lado me señaló a mí como la llave para resolver el misterio de su

muerte. Por otro, se trata de una referencia implícita a La Llave de Salomón,

o sea, al gran pentáculo que él mismo me envió por correo”. Volvió a coger

el objeto. “Este objeto debe de tener un papel muy importante en la

resolución del caso”.

Los ojos de María Flor se detuvieron en el diseño grabado en el gran

pentáculo, observándolo ahora con una nueva perspectiva. La llave: Tomás

Noronha era una referencia a Tomás como portador de la llave que Bellamy

había enviado por correo, el gran pentáculo mencionado en La Llave de

Salomón. Todo parecía más claro.

“Ah, estoy empezando a entender...”.

El historiador contempló igualmente el artefacto y lo examinó con detalle,

seguro de que todo allí desempeñaba una función. Tenía que comenzar su

lectura por algún lado. Optó por el círculo central del diseño, sobre el cual

posó el indicador.

“El centro del pentáculo está ocupado por un hexagrama, ¿ves?”, le llamó la

atención. “El hexagrama es una estrella de seis puntas y puede representar

dos cosas: O es una Magen David, o escudo de David, popularmente

conocida como la estrella de David, un símbolo usado hace muchos siglos

como título del Dios de Israel y presencia frecuente en textos mágicos

cabalísticos, como las tablas de segulot...”.

“Seguro que es eso”.

“No me parece”, hay una alternativa. “Fíjate que el hexagrama está dentro

de un círculo, una configuración que está más de acuerdo con otro símbolo

alquímico, el sello de Salomón, usado en la alquimia para representar la

combinación de los opuestos y la transmutación. Al asociar el símbolo

alquímico del fuego, el triángulo hacia arriba, con el símbolo alquímico del

agua, el triángulo hacia abajo, se crean símbolos alquímicos de la tierra y del

aire, lo que convierte al sello de Salomón en el símbolo del equilibrio

perfecto de la naturaleza. Por lo demás, es curioso observar que en la cultura

hindú el hexagrama es un símbolo del mandala, que representa el perfecto

equilibrio meditativo ente el hombre y Dios, que conduce al nirvana”.

Contemplaron por unos momentos el sello de Salomón, pero en poco

tiempo la atención de ambos se centró en los otros elementos constantes del

diseño del gran pentáculo, en particular en el anillo exterior, donde se

encontraban los caracteres hebreos תחפמ המלש y los caracteres latinos

TTVPYN4SOTPYRK.


“¿Y este círculo exterior?”, preguntó, señalando el anillo. “Estas dos

palabras redactadas en hebreo significan Llave de Salomón, ya lo explicaste.

¿Y las otras?”.

Tomás se frotó la barbilla, pensativo.

“Para ser franco, no sé”, acabó por reconocer. “Tendré que estudiar esto con

más tiempo”. Señaló la gran estrella de siete puntas encajada entre el círculo

exterior y el sello de Salomón en el centro del diseño. “De esta otra estrella

ya hay mucho que decir. Se trata de un heptagrama conocido por estrella de

Babalon. Representa los siete días de la Creación, aunque en alquimia se trate

de una referencia a los siete planetas conocidos por los antiguos alquimistas y

los siete elementos fundamentales identificados por las culturas occidental y

oriental”.

“¿Y qué hay de particular en eso?”.

El dedo del historiador saltó entre números, señales y letras dentro y fuera

de las puntas del heptagrama.

“Esta señalización tiene que tener algún significado”, observó en tono

meditativo. “Fíjate que dentro de las puntas aparecen unas señales extrañas,

círculos y trazos. Por fuera de las puntas, a su vez, se ve una secuencia de

números. ¿Lo ves? Aparece un treinta y ocho, un setenta y siete, un cincuenta

y siete, un ocho... en fin, nada de esto aparece por casualidad”.

María Flor indicó dos letras a la derecha.

“Y hay también estas letras, una N sobre una W”, observó. “¿Qué quiere

decir esto?”.

Los ojos de Tomás se fijaron en las dos letras. ¿Cómo era posible que una

cosa de aquellas se le hubiese escapado? La presencia del N y del W, pensó

mientras estudiaba de nuevo los números y las señales dentro de las puntas, le

habían dado la solución de inmediato. Abrió mucho los ojos, como si la

respuesta le hubiese alcanzado con la energía de un relámpago.

“¡Caramba!”, exclamó, mirando fijamente a su amiga. “¡Esto son

coordenadas! ¡Bellamy me envió coordenadas!”.

No fue preciso decir nada más, porque María Flor lo entendió a primera

vista. Barrió la habitación con la mirada, buscando un papel.

“¿No habrá por ahí nada que escriba?”.

En ese momento el historiador ya había echado la mano al bolsillo de la

chaqueta y extrajo su bloc de notas. Quitó la tapa de la estilográfica con los

dientes y, copiando a partir del dibujo esculpido en el gran pentáculo,

escribió la fórmula de las coordenadas.


Se quedaron ambos boquiabiertos apreciando las dos líneas, seguros de que

estaban delante de una verdadera pista. Parecía como si hubiesen recibido un

mensaje del Mas Allá. Tenían la impresión de que Frank Bellamy

comunicaba con Tomás a través del gran pentáculo diciéndoles que en el

planeta había un lugar donde podría encontrar la solución para el misterio de

su muerte. Ese lugar era referenciado por aquellas coordenadas.

La primera en reaccionar a ese descubrimiento desconcertante fue María

Flor. Desvió la mirada hacia la mesa y fijó la atención en el monitor.

“Al final, el ordenador va a servir para algo...”.

Lo enchufaron y aguardaron impacientemente a que se formase la imagen

en la pantalla. Hicieron clic en el icono de Internet y constataron con alivio

que se había establecido la conexión, y a una velocidad que les pareció

razonable.

“¡Excelente!”, murmuró Tomás, moviendo el ratón para que la flecha

llegase a la línea de conexiones. “¡Vamos!”.

Abrió la página de un motor de búsqueda y se inclinó sobre el teclado,

preparándose para escribir. Digitó las coordenadas referidas en las puntas del

heptagrama que estaba dentro del gran pentáculo y la página cambió a un

mapa del planeta. Amplió el mapa, para aproximar la imagen del destino

indicado, y el mapa de los EEUU ocupó la pantalla. Volvió a ampliar y la

imagen navegó de nuevo hasta fijarse en un punto específico, el sitio indicado

por las coordenadas que habían encontrado en el gran pentáculo.

Abrieron los dos la boca y así se quedaron durante tres largos segundos, las

caras inmóviles como en una foto, estupefactos con la identificación del

lugar, atónitos con el destino que Frank Bellamy les había indicado para

descifrar el misterio. Tomás juzgaba conocer al jefe de la Dirección de

Ciencia y Tecnología, sabía que era traicionero e implacable, pero nunca lo

había imaginado con un sentido del humor tan perverso. El mapa les

mostraba que tenían que dirigirse a Washington, DC; en particular a un

edificio pegado a la orilla sur del río Potomac.

La sede de la CIA.



XL

Cuando finalmente la puerta de la Sala Oval se cerró detrás de él y se quedó

solo en el pasillo, Harry Fuchs dejó que la aprensión se reflejase en su rostro.

El briefing de la noche, que el director del Servicio Clandestino Nacional de

la CIA realizara al presidente de los Estados Unidos en una reunión que había

contado con la presencia del Secretario de Defensa y del Consejero de

Seguridad Nacional, no había discurrido de la mejor manera.

Esa tarde había explotado una bomba delante de la embajada americana en

Trípoli, destruyendo un ala del edificio y provocando varias decenas de

muertos, y la CIA no disponía de datos relevantes sobre sus autores; solo

unas vagas suposiciones que envolvían a la Al-Qaeda del Magreb. El

presidente no se había quedado satisfecho con la falta de informaciones

concretas y había avisado de que una cosa de aquellas “no podía volver a

suceder”, bajo pena de “rodar cabezas”.

Irritado con la reprimenda, Fuchs sabía de quién era la culpa.

“Fucking Bellamy”, murmuró entre dientes. “Debías haber muerto despacio,

maldito motherfucker”.

Esperaba que la desaparición del jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología le hubiese abierto el camino para el Ojo Cuántico, el gran

proyecto de la CIA que le permitiría saber todo en cualquier momento, pero

sus expectativas todavía no se habían realizado. ¿Dónde diablos habría

escondido el anciano el maldito Ojo Cuántico? El adjunto de Bellamy, Walter

Halderman, ya había consultado todos los informes de los proyectos secretos

elaborados en los últimos años por la Dirección de Ciencia y Tecnología y no

había encontrado nada. ¡Un inútil, aquel Walt!, pensó. ¿Cómo era posible que

aquel estúpido no encontrase el Ojo Cuántico?

Después de pasar por el pasillo delante de los despachos del vicepresidente

y del consejo de Seguridad Nacional, Fuchs atravesó el atrio y bajó las

escaleras hacia la planta baja. Cruzó la puerta principal del ala oeste y salió

de la Casa Blanca. El aire fresco le golpeó la cara, pero era revitalizante. La

noche ya había caído y la residencia oficial del presidente estaba iluminada

con los focos de luz colocados al nivel del césped.

Un Cadillac negro reluciente de cristales opacos se deslizó hacia delante y

un guardaespaldas le abrió la puerta trasera. El director de la CIA se instaló

en su lugar y lo primero que hizo fue indicar el destino al chófer.


“Langley”.

La limusina arrancó y Fuchs abrió la puerta del bar y se sirvió un whiskey.

¿Dónde diablos habría escondido el anciano el Ojo Cuántico?, se perguntó

repetidamente mientras bebía. El automóvil recorría la West Executive

Avenue y sus ojos examinaban las luces alrededor, pero su mente estaba

sumergida en la valoración de varias posibilidades. Consideró diversas

opciones relativas al paradero del proyecto secreto de Frank Bellamy y en la

última de ellas, por mera asociación de ideas, le vino a la cabeza la imagen

del rompecabezas encontrado en las manos del cadáver de su fallecido colega

de la CIA. El Director del Servicio Clandestino Nacional sabía muy bien que

el símbolo que allí se encontraba no representaba ninguna crucifixión, como

la Agencia había hecho constar para legitimar muy convenientemente la caza

al sospechoso portugués, sino que era una ecuación cuántica. Una ecuación

tan cuántica como... el Ojo Cuántico. Aquella asociación de ideas le hizo

pensar con más cautela sobre el asunto. ¿Y si...? ¿Y si...?

Apretó el intercomunicador para hablar con su ayudante, que seguía delante,

al lado del conductor.

“Bill, pásame con nuestro hombre en Lisboa”.

Bebió un trago más de whiskey y maduró la idea que estaba apareciendo en

su cerebro. Por debajo del símbolo cuántico, Bellamy había dejado una frase

señalando a Tomás Noronha como la llave. Fuchs sabía que el portugués no

era el asesino, solo alguien a quien les convenía atribuir la responsabilidad de

la muerte del jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología, pero la inclusión

del nombre del historiador en el rompecabezas comenzaba a perturbarlo. ¿Por

qué aquel nombre por debajo del símbolo cuántico? ¿Habría alguna relación?

Claro que la había, concluyó de inmediato. El anciano había establecido

intencionalmente la conexión entre las dos cosas, la investigación cuántica y

Tomás Noronha. Más que eso, había señalado al historiador portugués como

la llave. ¿La llave de qué? La respuesta se impuso gradualmente en su mente.

El académico tenía que ser la llave que conducía al Ojo Cuántico.

El teléfono sonó.

“Su llamada, sir”, le anunció el ayudante “Es James Krongard, en Lisboa”.

Se oyó un clic en el auricular, señalando la transferencia de la conexión

telefónica.

“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo. “Sé que es de madrugada en

Lisboa, pero necesito saber lo que pasa. ¿Cogió a nuestro hombre?”.

La voz del otro lado vaciló, notoriamente embarazada.


“Tengo la operación en marcha”, respondió el agente de la CIA en la capital

portuguesa. “Dispongo de varias pistas y las estoy siguiendo. Esta noche

estuvimos muy cerca de cogerlo, pero el tipo tuvo suerte y consiguió escapar.

No será por mucho tiempo, sir. Le aseguro que en breve tendré buenas

noticias que darle”.

“Eso espero”, señaló el director del Servicio Clandestino Nacional en un

tono neutro. “Tengo, sin embargo, una alteración que hacer a sus órdenes. El

sospechoso no debe ser eliminado, sino capturado vivo y metido en un avión

para Langley. ¿Entendido?”.

“¿Se anula la orden de liquidación?”.

“Afirmativo. Será interrogado por nosotros y solo después sufrirá un...

accidente”.

Krongard suspiró de alivio al otro lado de la línea; la idea nunca le había

agradado.

“¡Sí, sir!”.

Sin una palabra más, Fuchs colgó el teléfono y se recostó en el asiento, y de

nuevo el whiskey le mojó los labios. El Ojo Cuántico era esencial para evitar

nuevos desastres, como el del atentado de esa tarde en Trípoli. Si quería

mantener su lugar, tendría que echar mano al proyecto. Y, pensándolo bien,

la mejor pista era ese Tomás Noronha. ¿No le había señalado el anciano

como la llave?



XLI

Observando discretamente a los lados y algo nervioso, el visitante miró por

fin al funcionario del guichet de la aduana.

“¿Cuál es el motivo de su visita?”.

La pregunta fue lanzada mecánicamente por el funcionario, un hombre de

cara oval y bigote con el nombre de Sánchez pegado al pecho. El visitante

tragó en seco, pero a pesar de la inquietud mantuvo el semblante relajado.

“Turismo”, respondió. “Siempre tuve curiosidad de visitar Washington e ir

a ver a...”.

“Ponga los dedos en esa placa, sir”, le cortó el funcionario aduanero, poco

interesado en la conversación. “Primero el pulgar de la mano izquierda,

después los restantes dedos y a continuación lo mismo con la mano derecha”.

El visitante obedeció, con la clara noción de que a partir de ese momento no

había retorno y estaba en manos del destino. La placa estaba registrando sus

impresiones digitales y la información sería enviada a la red de seguridad

nacional de los Estados Unidos y compartida por las varias agencias del país,

incluyendo la CIA.

“Ya está”.

“¿Puede mirar a la cámara, sir?”.

La cámara a la que el hombre del uniforme azul se refería era una máquina

fotográfica esférica con una pequeña lente. El visitante miró fijamente a la

lente y abrió el rostro en una sonrisa, seguro de que muy pronto alguien iría a

encontrar la imagen e investigar las circunstancias de su entrada en el país.

Ocurriese lo que ocurriese, le verían sonriendo.

“¿Ya acabó?”.

El funcionario aduanero asintió.

“Muchas gracias, mister Norona”, dijo el hombre, devolviéndole el

pasaporte. “Que tenga una estancia agradable”.

Era increíble como los americanos no acertaban nunca en la pronunciación

correcta de su apellido, pensó Tomás al pasar la aduana. Los de lengua

inglesa le llamaban siempre Norona. Pero para todos los efectos, las cosas

habían ido bien y debía sentirse satisfecho. Su nombre no constaba en la lista

de sospechosos cuya entrada no estaba permitida en los Estados Unidos.

Se giró hacia atrás y vio a María Flor salir del otro guichet con el rostro

pálido, pero con el pasaporte en la mano y el rostro aliviado. Como habían


previsto, la CIA no imaginaba que los fugitivos tuviesen el descaro de ir a

llamar a su puerta.

“¡Esto es una locura!”, dijo ella mientras movía la cabeza, todavía incrédula

con la insolencia que representaba aquel viaje. “¡Hemos venido a meternos en

la boca del lobo!”.

Tomás sonrió.

“Como el lobo nos quiera morder, se va a partir algunos dientes”.

Abandonaron el sector de la aduana y siguieron las señales hasta la zona de

desembarque. Las maletas de su vuelo ya se deslizaban por la cinta mecánica

y no fue difícil localizar el equipaje que les pertenecía. A pesar de tratarse de

dos maletas pequeñas y relativamente ligeras, las pusieron en un carro y se

dirigieron hacia la salida.

“¿Y ahora?”, quiso saber ella al meterse en la cola de los taxis. “¿Hacia

dónde vamos?”.

“Los hoteles continúan siendo un riesgo”, observó Tomás. “Cuando los

tipos de la CIA se den cuenta de que entramos en el país, lo primero que van

a hacer es verificar la lista de huéspedes de los hoteles, de las pensiones y de

los albergues de los alrededores y, si no encuentran nada, alargarán la

búsqueda a toda América”.

Su compañera se giró hacia el lado y frunció una ceja, súbitamente

desconfiada.

“Oye, no estarás pensando en meternos otra vez en una pensión cutre para

mujeres frescas, ¿no?”. Levantó la mano y movió el índice delante de la nariz

de él, como forma de aviso. “¡Esta vez no entro en el juego! Ya he

contribuido para esa colecta, ¿vale?”.

“Tranquila, mujer. El lugar que tengo en mente es respetable y no va a

exigir el registro de nuestros nombres”.

Llegó su vez en la fila y metieron las dos maletas en el maletero del taxi que

había parado delante de ellos.

“¿Ah, no?”, se admiró María Flor, entrando en la parte trasera del vehículo.

“¿Y donde es ese paraíso?”.

Tomás se sentó al lado de ella, cerró la puerta y al proporcionar la dirección

al motorista le dio la respuesta.

“A la Universidad de Georgetown, por favor”.

La ciudad de Washington, DC, les acogió con su sorprendente toque

europeo. Aunque la urbe estaba cortada por calles anchas paralelas y

perpendiculares, como ocurría en la generalidad de las ciudades americanas,


había abundantes espacios verdes y las fachadas de los edificios tenían líneas

clásicas que recordaban la arquitectura grecorromana. La mayor diferencia

con las otras grandes ciudades de América, sin embargo, estaba en el hecho

de que aquí no había edificios altos. La capital del país de los rascacielos era

una ciudad de construcciones bajas.

La atmósfera europea se volvió incluso más densa cuando entraron en la

parte antigua de Washington, DC, el sector de Georgetown. Allí las calles se

revelaron más estrechas y sinuosas, como sucedía en Europa, y estaban llenas

de comercios tradicionales, bares y pequeños restaurantes. Los transeúntes se

daban codazos en las aceras, unos eran jóvenes estudiantes de jeans, otros

serios personajes de traje y corbata.

El taxi les dejó a la puerta de la Universidad de Georgetown. Sacaron las

maletas, pagaron su viaje y entraron en la recepción, donde fueron acogidos

por un hombre calvo y de barba negra rizada.

“¡Bienvenidos!”, les saludó el hombre en portugués, encaminándose hacia

los recién llegados. “¿Todo bien? ¿qué tal ese viaje?”.

El historiador le dio un abrazo.

“Hola, Jorge. ¿Cómo estás?”. Hizo un gesto indicando a su acompañante.

“Esta es María Flor”.

Después de saludar a Tomás, Jorge desvió la mirada hacia ella y la

contempló con una mirada apreciativa.

“¡Vienes bien acompañado, amigo Tomás!”, exclamó dando dos besos a

María Flor. “Encantado. Ya era hora de que este joven se asentase y se echase

una novia en serio”.

“Es mi amiga”, corrigió el historiador ruborizado. Se volvió hacia su

compañera de viaje e hizo las presentaciones. “Jorge fue mi colega en la

Universidad Nova de Lisboa. Está realizando un posgrado en ordenadores.

Como sabía que se encontraba aquí en la Universidad Georgetown le llamé

antes de salir y le pedí un rinconcito donde podamos dormir. Jorge me dijo

que nos conseguía una suite de lujo en el campus universitario”.

“Es más bien un cuartito discreto”, se rio él, cogiendo la maleta de María

Flor. “Tengo un colega finlandés que se fue de viaje dos semanas a California

y me dejó la llave del cuarto para regarle las plantas. Como Tomás me

explicó que planeáis quedaros unos días, pensé en poneros allí”.

“¿No le va a molestar?”.

“Al contrario, si le regáis las flores, se quedará encantado”. Caminaban ya

por la universidad y volviéndose hacia atrás, Jorge le giñó el ojo. “Y si le


dejáis algún dinerito para pagar el alojamiento, mejor todavía”.

El matemático portugués hizo de anfitrión y los llevó al sector residencial

del campus universitario. El cuarto del finlandés era un cubículo pequeño en

un primer piso, con suelo de haya y muebles de roble, incluyendo una cama,

una mesa de trabajo con ordenador y un cuarto de baño minúsculo, sin bañera

pero con ducha. Orquídeas rojas llenaban una hilera de macetas en el alféizar

de la ventana y coloreaban el espacio con un toque exótico.

“No está mal”, aprobó María Flor. Lanzó una mirada en dirección a Tomás

y apuntó hacia el parquet, preocupada en marcar pronto el terreno. “Y tú,

como de costumbre, tendrás que dormir en el suelo”.

Fueron a cenar a la cantina del campus universitario. Al sentarse en la mesa

con la bandeja, Tomás pensó que la comida tenía un cierto aire plástico y se

preguntó a sí mismo si de allí en adelante no sería mejor ir a comer a uno de

los restaurantes de Georgetown.

Apartó rápidamente la idea. No habían venido a América por su

gastronomía, sino para aclarar el rompecabezas que Frank Bellamy había

remitido a Tomás y de ese modo alejar las sospechas que incidían sobre él. Se

daba cuenta de que cuanto más deprisa resolviesen el asunto, mejor sería, una

vez que el tiempo corría contra ellos y cada hora pasada en aquel país

representaba un riesgo adicional de ser localizados.

“Oye”, dijo Jorge cuando empezaron a comer. “¿Cuándo vuelves a nuestra

universidad?”.

“Todo depende de lo que ocurra en este viaje”.

Su amigo arqueó las cejas, sin entender el alcance de la respuesta.

“¿Qué quieres decir con eso?”.

El historiador respiró hondo, ganando coraje para abrir el juego con su

antiguo colega, y le explicó en trazos generales lo que había pasado desde su

viaje a Ginebra. La intervención de la CIA y el tiroteo de Coimbra, tan

increíbles que el anfitrión dudó que le estuviesen contando una historia

verdadera; pero la forma convencida y hasta asustada como María Flor

confirmó todos los pormenores acabó por disipar sus dudas.

“Oye, Jorge, necesito tu ayuda”, dijo Tomás cuando llegó a la parte en la

que tenía que explicar sus planes en América. “Tú sigues siendo un as de la

informática, ¿verdad?”.

El matemático se rio.

“¿Me estás tomando el pelo? No te olvides de que estoy haciendo un

posgrado en Matemática y el tema es justamente la programación de


ordenadores. Tengo que saber todo sobre informática”.

“¿Sabes entrar clandestinamente en una red de alta seguridad?”.

“Sé hacer todo lo que es posible hacer”, garantizó con algo de vanidad y

orgullo. “No te olvides de que cuando era adolescente entré en el sistema

informático del gobierno indonesio y metí allí un virus”. Soltó una carcajada

sonora. “¿Te acuerdas de aquel número?”.

“Fue cuando lo de Timor Oriental, ¿no?”.

“El virus decía Free East Timor, you, motherfuckers!”. Nueva carcajada.

“¡Lo que me reí! ¡Adoraba haber visto la cara de aquellos tipos!”.

La carcajada contagiosa pasó a sus dos interlocutores. Cuando las

carcajadas se acabaron, sin embargo, Tomás decidió que había llegado el

momento de enseñar sus cartas.

“¿Eres capaz de hacer lo mismo en una red de alta seguridad aquí en

América?”.

“¿Meter un virus que diga Free East Timor? ¿Para qué? Que yo sepa Timor

Oriental ya es un país libre...”.

“No estoy hablando de eso, idiota”, corrigió el recién llegado. “Quiero saber

si conseguirías entrar clandestinamente en un sistema de alta seguridad,

obtener una información confidencial y salir sin que nadie se diese cuenta.

¿Tienes conocimientos para hacer eso?”.

La pregunta provocó una mirada desconfiada de su interlocutor.

“¿De qué sistema estás hablando?”.

El historiador carraspeó, como si la mera enunciación del proyecto fuese ya

de por sí una locura.

“La CIA”.

Se hizo silencio en la mesa. El matemático miró fijamente a Tomás, después

a María Flor y de nuevo a Tomás. Las miradas expectantes de ambos

confirmaban que la propuesta iba en serio.

“¡Tú estás loco!”, exclamó Jorge, moviendo la cabeza y golpeando con la

punta del índice a un lado de la cabeza. Loco de remate”.

La ventaja de Tomás era que ya lo conocía hacía muchos años y sabía lo

que debería decirle para llevarlo a actuar contra lo que recomendaba la

prudencia y el más elemental sentido común.

“Te entiendo”, murmuró, apoyándose en la silla como si desistiese del plan.

“No te sientes capaz”.

“¿Quién te ha dicho eso?”, se levantó el matemático, herido en su amor

propio. “¡Claro que soy capaz! Ya te dije que, en materia de informática, ¡sé


hacer todo lo que es posible hacer! ¡Ni Bill Gates me ganaba!”.

“Entonces te falta coraje...”.

“¿Qué estás insinuando? ¿Qué soy un cobarde?”.

“Bueno, no es que seas cobarde, pero hay que tenerlos...”.

“¡Y yo los tengo!”.

El historiador supo en ese instante que tenía al antiguo

colega en la mano. Únicamente le faltaba llevarlo

con cuidado e inteligencia para conseguir de él lo que necesitaba.

“Entonces no lo entiendo”, exclamó con perplejidad fingida. “Si sabes cómo

entrar clandestinamente en la red informática de la CIA y si no tienes miedo

de hacerlo, ¿cuál es el problema?”.

El anfitrión comprendió que le había pillado.

“Quiero decir... en fin, no estamos hablando de una red cualquiera, como

debes de imaginar. Los sistemas de seguridad de la CIA son con toda

seguridad muy sofisticados, la codificación es muy compleja, existen

probablemente trampas y... y...”.

“Y no eres capaz”.

“Ya te dije que sí lo soy. Pero tienes que pensar que estamos tratando con la

red de la CIA. Si saben que alguien está intentando entrar en su sistema,

tienen medios para saber de quién se trata. No tengo muchas ganas de que

esos tipos me aparezcan en la puerta”.

“Eres un matemático, estás haciendo un posgrado relacionado con

programación de ordenadores y quisiste poner a prueba la calidad de la red de

la CIA. No te garantizo que no te molesten, pero tienes una buena disculpa.

Dices que entraste allí en el ámbito de tu investigación para la tesis”.

Jorge se mordió el labio inferior mientras meditaba sobre la sugerencia.

“No es mala idea”, consideró. “Tengo justamente un capítulo en la tesis

sobre la seguridad de las redes informáticas y seguro que mi orientador

confirmaría que una prueba al sistema de la CIA constituiría una experiencia

importante aunque controvertida, para llevar a cabo en el ámbito de mi

investigación académica”. Hizo un gesto. “Pero los tipos no van a creerse una

disculpa de esas. Y si me cogen me arriesgo a pasar unos buenos añitos en la

cárcel”.

“¿Cómo te pueden coger?”.

“Basta con identificar el ordenador que les entre clandestinamente en el

sistema, por ejemplo”.

“Pero puedes disfrazar tu rastro, como sabes”.


“Sí, claro, pero no te olvides de que estamos hablando de la CIA. Estos

tipos tienen gente y medios para localizar e identificar a cualquier intruso”.

Se recostó en la silla, dispuesto a rechazar la sugerencia. “No, el riesgo es

demasiado elevado”.

“Hay otras maneras de hacer esto. ¿Y sí lanzamos el ataque a través de otros

ordenadores?”.

La sugerencia hizo al matemático vacilar. Contempló el escenario y,

convencido, acabó por gesticular afirmativamente.

“En esas condiciones, creo que sí”, se levantó. “De hecho se puede hacer”.

Era todo lo que Tomás quería oír. Se levantó también de un salto e indicó la

puerta de la cantina.

“Llegó la hora de atacar a la CIA”.



XLII

Solo cuando la alerta intermitente en la pantalla llamó la atención de Don

Snyder, que con los pies posados encima de la mesa comía tranquilamente su

pizza, este se colocó bien en la silla, puso la comida en su embalaje, lamió la

grasa de los dedos y se inclinó sobre el monitor para intentar entender lo que

ocurría.

“What the fuck?!”, echó pestes en un murmullo mientras se esforzaba por

descubrir el significado de la línea intermitente.

“¿Qué viene a ser esto?”.

Un mensaje de aquellos constituía una advertencia que Snyder no podía

ignorar. Hacía quince años que trabajaba para el Servicio Clandestino

Nacional de la CIA como analista de contraterrorismo y la alerta que acababa

de ser enviada a su ordenador se relacionaba justamente con una correlación

de información que podía darle una pista relevante. ¿Serían novedades

relacionadas con el atentado de la víspera en Trípoli?

Apretó el icono de la alerta y fue direccionado a una página de acceso

restringido. Tecleó su password y la página confidencial ocupó toda la

pantalla. Leyó el texto, estableció la conexión con las otras dos páginas para

confirmar los datos, evaluó el nivel de prioridad de los elementos de la

agencia incluidos en la investigación y, convencido de que había encontrado

algo efectivamente relevante, imprimió las páginas.

Después de recoger las hojas salidas de la impresora, fue rápidamente por el

pasillo y solo paró en el gabinete del director del Servicio Clandestino

Nacional.

“Necesito hablar con mister Fuchs”.

La secretaria redactaba una misiva en su ordenador y ni levantó los ojos

para mirarlo.

“Me temo que el señor director está en una reunión”, respondió

maquinalmente. “Venga después de las...”.

“Necesito hablar con él ahora”.

“Ya le dije que...”.

Viendo que la secretaria no facilitaba las cosas, Snyder abrió la puerta del

despacho y echó un vistazo dentro. Vio al jefe de su dirección sentado en una

mesa con el equipo encargado de obtener información sobre el atentado de

Trípoli.


Al sentir la puerta abrirse, Fuchs se volvió hacia la entrada y miró al intruso.

“Fuck, Don! ¿No ves que estoy ocupado?”.

La secretaria apareció en la puerta, intentado sacar al analista de

contraterrorismo fuera del despacho.

“Perdone, señor director”, dijo a su jefe con una sonrisa avergonzada. “Yo

le informé de que estaba en una reunión, pero él...”.

Snyder la empujó hacia atrás e hizo señas con las hojas de papel que había

traído de la impresora.

“Me ha llegado información que puede considerarse muy relevante, sir”.

“¿Tiene algo que ver con el atentado de Trípoli?”.

El intruso movió la cabeza.

“No, sir”, reconoció. “Pero conseguí un dato que nos podrá poner en la pista

del Ojo Cuántico”.

La secretaria volvió a la carga e intentó de nuevo sacar a Snyder fuera del

despacho del director.

“Haga el favor de retirarse”, insistió ella. “No ve que...”.

Al escuchar la referencia del subordinado al proyecto de Frank Bellamy que

nadie conseguía encontrar en la Dirección de Ciencia y Tecnología, Fuchs

levantó la mano para frenarla.

“Déjele estar”, ordenó, levantándose de su lugar en la cabecera de la mesa

de reuniones y acercándose al analista de contraterrorismo. “Dijiste Ojo

Cuántico, ¿Don? ¿Qué ha pasado?”.

Después de lanzar una mirada victoriosa a la secretaria,

que se retiró refunfuñando, Snyder extendió las hojas al director.

“Recibí hace unos minutos un alerta del sistema, sir”, explicó. “Durante una

inspección de rutina de cruce de información con la base de datos del

Servicio de Inmigración y Aduanas el sistema registró una intercepción”.

Señaló una de las hojas. “Esta es la alerta referenciando la entrada de un

sospechoso que, por lo que entendí, podría estar relacionado con la

desaparición del Ojo Cuántico”. Sacudió otra hoja. “Aquí está la página que

encabeza el informe de la operación para detectar ese proyecto y a la cual no

tengo autorización para acceder, pero no pude dejar de constatar que el

acceso solo es posible con autorización a nivel de director. Presumí de

inmediato, no sé si bien, que se trata de un asunto de elevada importancia”.

“Correcto”, confirmó Fuchs. “Solo yo y dos personas más podemos ver ese

informe. ¿Y?”.

El analista señaló la tercera hoja que había traído.


“Esta es la lista del Servicio de Inmigración y Aduanas referente a las

entradas de hoy por el aeropuerto de Dulles, sir. Sugiero que eche una mirada

al nombre que se encuentra en la vigésima tercera línea”.

El director del Servicio Clandestino Nacional contó las líneas y se fijó en el

nombre ahí referido.

“I´ll be dammed!”, exclamó, estupefacto, al leer el nombre. Levantó los

ojos hacia su subordinado. “¿Esta lista es de hoy?”.

“Afirmativo, sir”.

Harry Fuchs se puso en pie y soltó una carcajada.

“¿Quién lo diría? El fucking Thomas Norona está en América”.



XLIII

Algunos símbolos de marcas electrónicas famosas llenaban los paquetes que

Tomás sacó de la tienda de ordenadores en el centro de Georgetown. Volvió

al campus universitario con los paquetes debajo de los brazos y pasó por el

cuarto, donde encontró a María Flor tumbada sobre la cama durmiendo. Se

retiró silenciosamente y se fue al cuarto de su amigo, que estaba dos puertas

más allá. Llamó al timbre y abrió de inmediato.

“Traje dos laptops”, anunció el historiador, exhibiendo los paquetes que

había adquirido en la tienda. “Espero que lleguen”.

Desempaquetaron los portátiles, los encendieron e hicieron download de los

programas estándar. Todo el proceso de preparación para que los ordenadores

estuviesen operacionales llevó una hora, que transcurrió casi sin intercambiar

palabra a no ser alguna ocasional referencia técnica. Cuando los laptops

estuvieron listos, contemplaron las pantallas iluminadas y se prepararon para

iniciar la operación.

“¿Y tu amiga?”, preguntó Jorge, como si solo en ese momento se hubiese

dado cuenta de que faltaba alguien. “¿No viene?”.

“Estaba muerta de sueño y se fue a dormir. Ya sabes, aquí son las diez de la

noche, pero en Portugal ya dieron las tres de la mañana”.

“Ah, el jet lag es muy traidor...”.

A partir de ese momento fue el matemático quien tomó las riendas de los

acontecimientos. Después de lamentar la ausencia de María Flor, que

describió como “una niña capaz de traer alegría a un cementerio”, se

concentró en el trabajo y se abstrajo del resto. Comenzó por establecer la

conexión a Internet, buscó un link extraño y se puso a operar con él.

“¿Qué estás haciendo?”, preguntó Tomás, que no reconoció la página. “¿No

deberías haber ido directo a la web de la CIA?”.

“Estoy disfrazando mi rastro. La idea es usar primero un proxy y después

enviar el mensaje por una red Tor”.

“Ah, quieres formar dos capas de seguridad...”.

“Eso mismo”. Señaló la pantalla. “Este proxy no guarda registros. Cuando

nos conectamos a él, todo lo que sale del ordenador pasa por aquí, dando la

impresión de que la conexión viene de la localización del proxy y no de su

verdadero origen. Ya la red Tor hace que los datos anden saltando por varios

ordenadores en todo el planeta antes de alcanzar la red de la CIA. Así, aunque


uno de esos datos quede comprometido, todo el sistema permanece intacto, al

contrario del proxy que, si estuviera comprometido, fastidiaba todo”. Se rio.

“Ya te aviso de que si nos descubren, los tipos de la CIA van a tener un

trabajo de mil demonios para desmontar este embrollo”.

“Sí, pero asegúrate de que vamos a usar un programa que no incluya el IP.

Es más seguro...”.

“Quédate tranquilo”.

El matemático se pasó más de una hora programando la proxy y la red Tor,

para camuflar el origen de sus laptops. Tomás empezó a ver que los ojos le

pesaban; a fin de cuentas el jet lag también le estaba afectando, pero se

mantuvo despierto a costa de dos vasos de café que fue a buscar a una

máquina del pasillo de la zona residencial del campus y que bebió de un

trago. El café no era fuerte, pero le permitió aguantar con estoicismo todo el

trabajo de su amigo.

En cierto momento vio a Jorge teclear una última vez, respirar hondo,

flexionar los brazos para distender los músculos y recostarse en la silla con

aire de haber cumplido su misión.

“¿Ya está?”.

El matemático se volvió hacia él, exhibió una sonrisa de satisfacción y le

giñó el ojo. Después se frotó las palmas de las manos y, poniéndose derecho,

volvió a mirar uno de los laptops”.

“Llegó la hora de meter la nariz en la red de la CIA”.

Estableció la conexión con la web de la agencia americana de espionaje, en

www.cia.gov, e hizo un examen preliminar para entender su estructura.

Después aplicó un programa que había descargado en el laptop y, mientras se

procesaba, cruzó los brazos y esperó”.

“¿Qué estás haciendo?”.

“Introduje un programa CGI para analizar el sistema y detectar

vulnerabilidades”.

“¿Crees que la red de la CIA tiene vulnerabilidades?”.

El anfitrión soltó una carcajada.

“Todas las redes tienen vulnerabilidades. El desafío es identificarlas y

explorarlas”. Dobló la pierna para ponerse más cómodo mientras esperaba los

resultados del CGI. “Hace algún tiempo los tipos del Pentágono lanzaron una

operación para probar la seguridad de su red y se quedaron en estado de

choque cuando descubrieron que cualquier hacker medianamente cualificado

era capaz de paralizar todo el sistema informático militar de América. Los


hackers llegaron al punto de asumir el control de los ordenadores de guerra

de la flota del pacífico, ¡para que veas!”.

“¡Caramba! ¿Es posible una cosa de esas?”.

“No solo es posible, sino que ya se ha hecho. Fíjate, solo el sistema

operativo Windows contiene decenas de millones de líneas de código.

Ningún sistema de seguridad logra tener un control cien por cien seguro en

un sistema de esa dimensión. Cualquier problema que implique una gran

carga de información contiene inevitablemente vulnerabilidades. Solo

tenemos que...”.

La pantalla se detuvo de repente en una página.

“¡Aquí está!”, exclamó Tomás. “El programa detectó una vulnerabilidad.

¡Tenías razón!”.

El amigo se puso derecho y analizó la página.

“Hay un agujero en el PHF”, constató. “Vamos a entrar por aquí”.

“¿Qué es eso?”.

“¿PHF? Se trata de una interfaz que acepta un nombre como imput y busca

la información respectiva en el servidor. Es una especie de lista telefónica, si

quieres. Vamos a ver a dónde nos lleva”.

Atacando el teclado como un pianista, Jorge exploró furiosamente el fallo

en el PHF. En cierto momento se concentró en la función escape_shell_cmd,

lo que despertó la curiosidad de su amigo.

“¿Qué estás haciendo?”.

“Esto es una función que limpia inputs”, aclaró. “El programador cometió

aquí un error y dejó una cosa fuera de la lista pero con un pie dentro. Estoy

explotando ese error”. Señaló las nuevas páginas que llenaban el monitor.

“¿Ves lo que he hecho? Entré en el sistema de e-mails de la red de la CIA”.

Sonrió. “Nada mal, ¿eh? ¡Un buen golpe!” Regresó al teclado. “Ahora voy a

camuflar mi presencia”.

Tecleó dos líneas de instrucciones y esperó la reacción del sistema. El

monitor registró actividad repentina y el intruso se giró hacia el segundo

laptop.

“¿Ahora trabajas con otro portátil?”.

“Correcto”, asintió. “Manipulé el sistema de la CIA de tal modo que ellos

enviaron un xterm a nuestro segundo ordenador. O sea, en vez de hacer

nosotros la conexión a la red de la CIA, es la red de la CIA la que establece la

conexión con nosotros. Genial, ¿eh?”.

Hizo un gesto grandioso, y como un mago que hubiese acabado un truco de


magia, exhibió el monitor del segundo laptop. La pantalla se llenó de líneas

aparentemente incomprensibles.

adm: x :4:4: Admin:/var/adm:

orion :x:1002:10:Christopher

Adams:/usr/users/cadams:/usr/ace/sdschell

monty:x:1004:101:Monty

Haymes:/usr/users/monty:/bin/sh

“¿Qué es esto?”.

“Es un archivo Linux de passwords”, respondió Jorge.

“Cada línea contiene el nombre de una persona con una cuenta electrónica

en la CIA”.

Tomás abrió unos ojos como platos; allí estaba su oportunidad para arrancar

del sistema lo que quería.

“Busca la línea con el nombre de Frank Bellamy”.

El matemático volvió al teclado y, después de apretar algunas teclas, la

página del sistema de la CIA cambió para otra lista.

bella_y:x:1139:101:Frank

Bellamy:usr/users/bella_y:/usr/ace/sdschell

“¡Joder!”.

“¿Qué ha ocurrido?”.

Jorge apuntó hacia la última palabra de la segunda línea. “¿Estás viendo este

sdschell? Los usuarios con esta referencia tienen una protección adicional que

envuelve un RSA SecurelD. Se trata de un dispositivo que selecciona un

número de seis dígitos y que lo cambia cada sesenta segundos. Un fastidio de

los grandes...”.

“¿Hay alguna manera de superar eso?”.

“Tenemos que insertar el número de seis dígitos que el dispositivo escoge

en cada minuto y añadirle un nuevo password de la persona”. Hizo un gesto.

“No va a ser fácil”.

“¿Pero es posible?”.

Jorge se mordió el labio, contemplando la tarea delante de él.

“O el password lo elige el usuario o se lo entrega la Agencia. La primera

hipótesis no es muy problemática, una vez que las personas acostumbran a

escoger contraseñas que les son familiares. Ya la segunda posibilidad es muy

complicada porque conlleva passwords aleatorios, más difíciles de recordar


por los usuarios pero también más seguros. Considerando que estamos

tratando con la CIA, que tiene la obsesión de la seguridad, yo diría que ellos

optaron por la segunda solución”.

“Mira que Bellamy ya tenía una edad muy avanzada y no sé si tendría

paciencia para recordar contraseñas complejas...”.

El matemático ponderó la información.

“En ese caso, es admisible que le hayan abierto una excepción”. Prestó

atención de nuevo al monitor y tecleó más instrucciones. “Voy a buscar datos

sobre la vida de él, como fecha de nacimiento, de boda y de cosas por el

estilo, e insertarlos como contraseña. Puede ser que tengamos suerte y

encontremos la correcta”.

Golpeando en el teclado con furor renovado, Jorge desencadenó la búsqueda

de la información personal que le permitiese deducir la palabra clave que

Bellamy había escogido. La operación era larga y fastidiosa, por lo que

Tomás se recostó en la cama del amigo mientras esperaba los resultados. Los

ojos volvieron a pesarle, sin que consiguiese impedirlo, se sintió relajado y se

dejó dormir.

Empezó a soñar con María Flor; quería agarrarla y ella huía por el pasillo

central de un avión. En cierto momento ya no estaban en el aparato sino en lo

alto de un rascacielos de Nueva York caminando sobre la barandilla de una

terraza. De repente ella se cayó y Tomás, en pánico, se precipitó por la

terraza sobre el precipicio gritando por un sniffer y la...

“¡Un sniffer!”.

El historiador se despertó de repente y se encontró al amigo de pie, mirando

asustado hacia la pantalla, el cuerpo en posición de alerta.

“¿Qué...?”, balbuceó. “¿Qué es lo que pasa?”.

Jorge tecleó rápidamente en el laptop y, pasados unos segundos, el

ordenador se apagó.

“¡Me apareció un sniffer!”.

Todavía confuso por esa súbita transición del sueño a la realidad en la que

las dos cosas parecían mezclarse, Tomás no entendió ni lo que pasaba ni lo

que oía.

“¿Un qué?”.

“¡Un sniffer!”, disparó el matemático, todo nervioso. “Un administrador

cualquiera del sistema de la CIA se dio cuenta de que alguien estaba en la red

y mandó un sniffer para saber quién era”. Respiró de alivio. “Felizmente que

tenía un programa para sniffar el sniffer, si no, estaba perdido”. Esbozó una


mueca, como si reconsiderase el asunto y al final juzgase injustificada tanta

angustia. “Incluso así, no sé. Espero haberlo detectado a tiempo...”.

Para entonces Tomás ya estaba bien despierto.

“Aunque te hayan detectado solo van a encontrarse con el proxy”, recordó.

“Si pasan esta primera red de seguridad, van a dar con la red Tor. Incluso si

pasan todos esos obstáculos no conseguirán llegar a nuestro laptop porque

usamos un programa sin IP. Mas, si por casualidad nos cazan, van a descubrir

que fueron ellos los que se conectaron con nosotros. Y finalmente, aunque

lleguen a este portátil, no existe nada que lo relacione contigo, ¿verdad? Yo

lo compré. Por lo tanto, estate tranquilo”.

Jorge respiró hondo.

“Sí, tienes razón”.

El historiador consultó el reloj; eran las tres de la mañana, había dormido un

buen rato y necesitaba descansar más. Se levantó de la cama y se acercó al

amigo.

“Y qué tal, ¿conseguiste algo?”.

“Sí, descubrí el password de Bellamy. Es su fecha de nacimiento, pero de

atrás para delante. Una cosa elemental y fácil de descubrir, como ves. Es un

error común de mucha gente utilizar datos personales para...”.

“Eso no interesa nada ahora”, se impacientó Tomás, ansioso por irse a

dormir. “Lo que quiero saber es si sacaste alguna información que me pueda

ser útil”.

La primera reacción de Jorge a esta pregunta fue una mirada de duda. El

matemático no parecía muy animado.

“Poca cosa”, acabó por admitir. “Obtuve unas informaciones generales y

cuando comencé a investigarle los e-mails, apareció el sniffer y tuve que

abortar la operación”.

No eran de hecho buenas noticias.

“¡Vaya!”, se irritó Tomás, levantando las manos en un gesto de impotencia.

“¡Tanto trabajo para nada!”.

Jorge parecía turbado con los resultados.

“Perdona, pero no tuve tiempo para nada más”.

El historiador dio un suspiro de contrariedad y posó los ojos en las

anotaciones escritas por Jorge.

“¿Qué es esto?”.

“Es lo poco que conseguí sacar”, dijo, extendiéndole el papel donde había

registrado algunos datos. “Las informaciones que recogí incluyen el número


de teléfono, la dirección de casa, unos extractos de cuenta del banco y una

cuenta de electricidad”.

“¿Solo eso?”.

“Nada más, me temo”, confirmó. “Sé que es poco, pero es lo que hay”. Miró

al amigo con una expresión interrogativa. “¿Qué piensas hacer ahora?”.

Tomás cogió la hoja garabateada con las pocas informaciones que el

matemático había logrado arrancar de la web de la CIA y, fijándose en la

dirección, su rostro se abrió en una gran sonrisa cargada de malas

intenciones.

“Entrar en su casa”.



XLIV

Sin dispensar sus rutinas, Don Snyder dejó el periódico sobre la mesa y la

primera cosa que hizo, como todas las mañanas al llegar a su despacho en

Langley para un nuevo día de trabajo, fue dirigirse a la máquina instalada en

el pasillo del Departamento de Contraterrorismo y comprar un café y un

muffin. Su mujer bien le decía todas las mañanas que aquello no era un

desayuno sano, que debía optar por fruta y ensaladas, que debía tener cuidado

con el colesterol, los triglicéridos y todas esas tonterías, que esto y que

aquello, pero lo que realmente le gustaba era lo que estaba a punto de

comerse. ¿Había algo más glorioso que comenzar el día con un café caliente

y un muffin?

Se sentó en su mesa y encendió el ordenador mientras masticaba la

madalena de chocolate. ¡Hmmm... que delicia!, pensó, disfrutando del

momento con los ojos cerrados. Cuando los abrió se dio cuenta de que había

documentos al lado del teclado. Por encima estaba un informe con la

información más reciente sobre el atentado de Trípoli. Lo que se encontraba

por debajo no era más que una carpeta amarilla muy fina y con aspecto

insignificante. Hojeó el informe y se dio cuenta de que los operativos en el

terreno estaban mandando a Langley solo pura especulación. Escribían sobre

todo acerca del arsenal del ejército libio que, en el calor de la revolución,

había caído en manos de los extremistas islámicos y les había capacitado para

realizar operaciones violentas en países de África y del Medio Oriente, como

Mali, Irak y Siria, entre otros puntos conflictivos.

“Damn!”, murmuró dando la última dentada al muffin y enfadado por la

falta de progreso en la recogida de información sobre el atentado. “¿Qué le

pasa a esta gente? Necesitamos información concreta, no rollos anunciando lo

obvio”.

Para no enfadarse, dejó el informe y abrió la carpeta amarilla. En el interior

se encontró con un documento de dos páginas que la Informática le había

dejado durante la noche. Leyó el texto e, intrigado con su contenido, abrió un

cajón y verificó la información que constaba en la alerta que había recibido la

víspera. No había duda, concluyó. Los dos asuntos parecían relacionados.

Pensando en el caso, tuvo una idea. Posó el vaso de café, se agarró al teclado

y se conectó a una página de verificación de números de compras; tecleó un

nombre y esperó por los resultados. Aparecieron al fin de unos segundos.


“Holy shit!”.

Sin perder tiempo, salió al pasillo para dirigirse al despacho del director. La

secretaria del jefe del Servicio Clandestino Nacional no mostró mucho agrado

por verlo allí; aún no había olvidado el incidente de la víspera, pero en esta

ocasión no puso ninguna objeción.

Llamó al despacho para anunciar al visitante y, sin dirigir una palabra a

Snyder, le hizo una señal indicándole que entrase.

El analista de contraterrorismo abrió la puerta y se asomó al interior.

“¿Se puede, sir?”.

Harry Fuchs se encontraba sentado leyendo The New York Times de esa

mañana con un puro humeándole en la boca, pero por su aire irritado se diría

que era él quien echaba humo. Una fotografía de los estragos provocados en

un ala de la embajada en Trípoli por el atentado de la víspera ocupaba la

primera página. Al ver al analista de contraterrorismo a la puerta del

despacho, agitó violentamente el periódico en su dirección.

“¿Ya viste esto, Don? ¡Estos motherfuckers de los periodistas nos están

llamando incompetentes! ¡Incompetentes!, ¿qué te parece? Mira lo que

escriben en el editorial”. Hojeó el periódico y fijó los ojos en la página de

opinión. “Como viene siendo habitual en los últimos tiempos, este atentando

cogió por sorpresa a la CIA y volvió a cuestionar la competencia y utilidad de

esta agencia que el Departamento de Estado ya apellida en voz baja por los

pasillos como “CIA — Colección de Idiotas y Analfabetos”. Levantó la

cabeza. “¿Ya viste el montón de shit que estos cocksuckers escribieron en

este periódico miserable? ¿Idiotas y Analfabetos? Fuck The New York Times!

Fuck el Departamento de Estado! Fuck toda esta gente!”.

“Es lamentable, sir”.

Snyder continuaba en la puerta esperando la autorización para entrar y se

quedó observando el espectáculo de su jefe teniendo un ataque de furia; sabía

que el responsable de su dirección era un hombre sanguíneo y que sus

accesos de rabia se habían hecho famosos en la Agencia. Furioso con el

editorial, el director lanzó el periódico al suelo y con un gesto colérico

aplastó en el cenicero el puro, como si éste fuera el articulista del New York

Times. Liberada su ira, hizo un esfuerzo por dominarse y, ya más tranquilo,

indicó al subordinado la silla delante de la mesa.

“Entra, Don”, dijo, todavía intentando dominar su frustración. “¿Tenéis

alguna novedad sobre el Ojo Cuántico?”.

Caminando con una pose bien sumisa, Synder cruzó el gabinete del jefe y se


sentó en el sitio que le habían señalado.

“Tengo novedades, sir”, confirmó. “Pero no son sobre el Ojo Cuántico, me

temo”. Puso la carpeta amarilla sobre la mesa del director. “Recibí ahora este

informe de Informática. Parece que tuvimos esta madrugada un incidente que

comprometió la seguridad en nuestra red”.

Fuchs alzó una ceja.

“¿Fue serio?”.

“Parece que no. Un firewall alertó al administrador del servidor y este lanzó

un sniffer que asustó al intruso. Después el administrador hizo una revisión al

material consultado y concluyó que no se trata de nada particularmente

importante”.

“Ah, bien”, descansó el director. “Solo me faltaba tener también problemas

en ese frente”. Frunció la ceja. “Pero si la intrusión no fue grave, ¿qué es lo

que te trae aquí?”.

Con un movimiento rápido de ojos, el analista de contraterrorismo indicó la

carpeta amarilla.

“Si yo fuese usted, sir, daba una hojeada al informe”.

El director del Servicio Clandestino Nacional cogió la carpeta y consultó el

documento de Informática.

“No veo nada particularmente relevante...”.

“Vea, por favor, el nombre del usuario cuya password fue violada por el

intruso”.

Los ojos de Fuchs enfocaron el nombre impreso en el log de la Informática

y le saltaron chispas cuando se dio cuenta de quien se trataba.

“¡Frank Bellamy!”. Miró a su subordinado con una expresión inquisitiva.

“¿Quién entró en la red con la contraseña del anciano?”.

“Conforme a lo previsto por el protocolo para situaciones semejantes, el

administrador del servidor se pasó toda la noche y la madrugada siguiendo el

rastro del intruso”, dijo. “Lo que descubrió está registrado en la segunda

página del informe”.

El director hizo un gesto de desprecio en dirección al documento.

“No entiendo nada de este lenguaje de locos”, admitió. “Hazme un

resumen”.

“El intruso usó un sistema proxy y una red Tor para tapar las huellas. El

administrador de nuestro servidor tuvo que andar saltando por el planeta

entero, de ordenador en ordenador, hasta darse cuenta de que iba a dar a un

callejón sin salida. Parece que el intruso usó un programa sin IP, por lo que


no conseguimos identificar el ordenador de origen”.

“¡Oh diablos!, eso es trabajo profesional...”.

“Sin duda, sir. Pero me puse a pensar quién estaría interesado en penetrar en

la web de la CIA e investigar la información relativa a Frank Bellamy. Fue

entonces cuando tuve una idea. Consulté el registro de todas las compras

hechas ayer aquí en Washington con el nombre de una cierta persona e...

imagine lo que descubrí”.

“Jeez!” No me digas que los cocksuckers del FBI ya andan encima de esa

historia...”.

Snyder movió la cabeza.

“Nada de eso, sir”.

“¿Entonces quién diablos andará buscando la password del viejo? ¿Será su

familia? Quieren ver que el sonnavabitch del hijo...”.

“Negativo, sir. Inténtelo otra vez”.

Fuchs improvisó mentalmente una lista de sospechosos y fue eliminando

cada nombre que se le formaba en la mente. Quién del exterior de la CIA

tendría interés en investigar el file de Frank Bellamy? Eliminados el FBI y los

familiares del antiguo director, no parecía sobrar mucha cosa. De repente,

como si hubiese sido alcanzado por un rayo, se quedó paralizado.

“¿Thomas Norona?”.

El subordinado sonrió.

“Bingo”.

“¿Norona? ¿Cómo puedes tener la seguridad de eso?”.

“No puedo”, reconoció el subordinado. “Pero fíjese en la secuencia de los

acontecimientos. A las nueve y media de la noche de ayer, nuestro amigo

Norona, el hombre que asesinó a mister Bellamy y que acababa de llegar a

Washington, usó su tarjeta de crédito para sacar dinero en un cajero cerca de

una tienda de electrónica en Georgetown. Verifiqué los registros de la tienda

y constaté que, diez minutos más tarde, fueron allí vendidos dos laptops,

ambos con dinero, lo que no es normal. Dos horas después, alguien entró

clandestinamente en nuestro sistema y ¿de quién usó la contraseña?

Justamente de mister Bellamy. ¿Y para qué? Para intentar obtener

información sobre, vea solo, nuestro fallecido jefe de la Dirección de Ciencia

y Tecnología. ¿Será todo esto mera coincidencia?”.

“Pero si él quería entrar en nuestra red con esos portátiles que acababa de

adquirir, ¿no sería natural que evitase usar la tarjeta de crédito en el cajero

automático?”.


“Tal vez”, admitió Snyder. “Pero dese cuenta de que el tipo puede haberse

descuidado o desconocer que también solemos verificar los movimientos de

los cajeros. O le da sencillamente lo mismo, yo qué sé. El hecho es que existe

una coincidencia perturbadora. En nuestra profesión sabemos que las

coincidencias son pistas, ¿verdad?”.

Finalmente convencido, el director del Servicio Clandestino Nacional

respondió con un murmullo de asentimiento. Hizo señal al subordinado para

salir y, cuando se quedó solo, giró su sillón y, desde la ventada del despacho,

contempló el río Potomac a lo lejos. El lienzo azul de agua parecía un espejo

reflejando las nubes. La ajardinada tranquilidad de Washington, DC, en

particular en aquel sector que rodeaba el complejo de la CIA, le daba el

ambiente adecuado para pensar. Durante cinco minutos ponderó la situación

con serenidad y por fin tomó una decisión.

Volvió a girar la poltrona y pulsó el intercomunicador, llamando a su

secretaria.

“Tish, pásame al mayor Fuentes”.

Iba a poner a su mejor hombre tras la pista de Tomás Noronha.



XLV

No había agitación a aquella hora de la noche, el tráfico en Dunpont Circle

ya se había calmado y la tranquilidad se había impuesto en la ciudad.

Sentados junto a la entrada de un coffee shop a media luz, Tomás y María

Flor iban vigilando el edificio del otro lado de la calle, atentos sobre todo al

guardia que permanecía sentado en el atrio leyendo un periódico. El café

americano no era de los mejores, pero iban saboreándolo distraídamente

mientras esperaban la evolución de los acontecimientos.

“¿Cuánto tiempo falta?”.

El historiador consultó el reloj.

“Seis minutos”.

El día había sido largo y bien aprovechado. Debido al jet lag, se despertaron

sobre las seis de la mañana, ella después de un buen sueño, él no tanto

porque, a fin de cuentas, se había acostado muy tarde. Pero a aquella hora en

Washington, DC, eran las once de la mañana en Lisboa y el despertador del

cerebro no le había dejado dormir más tiempo. Por eso salieron muy pronto

del campus de la Universidad de Georgetown y se fueron al Dupont Circle

antes de la hora punta matinal, para poder estudiar el edificio donde Bellamy

tenía su apartamento.

No fue necesario explorar el local durante mucho tiempo para darse cuenta

de que el principal problema estaba en el atrio. Cuando intentaron subir al

tercer piso, el guardia les bloqueó el camino y dejó claro que solo podrían

avanzar con una autorización expresa del inquilino al que querían visitar.

Balbucearon una disculpa incoherente, diciendo que se habían equivocado de

edificio y se marcharon. La retirada de los visitantes fue algo humillante, pero

lo importante es que les dio la noción de que el guardia de seguridad era un

obstáculo y que su prioridad esa noche sería despistarlo.

Sentado junto a la ventana del coffee shop bebiendo lentamente su café,

Tomás no pudo dejar de sonreír al acordarse de la estratagema que había

inventado para superar el problema. Mientras María Flor regresaba al campus

para cerciorarse por teléfono de que nadie ocupaba el apartamento de

Bellamy, Tomás había comprado al final de la mañana un periódico popular y

fue directo a la página de los pequeños anuncios buscando una...

“Atención”, exclamó María Flor, e interrumpió sus pensamientos. “¡Ahí

viene ella!”.


Vieron salir de un taxi una rubia despampanante, con un vestido rojo justo

que le realzaba la cintura estrecha y los enormes senos, y con las formas

sinuosas del cuerpo subrayadas por los zapatos de tacón, negros y relucientes.

La recién llegada pagó al taxista y comenzó a andar por la acera en dirección

a la entrada del edificio.

“Vamos”.

Sin perder tiempo, los dos portugueses salieron del coffee shop, atravesaron

la calle y se plantaron al lado de la puerta del edificio, pero en una zona fuera

de la vista del guardia. La rubia provocativa pasó ante ellos, dejando en el

aire un fuerte aroma vagamente dulce. Además de un cuerpo bien formado y

de un pelo liso y dorado que le caía hasta los hombros y llamaba la atención,

tenía unos vivos ojos azules y los labios sensuales; se diría que era una

conejita de Playboy.

Vieron a la rubia entrar en el edificio con paso tambaleante y desaparecer en

el atrio, que estaba lo suficientemente cerca para poder oír lo que pasaba.

“Hi, big boy!”, saludó con voz melosa. Soltó una carcajada sin sentido. Tú

eres nuevo aquí, ¿verdad?”.

“Uh... no”, respondió el guardia, dudando. “Trabajo en este edificio hace

unos años. ¿Puedo ayudarla?”.

La rubia se rio.

“¡Claro que puedes!”, exclamó. “¿Pero... pero no es este mi edificio? ¿Esta

no es la rotonda de Rhode Island Avenue?”.

“Me temo que no, señora... Estamos en Dupont Circle. La rotonda de Rhode

Island Avenue es en aquella dirección”.

“Damn!”, maldijo ella. “Siempre que bebo champán me pasa lo mismo. Me

desoriento, es una lata”.

“Si quiere le llamo un taxi para que la lleve a casa”.

“¡Oh, qué encantador! No te molestes”. La rubia se volvió a reír. “Oye,

pareces un chico simpático y... guapo. ¿Puedo contarte un secreto?”.

“Bueno... sí”.

“Sabes, el champán tiene dos efectos poderosos en mí. El primero es que me

desorienta completamente. Me quedo de tal forma liada que ni sé por dónde

ando. El segundo efecto es que... bueno, me pones a cien...”. Se rio de nuevo.

“¿Me entiendes lo que te digo?”.

“Uh...”.

“Por eso no me puedo ir ya para casa, ¿entiendes? Mi marido es un viejo”,

gimió. “Aaah, necesito a alguien para satisfacerme. Y tú... tú tienes un


aspecto tan viril, tan macho, tan potente...”.

“Pero...”.

“Oye, no aguanto más, esto es una tortura. Necesito un hombre. ¡Ahora! Mi

cuerpo está sediento de sexo. ¿No tendrás... no tendrás un sitio por ahí donde

me puedas resolver el problema?”.

“Pero yo estoy trabajando, señora, no puedo abandonar mi puesto. Dentro

de dos horas me sustituyen y entonces, si quiere, podemos...”.

“¡Ahora big boy! ¡Te necesito ahora! ¿No tienes un sitio aquí cerca donde

me puedas dar lo que necesito con tanta urgencia? Son solo cinco minutos,

¿me oyes? Cinco minutos en los que te voy a servir con las tetas, con la boca,

con la...”.

“Quieres decir...”, dudó el guardia, con la voz excitada. “Únicamente

tenemos... solo si fuera ahí, en mi gabinete. ¿Cinco minutos, dices?”.

“Cinco minutillos tórridos en los que te voy a enloquecer,

mi macho vigoroso, mi toro potente...” “Ven, ven... Allí estaremos

cómodos”.

Las voces se alejaron y se oyó cerrarse una puerta. Después de asomarse al

atrio, Tomás se volvió hacia atrás y miró a María Flor, que tenía la cara roja

como un tomate.

“El camino está libre”, anunció. “Vamos”.

Cruzaron la entrada del edificio con pasos leves y atravesaron el pequeño

atrio. Había dos puertas de ascensores, pero prefirieron dirigirse a las

escaleras, les pareció más discreto. Pasaron por el gabinete del portero y

oyeron gemidos y suspiros en el interior. María Flor no dijo nada en aquel

momento, porque era imperioso no hacer ruido, pero cuando llegaron a las

escaleras no se contuvo.

“Oye, ¿de dónde sacaste a esta... esta ordinaria?”.

La pregunta hizo reír a Tomás. Desde que había aparecido la rubia, esperaba

una pregunta de ese tipo.

“En el periódico”.

“¿La encontraste por el periódico?”.

“Los anuncios pequeños en el periódico incluyen servicios de prostitutas,

como sabes. Llamé a una de ellas y conseguí sacarle el nombre y la dirección

de un burdel de lujo, de aquellos que ofrecen chicas a los congresistas del

Capitolio. Fui allí y, después de ver a todas, escogí esta. Me costó un ojo de

la cara, ni te digo cuánto”.

Flor se detuvo entre dos peldaños del último tramo de las escaleras y lo


miró fija e intensamente, como si le quisiese escrutar el alma.

“¿Fuiste al burdel?”.

“Claro que fui”, respondió él. “Tenía que asegurarme de que conseguía una

chica capaz de quitarnos al guardia del camino”. Hizo un gesto indicando la

planta baja. “Y escogí bien, ¿no crees? Ella lo consiguió, ¿no? ¿Dónde está el

problema?”.

Su amiga no respondió. Recomenzó a subir las escaleras, mientras

refunfuñaba cosas más o menos ininteligibles pero que incluían frases como

“pfff, vaya sinvergüenza”, o “los hombres son todos iguales” y “¿qué será lo

que ven en estas ordinarias?”. Entretanto, llegaron al tercer piso y caminaron

por el pasillo hasta dar con la puerta del apartamento de Frank Bellamy.

“Te toca”, dijo Tomás delante de la puerta, invitándola a aproximarse.

“¿Crees que consigues abrirla?”.

María Flor dudó.

“¿Oye, estás seguro de que no hay ninguna alarma conectada?”.

“De eso no estoy seguro. Pero acuérdate de que el dueño del apartamento ya

ha muerto. Sin él por aquí, ¿quién vendría a activar la alarma?”.

“Incluso así...”.

“Oye, tenemos que correr el riesgo”, dijo el historiador, señalando la puerta.

“No hay alternativas”.

Con un suspiro de resignación, Flor se arrodilló en la moqueta del pasillo y

estudió la cerradura.

“Esta es de las complicadas”, constató. “Pero tranquilo, no voy a tardar”.

Sacó un gancho del maletín y lo metió en el agujero de la cerradura,

rodándolo en el interior para analizar la estructura y el mecanismo.

“¿Dónde aprendiste a desatrancar cerraduras de esa manera?”.

“En la policía”, explicó ella sin quitar los ojos del orificio. “Los usuarios de

la residencia a veces se encierran en las habitaciones y es un follón para

sacarlos de allí, ni te imaginas. Solemos tener copias de las llaves, claro, pero

a veces desaparecen y es un problema. Para resolverlo de una vez por todas,

fui a la policía y ellos me dieron un curso práctico sobre cómo desbloquear

cerraduras por fuera”.

“Muy útil, sí señora”.

María Flor se concentró en el trabajo que tenía entre manos y el silencio se

impuso en el pasillo. Acercó la oreja izquierda al agujero de la cerradura y

fue oyendo los sonidos del mecanismo interno respondiendo a los

movimientos de la punta del gancho. El proceso se prolongó sin que nada


sucediese y Tomás empezó a preocuparse. Si alguien apareciese por el pasillo

y los viese en aquella posición, concluiría inevitablemente que se trataba de

asaltantes. Había que acelerar el proceso, pero eso no dependía de él y no

sería por presionarla que ella iba a trabajar más deprisa o con más eficiencia.

Se llenó de paciencia y aguardó, esperando con ansiedad que nadie surgiese

por allí.

Casi sin aviso, se oyó un clic.

“Ya está”.

Tomás observó la cerradura con mirada inquieta, pero se dio cuenta de que

habían tenido éxito.

La puerta estaba entreabierta.



XLVI

Oyó el sonido de un zumbido nervioso. Justo cuando Peter preparaba el

informe que le había sido pedido la víspera y que tendría que presentar a su

jefe directo a la mañana siguiente, la señal de alarma se encendió en la

pantalla del ordenador con un brillo intermitente. Los ojos azul cristalino del

hombre en la casa se desviaron hacia la alerta y, con el ratón, pulsó el icono

del dispositivo de seguridad.

Las dos líneas que vio intermitentes en el monitor le quitaron las dudas.

Break-in in progress

Main door

“Fuck!”.

El sonido de la alarma general se encontraba apagado, pero el sistema

interno de seguridad permanecía activo e informaba de inmediato por alerta

informática si alguien forzaba la puerta de entrada y estaba entrando en el

apartamento.

Sin perder tiempo, y con el corazón acelerado, apagó apresuradamente la

fuente de energía del ordenador, cogió los papeles de forma atolondrada y

corrió hacia la sala de seguridad, el compartimento de alta seguridad que en

buena hora había sido construido al lado de la cocina. Entró jadeante, apretó

el botón de seguridad y cerró los ojos; la puerta metálica se trancó, aislándole

del exterior. Se escurrió despacio para el suelo y, acomodado, respiró hondo.

“¡Uf!”, suspiró. “Fue por poco”.

Estaba a salvo.

Ya era el segundo asalto al apartamento en el espacio de solo dos días. El

primero le pilló fuera de casa, retenido en el empleo por causa del estúpido

informe que el jefe había resuelto pedirle. Cuando esa noche llegó al

apartamento, comprendió por pequeñas señales que alguien había estado ahí.

Desde entonces vivía con miedo a que se repitiese el incidente. Había muchos

intereses envueltos en aquella historia y gente muy poderosa metida en el lío.

Su mejor arma era el disimulo. Dejó de atender llamadas, como había hecho

a lo largo del día. Sabía que los asaltantes tenían tendencia a llamar antes de

lanzar una operación, para cerciorarse de que su objetivo se encontraba

desierto, y estaba determinado a cogerlos in fraganti.

Ese momento había llegado.


Después de una pausa para recuperar la respiración, se levantó y encendió el

monitor. Todo el apartamento estaba cubierto por cámaras de vídeo

escondidas por detrás de espejos, en medio de las macetas o hasta en los

dispositivos contra incendio que se encontraban clavados en el techo. La

enorme pantalla se encendió y Peter, ya más tranquilo, observó la imagen

recortada en nueve secciones, cada una correspondiente a una cámara oculta

en un compartimiento o en un pasillo.

La cámara del hall de entrada mostraba dos personas entrando furtivamente

en el apartamento. El hombre en la casa cogió el mando y apretó el botón

para ampliar la imagen. El vídeo de la cámara del hall ocupó el monitor y

permitió a Peter estudiar a los asaltantes con más detalle. No reconoció a

ninguno, pero se dio cuenta de que uno de los intrusos era una mujer.

“Jeez!”, murmuró, asombrado. “Ahora también usan babes en estas

operaciones...”.

Un brillo de luz apareció de repente en la mano del hombre que parecía

estar al frente del dúo de asaltantes; se había encendido una linterna. Las

imágenes mostraban a los desconocidos avanzando con cuidado, explorando

tan lentamente el apartamento que tardaron cinco segundos en cruzar el

pequeño atrio y meterse en el pasillo.

Encerrado en la sala de seguridad, Peter consideró la mejor opción para

actuar. Podía llamar a la policía, claro; tenía allí el teléfono y la conexión con

la comisaría más próxima sería sencilla. Pero, si los intrusos eran quien él

pensaba que eran, eso no serviría de nada. Lo mejor sería seguir su plan

original. Iba a observarlos y esperar la evolución de los acontecimientos. Pero

lo más importante es que registraría todo. Nunca se sabía qué utilidad podría

tener la grabación, pero siempre sería un triunfo en caso de necesidad.

Abrió el panel que controlaba el sistema de videovigilancia e introdujo un

DVD virgen en el grabador. Después apretó el botón rojo indicando record,

esperó por la confirmación de que la máquina estaba de hecho grabando y

buscó el botón del sistema audio que se encontraba acoplado a las cámaras.

Rodó el botón y el sonido llenó los altavoces del compartimento blindado,

trayéndole las palabras que intercambiaban los asaltantes:

“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo el intruso que

caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay

nadie aquí”.



XLVII

“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo Tomás mientras

caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay

nadie aquí”.

El apartamento se encontraba inmerso en la oscuridad y no se atrevieron a

encender las luces. Su única fuente de orientación era el foco de la linterna

que rompía las densas tinieblas e iba bailando por las paredes y por los

muebles, como si aquel frágil chorro de luz abriese el camino. No era

agradable la sensación de estar explorando a escondidas la casa de otra

persona y sentían una presión constante, una inquietud permanente, la

incómoda sensación de que en cualquier momento alguien entraría en el

apartamento y los cogería in fraganti.

El deseo de huir era muy fuerte. Tomás movió la cabeza, como si de ese

modo pudiese echar también a los fantasmas que le asustaban. Qué ridículo,

pensó; el propietario, Frank Bellamy, ha muerto, es de noche, María Flor

llamó hace poco y se cercioró de que nadie atendía, señal de que el

apartamento está vacío; nadie vendrá aquí a una hora de estas, no habrá

problema. Se concentró en ese pensamiento, en ese deseo, en esa convicción,

y así fue domando el miedo permanente de ser encontrado por quien quiera

que allí entrase súbitamente. Pero incluso así el deseo de huir permanecía casi

irreprimible.

Recorrieron despacio el apartamento, moviéndose con mil cuidados por si

se encontraban con alguien, pero todas las habitaciones en las que entraron

estaban desiertas.

“Aquí no hay nadie”, susurró María Flor por fin, aliviada pero todavía

inquieta. No se sentía a gusto en el papel de asaltante. “¿Qué hacemos

ahora?”.

“Si hay alguna cosa importante, seguro que la encontraremos en el

despacho”, respondió él en el mismo tono de murmullo. “Cuando pasamos

por allí, ¿te fijaste? Aquello es una mina de posibilidades?”.

Flor se había fijado, pero no respondió. Recorrieron el pasillo central del

apartamento, ahora más tranquilos porque ya conocían la configuración

interior, y entraron en la habitación donde aparentemente el propietario

trabajaba cuando se encontraba en casa.

“¿Enciendo la luz?”, preguntó ella. “Ya hemos visto que aquí no hay


nadie...”.

“Muy bien”, aceptó el historiador. “Pero cierra primero las cortinas, no vaya

a ocurrir algo”.

Después de que María Flor corriese las cortinas, el historiador encendió la

luz. Fue como si el despacho se hubiese destapado y revelado sus secretos.

Aparecieron las paredes forradas de madera de roble, la misma de la que

estaba hecho el parquet por debajo de las alfombras persas; había además una

gran mesa de caoba dominando el espacio. A lo largo de las paredes se veían

colgadas varias fotografías enmarcadas.

Atraído por estas imágenes, Tomás las estudió con atención, intentando

entender la historia que contaban. Algunos retratos eran en blanco y negro,

evidentemente antiguos, y otros en color, más recientes. Detuvo los ojos en el

primer marco a su derecha y reconoció, en blanco y negro, un retrato de

Frank Bellamy joven, sentado en un laboratorio. La fotografía tenía escrito en

la esquina Los Alamos, 1944, lo que significaba que se la habían hecho en el

periodo en que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la

CIA había trabajado en el Proyecto Manhattan para construir la bomba

atómica. El marco de al lado lo confirmaba. Mostraba a Bellamy, igualmente

joven, al lado de Robert Oppenheimer en el ground zero de Trinity, el local

de la explosión de la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México.

“¿Este era Bellamy?”, preguntó María Flor mientras examinaba otras

imágenes enmarcadas. “¡Qué pedazo de pan de hombre! Parece Clint

Eastwood en versión joven”.

“Bueno, me criticas por la Marilyn Monroe que le lancé al portero, pero

después te pones a elogiar a Bellamy de ese modo”, protestó Tomás,

fingiéndose ofendido. Esbozó una mirada semejante a la que ella le había

echado solo unos minutos antes, cuando subían las escaleras. “Las mujeres

son todas iguales...”.

“Sí, sí”, asintió ella, mirándolo con una sonrisa burlona. “Tú sabes

mucho...”.

La atención de los dos intrusos volvió a las fotografías enmarcadas en las

paredes. Tomás examinó una imagen de Bellamy en un centro de tiro de la

CIA cuando era joven todavía pero evidentemente ya después de cerrar el

Proyecto Manhattan, y otra en color, mostrándolo al lado de una novia rubia

y sonriente, a la puerta de una iglesia”.

“Mira esto”, dijo, llamando la atención de su amiga. “Estoy seguro de que

fue hecha el día de su boda”.


Interesada, María Flor se aproximó de inmediato y miró por encima de su

hombro.

“Déjame ver”, pidió. Estudió la imagen. “Es bonita, la novia. ¿Sabes si vive

todavía?”.

“No tengo ni idea”. Hizo un gesto señalando el espacio alrededor. “Pero, a

juzgar por la decoración espartana de este apartamento, diría que no”.

Las restantes fotografías enmarcadas y colgadas en las paredes eran

igualmente muy instructivas sobre la vida del fallecido director de la CIA.

Una de ellas lo mostraba en su despacho en Langley. Otra lo colocaba al lado

de Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, delante de una pizarra negra

repleta de ecuaciones matemáticas escritas con tiza, y la siguiente con el

presidente Dwight Eisenhower en la Sala Oval.

A medida que las imágenes se sucedían, Frank Bellamy iba envejeciendo;

aunque siempre delgado, comenzaban a surgirle las primeras arrugas

rasgadas en las comisuras de los ojos y el pelo rubio se volvía gris. Ya con

mediana edad, aparecía en una recepción en Camp David saludando al

presidente John Kennedy; Jacqueline se encontraba al lado del marido con

una sonrisa claramente forzada. Otra lo colocaba en el cabo Cañaveral

delante de un cohete Saturno, al lado de Neil Armstrong y Buzz Aldrin, y

justo por encima, figuraba el retrato de Bellamy sentado a la mesa y cenando

con Richard Feynman y John Bell, los tres con aire alegre y agarrados a las

copas que rebosaban de champán. Las dos últimas fotografías eran más

recientes y lo mostraban ya anciano; la primera siendo condecorado por el

presidente Bill Clinton en los jardines de la Casa Blanca y la segunda al lado

del presidente Barack Obama y de Hillary Clinton en la situation room

acompañando la operación para matar a Osama bin Laden.

Después de contemplar este último retrato, María Flor silbó, impresionada

con la secuencia de imágenes.

“Este tipo era realmente importante, ¿eh?”.

“Fue durante décadas jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la

CIA”, asintió Tomás. “Nadie ocupa tanto tiempo un lugar de esos si no eres

una maravilla”. Hizo un gesto señalando los marcos en las paredes. “Este

hombre era una leyenda viva”. Suspiró, súbitamente abatido. “Debes calcular

la gravedad de las sospechas de asesinato que recaen sobre mí. Si creen

realmente que fui yo quien mató a Bellamy, la CIA no me quiere preso. Me

quiere muerto”.

La perspectiva no era alentadora, pero le renovó el impulso y la


determinación de proseguir la búsqueda hasta encontrar las respuestas al

rompecabezas que Bellamy dejara en su último mensaje y en el gran

pentáculo que le había remitido desde Ginebra. Concentraron por eso su

atención en aquello que les parecía prioritario, el gran despacho de caoba.

Un cuadro detrás de la mesa enmarcaba una condecoración. La firma

presidencial mostraba que se trataba de la que le había atribuido el presidente

Clinton. Sin embargo, la atención de los dos intrusos incidió sobre todo en lo

que estaba posado sobre la mesa. Encontraron allí tres libros, el clásico de

Claude Shannon sobre teoría de la información y dos obras de Seth Lloyd y

Freeman Dyson, ambas sobre computación.

“El hombre era un loco por la física”, constató María Flor, una pizca

decepcionada. “Su cabeza debía de estar llena de ecuaciones y fórmulas”.

Esbozó una mirada desagradada y alzó los ojos. “¡Madre, qué tedio!”.

“No olvides que Bellamy era sobre todo un físico. Las fotografías que tiene

allí enmarcadas lo muestran conviviendo con algunos de los físicos más

importantes del

siglo XX, como Heisenberg, Schrödinger, Bell y Feynman. Y estos libros

sobre la mesa prueban que el tipo continuaba actualizado”.

Precisamente en la esquina había dos carpetas de plástico repletas de

papeles, que ambos inspeccionaron. Tomás cogió la carpeta azul y constató

que contenía un documento llamado Mind Wave, con un sello top secret

estampado en rojo en lo alto. Hojeó el documento y comprendió que se

trataba de un estudio sobre efectos cuánticos en el funcionamiento del

cerebro.

Flor cogió la segunda carpeta. La cobertura de plástico era transparente y

guardaba un informe médico realizado por una clínica de Boston.

“¿Ya viste esto?”, preguntó ella, interrumpiendo el análisis que el

historiador hacía al documento en la carpeta azul. “Pobre, este señor Dare.

Únicamente le quedan dos meses de vida”.

“¿Quién?”.

“Es un señor llamado Daniel Dare. Los médicos le diagnosticaron un cáncer

de páncreas”. Suspiró. “¡Ah, qué horrible!”.

“Enséñamelo”.

Su amiga le extendió el informe médico y Tomás lo examinó. El documento

contenía varios fotogramas de TAC y análisis clínicos con marcadores

tumorales a nombre de Daniel Dare. En la página de las conclusiones, los

médicos de la clínica de Boston realizaban el diagnóstico de cáncer de


páncreas e indicaban la previsión de un máximo de seis meses de vida.

El historiador verificó la fecha y constató que el informe tenía cuatro meses,

lo que significaba que, de hecho, restarían un máximo de dos meses al

paciente.

“¿Quién será?”, preguntó María Flor, compadecida. “¿Será un familiar?”.

El historiador se encogió de hombros y devolvió el informe a su sitio. Ya

habían visto todo lo que había sobre la mesa; se concentró después en los

cajones. Los abrió uno por uno e investigó en los interiores, siempre en busca

de una pista. El primer cajón guardaba algunas cartas y muchas postales, que

el intruso inspeccionó. Una postal mostraba una fotografía del Grand Canyon

y detrás las palabras With love, firmado por una tal Helen.

“Qué romántico”, observó su amiga en un tono azucarado, mirando también

la postal. “Debe de ser su mujer”.

“O su amante”.

“¡Oh, ya estás tú!”, protestó ella con un estallido contrariado de la lengua.

“¡Los hombres, pensáis todos lo mismo!”.

Después de responder con una carcajada, Tomás pasó al segundo cajón. El

interior estaba repleto de blocs de notas, todos ellos escritos con ecuaciones

matemáticas incomprensibles. Había también algunas fotografías de trabajo,

incluyendo el retrato de un grupo de hombres delante de las escaleras de un

edificio; se reconocía a Bellamy en la punta izquierda. Ya en el tercer cajón

guardaba carpetas con recibos, declaraciones de impuestos, contratos y

registros de propiedad. El historiador verificó que, además de aquel

apartamento en Washington, DC, Bellamy poseía una hacienda en Savannah,

Georgia, y una casa de vacaciones en los alrededores de Clearwater, Florida.

Encontraron también en este cajón un sobre lleno de billetes verdes. Después

de contar, contabilizaron dos mil doscientos dólares.

“Y esto es todo”, dijo Tomás cuando cerró el tercer cajón. “Me temo que

aquí en la mesa no haya nada más”.

“¿Y ahora qué hacemos?”.

El historiador miró alrededor y desvió la atención hacia la pequeña

biblioteca que llenaba dos estantes.

“Vamos a ver allí”.

El primer estante estaba repleto de obras de ciencia ficción. Los dos intrusos

examinaron los lomos y encontraron títulos de los mejores autores del

género, sobre todo Robert A. Heinlein, Arthur C. Clarke, Isaac Asimov, Ray

Bradbury y Philip K. Dic.


“No soy gran amante de la ciencia ficción”, reveló María Flor. “Prefiero mil

veces las historias de detectives. ¿Te acuerdas de la colección Vampiro? Ah,

cuando era niña me encantaban Agatha Christie, Erle Stanley Gardner, Edgar

Wallace...”. Suspiró con nostalgia. “¡Aquello sí que eran historias!”.

Tomás señaló los títulos en el estante de Bellamy.

“Pues yo siempre preferí la colección Argonauta”, dijo. “Recuerdo andar

leyendo a todos esos autores en el instituto. Mi libro favorito era Cita con

Rama, de Arthur C. Clarke. Una obra maestra”.

La parte de abajo del estante estaba ocupada por algunas revistas antiguas

de ciencia ficción, sobre todo ejemplares de Astounding, de Amazing y de

Tales of Winder. Había igualmente pilas de revistas de comics de ciencia

ficción, con títulos como Flash Gordon, Eagle y Weird Science, que el

historiador también hojeó.

Después pasaron al segundo estante y se encontraron con los clásicos de

física. Frank Bellamy había guardado allí las obras de Max Planck, Werner

Heisenberg, Louis Broglie, Erwin Schrödinger, Richard Feynman, John von

Neumann, John Wheeler, John Bell y otros físicos eminentes. Lo más

destacado, sin embargo, eran los libros de Albert Einstein y de Niels Both,

sujetando, en la estantería central, una fotografía del autor de las teorías de la

relatividad al lado de otro hombre, más delgado y de aspecto insignificante,

ambos caminando por la calle.

“Mira Einstein”, observó ella con aire enternecido, apreciando el retrato en

blanco y negro. “Sabes, siempre tuve una debilidad por él. ¿No le encuentras

entrañable?”. Hizo con las manos un gesto fingiendo que lo acariciaba.

“¡Cuchi, cuchi, cuchi!”.

“Tiene un cierto aire de peluche”, se rio Tomás, descubriendo que le hacían

gracia las observaciones de su amiga. “Sobre todo cuando aparece con el pelo

desgreñado...”.

María Flor señaló hacia el hombre al lado de Einstein.

“¿Quién es este?”.

“Niels Bohr”, le identificó. “Un físico danés famoso. Esta fotografía fue

sacada durante uno de los congresos Solvay, en Bruselas, que fue escenario

de los famosos duelos entre ambos”.

El historiador hizo en el aire un gesto vago con la mano.

“Bueno, duelos es una forma de hablar”, corrigió. “Einstein y Bohr se

enredaron en un debate intensísimo sobre la naturaleza de la realidad y, en el

fondo, sobre el verdadero significado de la función de onda simbolizada por


el psi. ¿La realidad existe independientemente de nosotros o se construye por

la observación? ¿Lo real es determinista o probabilístico? Esta fue la cuestión

que los opuso en estas conferencias”.

“Claro que Einstein ganó...”.

“Eso ya no lo sé”, respondió Tomás distraídamente mientras miraba

fijamente la imagen. “Después de lo que ocurrió en Bruselas, la ciencia nunca

más fue la misma”.

“¿Pero por qué? ¿Qué pasó en esa conferencia de tan especial?”.

“Fue allí donde nació el germen de la idea de que todas las cosas diferentes

que existen son en realidad una misma cosa”.

“¿Qué misma cosa? ¿Qué quieres decir con eso?”.

El historiador cogió la fotografía de los dos físicos caminando por la calle

lado a lado, ambos con sombrero, Einstein con abrigo y bigote oscuro

sonriendo a la cámara, Bohr con el abrigo doblado en el brazo izquierdo y

hablando, aparentemente concentrado en la conversación. El retrato había

sido en realidad sacado por Ehrenfest durante el sexto Congreso Solvay, en

1930, pero parecía perfecto para ilustrar el gran duelo iniciado tres años antes

por los dos titanes.

Tomás retrocedió un paso para apreciar mejor la imagen. La estudió con

aire fascinado, inmerso en una mezcla de admiración y melancolía, como si la

mera contemplación del retrato le permitiese viajar en el espacio-tiempo y

regresar a los días mágicos de aquel otoño de 1927, mientras transcurría el

quinto Congreso Solvay y cuando comenzó la gran pugna entre ambos. Todo

ocurrió delante de diecisiete premios Nobel, que se juntaron en el Instituto de

Fisiología, en el Parque Leopoldo, de Bruselas. Estaban allí todos los

gigantes. Todos. Max Planck, Albert Einstein, Marie Curie, Louis de Broglie,

Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Max Born, Paul Dirac, Wolfgang

Pauli... Eran la flor y nata de la física del siglo XX, no faltaba nadie.

Desviando la mirada hacia el infinito con una expresión soñadora, como si

estuviese sumergido en un trance, Tomás resumió el proceso desencadenado

en el quinto Congreso Solvay en una corta frase.

“El universo es uno”.



XLVIII

Intrigado, Peter seguía con atención las imágenes en el monitor de la sala de

seguridad, acompañando también lo que ocurría en el resto del apartamento

con creciente perplejidad. Observó a los dos intrusos revisando el espacio

para asegurarse de que no se encontraba nadie allí y concentrarse por fin en el

despacho, investigando en los cajones y mirando los libros en las estanterías;

pero lo que más le extrañó fueron los diálogos entre ellos.

“¿Quién es esta gente?”, se interrogó atónito, esforzándose por leer la

respuesta en las imágenes de videovigilancia que la pantalla le mostraba.

“¿Quién los ha mandado aquí?”.

En cuanto empezó a oírlos hablar, el miedo dio gradualmente lugar a la

sorpresa. En un principio le pareció que hablaban en ruso y se preguntó a sí

mismo si estaría delante de un comando de la Sluzhba Vneshney Razvedki, o

SVR, la agencia rusa de espionaje que sucediera a la Primera Dirección del

KGB. Después de escuchar con más atención, sin embargo, llegó a la

conclusión de que los asaltantes no hablaban ruso. ¿Sería otra lengua eslava

con sonoridad semejante, como el búlgaro o el polaco? Eso no tenía sentido,

pensó de inmediato, incluso porque esos países se encontraban ahora mismo

muy alineados con los Estados Unidos.

¿Y si no fuesen eslavos? La hipótesis le abrió un mar de nuevas

posibilidades. Prestó redoblada atención a las palabras que le llegaban por los

altavoces y de repente se acordó de que había oído cosas parecidas durante

una misión que había llevado a cabo años antes en Río de Janeiro. Los

asaltantes, tomó súbitamente consciencia, hablaban portugués.

“Jeez!”, murmuró, estupefacto con el descubrimiento. “¿También hay

brasileños metidos en esta historia?”.

Los acontecimientos tomaban un rumbo absolutamente inesperado. Después

de un largo momento de aturdimiento, en el que quedó paralizado delante del

monitor intentando entender lo que realmente estaba pasando y estudiando

sus opciones, Peter tomó una decisión. Tenía que aclarar el asunto.

La primera cosa que hizo fue agarrar el teléfono para llamar a la policía.

Después de teclear dos números, sin embargo, volvió a poner el auricular en

su lugar. Lo mejor que podía hacer, consideró pensándolo mejor, era

encargarse él mismo del caso. A pesar de que ese no era su trabajo, la verdad

es que había recibido entrenamiento adecuado para actuar en situaciones


semejantes y dos delincuentes reclutados en una favela cualquiera no lo iban

a asustar.

Se dirigió al armario de la sala de seguridad y abrió las puertas de par en

par. En el interior había dos escopetas automáticas y diversas pistolas de

varios calibres. Escogió una Smith & Wesson M&P 40, la armó y la metió en

la funda que se ató a la cintura. Después colgó dos esposas metálicas en el

cinturón. Por fin cogió una escopeta automática M16, le encajó el cargador y

la dejó lista para utilizar.

Ya debidamente armado, se dirigió a la salida de la sala de seguridad y

pulsó el botón verde en la pared. La puerta se abrió con un zumbido y Peter

cerró los dientes en el momento en el que la cruzó y puso el pie en el pasillo

del apartamento.

“Aquí vamos”.



XLIX

El viejo retrato de Einstein y Bohr caminando lado a lado volvió a la

estantería, pero los dos intrusos permanecieron delante de él admirándolo,

como si el pequeño rectángulo de papel fuese en realidad una ventana del

tiempo y les permitiese ver lo que había sucedido en 1927 en el famoso

quinto Congreso Solvay. Las palabras recién proferidas por Tomás llenaron

de curiosidad a María Flor, sobre todo porque ella se había acostumbrado a

esperar de él razonamientos sólidos y no fantasías místicas.

“¿El universo es uno?”, se admiró. “¿Qué quieres decir con eso?”.

El historiador hizo un gesto que abarcó todo el despacho y lo que estaba

más allá de él.

“Que la diversidad que vemos a nuestro alrededor no pasa de una ilusión”,

replicó. “Las partículas están entrelazadas entre ellas, a pesar de que parezcan

separadas por el espacio y por el tiempo. Todo esto es un engaño, las cosas

son todas las mismas a pesar de que se nos presentan como si fueran

diferentes. El quinto Congreso Solvay dio el puntapié de salida para ese gran

descubrimiento científico que las personas en general todavía desconocen”.

María Flor no se conformó con la explicación. Lo que le estaba diciendo le

parecía tan extraordinario que, si no lo hubiese oído directamente de la boca

de Tomás, no se lo creería.

“¿Eso tiene alguna importancia para la comprensión de los rompecabezas

dejados por el director de la CIA que murió?”.

“Creo que sí”.

“¿Qué ocurrió entonces en esa conferencia que fue tan importante?”.

Con un gesto lento, Tomás extendió el brazo y retiró un libro del estante. Se

trataba de un volumen en alemán titulado Die Ableitung der

Strahlungsgesetze, de autoría de Max Planck.

“Como ya te conté en Lisboa, la teoría cuántica nació de una explicación

extraña realizada por Max Planck en 1900 sobre la radiación emitida por los

cuerpos negros”, recordó. “En lo que más tarde describió como ‘un acto de

desesperación’ para intentar explicar lo inexplicable, Planck avanzó con la

posibilidad de que las fuentes de luz emiten energía en paquetes, o cuantos.

Solo así era posible explicar las propiedades de la radiación, pero la idea era

de tal modo extravagante que nadie se la tomó en serio”. Señaló hacia el

lomo de otro libro colocado en la estantería, este de Albert Einstein. “Con


excepción de este señor. Al analizar el efecto fotoeléctrico en 1905, Einstein

retomó la idea de Planck y la llevó más lejos al decir que la propia luz existía,

no de forma continua, sino en paquetes de partículas. Los cuantos”.

“Todo esto ya lo explicaste antes de ayer, cuando estábamos en el

laboratorio de la Gulbenkian”.

“Es verdad”, admitió él. “Pero era importante recordar estos dos primeros

descubrimientos para que entiendas lo que te tengo que decir ahora. Fíjate

que, al hablar en energía y en paquetes, o cuantos, Planck y Einsten crearon

inadvertidamente la teoría cuántica. Eso es una gran ironía, una vez que

ambos murieron creyendo que la realidad era diferente de aquella que está

descrita por la teoría que ellos mismos fundaron”.

María Flor movió la cabeza.

“¿Qué quieres decir con eso? ¿Ellos no creían en lo que habían

descubierto?”.

El historiador señaló hacia la fotografía de Einstein y Bohr caminando uno

al lado del otro.

“Fue únicamente durante el quinto Congreso Solvay, en 1927, que las

implicaciones reales de sus descubrimientos se hicieron claras”, exclamó.

“Einstein y Planck eran científicos clásicos que tenían la convicción de que la

realidad es exterior a nosotros, que el mundo existe independientemente de

nuestra presencia y que todo lo que ocurre tiene una causa específica y un

funcionamiento determinista, como si el universo fuese una especie de reloj

gigante en donde todos los acontecimientos tienen un origen y en donde la

relación causa-efecto es universal. En cierto modo, tuvieron la intuición de

que la hipótesis de los cuantos desafiaba la visión clásica, pero no imaginaron

que provocase tal revolución”.

“¿Entonces, cuándo se alteraron las cosas completamente?”.

“Fue poco a poco”. Señaló la imagen del hombre que caminaba al lado de

Einstein en una calle de Bruselas. “Después de que Planck y Einstein diesen

el pistoletazo de salida, entró en escena este fulano. Niels Bohr era un danés

que en 1912 fue a Manchester a hacer unas prácticas con Ernest Rutherford,

el físico que el año antes había descubierto la estructura planetaria de los

átomos. No obstante, existía un problema que Rutherford no lograba resolver.

Siguiendo las ecuaciones clásicas de Newton y Maxwell, se concluía que,

después de consumir su energía, los electrones que orbitaban el núcleo del

átomo tendrían obligatoriamente que caer en él en una billonésima de

segundo. Pero en el mundo real eso no estaba ocurriendo. ¿Cómo explicar el


misterio? Bohr abordó el asunto desde una nueva perspectiva y, en una

jugada muy osada, fue más allá de las ecuaciones de Newton y de Maxwell,

cosa que en aquel momento a nadie se le ocurría. Se inspiró en la idea de los

cuantos para establecer que había un número limitado de orbitales que los

electrones podían ocupar, y que cuando perdían energía iban pasando en

saltos cuánticos de una orbital mayor a una menor, hasta alcanzar un orbital

mínimo por debajo del cual ya no podían ir; esto explicaba que no se cayesen

en el núcleo del átomo. El físico danés hizo cálculos y previsiones que las

sucesivas experiencias confirmaron integralmente, y se probó así que el

modelo era verdadero”.

“¿Fue así como se explicó la estabilidad de los átomos?”.

“Eso mismo. El problema es que al explicar este enigma Bohr creó otros

todavía mayores. La verdad es que por entonces algunos físicos comenzaron

a mostrarse perturbados con la teoría cuántica. ¿Al final, los electrones

saltaban de un orbital a otro, o de un estado energético a otro, sin pasar por

los orbitales o por los estados intermedios? ¿Qué rareza era esa?”.

María Flor se rio.

“De hecho, imagino que por entonces eso pareciese extraño”, observó.

“¡Caramba, incluso hoy es extraño!”.

Después de devolver a la estantería el libro de Max Planck, el historiador

retiró de un estante otras dos obras en alemán. Se trataba de Quantentheorie

und Philosophie: Vorlesungen und Aufsätze, de Werner Heisenberg, y Geist

und Materie, de Erwin Schrödinger.

“Las implicaciones del descubrimiento de Bohr generaron una revolución

entre los físicos. Nada de aquello coincidía con la teoría conocida, por lo que

los científicos entendieron que era necesario desarrollar una nueva teoría que

explicase las observaciones experimentales. El desafío fue asumido en 1925

por un discípulo de Bohr, el joven físico alemán Werner Heisenberg, que se

aisló en la isla alemana de Helgoland y se concentró en las frecuencias de las

líneas espectrales producidas por los saltos cuánticos de los electrones.

Después de algunos días desarrolló una matemática de matrices basada

exclusivamente en las relaciones entre propiedades observables. Heisenberg,

que después contó con la ayuda de Max Born y Pascual Jordan para concluir

su trabajo, creó así la mecánica cuántica, capaz de hacer previsiones que

coincidían con las observaciones que se estaban haciendo y que hasta

entonces no tenían explicación satisfactoria. Se inició así una segunda

revolución cuántica”.


Su amiga señaló el segundo libro.

“¿Y cuál fue el papel de Schrödinger?”.

“Schrödinger entró en escena casi al mismo tiempo. Louis de Broglie se

inspiró en la dualidad onda-partícula de la luz para sugerir que también la

materia, además de partícula, podría ser onda. La idea agradó inicialmente a

Einstein y después a Schrödinger, que pensaba que el concepto de onda

eliminaría los perturbadores saltos cuánticos preconizados por Bohr porque

las ondas son fluidas y presentan continuidad. Durante una conferencia sobre

la propuesta hecha por de Broglie, un físico llamado Pieter Debye intervino

diciendo que la física de ondas tiene normalmente una ecuación de onda que

la describe. Al oír esto, Schrödinger pensó que debería ser posible crear una

ecuación que describiese las ondas cuánticas, por lo que se puso manos a la

obra. Desarrolló la mecánica de las ondas cuánticas a finales de 1925 y

publicó su famosa ecuación en 1926”.

María Flor hojeó el bloc de notas del amigo y señaló el «Ψ» que él había

diseñado en Lisboa.

“¿Esa es la ecuación que habla de la tal función de onda?”.

“Sí”, confirmó Tomás. “Schrödinger representó la función de onda con el

psi. Einstein lo felicitó y comenzó por mostrar entusiasmo por la mecánica

ondulatoria de la función de onda. Además, Schrödinger se dio cuenta de que

su ecuación describía la misma realidad que era descrita por la mecánica de

las matrices de Heisenberg. Fue un choque”.

“Por lo tanto eran dos mecánicas iguales”.

“No, eran diferentes. Sin embargo, describían la misma realidad. Lo que se

volvió desconcertante fue que abordaban aspectos aparentemente

contradictorios de la realidad. La mecánica de Heisenberg usaba álgebra de

matrices y describía partículas, presentando saltos cuánticos, interrupción de

causalidad y discontinuidad en el mundo atómico, mientras la mecánica de

Schrödinger usaba mecánica ondulatoria y describía ondas, presentando

evolución fluida, causalidad y continuidad. Parecían por lo tanto diferentes en

forma y contenido. Sin embargo, ambas daban respuestas correctas cuando se

aplicaban a los mismos problemas. Eran técnicamente equivalentes, aunque

presentasen la realidad física de manera diferente”.

“Eso es extraño”, constató ella. “¿Cómo podían estar las dos correctas si

presentaban la realidad de forma tan diferente? O la realidad es continua o es

discontinua, o es causal o no es causal, o hay fluidez o hay saltos

cuánticos...”.


“...o es onda o es partícula”.

La observación de Tomás, acompañada de una sonrisa, sonó familiar a

María Flor.

“¿La respuesta está en el experimento de la doble rendija?”.

“El experimento de la doble rendija encierra todo el misterio del mundo

cuántico”, confirmó él. “Ocurre que Schrödinger entendió que había un

problema serio con su función de onda. ¿Dónde estaba exactamente la onda?

Como se sabe, las ondas no se sitúan en un único sitio, en general son una

perturbación que transporta energía. Las ondas del mar son constituidas por

moléculas de agua y las ondas del sonido por moléculas de aire. ¿Pero qué

constituía las ondas de luz y las ondas de materia? ¿De qué estaban hechas?

Schrödinger propuso que la función de onda de un electrón, por ejemplo,

estaba conectada a una distribución de carga eléctrica, una especie de nube

que nada por el espacio. La dualidad partícula-onda, en opinión de

Schrödinger, no pasaba de una ilusión. En realidad solo había onda. Sin

embargo, se descubrió que esta descripción violaba el límite de la velocidad

de la luz. Además, no aclaraba fenómenos como la ley de la radiación de

Planck, el efecto fotoeléctrico y el efecto Compton, que solo son explicables

por la existencia de partículas, por lo que rápidamente se dio cuenta de que

esta hipótesis no era correcta”.

“¿Entonces cuál es la respuesta correcta? ¿Al final de qué está hecha la onda

cuántica?”.

“Eso es un gran misterio, como ya te expliqué en Lisboa. Si la función de

onda no representa ondas reales en el espacio tridimensional, ¿qué

representa? Todavía hoy el tema suscita perplejidad. Fue Max Born,

inspirándose en un concepto propuesto por Einstein, designado campo

ondulatorio fantasma, quien dio la respuesta más aceptada. Dijo que la

ecuación de Schrödinger trabaja con ondas de probabilidad. O sea, la

ecuación solo da probabilidades de que la materia aparezca en cualquier parte

de la onda. El precio a pagar por esta solución, como es evidente, es que pone

en duda la existencia real de la onda y las relaciones de causa-efecto

deterministas. Peor todavía después llegó Niels Bohr insinuando que, hasta

realizar una observación, el electrón ni siquiera existe. Entre una mediación y

otra, un electrón no tiene existencia fuera de las posibilidades abstractas

proporcionadas por la función de onda. Es decir, la ecuación de Schrödinger

no solo no prohíbe los insoportables saltos cuánticos que su creador pensaba

haber resuelto, sino que la onda ni siquiera tiene existencia real”.


Su amiga se rio.

“Imagino que Schrödinger no se debió de quedar nada contento...”.

“¿Contento? ¡Caramba, estas conclusiones fueron una verdadera bomba!”,

exclamó. “Contradecían frontalmente la física clásica de Newton y todo el

sentido común. Para agravar las cosas, meses más tarde, ya en 1927,

Heisenberg estableció el principio de la incertidumbre, según el cual no es

posible determinar con rigor y simultáneamente la posición y la velocidad de

una partícula. Cuando se determina la velocidad exacta, la posición

literalmente no existe, y viceversa. No es posible prever el recorrido pasado y

futuro de una partícula porque, en palabras de Heisenberg, ‘el recorrido

unicamente gana existencia cuando lo observamos’”.

“Me niego a creer en eso. Lo que él quiso decir seguramente

fue que se desconoce el recorrido pasado de la partícula...”.

“No, Flor. Es más que eso. Ese recorrido realmente no existe. ¿Entiendes lo

que Heisenberg verdaderamente proclamó? ¡Es la observación la que hace

que el recorrido de la partícula gane existencia real!”.

María Flor abrió la boca.

“¡Válgame Dios!”.

“En el mismo año, Bohr estableció el principio de complementariedad,

según el cual un electrón o la luz o cualquier otro objeto cuántico es partícula

o es onda en función de la experiencia que se lleva a cabo, pero nunca es las

dos cosas al mismo tiempo. O sea, la realidad se crea en función del tipo de

experiencia que se decide hacer. ‘No existe mundo cuántico’, llegó a

proclamar Bohr. ‘Hay solo una descripción de la mecánica cuántica

abstracta’. Como debes calcular, una cosa de estas era demasiado chocante

para los científicos habituados a creer en la existencia de la realidad

independiente de la observación y en las relaciones deterministas de causaefecto.

La ecuación de Schrödinger, el principio de la incertidumbre de

Heisenberg, el principio de la complementariedad y los saltos cuánticos de

los electrones en el modelo atómico de Bohr dejaron a los físicos al borde de

un ataque de nervios”.

María Flor señaló la fotografía de Einstein y Bohr caminado lado a lado.

“Fue entonces cuando comenzó el famoso duelo...”.

“Eso mismo. Los mayores físicos del mundo se reunieron en octubre de

1927 en el quinto Congreso Solvay para discutir estos descubrimientos

perturbadores y su significado filosófico. ¿Qué historia es esta de que los

electrones saltan instantáneamente entre orbitales y de un estado a otro sin


pasar por estados intermedios? ¿Qué disparate es este del principio de la

incertidumbre que dice que la posición y la velocidad de un objeto cuántico

no tienen existencia real simultánea, que cuando existe una, la otra no existe?

¿Qué locura es esta de que la ecuación de Schrödinger muestra que un

electrón o un átomo pueden estar en múltiples sitios al mismo tiempo y que

aparecen en un sitio por probabilidad y no por necesidad determinista? ¿Qué

onda fantasma es esta que aparece en esa ecuación? ¿Qué es todo esto?

Schrödinger se sentía devastado con las inesperadas implicaciones de su

ecuación y ya se arrepentía de haberla creado. Planck y De Broglie movían la

cabeza, incrédulos, y Einstein... oh, Einstein estaba estupefacto. Inicialmente

había aprobado la idea de la onda y había llegado a plantear la posibilidad de

la existencia de lo que describió como un ‘campo fantasma’ sirviendo de

onda, pero desconfiaba de la idea de que la naturaleza era probabilística, y

sobre todo se rehusaba a aceptar que la realidad no tenía existencia objetiva.

Einstein acusó a Bohr y a sus seguidores de evitar la realidad física, y

escribió: ‘No puedo soportar el pensamiento de que un electrón, expuesto a

un rayo de luz, escoja, por su propia y libre decisión, el momento y la

dirección en la cual irá a saltar’”.

“Sí, la idea de que un electrón tenga libre arbitrio es realmente extraña...”.

“El libre arbitrio del electrón es una forma de hablar, claro. Einstein

cuestionaba que las cosas sucediesen sin causalidad determinista y en

particular que la realidad no tuviese existencia objetiva y fuese dependiente

de la observación. El hecho, sin embargo, es que los experimentos, el

principio de la incertidumbre y la ecuación de Schrödinger muestran que las

cosas no ocurren por necesidad determinista, sino por probabilidad, y que la

realidad tiene una esencia aleatoria y su naturaleza depende de la forma como

es observada. De modo que estas dos posiciones, la clásica y la cuántica,

entraron en colisión frontal en ese quinto Congreso Solvay, provocando una

ruptura profunda e irreversible en el mundo de la física”.

“¡Bien, debió de ser una buena guerra!”, sonrió ella. “¿Cuáles eran las líneas

de fuerza?”.

“De un lado se juntaban los físicos clásicos, científicos establecidos que

creían que la realidad existe independientemente de la observación y que todo

tiene un comportamiento determinista del tipo causa-efecto. Este grupo

incluía a Planck, Schrödinger y De Broglie, y estaba encabezado por

Einstein. Del otro lado de la barricada se encontraba la nueva generación de

físicos cuánticos, jóvenes que defendían que la observación crea parcialmente


la realidad y que el comportamiento de la materia no es determinista, sino

intrínsecamente probabilístico. Defendían esta idea increíble los físicos más

jóvenes, los turcos Heisenberg y Pauli, liderados por Bohr y apoyados por

uno de los más mayores, Born”.

María Flor hizo un gesto señalando la fotografía que mostraba a Einstein y a

Bohr lado a lado.

“Fue aquí que ocurrió el tal duelo del que hablabas hace poco...”.

“Precisamente”, asintió mientras devolvía a la estantería los libros que de

allí había sacado. “Los dos se enzarzaron en una larga discusión sobre la

naturaleza de la realidad. Los tiros de abertura de este enfrentamiento en

Bruselas se dieron cuando Born y Heisenberg hicieron una presentación

formal en cuya conclusión afirmaron de forma deliberadamente provocadora

que la mecánica cuántica era una teoría cerrada. Eso significaba que la teoría

estaba completa y, según ellos, ningún descubrimiento futuro alteraría sus

trazos fundamentales. Al oír esto, Einstein se rio. Cuestionado por Ehrenfest,

confesó: ‘Me río de su ingenuidad’. El desafío estaba lanzado. Einstein

permaneció callado durante las sesiones formales. Solamente interrumpió el

silencio para ir a la pizarra a dibujar un esquema del experimento de las

rendijas y llamar la atención sobre el hecho de que, si la función de onda se

esparcía por el espacio y su colapso era instantáneo cuando había

observación, eso significaba que las partículas, al formarse en la pantalla,

violaban el límite de la velocidad de la luz. Después regresó al silencio

durante las sesiones y solo lo interrumpió una vez más para hacer una

pregunta. Durante los días siguientes, sin embargo, se juntaba con sus colegas

en la mesa del desayuno en el Hotel Metropole y presentaba problemas que

se destinaban a demostrar que la teoría cuántica, además de permanecer

incompleta, lo que contradecía la declaración inicial de Heisenberg y Born,

era hasta incoherente y, por tanto, errada. Bohr lo escuchaba con atención y,

después de conferenciar a lo largo del día en privado con Heisenberg, Born y

Pauli, a la hora de la cena daba a aquellos problemas una solución

pormenorizada. Este debate comenzó en esta conferencia en Bruselas y se

prolongó durante algunos años”.

“¿Pero qué es lo que discutían exactamente?”.

“La posición de fondo de Einstein era que el mundo existe

independientemente de nosotros y todo tiene una relación causa-efecto. Si el

principio de la incertidumbre y las experiencias muestran que la realidad no

tiene existencia objetiva, eso no ocurre porque la realidad sea genuinamente


creada por la observación, sino porque los instrumentos de observación

perjudican la propia observación o porque hay variables todavía no

descubiertas que explican el extraño comportamiento de la materia. Sobre la

onda de probabilidades de la ecuación de Schrödinger, esta es el resultado de

los límites de nuestros conocimientos. La materia no aparece espontánea y

aleatoriamente en cualquier punto de la onda, sino porque algo la forzó a

surgir allí y el hecho de no conocer la causa no impide que exista de hecho

una causa. El comportamiento probabilístico no pasa de una ilusión creada

por nuestra incapacidad de ver las relaciones de causa-efecto a un nivel

microscópico. Pero la realidad no es probabilística, es determinista, porque

Dios no juega a los dados”.

“Tiene sentido...”.

“Sí, pero insisto en que no es eso lo que la ecuación de Schrödinger y el

principio de la incertidumbre de hecho nos dicen, ni es eso lo que las

experiencias nos revelan, como te demostré en Lisboa con el experimento de

la doble rendija. Insisto en que, cuando los experimentos y los cálculos

matemáticos contradicen el sentido común y nuestra intuición, la

experimentación y la matemática ganan siempre, como sucedió cuando

Copérnico defendió que la Tierra giraba alrededor del Sol y no lo contrario.

Fue por eso que Bohr, al oír a Einstein afirmar que Dios no jugaba a los

dados, respondió; ‘¡Einstein, para de decir a Dios lo que debe o no hacer!’ Lo

que Bohr quiso explicar fue que la realidad es lo que es, no lo que nosotros

idealizamos. Los cálculos matemáticos y los experimentos sugieren que la

observación crea parcialmente la realidad, que las partículas dan saltos

cuánticos sin pasar por estadios intermedios, que encima ni siquiera existen,

ocupan diversas posiciones y estados al mismo tiempo, y que la materia altera

su estado o su posición de forma realmente espontánea e imprevisible, sin

una causa determinista que lo justifique, por lo que su comportamiento solo

puede estar previsto en términos de probabilidad. Eso no ocurre debido a las

limitaciones de nuestra observación, sino porque la realidad es genuinamente

aleatoria. Si no vemos la causa determinista de algunos acontecimientos

cuánticos no es porque la desconozcamos, sino porque no existe realmente.

Las partículas pueden dar saltos cuánticos sin causa determinista que las

obligue a eso. Peor todavía, la realidad no tiene existencia sin observación.

De la misma manera que Bohr declaró que ‘el mundo cuántico no existe’ y

que ‘una realidad independiente en el sentido físico común no se puede

atribuir al fenómeno ni a las agencias de observación’, Heisenberg explicó


que ‘los átomos o las partículas elementales no son reales; forman un mundo

de potencialidades o posibilidades’, y Pascual Jordan aclaró que la

observación no se limita a perturbar el objeto cuántico que se está midiendo

— la observación crea ese objeto. De ahí que Bohr haya concluido que, si

una persona no se siente sorprendida con la física cuántica, es porque no la

comprendió verdaderamente. Quien la entiende no puede dejar de quedarse

aterrorizado”.

“Eso son realmente perspectivas irreconciliables”, reconoció María Flor.

“¿Cuál fue el desenlace del debate?”.

La mirada de Tomás volvió a desviarse hacia la fotografía de Einstein y

Bohr caminando lado a lado.

“Adivina cuál de los dos venció”.



L

No sin cierto recelo, Peter mantuvo la puerta de la sala de seguridad abierta,

aunque supiese que en realidad no habría retorno. Con la escopeta automática

apuntada hacia delante, recorrió el pasillo un pie detrás de otro, con los

sentidos alerta, la mirada vagando por las sombras, los oídos atentos a todos

los sonidos. Después de doblar la primera esquina, el rayo de luz proveniente

de la sala de seguridad dejó de alumbrar el pasillo y se quedó a oscuras. Se

detuvo ante el espacio a su alrededor sumergido en una oscuridad total, e hizo

un compás de espera para que los ojos se habituasen al nuevo ambiente.

El proceso de adaptación a las tinieblas tardó un minuto, al final del cual

comenzó a distinguir las formas. Ganando confianza, retomó su lenta

progresión. El apartamento era grande y el pasillo constituía su espina dorsal,

atravesándolo de una parte a otra, pero ya había recorrido más de la mitad y

sabía que después de la esquina siguiente se encontraba la puerta del

despacho.

Llegó al final y miró hacia un lado y hacia otro. Tal y como esperaba, vio la

puerta del despacho abierta y la luz encendida en el interior. Atraído por un

movimiento, la mirada de Peter se posó en el suelo. Observó el rectángulo de

luz del despacho esparciéndose por la moqueta y, como un espectro, el

recorte negro de una sombra moviéndose dentro del rectángulo.

La visión le provocó un batacazo en el pecho. Una cosa era ver a los

intrusos en el monitor de la sala de seguridad, como personajes distantes de

un programa de televisión cualquiera, y otra completamente diferente era

estar allí, constatar que la luz del despacho estaba realmente encendida y

sorprender la sombra de un asaltante recortada en el suelo, encarando el

hecho de que había desconocidos a unos meros cuatro o cinco metros de

distancia. Aquello con lo que tenía que enfrentarse ya no era una simple

imagen en la pantalla, sino la propia realidad.

Dobló la esquina, siempre pegado a la pared, y se acercó a la puerta.

Escuchó los primeros sonidos del interior, la misma lengua que al principio le

pareció ruso y que ahora sabía que se trataba de portugués. Le hubiese

gustado entender la conversación, eso le permitiría descubrir quiénes eran y

qué querían los asaltantes, pero lo cierto es que no entendía el idioma.

Dentro de tres segundos atacaría, decidió. La cuenta atrás empezó en su

mente.


“Tres...”.

Se concentraría primero en el hombre. Le parecía más peligroso y tendría

que ser inmediatamente neutralizado.

“Dos...”.

Si alguno de ellos se resistiese, no duraría. Sería de inmediato abatido con

un tiro en la frente.

“Uno...”.

Desatrancó el seguro de la M16 y encajó el dedo en el gatillo. Más

importante, dejó que su entrenamiento de combate se apoderase de él.

¡Ahora!



LI

Estudiando en el estante del despacho la fotografía de Einstein y Bohr

paseando juntos en una calle de Bruselas, Tomás pensó que nada haría

suponer que ambos estaban en ese momento concentrados en un acalorado

debate sobre la naturaleza más profunda de la realidad. Corpulento y con

bigote moreno y vistoso, Einstein se mostraba sonriente y relajado, mientras

que el pequeño danés, tenso y compenetrado en la conversación, casi parecía

que necesitaba correr para conseguir mantenerse al lado de su compañero y

adversario.

“¿Quién ganó el duelo?”.

La pregunta de María Flor, sabía Tomás, tenía una respuesta clara, pero

prefirió dejarla para más tarde, para cuando ella la pudiese comprender.

“Tienes que entender que, para la gran mayoría de los físicos, la cuestión se

resolvió de una manera sencilla”, dijo él. “La teoría cuántica no tiene de

hecho mucho sentido, es absurda y chocante, pero lo cierto es que todos sus

cálculos coinciden con la realidad. Todos. El razonamiento de muchos físicos

fue este: lo mejor es hacer los cálculos e ignorar su significado. ¿Un

determinado cálculo muestra que una partícula está en doscientos sitios al

mismo tiempo? ¿El principio de complementariedad demuestra que un

electrón puede ser partícula u onda dependiendo de la forma como el

observador decide detectarlo? ¿La mecánica cuántica sugiere que una

partícula no tiene existencia real si no es observada? Mala suerte. Vamos a

ignorar esas implicaciones increíbles y hacer igualmente el cálculo. Finjamos

que todo está bien. Si no nos preocupamos por el resultado desconcertante de

estos cálculos y de estos experimentos, todo irá bien. Si algún físico novato

nos dice ‘este resultado no puede ser porque significa que el electrón viajó

por todos los caminos al mismo tiempo o cualquier otra cosa’, le

responderemos: ‘¡Cállate y haz las cuentas!’ Mientras todo coincida, no nos

preocuparemos con las extrañas implicaciones de los cálculos y de los

experimentos”.

“¿Einstein también aceptó este razonamiento?”.

Tomás movió la cabeza.

“Tal como Schrödinger, Einstein no aceptó ignorar las profundas

implicaciones filosóficas de la teoría cuántica. Lo que más le perturbaba en la

física cuántica era la idea de que lo real no existe si no se observa. Pura y


simplemente se negaba a aceptar eso. Creía que el mundo es determinista. Si

la teoría cuántica decía que la realidad era casual, no causal, que solo existía

si era observada, es porque esa teoría estaba incompleta y un día se

descubriría algo que demostrara que el universo microscópico existe

independientemente de la observación y que la realidad se guía por relaciones

deterministas de causa-efecto. Ya Bohr argumentaba que la teoría cuántica

era coherente, mientras Heisenberg y Born llegaban al punto de proclamar

que estaba cerrada y completa. La casualidad no se debe a las limitaciones de

nuestro conocimiento, argumentó Bohr, sino a la propia naturaleza más

profunda de la realidad. Como te dije, el duelo entre ambos comenzó en ese

quinto Congreso Solvay y se prolongó durante muchos años. En el intento de

salir de aquel callejón sin salida, Einstein presentó una serie de problemas y

ejemplos que, según él, mostraban que la teoría cuántica estaba errada o, por

utilizar una expresión menos ofensiva, era incoherente, pero Bohr los

resolvió uno a uno”.

“¿Y llegaron a alguna conclusión?”.

“Bohr acabó por convencer a Einstein de que la teoría cuántica era de hecho

coherente, por lo que, a partir de 1930, el autor de las teorías de la relatividad

reconoció que la nueva teoría presentaba la verdad”. Levantó el dedo,

haciendo una corrección. “Bueno, solo parte de la verdad. Siendo riguroso,

Einstein pasó a pensar que la teoría cuántica, aunque verdadera y coherente,

permanecía incompleta porque faltaba descubrir variables que explicasen las

rarezas. El argumento irrefutable ocurrió en 1935, año en el que Einstein

envió a Bohr su último y más importante problema. Trabajando con otros dos

físicos, Podolsky y Rosen, concibió lo que hoy se conoce por paradoja EPR,

las iniciales de sus tres creadores. La idea de este problema, que en última

instancia se destinaba a mostrar que era posible que existiese una partícula sin

ser observada, partía de una hasta entonces poco conocida propiedad de la

física cuántica, la de que una partícula influye instantáneamente en otra

partícula con la cual está relacionada, sea cual sea la distancia a la que se

encuentren la una de la otra”.

“¿Instantáneamente?”, se sorprendió su amiga. “¡Eso no es posible! Si una

partícula estuviera aquí en la Tierra y otra estuviera al otro lado de la Vía

Láctea, por ejemplo, no se pueden influenciar instantáneamente. Incluso a la

velocidad de la luz, la información tarda millares y millares de años en llegar

al destino, por lo que la influencia no puede ser instantánea. Es preciso

respetar los límites de la velocidad de la luz, como tú bien sabes”.


“Justamente el argumento de Einstein. Ocurre que una

de las consecuencias de la teoría cuántica es que las partículas relacionadas se

influencian al mismo tiempo, independientemente de la distancia a la que

están la una de la otra, violando así aparentemente el límite de la velocidad de

la luz. Einstein colocó a Bohr ante un dilema: o las partículas eran creadas

por la observación y tenían un comportamiento que violaba los límites de la

velocidad de la luz y de la causalidad local, o ya existían antes de la

observación y consecuentemente la teoría cuántica permanecía incompleta. Él

pensaba que la paradoja demostraba la segunda hipótesis, porque la primera

no tenía el menor sentido; era de tal modo impensable que la apellidó de

spuckhafte Fernwirkung, o ‘acción fantasmagórica a distancia’”.

“Y tenía razón, es obvio”.

“Pero no fue eso lo que su adversario respondió. Al ser confrontado con esta

paradoja, Bohr acabó por asumir que la observación definía ontológicamente

una partícula y que la influencia entre las partículas era de hecho instantánea.

La observación de una partícula hacía colapsar no solo su función de onda

sino también, y en el mismo instante, la función de onda de la otra partícula

con la cual estaba relacionada, fuese cual fuese la distancia que las separase,

una vez que había indivisibilidad en los objetos cuánticos en causa. Así, la

teoría cuántica no era incompleta”.

“¡No puede ser!”, insistió María Flor. “Si la teoría cuántica prevé una cosa

de esas, ¡es evidente que está incompleta! ¡Einstein tenía razón!”.

El tono convencido que ella imprimió a sus palabras provocó una ligera

vacilación en Tomás. ¿Debería llevar la explicación hasta el fin? Respiró

hondo. ¿Por qué no?

“La paradoja EPR era realmente poderosa y Einstein bromeó con la

respuesta de Bohr, diciendo que la comunicación instantánea entre las

partículas debía de ser ‘telepática’. Pensó que la comunidad científica se

pondría finalmente de su lado en este debate. No fue eso, sin embargo, lo que

ocurrió. Después del quinto Congreso Solvay, los físicos llegaron a la

conclusión de que quienes tenían razón eran Bohr y sus partidarios, todos

ellos seguidores de lo que fue designado como Interpretación de Copenhague,

sobre todo porque todo lo que decían se iba confirmando con las sucesivas

experiencias”.

“¿Y las rarezas cuánticas? ¿No confundían a nadie?”.

“Claro que confundían. Como ya te expliqué, lo que muchos físicos hicieron

fue ignorar las consecuencias filosóficas de esas rarezas. La teoría cuántica


sugería que la materia no tenía existencia real antes y después de ser

observada, por tanto ¿es la consciencia quien crea parcialmente la realidad y

un electrón puede estar en muchos sitios al mismo tiempo? Muchos

científicos resolvieron ignorar eso, alegando que la consciencia no es un

problema de la física y limitándose a usar la ecuación de Schrödinger para

hacer los cálculos. Era como si, para superar el problema, y dado que no lo

podían eliminar, lo hubiesen barrido debajo de la alfombra. Como así no lo

veían, fingían que no existía. Cualquier físico que se atreviese a tocar el

asunto y quisiese entender mejor las rarezas del mundo cuántico se arriesgaba

a ser rechazado por los colegas y, peor que eso, por sus superiores

jerárquicos. Cuanto menos se pensase en los misterios escondidos debajo de

la alfombra, mejor”.

María Flor esbozó una risita.

“Esa actitud no me parece muy científica...”.

El historiador se alejó unos pasos y se dirigió a una de las fotografías

enmarcadas que había visto media hora antes colgada en la pared del

despacho, aquella que mostraba a Frank Bellamy en una mesa en un ambiente

alegre con Richard Feynman y John Bell, todos con copas de champán en las

manos.

“Los físicos estaban desconcertados con las implicaciones filosóficas de las

rarezas cuánticas y con el papel de la observación en la creación de la

realidad, por lo que casi todos optaron por concentrarse en los cálculos e

ignorar todo el resto”. Señaló hacia el rostro de uno de los físicos sentados en

la mesa con Bellamy. “La excepción fue este irlandés. John Bell trabajaba en

el CERN y un día de 1965, cuando se encontraba disfrutando de un año

sabático lejos de la presión intimidatoria y de la censura de los colegas, se

puso a estudiar los fundamentos de la teoría cuántica. Creía que Einstein tenía

razón en este debate y que la realidad existe independientemente de la

observación, pero sabía que, por extraño que eso parezca, no había ninguna

prueba a su favor. Y es que la paradoja EPR, aunque en su opinión mostrase

que la física cuántica estaba incompleta, no pasaba de una hipótesis teórica

que nunca había sido probada. Bell fue el físico que concibió esa prueba, una

experiencia real que se podría realizar en un laboratorio y que fue teorizada

en lo que hoy se conoce como teoremas de Bell”.

“¿Se realizó ese experimento?”.

“Claro que sí, muchas veces. Basándose en una idea de David Bohm sobre

la existencia de ‘variables escondidas’ que explicarían las rarezas cuánticas,


Bell concibió una manera de comprobar el EPR. Si los experimentos

revelasen la existencia de esas variables escondidas, la realidad existía

independientemente de la observación y no podía haber influencias

instantáneas que violasen la velocidad de la luz; se demostraba así que

Einstein tenía razón y que Bohr estaba equivocado. El primer experimento lo

llevó a cabo John Clauser en 1972 y fue mejorado en 1974 y 1976. Y en 1982

Alain Aspect realizó un experimento aún más sofisticado y absolutamente

conclusivo en la Universidad de París Sur. Los resultados se confirmarían en

los años siguientes en otros laboratorios”.

“¿Y...?”.

La curiosidad de María Flor se estimuló. Tomás se dio cuenta e hizo una

pausa dramática. Al verla tan expectante e impaciente, sonrió y pronunció por

fin el veredicto.

“Los experimentos probaron que no había variables escondidas”, reveló.

“Bohr tenía razón y Einstein estaba equivocado”.

Su amiga se llevó la mano a la boca.

“¡Dios mío!”.

“Las consecuencias de estas experiencias son profundísimas, como debes

imaginar, ya que estaban en causa dos premisas esenciales: la realidad existe

independientemente de la observación y no hay influencias instantáneas que

violen la velocidad de la luz. Las experiencias probaron que una de estas

premisas, o hasta las dos, están mal. Como por razones filosóficas, la mayor

parte de los físicos del mundo cree en su interior que la realidad existe

independientemente de la observación, a pesar de todo lo que la teoría

cuántica demuestra, optaron por el mal menor y decidieron que la premisa

equivocada tendría que ser la otra. Esto es, sea cual fuera la distancia a la que

dos partículas correlacionadas se encuentran, aunque una esté en una punta

del universo y la otra en otra, ellas se influenciarían instantáneamente”.

“Pero... pero... ¿y el límite de la velocidad de la luz?”.

“Se piensa que se mantiene”.

“¿Cómo? Sabes perfectamente que las teorías de la relatividad muestran que

nada puede moverse más deprisa que la luz, so pena de que la masa se

convierta en infinitamente grande, lo que no es posible. Esto significa que la

información de una partícula no puede llegar instantáneamente a la otra

partícula, la información tarda en ir de un lado para otro. Sin embargo, acabas

de decirme que esas partículas se influencian instantáneamente, a cualquier

distancia que estén la una de la otra. ¿Cómo es esto compatible con el límite


de la velocidad de la luz?”.

Él se encogió de hombros, en una expresión de impotencia.

“Es un misterio”, admitió. “Pero el hecho es que los experimentos de

Aspect prueban que la realidad no existe sin observación o, como alternativa

preferida por la mayor parte de los físicos, que cualquier partícula que

reaccione con otra se queda siempre relacionada con ella, influenciándose las

dos mutua e instantáneamente sea cual sea la distancia a la que estén una de

la otra”.

Su amiga estaba desorientada. Lo que acababa de escuchar contradecía todo

lo que había aprendido en la escuela sobre el universo y su funcionamiento.

“¿Cómo es eso posible?”.

“Aparentemente las dos partículas no están en comunicación la una con la

otra en el sentido de intercambiar información. Lo que ocurre es más sutil y

desconcertante que eso: no pueden ser consideradas objetos independientes”.

“Pero son dos partículas...”.

“Quizás sean la misma partícula en dos puntos diferentes. Schrödinger

llamó entanglement, o entrelazamiento, a esta propiedad misteriosa del

universo cuántico. Como todas las partículas estaban relacionadas entre sí en

el momento del Big Bang que creó el universo, esto quiere decir que el

universo se encuentra enredado en una tela de conexiones invisibles entre

todo lo que lo constituye”. Clavó los ojos en ella, como si la pregunta

siguiente fuese la más importante de todas. ¿Comprendes el último

significado de este asombroso descubrimiento?”.

Con una expresión atónita en el rostro, María Flor parecía sumergida en un

trance. La revelación sobre la prueba del entrelazamiento del universo no era

de fácil digestión. Tardó todavía algunos instantes en mover afirmativamente

la cabeza y en responder.

“El universo es uno”.

“El universo parece constituido por numerosas cosas diferentes, pero es en

realidad una cosa única”, confirmó Tomás. “Vivimos con la sensación de que

estamos separados unos de los otros y también de todo lo que nos rodea,

desde la hierba del jardín a las estrellas más lejanas, pero eso no pasa de

ilusión. Todo está relacionado, todo se encuentra enredado, todo es la misma

cosa bajo apariencias diferentes. El universo es de hecho uno, la diversidad

esconde la homogeneidad, la multiplicidad oculta la indivisibilidad”.

Su amiga sacudió la cabeza, intentando liberarse del entumecimiento en que

se había quedado presa.


“Estos descubrimientos son... en fin, son sorprendentes”, balbuceó.

“Lo más importante es que cuestionan no solo la naturaleza de la realidad,

sino también lo que realmente somos. Si lo átomos están enredados unos con

otros independientemente de la distancia, y si nosotros estamos hechos de

átomos, eso significa que estamos igualmente enredados los unos con los

otros. Pero no es eso lo que nosotros sentimos, ¿verdad? Si yo tuviese dolor

de barriga aquí en Washington, mi madre, que se encuentra en Cernache de

Bonjardim, no sentiría ese dolor instantáneamente. ¿Cómo explicamos eso?”.

“Es un gran misterio”, admitió él. “El propio Einstein se hartó de advertir

que el universo no puede funcionar con leyes diferentes, una física cuántica

indeterminista y aleatoria en la escala microscópica y una física clásica

determinista y objetiva en la escala macroscópica. El sueño de muchos físicos

pasó a ser unificar las teorías y concebir aquello a lo que llamaron una teoría

del todo. No se entiende como los átomos pueden comportarse según unas

leyes y nosotros, que estamos hechos de átomos, podamos vivir según otras

leyes. La teoría del todo, que unificaría el universo macroscópico y el

universo cuántico, es el santo grial de la física. Hasta ahora, sin embargo,

nadie ha conseguido concebirla con éxito”.

“Ah, entiendo. Esa teoría del todo pondría fin a la teoría cuántica y así se

resolverían todas esas rarezas que...”.

“Estás equivocada”, interrumpió Tomás. “Si hay algo que los físicos tienen

hoy claro es que la teoría cuántica, por muy extraña que parezca, es el

peñasco más firme y sólido de la física. Si la teoría del todo elimina alguna

teoría, no será ciertamente la cuántica, sino la clásica. Eso se admite como

cierto. Ya fueron realizados millares de experimentos para probar las

previsiones de la teoría cuántica y hasta ahora ninguno falló. Además, lo que

se descubrió fue que...”.

“Hands up!”, gritó una voz de repente, ordenándoles que levantasen las

manos. “¡Qué nadie se mueva!”.

Con un estremecimiento de susto, los dos intrusos se volvieron hacia la

entrada del despacho y se encontraron con un hombre delgado, de pelo liso

rubio y barba, apuntándoles con una escopeta automática.

Les habían cogido.



LII

No tenía ninguna duda. Nada más terminar la reunión de la noche con el

grupo de trabajo creado para investigar el atentado de Trípoli, Harry Fuchs

fue al cajón de su escritorio, cogió el informe sobre Tomás Noronha y

abandonó rápidamente el gabinete. Atravesó el pasillo a paso ligero y se

dirigió a la sala donde sabía que su mejor agente le esperaba.

“Comandante Manuel Fuentes”, lo saludó al entrar.

“Hoy tardó en aparecer...”.

Al ver al jefe de la dirección entrar en el departamento, el agente se levantó

de un salto y dio un taconazo, como militar que era, antes de extender el

brazo y apretar la mano de Fuchs.

“Estaba en tránsito, sir”. “Tuve una operación en Yemen y venía de vuelta

cuando...”.

“Lo sé, lo sé”, cortó el jefe del Servicio Clandestino Nacional, demasiado

atareado para perder tiempo con asuntos irrelevantes. “Siéntese aquí. Vamos

a hablar”.

El director señaló a su agente un sofá al lado de la ventana. Estaba oscuro

fuera, pero como la ventana era enorme, daba la impresión de que se

encontraban en el exterior; para quien había pasado el día entero cerrado en el

edificio, como ocurría con Fuchs, eso era importante.

Hacía ya algún tiempo que el jefe del Servicio Clandestino Nacional no se

encontraba con aquel agente, a quien daba siempre órdenes por teléfono o por

intermediarios, por lo que aprovechó la oportunidad para estudiarlo con más

cuidado. El mayor era un hombre de cuarenta años, corpulento, con la tez

morena y la cara redondeada de indio heredada de sus antepasados aztecas;

tenía un corte de pelo estilo militar y la mirada nublada característica de

aquellos para quienes el matar es una rutina. Fuchs sabía que las pruebas

psicológicas habían referenciado a su subordinado como psicópata, lo que le

convertía en el hombre ideal para operaciones de la CIA en que era preciso

eliminar enemigos. ¿No había sido el comandante Fuentes quien, el mes

anterior, entró en casa de un jefe tribal de la zona de Kandahar y mató a toda

la gente que descubrió allí dentro, incluyendo a los bebés? Considerando la

operación en curso, los talentos de este hombre eran imprescindibles.

“Presumo que me necesite por el asunto de Trípoli”, observó el oficial,

molesto con la mirada atenta de su jefe y con el silencio que por momentos se


había instalado entre ellos. “¿Ya lograron identificar a los autores?”.

Fuchs movió la cabeza.

“Su próxima misión no tiene nada que ver con Trípoli”, aclaró, “sino con

Ginebra”. Dobló la pierna, poniéndose más cómodo. “Presumo que sabe que

el jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología fue asesinado en el CERN...”.

“Yes, sir”.

El director le extendió la carpeta que había ido a buscar a su cajón antes de

la reunión.

“Dentro de esta carpeta está todo sobre el asesino de Bellamy. Se llama

Thomas Norona y es un historiador portugués, consultor de una fundación en

Lisboa”.

El comandante consultó el reloj.

“Los vuelos hacia Europa parten durante la noche”, observó. “Voy a mandar

comprar un billete y, si es posible, salgo ya esta noche hacia Lisboa”.

“El asesino de Bellamy está aquí en Washington”.

El comandante Fuentes, que había sacado el bloc de notas para registrar

toda la información dejó el bolígrafo en el aire y, con una expresión de

sorpresa, clavó los ojos en su interlocutor.

“¿Aquí?”.

“Correcto”.

“Pero... ¿ya lo detuvieron?”.

Negativo. El hombre está libre, infelizmente. Necesito que lo localice lo

más deprisa posible y...”.

“Nosotros no estamos acreditados para actuar en suelo doméstico, sir”,

recordó el oficial, consciente de que había restricciones al uso de sus talentos

que era aconsejable no violar. “¿Esto no es un asunto para el FBI?”.

Sin aviso, Harry Fuchs asestó con estruendo un puñetazo en la mesita que

estaba entre ambos.

“Fuck el FBI¡”, vociferó, mientras su legendaria susceptibilidad se

apoderaba de él. “¿Ese cocksucker asesinó a uno de nuestros directores y me

dice que debemos entregar el caso a los pussies de los Feds? ¿Desde cuándo

el FBI lava los trapos sucios de la Agencia? El motherfucker mató a Bellamy

y tiene que pagar por eso, ¿me ha oído? Nosotros protegemos a los nuestros y

quien haga daño a uno de nosotros tiene que pagar caro, sea en el extranjero,

sea en América, ¡me da lo mismo! ¿Alguna duda al respecto?”.

“Ninguna, sir”.

El director respiró hondo y, ya más sereno, señaló la carpeta que acababa de


entregar a su oficial.

“Estudie ese material con atención. Tiene ahí el registro de la entrada del

cocksucker en el aeropuerto de Dulles junto con una babe que le está

ayudando; el registro de un saque que hizo en un cajero; el ticket de compra

de dos ordenadores portátiles en una tienda de artículos electrónicos en

Georgetown y el informe sobre una entrada clandestina en nuestro sistema

informático que creemos que ha llevado a cabo ese sonnavabitch. Ya

inspeccionamos todos los hoteles, hostales y albergues de los alrededores y

no encontramos en ninguna parte los nombres de ellos registrados como

huéspedes”. Señaló hacia su interlocutor. “Le cabe así la responsabilidad de

dar con ellos. Si necesita ayuda, puedo poner a Don Snyder bajo sus órdenes.

Sin embargo, como se trata de una operación en territorio americano, donde

no tenemos jurisdicción, me parece que sería prudente no meter a nadie más

en este lío. Cuantas menos personas sepan de la operación, menos probables

serán las fugas de información y los problemas con los Feds y con el

Congreso”.

“Entiendo”.

Fuchs levantó el índice para subrayar la importancia de lo que tenía que

decir después.

“Es imperioso que la impresión digital de la Agencia no aparezca en

ninguna parte de esta operación, ¿entendido? Haga todo de tal modo que

parezca tratarse de un simple caso de delito común, ¿entendido? Por ejemplo,

ejecute las cosas de tal forma que dé la impresión de que el motherfucker se

ahogó accidentalmente en el Pomomac o fue eliminado por un traficante de

droga o cualquier otra cosa del estilo”.

“Por lo tanto, es un simple caso de hacerlo desaparecer del mapa...”.

“No exactamente. Primero necesito que el sonnavabitch cuente todo lo que

sabe sobre el Ojo Cuántico, un proyecto secreto del fallecido jefe de la

Dirección de Ciencia y Tecnología cuyos pormenores constan también en ese

informe que le entregué. Léalo con atención. Todo el contenido es

confidencial”.

La mirada nublada del comandante Fuentes se posó por unos instantes en el

informe antes de levantarse de nuevo hacia su superior jerárquico.

“¿Entonces cuáles son mis órdenes?”.

Con un movimiento lento, Harry Fuchs se levantó pesadamente de su lugar

y se centró los pantalones, preparándose para dar la reunión por concluida.

“Localícelo y tortúrelo cuanto necesite hasta obtener la información”,


ordenó. “Después liquídelo”. Iba a alejarse, pero paró para una instrucción

final. “Y no quiero cabos sueltos, ¿entendido? Cualquier testigo de la

intervención de la Agencia en esta operación es persona muerta. Esto que

quede muy claro. No podemos de ningún modo estar asociados a este caso”.

El oficial también se levantó, rígido y con movimientos precisos. Llevó la

punta de la mano a la frente, como cortesía militar.

“Aye, aye, sir”, exclamó. “Es como si ya estuviese hecho”.



LIII

Respirando intensamente, el hombre que había irrumpido en el despacho

tenía la escopeta automática apuntada

al corazón de Tomás, pero no perdía de vista a María

Flor.

“¿Quiénes son ustedes?”.

Los dos intrusos estaban con los brazos levantados, ambos asustados y

sorprendidos por haber sido cogidos por alguien a quien ni si siquiera oyeron

aproximarse. Ambos sabían de antemano que corrían riesgos por entrar

clandestinamente en el apartamento, sobre todo tratándose de la residencia

del jefe de una de las direcciones de la CIA, pero siempre habían imaginado

que, si apareciese alguien, oirían primero ruidos en la puerta, quizás una llave

tintineando en la cerradura, quizás un estruendo de destrozo, cualquier cosa

que les diese al menos tiempo para esconderse. Pero no, el hombre armado

apareció de repente, llegado de la nada, sin una señal que sirviese de aviso.

“¿Quiénes son ustedes?”, repitió el desconocido, agitando de forma

amenazadora la M16. “¿Qué están haciendo aquí?”.

“Nosotros... nosotros estamos intentado encontrar pistas”, tartamudeó el

historiador en inglés mientras buscaba mentalmente una táctica de defensa.

“No queríamos robar nada, no somos ladrones”.

“¿Pistas de qué?”.

Era difícil hacer planes cuando nada sabía sobre la persona que tenía delante

de él, pensó Tomás. ¿Quién era el hombre que los amenazaba con el arma?

¿Cómo se debería posicionar él ante todo lo que había sucedido en las últimas

cuarenta y ocho horas? ¿Por qué estaba en el apartamento y cuáles eran sus

motivaciones? Se dio cuenta de que sin saber nada de eso, no tenía la menor

noción sobre cómo proceder.

“Estamos intentado recoger datos que nos permitan identificar al autor o

autores del asesino del propietario de este apartamento”, acabó por decir,

optando por la verdad. “¿Y usted? ¿Quién es?”.

Nuevo movimiento amenazador de la escopeta automática.

“Aquí quien hace las preguntas soy yo”, murmuró el desconocido con el

rostro cerrado. “Y no vuelvo a repetir esta: ¿quiénes son? Quiero nombres y

ocupaciones, no disculpas tontas”.

“Me llamo Tomás Noronha y soy historiador en Lisboa”.


“Yo soy María Flor Sequeira, directora de un...”. Vaciló, dándose cuenta del

absurdo de pronunciar su profesión en tales circunstancias. “En fin, soy

gestora”.

Los ojos del hombre armado se mantuvieron clavados en Tomás, como si lo

diseccionasen.

“¿Tomás Noronha?”, murmuró en el tono de quien maduraba la información

“Mira por dónde...”. Silbó, como si estuviese impresionado. “¡El asesino me

vino a parar a las manos!”.

La declaración sorprendió al historiador. ¿Cómo era posible que el hombre

que estaba delante de ellos ya conociese su nombre?

“No soy ningún asesino”.

“No es lo que dice el informe de la Agencia sobe el homicidio en Ginebra.

Su nombre consta ahí como el autor material del homicidio. Lo que quiero

saber es quien le dio las órdenes”.

Primera pista, notó Tomás. El hombre que tenía delante había tenido acceso

al informe de la CIA sobre la muerte de Bellamy. Con toda probabilidad,

comprendió con desánimo, se trataba de un oficial que la agencia americana

de espionaje plantara en el apartamento a la espera de que alguien apareciese

por allí. Si era así, estaban perdidos. La CIA no fallaría en América como

falló en Lisboa.

“No maté a nadie”, insistió él. “Mi intervención en ese caso no pasa de una

equivocación lamentable”.

“Bullshit!”.

“¡Le aseguro que no tengo nada que ver con la muerte de Bellamy!”.

“¿No? Entonces qué está haciendo aquí en su apartamento. ¿Se puede

saber?”.

“Estoy aquí para probar mi inocencia. La CIA intentó abatirme en Portugal

y ya entendí que solo voy a escapar vivo de esta historia si consigo aclarar lo

que ocurrió en Ginebra. Por eso vine... vinimos aquí al apartamento de Frank

Bellamy en Washington. Estamos buscando cualquier pista que nos aclare el

caso”.

El hombre de la M16 se volvió hacia María Flor.

“Y usted, ¿quién es?”.

“Ella ha venido por mi culpa y sin querer a esta historia”, interpuso Tomás,

intentando protegerla. “No tiene nada que ver con esto, no sabe...”.

“¡Cállese!”, cortó el desconocido en un tono severo. Echó mano al cinturón

y sacó unas esposas, que lanzó en la dirección de Tomás. “Sujete esto a la


muñeca derecha y a aquella reja en la ventana”.

El historiador obedeció. Cerró en la muñeca una de las anillas y cerró la otra

en la reja de la ventana. El hombre armado se aproximó y verificó que estaba

todo bien. Después se volvió hacia María Flor y apuntó hacia una puerta

discreta al lado del despacho.

“Vamos para allí”, ordenó. “Tengo muchas preguntas que hacerle”.

Sin atreverse a desobedecer, María Flor siguió en la dirección indicada y

abrió la puerta. Del otro lado quedaba un compartimento pequeño lleno de

papeleo y antigüedades cubiertas de polvo y oliendo a moho. Parecía un

cuarto ropero. Sintió el cañón de la M16 colársele en la espalda y empujarla

para avanzar.

El desconocido cerró la puerta y se quedó a solas con

ella.

El interrogatorio no tardó mucho tiempo. María Flor parecía aterrorizada y

las manos le temblaban sin que sobre ellas consiguiese ejercer el más mínimo

control; solo si consiguió mirar a su captor, tan asustada y avergonzada se

sentía. Respondió a las preguntas casi sin pensar, con frases cortas y sin que

se le pasase por la cabeza la posibilidad de mentir. Experimentaba hasta un

cierto sentimiento de irrealidad, como si la consciencia se le hubiese

desprendido del cuerpo y la observase hablando. Tenía la sensación de

afrontar un sueño, o una experiencia semejante a la que había sido vivida días

antes por Doña Gracia cuando había sufrido el colapso cardíaco.

“Eso es todo”, oyó que le decía el desconocido. “Falta ahora verificar toda

esa información”.

¿Es todo?”, se admiró. El interrogatorio había sido rápido y se dio cuenta,

consternada, de que solo tenía una vaga idea de lo que él le había preguntado.

El hombre que le apuntaba el arma le había lanzado primero unas preguntas

sobre su identidad y su relación con Tomás y después quiso saber lo que ella

sabía sobre la muerte de Bellamy. Por fin, la conversación incidió en las

circunstancias que la habían traído a América. El hombre de la CIA parecía

satisfecho con las respuestas que oyó; se notaba que había sido entrenado

para valorar a las personas y sabía distinguir cuándo le estaban mintiendo o

diciéndole la verdad.

“¿Y ahora?”, preguntó ella, con una ansiedad que le dificultaba la

respiración. “¿Qué nos va a ocurrir?”.

El hombre de la CIA sacó las segundas esposas que traía en la funda y

gesticuló con ellas.


“La quiero calladita y quietecita”.

Cerró una de las anillas de las esposas sobre la muñeca de ella y buscó un

lugar seguro para sujetar la otra. El único sitio que encontró fue el picaporte

de la puerta de paso al despacho. Empujó a Flor hacia allí y ató el anillo al

picaporte. Verificó la solidez de las esposas y, satisfecho, abrió la puerta y la

saludó.

“Bye-bye”.

El desconocido salió del cuarto ropero y dejó a María Flor sola. La cautiva

no tenía silla para sentarse y no se podía tumbar en el suelo porque la mano

se encontraba presa al picaporte. Sin alternativas, se arrodilló delante de la

puerta y, con los nervios a flor de piel, sintió que se le abría el pecho y las

lágrimas le rodaron por las mejillas.

No lloró mucho tiempo. En seguida volvió a controlarse. Se sintió incluso

más aliviada, el miedo se le despejó con la sal de las lágrimas y experimentó

una sensación de levedad, que parecía que la purificaba. Miró alrededor y se

puso a pensar en lo que podría hacer. Nada, entendió, refunfuñando. Las

esposas la prendían a la puerta y de allí no podía salir. En ese instante se oyó

ruido en el despacho y, preocupada, pegó la oreja a la cerradura.

Al menos escucharía la conversación del captor con Tomás.

El historiador permaneció un largo periodo esposado a las rejas del

despacho. Durante la media hora que el hombre de la CIA pasó a solas con

María Flor se sintió mortalmente preocupado y solo entonces entendió en

toda su plenitud la locura que había sido dejarla embarcarse en aquella

aventura. Nunca lo debería haber permitido, dijese ella lo que dijese. La

seguridad de María Flor debería haber sido su prioridad.

Viendo bien las cosas, había sido imperdonablemente ingenuo por pensar

que conseguiría aclarar el caso en Washington, DC. ¿Qué tenía él en la

cabeza cuando la había dejado acompañarle? Era un hecho que por entonces

no disponía de alternativas y la opción que le restaba sería vivir como un

animal acosado, a la espera de que un asesino de la CIA un día lo localizase.

El viaje a América le había parecido, y en realidad todavía le parecía, la única

posibilidad realista que tenía a su disposición. Con todo, no tenía el derecho

de arrastrarla a una aventura tan loca e irremediablemente condenada al

fracaso. Eso no se lo podía perdonar.

Cuando su captor regresó al despacho, intentó leerle en los ojos lo que

pasaba, si ella estaba bien, si el hombre la había molestado. El rostro del

desconocido, sin embargo, permaneció impenetrable como el de un jugador


de póquer. Debía ser el entrenamiento de la CIA lo que los hacía tan ilegibles.

Siendo así, su adversario iba con seguridad a explotar su relación con María

Flor para dejarlo todavía más vulnerable y hacer de él lo que quisiese.

En estas condiciones solo le restaba un camino. Tendría que quitar valor a la

relación que tenía con ella, fingir que María Flor no significaba nada y que

por eso no valía la pena usarla contra él.

“¿Y bien?”, lanzó, encubriendo su preocupación bajo una máscara de

indiferencia. “¿Qué tal le parece la chica? Una bomba, ¿eh?”.

El hombre de la CIA estudió el rostro, intentando entender lo que ese

comentario escondía.

“¿Cuál es su relación con ella?”.

Tomás se encogió de hombros, simulando desinterés.

“Ninguna en particular. Es una mujer bonita, un adorno agradable, solo eso.

Pero no tiene nada en la cabeza, pobre. Nació burra y burra será siempre.

Ustedes en América llaman bimbo a este tipo de mujeres, ¿no? Pues es lo que

ella es. Bonita y burra. La dejé que me acompañase para distraerme un poco,

¡sólo eso!”.

“Pues a mí me pareció que le gustas”.

Me estás intentando hacer hablar, pensó el prisionero. Tenía que tener

cuidado con las preguntas de su captor.

“Debe de ser por mis ojos verdes”, devolvió con una punta de desdén. “A

mí también me gustan sus tetas”. Forzó una sonrisa libertina. “Y las cosas

maravillosas que ella hace con la boca, claro. Tiene una lengua de miel”.

El hombre de la CIA se quedó un momento mirándolo fijamente sin decirle

nada, analizándolo todavía. Después se aproximó a él y paró a un corto metro

de distancia, con la mirada cargada, enseñando los dientes y con la M16

bailando en sus manos.

“Ahora vas a contarme toda la historia desde el principio, ¿me oíste?”,

ordenó en un tono de voz tenso y amenazador. “Vi el informe del homicidio

en Ginebra y quiero saber lo que estabas haciendo en el CERN y cómo fue tu

nombre a parar al rompecabezas encontrado en las manos de la víctima,

señalándote como la llave de su muerte. Quiero todo muy bien explicado”.

No era una historia corta aquella que Tomás tenía que narrar, pero en aquel

momento lo que más tenía era tiempo. El hecho de no conocer la identidad de

su captor ni su posición o sus motivaciones lo dejaba, sin embargo, con la

sensación de tantear en la oscuridad. El hombre pertenecía a la CIA y por lo

tanto no había dudas de que se trataba de un adversario. O, para ser más


exacto, de un enemigo. Además, dominaba evidentemente los pormenores de

la muerte de Bellamy en el CERN. Lo más seguro era que formase parte del

equipo encargado de la caza al asesino — lo que, en la óptica de la CIA,

significaba la caza a Tomás. Para compensar, todavía no le había metido una

bala en la cabeza. En esas circunstancias, no podía dejar de considerarse una

señal alentadora.

Sin alternativas, y prevenido de que su captor ya había hecho muchas

preguntas a María Flor, el historiador contó lo que había ocurrido desde el

principio. La ida a Ginebra, el anticuario, la visita al CERN, el regreso a

Portugal, el gran pentáculo que había recibido de un remitente desconocido

en Ginebra, la interpelación en Coimbra por el agente de la CIA, el tiroteo y

la persecución, lo que había descubierto sobre el último rompecabezas dejado

por Bellamy, la conexión entre la referencia a Tomás Noronha como la Llave

y el manuscrito de la Llave de Salomón, de donde venía el gran pentáculo y,

finalmente, los mensajes escondidos en una de las caras del amuleto mágico

que había recibido de Ginebra.

“Tengo el gran pentáculo aquí”, indicó. “En mi bolsillo. Si lo quiere ver,

está ahí todo”.

El hombre de la CIA le quitó el amuleto mágico del bolsillo y lo estudió.

Hizo algunas preguntas sobre el sello de Salomón y su prisionero le llamó la

atención sobre las coordenadas geográficas gravadas en las puntas del

pentáculo indicando la localización de Langley. El captor también fue

interrumpiendo la narración para aclarar uno u otro punto, o para interrogar a

Tomás en otro sentido.

Cuando la historia se terminó, sin embargo, el hombre pareció quedarse

satisfecho. Después de una corta pausa para ponderar lo que había escuchado,

echó mano a la funda, extrajo una llave minúscula y se acercó del prisionero

para quitarle las esposas. Esta evolución de los acontecimientos cogió a

Tomás por sorpresa. Esperaba todo excepto ser liberado.

El desconocido le sonrió.

“Mi nombre es Peter”, se identificó. “Los amigos me llaman Pete”.

“Encantado”, dijo Tomás, mientas se frotaba la muñeca dolorida e intentaba

esconder la desconfianza. Tanta simpatía de repente le parecía sospechosa.

“¿Pero quién es usted exactamente?”.

Después de guardar las esposas en el cinturón de la funda de la pistola, de

donde las había retirado, Peter le extendió la mano y lo saludó con un apretón

firme, casi entusiástico.


“Soy el hijo de Frank Bellamy”.



LIV

En Langley, el gran mapa de Washington, DC era tan pormenorizado que

llegaba a señalar los árboles y llenaba casi por completo una de las paredes

del pequeño despacho que el comandante Fuentes usaba las raras veces que

pasaba por la sede de la CIA. El mayor estaba orgulloso de ser un hombre

metódico y eficiente, en la mejor tradición de sus abuelos mejicanos que, a

pesar de haber emigrado a Texas a comienzos del siglo XX, no olvidaban su

lenguaje azteca. Fue justamente en nombre de esa eficiencia que clavó el

plano de la ciudad en la pared; creía que así llegaría más deprisa a su destino.

“Primer punto de contacto”, murmuró mientras cogía una chincheta verde.

“Aeropuerto de Dulles”.

Clavó la chincheta en el mapa sobre el sitio donde se localizaba el

aeropuerto internacional de Washington, DC, no muy lejos de Langley, en la

margen sur del Potomac.

Cogió una segunda chincheta, amarilla, y observó el informe incluido en el

expediente de Tomás Noronha.

“Segundo punto de contacto”, enunció, aproximándose al mapa. “El cajero

automático al lado de la tienda Walmart de Georgetown”.

Cogió la segunda chincheta en el plano. Después retrocedió dos pasos e

intentó leer lo que la disposición de las chinchetas le decía. La verde no tenía

ningún significado más allá de la información de que su objetivo había

llegado a la ciudad, dado que el aeropuerto internacional de Dulles era un

punto obligatorio de pasaje para quien venía directamente del extranjero. Ya

la amarilla le pareció más interesante. Nada obligaba a Tomás Noronha a

visitar específicamente aquella tienda en Georgetown.

“Si a esa hora fuiste a Walmart”, observó con la mano en la barbilla, como

si pensase en voz alta, “es porque estás en algún lugar de los alrededores...”.

¿Pero dónde? Verificó la lista de hoteles, pensiones y albergues de las

inmediaciones. Ya todos habían sido inspeccionados y los nombres de los

sospechosos no se encontraban en los registros de huéspedes. Podían haber

usado nombres falsos, consideró, pero de ser así habrían hecho lo mismo al

pasar por los Servicios de la Aduana e Inmigración del aeropuerto de Dulles.

Además, una cosa de esas requería que tuviesen medios y conocimientos para

falsificar pasaportes, lo que, considerando los perfiles de las personas en

cuestión, no le parecía probable, Estaba tratando con aficionados en fuga, no


con profesionales del mismo oficio. Para cogerlos tendría que ponerse en su

piel y pensar como ellos pensaban.

Estrechó los ojos mientas rastreaba el mapa.

“No, están escondidos en Georgetown...”.

Lo que necesitaba era apurar su método, pensó el comandante Fuentes.

Considerando la hora en la que había realizado la compra de dos laptops,

razonó, la sede de su objetivo tendría obligatoriamente que estar cerca. Cogió

un compás y dibujó un círculo alrededor de la tienda de Walmart en

Georgetown. Retrocedió de nuevo dos pasos y verificó los principales puntos

que quedaban dentro de la circunferencia.

“Red Square... Centro Intercultural... Harbin Field... Universidad de

Georgetown...”.

Se calló, la mirada presa en este último punto. Universidad de Georgetown.

Con un movimiento impaciente, cogió el informe y abrió el perfil de Tomás

Noronha. El documento incluía un currículo que releyó con atención. La nota

biográfica indicaba que su objetivo había sido durante muchos años profesor

en la Universidade Nova de Lisboa.

Levantó los ojos y de nuevo fijó su atención en el espacio de la Universidad

de Georgetown en el mapa. Se quedó algunos segundos madurando la idea.

Una cosa de aquellas no podía ser coincidencia, concluyó. Además, en su

negocio no había coincidencias.

Con un movimiento lento y firme, cogió una chincheta roja y la clavó sobre

el lugar en el plano de Washington donde el perímetro de la universidad se

encontraba señalado.

“¡Estás aquí, cabrón!”.



LV

Al ver aquel cambio tan grande en el comportamiento de Peter, Tomás

sintió un poco de desconfianza. Si el hombre que lo interrogaba era realmente

el hijo de Bellamy, sus motivaciones le parecían obvias; quería saber quién

había matado a su padre. ¿Pero estaría de verdad delante del hijo del viejo

agente? ¿Quién le garantizaba que no se encontraba en el centro de uno más

de aquellos jueguecitos en los que las agencias de espionaje son expertas,

simulando situaciones para manipular a sus víctimas? ¿Cómo tener la

seguridad de que Peter no era un oficial de la CIA haciéndose pasar por quien

no era? ¿Y Peter sería realmente su verdadero nombre?

El historiador era consciente de que podría estar envuelto en un juego de

espejos en el que nada ni nadie era lo que parecía o decía ser. Ante la duda

sobre lo que sería verdad o simulación en todo aquello, creyó mejor mantener

la cautela y la reserva. El truco estaba en hacerlo sin demostrar lo que hacía.

Por eso, cuando Peter le convidó a sentarse delante de la mesa e indicó que

iba a la sala de los trastos a liberar a María Flor, Tomás movió la cabeza.

“Déjela estar como está”, sugirió, fiel a la estrategia de disminuir su

importancia para protegerla. “Ella poco sabe sobre esta historia y, como le

dije, no pasa de una compañía. La utilidad de esa chica se limita a sus

atributos físicos, por así decirlo”.

Peter incluso dudó, pero acabó por aceptar la sugerencia y se dirigió al

sillón por detrás de la mesa.

“Como quiera”, aceptó, instalándose. “Sabe, creo que usted no tiene nada

que ver con la muerte de mi padre. Leí el informe de la Agencia sobre el caso

y me pareció extraño que un académico cualquiera tuviese capacidad para

entrar disimuladamente en la zona de uno de los detectores de partículas del

CERN y liberar helio líquido para asfixiar a alguien tan experimentado y

desinhibido como un director de la CIA, incluso anciano”. Movió la cabeza.

“No, una acción de esas no la ha podido llevar a cabo un aficionado. Aquello

fue trabajo de un profesional. Además falta por explicar el motivo. ¿Por qué

rayo usted iría a matar a mi padre?”.

“Me dijo que leyó el informe de la Agencia”, observó Tomás. “Se refiere a

la CIA, claro”.

“Cierto”.

“¿Cómo tuvo acceso a él?”.


Su interlocutor echó una mano al bolsillo de la chaqueta.

“Trabajo en la Agencia”, respondió Peter, mostrándole su tarjeta de

funcionario. “Soy analista político del Gabinete de Estrategia y Análisis de la

Dirección de Información, una de las cuatro direcciones que funcionan en

Langley”.

“Ah, usted trabaja realmente en la CIA”. Hizo un gesto señalando el

apartamento. “¿Y vive aquí?”.

“No, tengo un pequeño apartamento en Foggy Bottom, al otro lado de la

calle, donde está el complejo Watergate. No es muy lejos de aquí”.

“¿Y cómo entró en el apartamento? Es que no le oímos llegar...”.

“Yo estaba dentro cuando ustedes entraron. No se olvide de que mi padre

era el jefe de una de las direcciones de la Agencia. Una de las medidas de

seguridad habituales de quien ocupa un puesto de esos es instalar en casa una

sala de seguridad, un compartimento blindado equipado con comunicación

directa con el exterior, acceso a la videovigilancia de seguridad que

monitoriza el apartamento, alimentos, bebidas y un verdadero arsenal. Fue

allí donde me escondí y fue desde allí que les observé”.

Tomás palideció.

“¿Quiere decir que vio todo lo que hicimos y dijimos?”.

“Todo”. Soltó una carcajada. “No entendí nada, claro. Mi portugués está

oxidado. Solo sé decir caipirinha y tudo legal”.

“Pero nosotros llamamos al apartamento antes de venir y nadie atendió...”.

“Oí tocar el teléfono, sí”, reconoció, desviando la mirada hacia el aparato

fijo posado sobre el escritorio. “Sin embargo, tenía buenas razones para no

atender”.

“¿Qué quiere decir con eso?”.

“Sé muy bien que las llamadas son una táctica usada por los asaltantes”,

explicó. “Llaman antes del asalto para comprobar si está o no alguien en la

residencia. Si nadie atiende, es señal de que la casa se encuentra desierta y

ellos pueden venir”.

“Sí, ¿pero cómo sabía que la llamada era de asaltantes? Lo más natural era

que alguien llamase para saber noticias de su padre, ¿no? Lo último que una

persona piensa cuando suena el teléfono, creo yo, es que sean asaltantes

verificando si la casa está desierta...”.

La pregunta era buena y obligó a Peter a dar una explicación más detallada.

Respiró profundamente antes de responder.

“Sabe, su asalto al apartamento de mi padre no ha sido el primero,


¿entiende? Cuando vine aquí esta mañana para comprobar el correo me di

cuenta de que alguien había entrado durante la noche. Fui a verificar las

grabaciones de vídeo de la sala de seguridad y constaté que habían sido

desactivadas. Sabe lo que eso significa, ¿no?”.

Su interlocutor le devolvió una expresión vacía.

“No tengo la más mínima idea”.

“Esto quiere decir que los asaltantes sabían de la existencia de la sala de

seguridad y, lo más importante, sabían desactivar el sistema de

videovigilancia. Un asaltante normal no tiene ese tipo de conocimientos, ¿no

cree?”.

El historiador estrechó los ojos, intrigado con las implicaciones de lo que le

había dicho.

“¿Está insinuando que... que fue gente de la CIA la que entró aquí?”.

“No estoy insinuando, estoy afirmando. Consideré sospechosas las

circunstancias del asalto de ayer, y esta mañana, cuando llegué a la Agencia

para un día más de trabajo, conté que había descubierto material nuevo sobre

mi padre y que lo iba a depositar por la noche en el apartamento. Por eso

decidí pernoctar aquí. Quería ver si aparecía alguien. Si apareciese, era la

confirmación de que alguien en Langley mandaba gente para entrar aquí

clandestinamente. Confieso que, conociendo los procedimientos

operacionales de la Agencia, esperaba que el asalto solo se llevase a cabo un

poco más tare, ya de madrugada. Por eso fue una sorpresa oír sonar el

teléfono a la hora de la cena y poco después veros aparecer. Más sorprendido

me quedé cuando os oí hablar en un idioma que no era el inglés”.

Una expresión de perplejidad translucía en el rostro de Tomás, todavía

intentando dar sentido a lo que acababa de escuchar.

“¿La CIA asaltó el apartamento de su padre?”, se interrogó. “¿Por qué?

¿Cuál fue su objetivo?”.

“No fue la Agencia”, corrigió Peter. “Fue alguien de la Agencia, lo que es

bien diferente”.

“¿Quién?”.

Su interlocutor hizo una pausa, como si ponderase si debía dar una respuesta

a esa pregunta.

“La persona que mandó matar a mi padre”.

El historiador se quedó boquiabierto.

“¿Frank Bellamy fue asesinado por la propia CIA?”, se sorprendió. “¿Qué le

lleva a hacer una afirmación tan extraordinaria?”.


“Algo extraño pasó antes de que él fuera a Ginebra”, reveló Peter. “Le sentí

muy emotivo, lo que no era normal en mi padre. Sé que estaba sometido a

una intensa presión y que hay personas poderosas dentro de la Agencia que lo

querían apartar, por las buenas o por las malas si fuese necesario. Ocurre que

él consideraba su trabajo un deber con la nación y decía repetidamente que

solo la muerte lo haría dimitirse”. Respiró hondo. “Desconfío que le hicieron

caso”.

“¿Tiene a alguien determinado en mente?”.

Inclinándose hacia la izquierda, Peter abrió el segundo cajón del escritorio y

retiró una fotografía.

“Vea esto”, dijo, dando la vuelta a la imagen en dirección a su interlocutor.

“Es un retrato de los cinco directores de la Agencia y de sus cinco adjuntos.

El director está en el medio, rodeado del adjunto y de los directores y

directores adjuntos de las cuatro direcciones. Mi padre es el de la punta

izquierda, como puede ver”.

Tomás examinó la fotografía del grupo de diez hombres posando delante de

la escalinata de un edifico, incluyendo a Bellamy. Ya se había cruzado con

aquella imagen durante la inspección a los cajones de la secretaria.

“¿Esta foto fue hecha en Langley?”.

“Correcto”.

“¿Y sospecha de toda esta gente?”.

Inclinándose sobre la mesa, Peter señaló al hombre situado al lado de

Bellamy.

“Únicamente sospecho de dos”, reveló. “Uno de ellos es este tipo. Se llama

Walter Halderman y era adjunto de mi padre. Un fulano detestable, capaz de

todo para subir en la Agencia. Vino del mundo del petróleo y le colocaron allí

en tiempos de Nixon. Ha estado protegido por todas las administraciones,

probablemente por sus conexiones con las grandes empresas petrolíferas que

financian las campañas presidenciales”.

“¿Por qué querría la muerte de su padre?”.

“¡Anda, para substituirlo! Walter Halderman es un trepa por excelencia,

intrigante y manipulador que no repara en medios para subir dentro de

cualquier organización. Con mi padre fuera del camino, lo más seguro es que

él ascienda al mando de la Dirección de Ciencia y Tecnología. Sospecho, sin

embargo, que su objetivo último sea convertirse en director de la CIA.

Venenoso como es, ¡es bien capaz de conseguirlo!”.

“Un tipo poco recomendable, sí señor”, asintió el historiador portugués. “¿Y


quién es el segundo sospechoso?”.

El dedo índice de Peter se deslizó hacia la cara de un hombre ceñudo a la

derecha del director de la CIA.

“Henry Fuchs”, identificó. “También conocido por Fucking Fuchs o Dirty

Harry. Se trata del director del Servicio Clandestino Nacional, la dirección

encargada de llevar a cabo las operaciones clandestinas de la Agencia. Es

quien comanda las operaciones sobre el terreno, lo que hace de Fucking

Fuchs el segundo hombre más poderoso de la organización después del

propio director. Es un fulano temperamental e implacable. Estoy seguro de

que los hombres que entraron aquí la pasada noche fueron enviados por él”.

Apuntó a Tomás. “Tal como los tipos que intentaron matarle en Portugal.

Todas las operaciones en el terreno tienen la firma de Harry Fuchs”.

“¿Por qué sospecha de ese tipo?”.

“Porque, como ya le expliqué, mi padre fue con toda seguridad asesinado

por un profesional. No entra cualquiera en un detector de partículas del

CERN, mata a un director de la CIA y desaparece sin dejar el menor rastro.

Ahora, si a mi padre lo mató un operativo de la Agencia, la orden solo pudo

ser dada por Fuchs o con el conocimiento de él. Es el director del Servicio

Clandestino Nacional que dirige a todos los operativos de la Agencia”.

“Sí, ¿pero qué motivo podría tener ese Fuchs para mandar asesinar a su

padre?”.

Los dedos de Peter tamborilearon sobre la superficie de caoba pulida del

escritorio, como si ponderase abrir el juego.

“Por un proyecto llamado Ojo Cuántico”.



LVI

La entrada en la web de la Universidad de Georgetown y la extracción de la

lista de profesores y estudiantes extranjeros a través de la conexión al sistema

de la CIA era cosa de niños y el comandante Fuentes lo sabía. Tardó menos

de diez minutos en localizar los nombres y las direcciones e imprimir la lista.

Después cogió una hoja salida de la impresora y buscó nombres que le

pareciesen portugueses. Encontró dos Silvas, un Ferreira, un Coutinho, dos

Sousas, un Marques, un Aguiar y otros diez de ese tipo. En total, dieciocho

eran indudablemente portugueses. Había también algunos nombres ambiguos,

como Santos, Torres y otros que podrían ser portugueses o castellanos.

Siempre metódico, el comandante Fuentes regresó a la web de la

universidad y fue a verificar los nombres uno por uno. Comenzó por los

ambiguos y confirmó que solo dos eran portugueses. Los restantes eran

mexicanos, portorriqueños, peruanos y de otros países de lengua castellana.

Tenía, por lo tanto, un total de veinte nombres de lengua portuguesa. El paso

siguiente fue verificarlos todos. Pronto descubrió que catorce eran brasileños,

uno caboverdiano, uno mozambiqueño y otro angoleño. Los eliminó a todos.

Se quedó mirando a los tres que restaban.

“Uno de vosotros dio abrigo a mi cliente...”.

Consultó el perfil de los tres portugueses que frecuentaban la Universidad

de Georgetown. Dos de ellos eran estudiantes, uno de Oporto y otro de

Aveiro. El tercero era un profesor de Matemáticas que estaba haciendo un

posgrado. Le pareció el más prometedor de los tres sospechosos. Se llamaba

Jorge de Sousa Marques y el posgrado se relacionaba con sistemas

informáticos avanzados.

“Hmmm... un hacker en potencia”, sonrió el mayor,

sintiendo que la presa en breve sería suya. “O me equivoco

mucho, o fuiste tú quien anduvo cotilleando en el sistema...”.

Clicó la línea del currículo de Jorge de Sousa Marques y una página cubrió

la pantalla. El sospechoso, reveló la nota biográfica, había nacido en Vila

Nova de Gaia y era actualmente profesor de Matemáticas de la Universidade

Nova de Lisboa.

La información llevó al comandante Fuentes a verificar de nuevo el informe

que Fuchs le había entregado sobre Tomás Noronha. Ahí estaba la referencia.

Noronha era profesor en la misma universidad.


“¡Bingo!”.

Imprimió la página del currículo de Jorge e hizo un trazo subrayando su

dirección. El profesor de Matemáticas estaba por lo visto instalado en el

campus de la Universidad de Georgetown. Introdujo la hoja en el informe de

Tomás y se levantó para ir a su armario de trabajo.

Los estantes contenían varios tipos de armas, cada una adecuada a un perfil

específico de misión. En este caso buscaba la discreción, por lo que optó por

una Sig Pro semiautomática. Verificó las municiones y el silenciador, metió

la pistola en la funda y la apretó contra el pecho. Después vistió la chaqueta,

cogió la carpeta con sus instrumentos de interrogatorio, cogió el abrigo del

perchero al lado de la ventana y se lo puso ya camino de la puerta.

Se apretaba el cerco.



LVII

“Interesante, ese nombre”.

La designación del proyecto, Ojo Cuántico, arrancó en Tomás un erguir de

la ceja casi imperceptible. El académico portugués sabía que la teoría

cuántica tenía innumerables aplicaciones en la vida cotidiana, del láser al

transistor, pasando por las resonancias magnéticas y por un sin número de

otras tecnologías avanzadas que funcionaban con base en las rarezas

cuánticas por lo que era fácil entender el interés de la CIA.

“No me diga que ya oyó hablar de ese proyecto...”.

“No, pero conozco bien las potencialidades de la física cuántica”, aclaró el

historiador. “Imagino la utilidad que el extraño mundo de las partículas puede

tener para la actividad del espionaje. Puedo asegurarle que es todo un

universo”.

“Era en eso en lo que mi padre estaba trabajado”, confirmó Peter, todavía

sentado en la mesa. Como jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología, tenía

la responsabilidad de desarrollar nuevos instrumentos y tecnologías que

fuesen útiles en la actividad de espionaje de la Agencia. El Ojo Cuántico era

el proyecto más ambicioso de todos. Por eso mi padre se esforzó en que fuese

confidencial y, a pesar de los progresos, optó por no compartirlo con nadie.

‘Únicamente cuando esté listo’ decía muchas veces. Trataba al Ojo Cuántico

casi como un proyecto personal. Eso era algo que volvía a Fucking Fuchs

totalmente loco. Se ponía fuera de sí”.

“¿Pero por qué? ¿Cuál era la prisa de Fuchs?”.

“Sabe, el Servicio Clandestino Nacional ha andado bajo fuerte presión

debido a algunos fracasos sucesivos en los últimos tiempos. Los operarativos

que Fuchs comanda se han mostrado incapaces de recoger información que

permita a la Agencia darse cuenta de si va a ocurrir un atentado contra

intereses americanos, dónde y cuándo. Ayer explotó una bomba delante de

una embajada de los Estados Unidos y un ala del edificio fue devastada;

todavía están sacando a los muertos de los escombros y la Agencia no tuvo la

mejor indicación previa de lo sucedido. Una vergüenza”.

“¿Se refiere al atentado de Trípoli?”, preguntó Tomás. “Vi esta mañana en

las primeras páginas de los periódicos una fotografía del cráter delante de su

embajada. Un agujero enorme, ¿no?”.

“Trípoli fue solo el último de una serie de fracasos de la Agencia. Lo cierto


es que, desde que dejamos de poder utilizar los métodos musculados para

interrogar a los prisioneros enviados a Guantánamo o a otros centros secretos

de detención, perdimos la capacidad de extraer información de los radicales

islámicos. El nuevo presidente está ejerciendo una enorme presión sobre la

Agencia, y en particular sobre Fuchs. Lo acusa de incompetencia en la forma

de gestionar sus operativos. El Fucking Fuchs está desesperado con eso y

sabe que, a menos que la situación se altere radicalmente y él empiece a

presentar resultados, acabará perdiendo su puesto. Por eso mira hacia el Ojo

Cuántico como la única cosa que lo puede salvar. El problema es que mi

padre, que ya tenía el proyecto muy avanzado, insistía en no compartirlo con

el Servicio Clandestino Nacional mientras no estuviese finalizado. Fuchs no

aceptaba una cosa de esas”.

“¿Cree que él mató a su padre para echar mano al proyecto?”.

“Creo que es una fuerte posibilidad y le convierte en el principal

sospechoso”, confirmó. “El problema es que las cosas no están saliendo como

Fuchs pretendía. A pesar de que mi padre haya muerto, nadie sabe dónde se

esconde el dichoso proyecto. Todos los esfuerzos para localizarlo se

revelaron infructuosos”. Señaló con la mano el espacio alrededor. “Creo que

fue por eso que aquellos hombres vinieron aquí la pasada noche, ¿entiende?

Querían revistar el apartamento para ver si encontraban la documentación del

Ojo Cuántico. Y por eso, después de haber difundido en la Agencia la

información de que había descubierto material de mi padre y lo iba a

depositar en el apartamento, estoy convencido de que los hombres del

Servicio Clandestino Nacional van a regresar esta madrugada. Fuchs necesita

el proyecto a toda costa si quiere salvar el cuello y no se detendrá ante nada

ni ante nadie”.

“¿Qué es exactamente el Ojo Cuántico?”, preguntó el historiador, intrigado.

“¿Su padre habló alguna vez con usted del asunto?”.

“Hizo solo una referencia breve cuando estaba de partida hacia Ginebra. Le

encontré muy tenso, me dio un gran abrazo y... en fin, confieso que no presté

mucha atención a sus palabras. Mi especialidad es la geoestrategia, como ya

le expliqué. Por eso soy analista del Gabinete de Estrategia y Análisis de la

Dirección de Informaciones”.

“Haga un esfuerzo”, pidió Tomás, comprendiendo que aquel punto era casi

con seguridad crucial. “¿Qué le dijo su padre exactamente cuando mencionó

el Ojo Cuántico?”.

Peter cerró los ojos, en un intento de reconstruir lo que había oído una


semana antes.

“Dijo cualquier cosa sobre Higgs y las nuevas pruebas que el CERN estaba

llevando a cabo para encontrarlo una vez más”.

“Sí, es verdad. El CERN anunció en 2012 la detección del bosón de Higgs,

también conocido como partícula de Dios. Leí en el periódico que iban a

realizarse nuevos experimentos para volver a producir el Higgs en el gran

acelerador de hadrones, para estudiar mejor su comportamiento. Además,

tengo hasta idea de que esos experimentos transcurrían cuando yo me

encontraba en Ginebra...”.

“Fueron justamente esos nuevos experimentos los que mi padre quiso

acompañar en el CERN”, asintió el americano. “Pero, si quiere que le diga,

todavía no entendí muy bien la importancia de ese bosón”. Rio bajito.

“Además, ni siquiera sé lo que es un bosón...”.

“Las partículas que transportan las fuerzas fundamentales son bosones”,

aclaró el académico. “Los fotones, por ejemplo, son bosones que transportan

energía electromagnética, como la del Sol”. Batió con los dedos en la caoba

del escritorio. “Ya las partículas que constituyen la materia, como la que

existe en esta mesa, son conocidas por leptones. Eso quiere decir que los

electrones, protones y los neutrones son leptones”.

“Ya veo. Higgs es un bosón. ¿Y por qué tiene eso tanta importancia?”.

La pregunta obligó a Tomás a respirar hondo, como si ganase impulso para

una tarea difícil. Lo cierto era que no era sencillo explicar el Higgs a un

novato.

“Bueno, presumo que tiene conocimiento de que el universo comenzó a

partir de una brutal concentración de energía. Esa concentración energética

irrumpió de repente y creó el espacio, el tiempo, la energía y la materia”.

“¿Se refiere al Big Bang?”.

“Eso”, confirmó el historiador, aliviado por no tener que explicar todo desde

el principio. “El universo comenzó con el Big Bang, hace poco menos de

catorce mil millones de años. Al principio, la temperatura era elevadísima, ya

que había mucha energía y poco espacio. La única fuerza existente en el

universo era la superfuerza. El universo nació simétrico, lo que quiere decir

que se presentaba exactamente igual en todas las direcciones con un patrón

geométrico que se repetía ad infinitum en calidoscopio sin una única

variación. Al fin de algunos instantes sin embargo, y a medida que el espacio

se iba alargando y la temperatura bajando, la simetría se quebró. Si sale ahora

allí fuera y mira hacia el cielo, verá que las constelaciones no son iguales las


unas a las otras y las cosas son todas diferentes entre sí, ¿verdad?”.

“Sí, claro. Pero continuo sin entender lo que es Higgs y cuál es su

importancia...”.

“Ya llegamos ahí, tenga calma”, pidió. “Lo importante es que entienda que

algo quebró la simetría del universo y obligó a la superfuerza a dar lugar a

varias fuerzas diferentes, creando primero la fuerza de la gravedad, después

la fuerza nuclear fuerte, la fuerza electro débil y la fuerza electromagnética.

Se comenzaron también a generar las primeras partículas y después los

primeros átomos, sobre todo los más sencillos, como el hidrógeno y el helio.

Alguna cosa creó toda esta complejidad e ilusión de diversidad con que

vemos lo que está a nuestro alrededor, ocultando el hecho de que el universo

es uno”.

“¿Y qué es lo que fue?”.

“La respuesta fue dada por el físico escocés Peter Higgs y le valdría el

Premio Nobel de Física. Higgs preconizó la existencia de un campo especial,

que vendría a ser conocido por campo de Higgs, que sería responsable de la

primera quiebra de simetría en el universo. Higgs previó que, cuando se

alcanzan valores energéticos suficientemente elevados, ese campo se agita y

liberta una partícula, designada bosón de Higgs o partícula de Dios. Las

experiencias efectuadas en el CERN constituirían un intento de agitar el

campo de Higgs para ver si aparecía ese bosón. Fueron llevadas a cabo

colisiones brutales de partículas que permitieron crear condiciones próximas

de las existentes en el Big Bang. Esos esfuerzos culminaron en 2012 con el

anuncio de que el bosón de Higgs se había encontrado”.

La explicación pareció dejar a Peter decepcionado.

“¿Sólo eso?”, cuestionó con cara de desilusión. “¿Tanto

ruido para una cosa tan insignificante?”. “El universo es uno y el campo de

Higgs creó la ilusión de la diversidad”, repitió Tomás. “Una cosa de esas no

me parece insignificante”.

“¿Pero cómo se creó esa ilusión? ¿Qué hace ese campo exactamente?”.

“Confiere masa a las partículas elementales. El campo de Higgs impregna

todo el espacio y todas las partículas están continuamente fluyendo a través

de él. Piense, el universo era monótonamente simétrico porque se esparcía en

todas las direcciones a la velocidad de la luz, ¿verdad? Sin embargo, cuando

la fuerza de Higgs confirió masa a gran parte de las partículas, estas perdieron

automáticamente velocidad. Fue eso lo que quebró la simetría y creó la

ilusión de diversidad. Las partículas elementales dejaron de esparcirse todas a


la misma velocidad porque de repente adquirieron masa”.

El analista de la CIA hizo un gesto vago y contrajo el rostro en un

semblante escéptico.

“¿Ese campo impregna todo el espacio?”, perguntó. “¿y dónde está? ¡Nunca

oí hablar de él!”. Se giró sucesivamente en varias direcciones, en un gesto

teatral. “Mirando alrededor no veo ni siento ningún campo. ¿Usted lo ve?”.

“Sabe, nosotros no sentimos el campo de Higgs del mismo modo que no

sentimos el campo electromagnético o el campo gravitatorio, pero sentimos

los efectos de todos esos campos. Por ejemplo, miramos a nuestro alrededor y

vemos las cosas porque existe luz, que no es más que la oscilación del campo

electromagnético. Y caminamos con los pies en el suelo porque el campo

gravitatorio nos empuja hacia el centro del planeta”. Golpeó con los nudillos

dedos en la superficie del escritorio. “De la misma forma, vemos que esta

mesa tiene masa porque el campo de Higgs confirió masa a las partículas que

la constituyen. Las partículas que más interaccionan con el campo de Higgs

tienen más masa, mientras las partículas con menor interacción con este

campo tienen menos. Los fotones, por ejemplo, no interaccionan de ningún

modo con el campo de Higgs, y por eso no tienen masa”. Hizo un gesto

circular, indicando todo lo que los cercaba. “Acuérdese, sin embargo, de que

siempre que vea un objeto sólido, incluido su propio cuerpo, está observando

un efecto del campo de Higgs. De ahí que sepamos que ese campo impregna

todo el espacio, a pesar de no verlo ni sentirlo”.

Peter se recostó en su sillón.

“Entiendo”, dijo. “Pero eso no explica por qué razón mi padre estaba tan

interesado en los experimentos del CERN para detectar la partícula de Dios”.

“Todo depende de los contornos del proyecto en el cual estaba metido.

¿Recuerda si su padre le dijo algo más sobre el Ojo Cuántico antes de viajar a

Ginebra?”.

Su interlocutor esbozó de nuevo el gesto de quien indaga en la memoria en

busca de una información.

“Recuerdo que mencionó que estaba descubriendo el mayor ordenador

cuántico que se pueda imaginar, una cosa macroscópica, pero comprendió

que yo no tenía conocimientos para entender la conversación y se calló”.

“¿Descubriendo?”, se sorprendió Tomás. “Inventando, quiere decir...”.

“Tengo idea de que dijo ‘descubrir’...”.

“No puede ser. Un ordenador es una máquina que no existía y que se

construyó, no es algo que ya existiese y que se descubriese”.


“Sí, tiene razón”, concedió el americano. “Probablemente oí mal. Debió de

decir ‘inventar’”.

“¿Su padre dijo que estaba inventando el mayor ordenador cuántico que se

pueda imaginar? ¿Y dijo que era una cosa macroscópica? ¿Fueron realmente

esas sus palabras?”.

“El sentido era ese, sí”.

El historiador se frotó la barbilla con la punta de los dedos, reflexionando

sobre esta información y sus ramificaciones.

“¡Caramba!”, exclamó. “Comienzo ahora a entender lo que es el Ojo

Cuántico y su importancia. No me extraña que el tal Fuchs tenga prisa en

ponerle la mano encima”.

“¿Ya entendió lo que es el Ojo Cuántico?”.

“Claro. Usted mismo lo dijo, citando a su padre: es un ordenador cuántico

macroscópico”.

“Sí, ¿y qué? ¿Qué tiene eso de especial?”.

Tomás se rio.

“No tiene la menor idea de lo que es un ordenador cuántico, ¿verdad?”.

“No tengo, pero estoy seguro de que me lo podrá explicar...”.

“Se trata de un ordenador capaz de quebrar cualquier cifra, incluso las más

complejas. Por ejemplo, las claves públicas criptográficas existentes en

Internet son composiciones unidireccionales por ser fáciles de crear y de

quebrar. Esto se debe a que un ordenador clásico multiplica fácilmente dos

números cualquiera, pero tiene enorme dificultad en descomponer los

números complejos en factores. Un número que un ordenador clásico lleva

millares de millones de años en descomponer en factores puede ser

descompuesto en algunos minutos por un ordenador cuántico. ¿Entiende la

importancia de una cosa de estas para una agencia de espionaje como la CIA?

¡Su padre estaba inventando el santo grial del espionaje! Ni más ni menos. A

partir del momento en el que la CIA tenga un ordenador cuántico

macroscópico operando, no habrá ningún mensaje cifrado que Al-Qaeda o

cualquier otra organización terrorista pueda intercambiar que la Agencia sea

incapaz de interceptar y quebrar. Ninguno. Con el Ojo Cuántico funcionando,

estos atentados dejan pura y simplemente de ser posibles. Es más, debe de ser

por eso que el proyecto tiene ese nombre. El Ojo Cuántico seguro que es una

especie de ojo que, recorriendo a efectos cuánticos, todo lo ve”.

Peter emitió un silbido apreciativo.

“Holy shit!”, exclamó. “¡Mi padre estaba inventando el Big Brother! Ahora


entiendo las prisas de Fucking Fuchs...”.

“Pero déjeme decirle una cosa”, añadió el académico portugués. “Si su

padre inventó un ordenador cuántico macroscópico, el Comité Nobel va a

tener que abrir una excepción a la regla de que una persona solo puede ser

laureada si está viva. Es que, con esta invención, él merece el Nobel de

Física, aunque sea póstumamente”.

“¿Cree que sí? ¿Por qué?”.

“Porque estamos hablando de un ordenador cuántico macroscópico”.

“¿Y? ¿Qué tienen tan especial esos ordenadores cuánticos? A fin de

cuentas, los ordenadores ya fueron inventados hace muchos años, ¿no?”. La

mirada de Tomás se desvió hacia los tres libros que había visto una hora

antes sobre la mesa. Cogió los tres y escogió uno de ellos, la obra de Claude

Shannon titulada The Mathematical Theory of Communication.

“Estamos hablando de un ordenador diferente”, subrayó, volviendo la

portada del libro hacia su interlocutor.

“Fíjese en esta obra que su padre tenía sobre la mesa. Un ordenador clásico

opera de acuerdo con los principios aquí establecidos por Shannon, según los

cuales la información es una entidad con existencia física real, tal y como la

energía o la masa. Algunas de las leyes más fundamentales de la naturaleza,

como por ejemplo la segunda ley de la termodinámica, son en realidad leyes

de la información. Estas leyes regulan la materia y la energía, establecen las

reglas de cómo los átomos deben interaccionar y cómo se deben comportar

las estrellas; nos regulan incluso a nosotros como seres vivos, porque

nuestros genes contienen información que nuestros cuerpos replican, y como

seres humanos, ya que nuestro cerebro contiene información que la

consciencia administra. Cuando se dice que las teorías de la relatividad

establecen que nada se puede mover más deprisa que la luz, se está haciendo

una afirmación que, en realidad, no es enteramente exacta. Hay cosas más

rápidas que la luz, como la expansión del espacio, por ejemplo. Lo que no

puede desplazarse más deprisa que la luz es, en buen rigor, la información.

La naturaleza se expresa a través del lenguaje de la información”.

“Espere, ¿no es el bit la unidad mínima de información?”.

“Correcto. Se dice bit, o dígito binario”.

“Perdone, pero la palabra binario implica la existencia de dos cosas. ¿Cómo

puede una unidad mínima tener dos cosas?”.

“Una cosa binaria es algo que consiste en dos partes, cierto. Eso no significa

que el bit sea dos cosas, sino que representa una de las dos opciones: o sí o


no, o izquierda o derecha, o encima o abajo, o cero o uno. ¿Lo ve? Un

ordenador es una máquina de procesamiento de información, o sea, un

ordenador procesa bits. ¿Nunca se dio cuenta de que la programación de un

ordenador consiste en una serie interminable de ceros y de unos?”.

“Ahora que menciona eso, sí”, admitió él. “Estoy harto de ver secuencias de

cero-cero-uno-cero-uno-uno-uno-cero-uno-cero, y así sucesivamente. ¿Son

bits?”.

“Exactamente. Un ordenador clásico procesa siempre uno de dos caminos.

Por ejemplo, para determinar la cifra de una caja fuerte con dieciséis

combinaciones posibles, el ordenador clásico tiene que procesar cuatro

preguntas binarias. Imaginemos que el número secreto es nueve. Esta es la

primera pregunta que el ordenador clásico procesa: ¿la combinación correcta

es un número impar? Sí es el cero, no es el uno. La respuesta en este caso es

el cero. Viene entonces la segunda pregunta: dividiendo el número por dos y

redondeando por debajo para llegar a un número entero, ¿el número es un

impar? La respuesta es uno, que significa no. Esta segunda pregunta se repite

dos veces más. Al final de cuatro preguntas de alternativa entre el cero y el

uno, el ordenador clásico encuentra la respuesta deseada. Como debe haber

notado, se trata de un proceso muy lento para determinar un número tan

sencillo como el nueve y es por eso que el cómputo clásico lleva tiempo. Ya

el ordenador cuántico funciona de forma diferente”.

“¿Pero el ordenador cuántico no se confronta con un sistema binario de

ceros y de unos?”.

“Claro que sí, pero trata con ellos de forma diferente. Mientras un

ordenador clásico procesa entre el sí y el no, entre la izquierda y la derecha,

entre el cero y el uno, el ordenador cuántico procesa todo junto: el sí y el no,

la izquierda y la derecha, el cero y el uno”.

“¿Perdón?”.

“El ordenador cuántico no procesa entre dos opciones, procesa todas las

opciones al mismo tiempo. Así, mientras el ordenador clásico necesita

procesar cuatro preguntas con respuesta binaria para descubrir la

combinación secreta de la caja fuerte, el ordenador cuántico procesa las

cuatro preguntas en una única”.

Abriendo bien los ojos y entreabriendo la boca, Peter esbozó una cara de

incomprensión e incredulidad.

“¿Eso es posible?”.

“Claro que lo es. Oiga, Pete, el ordenador cuántico funciona según las reglas


del mundo cuántico. No sé si o sabe, pero en la física cuántica un electrón no

atraviesa la rendija izquierda o la rendija derecha abiertas en un obstáculo,

sino las dos rendijas al mismo tiempo. A nivel cuántico, los electrones, la luz,

los átomos y las moléculas recorren todas las rutas simultáneamente y están

en todos los sitios al mismo tiempo. Lo que un ordenador cuántico hace es

usar esa extraña propiedad de la física cuántica para efectuar un enorme

número de cálculos al mismo tiempo, en vez de proceder como un ordenador

clásico, que ejecuta un cálculo cada vez. Por eso el ordenador cuántico es

mucho más rápido procesando información que el ordenador clásico y tiene

la capacidad de quebrar deprisa la más compleja de las cifras”.

El analista de la CIA se mostraba atónito.

“Jeez! Si el Ojo Cuántico es verdaderamente un proyecto para construir uno

de esos ordenadores cuánticos, ¡estamos

sin duda ante una poderosísima arma contra el terrorismo!”.

“Es verdad. El problema es que, para construir un ordenador cuántico

macroscópico es necesario resolver primero el más colosal de todos los

problemas de la física: la conciliación de la física cuántica, indeterminista y

probabilística, con la física clásica, determinista y causal. O sea, es necesario

antes de nada concebir una teoría del todo. Hace mucho tiempo que los

físicos andan detrás de esa quimera, todavía sin éxito. Imagino que ese ha

sido el gran obstáculo que su padre tuvo que superar”.

“¿Me está diciendo que sin la teoría del todo no es posible construir un

ordenador cuántico?”.

“No, los ordenadores cuánticos ya fueron inventados. Lo que no se consigue

hacer es ponerlos a operar a un nivel suficientemente complejo y a una

dimensión macroscópica. Para quebrar las cifras más complejas de Internet,

el ordenador cuántico tiene que ser capaz de computar varias centenas de bits

cuánticos designados qubits, pero el máximo que los científicos están

consiguiendo computar son diez qubits. No llega”.

“¿Entonces que estaba mi padre exactamente haciendo en el proyecto Ojo

Cuántico? ¿Construyendo un ordenador cuántico que sea capaz de computar

centenas de qubits?”.

“Es lo único que tiene sentido”, asintió Tomás. “El problema es que, para

computar centenas de qubits, es necesario que la información se conecte a

través del proceso cuántico de entrelazamiento a un nivel macroscópico. Esa

es la gran dificultad. Los efectos cuánticos ocurrieron a un nivel

microscópico, pero no en nuestra escala macroscópica, ¿entiende? Mientras


en el microcosmos constatamos que la observación crea parcialmente la

realidad y los átomos están al mismo tiempo en varios lugares y recorren al

mismo tiempo todas las rutas, en nuestra escala macroscópica eso no ocurre.

¿Por qué, si todos estamos hechos de átomos? Estando nosotros constituidos

por partículas cuánticas, ¿no deberíamos ver que a nosotros nos ocurren

también esos extraños efectos a nuestro alrededor? La respuesta es que

debíamos, pero no lo vemos. Para hacer un ordenador cuántico macroscópico

suficientemente poderoso para quebrar fácilmente las más complejas cifras de

Internet, su padre tendría primero que resolver ese gran enigma, un misterio

tan profundo que nadie todavía fue capaz de explicarlo”.

“Entiendo. Por eso decía hace poco que si el proyecto Ojo Cuántico

envolviese realmente la construcción de un ordenador cuántico

macroscópico, mi padre merecía ganar el Premio Nobel de la Física”.

“Como mínimo”.

Con una expresión que parecía mezclar orgullo y tristeza, Peter permaneció

un largo momento contemplando la imagen de Frank Bellamy en la fotografía

del grupo sacada delante de la escalinata del edificio en Langley. Dio un

profundo suspiro y miró a su interlocutor con una mirada cargada de

indecisión e inseguridad.

“¿Qué hacemos ahora?”.

“Si quiero escapar a sus amigos de la CIA y sobrevivir a esta confusión,

necesito primero resolver el misterio de la muerte de su padre”, dijo Tomás

con aire resuelto. “Para llegar ahí necesito que me responda a una pregunta”.

Tomás hizo una pausa para acentuar la importancia de la cuestión.

“Claro. ¿Qué quiere saber?”.

Clavó los ojos en Peter, como si le quisiese leer en el rostro.

“¿Quién es Daniel Dare?”.

“¿Quién?”.

Tomás extendió el brazo y cogió la carpeta con funda plastificada

transparente que se encontraba sobre la mesa y que había examinado cuando

había inspeccionado el despacho.

“Presumo que ya ha leído lo que está aquí”, dijo, hojeando el documento en

el interior de la carpeta. “Se trata de un informe médico realizado en una

clínica de Boston sobre un tal Daniel Dare. Dice que tiene cáncer de páncreas

y le da unos meses de vida”. Entregó el informe al hombre de la CIA.

“¿Quién es este Dare?”.

Peter se encogió de hombros.


“De hecho ya leí ese informe, pero confieso que no sé de quién se trata.

Nunca me crucé con nadie con ese nombre”.

“¿Su padre alguna vez lo mencionó?”.

“Nunca”.

“¿Ni oyó este nombre de otra fuente?”.

“No”.

Las respuestas dejaron al historiador pensativo. Se inclinó sobre la mesa,

colocando los codos sobre la superficie de caoba pulida, y colocó la palma de

la mano izquierda sobre la boca y la barbilla mientras reflexionaba sobre el

caso.

Echó un vistazo a las estanterías con los libros, como si estos le pudiesen

hablar, y por fin se recostó en la silla.

“Hmm...”, murmuró, como si pensase en voz alta. “Únicamente puede ser

eso...”.

“Eso, ¿qué?”.

Como si le hubiese cogido un choque eléctrico, se puso derecho de repente

y miró fijamente a su interlocutor con la mirada intensa de quien sabe que ha

encontrado la solución a un problema.

“Ya sé quién mató a su padre”.



LVIII

Después de la cena, el patio del campus de la Universidad de Georgetown

se quedó casi desierto, de tal forma que parecía un lugar embrujado. Soplaba

una brisa que levantaba algunas hojas secas extendidas por el suelo, como si

los propios árboles estuviesen deshilachando una alfombra. Se veían pasar

cogidas de la mano algunas parejas de novios, había incluso un par que se

besaba al lado de una puerta en la zona residencial, pero todo muy lejos del

bullicio habitual del día, sobre todo a la hora del inicio o del fin de las clases.

Apretándose el abrigo para defenderse del viento cortante, el comandante

Fuentes atravesó el patio con la carpeta en la mano, pasó por un remolino de

hojas que giraban por el aire con el polvo y cruzó la puerta del edificio

residencial. Subió tranquilamente las escaleras, con la naturalidad de alguien

habituado a frecuentar aquel espacio, y se metió por el pasillo del primer

piso. Fue comprobando los números clavados en las puertas hasta llegar al

cuarto que buscaba.

Dio tres toques suaves en la madera con los nudillos y, segundos después, se

abrió la puerta. Un hombre de pelo castaño desgreñado echó un vistazo al

exterior.

“¿Es usted el señor Jorge de Sousa Marques?”.

El hombre que atendió estudió al desconocido con desconfianza,

examinándolo de los pies a la cabeza.

“El mismo”, dijo con una voz poco segura, casi con miedo. “¿En qué puedo

ayudarle?”.

“Pertenezco al gabinete de higiene del campus”. Se presentó el comandante

Fuentes con la pose de un funcionario diligente. “Tuvimos una queja relativa

a la falta de aseo en su cuarto y voy a tener que verificar si está todo en

orden. Espero que no vea inconveniente”.

“¿Una queja? ¿De quién?”.

“La identidad del denunciante es confidencial, sir. Pero parece que han visto

roedores en su cuarto”.

“¡Qué disparate!”. Con una mueca de indignación por ser el blanco de tal

dislate difamatorio, Jorge abrió la puerta e hizo un gesto invitando al

inspector a entrar. “Haga el favor de verlo usted mismo. No hay aquí ningún

ratón, como puede constatar”. Esbozó una mueca. “A no ser que se estén

refiriendo a mí, claro. A veces me pongo a roer unas patatas fritas”.


Se rio de su propia gracia y cerró la puerta. El mayor Fuentes barrió el

cuarto con la mirada y fijó la atención en un laptop que estaba sobre la mesa.

Se aproximó y lo cogió.

“Guau, ¡tiene aquí el último modelo!”, exclamó, girándolo para comprobar

el número de serie. “Recién comprado, ¿eh?”.

Al ver al hombre coger uno de los ordenadores portátiles con los cuales la

víspera había entrado ilegalmente en el sistema informático de la CIA, Jorge

sintió que se le disparaba el corazón y se le paró la respiración, temiendo lo

peor.

“Es... es de un amigo”.

El comandante Fuentes no respondió inmediatamente. En vez de eso, sacó

del bolsillo su bloc de notas y verificó el número de serie del laptop. Era el

mismo que el registro de venta de Walmart de Georgetown identificaba como

comprado poco después de que Tomás Noronha hubiera sacado dinero en el

cajero situado al lado de la tienda. Ya no le quedaban dudas de que había

llamado a la puerta correcta.

El agente de la CIA se volvió y miró al matemático portugués con una

expresión transfigurada... Ya no era el diligente inspector de higiene del

campus universitario, sino el psicópata que la agencia de espionaje usaba

para las misiones más sangrientas.

“¿Dónde está su amigo?”.

La pregunta hizo que Jorge tragase en seco. Comenzaba a sospechar que le

habían cogido, no sabía bien cómo, pero sin tener todavía la seguridad de

nada a no ser que el hombre delante de él lo miraba de una forma

incómodamente amenazadora.

“Él... no está aquí”.

“¿A dónde fue?”.

“No lo sé”, mintió el matemático. “No me dijo nada”.

El comandante Fuentes metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo su

tarjeta de la CIA, exhibiéndola ante su interlocutor atemorizado.

“Voy a repetir la pregunta con buenos modales una vez más”, avisó en un

tono sibilino cargado de insinuaciones, con la tarjeta clavada delante de la

cara de Jorge. “¿A dónde ha ido su amigo Thomas Norona?”.

Una gota de sudor brotó en el cuero cabelludo del portugués y le serpenteó

por las sienes. La tarjeta de la CIA constituía la confirmación de que la visita

se relacionaba con la loca aventura informática de la víspera.

“No lo sé”, respondió casi en una súplica. “Juro que no lo sé”. Más gotas de


sudor se deslizaron por el rostro pálido y húmedo. “Pero... pero, por favor, no

lo tome a mal, hicimos esto como una broma, no queríamos...”.

Con un movimiento rápido, el comandante Fuentes asestó un violento

puñetazo en el estómago del matemático y, cuando éste se dobló sobre sí

mismo con un bramido sofocante, le dio en la nuca. Jorge cayó

aparatosamente al suelo, medio inconsciente, como un muñeco desarticulado.

Sin perder tiempo, su agresor metió los brazos por debajo de su cuerpo, lo

levantó sin esfuerzo y lo depositó tumbado hacia arriba sobre la cama.

Después cogió una cuerda y lo ató de pies y manos a las estructuras verticales

sobre las patas de la cama, y puso al hombre en la pose del Vitrubio de

Leonardo da Vinci.

Cuando acabó de atarlo, el comandante Fuentes fue al grifo del cuarto de

baño y llenó un vaso de agua. Volvió al cuarto y echó el agua fría sobre el

rostro aturdido de Jorge.

“¿Qué?”, balbuceó el prisionero, recuperando la consciencia. “¿Qué... qué

ocurrió?”.

El comandante Fuentes cogió una silla que se encontraba pegada a la mesa,

la arrastró hasta la cabecera de la cama y se sentó en ella. Después se dobló

sobre Jorge, como si le quisiese cuchichear al oído.

“Aquí estamos, cabrón”, le sopló con voz rasgada. “Quiero saber a dónde

fue tu amigo Thomas Norona. Puedes estar seguro de que, a bien o a mal, me

vas a contar todo. La elección es tuya. ¿Quieres hacer esto de forma suave o

prefieres la versión hardcore?”.

Todavía aturdido, el matemático exhibía un aire amodorrado. Sacudió la

cabeza para expulsar el agua que le bañaba las mejillas, como un perro

mojado, y miró a su agresor ya perfectamente consciente, con una inesperada

chispa de desafío centelleando en los ojos.

“¡Usted no puede hacer esto!”, protestó, elevando la voz convencido de que

su captor había ido demasiado lejos. “¡Suélteme inmediatamente! Tengo

derechos y exijo que se respeten. Quiero la presencia de un abogado y no

hablaré sin que me traiga uno, ¿ha oído?”.

“Ves demasiadas películas de tribunales, cabrón”, gruñó el comandante

Fuentes, echando mano a su maletín para coger un pañuelo blanco. “Ahora te

voy a enseñar una película diferente, más de tipo Texas Chainsaw Massacre,

no sé si estás viendo el estilo”.

Con un movimiento rápido, metió a la fuerza el pañuelo en la boca de Jorge

y le puso un gran adhesivo sellando los labios. La víctima amordazada


intentó patalear y agitar los brazos para soltarse, pero los pies y los brazos

estaban bien atados y lo más que consiguió fue emitir unos bramidos

sofocados.

Después de certificarse de que el prisionero se encontraba enteramente a su

merced y sin posibilidad de pedir ayuda, el agente de la CIA se acercó a su

maletín y retiró del interior un pequeño estuche castaño. Desdobló el estuche,

revelando varios instrumentos metálicos. Escogió uno de ellos y lo puso

delante de los ojos de Jorge para mostrarle lo que le esperaba.

Un alicate.

“La sesión va a comenzar”.

Inmovilizó la mano izquierda del portugués, introdujo el dedo meñique

entre los dientes afilados del alicate y apretó con fuerza.

“¡Hmmm!”, rugió Jorge, intentado gritar a través de la mordaza.

“¡Hmmm!... ¡Hmmm!”.

Del pequeño muñón en carne viva saltaron chorros de sangre, mientras el

prisionero se retorcía desesperadamente en la cama, ciego por el dolor y por

la aflicción, el rostro congestionado y cubierto de sudor, y los ojos borrosos

con el desmayo del sufrimiento. Pero el instrumento en las manos del mayor

Fuentes continuó rasgando la carne y el hueso, como si el hombre que lo

manejaba fuese indiferente al terror. Después de tallar los últimos tejidos, el

verdugo cogió el dedo amputado y se lo mostró a la víctima.

“¿Ves a dónde te conduce la cabezonería?”, le preguntó con aire inocente.

“Si continúas haciéndote el tonto, te voy a cortar todos los dedos de las

manos y de los pies, ¿entiendes? Si eso no te convence, voy a seguir

serrándote las muñecas y los tobillos. Y si todavía te mantuvieras callado, te

amputo por los codos y por las rodillas. Después será por los hombros y por

la cadera”. Arqueó las cejas. “En fin, ya has entendido la idea, ¿verdad? Voy

a cortarte en rebanadas, bien despacito y con mucho dolor. No será bonito”.

Suavizó la voz. “Por eso, hazte un favor a ti mismo. Cuenta todo de una vez,

¿de acuerdo? Así te ahorrarás mucho sufrimiento, te lo aseguro”. Dejó la

mirada posada en el prisionero, como si esperase una reacción. “Gime dos

veces si estás de acuerdo”.

“Hmmm... hmmm”.

Con un movimiento brusco, el agente de la CIA le retiró la mordaza y le

dejó recuperar el aliento.

“Bueno. ¿Dónde está tu amigo Noronha?”.

El rostro de Jorge estaba contraído en un gesto de dolor. Su respiración era


pesada, pero a pesar de eso consiguió readquirir gran parte de su compostura,

o por lo menos la suficiente para poder concentrarse en las respuestas.

“Él... él fue a casa del tipo de la CIA”.

“¿De quién?”.

“Del que... del que murió en Ginebra”.

“¿Frank Bellamy?”.

“Sí, tal vez”. Las palabras le salían a trompicones, entre bocanadas de aire.

“No memoricé bien el nombre”.

“¿Dónde está la casa?”.

“Es un apartamento. No recuerdo la dirección exacta, se lo juro”.

“¿Es aquí en Washington, DC?”.

“Si, por la zona de Dupont Circle”.

El comandante Fuentes volvió a colocar el pañuelo en la boca del prisionero

y a pegarle un gran adhesivo en los labios. Después cogió su móvil, buscó un

número en los registros e hizo una llamada.

“Espero que tengas buenas noticias que darme”, fue la primera cosa que

Harry Fuchs le dijo al contestar. “¿Lo has cogido?”.

“Casi. Parece que el tipo ha ido al apartamento de mister Bellamy”.

“Jeez!”, se sorprendió el director del Servicio Clandestino Nacional. “¡Ese

motherfucker es rápido!”.

“Necesito que me confirme la dirección”.

“Es en Dupont Circle. Ayer necesitamos saber eso por causa de... en fin, de

otra operación que está en curso. ¿Quieres que te de la dirección exacta?”.

“Si no es demasiada molestia”.

“Voy a buscarla y ya te la envío por SMS”.

La llamada se cortó de inmediato, evidentemente por iniciativa de Fuchs, y

el mayor Fuentes guardó el móvil en el bolsillo. La información dada por el

director del Servicio Clandestino Nacional de que la residencia de Bellamy se

situaba en Dupont Circle coincidía con lo que el prisionero acababa de

decirle. Éste ya no tenía, por eso, más utilidad.

Echó mano a la funda y retiró su arma favorita para este tipo de

operaciones, la Sig Pro semiautomática. Después agarró el silenciador y

ajustó el cañón de la pistola.

“¡Hmmm!... ¡Hmmm!”.

Tumbado en la cama, a pesar del dolor en el dedo amputado, Jorge

observaba el procedimiento con alarma creciente. Dándose cuenta de la

reacción del prisionero, el agente de la CIA esbozó una ligera sonrisa.


Terminó sus preparativos, se levantó y fue al armario a buscar un cojín.

Regresó a la cabecera de la cama, depositó el cojín sobre la cara de Jorge

como si le quisiese asfixiar y por encima fijó el cañón de la pistola.

“¡Hmmm!... ¡Hmmm!”.

Disparó.



LIX

A Peter, la afirmación de Tomás le dejó boquiabierto por unos momentos.

El hijo de Frank Bellamy permaneció inmóvil en su lugar, examinando el

rostro de su interlocutor en un esfuerzo por leerlo, para saber si estaba seguro

y para certificarse de que hablaba en serio. Pasó revista a los principales

puntos de la conversación que había tenido con él en la última hora,

intentando encontrar indicios que le permitiesen llegar a una conclusión

como aquella. No recordó nada particularmente indicador.

“¿Ya sabe quién mató a mi padre?”, le preguntó con una pizca de

incredulidad en el tono de voz. “¿Cómo es posible?”.

El historiador hizo con las manos un gesto largo señalando el despacho.

“Todas las pistas están aquí”.

La mirada de Peter recorrió el espacio alrededor, posándose sucesivamente

en las fotografías enmarcadas y clavadas en las paredes, en los objetos que se

encontraban sobre la mesa, en los cajones y en las estanterías con los libros,

en un esfuerzo por encontrar también las pistas y entender lo que estas podían

revelarle, pero ninguno de los elementos que vio le decía nada sobre lo que

había ocurrido en Ginebra.

“Debe de estar tomándome el pelo...”.

“Al contrario, hablo muy en serio. Estoy convencido de que sé quién mató a

su padre, cómo y por qué”.

“¿Quién fue?”.

“Antes de decírselo”, prosiguió el historiador, “necesito leer el proyecto Ojo

Cuántico para confirmar mis sospechas”.

El rostro de Peter se abrió en una sonrisa sin humor.

“Para eso sería necesario encontrar el maldito proyecto”, observó. “Y eso

será bien difícil, me parece”.

“Está equivocado. Sé dónde lo guardó su padre”.

La sonrisa triste se transformó en un gesto de admiración.

“¿Perdón? ¿Me está diciendo que sabe dónde está escondido el Ojo

Cuántico?”.

Tomás se levantó de la silla.

“Claro que lo sé”, respondió. “Pero cada cosa a su tiempo”. Hizo un gesto

en dirección a la puerta que conducía al cuarto ropero. “Quizás sea mejor

libertar ahora a aquella desgraciada, pobre. Ya está encerrada allí hace un


montón de tiempo...”.

“Tiene razón”.

Peter abandonó su lugar detrás de la mesa y retiró de la funda la llave de las

esposas. Con Tomás detrás de él, abrió la puerta del cuarto ropero y encontró

a María Flor en el lugar donde la había dejado, arrodillada y con la mano

esposada presa al picaporte.

“¡Por fin!”, dijo el historiador, hablando en inglés para que el anfitrión no

sintiese que tenían conversaciones paralelas y pensase que estaban haciendo

juego doble. “¿Estás bien?”.

“Hmmm-hmmm”.

Peter metió la llave en la cerradura de las esposas y el gancho metálico se

abrió con un clic suave.

“Mis disculpas”, dijo el americano. “Debe comprender que entraron a

escondidas en el apartamento de mi padre y necesité certificarme de su

identidad y de sus intenciones. No fue nada personal y espero que se

encuentre bien”.

“No se preocupe, lo entiendo perfectamente”, replicó María Flor,

masajeando la muñeca dolorida. “Yo sí que soy estúpida por haberme metido

en todo este asunto, que además no tiene nada que ver conmigo. Creo que

debo irme lo antes posible”.

Tomás no consiguió contener un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de

que estaba bien. Por lo visto el interrogatorio al que había sido sometida su

amiga no había sido violento y lo peor por lo que había pasado había sido la

presión psicológica y la incomodidad de encontrarse esposada durante poco

más de una hora. Quiso abrazarla y besarla y agradecerle haber sido tan fuerte

y decirle que la admiraba y expresar mucho más que eso, pero se contuvo. Se

había ganado la confianza de Peter, se convenció de que era realmente quien

decía ser, pero mantenía presente que trataba con un profesional de una

agencia de espionaje y que para las personas de aquel medio el engaño y la

manipulación eran comportamientos de rutina.

En estas condiciones, necesitaba mantener la ficción de que María Flor le

era indiferente y que sería inútil herirla porque eso no lo alcanzaría. Le

parecía la mejor forma de protegerla.

“Ya nos vamos”, dijo él. “Pero primero tenemos que ir al sitio donde se

encuentra el...”.

“¡Quiero irme ahora!”, cortó su amiga, elevando la voz. “Ahora mismo”.

El tono firme e irritado sorprendió a Tomas, pero le pareció entenderlo;


tenía los nervios a flor de piel y ¿quién podría censurarla después de todo

aquello por lo que había pasado?

“Está bien, vamos entonces a hacer primero un desvío por la Universidad de

Georgetown y te dejo en el campus. Seguro que Jorge...”.

“Quiero irme inmediatamente a Portugal”, dijo ella en el mismo tono

asertivo e impaciente. “Esta noche”.

La exigencia hizo al historiador vacilar. María Flor estaba todavía más

afectada de lo que él pensaba y pedía lo imposible. Abrió la boca para

responder y hacerle ver que no estaba siendo razonable, que era tarde y que

solo al día siguiente podría meterse en un avión, pero reflexionó mejor y se

dio cuenta de que lo deseable era realmente que saliese lo más deprisa posible

de los Estados Unidos, ya que aquella misión era muy arriesgada y de hecho

ella nunca debía haber venido. Pensó un poco más y se acordó de que las

conexiones aéreas de América con Europa solían ser nocturnas.

Consultó el reloj.

“Son las diez de la noche”, constató. Lanzó una mirada inquisitiva en

dirección a Peter. “¿Todavía habrá algún vuelo a Lisboa?”.

El analista de la CIA volvió al depacho y encendió el ordenador.

“Únicamente hay una manera de saberlo”, dijo mientras el monitor se

iluminaba. “Verlo en Internet”.

Aguardaron un momento hasta que se establecieron las conexiones y el

sistema quedó operacional. Peter se conectó a un motor de búsqueda, abrió

una página especializada en itinerarios de vuelo y tecleó las partidas de

Washington, DC, esa noche, con destino a Lisboa. La web hizo la búsqueda

y, en pocos segundos, proporcionó una lista de conexiones aéreas entre las

dos capitales.

“Ya no hay ningún vuelo directo desde Washington”, constató Tomás.

“Tendrías que ir a Nueva York a coger una conexión, pero llegarías tarde”.

Posó el dedo en una línea. “Existe, sin embargo, este vuelo a media noche

hacia Londres”. Clicaron en la línea y los detalles del vuelo llenaron la

pantalla. “Aterrizas en Heathrow de madrugada y puedes coger la conexión

de las diez de la mañana hacia Lisboa”. Se giró hacia su amiga.

“¿Compramos este?”.

“Sí”.

Tomás dio el número de su tarjeta de crédito y el código de seguridad y

Peter concluyó la compra. Al cabo de algunos instantes, la compañía aérea

indicó que había enviado el billete al correo electrónico que le fue facilitado


en el momento de la compra.

“Damn!”, maldijo el americano al ver el mensaje. “Ya me había olvidado de

que tengo la impresora averiada”.

“¿Entonces cómo podemos imprimir el billete?”.

En respuesta, Peter abrió la dirección electrónica y clicó en la línea del e-

mail enviado por la compañía aérea. Después retiró de un cajón un bloc de

notas y se puso a anotar las informaciones que constaban del billete que la

compañía adjuntara al mensaje electrónico.

“No hay problema”, dijo mientras tomaba nota de los datos. “Ella lleva aquí

el número de la reserva. En el mostrador del chek-in verificarán el número en

el sistema y después le darán la tarjeta de embarque”. Esbozó una sonrisa

confiada. “No hay problema”.

Arrancó del bloc la hoja con los datos del vuelo y se la entregó a María Flor.

Esta leyó las anotaciones y, sin sonreír nunca, levantó la mirada hacia la

puerta de salida.

“¿Qué estamos esperando para irnos?”.



LX

Después de rodear Dupont Circle, el Chevrolet negro se acercó a la acera. El

ocupante barrió el paseo desierto con la mirada y, satisfecho, apagó las luces

y el motor y salió del coche. La noche se había vuelto todavía más fría, pero

eso le era indiferente al comandante Fuentes. Recorrió el paseo con paso

largo y entró en el edificio.

El guardia leía el periódico detrás de un mostrador y levantó los ojos hacia

el recién llegado.

“Buena noches”, saludó. “¿Puedo ayudarle?”.

El comandante Fuentes retiró del bolsillo su tarjeta de identificación de la

CIA y se la mostró al hombre.

“Vengo a una reunión de inquilinos”.

El guardia verificó la tarjeta y se aseguró de su autenticidad.

“Ustedes andan muy activos últimamente”, observó con ironía. “Ya en la

madrugada pasada vinieron aquí para otra reunión de inquilinos...”.

El comandante Fuentes abrió la boca y le mostró los dientes, como un perro

amenazando a un intruso.

“Y usted también anda muy activo”, le devolvió, señalando al cuello de su

interlocutor. “Esa marca de baton muestra que ha andado en algunas

reuniones también”.

El guardia enrojeció y le hizo señal de que pasase. El comandante Fuentes

siguió hacia delante hasta llegar a la zona de los ascensores, después del atrio.

Apretó el botón para llamar al ascensor y esperó. El hecho de que algunos

inquilinos del edificio trabajasen para la CIA hizo que la agencia de espionaje

alquilase un pequeño apartamento en el último piso que usaba para reuniones.

Considerando las circunstancias de la muerte de Frank Bellamy, la existencia

de aquel apartamento resultaba muy útil, una vez que permitía acceder al

edificio sin complicaciones innecesarias.

El ascensor llegó a la planta baja y el agente entró y apretó el botón del piso

donde se encontraba la residencia en Washington del recientemente fallecido

jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología. Cuando la puerta se cerró y el

ascensor empezó a subir, el comandante Fuentes retiró la pistola de la funda

escondida en el pecho y, tal como había hecho media hora antes en el campus

universitario, enroscó el silenciador al cañón. Más valía irse preparando.


Con una sacudida final, el ascensor llegó a su destino. El agente abrió la

puerta y salió al pasillo. Lo inspeccionó y, comprobando los números de los

apartamentos, llegó a la dirección que el SMS enviado por Harry Fuchs le

había indicado como la de Frank Bellamy. Se arrodilló delante de la

cerradura y la estudió. Le parecía desconcertante cómo toda la gente asociaba

a la CIA a una organización hig-tech, lo que en realidad era en muchos

aspectos, y después las propias jefaturas de la agencia de espionaje usaban en

las puertas cerraduras tan rudimentarias que parecían de los años cincuenta.

El comandante metió la mano en el bolsillo, retiró un alambre y lo introdujo

en el agujero de la cerradura. No tardó mucho tiempo en detectar el secreto.

Después de dar un toque ligero en el alambre, sintió rodar el mecanismo

interno de la cerradura y la puerta se abrió.

Si Tomás Noronha estaba allí, iba a tener una sorpresa.



LXI

Sonó un zumbido eléctrico monótono y el portón se fue abriendo despacio

hasta quedar pegado al techo. Sentado al volante, Peter Bellamy apretó el

acelerador y su Jeep Grand Cherokee plateado se deslizó por la rampa y salió

del garaje del edificio hacia la calle.

A aquella hora circulaban pocos automóviles por la zona. El jeep rodeó sin

problemas la rotonda de Dupont Circle y entró por la New Hampshire

Avenue hacia Foggy Bottom y Potomac, donde se encontraba el aeropuerto.

“Tenemos media hora para llegar a Dulles”, dijo el americano, desviando

momentáneamente la atención hacia las luces ámbar de los punteros del reloj

del jeep. “No hay tráfico, vamos a llegar a tiempo”.

Sentado a su lado, Tomás se volvió hacia atrás y miró a María Flor con una

sonrisa confiada.

“Menos mal que vas a regresar a casa”, dijo, esforzándose por animarla.

“Me parece realmente lo más sensato. Aquí no hay condiciones de seguridad

y el riesgo es muy grande para ti”.

“Hmmm-hmmm”.

Su amiga ni le devolvió la mirada; observaba fijamente las calles oscuras y

la iluminación nocturna, como si estuviese muy lejos de ahí. La expresión de

la mirada ostentaba algo de inquietante y el historiador, al verle la cara, se

sintió perturbado. Había algo que se le escapa, aquel comportamiento no le

parecía normal.

“¿Estás bien?”.

“Hmmm-hmmm”.

Definitivamente, algo no estaba bien. Daba la impresión de que María Flor

se encontraba ausente y desinteresada, muy diferente de la mujer alegre, viva

y entusiasmada con quien había convivido en las últimas cuarenta y ocho

horas. ¿Qué habría pasado? ¿Sería que el interrogatorio de Peter había sido

violento? Le examinó discretamente el rostro y las partes del cuerpo

expuestas a la vista, como el cuello y las manos: no mostraba ninguna marca

de agresión. Pero Tomás sabía que había maneras de agredir a una persona

sin dejar vestigios y no se quedó tranquilo.

Desvió la atención hacia Peter, que permanecía concentrado en la

conducción.

“Dígame una cosa, le interpeló en voz baja, esforzándose para que ella no


oyese la pregunta. “¿Qué ocurrió durante el interrogatorio que hizo a mi

amiga?”.

El conductor se encogió de hombros. “Nada especial. Le hice preguntas y

ella respondió. Después fui a hablar con usted para comprobar si sus

respuestas coincidían con las de ella y en efecto coincidían. Nada más”.

“¿No la agredió ni nada parecido?”.

El hombre de la CIA alzó las cejas y miró hacia el portugués con aire

sorprendido.

“¿Lo está preguntando en serio?”.

“Claro que sí”, devolvió Tomás con una expresión grave. “¿Fue violento

con ella?”.

El americano suspiró.

“Solo la violencia psicológica necesaria para obligar a responder con la

verdad a mis preguntas”, aclaró.

“Le apunté el arma y la amenacé, claro. Pero no fue necesario hacer nada

porque ella me pareció suficientemente aterrorizada y me contó toda la

historia que usted después confirmó. Estoy convencido de que me dijo la

verdad de todo lo que sabía”.

“¿No hubo violencia física? ¿Seguro?”.

“Supongo que esposarla a la puerta del cuarto ropero haya sido en cierto

modo un acto de violencia física. Si se está refiriendo a golpes o puñetazos o

cualquier acto de ese estilo, con todo, puedo asegurarle que no ocurrió nada

de eso. Además, ni podría ocurrir porque yo no soy un agente, como sabe,

sino un mero analista político de la Dirección de Informaciones. Los actos de

violencia cometidos por la Agencia son exclusivos del Servicio Clandestino

Nacional. La dirección dirigida por Harry Fuchs. El restante personal que

trabaja en Langley tiene entrenamiento de autodefensa, claro. Eso incluye

manejo de armas, pero nadie más se puede considerar un profesional

violento”.

Un silencio pesado cayó sobre los ocupantes del todoterreno. El Jeep Grand

Cherokee cruzó el puente sobre Theodore Roosevelt Island, en Potomac, y

prosiguió por la carretera principal, la Custis Memorial Parkway, hasta que

después de una decena de minutos se vio a la izquierda la fila de luces del

aeropuerto. Los ocupantes sintieron de repente un rugido intenso y el jeep

estremeciéndose y, espantados, levantaron los ojos hacia el cielo negro; un

avión los sobrevolaba muy cerca y se preparaba para aterrizar en la pista de

Dulles.


La imagen tan próxima e intensa del aparato hizo real la idea de que en poco

tiempo se iban a despedir de María Flor y quedarse solos.

Había que tomar decisiones.

“Estamos llegando”, murmuró Peter, exponiendo lo obvio.

“¿Qué hacemos después?”.

“Vamos a buscar el Ojo Cuántico”.

“Halderman y Fuchs juntaron todos los recursos a su disposición y pasaron

los últimos días investigando todo en busca del proyecto de mi padre”,

recordó. “Hasta ahora no encontraron nada. ¿Qué le lleva a pensar que tendrá

éxito cuando ellos fracasaron?”.

“Es que yo, al contrario que ellos, tengo un informador privilegiado”.

“¿Quién?”.

“Su padre”.

Peter giró el rostro hacia él y lo miró con una expresión de shock.

“¿Qué?”.

Tomás metió la mano en el bolsillo y sacó el gran pentáculo.

“¿No se acuerda de este artefacto que su padre me remitió?”, preguntó,

exhibiendo el objeto con el tamaño de un yoyó que había llegado a la

Gulbenkian por correo. “Como ya le mostré, en una de las caras de este

amuleto mágico existe un dibujo completo con una referencia directa en

hebreo a la Mafteah Shelomoh, o Llave de Salomón, un manual de magia

atribuido al rey Salomón”.

“Me mostró esa antigüedad durante el interrogatorio. Además, puedo decirle

que fue justamente la referencia a la Llave de Salomón lo que me convenció

de que mi padre, cuando asoció su nombre a lo que él designó La llave,

estaba haciendo una alusión a ese objeto, no a cualquier intervención suya en

su muerte”.

“Menos mal que piensa así porque estoy convencido de que eso es lo que

realmente tenía en mente”, asintió Tomás. “Ocurre que, esparcidas entre las

siete puntas del heptagrama dibujado en el gran pentáculo existen diversas

señales. Analizando esas señales con cuidado, descubrimos que las

secuencias son en realidad coordenadas geográficas. Ahora pregunto yo:

¿coordinadas de qué?”.

La pregunta, y sobre todo el camino al que esta conducía, hizo que el

americano abriese mucho los ojos.

“¿Está insinuando que mi padre le dio en esas coordenadas el paradero del


Ojo Cuántico?”.

“¿Ve cómo es un fucking genio?”.

La expresión arrancó una carcajada de Peter.

“Ya parece mi padre al hablar”, bromeó. Carraspeó, regresando al tono

serio. “¿Por casualidad verificó a qué lugar del planeta se referían esas

coordenadas?”.

El jeep recorrió la zona de aparcamiento delante de las salidas y paró al lado

de una fila de carritos de transporte de maletas. Tomás encendió la luz

interior en el techo del vehículo, de modo que hizo visible el diseño esculpido

en la cara del gran pentáculo.

“Claro que sí”, confirmó. “Ahora introduzca los datos en el GPS de su

coche. Vamos a ver hasta dónde nos lleva el mapa”.

“Buena idea”.

Peter apretó la pantalla interactiva del GPS y apareció un teclado virtual.

Estableció conexión con el sistema y se volvió hacia Tomás, aguardando

información. Este se concentró en los números y señales esparcidas dentro y

fuera de las puntas del heptagrama.

“Treinta y ocho grados, cincuenta y siete, seis coma cinco, Norte”, dijo,

recitando la latitud y la longitud referidas en el gran pentáculo. “Setenta y

siete grados, ocho, cuarenta y cuatro, Oeste”.

El analista de la CIA introdujo las coordenadas geográficas en el ordenador

del GPS y se formó un mapa en la pantalla, mostrando la ciudad de

Washington, DC. Peter amplió la imagen y esta se inmovilizó en un sector de

la margen sur del Potomac. Hizo nueva ampliación y los contornos de un

edificio se recortaron en la imagen.

“Jeez!”, se sorprendió. “Langley”.

“Como ve, cuando salgamos del aeropuerto tendremos que ir a la CIA”, dijo

Tomás. “Ahí se encuentra escondido el Ojo Cuántico”.

El académico abrió la puerta del coche para bajarse y llevar a María Flor a

la terminal, pero Peter levantó la mano, haciendo señal de que esperase.

“Espere”, dijo. “Voy a ampliar el mapa todavía más para ver cuál es el

punto exacto al que nos llevan las coordenadas”.

Apretó el botón de ampliación y la imagen del edificio creció en el monitor.

Dio en el botón una segunda, una tercera y una cuarta vez, hasta que ocupó la

pantalla el complejo y fue más allá todavía, hasta finalmente fijarse en un ala

de la sede de la CIA.

“¿Qué parte del edificio es esta?”.


El americano abrió bien los ojos, estupefacto con el punto del edificio a

donde las coordenadas introducidas en el ordenador del GPS lo habían

llevado. Después de observar la información, y todavía recuperándose del

shock, se giró despacio hacia Tomás, finalmente convencido de que el

historiador había realmente acertado por completo.

“Es el despacho de mi padre”.



LXII

Observando metódicamente el apartamento y siempre con la pistola en la

mano, el comandante Fuentes se convenció de que el espacio estaba

realmente desierto. Sin embargo, detectó en el despacho señales de que

alguien había estado allí recientemente; había papeles desordenados sobre la

mesa del despacho y algunos libros removidos en las estanterías. Fue al

cuarto ropero y se dio cuenta de que se sentía en el aire una leve fragancia

femenina. Por lo menos una de las personas era una mujer.

“El señor Noronha y su chica”, concluyó con un susurro pensativo. “Parece

que no nos encontramos por poco...”.

Se sentó en el sillón detrás de la mesa y reflexionó sobre el caso. Todo

indicaba que la presa había salido de allí poco antes de que él llegase. Se

apretaba el cerco, pero él continuaba siempre un paso por detrás del

historiador. Tendría que ser más rápido y, si fuera posible, prever lo que el

portugués haría después, para poder anticiparse. Si estuviese en el lugar de su

presa, razonó el mayor Fuentes, ¿cuál sería el paso siguiente? Todo dependía

de lo que Tomás había o no encontrado en el apartamento de Frank Bellamy.

Una cosa, todavía, le parecía cierta: tendría que irse a dormir a algún lado. El

sitio obvio era el campus universitario.

“Fuck!, maldijo con frustración. “¡Acabo de venir de allí!”.

Posiblemente habría sido más sensato esperar a Tomás en la zona

residencial de la Universidad de Georgetown en vez de haber intentado

cogerle en el apartamento de Dupont Circle, pero eso era fácil de decir ahora.

De cualquier forma, tendría que regresar al campus, se trataba del sitio donde

más probablemente daría con su presa. Lo cierto es que, al encontrar el

cuerpo de su amigo asesinado en el cuarto, el historiador se daría cuenta de

que no podría pernoctar en el local y se iría lo más deprisa posible, pero tal

vez todavía lo alcanzase en el complejo universitario.

Se levantó del sillón, listo para salir del apartamento y volver al campus,

cuando vio la libreta de notas sobre la mesa. Pasó el índice por la superficie

de la primera página de la libreta y se dio cuenta de que tenía marcas.

“¿Qué es esto?”.

Analizó las marcas invisibles y comprendió que alguien había anotado

recientemente algo en una hoja ya retirada de la libreta, dejando marcada en

la página de debajo la impresión hecha por la punta del bolígrafo. Era una


pista inesperada que pensaba aprovechar. Abrió los cajones y encontró un

lápiz. Con la parte lateral del carbón, manejada con cuidado para que la punta

no dejase marcas que eliminasen los surcos, raspó la hoja hasta aparecer en

blanco, casi como el negativo de un filme, el texto que alguien había escrito

en la primera hoja ya retirada.

No era fácil de leer, pero el comandante Fuentes identificó una palabra que

le parecía Lisbon, una referencia a media noche y otra palabra que, aunque

con algunas letras ilegibles, después de examinarla de diversas perspectivas

entendió que era Heathrow.

“¡El aeropuerto!”, exclamó, juntando datos casi instantáneamente. “¡El

cabrón se ha ido al aeropuerto!”.

Sin perder tiempo, el agente de la CIA retomó la caza.



LXIII

No hablaron una palabra durante el camino. Atravesaron los tres el parque

de estacionamiento en silencio total y cruzaron la calle hasta entrar en la

terminal internacional del Aeropuerto de Dulles. Consultaron el gran cuadro

electrónico de las salidas la zona del check-in de la compañía aérea en la que

ella viajaba y se dirigieron hacia allí.

María Flor se acercó al mostrador y entregó el pasaporte. Después consultó

el papel donde Peter había anotado los detalles del vuelo.

“Vuelo a Lisboa con escala en Heathrow”, dijo. “Mi código de reserva es el

YQBCD8”.

La señora del mostrador verificó los datos en la pantalla del ordenador.

“¿María Sequeira?”, preguntó la empleada de la compañía aérea, citando el

primero y el último nombre de la pasajera. “Su vuelo parte a medianoche

hacia Heathrow y el embarque es en la puerta cuarenta y tres hasta las

veintitrés y media”. Le devolvió el pasaporte y le extendió dos rectángulos de

papel. “Aquí están sus tarjetas de embarque, una para Londres y otra para

Lisboa”. Esbozó una sonrisa profesional. “¡Que tenga un buen viaje!”.

Después de guardar los documentos, María Flor se volvió hacia Peter y

forzó una sonrisa.

“Parece que es hora de despedirnos”, anunció, extendiéndole la mano.

“Muchas gracias por haberme traído hasta aquí y espero que nos volvamos a

encontrar en circunstancias menos...”.

“Te acompañamos hasta la zona de embarque”, interrumpió Tomás,

perturbado por el extraño alejamiento que manifestaba y la forma ostensiva

em que parecía ignorarlo. “Era lo que faltaba, dejarte aquí sola en la

terminal”.

La mirada castaño claro de María Flor se desvió hacia él con una frialdad

que no disimuló.

“Estoy bien, pueden irse”, insistió. “Voy a la fila de seguridad y a la

aduana”. Levantó la mano e hizo un gesto breve. “Adiós”.

“Espera”, dijo el historiador. “Te haremos compañía hasta allí”.

“Adiós”.

Comportándose como si no le oyese, o incluso como si ni siquiera estuviese

allí, María Flor empezó a andar. Estupefacto con aquel comportamiento,

Tomás se quedó plantado donde estaba, atontado y confuso, y se quedó unos


momentos viéndola partir. Por fin reaccionó y fue detrás de ella.

“¿Cómo adiós?”, se exaltó, exasperado y con la paciencia llegando al límite,

apresurando el paso hasta ponerse al lado de ella. “¿Qué pasa? ¿Por qué estás

así? ¿Te he hecho algo?”.

María Flor paró de repente y lo miró, el cuerpo tenso, la mirada furiosa, la

expresión alterada.

“¡No, Tomás Noronha, no has hecho nada!”, vociferó, ella también

levantando la voz. “Ya estoy harta de ser la paleta que trajiste para hacerte

compañía, ¿vale? Si no tengo nada en la cabeza y mi utilidad se limita a los

atributos físicos que tengo, ¡entonces no me necesitas para nada!”.

El contraataque verbal pilló por sorpresa al historiador. Estaba convencido

de que el silencio y los malos modos de ella se relacionaban con el trauma de

haber sido perseguida por hombres armados e interrogada en el apartamento

de Bellamy. Nunca se imaginó que podía ser aquello.

“Tú... ¿oíste nuestra conversación?”.

La expresión en el rostro de su amiga era la furia en persona. Tenía el

semblante enrojecido y las cejas cargadas sobre los ojos chispeando de rabia

y orgullo herido.

“¿Qué te crees tú, señor sabelotodo?”.

Recomenzó a andar, decidida y con paso rápido, abriéndose camino entre

los otros viajeros, que los miraban con sorpresa, unos divertidos y otros con

un cierto aire incómodo, como quien reprobaba una escena de aquellas en

plena terminal.

“¡Espera!”, dijo él, corriendo de nuevo detrás de su amiga. “¡Espera! ¡Todo

esto es una equivocación!”.

Sin parar, María Flor lanzó hacia atrás una mirada de desprecio.

“¡Tú sí que eres una equivocación!”.

“No lo estás entendiendo”, insistió el historiador, alcanzándola. “Todo lo

que dije durante la conversación con Pete fue para protegerte, ¿entiendes? No

quería que él se diese cuenta de lo mucho que yo...”.

“¡Vete a proteger a tu madre!”, exclamó ella siempre caminando al mismo

ritmo. “¡No necesito que algunos idiotas me protejan!”.

Tomás la agarró por el hombro.

“Espera, tienes que...”.

Con un gesto brusco, le sacudió la mano.

“¡Suéltame!”.

“Por favor, escúchame”, imploró el historiador. “Lo que dije no pasó de una


estratagema para que él no te diese importancia, ¿entiendes? No quería que

Pete pensase que yo tengo...”.

“¡Vete!”, gritó María Flor. “No te quiero ver más, ¿no lo entiendes?”.

“Pero...”.

Un bulto azul se interpuso de repente entre los dos.

“¿Este señor la está molestando?”.

Era un policía uniformado que surgió de la multitud, atraído por el ruido.

“Sí, señor guardia. Me está molestando. ¿Puede alejarlo de mí?”.

El policía asintió y miró al portugués con aire de pocos amigos, las manos

en la cintura indicando que le iba a hacer frente, los dedos rozando

amenazadoramente la culata de la pistola.

“Identifíquese, por favor”.

Tomás clavó los ojos en él, después se volvió hacia ella y la vio alejarse en

dirección a la zona de la aduana y del control de seguridad. Después miró al

policía, respiró hondo y, resignándose con la situación, metió la mano en el

bolsillo y retiró el pasaporte.

“Está aquí”.

Después de inspeccionar los datos que constaban en el documento, el

policía alzó de nuevo la mirada hacia él.

“No sé si lo sabe, pero en este país el asedio es un crimen federal”, lo

informó, haciendo un gesto para que el interpelado le siguiese.

“Acompáñeme, por favor”.

En ese momento Peter apareció y extendió su tarjeta de la CIA en dirección

al policía. “No va a ser necesario, señor guardia”, dijo, en un tono decidido.

“El señor Noronha está conmigo y voy a acompañarlo a la Agencia. Está

ayudándonos en un proceso de contraterrorismo muy importante, espero que

comprenda, se trata de una cuestión de interés nacional”.

Al ver la tarjeta de la CIA, el policía vaciló. Incluso pensó en insistir, pero

las palabras “proceso de contraterrorismo” e “interés nacional” le hicieron

renunciar.

“Está bien”, acabó por ceder. “Pero que no vuelva a hacer una cosa de esas,

¿entendido?”.

“Tranquilo. Buenas noches”.

Peter arrastró a Tomás por el brazo y se lo llevó hacia fuera de la terminal.

El portugués se fue dejando llevar, pero mantuvo la cabeza girada hacia atrás

y los ojos pegados a la figura espigada de María Flor que se dirigía hacia la

fila de acceso al sector de embarque del aeropuerto. Se quedó mirándola


hasta que la puerta automática exterior de la terminal se cerró, sintiendo el

aire frío de la noche y un gran vacío helándole el corazón.

La había perdido.



LXIV

Con un chillido estridente delante de la puerta de acceso de la terminal del

aeropuerto, el Chevrolet negro aceleró por la rampa y frenó. El comandante

Fuentes saltó del automóvil y se dirigió rápidamente hacia el edificio,

ignorando la señal de tránsito indicando que la rampa era un local de parada

breve, no un estacionamiento.

La puerta automática se abrió y el recién llegado se sintió acogido por el

calor y por la iluminación intensa de la terminal. Identificó la zona del checkin

de la compañía aérea referenciada en las marcas de la libreta de notas y fue

hacia allí, pero no reconoció a Tomás entre los pasajeros que hacían cola para

depositar la maleta y coger la tarjeta de embarque.

“Shit!”, maldijo en voz baja, recelando que su presa hubiese entrado ya en la

zona exclusiva de los pasajeros. “¿Y ahora?”.

Aquel tipo de situación no era, en realidad, un verdadero obstáculo para el

experimentado agente de la CIA. Sabía que disponía de varias opciones,

algunas de ellas utilizando el largo y poderoso brazo de Harry Fuchs, pero

quizás no fuese necesario molestar al director del Servicio Clandestino

Nacional. Por ello se fue hacia el gabinete de seguridad del aeropuerto de

Dulles y se dirigió con la tarjeta en la mano al oficial que estaba allí.

“Comandante Manuel Fuentes, CIA”, se identificó. “Necesito acceder

inmediatamente a la zona reservada a los pasajeros. Tengo un sospechoso

para interceptar en el vuelo que parte hacia Londres a medianoche”. Echó una

mirada al monitor de salidas. “Creo que es la conexión que sale de la puerta

cuarenta y tres”.

El oficial, a quien una tarjeta en el pecho lo identificaba como Teniente

Brown, verificó la tarjeta que le había mostrado y, convencido de su

identidad, se levantó del sitio.

“Jeez!, hoy es el día de la CIA aquí en Dulles, ¿eh?”, bromeó, haciéndole

señal de que lo acompañase. “Venga”.

El teniente Brown llevó al visitante por una puerta lateral hacia un pasillo

que rodeaba la zona de revisión de seguridad de los pasajeros y la aduana.

“¿Qué quiere decir con eso de ‘día de la CIA en Dulles’?”.

“Oh, un colega suyo apareció aquí hace diez minutos. Hubo un incidente en

la terminal y, cuando apareció la policía para detener al autor del desacato, su

colega intervino y se lo llevó. Parece que el hombre era una figura importante


en el combate al terrorismo”.

El comandante Fuentes no entendió la historia, pero no insistió; nada de

aquello parecía que tuviese que ver con él. Se limitó por eso a acompañar al

teniente Brown. Al final del pasillo subieron unas escaleras y salieron por una

puerta disimulada entre dos tiendas de duty free del sector internacional.

Giraron hacia una de las alas de las puertas de embarque y pocos minutos

después llegaron a la puerta cuarenta y tres.

Una verdadera multitud llenaba la sala de embarque; se concentraban allí

más de dos centenares de personas. Con el agente de seguridad al lado, el

agente de la CIA recorrió el espacio buscando a Tomás, cuyos trazos

fisionómicos había grabado en la memoria.

Después de completar dos vueltas por la sala del embarque, paró y respiró

hondo, rindiéndose a la evidencia.

“No lo veo aquí”.

El teniente Brown señaló a la funcionaria instalada en el mostrador de

embarque y que se preparaba ya para iniciar la llamada.

“¿No quiere comprobar la lista de pasajeros?”.

“Buena idea”.

Los dos hombres se acercaron al mostrador y el oficial de seguridad del

aeropuerto explicó a la funcionaria que había un problema y necesitaban

saber si un determinado pasajero iba a coger ese vuelo. Ante la sospecha de

una amenaza al avión, la funcionaria ofreció de inmediato la lista que se

encontraba en el ordenador. El comandante Fuentes se acercó a la pantalla y

examinó los nombres, pero no encontró el de Tomás. Cuando hizo una

segunda lectura de la lista, su atención se fijó en otro nombre portugués.

María Sequeira.

El nombre le decía algo. Intrigado, abrió la carpeta que traía con él y extrajo

el informe que Harry Fuchs le había entregado. Hojeó las páginas de los

documentos hasta localizar el nombre y la fotografía de la mujer que viajaba

con su sospechoso; el texto mencionaba una María Flor Sequeira y se

encontraba una fotografía de ella anexada, enviada a Langley por el hombre

de la CIA en Lisboa.

“Ya vi esta cara”, constató el mayor, levantando la cabeza y barriendo la

multitud que esperaba el embarque para Londres. “Y fue hace algunos

minutos. Una cara de estas no pasa desapercibida...”.

Salió hacia una nueva ronda por la sala de embarque de la puerta cuarenta y

tres, esta vez con la imagen de María Flor fresca en la mente; estaba seguro


de que se había cruzado con ella hacía solo unos minutos, en la ronda que

había hecho buscando a Tomás Noronha. Recorrió una fila de personas

sentadas y después una segunda, la de los pasajeros que esperaban delante de

las ventanas.

En una silla de esquina, junto a una maceta, la encontró. María Flor estaba

curvada, cabizbaja, con los ojos rojos de quien había estado llorando. La caza

a Tomás Noronha todavía no había terminado, pero acababa de dar un paso

de gigante en ese sentido, entendió el comandante Fuentes.

Hizo con la cabeza una señal al teniente Brown y el hombre de seguridad se

acercó a la pasajera.

“Señora, ¿puede acompañarme?”.

María Flor levantó la cabeza y se fijó en él con los ojos muy abiertos,

evidentemente sorprendida por ser interpelada.

“¿Perdón?”.

“Soy el teniente Brown y estoy encargado de la seguridad del aeropuerto.

Le agradezco que venga conmigo, por favor”.

Un relámpago de pánico cruzó el rostro de María Flor.

“¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Hay algo mal?”.

El teniente Brown hizo un gesto insistente en dirección a la salida de la sala

de embarque.

“Venga conmigo, por favor”.

“Pero voy a coger ahora el vuelo a Londres...”.

“Se trata solo de una verificación de rutina, tranquila”. Levantó los dedos de

la mano derecha. “Llevará cinco minutos, nada más”.

Sin alternativas, y siempre temiendo lo peor, María Flor obedeció y siguió

al responsable de la seguridad del aeropuerto. Se dio cuenta con desánimo de

que un individuo corpulento, de mirada extraña y con aire de indio, que

parecía acompañar al teniente Brown, se colocó detrás de ella como si

quisiese asegurarse de que no huía, pero sin decir nada. El hombre que la

guiaba la llevó hacia el sector del duty free, donde entró por una puerta lateral

y después por un pasillo hasta llegar al gabinete de seguridad del aeropuerto.

El teniente Brown abrió la puerta y, con un gesto cortés, dejó a sus dos

acompañantes entrar en una sala pequeña con una mesa y algunas sillas,

donde los tres se instalaron.

“El comandante Fuentes tiene que hacerle algunas preguntas”, anunció,

presentando al operativo. “Él pertenece a la CIA”.

La referencia a la agencia americana de espionaje dejó a María Flor


súbitamente pálida.

“¿A la... a la CIA?”.

“Sí, señora”, confirmó el comandante Fuentes, quebrando el silencio en el

que se había sumergido desde que habían interceptado a la pasajera. “Estoy

encargado de una averiguación relacionada con una entrada clandestina en el

sistema informático de la Agencia esta madrugada. Antes de que le haga

alguna pregunta, ¿tiene algo que declarar sobre este asunto?”.

Flor abrió y cerró la boca, dudando sobre cómo reaccionar ante una

situación como aquella.

“Yo... yo...”, balbuceó. “Exijo la presencia de un abogado”.

El agente de la CIA se rio e intercambió una mirada cómplice con el

teniente Brown, como diciendo que una afirmación de aquellas constituía una

admisión implícita de culpa.

“A su tiempo tendrá un abogado. Además, podrá incluso ni tener necesidad

de él... si coopera, claro. Solo necesitamos una información. Si me la da, la

dejamos inmediatamente coger su vuelo y regresar a casa sin más

problemas”. Arqueó las cejas, expectante. “¿Qué me dice? ¿Está dispuesta a

cooperar?”.

“En fin... claro. ¿Qué quiere saber?”.

El americano clavó la mirada dura en su interlocutora.

“¿Dónde está Thomas Norona?”.

No se podía decir que la pregunta hubiese cogido por sorpresa a María Flor,

dadas las circunstancias y el hecho de que el hombre que la interrogaba era

un hombre de la CIA. Pero una cosa era admitir la hipótesis de que la fuesen

a formular, y otra era oírla. La portuguesa dudó, desvió los ojos hacia el

teniente Brown buscando confort y protección, no los obtuvo y, entendiendo

que estaba sola, miró frontalmente al mayor Fuentes y se llenó de coraje.

“No lo sé”.

“¿No lo sabe o no lo quiere decir?”.

“Él me dejó aquí en el aeropuerto y siguió su camino”.

“¿A dónde fue?”.

“No tengo la más mínima idea”.

El agente de la CIA le sostuvo la mirada, analizando lo que ella decía y

cómo lo decía. Después de algunos segundos llegó a una conclusión y respiró

hondo, como si insinuase que el deber lo obligaba a actuar contra su propia

voluntad.

“Si es así, lamento informarla de que tendrá que acompañarme a Langley”,


sentenció. “Será sometida a un detector de mentiras. Si pasa el test, la

Agencia le ofrecerá un billete aéreo a su país. Sin embargo, si no lo pasa, será

detenida y formalmente acusada de amenazar la seguridad nacional de mi

país. ¿Entiende la situación?”.

La portuguesa asintió con un leve movimiento de la cabeza.

“Perfectamente”.

“¿Y continúa diciéndome que no sabe hacia dónde ha ido su amigo Thomas

Norona?”.

“Claro que sí”.

El comandante Fuentes puso su maletín encima de la mesa y sacó unas

esposas. “Siendo así, la informo de que se encuentra detenida al abrigo de la

ley antiterrorismo de los Estados Unidos de América”, le anunció en un tono

de voz formal, haciendo la famosa advertencia Miranda. “Tiene derecho a

permanecer en silencio y cualquier cosa que diga o que haga podrá ser, y

será, usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado y, si no

puede pagar uno, se le asignará uno de oficio”.

La declaración fue hecha sobre todo para que el teniente Brown viese que la

detención transcurría conforma los trámites legales, aunque la CIA no

realizaba habitualmente la advertencia Miranda al detener a alguien.

Terminada la formalidad, el comandante Fuentes se levantó, rodeó la mesa,

forzó los brazos de María Flor hacia la espalda y le ató las muñecas con las

esposas. Después la sacó hacia fuera del gabinete de seguridad del aeropuerto

y la arrastró por la terminal de Dulles, indiferente a las lágrimas silenciosas

que corrían por la cara pálida de la prisionera.



LXV

Oculta por la noche, la chapa plateada metalizada del vehículo centelleó a la

luz del foco que incidió sobre el Jeep Grand Cherokee cuando completó la

curva y se inmovilizó delante del portón. Un guardia se aproximó al

todoterreno y Peter bajó el cristal eléctrico y mostró su tarjeta de funcionario.

“Buenas noches”, saludó. Hizo un gesto hacia el pasajero. “Traigo una

visita conmigo”.

“¿Tiene su identificación, sir?”.

Ya con el pasaporte preparado, Tomás lo extendió al guardia y éste regresó

a su garita para tomar nota de los pormenores y adoptar los habituales

procedimientos de seguridad. Después de dos minutos, el hombre volvió y

entregó una tarjeta de visitante al portugués.

“Sólo puede circular en las áreas de acceso general, según el protocolo”, le

informó. Después se dirigió a Peter y le entregó un término de

responsabilidad para firmar. “Como sabe, sir, en ningún momento podrá

dejar a su invitado moverse libremente por las instalaciones. Según los

términos del reglamento interno, es usted responsable de él”. Esbozó un

saludo militar. “Que tenga una buena noche”.

El guardia hizo una señal a sus hombres y estos pasaron un detector por el

todoterreno, incluyendo la parte de abajo. Después el portón se abrió y el

coche entró en el complejo de Langley, la sede de la CIA. Peter estacionó en

el lugar que le estaba reservado en el parking, casi vacío a aquella hora, y

ambos se bajaron y se dirigieron al edificio principal.

Tomás hizo un gesto de saludo hacia el cielo.

“¿Qué estás haciendo?”.

“Imagino que el sitio en el que nos encontramos estará siendo

constantemente vigilado por satélites rusos y chinos”, bromeó. “Como seguro

que nos están observando ahora, me pareció simpático saludarles”.

Entraron en el edificio riéndose, pero pronto se callaron. En el atrio había

barreras de seguridad manejadas por guardias armados, allí colocados para

controlar el acceso a las instalaciones; el aparato exhibido era de tal forma,

que Tomás tuvo la impresión de que se había transferido hasta allí el famoso

Checkpoint Charlie de los tiempos de la Guerra Fría.

Bajo la mirada vigilante de los guardias, el analista de la Dirección de


Informaciones pasó su tarjeta por el sistema electrónico instalado en las

barreras y la cancelilla se abrió. Tomás hizo lo mismo con su tarjeta de

visitante y fue igualmente autorizado a pasar.

“¿Y ahora?”, preguntó Peter cuando se quedaron solos al otro lado. “¿A

dónde quiere ir?”.

El hecho de encontrarse en la sede de la principal agencia de espionaje del

planeta dejó al historiador un poco intimidado. Se sentía perdido en aquel

espacio desconocido, sin saber lo que estaba realmente autorizado a hacer y

cómo se podría mover.

“¿Puedo circular libremente?”.

“Claro que no”. Agitó su tarjeta de funcionario. “Pero yo puedo ir a la

mayor parte de los sitios. Considerando la importancia de lo que estamos

haciendo, tendré que quebrar algunas reglas y llevarlo a lugares donde

normalmente usted no estaría autorizado a ir”. Bajó la voz y asumió un tono

confidencial. “Dese cuenta de que al hacer esto estoy violando la ley. Si me

cogen seré despedido y, tal como usted, detenido y procesado por poner en

peligro la seguridad nacional. Por eso le pido que sea discreto. ¿A dónde

vamos?”.

“Al sitio indicando por las coordenadas geográficas que me fueron

remitidas por su padre”, dijo Tomás. “O sea, a su despacho. ¿Cree que

podremos ir allí?”.

El americano le dio la espalda y se dirigió hacia el pasillo.

“¡Qué remedio!”, concedió. “Es por aquí”.

Recorrieron el pasillo en silencio. El visitante se sentía algo sorprendido con

lo que veía; esperaba que la sede de la CIA fuese un sitio frío y cerrado,

repleto de dispositivos high tech de alta seguridad, pero había por allí un

cierto ambiente de oficina, como si estuviesen en cualquier gran empresa. De

vez en cuando aparecían máquinas de bebidas, chocolates y sándwiches y las

paredes del pasillo se abrían en grandes ventanales, integrando el edificio en

un ambiente de vegetación que, a pesar de ser de noche, dejaba adivinar

mucho verde alrededor del complejo. A veces se cruzaban con un funcionario

en camisa y corbata con un vaso de café o un doughnut en la mano, y por

todos lados encontraban personal de limpieza con el cubo y la fregona,

aprovechando la tranquilidad de la noche para hacer su trabajo.

Llegaron a una puerta metálica con un teclado incrustado en la pared. Peter

introdujo su tarjeta en el sistema magnético, tecleó su número y apretó el

indicador para registrar su impresión digital.


La puerta se abrió.

“A partir de aquí es zona restringida”, avisó, verificando discretamente la

posición de la cámara de videovigilancia colgada del techo. “Finja que hace

lo mismo que acabé de hacer”.

El visitante obedeció y colocó su tarjeta sobre el sensor en el teclado,

simuló que tecleaba un número y acercó el dedo, sin apretar, a la placa

metálica que leía la impresión digital. Después se coló a Peter y ambos

franquearon la puerta metálica.

Entraron en la zona restringida a los niveles superiores de seguridad. La

verdad era que no se notaba ninguna diferencia en relación al espacio

anterior. La mayor parte de las salas estaban desiertas, seguramente por ser

muy tarde, pero en algunos despachos había actividad, sobre todo en las áreas

responsables de operaciones en otras partes del mundo, en particular en Asia,

donde ya había comenzado el día.

Después de rodear un patio interior a cielo abierto, Peter llegó a una puerta

y repitió el procedimiento de seguridad ya usado anteriormente. La puerta se

abrió y, con un gesto de cortesía, el anfitrión hizo señal a su invitado para que

entrase.

“En circunstancias normales mi tarjeta no me daría acceso a este despacho”,

explicó. “Pero tuve autorización gracias a mi padre. Por lo visto todavía no la

cancelaron”.

“¿Qué, únicamente obtuvo autorización debido a su padre? ¿Los hijos de los

directores tienen derechos especiales?”.

Ambos entraron en una antecámara con mesa de trabajo y sofás que parecía

una salita de espera. Había una segunda puerta, también con acceso de

seguridad, que Peter una vez más desbloqueó recurriendo a su tarjeta de

funcionario, a un código y al reconocimiento de la impresión digital. La

segunda puerta se abrió y, como un anfitrión que se aleja para dejar pasar al

invitado, el americano hizo al portugués una señal para que entrase.

“Sí, cuando se trata del despacho de tu propio padre”.

Tomás Noronha entró finalmente en el espacio de trabajo de Frank Bellamy.



LXVI

Muy violentamente, el golpe alcanzó a María Flor en la nuca, en el

momento en que entró en el Chevrolet negro plantado en la rampa de acceso

a la terminal. Cayó inanimada y, sin perder tiempo, el mayor Fuentes la

colocó en el lugar del pasajero. Después cerró las puertas del coche, encendió

el motor y arrancó, abandonando el aeropuerto de Dulles por la carretera que

conducía a Washington, DC.

Cuando apareció la primera salida, sin embargo, giró y abandonó la

carretera principal, entrando por un camino secundario y después por una

carretera que daba a un bosque de pinos americanos. Al llegar a una curva

cerrada, cortó por una salida discreta de tierra batida, un camino que ya

conocía bien y que lo llevó hacia un claro aislado del bosque. Aparcó junto a

un arbusto y, moviendo el cuerpo de su prisionera todavía aturdida, le ató los

puños a las cintas de los cinturones de seguridad y le amarró los pies. Cuando

terminó, contempló el trabajo. Las condiciones no eran las ideales, una cama

le parecía siempre preferible, pero dadas las circunstancias no estaba mal. Se

acordaba de haber interrogado una vez a un talibán en un coche y la

situación, sin ser perfecta, corrió de la mejor manera.

Abrió la puertecilla del bar del coche y retiró una botella de agua mineral

con gas. Desenroscó la tapa y lanzó el líquido frío sobe el rostro de su

víctima.

“¿Qué... dónde estoy?”, preguntó ella en portugués, recobrando los sentidos

pero con voz todavía titubeante, como si estuviese ebria. “¿Qué pasa?”.

“Señorita Sequeira”, la llamó el agente de la CIA. “Señorita Sequeira, ¿me

oye bien?”.

Los ojos medio adormecidos de María Flor se fijaron en el hombre que

hablaba con ella.

“¿Qué pasa?”. Intentó moverse y comprendió que tenía las manos y los pies

atados. “¿Qué es esto? ¿Por qué me ha atado de esta manera? Suélteme!”.

Se hizo evidente que ella estaba recuperando la razón y que se encontraba

ya casi plenamente consciente.

“Señorita Sequeira, tengo unas preguntas que hacerle”, dijo el comandante

Fuentes, ignorando la exigencia que ella acababa de hacer y siguiendo el

guion delineado para aquel tipo de interrogatorios. “Podemos proceder de dos

formas: por las buenas o por las malas. ¿Cómo prefiere?”.


María Flor hizo fuerza con los brazos y las piernas, intentando liberarse de

las cuerdas, pero sin éxito.

“¡Quíteme esto de aquí!”, gritó. “¡Usted no me puede tratar de esta manera!

¡Tengo derechos!”.

El hombre de la CIA desvió los ojos; siempre que interrogaba a un

americano o a un europeo la conversación de los derechos salía a la luz. ¿Por

qué sería aquella gente de comprensión tan lenta?

“¿Entiende lo que le he dicho?”, preguntó, cerciorándose de que su cabeza

había regresado a la normalidad. “¿Acepta responder por las buenas a las

preguntas que tengo que hacerle o prefiere solo hablar después de pasar por

lo que, puedo garantizarle, será un mal trago? La elección es suya”.

“¡Suélteme!”.

La conversación había acabado antes de comenzar, sabía el comandante

Fuentes, para quien todo aquello seguía un patrón muy previsible. Los

prisioneros empezaban en general reaccionando de forma intempestiva o

silenciosa, pero siempre poco cooperante y, después de pasar por una

experiencia muy dolorosa eran increíblemente locuaces.

Había tenido el cuidado de preparar el material mientras ella se encontraba

inconsciente, distribuyendo el pañuelo, el celo y el alicate por el tablier del

coche. Siendo así, solo tuvo que coger las cosas según el orden habitual.

Metió primero el pañuelo en la boca de su víctima y le selló con adhesivos

los labios, impidiéndola así expulsar el pañuelo.

“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.

Los sonidos sordos de los prisioneros formaban parte de la tradición en

aquellos interrogatorios, por lo que los ignoró; María Flor no era la primera y

seguro que no sería la última en pasar por la experiencia.

Cogió el alicate que había colocado sobre el tablier y se lo puso delante de

los ojos.

“¿Ve esto? Es el sacacorchos que arranca las palabras de las bocas más

recalcitrantes. ¿Quiere ver cómo funciona?”.

Salió del coche y fue al asiento trasero, para poder llegar a la mano derecha

de ella con mayor facilidad. La agarró con firmeza y encajó el meñique de la

prisionera en los dientes afilados del alicate. No se trataba de una maniobra

fácil, debido a la posición del cuerpo de ella en el asiento, pero no sería eso lo

que le impediría ejecutar el paso más decisivo del interrogatorio; en general

una única amputación bastaba para conseguir que los más resistentes

denunciaran a sus propios padres, y solamente algunos, raros, habitualmente


fanáticos como los talibanes, requerían la escisión de varios dedos o hasta de

la muñeca.

El sonido del móvil le paró el gesto en el preciso momento en que iba a

cerrar las tenazas del alicate y cortar el dedo. Maldijo, contrariado por el

sentido de oportunidad de quien fuera que le estuviese llamando, y echó

mano al bolsillo para coger el aparato. El pequeño monitor no identificaba al

autor de la llamada.

“¿Quién habla?”.

“¡El motherfucker está en la Agencia!”.

Era la voz de Harry Fuchs.

“¿Perdón?”.

“Dime, ¿qué estás haciendo?”.

La mirada del comandante Fuentes se desvió hacia María Flor. Seguro que

su jefe estaba usando una línea telefónica segura, pero incluso así tenía que

tener cuidado con lo que decía.

“Bien... estoy recogiendo información sobre el paradero de nuestro

sospechoso. Le eché mano a su chica y la tengo aquí conmigo para una sesión

de... en fin, para una charla. Estoy seguro de que de aquí a unos minutos

nuestra amiga va a comenzar a cantar que ni un ruiseñor...”.

“El sonnavabitch está en la Agencia”, cortó el director del Servicio

Clandestino Nacional, insistiendo en la primera información que había dado.

“Me llamaron hace dos minutos de Langley. El sistema que monitoriza todo

el tráfico informático detectó el registro de un portugués con el nombre de

Thomas Norona entrando hace veinte minutos en el complejo de la Agencia”.

El comandante Fuentes abrió los ojos con incredulidad.

“¿Qué?”.

“Fue el cocksucker del hijo del viejo quien lo metió

allí”.

“Pero... ¡eso es fantástico!”.

“No. ¡Es pésimo!”.

“¿Cómo pésimo? ¡Tenemos a nuestro sospechoso en Langley! No tuvimos

que cogerlo, ¡él mismo vino hasta nosotros! ¿Qué más podríamos desear?

¿Qué Noronha nos viniese a besar el culo?”.

“No es tan sencillo”, respondió Fuchs. “Si el tipo entró en la Agencia con el

hijo de Bellamy es porque esos dos son aliados. Eso constituye una

contrariedad porque significa que él ahora tiene un aliado en Langley.

Echarle mano en estas circunstancias es muy arriesgado, el Bellamy junior


puede plantear una serie de problemas y no es persona que se elimine

fácilmente”.

“No entiendo. ¿El hijo de Bellamy es aliado del hombre que mató a su

padre? Eso no tiene ningún sentido...”.

“Como te dije, esto no es tan sencillo. Este Norona es un astuto habilidoso y

debe de haber encontrado la forma de convencer al hijo del viejo a ponerse de

su lado. No interesa cómo lo hizo. Lo importante es que necesitamos actuar

deprisa, pero con procesos menos ortodoxos. Nuestros métodos habituales no

son adecuados para una situación de estas”.

“¿Tiene alguna cosa en mente?”.

El director del Servicio Clandestino Nacional hizo una pausa, como si

considerase el problema desde una perspectiva diferente.

“Oye, ¿oí mal o dijiste que tienes a la babe de Norona?”.

“Sí. Le eché mano y está conmigo. Iba en este preciso momento a iniciar un

interrogatorio para obtener el paradero del tipo, pero por lo visto eso ya no es

necesario. ¿Qué debo hacer con ella ahora? ¿La liquido?”.

“Ni lo pienses. Esa chica es un triunfo y la tenemos que usar a nuestro

favor”.

“¿Usar cómo? ¿Ella tiene todavía alguna información que darnos?”.

“No la vamos a usar como fuente de información, sino como anzuelo,

¿entiendes? Estoy ahora saliendo de casa para interceptar a Norona en

Langley. Para que corra todo bien, es esencial sacar al motherfucker de la

Agencia sin dar la impresión de que lo estemos haciendo. El tipo debe salir

por su propio pie, ¿lo entiendes?”.

“Pero eso significa que tenemos que convencerlo para que salga. ¿Cómo

vamos a hacer una cosa de esas?”.

“Oye, necesito que en las próximas horas dejes de ser un agente de la CIA y

te conviertas en un delincuente que secuestró a una babe. Llévala a cualquier

sitio y amenaza con ejecutarla en un plazo relativamente breve. Por lo que leí

del perfil realizado a Norona, cuando sea informado va a correr a salvarla.

Será así como lo convenceremos para que salga voluntariamente de

Langley”.

“¿Y después? ¿Qué hago cuando el tipo aparezca?”.

“Una vez el tipo fuera de la Agencia, nos quedamos con las manos libres

para actuar como entendamos. Le coges y sometes al cocksucker a un

interrogatorio en serio sobre el paradero del Ojo Cuántico. Me pasas la

información y yo iré a verificarlo. Si encontramos el proyecto, puedes barrer


al motherfucker del mapa y después desapareces de la circulación. La policía

se quedará sin saber lo que pasó y pensará que se trató de un caso de delito

común. Y sobre nosotros, además de echar mano al Ojo Cuántico, vengamos

a Bellamy; haremos circular la información en los círculos adecuados de los

servicios de espionaje de todo el mundo, de modo que quede claro que el

homicidio de uno de los nuestros no quedó impune. Caso encerrado”.

“¿Y qué hago con la chica después de echar mano a Norona?”.

En el momento en el que formuló la pregunta, el comandante Fuentes

desvió la atención hacia María Flor, que permanecía amordazada y con las

manos y las piernas atadas. La respuesta fue rápida y fue dada en un tono

contundente, como si la cuestión ni siquiera fuese importante.

“Liquidarla, claro”.



LXVII

Olía a moho. El aire parado que impregnaba el despacho de Frank Bellamy

en Langley fue lo que llamó más la atención a Tomás. No había duda de que

estaba cerrado hacía algún tiempo. Peter encendió la luz revelando un espacio

amplio, decorado al estilo clásico. Había estanterías forradas en madera

pulida de roble, el parquet de madera de secuoya estaba cubierto por una

alfombra con el símbolo de la CIA y una gran mesa de caoba dominaba el

espacio, delante de una bandera de los Estados Unidos y de la fotografía

enmarcada del actual presidente del país.

Una de las paredes estaba cortada por una ventana y otra tenía las

estanterías repletas de libros, con la estructura de madera solo interrumpida

por un mapa con puntitos que señalaban las principales capitales del mundo.

“Esta es la primera vez que entro aquí desde que... desde que...”, titubeó

Peter. “En fin, desde que mi padre estuvo aquí. ¿Qué piensa?”.

El espacio estaba siendo todavía absorbido por Tomás, que se quedó en la

puerta analizando la configuración del despacho.

“¿Dónde está la caja fuerte?”.

El anfitrión apuntó hacia el marco colgado en la pared, detrás de la mesa y

al lado de la bandera, con la fotografía del político en funciones en la Casa

Blanca.

“Allí, disimulado por la fotografía”, indicó. “Sé que Halderman y Fuchs ya

lo abrieron. Parece que encontraron allí dentro unos informes confidenciales,

unos proyectos en curso y algún dinero. En cuanto al Ojo Cuántico... nada”.

“¿Ni dieron con alguna pista?”.

“Nada”.

El académico portugués recorrió el despacho, atento a los pormenores.

Comprobó los libros que se encontraban en las estanterías y descubrió que

trataban sobre materia científica o geoestratégica; había obras de John von

Neumann, Richard Feynman y Stephen Hawking y los clásicos Lao Tsu,

Clausewitz, Hobbes, Maquiavelo y T. E. Lawrence, además de Kissinger y

Churchill.

Por su parte, el mapa encajado entre las estanterías no parecía desempeñar

cualquier función operacional en el despacho; no pasaba de una solución

decorativa que se limitaba a señalar, a través de una serie de bolas rojas, las

capitales mundiales. El mapa parecía antiguo, claramente una reliquia del


tiempo de la Guerra Fría. Tomás identificó Washington, Londres, París,

Roma, Berlín, Moscú, Pekín y Tokio, antes de desinteresarse y atravesar el

despacho para ver otras zonas.

La pared del lado contrario tenía una ventana que se abría al patio interior

que habían rodeado minutos antes. Tomás se acercó a la ventana y, mirando

hacia fuera, constató que el patio estaba dominado por una escultura

abstracta, una forma ondulante con una textura de letras recortadas, como una

antigua rotativa para impresión de periódicos. Después se giró y examinó el

lugar donde Frank Bellamy había pasado las últimas décadas cavilando sobre

las invenciones que a lo largo del tiempo habían dado a la CIA ventajas

tecnológicas en las operaciones de espionaje por todo el planeta.

“Aquí, en este despacho, se encuentra algo que nos lleva al Ojo Cuántico o

que desentraña el misterio de la muerte de su padre”, murmuró Tomás con

una expresión pensativa. “Falta saber el qué”.

Su mirada recayó inevitablemente sobre la mesa de caoba en la cual el

fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología se sentaba. Se dirigió a

ella y se puso a inspeccionar los documentos amontonados sobre el tablero

pulido. No encontró nada interesante, de modo que pasó a los cajones.

Investigó en el primero y después en el segundo y en el tercero, sin ningún

éxito.

“Todo esto ya ha sido visto y revisto por el seboso Halderman y por

Fucking Fuchs”, insistió Peter. “Los tipos estuvieron horas viendo

minuciosamente la mesa de mi padre y todas estas estanterías. No

descubrieron nada”. Movió la cabeza, escéptico. “Para ser franco, no veo

cómo podemos tener éxito si ellos fracasaron”.

La gran mesa de caoba pulida parecía de hecho no contener nada importante

para el caso. Tomás miró alrededor, desconcertado, a la espera de que algo

destacase, que una pista de repente se impusiese. Distraídamente, su atención

acabó por fijarse en la fotografía enmarcada del presidente de los Estados

Unidos.

“¿Cómo se abre la caja?”.

“Ahí no hay nada importante”, repitió Peter. “Ya le dije que revolvieron

toda la caja Halderman y Fuchs y que ellos...”.

“Pueden haber visto el interior, pero no estoy seguro de que hayan sabido

interpretar lo que encontraron. Necesito ver lo que está dentro para sacar mis

propias conclusiones, ¿entiende? Tal vez detecte alguna cosa que les haya

pasado desapercibida”.


“Lo dudo mucho”, dijo el americano con una mueca de incredulidad en los

labios. “De cualquier modo, es irrelevante, dado que no sé cuál es el código

que da acceso a la caja fuerte”.

La situación se había estancado. Mientras cavilaba sobre el modo de

abordar el problema, Tomás metió distraídamente la mano en el bolsillo y

sintió que los dedos tocaban un objeto.

“¡El gran pentáculo!”, exclamó, extrayendo el objeto. “¡Seguro que la

solución está aquí!”.

“¿Por qué dice esto?¿Por las coordenadas geográficas?”.

“El artefacto que su padre me envió contiene mucho más que las

coordenadas geográficas que aquí nos trajeron”, replicó Tomás, girando el

gran pentáculo de modo que ambos contemplasen el diseño esculpido en una

de las caras. “Vea esto”.

“Tenemos las coordenadas geográficas esparcidas entre las siete puntas de

la estrella”, constató Peter. “Está también la propia estrella. ¿Cree que

significa algo?”.

“La estrella de siete puntas se designa heptagrama y es usada en la alquimia

para representar los cuatro elementos fundamentales de la cultura occidental,

que son tierra, fuego, agua y aire, y los tres elementos fundamentales de la

cultura oriental, sal, mercurio y azufre. En este sentido, constituyen una

referencia a la Llave de Salomón, el manual de magia atribuido al rey

Salomón”.

“Pero hay algo más que eso, ¿no?”.

Los ojos del anfitrión escudriñaron el dibujo.

“Bien, existe también la estrella de David en medio

y... y estas letras en el círculo alrededor del heptagrama”.

“¿Ya se dio cuenta de lo que esas letras significan?”.

“Nada... me parece”.

“Nada de lo que está metido en este diseño aparece aquí por casualidad,

Pete. Si su padre introdujo aquí estas letras es porque desempeñan una


función. Y nosotros tenemos que descubrir lo que significan, si queremos

desvelar su mensaje”.

El historiador se sentó en la mesa y cogió un bolígrafo

y una hoja en blanco. Escogió las letras latinas en el círculo

exterior del heptagrama y las copió en la hoja.

El ejercicio dio lugar a una serie de caracteres incomprensibles.

“¿Ve? No significan nada”.

Los ojos de Tomás viajaron por el círculo y el criptoanalista tardó unos

pocos segundos en interpretar el rompecabezas, una solución tan sencilla que

hasta le pareció angustiante.

‏.תחפמ המלש “¿Le parece que no?”, preguntó, apuntando hacia los caracteres

“Aquí está escrito Mafteah Shelomoh, ¿no? Ocurre que en hebreo se lee de

derecha a izquierda. La cuestión es esta: ¿y si las letras en caracteres latinos

que se encuentran en el mismo círculo se leen también de derecha a

izquierda? Veamos lo que ocurre...”.

Escribió las letras cifradas, pero ahora en sentido inverso.

“¿Kryptos4nypvtt?”, leyó Peter. “What the fuck! ¿Qué lío es ese?”.

Entendiendo que el significado seguía obscurecido por la grafía, Tomás

reescribió el acertijo, pero ahora incluyendo los espacios que dividían las

palabras.

“¿Ya tiene sentido?”.

El americano abrió la boca, estupefacto, los ojos abiertos de par en par y

pegados a la primera palabra.

“Kryptos!”, exclamó, de repente temblando de excitación. “¿Ve lo que está

aquí? Kryptos!” Corrió hacia la ventana del despacho y apuntó hacia el patio.

“Kryptos es aquella...aquella...”.

“Escultura”, completó el historiador, también yendo hacia la ventana.

“Kryptos es realmente aquella escultura”.

Los dos hombres se quedaron plantados ante la ventana del despacho

contemplando, con una expresión de fascinación centelleando en los

semblantes, la estructura ondulada que se levantaba en la esquina noroeste


del patio, la textura de cobre quebrada por una incomprensible maraña de

letras, como si fuese ella misma la función de onda Ψ y los caracteres, las

partículas.

Era allí donde Frank Bellamy había ocultado su secreto.



LXVIII

Un problema únicamente ocupaba la mente de Harry Fuchs, cuando su

coche entró en el complejo de Langley y aparcó en el lugar que tenía

reservado: era el extraño comportamiento de Tomás Noronha. ¿Qué le pasaba

por la cabeza para meterse justamente en la sede de la CIA? ¿Estaría loco?

¿Se habría dejado convencer por alguna idea loca del hijo del anciano? ¿O el

portugués esperaba encontrar ahí algo importante? De ser así, ¿el qué?”.

“¡El Ojo Cuántico!”, respondió él mismo entre dientes en el momento en el

que cerró el coche y se dirigió hacia el edificio. “¡El motherfucker cree que

va a encontrar el Ojo Cuántico!” Forzó una carcajada de despecho. “¡Qué

idea!”.

La idea le parecía de hecho divertida. A fin de cuentas, él, Halderman y los

hombres de las dos direcciones ya habían registrado el edificio de una punta a

otra buscando la documentación del proyecto y hasta entonces la búsqueda

había sido infructuosa. Con todo, había en toda aquella historia cosas que no

podía olvidar y que lo dejaban inquieto.

Dos cosas. La primera era que, en su último mensaje, el anciano había

mencionado a Tomás como la Llave. ¿Pero llave de qué? Solo podía ser la

llave que conducía al Ojo Cuántico, como era evidente. Lo que era menos

obvio, aún, era la segunda parte. El historiador, a pesar de todos los peligros,

había ido a América y, el colmo de los colmos, en solo veinticuatro horas

había violado el sistema informático de la CIA y se había infiltrado en el

edificio sede de la agencia de espionaje. Una acción de estas, además de ser

increíblemente osada, le parecía intrigante. ¿Por qué habría corrido un riesgo

como ese? ¿Creía que no le iban a descubrir? La única respuesta plausible era

que Tomás tenía una información que lo forzaba a ir allí. Solo así se

explicaba tal audacia.

Cruzó la entrada del edificio y vio a Sam Dunn, el hombre que dirigía el

turno de la noche en su área, esperando en el atrio. Había sido él quien veinte

minutos antes lo había alertado de la presencia del portugués en la sede de la

CIA. No confiaba mucho en Dunn, pero sabía que era eficiente y tendría que

darle algunas nociones generales de la operación en curso para detectar el Ojo

Cuántico.

“¿Dónde está el sonnavabitch?”.


“En el despacho de Mr. Bellamy, sir”.

Cruzaron rápidamente los pórticos de seguridad, pasaron las tarjetas por los

detectores y se metieron por el pasillo que conducía a la Dirección General de

Ciencia y Tecnología.

“Nadie intervino, espero”.

“No, sir. Seguí sus órdenes y no les molesté. Me limité a registrar sus

movimientos, como me mandó cuando le llamé”.

La distancia no era muy larga, aunque el director del Servicio Clandestino

Nacional y su colaborador tuviesen que flanquear una puerta hacia el nivel

superior de seguridad. Durante el corto camino, Fuchs explicó al subordinado

que tendrían que mantener al portugués bajo vigilancia, razón por la cual su

amiga había sido raptada bajo amenaza de muerte.

“No se preocupe”, dijo el responsable de los operativos de la CIA. “Es todo

un esquema para obligar al motherfucker Noronha a cooperar”.

Era verdad, claro, pero no toda la verdad. Lo que Fuchs no explicó fue que

su amiga tendría que ser eliminada después. No podría haber testigos de la

operación de la CIA en territorio americano, porque eso le estaba vedado.

Además, estaba la muerte del matemático portugués de la Universidad de

Georgetown por explicar; era preciso borrar todos los rastros que condujesen

al mayor Fuentes, y de esa forma al propio responsable máximo de la

dirección de los operativos.

La vigilancia en todo el edificio era fuerte, aunque discreta, por lo que se

hacía evidente que sin la ayuda de Peter Bellamy y la complacencia de Sam

Dunn, el portugués no podía haber llegado tan lejos. Y más allá de ese punto

seguro que no iba.

Ya en el ala de la Dirección de Ciencia y Tecnología, los dos hombres se

dirigieron directamente al gabinete del director adjunto. Walt Halderman, a

quien Fuchs había alertado por teléfono, les esperaba con ansiedad en la

puerta.

“El tipo está en el despacho del anciano”, dijo Halderman, mordisqueando

distraídamente la uña de un pulgar. “¿Qué vamos a hacer?”.

“Cogerlo”.

Aquel lado del edificio estaba desierto, una vez que la noche iba avanzando

y la Dirección de Ciencia y Tecnología no ejecutaba operaciones en el otro

lado del planeta que exigiesen acompañamiento nocturno, como ocurría con

el Servicio Clandestino Nacional y la Dirección de Informaciones, que

operaban veinticuatro horas al día en todo el planeta.


Los recién llegados dieron con la puerta de acceso entreabierta y la luz

encendida, señal evidente de actividad. Entraron en la antecámara donde

habitualmente trabajaba la secretaria de Frank Bellamy y comprobaron que

no se encontraba nadie allí.

“Están en el gabinete del viejo”.

De hecho, comprobaron los destellos de luz que rodeaban la puerta del

gabinete. Algo pasaba allí dentro. Halderman acercó al monitor de seguridad

la tarjeta de funcionario, tecleó el código e hizo el reconocimiento de

impresión digital, desatrancando la puerta. Los tres intercambiaron una

mirada, para comprobar si estaban listos, y avanzaron hacia el gabinete con

las armas preparadas y determinados. Les esperaba una sorpresa.

“What the fuck!”.

El espacio estaba vacío.

Al contrario de lo que esperaban, y además de las luces encendidas, no

había señales de Tomás y Peter. Humillado por verse sobrepasado por

acontecimientos que había insinuado al jefe que estaban controlados, Dunn se

dirigió a la puerta anexa, donde se situaba el cuarto de baño privado del jefe

de la Dirección de Ciencia y Tecnología.

Mientras, Fuchs y Halderman se quedaron deambulando por el despacho

buscando alguna pista. Al pasar por la ventana, el director del Servicio

Clandestino Nacional se dio cuenta de que había gente en el patio interior, lo

que no era normal a aquella hora. Fijó la mirada en los dos hombres que

rodeaban la escultura Kryptos y reconoció a Peter Bellamy. Nunca había

visto al otro personalmente, pero lo identificó por deducción y por haberse

cruzado recientemente con fotografías de él en el informe del caso Bellamy.

Era Tomás Noronha.



LXIX

No tenía ninguna duda. Tomás tuvo una extraña sensación de triunfo en el

instante en que tocó la escultura ondulada que decoraba la esquina noreste del

patio. Kryptos era una estructura realizada en cuatro grandes placas de cobre,

cuya constitución incluía también elementos en cuarzo blanco y granito verde

y rojo, y el historiador estaba seguro de que contenía secretos tan intrigantes

como su nombre sugería. El armazón formaba una ondulación horizontal en

forma de S y parecía un manuscrito agujereado por un mar de letras.

La palma de la mano de Tomás recorrió la textura irregular de las placas de

cobre, como si la mera sensación táctil fuese capaz de descubrir los secretos

encerrados en la escultura.

“Esta pieza siempre fue misteriosa”, observó Peter, contemplándola por

detrás de su invitado. “Dicen que contiene varios mensajes y que, a pesar de

los múltiples intentos de sucesivos criptoanalistas, ninguno fue todavía

descifrado. Impresionante, ¿no?”.

Los dedos del portugués acariciaban sin embargo las letras esculpidas en el

cobre, sintiendo los contornos.

“No sé si lo sabe pero, además de historiador, soy criptoanalista”, reveló

Tomás, fascinado con la estructura que tenía delante de él. “Por eso conozco

muy bien esta pieza. El Kryptos permanece como uno de los grandes enigmas

del criptoanálisis. Esta escultura fue concebida por un artista con cuatro

mensajes encriptados y tres, lamento decepcionarlo, ya fueron descifradas. El

cuarto, sin embargo, conserva su secreto”.

“¡Ah, entonces es eso! Pero si tres ya fueron descifrados, ¿qué revelaron?

¿Algún secreto místico?”.

El criptoanalista sonrió.

“Nada trascendente, tranquilo”. Señaló una placa de la escultura. “El primer

mensaje está insertado aquí. Esta secuencia de letras, cifradas según un

sistema de substitución polialfabética recurriendo a un cuadro de Vigenère,

puede ser resuelta con la contraseña palimpsest. El descifrado revela algo

como: ‘entre la sombra sutil y la ausencia de luz se inscribe el matiz de la

ilusión’”.

“¡Poético!”.

Tomás pasó a la segunda placa.

“El segundo mensaje... tiene gracia, ¿sabe lo que contiene?”.


Esbozó un semblante pensativo, como si al ver la placa se le hubiese

acabado de ocurrir una idea. “Coordenadas geográficas”.

“¿Como las del gran pentáculo?”.

“Eso mismo. Treinta y ocho grados, cincuenta y siete, seis coma cinco,

Norte, setenta y siete grados, ocho, cuarenta y cuatro, Oeste. Ya estuve

comprobándolo en el GPS”. Giró la mano hacia el sudoeste. “Es un punto

situado a cuarenta y cinco metros en esta dirección”.

El anfitrión miró en la dirección indicada, para ver cuál era el sitio apuntado

por el Kryptos.

“¡Pero eso... eso es el gabinete de mi padre!”.

“Lo que confirma que él y el artista que concibió esta pieza compartían los

misterios del Kryptos. No se olvide de que su padre era el elemento más

antiguo de la CIA. Entró en la Agencia cuando esta nació y debía conocer

todos sus secretos”.

“Sí, tiene razón”.

“La otra cosa que este segundo mensaje confirma, al referir las coordenadas

geográficas del gabinete de su padre, es que el secreto que él nos quería

transmitir se encierra en ese gabinete y que es aquí en el Kryptos donde

encontraremos la llave”.

Los dos hombres se quedaron contemplando la escultura, meditando sobre

lo que podría existir en ella que les diese la respuesta al problema.

“¿Pero qué será?”, se preguntó Peter, acariciándose la barbilla. “¿Cree que

esa llave podrá estar en el tercer mensaje?”.

La atención de ambos se volvió hacia la tercera placa.

“Tal vez”, admitió Tomás, aunque con cara de quien no se sentía

particularmente seducido por la idea. “Pero no lo creo. Sabe, este mensaje fue

cifrado a través de un sistema de transposición. Ya fue resuelto y reveló una

cita de Howard Carter en su libro sobre el descubrimiento de la tumba de

Tutankamon. Para ser más concreto, se trata de la descripción del momento

en el que Carter abrió la cripta”.

“Ahí está. Para abrir la cripta es preciso una llave”.

“Pero Howard Carter no usó ninguna llave para llegar a la tumba de

Tutankamon. No veo, por eso, que este mensaje contenga la llave para

nuestro problema”.

Ya impaciente, Peter respiró hondo.

“Si la solución no se encuentra en el primer mensaje del Kryptos, ni en el

segundo ni en el tercero, ¿dónde diablos podrá esconderse? El cuarto mensaje


de la escultura está obviamente excluido, ya que todavía no fue descifrado.

Siendo así, mi padre no lo podría usar”.

“Tal vez sí”, admitió el historiador. “O tal vez no”.

“¿Qué quiere decir con eso?”.

La respuesta no fue dada de inmediato. En vez de eso, Tomás se acercó a la

cuarta placa de la escultura y la estudió con una expresión concentrada, como

intentando arrancarle su secreto.

“La respuesta está justamente en el cuarto mensaje”.



LXX

Apenas se sorprendía ya. Más que inesperados, los acontecimientos de las

últimas semanas se habían revelado una verdadera pesadilla para María Flor.

Después del shock que había sido escuchar a Tomás referirse a ella como una

ignorante y una paleta, y cuando se preparaba para coger el vuelo hacia

Europa y librarse así del historiador que tanto la había humillado en aquella

experiencia traumática de Washington, había sido detenida y después

agredida hasta perder la consciencia y amarrada dentro de un coche. Como si

eso fuese poco, su captor la había amordazado y amenazado con un alicate.

Estuvo a punto de perder el dedo meñique y solo se salvó por una llamada.

“¿Qué pasa?”, preguntó el hombre que la había raptado.

A pesar de estar atento al tráfico mientras conducía, el desconocido se dio

cuenta de la agitación de su víctima. “Quietecita, ¿eh? Dentro de poco ya te

doy el tratamiento que necesitas, querida. Ten calma”.

Estas palabras dejaban claro que decir que estaba “a salvo” era solo una

forma de expresión. La llamada no la había salvado, apenas le había

concedido un poco más de tiempo. Había oído mal la conversación que su

verdugo había tenido con la persona que le llamó, pero lo que había oído fue

suficiente para entender que iba a ser utilizada como anzuelo para coger a

Tomás. La perspectiva le parecía aterradora, sobre todo porque la

conversación que había escuchado por la cerradura cuando Peter los había

cogido en el apartamento indicaba claramente que el historiador la miraba

como un mero adorno. Jamás correría el riesgo de intentar libertarla. Y

aunque Tomás lo hiciese, ¿de qué le servía eso? ¿Qué oportunidad tenía un

simple académico ante un profesional de la CIA?”.

Las muñecas amarradas le dolían y sentía las manos dormidas; las cuerdas

estaban tan apretadas que le cortaban la circulación. Si al menos su captor las

aflojase un poco, eso podría ayudar. ¿Pero cómo pedirle algo así cuando ni

siquiera le había quitado la mordaza?

“¡Hmmm!”, gimió, esforzándose por demostrar que tenía que pedirle algo.

“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.

Atraído por los sonidos sordos emitidos por María Flor, el hombre que la

había aprisionado desvió por un momento la atención del tráfico y la miró.

Esbozó una sonrisa maliciosa y, cediendo a la tentación, extendió el brazo y

le palpó los senos.


“Buen material”, observó. “Es una pena no poder disfrutarlos. Te iba a

gustar”, suspiró. “Pero, ya sabes lo que son las cosas, soy un profesional y no

mezclo trabajo con placer”. Soltó una carcajada. “Mala suerte la tuya”.

La portuguesa se sacudió, intentando a toda costa evitar las manos del

hombre de la CIA.

“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.

“Rebelde, ¿eh? Me gusta eso en una mujer. Excita más, si entiendes lo que

quiero decir”. Volvió a respirar hondo, como si estuviese resignado a su

deber. “Infelizmente para ti, esto va a acabar mal”.

“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.

Después de lanzarle una última mirada, el conductor se concentró de nuevo

en el tráfico. Su rostro se encendía a cada paso, iluminado por los faros de los

automóviles que venían en sentido contrario, pero eso solo ocurría

esporádicamente. A aquella hora había poco tráfico.

“Vas a ver lo que tengo preparado para ti...”.



LXXI

Con todos los sentidos atentos a los detalles de la escultura, Tomás se

mantuvo por un largo momento observando la cuarta placa del Kryptos,

intentando vislumbrar una solución al problema. La pista, concluyó, tenía que

encontrarse en el mensaje que Frank Bellamy le había remitido de Ginebra.

Extendió la mano hacia su anfitrión.

“Pete, ¿tiene ahí el papel con el mensaje que su padre introdujo en el gran

pentáculo?”.

El analista de la CIA sacó la hoja A4 del bolsillo y mostró la línea que el

portugués había escrito minutos antes, cuando se encontraba en el gabinete de

Frank Bellamy.

“El sentido de la palabra kryptos en evidente”, constató en seguida Peter.

“El problema es el 4 nypvtt”.

“¿No cree también evidente el significado de ese número y de esas seis

letras?”, preguntó su interlocutor. “Mire bien”.

El analista de la CIA meditó la última secuencia de caracteres latinos,

NYPVTT. Se fijó en particular en los dos primeros, que reconoció de

inmediato.

“NY son las iniciales de New York, claro”. Se mordió el labio, retirando las

consecuencias lógicas de su conclusión. “Tal vez... tal vez el número cuatro

se refiere al cuarto distrito de Nueva York, Bronx. Únicamente puede ser eso,

¿no cree? ¡Es una referencia al Bronx!”.

El portugués sonrió.

“A ustedes, los de la agencia de espionaje, les gusta complicar lo que es

sencillo”. Hizo un gesto en dirección al papel. “¿No ve que Kryptos 4 se

refiere obviamente al cuarto mensaje que se encuentra escondido en el

Kryptos?”.

La mirada del anfitrión saltó de la hoja a la cuarta placa de la escultura y

asumió un semblante reticente.

“¿Cree que tiene algún sentido? Fue usted quien lo dijo hace unos instantes:

¡el cuarto mensaje del Kryptos todavía no ha sido descifrado! ¿Cómo podría

mi padre inscribir el secreto de su muerte en un mensaje que ni él mismo

conocía?”.


“¿Será que realmente no lo conocía? No se olvide de que todo indica que el

artista que concibió la escultura compartió con él los misterios del Kryptos”.

“¿Incluyendo el último secreto de la cuarta placa?”.

Tomás no respondió de inmediato. Volvió a acercarse a la cuarta placa de la

estructura ondulada de cobre y examinó la maraña de letras en una secuencia

aparentemente aleatoria. La palabra kryptos iba apareciendo en líneas

sucesivas, pero el resto permanecía incomprensible.

“¿Qué? ¿Encontró alguna pista?”.

El criptoanalista fue deletreando la secuencia en voz baja, hasta parar entre

las letras sesenta y cuatro y sesenta y nueve.

“¡Aquí está!”, exclamó, llamando a Peter con un gesto de la mano. “Venga

a ver”.

El analista de la CIA se aproximó y se fijó en las letras indicadas. Eran los

seis caracteres que ya se le habían vuelto familiares.

NYPVTT

“Holy shit!”, exclamó con sorpresa. “Exactamente las mismas letras que se

encuentran en el gran pentáculo”.

Se volvió hacia el portugués. “¿Qué rayos significa esto?”.

Tomás retrocedió unos pasos para readquirir la visión de conjunto.

“Ante las terribles dificultades en descifrar esta cuarta placa, el artista que

creó el Kryptos dio dos pistas. La primera fue la información de que las

respuestas de las primeras placas contenían las soluciones de la última”.

Señaló la secuencia NYPVTT. “Y la segunda fue que estas seis letras que se

encuentran entre las posiciones sexagésima cuarta y sexagésima novena de la

cuarta placa significan Berlín”.

“¿Berlín?”.

“Fue lo que el escultor gravó”. Volvió a fijar la hoja con el mensaje de

Frank Bellamy indicando KRYPTOS 4 NYPVTT. “Siendo así, cuando su

padre colocó esta línea en el gran pentáculo, lo que él nos estaba pidiendo era

que fuésemos a la cuarta placa del Kryptos para descubrir lo que NYPVTT

quería decir. La respuesta, según reveló el propio autor del Kryptos, es

Berlín”.

El hijo de Bellamy se sentía estupefacto con la revelación y lo que ello

implicaba.

“¿El secreto de la muerte de mi padre está en Berlín?”, preguntó, aturdido.

“Pero... pero que locura viene a...”.


“¡Manos arriba!”.

La orden fue proferida con voz de autoridad e impuso el silencio en el atrio

interior donde se erguía el Kryptos. Cogidos por sorpresa, Tomás y Peter se

dieron la vuelta y miraron al hombre que los había interrumpido con palabras

amenazadoras.

Harry Fuchs les apuntaba con una pistola.



LXXII

A su lado, neones ocasionales cruzaban la ventanilla, pero nada más podía

ver de la posición en la que se encontraba. Amarrada al asiento del pasajero y

sin posibilidad de saber a dónde la llevaba, María Flor se limitaba a

contemplar la oscuridad opaca de la noche y a observar al conductor dando

vueltas al volante, frenando y acelerando. Llegó a vislumbrar la punta del

obelisco, lo que indicaba que acababan de cruzar Potomac y que pasaban en

ese instante por el centro histórico de Washington, pero el coche siguió

camino sin que desde su asiento identificase nuevas pistas. Felizmente el

hombre parecía haberse olvidado de ella, aunque la prisionera tuviese plena

consciencia de que no sería por mucho tiempo. Su destino estaba trazado, iba

a ser usada como anzuelo para coger a Tomás y, sirviendo o no a su

propósito, acabaría por ser eliminada.

“Estamos llegando, querida”, murmuró el hombre de la CIA, concentrado

en la conducción. Falta solo saber si estamos a gusto. Ya vamos a ver eso”.

Después de una curva, el coche redujo la velocidad y paró. Su captor tiró

del freno de mano y se giró en diversas direcciones, como un perro rastreador

inspeccionando el terreno en busca del rastro de sus presas; la diferencia era

que, al contrario de los rastreadores, él deseaba no encontrar nada. Si así era,

el deseo parecía no haberle sido concedido, por lo menos en aquel momento,

porque el hombre esbozó un gesto contrariado.

“Son las dos de la mañana y todavía hay idiotas que se pasean por aquí”,

observó, apagando el motor y desabrochando el cinturón de seguridad. “¿Será

que no tienen nada más que hacer?”.

El desconocido se recostó en el asiento y aguardó a que los transeúntes

pasasen. Echó una mirada a su prisionera y, para horror de María Flor,

pareció volver a interesarse por ella. Extendió el brazo y le metió la mano por

el cuello de la camisa, buscando el pecho derecho.

“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.

Ella volvió a retorcerse, dificultándole los movimientos. Eso pareció

suficiente para acobardar a su captor. Es cierto que ella se encontraba a su

merced, pero estaban en la vía pública. Además, el hombre se había limitado

a hacer un gesto para pasar el tiempo mientras los transeúntes se iban.

“Ya veo que estás nerviosa”, dijo. “Muy bien, por ahora no te molesto más.

Tengo una cosa más importante que hacer y, ya que estamos aquí, voy a


hacerla ahora”.

El captor sacó el móvil del bolsillo de los pantalones y marcó un número.

Esperó un instante y, cuando alguien atendió al otro lado de la línea, rompió

el silencio.

“Quiero hablar con Thomas Norona”.



LXXIII

La visión del arma le paralizó. Nada produce mayor efecto en una persona

que ver un arma apuntado hacia sí misma. La súbita aparición del director del

Servicio Clandestino Nacional, y en particular el hecho de que Fuchs

apareciese con la pistola en la mano, dejó a Tomás sin reacción. Desde que

había entrado en la sede de la CIA se sentía inquieto, con una sensación de

incomodidad, consciente de que en cualquier momento podría ser cogido por

los hombres que lo perseguían desde Coimbra. ¿Y qué había hecho él?

Meterse en la boca del lobo. Los peores recelos se confirmaban en aquel

instante, en la esquina del patio donde se erguía el Kryptos, justamente en el

momento en el que se preparaba para desvelar el mensaje que Frank Bellamy

había ocultado en el gran pentáculo.

Como hombre de la casa, el primero en reaccionar fue

el hijo del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología.

“¿Qué está haciendo, Harry?”, preguntó Peter con una mirada de desafío.

“¿Por qué nos apunta con esa arma?”.

La mirada de Fuchs se fijó en el portugués.

“No les estoy apuntando”, aclaró. “Le estoy apuntando a él, que es

diferente”.

El hijo de Frank Bellamy dio dos pasos y se interpuso entre la mira de la

pistola y Tomás.

“No me va a decir que el profesor Tomás Noronha es el asesino de mi

padre, ¿verdad?”.

“Yo no afirmo tal cosa”, dijo el jefe de la dirección que coordinaba a los

operativos de la CIA. “Quien lo afirmó fue su propio padre, ¿recuerda? ¿O ya

se ha olvidado de que él escribió un mensaje que nos dejó cuando murió?”.

“¡Oh, vamos! Sabe muy bien que él no dijo que el profesor Noronha lo

asesinó...”.

“Fue como si lo hubiese dicho. Su padre escribió que mister Norona es la

llave de la muerte de Frank Bellamy. O sea, él es el asesino”.

“No diga disparates”.

“No es ningún disparate, es lo que ocurrió. El hombre al que intenta

proteger es el asesino de su padre. El mensaje encontrado en las manos de

Frank en Ginebra no deja dudas en cuanto a eso”.


Peter respiró hondo.

“¿Sabe por qué razón eso es un disparate?”, preguntó, manteniendo el tono

de desafío. “Porque fue usted el hombre que lo mandó matar”.

El director del Servicio Clandestino Nacional soltó

una carcajada, pero tan forzada que pareció poco convincente.

“¡Está loco!”, exclamó. “¿Por qué haría una cosa de esas? Frank Bellamy

era mi amigo”.

Fue el turno de Peter para echarse a reír, también con poca sinceridad.

“¿Usted? ¿Su amigo?” Movió la cabeza, casi enojado.

“No sea ridículo, Fuchs. ¿Piensa que yo y mi padre no nos dábamos cuenta?

Estaba muerto de ganas por que él abandonase sus funciones, eso sí”. Le

apuntó con el dedo, como si lo acusase. “Quería echarlo fuera, por las buenas

mejor, o por las malas si fuese necesario, para ver si ponía las manos en el

Ojo Cuántico y así salvaba su puesto. Necesitaba el Ojo Cuántico para

disimular su incompetencia y poner fin a los apuros sucesivos que la Agencia

está sufriendo, todos ellos de su responsabilidad”. Volvió a mover la cabeza.

“No, usted no veía a mi padre como un amigo, como anda por ahí fingiendo

con lágrimas de cocodrilo, sino como un obstáculo. ¡Apuesto a que festejó la

muerte de él con champán!”.

El director del Servicio Clandestino Nacional retrocedió un paso y esbozó

un semblante ofendido.

“Lo que está diciendo es ofensivo”, protestó. “Solo el respeto que nutro por

la memoria de su padre me impide... en fin, tomar una actitud más enérgica”.

Evidentemente poco impresionado con estas palabras, Peter cruzó los

brazos y le miró con desprecio.

“Acabemos con esta conversación ridícula”, exclamó. Hizo un gesto

señalando la pistola en la mano de Fuchs. “¿Qué desea exactamente?”.

El jefe de los operativos de la CIA señaló a Tomás, que permanecía en

silencio detrás de Peter.

“Quiero interrogar a su nuevo amigo”.

“¿Sobre qué?”.

“Sobre la muerte de su padre... y sobre otras cosas”.

“¿Qué cosas?”.

El director del Servicio Clandestino Nacional tragó en seco.

“El... el Ojo Cuántico, por ejemplo”.

El hijo de Frank Bellamy se rio.


“¡Claro que lo quiere interrogar sobre el Ojo Cuántico!

A decir verdad, ese proyecto es la única cosa que verdaderamente le interesa

en toda esta historia. El resto no pasa de conversación inútil para ocultar sus

verdaderas intenciones”.

“No me interesa lo que usted piensa o deja de pensar”. Hizo un movimiento

con la cabeza en dirección a Tomás. “El hecho es que necesito interrogar a su

amigo sobre todo eso”.

“Sabe muy bien que él no le dirá lo que quiere saber. Y sabe el porqué,

¿verdad? No confía en usted. Él tiene consciencia de que lo está usando para

sus fines y que se deshará de él a la primera oportunidad que tenga. Y tiene

noción de que el hecho de ser el director del Servicio Clandestino Nacional el

que aparece en persona, a las dos de la mañana, para detenerlo, es la prueba

de que él es más valioso de lo que a primera vista puede parecer”.

Harry Fuchs suspiró, haciendo evidente que tenía claro que así era.

“Eso... en fin, son únicamente sus conjeturas. Hay cosas en toda esta

historia que necesitan aclararse”.

“Cuanto más pensaba en la presencia del jefe de operaciones de la CIA, más

se convencía Peter de que algo en su comportamiento se le estaba escapando.

“Usted sabe que no tiene aquí en Langley medios para obligarle a decir lo

que sea y que mi presencia como aliado de él sirve de garantía de que no

cometerá en estas instalaciones ninguna ilegalidad”, observó, pensativo.

“Siendo así, me pregunto ¿qué carta tiene escondida debajo de la manga? O

qué será lo que esa mente tortuosa estuvo tramando para...”.

La puerta del atrio se abrió y aparecieron dos hombres. El hijo de Frank

Bellamy miró en dirección a los recién llegados y reconoció a Walt

Halderman, el adjunto de su padre en la Dirección de Ciencia y Tecnología, y

Sam Dunn, el responsable del turno de noche en el Servicio Clandestino

Nacional, ambos caminando en la dirección de ellos y el segundo con un

móvil en la mano.

“Tengo aquí una llamada para Thomas Norona”, anunció Dunn, que se

había puesto de acuerdo previamente sobre el asunto con su jefe. “Alguien

llamó al PBX de la Agencia y pidió hablar con él”. Dirigió el móvil hacia

Tomás. “Me dijeron que se trataba del amigo de Peter Bellamy. O sea,

presumo que sea usted”:

El portugués, que desde que Harry Fuchs había aparecido, permaneció en

absoluto silencio, devolvió la mirada al recién llegado, sorprendido con esta

evolución de los acontecimientos.


“¿Una llamada para mí?”, se sorprendió. “Debe de ser algún error,

seguro...”.

Dunn le extendió el móvil.

“No es ningún error. Atienda”.

Todavía aturdido, el historiador cogió el aparato y, casi con miedo, se lo

acercó al oído.

“¿Sí?”.

“El vuelo hacia Londres salió a medianoche con una pasajera menos”, le

anunció una voz al teléfono, sin identificarse. “Se encuentra ahora conmigo y

su tiempo se está acabando. Solo tiene una hora más en este mundo”.

“¿María Flor?”, murmuró Tomás, aterrorizado con lo que escuchaba. “¿Qué

es esto? ¿Quién está hablando?”.

“Soy la pesadilla que le va a aterrar la noche. Su amiga se encuentra a mi

lado y le va a decir hola. Pero preste atención”.

Oyó un sonido extraño, como si algo raspase la línea, o como si se arrancase

un adhesivo en un único movimiento, rápido y brutal. Siguió un gemido y

Tomás reconoció la voz femenina que habló con desesperación, como un

náufrago que lucha por permanecer a flote en el agua en una noche de

tempestad.

“¿Eres tú, Tomás? Ten cuidado, este tipo quiere...”.

Un sonido sordo interrumpió las palabras, seguido de un gemido de dolor.

El historiador entendió que la acababan de callar a la fuerza, probablemente

con un golpe en la cabeza.

“¡Flor!”, gritó Tomás, desesperado. “¡Flor!”.

“Tu amiga fue a echarse una siesta”, dijo la voz masculina, de regreso al

teléfono. “Como te dije, ella solo tiene...”.

“¡No se atreva a tocarle un solo pelo!”, interrumpió el portugués, fuera de

sí. “Si le hace algo, yo... yo...”.

El desconocido respondió con una carcajada.

“¿Tú qué, pobre diablo?”, le desafió en un tono de desdén. “Escúchame

bien, porque te arriesgas a no volver a ver nunca más a tu amiguita. Tengo

algunas preguntas que hacerte. En persona. Ella será eliminada a las tres en

punto de la mañana en el tribunal de la Casa del Templo de Salomón, trece,

encima de la base del pentagrama, en plena tumba de Mausolo. La única

manera de evitar ese desenlace es venir hasta aquí y convencerme de que tus

respuestas a mis preguntas valen su vida”.

La llamada se colgó antes de que el historiador pudiese responder.


Permaneció un largo momento quieto mirando al móvil, aturdido y sin saber

lo que hacer, sin noción si quiera de los hombres que lo observaban

alrededor, como si se hubiese apartado de todo y no importase nada más que

María Flor, que pensaba que ya se encontraba a salvo y al final corría el peor

de los peligros.

“¿Qué fue?”, preguntó Peter Bellamy, inquieto con lo que había escuchado

de la conversación y con el semblante del portugués. “¿Algún problema con

su amiga?”.

Casi como un autómata, viviendo la situación pero todavía sin creer que

fuese real, Tomás gesticuló afirmativamente.

“La han raptado”.

“¿Qué?”.

“Dicen que la ejecutarán a las tres de la mañana si yo no voy a su encuentro

y respondo a una serie de preguntas”.

Todavía con la pistola en mano, Harry Fuchs mostraba en el rostro una

expresión de creciente sorpresa.

“Qué historia más extraordinaria”, observó. “Si es como dice, lo mejor es

que vayamos inmediatamente a rescatar a su amiga. Aquí en América, debido

a la ley de armas, tenemos muchos incidentes de ese género. Hay locos que

van a una tienda, compran una escopeta automática, entrenan unos disparos

y... ¡pumba!, entran en una escuela a tiros o se ponen a apuntar a los

conductores en una autopista. Una locura”.

Mostrando intención de ayudar a Tomás a resolver aquel problema, el

director del Servicio Clandestino Nacional guardó la pistola y le hizo un

gesto indicando que le siguiese. Todavía aturdido con la evolución inesperada

de los acontecimientos, el historiador obedeció y se encaminó hacia la puerta

del patio, pero Peter lo frenó con el brazo.

“Espere”, dijo. “Esta historia me huele mal”.

El portugués lo observó con la mirada vacía, el razonamiento embotado por

el shock.

“¿Por qué?”.

El hijo de Bellamy tocó con el índice en las sienes.

“Piense”, recomendó. “¿Qué informaciones quiere ese tipo exactamente?

¿Cómo las va a obtener de usted? Y sobre todo, ¿qué hará de usted y de su

amiga después de conseguirlas?”. Movió la cabeza. “No, todo esto me parece

una trampa improvisada”.

Tomás hizo un gesto de impotencia.


“Claro que es una trampa”, reconoció desorientado. ¿Pero qué puedo

hacer?”.

“No haga nada. Están usándola para cogerlo, ¿no lo ve?”.

“Sí. Pero no puedo dejarla morir...”.

“Antes ella que usted”, argumentó Peter. “Usted mismo lo dijo, esa chica no

pasa de una distracción. Es malo que muera, claro, pero no es usted el que la

va a matar, ¿no?”.

Si ella le es indiferente, ¿por qué razón va a poner en riesgo su vida para

salvarla?”.

El historiador suspiró.

“No es lo que parece”, admitió. “Cuando estábamos en el apartamento y me

interrogaba, hablé de ella de ese modo para que no la usase para

chantajearme. Lo cierto es que no la puedo dejar morir”. Señaló a Harry

Fuchs. “Además, tengo ayuda, ¿no?”.

“Seguro”, confirmó el director del Servicio Clandestino Nacional. “Voy a

mandar un hombre a acompañarlo para...”.

“Fuchs no es su aliado”, cortó Peter, sacudiéndolo por los hombros. “Crea

en mí, trabajo en la Agencia y conozco todas las tácticas, las mañas y las

relaciones de poder que hay aquí”. Volvió a tocarse con el dedo en las sienes.

“Piense, Tomás. ¿Cómo es posible que el tipo que secuestró a su amiga

supiese que estaba aquí en Langley? ¿Quién le informó? Desvió la mirada

acusadora hacia Fuchs. “La respuesta es evidente, ¿no le parece?”.

“¿Qué está insinuando?”, preguntó el jefe de los operativos de la CIA en un

tono indignado. “¿Que yo tengo alguna cosa que ver con... con ese secuestro?

¿Cómo se atreve? El hecho de ser hijo de mi viejo amigo Frank no le da

derecho a decir lo que le da la gana, ¿oyó? Tenga bien presente que soy uno

de los jefes de las cuatro direcciones de la Agencia y por eso, aunque no sea

su superior jerárquico, ¡me debe respeto!”.

El analista de la Dirección de Informaciones movió la cabeza.

“¡Tss, tanto teatro!”, replicó con desdén. “A mí no me engaña, Fuchs.

Conozco demasiado bien sus trucos sucios para caer en ese cuento”. Se giró

de nuevo hacia el portugués. “Insisto en la misma pregunta: ¿cómo sabía el

secuestrador que usted se encontraba aquí en Langley? Cuando me responda

satisfactoriamente a esa pregunta podrá tomar una decisión acertada”.

La pregunta que le dirigía tocaba realmente en el punto crucial, pensó

Tomás, ahora más lúcido. ¿Cómo diablos sabía el secuestrador que él se

encontraba allí? La mirada del historiador danzó entre Fuchs, Dunn,


Halderman y Peter, intentando adivinar. Se acordó de que estaba en la CIA,

un sitio donde nada ni nadie era lo que parecía y todos se engañaban, como si

el edificio entero fuese una estructura de espejos donde la realidad y la

ilusión se mezclaban, encadenándose de tal forma que no era posible apurar

dónde acababa una y comenzaba otra.

Si quería salvar a María Flor, tomó consciencia, tendría que encontrar el

camino para salir de aquel laberinto. Eso requería razonamiento claro y

nervios de acero.

“Es evidente que están intentando retirarme de este edificio para poder

interrogarme a gusto y hacer de mí lo que quieran sin testigos”, acabó por

decir, con el rumbo de acción ya trazado. “Pero eso no va a funcionar así”.

Consultó el reloj. “El secuestrador dijo que ejecutaría a María Flor a las tres

de la mañana, ¿cierto? Eso significa que tengo una hora para encontrar el Ojo

Cuántico”. Miró hacia Peter y apuntó a Sam Dunn. “¿Este sujeto es de

confianza?”.

El hijo de Frank Bellamy dudó.

“Sam es un subordinado de Fuchs”, recordó. Pero no pertenece a su bando.

Por eso lo desterraron al turno de noche”. Acabó por asentir. “Sí, puede

confiar en que, además de por sus obligaciones estrictamente profesionales,

él no está aliado con el jefe”.

Tomás miró a Dunn.

“Oiga, cuando les entregue ese proyecto y revele quién mató a Frank

Bellamy, cómo y por qué, me entregan a María Flor intacta. ¿Puedo contar

con usted?”.

El subordinado de Fuchs esbozó una cara de asombro.

“¿Habla conmigo?”, preguntó. “Oiga, yo no tengo nada que ver con el

secuestro de su amiga...”.

“Claro que tiene”, respondió el portugués en un tono de tal modo

convencido que no daba margen a desmentidos. Su rapto es una operación

suya. Lo que quiero saber es si tenemos acuerdo o no”.

La mirada de Dunn se desvió hacia Fuchs, como si le solicitase

instrucciones.

“Yo...”.

“No espere órdenes de su jefe porque él es uno de los sospechosos de la

muerte de Frank Bellamy”, cortó Tomás. “Podrá por eso ser la última persona

interesada en que el caso sea aclarado y la verdad venga a flote”. Apuntó al

director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología. “Y el señor Walt


Halderman también está bajo sospecha, bien entendido”. Miró a Dunn. “Por

eso me dirijo a usted. Quiero saber si tengo su garantía de que, si yo consigo

desvelar todo este misterio, me entregarán a mi amiga viva y sin un pellizco”.

Suavizó el tono, para ser más seductor. “Oiga, es un buen negocio para todas

las partes, excepto para quien tiene culpas en el asunto, claro. ¿Sí o no?”.

“Habla como si estuviese en una posición de fuerza...”.

“Y lo estoy. En base a lo que ya sé, puedo resolver todo este caso en la

próxima hora, pero solo lo haré si salvan a mi amiga. Si a pesar de todo la

matan, tenga por cierto que nunca sabrán quién mató a Frank Bellamy y

sobre todo dónde se encuentra y lo que es exactamente el Ojo Cuántico, el

proyecto que supuestamente tiene la capacidad de poner a América al abrigo

del terrorismo. O sea, cambio el secreto de Frank Bellamy, esencial para la

seguridad de vuestro país, por la vida de mi amiga”. Arqueó las cejas. “Es un

excelente negocio, ¿no le parece?”.

Venciendo la tentación de pedir instrucciones a Harry Fuchs, y consciente

de que se preparaba para admitir implícitamente la intervención de su

dirección en el secuestro de la portuguesa, Dunn respiró hondo y extendió el

brazo para apretarle la mano.

“Tenemos trato”.



LXXIV

Instantes después de la llamada, el hombre de la CIA guardó el móvil en el

bolsillo de los pantalones y posó los ojos sobre su pasajera aturdida. María

Flor comenzaba a recuperarse del golpe que había recibido en la cabeza.

Después de recuperar plena consciencia, pocos instantes más tarde, su captor

le lanzó una sonrisa siniestra.

“Ya hemos dicho todo, querida”, observó. “Tu príncipe encantado viene a

galope, como si él mismo fuese todo el Séptimo de Caballería”. Miró

alrededor y, ahora satisfecho, abrió la puerta del coche. “Parece que estamos

finalmente solos, querida. Aguanta un instante y ya te llevo en brazos a

nuestro nido”.

El hombre de la CIA salió y dejó a María Flor sola en el interior del coche.

Un sentimiento de alivio recorrió a la portuguesa cuando se sintió alejada de

su captor, pero no duró más que algunos segundos. La puerta de su lado se

abrió y ella sintió el aire frío de la madrugada envolverle el cuerpo y las

manos del hombre deslizarse hacia sus nalgas y su espalda.

“¡Hmmm!”, gimió, retorciéndose para intentar dificultarle la maniobra.

“¡Hmmm!”.

Indiferente a las protestas mudas, el desconocido pasó las manos por debajo

del cuerpo de ella y la alzó casi sin aparente esfuerzo.

“¡Aúpa!”, soltó, sacándola del coche. “¡Linda chica! Vamos ahora al sitio

más sagrado de todos. Salomón espera por ti con impaciencia en su

templo...”.

Transportada en brazos como si no fuese más que una niña, la portuguesa se

sintió totalmente impotente. Iba tumbada en sus brazos, pero continuaba

retorciéndose y se giró en varias direcciones, esforzándose por entender

dónde se encontraba.

“Hmmm...”.

No era fácil orientarse en aquellas condiciones. La única cosa que

comprendió, mirando de reojo hacia los edificios y las luces de alrededor, era

que estaban al aire libre dentro de la ciudad, por lo que intentó determinar si

habría por allí algún policía, o algún transeúnte, pero ya eran más de las dos

de la mañana y no vio a nadie. Además, concluyó, si su captor la llevaba por

allí era porque se había asegurado previamente de que no había testigos

incómodos en los alrededores.


Sintió de repente un traqueteo y se dio cuenta de que el hombre que la

transportaba subía una escalera. Se giró hacia abajo con dificultad y vio los

peldaños. Después se giró hacia arriba, pero la cabeza del agente de la CIA le

impidió observar la fachada del edificio antes de entrar en él. Consiguió solo

vislumbrar una extraña estatua en la punta del muro frontero a la escalinata,

una especie de esfinge egipcia, y después distinguió las líneas clásicas y

anacrónicas de arquitectura griega transpuestas a un edificio contemporáneo

en la capital de América.

Una vez en el interior, el desconocido la transportó hacia una gran sala y la

depositó en el suelo de mármol pulido. Se trataba de un sitio extraño, con un

piso duro y helado, pero permanecía amarrada y no tenía forma de protegerse

del frío y de la incomodidad. Lo mejor que consiguió fue reclinarse, hasta

quedarse sentada con las manos y las piernas amarradas. Miró alrededor y se

dio cuenta de que la habían llevado a un salón rectangular desierto, con una

mesa de mármol blanco en el centro, paredes muy altas y un techo de roble

sólido sustentado por columnas dóricas de granito verde, de donde colgaban

lámparas ovales de alabastro. El interior recordaba a un templo del Antiguo

Egipto, con jeroglíficos decorando las ventanas altas y estatuas oscuras de

faraones sentados en la entrada. No tenía la menor pista sobre el lugar extraño

donde se encontraban; se diría que era un escenario de teatro, pero donde

todo era bien real.

El hombre de la CIA entendió la desorientación de su prisionera e hizo un

gesto amplio indicando el espacio alrededor.

“Bienvenida al túmulo”.



LXXV

Dio una ojeada al reloj colgado en la pared del gabinete de Frank Bellamy,

preocupado por controlar el tiempo que María Flor todavía tenía de vida.

Tomás sintió un nudo en el estómago.

Cincuenta y ocho minutos.

Por lo tanto, menos de una hora. Tenía plena noción de que ese tiempo

pasaría corriendo. Además, no estaba seguro de que la solución que se había

formado en su cabeza fuera la correcta. La prueba iba a hacerse en ese

momento y nada le garantizaba que tuviese éxito.

“¿Qué estamos haciendo aquí?”, preguntó Peter, intrigado porque el

portugués les hubiera llevado de vuelta al despacho de su padre. “Este

espacio ya fue revisado al milímetro unas mil veces y no se encontró nada.

¿Qué espera descubrir aquí?”.

Tomás respondió con un gesto del pulgar indicando la escultura más allá de

la ventana.

“¿Ya se olvidó de lo que el Kryptos nos reveló sobre el mensaje que su

padre introdujo en el gran pentáculo?”.

“Justamente por no haberme olvidado de eso me sorprende mucho que nos

haya traído aquí. Déjeme recordarle que la referencia del gran pentáculo al

Kryptos nos remite a Berlín, o sea, lo que mi padre nos dice es que el Ojo

Cuántico está en Berlín”. Vaciló, dudando sobre si algo se le estaba

escapando. “¿O no está?”.

El historiador atravesó el despacho, arrastrando a los tres americanos detrás

de él.

“Claro que está en Berlín”.

“¿Qué es esto?”, preguntó Fuchs. “¿Ahora tenemos que ir a Berlín?”.

Sin responder directamente, Tomás se detuvo delante del gran planisferio de

los tiempos de la Guerra Fría que Frank Bellamy había colgado en la pared

del despacho y cruzó los brazos.

“¿No se han dado cuenta de una cosa anormal en este mapa?”.

Los ojos de los americanos analizaron los contornos del planeta en el gran

planisferio de las décadas de 1950 o 1960 que mostraba algunas fronteras

obsoletas, como las de Vietnam, las de Yemen o las de Alemania.

“¿Qué tiene de extraño?”.

Hizo un gesto y señaló hacia las bolas rojas que señalaban las ciudades allí


marcadas.

“¿Ya se fijaron en que el mapa señala las principales capitales mundiales?

Ahora vean, tenemos aquí Washington, Londres, París, Berlín, Moscú, Pekín,

Tokio...”.

“¿Y?”.

El historiador se volvió hacia atrás y se fijó en los hombres de la CIA como

un profesor mirando a sus alumnos desatentos.

“¿No notan que todas estas ciudades son grandes capitales?”.

“Claro que sí”, asintió Peter. “Continúo sin embargo sin ver lo que tiene eso

de relevante...”.

“Ocurre que este mapa fue concebido durante la Guerra Fría. En ese tiempo

una de ellas no era capital de ningún país particularmente importante, ¿no?”.

Las miradas de todos los hombres en el gabinete convergieron en la misma

bola roja fijada en el corazón de Europa.

“Fuck!”, exclamó Harry Fuchs, entendiendo por fin dónde quería llegar el

portugués. “¿Cómo se nos pudo pasar una cosa de estas? ¡La capital de

Alemania occidental en ese momento era Bon!”.

“Esa fue la primera cosa que me extrañó cuando vi este mapa. La

importancia de ese detalle se volvió todavía más evidente cuando la cifra del

Kryptos nos reveló que el mensaje del gran pentáculo era justamente Berlín.

O sea, Frank Bellamy me informaba de que el misterio se resolvía en este

mapa, situado en el local cuyas coordenadas geográficas también me remitió

en el gran pentáculo. Es decir, su propio despacho”.

Con un gesto solemne, un poco como Howard Carter en el momento en el

que desvendó el secreto de Tuthankamon, el historiador levantó la mano y

presionó la bola roja que indicaba Berlín. Se oyó un clac en seco y el

planisferio se desprendió de la pared, revelando una caja fuerte desconocida.

“What the fuck!”, maldijo Fuchs, atónito con el descubrimiento. “¿Y esta?

¡El anciano escondió una caja fuerte detrás del mapa! Este escondite no viene

señalado en ninguna planta del edificio...”.

“No se olvide de que Frank Bellamy era el único fundador de la CIA

todavía en activo”, recordó Tomás. “Cuando la agencia se instaló en la nueva

sede, él debió de mandar construir en secreto esa caja para ocultar sus

proyectos más importantes y sensibles”.

Los cinco hombres rodearon la caja, con el director del Servicio Clandestino

Nacional y el director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología

particularmente atentos al sistema de acceso a su interior. No había números


ni letras para teclear, solo una estrella clavada en profundidad en el centro.

Esa constatación no les dejó muy animados.

“No va a ser fácil”, concluyó Halderman. “Voy a tener que llamar a

ingeniería y desmontar todo esto. Tendremos que comprobar con cuidado si

en el interior de la caja existe algún mecanismo de autodestrucción en el caso

de un intento de violación del contenido. Si así fuera, estaremos forzados a

estudiar formas de sortear el problema”.

“¿Cuánto tiempo es preciso para todo eso?”.

Halderman respiró hondo.

“Entre una y seis semanas”.

La atención de Tomás regresó al reloj que se encontraba colgado en la pared

del despacho.

Cincuenta y cinco minutos.

“Tenemos menos de una hora”.

“¡Ah, no! ¡Eso es imposible!”, respondió el americano. “Lo lamento por su

amiga, pero no se puede entrar en esta caja de cualquier manera. El riesgo de

destrucción de su contenido es demasiado grande”.

“No estará insinuando que la va a dejar morir solo porque no consigue abrir

la caja en menos de una hora...”.

“Claro que no”, aceptó Fuchs.” Pero tengo el derecho de exigir que usted

haga un esfuerzo más”.

El historiador tenía en realidad un último triunfo guardado en la manga.

Sacó del bolsillo el artefacto que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología le había remitido de Ginebra y examinó con cuidado el diseño

esculpido en su cara, en particular las dos estrellas contenidas en el gran

pentáculo.

“Cuando Bellamy me indicó como La Llave, creo que la expresión que él

eligió tenía varios sentidos”, dijo. “Me apuntó como la llave que permite

resolver el misterio de su extraña muerte, pero quiso también decir que me

había remitido la llave del problema”.

“¿Se refiere a ese objeto?”.

Los dedos de Tomás frotaron el artefacto alquímico.

“El diseño del gran pentáculo apareció por primera vez en la Llave de

Salomón, un manual de magia atribuido al gran rey que construyó el Templo

de Jerusalén. La configuración del gran pentáculo incluyó una estrella de

siete puntas, el heptagrama, y dentro de ella una estrella de seis puntas,

también conocida como el sello de Salomón, con los contornos bañados en


oro”.

Pasó la mano por la segunda estrella, presionó y rodó el círculo en el sentido

de las agujas del reloj, de tal modo que la estrella de seis puntas giró y los

contornos dorados adquirieron relieve. Los americanos mantuvieron los ojos

pegados al artefacto, asombrados con el mecanismo.

“I’ll be damned!”.

Girando el gran pentáculo hacia los hombres de la CIA, Tomás les mostró la

estrella de seis puntas destacada del resto del objeto.

“Según la leyenda. El sello de Salomón era en realidad el anillo de

Aandaleeb y confería al rey poderes sobre setenta y dos demonios. Vamos a

ver qué demonios liberará en esta caja el anillo estelar”.

Pegó el gran pentáculo a la cara de la caja y todos pudieron constatar que la

estrella de seis puntas en relieve encajaba a la perfección en la estrella de seis

puntas esculpida en profundidad en el centro de la caja fuerte. Con un

movimiento teatral, el historiador rodó el artefacto y la estrella de la caja

también giró, desencadenando una sucesión de clics y clacs en el mecanismo

que trancaba y desatrancaba la caja.

“¡Oh!”.

“La Llave de Salomón es la última llave de los secretos de Frank Bellamy”,

anunció Tomás, completando un último movimiento que provocó un

chasquido final. “¡Ábrete Sésamo!”.

La puerta de la caja se abrió.

Como un mendigo hambriento delante de la mesa de un banquete, Fuchs

empujó a los compañeros y metió sus ambiciosas manos dentro de la caja

metálica empotrada en la pared. Después de palpar el sombrío interior, retiró,

excitado, el mayor objeto que ahí encontró. Cuando la luz del gabinete

incidió sobre el descubrimiento, se dio cuenta de que se trataba de un

informe. Lo miró y abrió mucho los ojos ante el título que vio impreso en la

cartulina blanca que servía de tapa.

Quantic Eye.

“¡El Ojo Cuántico!”, exclamó, casi dando gritos de alegría. “¡Finalmente!

¡Aquí está el Ojo Cuántico!”.

Se agarró a la resma de hojas unidas por anillas y se la llevó hacia la mesa

de Frank Bellamy, comenzando de inmediato a hojear el contenido. Serían tal

vez unas doscientas páginas, lo que prometía una sesión larga. Tomás echó

una ojeada al reloj, preocupado con el tiempo que le quedaba para rescatar a

María Flor.


Cincuenta y un minutos.

Nervioso e impaciente, el portugués se volvió hacia Sam Dunn.

“Oiga, ya hice lo que ustedes pidieron”, le dijo. “Ahora cumpla su palabra y

llame a su hombre para liberar a mi amiga”.

El hombre de la CIA miró a su jefe.

“¿Qué?”, quiso saber. “¿Lo hacemos?”.

El director del Servicio Clandestino Nacional esbozó una mueca y un gesto

de frustración.

“¡No entiendo nada de esta porquería!”, protestó. “¡Son solo ecuaciones y

ecuaciones! ¡Una confusión incomprensible!”. Empujó el informe hacia la

esquina de la mesa, casi como si lo rechazase. “Tengo que mostrar esta

confusión a mi personal para poder tener la seguridad de que esto es lo que

buscamos”.

Dunn hizo un gesto de conformidad en la dirección de Tomás.

“Lo lamento mucho pero, mientras no tengamos la seguridad, no puedo

hacer nada”.

“El informe tiene el título indicando que se trata del Ojo Cuántico, ¿no?”, se

exasperó el portugués. “¿Cuál es la duda?”.

“Mister Fuchs no me dio su confirmación. Además, usted todavía no aclaró

las circunstancias de la muerte de Frank Bellamy. El nuevo acuerdo envolvía

todo eso, como debe de recordar”.

Tomás soltó con la lengua un estallido de desesperación y se dirigió a la

mesa. Miró las páginas que Fuchs había consultado e, incapaz de reprimir la

impaciencia que le roía por dentro, cogió el documento.

“Déjeme ver eso”.

Sorprendentemente, el director del Servicio Clandestino Nacional no

levantó objeciones. Le dejó coger el informe y se levantó de su sitio,

encaminándose hacia la puerta con el móvil en la mano; tenía que hacer una

llamada.

Mientras, Tomás se sentó junto a la ventana y hojeó el documento. Aunque

fuese un historiador, su faceta de académico universalista le convertía en un

estudioso interesado en la historia de la ciencia y juzgaba haber adquirido

conocimientos suficientes en esa área para entender fórmulas y ecuaciones

con conceptos matemáticos que un no iniciado sería incapaz de comprender.

Por lo demás, el modo como se sentía a gusto con los más complejos

conceptos de la física cuántica, incluyendo la extraña ecuación de

Schrödinger, y el enigmático Ψ de la función de la onda, eran prueba de eso.


La lectura fue rápida y muchas veces realizada en diagonal, aunque atenta

cuando llegaba a los puntos cruciales, de tal modo que en poco más de veinte

minutos el portugués concluyó el capítulo donde lo esencial del texto

científico estaba resumido.

Al cerrar el informe levantó los ojos hacia el reloj y fijó el tiempo que

restaba a María Flor.

Treinta y cinco minutos.

“¿Qué, mister Norona?”, quiso saber Sam Dunn. “¿Ya tiene respuestas para

darnos?”.

Todavía digiriendo lo que había leído, pero consciente de que el tiempo

urgía, Tomás se levantó y se acercó a los americanos. Como Fuchs había

salido para hacer una llamada, Dunn y Halderman eran sus adversarios.

“Frank Bellamy resolvió el mayor enigma del universo”, anunció.

“Consumó el sueño de todos los físicos”.

“¿Qué sueño?”.

El historiador puso el informe sobre la mesa y respiró hondo, todavía

atónito con el texto que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología de la CIA había dejado a la posteridad.

“La teoría del todo”.



LXXVI

Al inclinarse sobre María Flor para cogerla y depositarla sobre la mesa, el

comandante Fuentes tuvo que interrumpir el movimiento porque oyó tocar el

móvil. Se enderezó y sacó el aparato del bolsillo para atender la llamada.

“Hay novedades”, le anunció Harry Fuchs nada más establecerse el

contacto. “Encontramos el proyecto que buscábamos y el motherfucker está

ahora intentando interpretar su contenido”.

“Muy bien, sir. ¿Qué debo hacer?”.

“Cumple el plan que trazamos, pero con una diferencia. El idiota de Dunn

llegó a un acuerdo con el portugués para desactivar la operación. Quedó

acordado que, si el motherfucker nos resuelve el problema hasta las tres de la

mañana, yo te llamo para frenar la ejecución. Ocurre que, aunque nuestro

profesor no logre hacer todo dentro de este plazo, tendremos que darte la

orden para liberar a la chica, bajo pena de tener al Congreso y al FBI

siguiéndonos de cerca. Conozco bien a Dunn, el tipo es un blando y un

cobarde y le gusta hacer todo de acuerdo con el manual”.

Aquella evolución no estaba clara y el agente de la CIA tuvo una expresión

de confusión.

“Perdone, sir, pero yo ya he raptado a la mujer y ella me ha visto la cara.

Además, está el amigo de ellos que liquidé en la Universidad de Georgetown.

Ella no puede salir viva de esto, porque si no, me compromete. Es más, nos

compromete”.

“Lo sé. Pero incluso así, voy a llamarte antes de las tres para darte la orden

de liberarla”.

“Pero, sir...”.

“Sin embargo, no te daré la orden”.

El comandante Fuentes arqueó las cejas, más confuso todavía; nada de

aquello le parecía tener sentido.

“¿Perdón? Pero... pero me acaba de decir que irá...”.

“No te daré la orden porque no tendré oportunidad para tal”, acrecentó

Fuchs, sin dejarle terminar la frase.

“Tu móvil se quedará sin batería dentro de... digamos, dos minutos. Eso

imposibilitará cualquier contacto contigo en tiempo útil, ¿entiendes?”.

“Quiere usted que desactive mi móvil”.

“Quiero que no se te pueda contactar, sí. Y a las tres de la mañana, como yo


no te voy a decir nada, porque tu móvil estará desactivado, el plazo se agotará

y tú eliminas a la babe, haciendo desaparecer del mapa el único testigo de

que la Agencia realizó una operación ilegal en territorio americano, donde

como sabes no tenemos jurisdicción, incluyendo que fuimos nosotros los que

eliminamos a aquel matemático en Georgetown. No puede haber ninguna

prueba de nuestra relación con el caso, por lo que esa babe tiene que

desaparecer. Es un testigo incómodo. Después de eliminarla quiero que

desaparezcas, para llevar a cabo cualquier operación en Libia, ¿me entiendes?

Sólo yo estoy al tanto de tu relación con este caso, por eso Dunn y Bellamy

junior no van a poder hacer nada contra ti. Ni contra mí. No habrá testigos de

nada, solo el cadáver de una extranjera muerta en un extraño ritual, un

lamentable daño colateral de una importante operación que convertirá

América en un lugar más seguro”.

“Así no habrá cabos sueltos”.

Y una carcajada sonó al otro lado de la línea.

“Me gustas porque eres eficiente y listo. Adiós”.

El director del Servicio Clandestino Nacional colgó y el mayor Fuentes se

dio prisa en cumplir las órdenes que acababa de recibir. Llamó a Langley

pidiendo un sitio en el primer vuelo hacia Trípoli y fue informado de que un

avión de la Fuerza Aérea partiría a las ocho de la mañana de la Base Aérea de

Andrews con ese destino. Después sacó la batería del móvil y se quedó

finalmente incomunicado.

El destino de María Flor estaba sellado.



LXXVII

Nada paraba el tiempo. La evolución de las agujas del reloj en el gabinete se

convirtió en una verdadera carrera. Tomás hasta tenía la impresión de que se

aceleraban y eso le ponía muy nervioso.

Treinta y cuatro minutos.

Tenía poco más de media hora para exponer el enigma de una forma

convincente y comprensible, para satisfacer las exigencias de los hombres de

la CIA y salvar a María Flor. Era difícil, pero no imposible.

Miró a los cuatro americanos delante de él. Harry Fuchs había regresado al

gabinete instantes antes y lo observaba de brazos cruzados, con una expresión

insolente bailándole en la cara.

“¿Están al corriente de los esfuerzos de los físicos para concebir una teoría

del todo?”, quiso saber el historiador, intentando determinar el grado de

conocimientos científicos de sus interlocutores.

“¿Conocen la dificultad en conciliar la física clásica y la física cuántica?”.

Los dos hombres del Servicio Clandestino Nacional y el director adjunto de

la Dirección de Ciencia y Tecnología sonrieron.

“Tengo una vaga idea”, dio Dunn.

“Esos asuntos eran la especialidad de Frank”, señaló Halderman. “Mi área

es la de ingeniería”.

“Ya oí hablar en eso”, respondió Fuchs. “Creo que fue cuando veía Star

Trek en la televisión”.

Solo Peter Bellamy estaba al tanto de la materia, entendió Tomás. No iba a

ser fácil resumir todo en breves segundos, razonó, pero la presión del tiempo

le obligaba a hacerlo.

“Por una cuestión de tiempo voy a hacer algunas afirmaciones sin

demostrarlas”, avisó. “Pero son importantes para que se entienda el proyecto

del Ojo Cuántico. Si ya conocen estos pormenores, esto servirá para

refrescarles la memoria. Más tarde, y si tienen dudas, podrán consultar a los

científicos para obtener la información completa, ¿de acuerdo?”.

“¡Vamos a eso!”.

El académico afinó la garganta.

“La física clásica, en la cual se insertan los descubrimientos de Newton y las

teorías de la relatividad de Einstein, trata del mundo real y determinista del

macrocosmos. Por ejemplo, conociendo las leyes de la física clásica y


sabiendo la posición y la velocidad de la Luna, podemos determinar dónde

estará nuestro satélite dentro de mil años o dónde estuvo hace dos mil años.

Si tenemos datos sobre la posición y la velocidad de todos los objetos del

universo, podremos calcular toda su historia, pasada y futura. Un asteroide no

gira a la izquierda o a la derecha porque le apetece, sino por necesidad. Las

leyes de la física clásica obligan a eso. O sea, el comportamiento de todos los

objetos en el macrocosmos es determinista”.

“Eso es evidente”, dijo Fuchs, mostrando la pistola que guardaba en el

pecho. “La balística es determinista. Si sabemos la velocidad a la que sale la

bala calculamos el efecto de la fuerza de gravedad y el viento que sopla en el

momento del tiro y podemos prever con total exactitud dónde caerá el

proyectil. En el fondo es lo que hacen los francotiradores de forma casi

intuitiva”.

“Exacto”, confirmó Tomás. “Ocurre que se descubrió que el mundo

microscópico de la física cuántica, donde se encuentran los átomos, se

comporta de manera totalmente diferente. Los electrones, por ejemplo,

pueden saltar de un estado para otro y de un orbital más elevado para otro

más bajo sin que nada los obligue y sin pasar por un estado o por un orbital

intermedio. Peor que eso, están en todos los sitios al mismo tiempo y, cuando

se mueven del punto A al punto B, recorren todas las rutas simultáneamente.

Más increíble todavía, hay físicos que admiten, basados en cálculos y en

experimentos ya efectuados, que un observador puede influenciar el

comportamiento de un electrón hoy o de un fotón ayer, lo que significa que

no solo existen varios futuros posibles como varios pasados posibles. Y lo

que es todavía más extraño, la materia no existe como la conocemos mientras

no es observada, solo tiene una existencia potencial en forma de onda,

descrita por la llamada función de onda que el psi simboliza en la ecuación de

Schrödinger. El colmo de todo esto es que la realidad no solo depende de la

observación sino que depende incluso de la propia consciencia. Se descubrió

que nuestra decisión consciente de observar el microcosmos altera la realidad

de ese microcosmos. Si yo por ejemplo decido observar un electrón o un

fotón de una determinada manera, que llamaría observación indirecta, la

realidad es una onda que se esparce por el espacio. Pero, si yo decido

observarlos de otra forma, que designaría observación directa, la función de

onda se rompe y el electrón o fotón se vuelven partículas en un único punto

del espacio”.

“O sea”, dijo Peter intentando resumir, “un electrón es onda y partícula al


mismo tiempo”.

“Errado. Cuando es onda, el electrón es solo onda. Cuando se vuelve

partícula, es solo partícula. La forma que el electrón va a asumir depende del

tipo de observación que decidimos hacer conscientemente. ¿Entienden las

implicaciones profundas de este descubrimiento? Esto quiere decir que la

decisión consciente de observar de una o de otra manera altera la naturaleza

intrínseca de la realidad”.

“Perdone, pero todo eso parece salido de Star Trek”, se rio Fuchs, incrédulo.

“Pura ciencia ficción”.

“Estoy de acuerdo con que da esa impresión. Sin embargo, todo esto que

estoy diciendo ya fue demostrado millares de veces en experimentos

sucesivos, principalmente el de la doble rendija y sus respectivas variantes.

En otras palabras, y por más extraño que parezca, esta es la naturaleza más

profunda de la realidad. El universo no existe de la forma en que lo

conocemos hasta ser observado y la observación, que remite a la consciencia,

crea en parte la realidad. Sobre los resultados de las experiencias no hay hoy

en día grandes dudas en la comunidad científica. Los científicos solo se

dividen en la valoración del significado de estos datos, ya que muchos

rechazan, por razones filosóficas, aceptar que la observación crea

parcialmente la realidad”.

“¡Y con razón!”.

“Oiga, no me corresponde ahora hacer la demostración de lo que afirmé,

porque podrán más tarde comprobar todo eso con físicos de su confianza”,

subrayó. “Lo importante es que entiendan que, tal como ustedes, Einstein

pensó primero que la física cuántica tenía aspectos absurdos que mostraban

incoherencia, pero después, cuando fue confrontado con los resultados de los

experimentos que apuntaban en el sentido de lo que acabé de decir, tuvo que

ceder. Sin embargo, continuó creyendo que faltaba todavía por descubrir algo

que explicase de forma determinista este comportamiento extraño del

microcosmos, dado que no aceptaba que la observación fuese capaz de crear

parcialmente la realidad y que lo real fuese intrínsecamente probabilístico.

Disponía, en realidad, de un argumento poderoso: el universo no se puede

regir por leyes diferentes en los niveles macroscópico y microscópico. La

realidad o es determinista o es probabilística, o existe independientemente de

la observación o es parcialmente creada por la observación. No puede ser una

cosa en el macrocosmos y otra diferente en el microcosmos”.

“Eso es evidente”, reconoció Dunn, que acompañaba el razonamiento sin


grandes dificultades. “Si un átomo puede estar en todos los sitios al mismo

tiempo, y si cada uno de nosotros está constituido por átomos que tienen ese

comportamiento, ¿cómo se explica que obedezcamos a leyes de la física

diferentes de las que regulan los propios átomos de los que estamos hechos?

¡Eso no tiene sentido!”.

“Esa era precisamente la perplejidad de muchos científicos”, observó

Tomás. “Para resolver la paradoja, era preciso crear una teoría del todo que

conciliase las rarezas cuánticas que comprobadamente existen en el universo

microscópico con el mundo normal que vemos a nuestro alrededor a escala

macroscópica”.

Siguiendo la conversación con creciente impaciencia, Fuchs comenzó a

mostrarse inquieto.

“Eso parece muy bonito, sí señor”, interrumpió, incapaz de contenerse por

más tiempo. “¿Pero qué tiene que ver esa conversación con el proyecto del

Ojo Cuántico?”.

“Todo”.

“¿Cómo todo? Walt y yo estuvimos presentes en la reunión en la Casa

Blanca en la que el presidente ordenó a la Agencia y a Mr. Bellamy en

especial, que desarrollase un ordenador cuántico macroscópico capaz de

quebrar en minutos la más difícil de las cifras usadas por los terroristas. El

Ojo Cuántico es el proyecto creado por Bellamy para desarrollar ese

ordenador cuántico. Nunca oí hablar de ninguna teoría del todo ni de nada

por el estilo...”.

El director del Servicio Clandestino Nacional era un hombre astuto,

entendió Tomás, pero le faltaba bagaje científico. No le sorprendía que no

entendiese la magnitud del proyecto que habían entregado a su colega de la

Dirección de Ciencia y Tecnología.

“Oiga, los ordenadores cuánticos ya existen”, explicó el académico

portugués. “El problema es que solo consiguen computar un máximo de diez

qubits, o bits cuánticos. Sin embargo, para que sean útiles y eficaces, deben

tener capacidad para computar por lo menos unas centenas de qubits”.

“¡Anda!”, exclamó, como si la respuesta al problema fuese evidente.

“¡Entonces que construyan ordenadores cuánticos mayores!”.

El historiador alzó los ojos, preguntándose interiormente cómo podía

alguien científicamente tan ignorante como Fuchs ascender a la posición que

ocupaba en la CIA.

“Un ordenador clásico computa bits en los que las respuestas son cero o


uno”, dijo en el tono más paciente del que fue capaz. “Un ordenador cuántico

computa qubits en los que las respuestas son cero y uno, ¿Entiende?”. Alteró

la voz, como si hiciese un aparte. “Pero, en realidad, y para ser riguroso, los

qubits tratan simultáneamente con respuestas de cero, uno, dos, tres,

cuatro...”. Regresó al tono normal. “De la misma manera que, a nivel

cuántico, un electrón pasa por la rendija A y por la rendija B, estando así en

los dos sitios al mismo tiempo, un ordenador cuántico trata con información

en la que la respuesta es cero y uno, sí y no, izquierda y derecha, todo

simultáneamente. Además, como dije, puede incluso computar al mismo

tiempo más de dos estados superpuestos. Eso lo convierte en más eficiente,

como debe de imaginar. El problema es que, cuando se aumenta la dimensión

del ordenador cuántico, su función de onda entra en colapso, y eso impide

que funcione a nivel cuántico, ¿entiende? Al aumentar la dimensión del

ordenador cuántico, deja de pertenecer al microcosmos y se vuelve

macroscópico, quedando así incapaz de funcionar según las reglas cuánticas

del microcosmos, con excepción de la superconductividad. Eso es lo que nos

impide construir un ordenador cuántico macroscópico”.

La dirección que el razonamiento de Tomás estaba llevando fue, de repente,

comprendida por Sam Dunn.

“¡Por eso Frank Bellamy necesitaba la teoría del todo!”, concluyó,

sorprendido con la dimensión del desafío. “¡Únicamente entendiendo la

conexión entre el microcosmos y el macrocosmos se puede construir un

ordenador cuántico macroscópico!”.

“¡Bingo!”, exclamó el portugués, satisfecho porque le entendían. “Solo

después de entender la teoría del todo podremos construir un ordenador

cuántico que, más allá de la superconductividad, mantenga efectos cuánticos

en el universo macroscópico, principalmente superposición y

entrelazamiento. Por eso, si quería cumplir la orden que había recibido del

presidente de los Estados Unidos, Bellamy necesitaba primero resolver un

misterio científico que ni Einstein había conseguido solucionar”.

El rostro del hijo del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología

presentaba una expresión de incredulidad.

“¿Qué está insinuando? ¿Qué mi padre consiguió resolver el enigma de la

teoría del todo?”.

El historiador balanceó afirmativamente la cabeza.

“Sí”.

“Jeez! ¿Cómo hizo eso?”.


“Recurriendo a la teoría de la información de Claude Shannon”. Se frotó la

barbilla, considerando la mejor forma de exponer la cuestión. “Todo el

universo obedece a leyes de información y todo lo que en él existe está

regulado por información. La información determina el comportamiento de

los átomos, de la vida y del propio universo. Cada partícula subatómica, cada

átomo, cada molécula, cada célula, cada ser vivo, cada planeta, cada estrella y

cada galaxia está repleta de información. La información se encuentra

presente en cada interacción que ocurre en el universo, la naturaleza se

expresa a través del lenguaje de la información”.

“En suma”, observó Peter, “todo es información”.

“Los átomos son todos iguales, un átomo de hidrogeno en mi cuerpo es

exactamente igual a cualquier átomo de hidrogeno que exista en el Sol o en

una galaxia distante, y la diferencia entre las cosas está en la información que

organiza y estructura las relaciones entre átomos”, dijo el portugués,

pellizcándose la piel de la mano. “Usted y yo podemos cambiar de átomos de

carbono. Por ejemplo, los suyos vienen a mí y los míos van hacia usted, pero

incluso así yo continuaré siendo yo y usted continuará siendo usted. Lo que

hace que cada uno de nosotros sea lo que es se resume al final en la

información que existe dentro de nosotros. Es como uno de sus equipos de

baloncesto, o..., o...”.

“Los Chicago Bulls, por ejemplo”.

“Eso. Lo que define a los Chicago Bulls no son cinco jugadores específicos,

sino la información del conjunto. Se substituyen los cinco jugadores

habituales por otros cinco diferentes y continuamos delante de los Chicago

Bulls”. Hizo un gesto grande. “El universo también es así. No interesa un

átomo específico, sino la información que estructura y relaciona a los átomos

entre sí. Si vamos a ver, en el fondo, la vida misma es un acto de

preservación y de replicación de información. Todos nosotros somos

mortales, pero la información que contenemos sobrevive a nuestra muerte.

Mucha de la información inserta en nuestros genes tiene millares de millones

de años y sobrevivirá, no solo a nuestra muerte, sino a la extinción de nuestra

especie.

Más todavía, uno de los principios básicos de la física es que la

información, una vez creada, ya no puede ser destruida. Podemos eliminar

una información del ordenador, por ejemplo, pero lo que en realidad sucede

es que la hemos situado en el medio ambiente y está diseminada por el

universo. La información es indestructible. Ahora bien, el cerebro y los genes


son para nosotros como el hardware para los ordenadores. De ahí que la

información no sea una cosa abstracta y etérea, sino una entidad con

existencia física real. Está contenida en un gen, en una palabra, en un campo

magnético o en la rotación de un átomo. La información se encuentra en

todas partes”.

Fuchs volvió a removerse de impaciencia.

“Ya está, ya entendí”, dijo, intentando que Tomás avanzase más deprisa. “El

universo está constituido por información. ¿Y de ahí?”.

“Esta idea fue en cierto modo intuida por Einstein cuando concibió sus

teorías de la relatividad, que no son más que teorías de la información o, si

queremos, de transporte de información. La diferencia es que las teorías de la

relatividad parten del presupuesto de que lo real existe independientemente

del observador y la mecánica cuántica se asienta en el presupuesto de que

observador y realidad dependen ontológicamente uno del otro. Einstein no

aceptó dos características fundamentales del comportamiento de la materia en

el nivel microscópico, aunque hoy sepamos que esas características existen

realmente. Una era la naturaleza ontológicamente indeterminista del mundo

cuántico. Él decía que Dios no jugaba a los dados. La otra característica que

rechazaba era que la realidad no existía sin observación. Einstein intentó

mostrar que tendría que haber algo que todavía no había sido descubierto y

que explicaba todas estas rarezas de una forma lógica y determinista”.

“Tengo idea”, dio Peter, “de que hubo científicos que sugirieron que, en el

paso del microcosmos al macrocosmos, algo sucedía que transformaba esas

rarezas cuánticas en la realidad que estamos habituados a ver”.

“Es verdad. Pero los sucesivos experimentos no detectaron ninguna barrera

en la que las leyes de la física se alterasen. La cuestión era esta: ¿por qué

razón no podemos estar en Washington y en París al mismo tiempo, pero un

átomo puede? El misterio permaneció irresoluble”.

“¿Y mi padre consiguió resolverlo?”, preguntó el hijo de Frank Bellamy.

“¿Encontró realmente la forma de explicar por qué motivo no existe la

superposición en la materia macroscópica que vemos alrededor de

nosotros?”.

Con la luz del entusiasmo centelleando en los ojos, y consciente de que la

respuesta iba a cambiar la forma como todos los seres humanos miran el

universo, el académico portugués sonrió. “La respuesta os va a dejar

estupefactos”.



LXXVIII

El comandante Fuentes guardó el móvil inutilizado, cogió en brazos a María

Flor, que permanecía con manos y pies atados, y la posó sobre la mesa de

mármol que ocupaba el centro de la extraña sala. La ató al tablero de la mesa,

casi como si fuera un cordero sacrificial; después, retrocedió dos pasos y la

contempló.

“¡Excelente!”, se felicitó a sí mismo. “Ya está en posición para el gran

momento”.

Flor no había escuchado lo que Harry Fuchs había dicho en el móvil, pero

las palabras y la mirada fría de su captor no le dejaban dudas sobre sus

intenciones. Quería hablar, dialogar con el americano, intentar convencerlo

de que todo aquello era inecesario, pero la mordaza solo le permitía soltar

unos bramidos patéticos.

“Hmmm... Hmmm...”.

A pesar de esforzarse por mantener la calma y ocultar el miedo, no

conseguía disfrazar el temblor incontrolable que se había apoderado de sus

manos y la flaqueza que sentía en las piernas. Además al verse atada de

aquella manera a la mesa y rodeada por estatuas egipcias en un salón de estilo

griego le daba la impresión de ocupar, por las peores razones, el altar de una

ceremonia pagana de la antigüedad.

Satisfecho con la escenografía que había montado, el mayor Fuentes se dio

la vuelta y fue a buscar su maletín de trabajo. Metió la mano y, después de

buscar en su interior, extrajo una daga. La levantó y se acercó a María Flor

con la lámina ceremonial bailando entre los dedos.

“¿Te gustaría despedirte de la vida a la manera de mis antepasados

aztecas?”, la interrogó con una sonrisa sádica. Aproximó la daga al cuerpo de

ella y puso la punta sobre el abdomen. “Te abría por aquí, te arrancaba la

tona, como ellos llamaban al corazón, y dedicaba tu sacrificio a

Huitzilopochtli, el dios Sol”.

“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.

A pesar del frío, las gotas de sudor comenzaron a empapar la frente de la

prisionera, cuyos ojos aterrorizados saltaban entre el movimiento amenazador

de la daga y la expresión de locura helada que pasaba por el rostro del asesino

de la CIA. No había dudas, comprendió. A su captor le daba placer aquello.

Se encontraba a merced de un psicópata.


Todavía jugando con la daga, el comandante Fuetes consultó el reloj y

sonrió.

“Ya falta poco”.

Veinticinco minutos.



LXXIX

Bien podía caer una bomba, que cualquier cosa que sucediese en aquel

momento difícilmente distraería la atención de los americanos, concentrados

en las palabras de Tomás. Los cuatro parecían en trance, enzarzados en el

misterio que el académico portugués les desvelaba.

“¿Cómo?”, quiso saber Peter. “¿Cómo se explica que los átomos puedan

estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo y nosotros, que estamos

hechos de átomos, no podamos? ¿Cómo se explica que el microcosmos se

dirija por unas leyes y el macrocosmos por otras? ¿Cómo?”.

La mano de Tomás se posó en el informe titulado Ojo Cuántico.

“Su padre descubrió que la respuesta está en la teoría de la información”,

afirmó. “El hecho de que la observación cree parcialmente la realidad,

obligando a una onda que encierra múltiples posibilidades en paralelo a

convertirse en una partícula con una única realidad, muestra que en el centro

del problema se concentra la transferencia de la información. Un electrón

cuya existencia es desconocida, esto es, sobre el cual no hay información, es

un electrón que no existe como partícula. Es como si el electrón

permaneciese virtual y únicamente se volviese real cuando se recoge

información sobre su existencia”.

“Quiere esto decir que la información cuántica está conectada a las leyes

que regulan el comportamiento de la materia y de la energía”.

“Eso mismo. Ahora presten atención a esta pregunta: ¿qué existe en el

universo que recoge información sobre un electrón y la difunde, quebrando

así la onda en la que se acumulan todas las potencialidades paralelas y

transformando el electrón en partícula, en donde solo una de esas

potencialidades se realiza?”.

Los tres americanos se miraron entre sí, incapaces de responder a esta

pregunta pero reacios en admitirlo.

“Bien...”, vaciló Peter. “¿Los seres humanos?”.

Los labios de Tomás se curvaron en una sonrisa y los ojos verdes emitieron

un centelleo fugaz, tan sencilla y compleja era la solución del gran misterio

sobre la naturaleza de la realidad.

“El propio universo”.

“¿Perdón?”.

“¡El universo está constantemente observándose a sí mismo!”, afirmó,


entusiasmándose. “Fue eso lo que Frank Bellamy descubrió. El universo está

permanentemente haciendo mediciones de sí mismo, extrayendo

informaciones sobre sus componentes, de las gigantescas estrellas a los

minúsculos electrones”. Señaló hacia el patio que se encontraba al otro lado

de la ventana del despacho. “Cuando miramos hacia fuera y vemos los

árboles y las piedras, nuestro cerebro procesa información que el universo ya

recogió. El Sol emitió un fotón que se reflejó en la estructura metálica del

Kryptos, midiendo así la escultura. La interacción del fotón con las moléculas

del metal del Kryptos o con las células de la hoja de un árbol es la forma de

observar la materia del universo, midiéndola y difundiendo la información

por el ambiente de alrededor. Al medir las moléculas o las células, el fotón

está observándolas y convirtiéndolas en partículas. O sea, lo que rompe la

función de onda de la molécula, en la cual la molécula acumula en paralelo

todas las virtualidades posibles, es la interacción de la molécula cuántica con

el medio ambiente. En este caso, la interacción del medio ambiente se

procesa a través del contacto de la molécula con la luz”.

“Sí, ¿pero si no hay sol? ¿Cómo se explica que de noche el mundo continúe

existiendo?”.

“El universo está hirviendo de fotones y la aplastante mayoría no vienen del

Sol, sino de las estrellas o hasta del Big Bang que creó el propio universo.

Esas partículas de luz se difunden constantemente por todas partes,

obteniendo en todo momento información sobre la materia y la energía”.

Peter no se dio por vencido.

“Está bien, ¿pero si conseguimos aislar totalmente el Kryptos de todas las

partículas que el universo emite? ¿Y si ponemos la escultura en una caja

vacía concebida de tal forma que impide que los fotones, los neutrinos, los

electrones y todas esas miles de partículas que andan por ahí difundidas

toquen en las moléculas del Kryptos, imposibilitando que se extraiga

información sobre ellas? ¿Si el Kryptos fuera totalmente aislado, tendría

existencia real?”.

“Si eso ocurriese, el Kryptos quedaría en superposición cuántica, se

convertiría en una onda en la que se acumularían en paralelo todas las

potencialidades posibles. O sea, el Kryptos no tendría partículas, sería una

onda. Sin embargo, aunque estuviese aislada en esa caja de vacío y protegida

de las partículas cósmicas, la escultura acabaría por convertirse en partícula”.

“¿Por qué?”, preguntó el hijo de Frank Bellamy. “Si el Kryptos se quedase

aislado del resto del universo, ¿cómo podría observarlo el universo?”.


El historiador señaló el documento que habían retirado de la caja fuerte.

“El proyecto del Ojo Cuántico, que su padre desarrolló, muestra que el

universo está siempre observándose a sí mismo, incluso en el vacío más

profundo”.

“¿Cómo?”.

“Eso ocurre a través de un fenómeno previsto en el principio de la

incertidumbre de Heisenberg”, replicó Tomás. “Se llama fluctuación

cuántica, o fluctuación del vacío”.

Fuchs, Halderman y Dunn alzaron las cejas.

“¿Qué rayos es eso?”.

“Saben, aun en el vacío más profundo el universo está siempre creando y

apagando partículas. Estas aparecen de la nada, durante un breve momento

obtienen información sobre lo que pasa en un determinado sector del espacio

sideral y después desaparecen de regreso a la nada. La fluctuación del vacío

está constituida por partículas que fluctúan aleatoriamente entre la existencia

y la no existencia y su ocurrencia ya fue demostrada experimentalmente a

través de un fenómeno conocido como efecto Casimir”.

“Siendo así, no es posible aislar totalmente un objeto y protegerlo de la

observación del universo...”.

“Es posible hacerlo, pero solo durante algún tiempo. Vean, cuanto más

pequeño es un objeto, menos son las opciones de que sea detectado por las

partículas cósmicas o por las partículas aleatorias que emergen de la

fluctuación del vacío. Uno de los mayores misterios de la física cuántica ha

sido justamente la constatación de que los átomos microscópicos de mi

cuerpo pueden estar en dos lugares al mismo tiempo, pero mi cuerpo no.

¿Cómo se explica eso, si yo estoy hecho de átomos? La respuesta dada por

Frank Bellamy es desconcertante de lo simple que es”.

“¿Cuál es?”.

“Él estableció en el proyecto del Ojo Cuántico que la diferencia entre la

realidad a escala microscópica y a escala macroscópica ocurre porque las

partículas emitidas por el universo para observar lo que ocurre dentro de él

tienen más dificultad en encontrar partículas minúsculas, pero fácilmente

tropiezan en objetos de mayor dimensión. Es por eso que el microcosmos

cuántico está hecho de ondas en las que se acumulan todas las virtualidades

posibles en paralelo y el macrocosmos clásico solo presenta una realidad. Es

la constante observación que el universo hace de sí mismo la que transforma

la onda de un electrón, cuya función se calcula en la ecuación de Schrödinger


y que permite al electrón estar en varios lugares al mismo tiempo y viajar por

múltiples caminos simultáneamente, en una partícula que únicamente existe

en un lugar. O sea, el microcosmos y el macrocosmos son de hecho regidos

por las mismas leyes. Lo que hace que parezcan diferentes es la mayor

dificultad del universo en extraer información a escala microscópica, ya que

micropartículas como los quarks y los electrones son ínfimamente pequeñas

y es muy fácil que permanezcan aisladas durante algún tiempo. Esa es la

diferencia esencial entre el mundo cuántico y el mundo macroscópico. Las

micropartículas permanecen en virtualidades paralelas porque, como son tan

pequeñas, el universo tiene dificultades en detectarlas, mientras que los

objetos grandes son inmediatamente detectados y por eso pierden la

superposición y se definen, convirtiéndose en partículas”.

Los cuatro hombres de la CIA, pero sobre todo Peter, lo escuchaban

boquiabiertos. Incluso sin tener formación en física cuántica, el alcance del

descubrimiento no les pasaba desapercibido.

“Jeez!”, exclamó el hijo de Frank Bellamy, sacudiendo la cabeza para

asegurarse de que no soñaba. “¿Y esto? ¡Mi padre resolvió realmente el

mayor enigma de la ciencia!”.

“En realidad, no resolvió un solo enigma, sino varios”. Puso dos dedos en la

frente. “Este descubrimiento nos permite también comprender mejor el

fenómeno de la consciencia. Con la física clásica, siempre miramos el mundo

como un lugar mecanicista, en el que todos los eventos tienen una o varias

causas y provocan efectos que se tornan causas de efectos siguientes, como

un gigantesco e interminable dominó determinista. En esta línea de

pensamiento, nuestros cerebros son equiparados a máquinas bioquímicas de

procesamiento de información, en los que una vez más todos los

comportamientos y decisiones que tomamos, incluso cuando parecen resultar

de la libre voluntad, tienen en realidad causas y efectos mecanicistas. Con

todo, la física cuántica nos reveló que, a un nivel profundo, el universo no es

determinista, sino aleatorio. Las partículas de la fluctuación cuántica

aparecen y desaparecen sin que nada provoque su aparición ni cause su

desaparición”.

“Negativo”, cortó Halderman, que acompañaba en silencio toda la

explicación científica pero que sobre este punto, y como ingeniero, tenía una

convicción firme. Nada ocurre sin causa. El hecho de no saber lo que provoca

la aparición de partículas en la fluctuación cuántica no quiere decir que no

haya una causa. La causa existe solo que no la conocemos”.


“Eso es justamente lo que alegan muchos científicos que no conocen el

problema a fondo. Pero los sucesivos experimentos y el principio de

incertidumbre nos demostraron que la cuestión no es ignorar las causas, sino

no haber, de hecho, causas deterministas que provoquen la fluctuación

cuántica. Yo sé que esto es difícil de digerir, pero es lo que descubrimos.

Recuerden siempre que cuando la matemática y los experimentos contradicen

el sentido común, como cuando Copérnico entendió que no era el Sol el que

giraba alrededor de la Tierra sino lo contrario, el sentido común pierde. Sé

que no tiene sentido que haya en el universo cosas que ocurren sin causa

determinista, pero es eso lo que la matemática y los experimentos ya

demostraron. Las partículas de fluctuación cuántica aparecen en aquel

instante y en aquel lugar, casi como si tuviesen voluntad propia. O, si

queremos, como si el universo tuviese voluntad propia. Esa es la naturaleza

más profunda de la realidad”.

“Una cosa de esas es... es surrealista”.

“Por eso las personas que entienden realmente la física cuántica se quedan

desconcertadas. Lo importante, sin embargo, es entender el impacto de este

descubrimiento de Fran Bellamy en la comprensión del fenómeno de la

consciencia. Con la física clásica, el cerebro era considerado una máquina

compleja de procesamiento mecanicista de información y, en ese contexto, la

libre voluntad no existía, se trataba de una mera ilusión, una vez que la

ciencia tradicional establece que todos los comportamientos deben tener una

causa, aunque no la conozcamos. La física cuántica, con todo, nos obliga a

repensar el funcionamiento del cerebro. Un número creciente de físicos

comienza a postular que, una vez que el cerebro está constituido por átomos,

probablemente existen fenómenos cuánticos transcurriendo en nuestra

mente”.

“¿Qué quiere decir eso?”.

“Que estamos ante una verdadera revolución. Fíjense, la superposición

cuántica implica que todas las realidades son posibles y ninguna de ellas es

necesaria, ¿no es verdad? Cuando se hace una observación, la superposición

de un electrón se rompe y se transforma en partícula en una de sus varias

posibilidades. De la misma manera, el cerebro está constantemente puesto

ante múltiples ideas e hipótesis, todas ellas coexistiendo como si estuviesen

en superposición, y en el momento de la decisión acaba por escoger una de

ellas. Si en la realidad existen procesos cuánticos sucediéndose en el cerebro,

las opciones que nuestra consciencia toma no son necesariamente


deterministas y resultado de un proceso mecanicista de causa y efecto, sino

elecciones efectivas. La consciencia opta de hecho entre varias posibilidades

diferentes, de la misma manera que un electrón de cierto modo lo hace en el

momento en el que es observado y se rompe la superposición. Los efectos

cuánticos en el cerebro todavía se están estudiando, pero podrán explicar

ciertas características de la consciencia que la neurociencia, que obedece a

reglas de la física clásica mecanicista y determinista, no acepta. Muchos

neurocientíficos creen que el cerebro no pasa de un ordenador bioquímico y

que la consciencia es por eso una ilusión, pero estos descubrimientos de la

física cuántica nos indican que, si hay de hecho procesos cuánticos

transcurriendo en el cerebro, entonces la consciencia no es al final ninguna

ilusión resultante de mera computación bioquímica”.

“No estoy entendiendo”, dijo Peter. “¿Cómo pueden ocurrir efectos

cuánticos en el cerebro?”.

Tomás hojeó el informe y localizó un extracto del texto.

“Su padre trató aquí con esa cuestión y apuntó como hipótesis un sitio del

cerebro donde pueden ocurrir saltos cuánticos. Las sinapsis. Se trata de

pequeños espacios entre las terminaciones nerviosas del cerebro donde la

información se procesa y donde se generan las decisiones y los pensamientos.

En este lugar, el impulso de una neurona hace disparar la neurona siguiente.

Ahora, si la posibilidad de disparar o no el impulso se encara como una

función de onda, está abierto el camino para la presencia de procesos

probabilísticos cuánticos”.

“Sí, ¿pero cómo transcurrirían esos procesos? ¿Qué

mecanismos?”.

“Serían los saltos cuánticos de tunelación, en los que un electrón desaparece

de un sitio y aparece en otro. Es cierto que esos saltos cuánticos solo son en

general posibles en espacios con una anchura equivalente a siete átomos,

aunque en casos muy raros puedan saltar anchuras correspondientes hasta un

máximo de ciento ochenta átomos. Ocurre que, coincidencia o tal vez no, el

equivalente a ciento ochenta átomos es justamente el ancho del espacio

sináptico. Como los electrones están constantemente en movimiento, pueden

hacer cien mil millones de intentos de cruzar la membrana sináptica en el

milisegundo que una sinapsis eléctricamente polarizada tarda en disparar, lo

que da una tasa de éxito en la tunelación cuántica calculada en un cincuenta

por ciento en el caso de anchuras de esa dimensión. Estudiando con atención

la estructura de una sinapsis, se confirma que su arquitectura, por otra gran


coincidencia, es perfecta para explorar un efecto de tunelación cuántica.

Siendo así, puede especularse que la función de onda se rompe en las sinapsis

cuando se produce un pensamiento, y de ese fenómeno emerge la

consciencia”.

Las implicaciones de estos descubrimientos fueron finalmente

comprendidas por sus interlocutores.

“Holy shit!”, bufó Peter, digiriendo lo que acababa de escuchar. “Nuestro

cerebro no es una mesa de billar meramente mecanicista, en que un evento

provoca otro y nuestro comportamiento resulta de una sucesión compleja de

reacciones pavlovianas. Eso significa que existe realmente libre arbitrio”.

Tomás cogió un bolígrafo y escribió un símbolo en la hoja que Dunn le había

entregado.

“El psi es el símbolo más poderoso alguna vez creado”, proclamó. “Está

introducido en la ecuación de Schrödinger para describir la función de onda

en la que todas las posibilidades de lo real se acumulan. Pero, a la luz de lo

que estamos descubriendo, este símbolo representa otras dos cosas que

parecen diferentes pero que al final son la misma”. Levantó el dedo. “Una es

la consciencia. Gracias al proyecto del Ojo Cuántico, es razonable presumir

que la consciencia puede en cierto modo ser descrita como una función de

onda en la que todas las posibilidades coexisten en paralelo. Tal como el

átomo, que es virtualmente muchas cosas al mismo tiempo pero cuando es

observado se convierte en una única cosa, también la mente trata con

múltiples posibilidades virtuales que de repente se concretan en una idea o en

una decisión concreta, como si el cerebro fuese un ordenador y la consciencia

su onda. Como funciona esencialmente en el macrocosmos determinista,

tenemos que aceptar que el cerebro es de hecho un ordenador bioquímico

mecanicista, pero la consciencia, que emerge de la superposición existente en

el microcosmos cuántico indeterminista, permite elecciones efectivas”.

Levantó el segundo dedo. “Sin embargo, la otra cosa que el psi también

representa es todavía más importante”.

“¿Qué puede ser más importante que la consciencia?”.

El académico portugués hizo un gesto amplio con las manos, englobando

todo lo que los cercaba”.

“El universo”.

Los americanos intercambiaron miradas.


“¿Qué?”.

Esta parte no sería fácil de digerir, Tomás lo sabía. Sin embargo, era

esencial para la comprensión del hecho científico que constituía el proyecto

de Frank Bellamy, por lo que tendría que explicarla.

“Como saben, el Ojo Cuántico comenzó por ser un proyecto para concebir

un ordenador cuántico macroscópico. ¿Y qué es un ordenador cuántico si no

una máquina universal de procesamiento de datos? La diferencia es que un

ordenador cuántico macroscópico es capaz de aprovechar las rarezas de la

función de onda y procesar millones de bits simultáneamente, pudiendo así

simular cualquier sistema que obedezca a las leyes de la física. Ocurre que el

tiempo que el ordenador cuántico tarda en ejecutar la simulación es igual al

tiempo que al sistema simulado le lleva evolucionar y el espacio de memoria

necesario para hacer esa simulación es proporcional al número de

subsistemas del sistema simulado. ¿Entienden lo que esto significa?”.

“Es como aquel cuento de Jorge Luis Borges”, observó Peter, acordándose

de sus lecturas de juventud. “El mapa más exacto es aquel que está hecho a

escala uno por uno, o sea, en una escala exacta a la realidad. El mejor mapa

de una carretera con diez kilómetros es un mapa con diez kilómetros que

reproduzca exactamente, y con la misma dimensión, todo lo que se encuentra

en la carretera original, incluyendo las piedras y el polvo”.

“Es eso mismo. Los ordenadores cuánticos son tan poderosos que cualquier

persona que vea el resultado de su computación es incapaz de distinguir entre

la simulación y el sistema simulado. Todas las operaciones realizadas por el

ordenador cuántico presentarían los mismos resultados de las operaciones

hechas por el sistema real”.

“¿Pero qué tiene que ver el universo con eso?”.

“¿No es obvio? El universo tiene una superfunción de onda y puede ser

descrito como un sistema físico en que cada micropartícula, cada átomo, cada

molécula, cada cosa que contiene interacciona con las otras, procesando así

información. Como saben, el procesamiento de información se designa

computación. O sea, el universo computa. Y, ya que trata con información

cuántica que opera en obediencia al comportamiento de la función de onda,

su computación es cuántica. El universo no procesa bits, sino qubits, o bits

cuánticos. ¿Ven las implicaciones?”.

El hijo del fallecido responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología

vaciló, en la incertidumbre sobre la conclusión lógica de lo que acababa de

escuchar.


“Está insinuando que el universo es... es...”.

“El universo es un ordenador cuántico macroscópico”.

La estupefacción de los americanos era absoluta.

“¿Qué?”. “Fue eso lo que descubrió Frank Bellamy. El universo es un

sistema físico que genera información crecientemente compleja y que puede

ser simulado por un ordenador cuántico universal que tenga su tamaño. Esto

significa que el universo es indistinguible de un ordenador cuántico. Aquí en

América ustedes suelen decir que si vemos en la calle un animal que parece

un pato, que camina como un pato y que hace ‘¡quack, quack!’ como un pato,

es porque es un pato. De la misma forma, si el universo computa qubits, si su

capacidad de procesamiento de información es igual al de un ordenador

cuántico y si sus operaciones no se distinguen de las operaciones de un

ordenador cuántico de la misma dimensión, entonces es porque el universo es

un ordenador cuántico”.

La explicación dejó a los hombres de la CIA mudos por algún tiempo,

mientras digerían lo que acababan de escuchar. Debido a su ansiedad por

echar la mano al Ojo Cuántico, Fuchs fue el primero en reaccionar.

“¿Y el ordenador cuántico macroscópico en el que Mr. Bellamy estaba

trabajando?”, preguntó, apuntando hacia el informe que habían retirado de la

caja. “¿Dónde están los esquemas para construirlo?”.

“Frank Bellamy no inventó ningún ordenador cuántico macroscópico”,

aclaró Tomás, consciente de que a su interlocutor no le iba a gustar la

respuesta. “Él descubrió el mayor de todos. El propio universo”.

El director del Servicio Clandestino Nacional movió la cabeza, como si así

intentase poner las piezas del cerebro en orden.

“No lo estoy entendiendo...”.

“Frank Bellamy comprendió que el universo es un ordenador cuántico

macroscópico. El Ojo Cuántico es el proyecto en el que él hace esa

demostración”.

El rostro de Fuchs se quedó blanco y las arrugas se fueron volviendo más

acentuadas a medida que tomaba consciencia de que el proyecto en el cual

había depositado tantas esperanzas no le iba a permitir salvar su puesto.

“¿Entonces y mi... mi ordenador cuántico macroscópico?”, casi chilló,

retorciéndose como si sufriese un dolor lancinante. “¿Dónde está?”.

El portugués esbozó con las manos un movimiento que abarcó todo el

despacho.

“En todas partes”.


Completamente loco, Fuchs se puso de pie de un salto.

“Fuck! Fuck!, gritó, exaltado e incapaz de contener la frustración. “¡El

fucking Bellamy me jodió! ¡El fucking Bellamy jugó conmigo! ¡Que arda en

el infierno ese viejo maldito!”.

El responsable de los operativos de la CIA comenzó a increpar y a insultar a

su colega fallecido por la forma como había desarrollado el Ojo Cuántico,

privándolo de un instrumento fundamental para la actividad de su dirección.

Entendiendo que tenía prioridades más apremiantes, Tomás desvió los ojos

ansiosos hacia el reloj de pared; las agujas señalaban las dos y cuarenta de la

mañana.

Veinte minutos.

El tiempo que restaba a María Flor no era mucho. Urgía concluir todo

aquello antes del final del plazo, para garantizar que el secuestrador no la

ejecutaba.

“Oigan, ya cumplí mi parte”, dijo. “Expliqué el Ojo Cuántico, ¿no? No

tengo la culpa de que no sea lo que ustedes querían, pero lo expliqué. Ahora

llamen al hombre y...”.

“¡Ni lo piense!”, cortó Fuchs, todavía alterado por el choque. “Nos dijo que

iba a desvelar la muerte del anciano. ¡Cumpla lo que prometió!”.

“¿No ve cuánto tiempo falta?”, preguntó Tomás, señalando el reloj de

pared. “Tenemos solo veinte minutos para salvarla”.

“Llega perfectamente”.

La mirada del historiador se desvió hacia los otros tres hombres de la CIA,

como si les pidiese ayuda, pero Peter, Halderman y Dunn no se movieron.

“Él tiene razón”, reconoció Dunn. “Quedó acordado que explicaría el

proyecto y revelaría el crimen”.

“Pero la van a matar...”.

“Tenemos veinte minutos, hay tiempo de sobra”. Hizo un gesto en dirección

a Fuchs. “Basta una llamada suya y todo se resolverá, tranquilo”.

Derrotado, Tomás respiró hondo; le gustaría garantizar la salvación de

María Flor, pero nada podía hacer. Lo cierto es que de hecho había prometido

desvelar el misterio de la muerte de Frank Bellamy y realmente había tiempo

suficiente para llamar al secuestrador y suspender la ejecución.

“Muy bien”, dijo, resignado. “Como vieron, Frank Bellamy reveló el mayor

misterio científico de nuestro tiempo y demostró que la función de la onda de

la ecuación de Schrödinger no se limita a describir el potencial antes de ser

real. Expresa también la naturaleza de la consciencia y del propio universo.


Ocurre que, en el momento en el que él hacía este importantísimo

descubrimiento, un examen médico reveló que Daniel Dare sufría cáncer de

páncreas y tenía solo seis meses de vida. Bellamy entró en paranoia”.

“¿Por qué?”, se admiró Peter. “¿Quién es Daniel Dare?”.

El portugués clavó los ojos en él, convencido de que la revelación le dejaría

atónito.

“Es el asesino de su padre”.



LXXX

Lentamente, un pequeño tubo negro se materializó en los dedos del

comandante Fuentes después de rebuscar en el interior de su maletín. El

agente de la CIA introdujo el índice en el tubo y verificó que tenía suciedad

en el dedo. Cogió un trapo y lo pasó de una punta a otra del tubo, frotándolo

con cuidado. Después de asegurarse de que estaba limpio, cogió el tubo y lo

enroscó al cañón de su Sig Pro semiautomática. El silenciador se quedó

montado.

Consultó el reloj.

Diecinueve minutos.

La hora se aproximaba, aunque tal vez demasiado despacio para su gusto.

Levantó los ojos y miró fijamente a la figura femenina que había atado a la

mesa de mármol plantada en el centro de la sala. ¿Por qué esperar a las tres

de la mañana? Si ella estaba condenada, si la decisión de liquidarla ya se

había tomado para atar los cabos sueltos de la operación, ¿para qué el teatro

de esperar a la hora a la que expiraba el plazo? ¿Qué payasada era aquella?

Total ya había retirado la batería al móvil y se encontraba ilocalizable.

Cogió una caja de municiones y retiró las balas una por una. Un resplandor

de oro les centelleaba en la punta, eran verdaderas obras de arte. Las lavó con

cuidado, sacándoles lustre para que el brillo fuese más intenso. Después las

guardó y metió la carga de municiones en su pistola favorita. Estaba listo.

Se levantó con una cierta indolencia. Parecía en trance pero en realidad se

sentía afectado por la simbología del lugar que había elegido para el sacrificio

de su prisionera. Atravesó la sala a paso lento y se acercó a la mesa

sacrificial. Los ojos aterrorizados de María Flor se clavaron en su verdugo y

bajaron hacia el arma que él traía en la mano.

“¡Hummm! ¡Hummm!”.

Fuentes consultó de nuevo el reloj.

Diecisiete minutos.

¿Para qué esperar hasta las tres de la mañana?, volvió a preguntarse. ¿Para

qué aplazar el placer de la ejecución si la orden estaba dada y la muerte de

aquel cordero era inevitable? Realmente no tenía sentido. Si tenía que ser

sacrificada, ¿por qué no hacerlo ya?

“Es la hora, querida”, murmuró, con la voz ronca y la mirada centelleando

con el brillo lúbrico de los psicópatas en el momento lascivo de la matanza.


“Tranquila, no vas a sufrir”.

Levantó la Sig Pro semiautomática y colocó la punta del arma en la sien

derecha de su víctima. Entendiendo que vivía sus últimos momentos de vida,

la portuguesa sacudió la cabeza, en un esfuerzo desesperado para apartar el

cañón, pero no tuvo éxito.

“¡Hummm! ¡Hummm!”.

El gemido de angustia y horror se interrumpió en el momento en el que el

verdugo apretó el gatillo.



LXXXI

Instantáneamente y sin saber porqué, un súbito batacazo en el corazón hizo

vacilar a Tomás. Pensó en María Flor y sintió en ese momento un extraño

desánimo; una terrible premonición se apoderó de él, como si algo grave

acabase de ocurrir, pero hizo un esfuerzo para dominarse, incluso porque al

desvelar la identidad del hombre que había matado a Frank Bellamy había

provocado un revuelo en el despacho del jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología en Langley. Tendría que responder a la revelación que acababa de

hacer.

Aunque con dificultad, consiguió volver a concentrase. El nombre que había

pronunciado, presentándolo como el del asesino de Frank Bellamy, provocó

en Sam Dunn una mirada vacía. Parecía claro que nunca había oído hablar de

él. Lo mismo no se podía decir de Peter, que enrojeció al escucharlo, y de

Halderman y de Fuchs, que empalidecieron en el mismo instante. Las

reacciones no pasaron desapercibidas al historiador, ya recuperado del súbito

e inexplicable batacazo que había sentido momentos antes.

“Ya veo, Pete, que el nombre no le resulta extraño...”.

El hijo de Frank Bellamy preguntó.

“Ese no es el nombre que...”.

“Es ese mismo”, cortó el historiador, sin dejarlo acabar para no estropear el

efecto que quería producir en Fuchs y Halderman, hacia quienes se volvió

después. “Tampoco ustedes desconocen el nombre, ¿verdad? Confiesen, ya

se cruzaron con Daniel Dare, ¿no?”.

Como profesionales entrenados en el arte de fingir, en aquel momento ya el

director del Servicio Clandestino Nacional y el director adjunto de la

Dirección de Ciencia y Tecnología habían recuperado la sangre fría.

Halderman permaneció callado y Fuchs optó por sortear la pregunta.

“Explíquese mejor y diga cómo llegó a la conclusión de que ese tipo es el

asesino de Bellamy”.

Durante un largo segundo, Tomás disecó los rostros de Fuchs y de

Halderman. A pesar de las máscaras de disimulo por detrás de las cuales se

escondían, consiguió leerles la razón de su incomodidad. Por ahora les iba a

dejar a gusto, decidió. Por ahora, pero no por mucho tiempo.

“Frank Bellamy descubrió la solución del mayor enigma de la ciencia,

aunque le faltase la prueba final”, subrayó. “El campo de Higgs. Se trata de


un campo invisible a la percepción humana que, al interaccionar con las

partículas, les confiere masa. O sea, es el campo de Higgs el que da

consistencia a la materia. Esta cuestión es importante, ya que muchos físicos

defienden que es la consciencia, a través de la observación, la que crea

parcialmente la realidad. Ahora si el campo de Higgs crea materia, razonó

Frank Bellamy, entonces es porque el campo de Higgs puede formar parte del

entrelazamiento cuántico del universo”.

“¿Qué quiere decir eso?”.

Tomás se pasó la mano por el pelo, consciente de que los descubrimientos

abrían puertas a perspectivas inesperadas y de tal modo increíbles que sería

de difícil aceptación.

“Que el universo es consciente”.

Se hizo un silencio atónito en el despacho. Fueron necesarios algunos

segundos para que los americanos digiriesen lo que habían escuchado.

“¿Perdón?”.

“¿Todavía no entienden que, en último análisis, fue ese el verdadero gran

descubrimiento de Frank Bellamy? Los sucesivos experimentos cuánticos, y

en particular el experimento de la doble rendija, sugieren que la realidad es

parcialmente creada por la observación. Si decidimos observar un electrón de

una determinada manera, que yo designo como observación indirecta, este es

una onda esparcida por el espacio. Pero si conscientemente optamos por

observarlo de otra manera, que yo apellido como observación directa, el

electrón se vuelve una partícula localizada en un único punto del espacio. O

sea, la realidad se construye de una manera o de otra en función de nuestra

decisión sobre cómo la vamos a observar. Esa decisión la tomamos nosotros,

por nuestra consciencia, lo que significa que es la consciencia la que crea

parcialmente la realidad”.

“Eso es lo que sugiere el experimento de la doble rendija”, admitió Peter,

todavía aturdido con lo que escuchaba. “¿Pero cómo se llega de ahí a esa idea

extraordinaria de que el universo es consciente?”.

“Porque, como su padre concluyó, el universo está constantemente

observándose a sí mismo. Lo hace a través de las fluctuaciones del vacío,

pero también, en opinión de su padre, a través del campo de Higgs. Es la

observación que el universo hace de sí mismo que rompe la función de onda

y crea la realidad como la conocemos. Pero como para que la función de onda

se quiebre es necesario que en última instancia la observación se realice por

una entidad consciente, la implicación obvia es que el universo es


consciente”.

“La observación que crea la realidad no tiene que ser necesariamente

consciente”, contrapuso el hijo de Frank Bellamy. “Cuando por ejemplo un

contador Geiger hace una medición de materia atómica, rompe la onda en la

que se acumulan todas las virtualidades en paralelo y crea las partículas. No

me va a decir que el contador Geiger es consciente, ¿no?”.

“Errado, Pete. Cuando el contador Geiger realiza una medición, no rompe la

onda y, consecuentemente, crea la realidad. Lo que ocurre es que establece un

entrelazamiento cuántico con la onda con la cual entró en contacto,

quedándose ambos cuánticamente entrelazados. O sea, el Geiger no obliga a

la onda a convertirse en partícula. El Geiger se entrelaza con esa onda y se

vuelve, también él, onda. Como conjeturó el físico John von Neumann poco

después de la quinta Conferencia Solvay, ese entrelazamiento solo se rompe

y la onda se vuelve partícula si una entidad consciente observa el contador

Geiger. Aunque haya habido y todavía haya muchos científicos que por

razones filosóficas rechazaron y rechazan aceptar esto, como por ejemplo

Einstein, lo cierto es que los experimentos sugieren que sin consciencia no

hay realidad”.

“Hummm... ya veo”.

“Su padre concluyó que el universo es consciente. Para él la prueba final

está en el campo de Higgs, el cual, al conferir masa a las partículas, las

observa y desempeña su papel como si fuese una especie de consciencia del

universo. Fue para obtener la prueba final de que el campo de Higgs existe

que el CERN construyó el gran acelerador de hadrones e inició las

experiencias para encontrar el bosón de Higgs. Al constatarse la existencia de

la designada partícula de Dios, como ese bosón pasó a ser conocido, se

comprobó la existencia del campo de Higgs, que su padre consideró una

demostración de la solución que él encontró y que sugiere que el universo es

una gigantesca función de onda en donde todas las posibilidades se acumulan

en paralelo, hasta que la observación realizada por la consciencia vuelve real

una de esas posibilidades y elimina las restantes”.

El dedo índice de Peter se posó sobre el misterioso Ψ que Tomás había

dibujado poco antes en la hoja.

“O sea, el universo y la consciencia son lo mismo”, estableció. “Ambos son

función de onda virtual, ambos son psi”.

“Ese es el sentido último del mensaje encontrado en las manos de su padre”,

asintió el historiador. Se puso los dedos en la frente. “Y claro, tal y como el


universo, el propio cerebro es un ordenador cuántico. La función de onda es

la imaginación donde todas las posibilidades coexisten en paralelo; el colapso

de la función de onda es la decisión en donde una única posibilidad se

materializa. La consecuencia de este descubrimiento es aterradora. Por ser un

ordenador cuántico, la computación del cerebro genera consciencia. Si es así,

la computación del universo también genera consciencia. Por lo tanto, el

universo es consciente”.

“¡Es increíble!”.

“Ocurre que, cuando Frank Bellamy hacía estos descubrimientos, surgió de

repente un problema serio. Un examen clínico en Boston diagnosticó un

cáncer de páncreas a Daniel Dare”.

Al oír de nuevo este nombre, Sam Dunn hizo un gesto.

“¿Quién diablos es ese Daniel Dare?”.

Llegó el momento de no perder de vista a Harry Fuchs y Walt Halderman.

Los ojos de Tomás se desviaron provocadoramente hacia ellos como focos

que inciden sobre alguien que quería pasar desapercibido en la sombra.

“Tal vez su jefe nos pueda dar la respuesta...”.

El director del Servicio Clandestino Nacional movió la cabeza con

vehemencia.

“¿Yo? ¡De ningún modo! ¡No sé quién es!”.

“Yo tampoco”, dijo Halderman por su parte. “Nunca me presentaron a nadie

con ese nombre”.

El portugués esbozó una mirada escéptica, como quien decía que a él no lo

engañaban con tanta facilidad.

“¡Sí, sí! No nos digan que nunca se cruzaron con el nombre Daniel Dare...”.

Sabiendo que le habían desenmascarado, y entendiendo que sería mejor

asumir la situación, Fuchs se mordió el labio inferior.

“Lo cierto es que no sé quién es”, insistió. “Pero reconozco que ya me he

cruzado con ese nombre”.

“¿Me puede decir dónde?”.

Antes de responder, el jefe de los operativos de la CIA intercambió con

Halderman una mirada de rendición y miró a Peter Bellamy, como si temiese

la forma en que iba a reaccionar.

“En el despacho de la casa de Mr. Bellamy”.

“¿Estuvo allí?”.

“Sí. Yo, Walt y mis hombres”.

El rostro de Peter se incendió.


“¡Ah, entonces fuisteis vosotros los que asaltasteis el apartamento!”, rugió.

“¡Fuisteis vosotros los que lo revisasteis después de morir mi padre! ¡Unos

verdaderos buitres!”.

“Debes entender que necesitábamos a toda costa localizar el Ojo Cuántico”,

se defendió Fuchs. “Había ocurrido el atentado en Trípoli, nosotros no

supimos de nada, la Casa Blanca estaba furiosa, el presidente gritaba que iba

a perder las elecciones por nuestra culpa y amenazaba con dimitir a todos.

Nos quedamos en pánico y revisamos el despacho de tu padre de una punta a

otra, pero el documento no se encontraba en ninguna parte. Es obvio que

pensamos que estaría guardado en su apartamento y tuvimos que verificar si

así era”.

“Calma”, pidió Tomás mirando a Peter. Se volvió de nuevo para Fuchs y

Halderman. “Por lo tanto, estuvieron ustedes revisando el despacho del

apartamento de Frank Bellamy”.

“Admito que sí. Fue allí donde me encontré el informe sobre el cáncer de

páncreas de ese Daniel Dare. Pero juro que no tengo la menor idea de quién

es ese fulano. Buscamos en nuestros informes de la Agencia y no

encontramos a nadie con ese nombre. Verificamos en los registros de la

Seguridad Social y nos cruzamos con dos personas, pero una era un sin techo

de Nueva York y otra un agricultor de Luisiana. Ninguno de ellos sufría

cáncer de páncreas, de manera que nos quedamos igual. Es un misterio

absoluto. Nadie sabe quién es ese hombre mencionado en el informe

médico”.

“Hay quien lo conozca”, dijo el portugués. “Yo, por ejemplo”.

Los cuatro americanos abrieron los ojos de par en par.

“Si ustedes estuvieron en ese despacho, seguro que vieron los libros que

Frank Bellamy tenía en las estanterías”, observó Tomás, dirigiéndose de

nuevo a Fuchs y Halderman. “¿Se acuerdan?”.

“Claro”, admitió el director adjunto de la Dirección de Ciencia y

Tecnología. “Eran libros de física”.

“¿Únicamente de física?”.

“Bien, también tenía ciencia ficción”.

“¿Qué tipo de ciencia ficción? ¿Solo novelas?”.

Halderman contrajo el rostro mientras hacía un esfuerzo de memoria.

“Había también comics. Recuerdo haber visto ejemplares antiguos de Flash

Gordon, Eagle, Weird Science...”.

“¿Alguna vez leyó Eagle?”.


“De pequeño viví en Inglaterra. Eagle era una revista inglesa, sabe, y tenía

buenas historias”.

“¿Qué héroe de Eagle le gustaba más?”.

“De Dan Dare, claro. Y... y...”.

El hombre de la CIA se calló de repente.

“¿Puede repetir el nombre?”.

“Dan Dare”. Mantuvo los ojos clavados en Tomás. “Damn! ¡Daniel Dare!

Qué coincidencia, ¿eh?”.

“¿Cree que es coincidencia?”.

“¿Qué quiere decir con eso?”, preguntó Halderman. “¿Sugiere que el Dan

Dare del comic tenía cáncer de páncreas y mató a Frank Bellamy? ¡Eso es

absurdo!”.

“¿Se acuerda del nombre del mejor de los diseñadores de la serie Dan

Dare?”.

El responsable de la CIA frunció los ojos, de nuevo haciendo una llamada a

la memoria.

“¿No era Frank Bellamy?”.

Tomás sonrió.

“¿Lo entendió?”.

El americano intercambió una mirada confusa con los otros elementos de la

agencia de espionaje.

“No exactamente”.

“Las conclusiones a las que llegué son muy sencillas”, dijo el portugués.

“En su juventud, y una vez que se interesaba por la ciencia, nuestro Frank

Bellamy era lector de ciencia ficción. Entre sus lecturas se incluía obviamente

la revista Eagle, que debía encargar a Inglaterra. Al leer las aventuras del

principal héroe de esta revista, el astronauta Dan Dare, inevitablemente se

fijó en el nombre del autor. Dan Dare fue en realidad creado por Frank

Harcourt, pero el más famoso diseñador de la serie fue un artista llamado

Frank Bellamy. Se trataba de una mera coincidencia, el mejor autor de la

serie inglesa Dan Dare tenía exactamente el mismo nombre que el joven

lector americano, pero a partir de ahí nuestro Frank Bellamy pasó a usar el

nombre de Dan Dare cuando necesitaba permanecer anónimo, como ocurrió

cuando hizo el examen clínico en Boston”.

“¿Daniel Dare era nuestro Frank Bellamy?”.

“Correcto”.

“Pero... pero ¿por qué motivo necesitó permanecer anónimo para hacer


exámenes médicos?”.

“Porque, como hombre de la CIA que era, sabía que información es poder y

por eso le gustaba compartir la menor información posible sobre su vida

personal. No debía de querer que nadie supiese que se estaba muriendo. Si

alguien supiese que tenía un cáncer terminal de páncreas, ¿qué haría la

Agencia?”.

“Liberarlo de sus funciones, claro”, observó Fuchs, casi humillado por

habérsele escapado una información de aquella importancia. “Su cargo es

demasiado importante para estar ocupado por un hombre en estado terminal”.

“Creo que era precisamente lo que él quería evitar. Frank Bellamy siempre

fue un duro de la vieja guardia y entendía que debía permanecer en su puesto

hasta morir. Debe haber ocultado su estado de salud y decidió despedirse de

la vida a su manera. Sabiendo que el CERN se preparaba para llevar a cabo

nuevos experimentos para estudiar el bosón de Higgs, Frank Bellamy decidió

ir a Ginebra y asistir al evento. El descubrimiento de la partícula y del campo

de Higgs había probado en su perspectiva que su teoría sobre el universo

consciente era verdadera. En la opinión de Bellamy, la teoría de unificación

del universo cuántico con el universo macroscópico, que él había concebido

para conectar la función de onda de la ecuación de Schrödinger a la

consciencia y al universo, estaba demostrada. Para Bellamy eso era un gran

motivo de orgullo. Usando sus credenciales de responsable de la Dirección de

Ciencia y Tecnología de la CIA, se trasladó a Ginebra y fue tal vez durante

los nuevos experimentos en el gran acelerador de hadrones cuando tuvo la

idea de abandonar la vida a su manera. No podía morir, sin embargo, sin

confiar a alguien su teoría. El problema es que los científicos que conocía y

sus hombres de confianza estaban en Estados Unidos”.

“Podía haberse comunicado con ellos”, observó Fuchs. “Hay teléfonos, e-

mails...”.

“Sí, pero si les explicaba todo se arriesgaba a que ellos avisasen a la

embajada americana en Suiza e hiciesen abortar su plan”.

“Eso es verdad”.

“No se podía permitir una cosa de esas. Ocurre que, por coincidencia, yo

estaba en Ginebra en misión de la Fundación Gulbenkian para adquirir un

manuscrito antiguo y, también por coincidencia, me alojé en el mismo hotel

donde él se encontraba. Fue cuando Frank Bellamy me vio, probablemente en

el hotel, y me reconoció de operaciones en las que me hizo participar hace

algunos años. Conocía mis capacidades, hasta me llamaba fucking genio,


y...”.

“No era solo a usted”, observó Peter Bellamy con

una sonrisa nostálgica. “Mi padre llamaba fucking genio a cualquier persona

por quien tuviera consideración intelectual”.

“Sí, bueno”, aceptó el historiador. “Para todos los efectos, debe haber

pensado que yo era la persona ideal para concretar el plan que comenzó a

diseñar. Descubrió mi cuarto e introdujo por debajo de la puerta un mensaje

presentándose como anticuario y diciéndome que lo fuese a buscar al CERN

a la mañana siguiente porque tenía un artefacto histórico de suprema

importancia para mostrarme. Estúpido como soy, me lo tragué”.

“¿Pero por qué razón lo atrajo al CERN?”.

“Para comprometerme, claro. Quería evidentemente establecer mi presencia

en el CERN en el momento de su muerte”.

“Eso no lo entiendo”, insistió Fuchs. “¿Por qué razón querría

comprometerlo? ¿Y cómo sabía que lo iban a asesinar?”.

“Como hombre de la CIA que era, Frank Bellamy tenía una mente tortuosa,

como bien saben, y le gustaban los juegos. Me conocía bien, ya que

trabajamos juntos en el pasado, por lo que confiaba en mi capacidad de

improvisación para escapar a mis perseguidores. Sabía que, para escapar a la

acusación de homicidio, yo tendría que llegar a esta caja fuerte. El resto fue

simple. Metió el gran pentáculo en el correo a mi nombre, para hacerme

llegar todas las pistas que iba a necesitar y, al día siguiente, esperó a que yo

entrase en el CERN. En ese momento preparó su mensaje final, aquel con el

psi dibujado en letra grande y apuntando por debajo mi nombre como La

Llave. De ese modo garantizó que me comprometería seriamente. Después se

dirigió al detector Atlas para desencadenar el acto final”.

En ese punto, Peter Bellamy tuvo dificultad en contener las lágrimas. Sintió

los párpados mojados y, con la barbilla temblando, tuvo que hacer un

esfuerzo para mantener la compostura.

“Pobre de mi padre”, dijo, entristecido. “No aceptó que el cáncer lo

matase”.

“Fue dueño de sí mismo, hasta de su destino. Escogió como lugar de su

muerte el acelerador que recreó el Big Bang y uno de los detectores donde fue

descubierto el bosón de Higgs. Logró la forma de entrar en el detector Atlas,

rompió los tubos de refrigeración donde circulaba el helio líquido y... el resto

ya lo saben. La muerte fue casi instantánea”.

Se hizo un silencio pesado en el despacho.


“Fuck!”, murmuró Harry Fuchs. “El anciano se suicidó”.

El misterio de la muerte de Frank Bellamy estaba desvelado. Pero la

situación de María Flor permanecía por resolver. Angustiado, Tomás volvió a

levantar los ojos hacia el reloj de pared.

Trece minutos.

“Oigan, cumplí mi parte”, dijo. “Ahora cumplan la suya. Por favor, llamen a

su hombre y díganle que me devuelva a mi amiga”.

Sam Dunn se volvió hacia Harry Fuchs, como diciéndole que pusiera fin a

aquella broma.

“Está bien, está bien”, refunfuñó el director del Servicio Clandestino

Nacional, sacando el móvil del bolsillo. “Ya hago la llamada”.

Localizó el número en la memoria del móvil y pulsó la tecla de llamada. La

conexión se estableció y, después de un instante, realizó un gesto de

contrariedad.

“¿Qué pasa?”, preguntó Tomás, ahogado de ansiedad. “¡Haga esa llamada

de una vez!”.

“El tipo tiene el móvil apagado”, justificó Fuchs. “O está sin red o no tiene

batería. Los cortes presupuestarios en la Agencia nos obligaron a distribuir

unos móviles baratos y...”.

Con un gesto impetuoso, Tomás le arrancó el móvil de la mano y pulsó de

nuevo en el botón de llamada. Escuchó una señal y una voz femenina

apareció en línea.

“El número al cual llamó no está disponible. Por favor, deje su mensaje

después de la señal”.

“¡Vaya!”, gritó fuera de sí, clavando los ojos desesperados en los tres

americanos. “¿Y ahora? ¿Qué hacemos?”.

Los tres hombres de la CIA parecían desorientados, en particular Peter

Bellamy y Sam Dunn, ambos conscientes de la gravedad del problema.

Halderman daba la sensación de no querer saber nada de la cuestión, mientras

que Fuchs parecía más controlado. El jefe de los operativos abrió los brazos,

en un gesto de impotencia, y miró al académico portugués con un aire muy

resignado.

“Me temo que su amiga esté perdida”.



LXXXII

Ninguna frase sería capaz de expresar lo que María Flor sintió en el

momento en el que, algunos minutos antes, el mayor Fuentes había

aproximado el cañón de su Sig Pro semiautomática a su sien derecha y había

apretado el gatillo. Los efectos de lo que sucedió en ese instante terrible, sin

embargo, todavía se hacían sentir. Amordazada y atada a la mesa de

sacrificios plantada en el centro del salón, el destino sellado por hombres que

no conocía y por motivos que no entendía, temblaba descontroladamente, con

las manos y la barbilla tiritando como si hubiesen ganado vida propia.

“¿Qué, querida amiga?”, sonrió el agente de la CIA con una expresión

sádica en la cara. “¿Qué miedo, eh?”.

“Hummm...”.

María Flor se esforzaba por no devolverle la mirada, no le quería dar esa

satisfacción, pero no había modo de evitarlo. El pavor se había vuelto

demasiado grande y su única preocupación era asegurarse de que no le

volverían a pegar el arma a la cabeza, como si impedirlo estuviese dentro de

sus poderes. La verdad, la terrible verdad, era que nada podría hacer para

frenar al psicópata en cuyas manos había caído y de las cuales intuía que no

escaparía con vida.

El mayor Fuentes se aproximó de nuevo a ella y le limpió la transpiración

que le mojaba la frente.

“Tranquila, ten calma”, susurró evidentemente intentando ponerla más

nerviosa. “Fue tan solo una prueba, una especie de aperitivo para lo que va a

pasar a las tres en punto de la mañana”. Sacó la carga de municiones y se la

enseñó. “¿Ves? Las balas no estaban aquí”. Le mostró de nuevo la pistola.

“Cuando apreté el gatillo, el arma no tenía municiones. Por lo tanto no

corriste ningún peligro. Tranquila. Fue una simple prueba”.

Acto seguido, cogió la carga de municiones y, asegurándose de que ella

estaba mirando, introdujo las balas una por una y con un clic encajó la carga

en la pistola, mostrándole así que la próxima vez que apretase el gatillo iría

en serio. Después se volvió hacia su maletín de trabajo y retiró un tejido

negro doblado que de inmediato desdobló, revelando así una sábana, y la

extendió por el piso de piedra al lado de la mesa de mármol donde ella se

encontraba extendida.

“Nadie puede decir que no soy una persona aseada”, afirmó. “La sábana va


a recoger tu cerebro y tu sangre, para que la sala no se ensucie, y después

servirá para enrollarte. Tu destino, querida, son los pececitos del Potomac”.

Soltó una carcajada y consultó el reloj. Las agujas indicaban dos y cuarenta

y nueve de la mañana. Faltaban once minutos.



LXXXIII

Apagado. Habían intentado una vez más llamar al secuestrador, pero el

móvil permanecía silencioso.

Once minutos.

El movimiento de las agujas del reloj de pared no paraba, parecían lanzadas

en una carrera loca hacia las tres de la mañana, y Tomás sentía su esperanza

desvanecerse. Por lo visto Harry Fuchs no disponía de otra forma de

contactar con el hombre y sus colegas de la CIA parecían sin soluciones

alternativas.

“Solo existe el número del móvil”, constató Peter, impotente. “Ni siquiera

sabemos a dónde la ha llevado”.

Con súbita determinación, y dispuesto a no darse por vencido sin luchar,

Tomás se sentó en la mesa y encendió el ordenador.

“No es verdad”, corrigió. “El tipo me dijo que estuviese en el tribunal de la

Casa del Templo de Salomón a las tres de la mañana. Me acuerdo de que él

mencionó el número trece sobre la base del pentagrama y la tumba de

Mausolo”.

“¿Pero qué diablos quiere decir eso? El Templo de Salomón, que yo sepa,

está en Jerusalén, y en buena verdad ya ni existe. ¿El tipo se llevó a su amiga

a Israel? Una cosa de esas no tiene el menor sentido. ¿Y qué quiere decir esa

tontería del trece encima de la base del pentagrama? ¿Qué trece? ¿Qué

pentagrama? ¿Y qué lío es ese de la tumba de Mausolo? ¿Quién es ese?”.

La pantalla del ordenador se iluminó y el historiador entró de inmediato en

un motor de búsqueda y pidió un mapa de Washington, DC.

“La tumba de Mausolo es una de las siete maravillas del mundo antiguo.

Está en Halicarnaso, en Turquía”.

“¡¿En Turquía?! Jeez, qué confusión!”

El plano de la capital americana ocupó el monitor.

“Pete, ¿tienen aquí algún helicóptero en Langley?”.

El hijo de Frank Bellamy desvió la mirada hacia Sam Dunn, como si

encargase al hombre del Servicio Clandestino Nacional de dar la respuesta. A

fin de cuentas el área operativa era de su responsabilidad.

“Claro”, respondió Dunn. “¿Por qué?”.

“Téngalo listo para despegar. Salimos dentro de unos minutos”.

Sin hacer preguntas, consciente de que el tiempo se agotaba y tenía que


confiar en el portugués, el encargado de las operaciones de la CIA del turno

de noche cogió el móvil y salió para llamar a sus hombres. Los restantes

americanos que se encontraban en el despacho intercambiaron miradas

inquisitivas, sin entender la petición.

“¿Para qué el helicóptero?”.

Con un clic en el ratón, Tomás hizo una ampliación del centro

administrativo de Washington. “¿Ven la Casa Blanca?”, preguntó, cogiendo

un rotulador y apuntando hacia el lugar en el mapa donde se situaba la

residencia oficial del presidente de los Estados Unidos. “Si dibujamos una

línea sobre la Connecticut Avenue, tendremos una conexión entre la Casa

Blanca y Dupont Circle, donde Frank Bellamy vivía. Después trazamos una

línea sobre Massachusetts Avenue, uniendo Dupont Circle, Scott Square y

Washington Circle, otra sobre Rhode Island Avenue entre Washington Circle

y Logan Circle, y por fin una última sobre Vermont Avenue entre Logan

Square y la Casa Blanca. Cubriendo de esta forma todas esas calles, llegamos

a este resultado. Ahora vean”.

Los hombres de la CIA se inclinaron sobre la pantalla y contemplaron la

geometría que el rotulador había trazado en el monitor sobre la planta de

capital americana.

“Una estrella de cinco puntas”.

“Sí, pero no es una estrella cualquiera. Como pueden constatar, se trata de

un pentagrama con dos puntas hacia arriba y una hacia abajo, con la base

asentada exactamente sobre la Casa Blanca. Es un pentagrama invertido,

también conocido por cabeza de macho cabrío de Baphomet. El símbolo de

Satán”.

“¿El qué?”.

“El centro gubernamental de Washington fue diseñado en el siglo XVIII por

Pierre Charles l’Enfant como un centro del poder. ¿Qué mejor que el símbolo

del Diablo para corporizar el poder?”.

“¿Está insinuando que el poder de América es... es demoníaco?”.


“No, de ningún modo. Pero es un hecho que el poder corrompe, sea en el

país que sea, y es por eso que el pentagrama invertido es el símbolo que

mejor se adapta a quien quiera alcanzar el poder”. Señaló la punta girada

hacia abajo. “De cualquier modo, note que esta cabeza de macho cabrío de

Baphomet tiene como base la Casa Blanca. Eso no es una casualidad”.

“¿Qué quiere decir con eso? ¿Cree que llevaron a su amiga a la Casa

Blanca?”.

“Claro que no. Como les expliqué, el secuestrador me dijo que la rescatase

en el tribunal de la Casa del Templo de Salomón, trece, encima de la base del

pentagrama, en plena tumba de Mausolo. La Casa Blanca no representa el

Templo, pero me parece evidente que, usándola como base, ahí llegaremos”.

Cogió de nuevo el rotulador. “Así, si dibujamos una línea sobre la 16th

Street, que une verticalmente la Casa Blanca a lo largo de trece manzanas,

pasaremos por Scott Circle y llegaremos... aquí”. Señaló el punto en el mapa.

“El cruce de la manzana de la R Streety de la S Street con la 16th Street”.

Levantó los ojos ansiosos hacia los americanos que lo rodeaban. “Por favor,

díganme si existe en este sitio algún edificio peculiar”.

Fuchs y Halderman movieron la cabeza, o no sabían o no querían cooperar,

pero los ojos de Peter se fijaron en el cruce mientras la memoria reconstruía

los edificios de la manzana.

“¡El Tribunal Supremo!”, exclamó de repente, con la imagen del edificio

allí existente ganando forma en su cabeza. “¡Allí está el Tribunal Supremo!”.

“¿Qué es eso?”.

En ese instante reapareció Sam Dunn en el despacho, con una expresión de

urgencia estampada en el rostro, haciéndoles señal de que viniesen.

“¡Dense prisa!”, gritó. “El helicóptero está listo para despegar. ¿Cuál es el

destino?”.

Ignorando la pasividad de Fuchs y de Halderman, Tomás y Peter echaron a

correr. El portugués echó una última vez la mirada sobre el reloj de pared,

cuyas agujas señalaban las dos y cincuenta y tres.

Siete minutos.

Corrían ya por los pasillos de Langley en dirección a la pista donde el

helicóptero los esperaba con las hélices dando vueltas, cuando el hijo de

Frank Bellamy anunció finalmente el destino del viaje.

“La sede de la masonería americana”.



LXXXIV

Bastante escasas eran las veces en las que el mayor Fuentes tenía la

posibilidad de preparar una ejecución respetando algunos de los ritos

sacrificiales de sus antepasados, pero esta oportunidad se revelaba hoy

especial. Al contrario de lo que normalmente sucedía en una operación típica

en Afganistán o en Irak, donde se tenía que infiltrar en las líneas enemigas,

localizar el objetivo, abatirlo deprisa y salir rápidamente del teatro de

operaciones, esta vez disponía de tiempo suficiente para tratar el ceremonial

con todo cuidado.

Le gustaría usar la daga, claro, pero sabía que sus superiores no aprobarían

que lo hiciese en tales circunstancias y en un lugar como aquel. A fin de

cuentas se encontraba en la sede del Trigésimo Tercer Grado del Ritual

Escocés de la Masonería, el centro de la poderosa masonería americana, trece

manzanas en línea recta al norte de la Casa Blanca. Eso significaba que

tendría que tener cuidado. La opción en un caso de aquellos era siempre una

muerte limpia, lo que implicaba que sería forzado a usar la pistola, pero eso

no quería decir que tuviese que prescindir de algunos de los rituales

ejecutados en situaciones semejantes por sus ilustres antepasados

precolombinos.

Se acercó a la víctima, levantó la cabeza hacia lo alto y abrió los brazos en

una pose de ofrenda, con la daga en la mano y los párpados cerrados en

adoración, y entonó el viejo poema sacrificial de los Aztecas.

“¿Dónde está el corazón?”, murmuró en náhuatl, la lengua de los aztecas, el

rostro transfigurado por la pasión del trance, el cuerpo abrazando el cielo y la

sombra abatiéndose como una cruz sobre María Flor. “Ofrece tu corazón,

transportándolo no lo transportas, destruyes el corazón en la Tierra”.

Amarrada a la mesa, María Flor no entendía las extrañas palabras que su

captor entonaba en una cantinela repetitiva, pero comprendía que el hombre

había iniciado algún tipo de ritual. Además, la daga que sujetaba en la mano

constituía un indicio seguro de que la ceremonia ahora en curso iba a acabar

mal, por lo que ni por un momento la perdió de vista. No porque eso le

adelantase algo, como amargamente sabía, pero al menos estaría consciente

de todo hasta el momento final.

Terminado el ritual, el comandante Fuentes regresó a su maletín de trabajo y

guardó la daga. Con el corazón palpitante, sintiendo que su hora se


aproximaba inexorablemente, María Flor lo siguió con los ojos aterrorizados.

Lo vio coger su siniestra Sig Pro semiautomática y, por una última vez,

inspeccionarla. Deseó que el tiempo se parase, que aquel instante se volviese

una eternidad, pero el tiempo no le hacía caso. El asesino de la CIA se

aproximó a ella y consultó e reloj.

Dos y cincuenta y nueve.

“Falta un minuto”.



LXXXV

Una mancha oscura entrecortada por un enmarañado de trazos y puntos de

luz que se perdían en el horizonte parecía, desde arriba, la ciudad de

Washington de noche. A través de las grandes ventanas del Sikorsky, Tomás

comprendió que los pocos edificios claramente visibles eran los grandes

centros de poder del estado americano, como el Capitolio y la Casa Blanca, o

monumentos como el Lincoln Memorial o el obelisco, todos ellos con las

paredes exteriores iluminadas por poderosos focos.

Toda esa parte de la ciudad, sin embargo, había quedado ya atrás y el

helicóptero se había adentrando en el norte del tejido urbano. Justo delante,

como un blanco que crecía en la ventana delantera del cockpit, se situaba la

única edificación iluminada en aquel sector de la capital americana; era una

extraña construcción en forma de cubo, maciza y alta, las cuatro fachadas

entrecortadas por filas de columnas griegas.

“¡Allí!”, apuntó Peter. “Allí dentro está el Tribunal Supremo, el órgano que

encabeza la masonería americana”.

El piloto empujó la palanca y el aparato comenzó a bajar, siempre

apuntando al edificio monumental.

“De ahí la referencia del secuestrador a la Casa del Templo de Salomón”,

explicó Tomás recurriendo a sus conocimientos de historiador. Se esforzaba

por combatir la ansiedad. El helicóptero avanzaba deprisa pero no tan deprisa

como él querría, y el asunto era una forma de distraer la mente. “A los

masones les gustan las referencias al rey Salomón y es natural que den a sus

edificios nombres relacionados con él”. Se giró hacia Peter. “¿Su padre era

masón?”.

“¿Mi padre? En fin... uh, quiero decir...”.

“Claro que lo era”, devolvió el historiador, leyendo la respuesta en la

vacilación y en la mirada del hijo de Frank Bellamy. “Además, la elección de

Dupont Circle para vivir seguro que no fue casualidad”.

Evitando la cuestión, Peter mantuvo la mirada fija en el edificio al cual se

aproximaban.

“La Casa del Templo, ¿eh? Solo no entiendo aquella referencia a la tumba

de... ¿cómo era el nombre?”.

“Mausolo”. Señaló hacia el edificio. “La sede de la masonería americana

fue construida a comienzos del siglo XX a partir de las descripciones de la


arquitectura de la tumba de Mausolo, una de las siete maravillas del mundo

antiguo. La tumba era tan magnífica que Mausolo dio origen a la palabra

mausoleo”. Rechinó los dientes, pensando en María Flor. “Seguro que fue

por eso que el hombre de confianza de Fuchs escogió este local para...en fin,

para traerla”.

El piloto del helicóptero giró el aparato para ejecutar la maniobra de

aproximación al edificio.

“Treinta segundos”, anunció, echando una ojeada hacia atrás. “No voy a

poder aterrizar. Abran la puerta y echen un cabo hacia abajo. Voy a bajar lo

máximo posible, probablemente hasta diez metros de altura. Salten a mi

señal, ¿ok? ¡Buena suerte!”.

El único que tenía experiencia operacional era Sam Dunn, cuyo último

puesto antes de ascender a jefe de turno en Langley había sido el de

responsable de la sección de la CIA en Mogadiscio. El hombre del Servicio

Clandestino Nacional abrió la puerta del Sikorsky, dejando que el aire frío

invadiese el interior del aparato, y, después de certificarse de que el cabo

estaba bien sujeto, lo tiró hacia fuera. Después se volvió hacia sus

compañeros, que lo miraban fijamente con aprensión, y les distribuyó

guantes.

“Ya sé que nunca han hecho esto y deben de estar aterrados con lo que les

espera, pero es la única forma de llegar deprisa allí abajo”, explicó.

“Pónganse los guantes para protegerse de la fricción. La cuerda, como ven, es

gruesa e irregular, lo que proporciona puntos donde nos podemos agarrar

durante el descenso. Agárrense a ella con las manos y las piernas y deslícense

hasta abajo. Si van con demasiada velocidad, aprieten para bajar más

despacio, ¿entendido?”.

“¿No es peligroso?”.

“Claro que lo es. Pero no hay alternativa, ¿no?”, Miró hacia abajo. “Yo voy

delante, para que vean como se

hace. Cinco metros después, comiencen a bajar. ¿Alguna duda?”.

Las dudas eran muchas, pero nadie se atrevió a expresarlas. De la misma

forma que no parecía posible aprender a montar en bicicleta con base en

sencillas lecciones teóricas dadas en algunos segundos, Tomás y Peter no

creían que fuese posible descender por el cabo sin haber sido antes

entrenados para eso, pero ambos eran orgullosos y permanecieron callados.

Además, Dunn tenía razón, no había alternativa.

Ahora que la puerta se encontraba abierta, el ruido del motor se volvía


ensordecedor y el viento, fuerte y cortante de tan frío, hacía lo que quería con

el pelo de los tres hombres. El aparato descendió todavía más, vieron el polvo

en la carretera allí abajo explayarse en círculo y en este instante oyeron la voz

a gritos del piloto del cockpit.

“Go!”.

Acto continuo, Sam Dunn se enroscó en el cabo y empezó a deslizarse,

desapareciendo de la vista. Tomás y Peter intercambiaron una mirada

aprensiva, como si se preguntasen el uno al otro quién iría a seguirle, y fue el

historiador el que avanzó. Miró hacia abajo y comprendió que, ahora que

había llegado su vez, el suelo parecía increíblemente distante y todo le daba

la impresión de ser todavía más difícil de lo que había pensado; pero no había

tiempo para indecisiones.

Agarró el cabo, lo rodeó con las piernas y, con el coraje de los resignados,

se lanzó al vacío. Se sintió caer y casi entró en pánico, pero se acordó del

consejo de Dunn y se agarró con fuerza al cabo, retardando la caída. Menos

mal que llevaba guantes, pensó, de lo contrario ya tendría las palmas de las

manos destruidas. El descenso se prolongó por algunos segundos y todo

pareció girar confusamente a su alrededor. Las luces de la calle rodaban

descontroladamente, pero de repente sintió los pies chocar en una superficie

dura y el descenso se paró.

Había llegado al suelo.

“¡Salga de ahí!”, ordenó Dunn, empujándolo hacia lejos del cabo. “Abra

espacio para Pete”.

Tomás se tambaleó hacia un lado del cabo, pero notó un bulto rodando por

el suelo detrás de él; era Peter Bellamy que también había bajado y había

llegado al suelo. Miró alrededor y comprendió que estaban en un cruce. Al

lado, como un coloso silencioso, se levantaba la estructura clásica de la Casa

del Templo de Salomón.

Echó un vistazo hacia atrás y vio que el helicóptero se alejaba, con el sonido

de la rotación de las hélices disminuyendo, y vio a los compañeros que

parecían estar preparados.

“¡Vamos!”.

Corrieron por el camino y fueron hacia la escalinata del edificio, flanqueada

por esfinges de estilo egipcio. Cuando llegaron a la puerta principal, decorada

por un batiente de bronce con la cabeza de un león, comprobaron que estaba

cerrada.

Rodearon el edificio a paso rápido y encontraron una puerta medio abierta


con la cerradura destrozada; era evidente que era por allí por donde había

entrado el secuestrador en la sede de la masonería americana. Tomás iba a

empujar la puerta, pero Dunn lo frenó.

“¡Espere!”, dijo el hombre de la Dirección de Operaciones de la CIA. “El

tipo puede haber puesto una trampa en la entrada”.

Tanteando a ciegas el espacio más allá de la abertura de la puerta, Dunn

estudió lo que se encontraba fuera de su campo de visión y abrió bien los ojos

cuando la mano detectó algo. Sin decir una palabra, sacó un alicate de una

bolsita y lo metió por la abertura.

Se oyó un clac.

“¿Ya está?”.

El americano respiró hondo, aliviado.

“El motherfucker había preparado realmente una trampa. Si hubiésemos

empujado la puerta sin cortar el hilo, explotaría una mina. Pero ya lo corté y

ahora el camino está libre”.

Abrieron la puerta lateral y entraron en la Casa del Templo de Salomón.

Debía de ser una entrada de servicio, ya que la puerta daba hacia un pasillo

estrecho. Dunn sacó su Heckler & Koch de la chaqueta y avanzó hacia

delante, con Tomás y Peter pegados a él. El pasillo los condujo a unas

escaleras que subieron hasta desembocar en un atrio con las paredes

iluminadas por el destello amarillento de lámparas de alabastro sustentadas

por esbeltas columnas de bronce esculpidas con figuras egipcias. Había una

gran escalinata central, con escalones que conducían a los pisos superiores y

otros que llevaban de vuelta a la planta baja.

“¿Qué hacemos ahora?”, susurró Dunn para atrás. “¿Avanzamos hacia la

cámara del templo?”.

Con un dedo delante de los labios, el portugués dio orden de silencio. Se

quedaron escuchando, esperando un sonido que les diese una pista, una

dirección, un destino.

“¡Hummm... Hummm!”.

El sonido sofocante era tenue y les pareció distante, pero les ofreció la pista

que buscaban.

“Ahí abajo”.

Con un gesto, Dunn señaló a sus compañeros los pies y se quitó los zapatos,

cuya suela resonaba por el mármol y podría denunciar su presencia.

Comprendiendo la idea, los dos compañeros le imitaron y todos se quedaron

en calcetines. Se deslizaron silenciosamente por el atrio superior y, con mil


cuidados, comenzaron a bajar la escalinata central en dirección a la planta

baja. Bajaban un peldaño, paraban para oír y bajaban el siguiente. Pasaron así

por una estatua de Albert Pie, el fundador de la masonería americana, y al

girar hacia el último tramo se encontraron con el gran atrio central.

Se dieron cuenta en ese instante de algo extraño en ese espacio. Observaron

mejor el centro del atrio y vieron una mesa de mármol en el medio. Un paño

negro estaba extendido en el suelo al lado de la mesa y había un bulto sobre

el tablero. Por los contornos sinuosos del cuerpo, les pareció una mujer.

Era María Flor.



LXXXVI

De repente la vio y fue un choque para Tomás. Ver el cuerpo de María Flor

atado a la mesa como un animal sacrificial era más de lo que podía soportar.

El bulto estaba tumbado con la parte alta de la cabeza girada hacia la

escalinata donde se escondían los intrusos. Tenía los pies extendidos en

dirección contraria, hacia la puerta de entrada, y no se movía. Su inmovilidad

levantó dudas angustiantes sobre el estado real de su amiga. ¿Estaría muerta?

La duda lo afligió de tal modo que casi vomitó. Quiso gritar y llamarla,

intentar despertarla de aquella quietud terrible, pero contuvo el impulso. No

estaban todavía suficientemente seguros como para revelar su presencia.

María Flor movió una pierna.

“¡Está viva!”, murmuró Tomás, excitado por ver el movimiento. “¿Vieron?

¡Está viva!”.

“¡Shhh!”, ordenó Dunn, estudiando con cuidado el atrio central con ojos de

cazador. “Si ella está ahí, el tipo anda cerca”.

Amarrada sobre la mesa, la portuguesa debía de haber oído los susurros

haciendo eco por las paredes de mármol del atrio central porque giró la

cabeza en dirección a ellos y los vio en lo alto de la escalinata.

“¡Hummm! ¡Hummmm!”.

La primera reacción del historiador a los movimientos y sonidos fue de

alivio y satisfacción. María Flor estaba viva y todavía la podían salvar. ¿Qué

más podría desear? Aunque la expresión de aflicción que le sorprendió en la

mirada de inmediato le alertó sobre su estado de espíritu, dejándolo inquieto

y desconfiado.

“Creo que nos quiere decir algo...”.

“Claro que quiere”, sonrió Peter, detrás de él. “Quiere que la liberemos”.

Con un gesto contundente, Sam Dunn les hizo seña para que se callasen.

Después de sondear la sala varias veces con la mirada, recomenzó a

descender los peldaños, con las dos manos agarradas a la pistola que

mantenía apuntada hacia delante, tensa y lista para disparar. Los compañeros

fueron detrás. Tomás ansioso por ir junto a su amiga. Peter aparentemente

más despreocupado.

“¡Hummm! ¡Hummm!”.

Atada a la mesa, María Flor insistía en emitir sonidos con la garganta. Los

recién llegados optaron por ignorarla; necesitaban mantenerse concentrados y


buscar la amenaza que presentían que acechaba en el atrio. Bajaron los

peldaños uno a uno y alcanzaron la base de la escalinata, flanqueada por dos

estatuas oscuras de figuras egipcias en cuclillas con jeroglíficos esculpidos en

la zona de las piernas. El hombre de la Dirección de Operaciones giró la

Heckler & Koch en todas las direcciones en busca de alguien, pero no

encontró nada.

Viendo todo desierto, y convencido de que una amenaza invisible se

escondía por algún lado en aquel espacio, Dunn se dio cuenta de que

necesitaban improvisar un plan.

“Cuando yo diga, haced ruido”, susurró a los otros y señaló hacia una fila de

columnas dóricas relucientes. “Voy a colocarme en una de aquellas columnas

y, si el tipo reacciona a vuestra maniobra de diversión, lo cojo”.

Tomás asintió y el americano se deslizó por las paredes del atrio. Cuando se

sintió preparado, hizo una señal a los compañeros que habían quedado en la

escalinata.

“¿Me estás oyendo?”, dijo el historiador en portugués, dirigiéndose a la

prisionera. “Dime si tu captor se encuentra en el atrio”.

Ella movió la cabeza frenéticamente en señal afirmativa. La respuesta le

dejó preocupado. Giró los ojos en las más variadas direcciones, peo no notó

nada sospechoso. Estuviese donde estuviese, no se encontraba visible.

“¿El tipo sabe que estamos aquí?”.

María Flor volvió a mover afirmativamente la cabeza.

“¿Dónde está?”.

“¡Hummm!¡Hummm!”.

Se dio cuenta de que la pregunta era estúpida, porque ella estaba

amordazada y no tenía forma de responder.

“¡Cuidado, Sam!”, dijo en inglés, para avisar a Dunn. “Dice que el hombre

que la raptó está en el atrio”.

El silencio se impuso en el espacio. Se tenía la impresión de que todos

habían parado la respiración y esperaban que alguien diese un paso en falso.

Sin arma a su disposición, Tomás se sintió desnudo. Miró hacia Peter y

entendió que también él había venido desarmado. ¡Qué tontería! Aquello

significaba que todo dependía de la pistola del hombre del Servicio

Clandestino Nacional que se había emboscado en las columnas del lado

derecho. Si él caía, quedarían a merced del asesino.

“Óigame con atención”, rugió Dunn, evidentemente dirigiéndose al agente

que había raptado a María Flor. “Acabamos de llegar de Langley y traigo


órdenes de Harry Fuchs. La operación que estaba en marcha se ha cancelado.

Fuchs intentó llamar a su móvil para dar la orden de desactivación, pero

estaba apagado. Si lo enciende ahora verá que tiene varias llamadas perdidas

enviadas del número del móvil de Harry Fuchs. Voy a darle dos minutos para

que lo compruebe y después abandonamos nuestro escondrijo y vamos a

liberar a la mujer. ¿Me ha oído?”.

Aguardaron unos segundos, pero no hubo respuesta. Lo cierto es que no

podía haberla, porque, si respondiese, el hombre emboscado denunciaría su

posición. Dunn creía, sin embargo, que la información que acababa de dar era

suficientemente fundamentada para que el adversario entendiese que le decía

la verdad. A fin de cuentas le bastaba comprobar que de hecho el móvil no se

encontraba disponible para recibir llamadas.

“Muy bien”, volvió a decir en voz alta Dunn, “comienzan ahora los dos

minutos”.

El silencio más absoluto regresó al atrio central. Tomás estaba impaciente,

quería ir al lado de María Flor y liberarla de la mesa pero sabía que tenía que

esperar el momento adecuado. Observando a su amiga con atención, se dio

cuenta de que ella volvía con insistencia la cabeza hacia su lado izquierdo, el

lado de la sala contrario al sitio donde Dunn se había emboscado. El atrio

central era simétrico y el lado que indicaba con sus movimientos de cabeza

persistentes tenía también una fila de columnas dóricas. Sus movimientos

únicamente podían significar una cosa.

“¡El tipo está allí!”, susurró el historiador para sí mismo, interpretando las

señales. “Detrás de las columnas...”.

Examinó las estructuras con atención. Las columnas eran de granito verde

Windsor, cuidadosamente pulidas; sujetaban una viga maestra y cada una de

ellas tenía delante, girada hacia el centro del atrio, una silla de madera con

alas egipcias esculpidas en el respaldo. Además de eso, sin embargo, nada

raro vio por allí. No había señales de la presencia de nadie. Sin embargo,

María Flor continuaba girando sucesivamente la cabeza hacia su lado

izquierdo, como si pretendiese señalar las columnas, y Tomás se sintió en la

obligación de llamar la atención de Sam Dunn. Lo alertó con un “¡psst!” y

señaló las columnas con el dedo. El hombre de la Dirección de Operaciones

hizo un gesto de duda sobre si sería una buena idea, pero acabó por aceptar.

Haciendo señal de que le había entendido, volvió su atención hacia aquel

lado.

La manecilla de los segundos en los diversos relojes completó su segunda


vuelta entera, señalando así el final de plazo.

“Se agotaron los dos minutos”, anunció Dunn en voz alta. “Espero que haya

visto que su móvil está realmente apagado. Si lo encendió, seguro que vio las

señales de llamada de Harry Fuchs. Repito que la operación fue cancelada

por orden del director del Servicio Clandestino Nacional. ¿Ha entendido?”.

Hizo una pausa esperando respuesta, pero nada ocurrió. “Ahora vamos a

liberar a la prisionera”.

Esta idea era más fácil de anunciar que de ejecutar. El silencio del agente de

Fuchs parecía inquietante. Tal vez no fuese buena idea que alguien se

expusiese mientras el adversario no confirmase que acataba la orden de poner

fin a la operación. Tomás y Dunn intercambiaron una mirada de indecisión,

dudando sobre lo que deberían hacer, dadas las circunstancias. El portugués

se dio cuenta de que Dunn no podía de ninguna forma ser abatido, ya que era

el único que había ido armado. La responsabilidad recaía sobre él mismo.

Esbozó un gesto en dirección a Dunn, indicándole que siguiese escondido, e

hizo señal de que iba a avanzar. El hombre de la Dirección de Operaciones

hizo un gesto afirmativo y se preparó para abrir fuego.

“Voy a liberar a la prisionera”, anunció Tomás en voz alta. “Estoy

desarmado y no soy una amenaza. No dispare”.

El corazón le latía con fuerza en el pecho. La mente le decía que era una

locura lo que estaba haciendo, las piernas le temblaban de miedo, como si

estuviesen hechas de gelatina, pero incluso así el historiador abandonó la

escalinata y se expuso en el atrio central, con las manos en alto para mostrar

que de hecho no llevaba ninguna arma.

“¡Hummm! ¡Hummm!”.

María Flor se multiplicaba en rugidos mudos, los ojos abiertos de horror y

la cabeza girando sucesivamente hacia su izquierda, como si no estuviese de

acuerdo con la decisión de él y lo avisase del peligro que corría. La reacción

de ella le hizo dudar. Su compañera sabía algo que él forzosamente

desconocía. ¿Por qué tal alarma? Tuvo ganas de retroceder, y casi lo hizo,

pero ya era tarde. Después de anunciar que la iba a liberar y de exponerse de

aquel modo, le parecía ridículo volver hacia atrás con el rabo entre las

piernas. El ridículo debía de ser la menor de sus preocupaciones, le decía una

parte de su mente, insistiendo que era mejor hacer el ridículo y permanecer

vivo que hacerse el valiente y acabar en la fosa de un cementerio americano.

Pero la otra parte, la que estaba dominada por el deber y también por la

determinación de liberar a María Flor costase lo que costase, insistía en


seguir, aunque fuese hacia el abismo.

Se sentía en el punto de mira de un arma manejada por un asesino

profesional, pero por más que mirase hacia las columnas dóricas del lado

izquierdo no vislumbraba el menor movimiento. La mayor amenaza, era bien

consciente, era de hecho aquella que permanecía invisible. Avanzó despacio

y sin movimientos bruscos, las manos siempre extendidas en el aire. Tenía la

esperanza de mostrar que su presencia no constituía ninguna amenaza. Por el

rabillo del ojo vio a Dunn al lado de una columna, en el lado derecho, con su

Heckler & Koch buscando un blanco, y eso lo hacía sentirse en cierto modo

protegido.

Se acercó por fin a la mesa sacrificial y contempló a María Flor, amarrada y

amordazada, los ojos abiertos casi fuera de órbita, agitando la cabeza hacia su

izquierda, donde se extendía la sábana negra enrollada y la fila de columnas

de granito pulido.

“¡Hummm! ¡Hummm!”.

En el momento en el que Tomás agarraba el adhesivo que la amordazaba y

lo iba a arrancar, la sábana negra se levantó como un fantasma, una pistola

salió del tejido, se oyó el ploc ploc sucesivo de dos disparos con silenciador y

el sonido de cuerpos cayendo al suelo. El portugués se volvió y, con

estupefacción y horror, vio a Sam Dunn extendido sobre el piso de mármol

del atrio con los ojos fijos en el infinito.

Tenía un agujero de bala en la frente.



LXXXVII

Ambos con la marca de un tirador de élite, se habían oído dos tiros

fulminantes. El primero abatió a Sam Dunn, el segundo cogió a Peter

Bellamy debajo del ojo izquierdo y también le provocó la muerte inmediata.

Ocurrió todo de forma tan rápida e inesperada que Tomás se quedó sin

reacción, con la mirada confundida oscilando entre Dunn extendido en el

suelo, la Heckler & Koch a un palmo de su mano entreabierta y el cuerpo de

Peter tumbado en la escalinata, con la cabeza hacia abajo y con los pies en los

peldaños más elevados.

“Le felicito, señor Noronha”, dijo el comandante Fuentes, deshaciéndose de

la sábana negra debajo de la cual se había escondido. “Consiguió llegar hasta

mí en muy poco tiempo. Nunca pensé que sería capaz”.

El historiador permanecía estupefacto y observaba lo que acababa de

suceder con una mezcla de incredulidad y susto, como si admitiese la

hipótesis de que todo aquello no fuera más que un mal sueño, algo tan

surrealista que solo podía resultar de una fantasía. Pero no, aceptó

inmediatamente, lo que había ocurrido había sido bien real y sus vidas, la de

él y la de María Flor, estaban a punto de llegar al final de una forma bien

estúpida.

“¿Tiene consciencia de lo que acaba de hacer?”, tartamudeó. “Ha matado a

dos colegas suyos, dos elementos de la agencia para la cual trabaja”.

El comandante Fuentes se encogió de hombros.

“Soy un soldado y cumplo órdenes”.

“¿Pero quién le dio semejante orden? ¿No oyó lo que dijo su colega? Su

operación fue cancelada por Harry Fuchs. Fue el propio director del Servicio

Clandestino Nacional de la CIA quien dio las órdenes. ¿No le obedece?”.

“Fue justamente por obedecerle que tuve que liquidar a esos idiotas”,

respondió. “Como, además, ahora os tengo que liquidar a vosotros. Y yo no

soy hombre para dejar una orden por cumplir, como ya se debe de haber dado

cuenta”.

“La operación fue cancelada”, repitió Tomás. “¿Entiende lo que le digo?

Harry Fuchs intentó llamarle varias veces para informarle, pero su móvil no

estaba disponible. Canceló la operación, no hay necesidad de... de todo esto”.

El asesino de la CIA movió la cabeza, evidentemente insensible al

argumento.


“Cometió un gran error al haber venido aquí”, dijo en un tono frío. Hizo un

gesto indicando los dos cuerpos tumbados por tierra. “Y ellos también. Sé

muy bien que la operación está terminada, Fuchs me informó de eso en

tiempo oportuno. Pero también me dio orden de limpieza, ¿entiende? Durante

esta operación secreta fueron cometidas ciertas... llamémoslas

irregularidades, si usted quiere. Como por ejemplo la muerte de su

compinche en la Universidad de Georgetown”.

“¿Jorge? ¿Ha matado a Jorge?”.

“Hice lo que tenía que hacer y ahora estoy procediendo a la limpieza. Los

testigos tienen que eliminarse para que no queden vestigios que conduzcan a

mí o a Fuchs”. Esbozó un gesto en la dirección de María Flor. “La orden para

cancelar la operación fue dada después de haber cogido a su novia. Por azar,

ella se volvió un testigo inadvertido de mi papel en la operación. Por eso la

tengo que eliminar. A ella y a todos los que se crucen conmigo”. Señaló los

cuerpos de Dunn y Peter. “Como ellos”. Señaló a Tomás. “Y como usted”.

“Eso es ridículo, está solo agravando su caso”.

“¿Le parece? Y cuando mueran los dos, ¿quién me puede comprometer?”.

El historiador repasó todas las personas con las que el asesino de la CIA se

había cruzado. Jorge, Dunn, Peter, él mismo y María Flor. Todos muertos o a

punto de ser abatidos.

“Harry Fuchs”, respondió. “Él sabe que está metido en esto”.

El mayor Fuentes soltó una carcajada con buen humor.

“Mi director no me denunciará, soy su mejor agente y todo lo que hice fue

por orden suya. Puede eliminarlo de la lista. ¿Dígame quien más conoce mi

implicación en el caso?”.

“Alguien debe de haber...”.

“Si no hubiesen venido, ¿sabrían que el comandante Fuentes estaba metido

en esta operación?”.

Era una excelente pregunta, entendió Tomás. Viéndolo bien, y ahora que

pensaba en el asunto, Harry Fuchs nunca había pronunciado delante de nadie

el nombre de su operativo. Solo se sabía que había un agente suelto que había

cogido a María Flor. Nada más. No existía de hecho ninguna pista relativa a

su identidad. Era como si el agente fuese un fantasma.

“Oiga, vinimos en helicóptero para llegar más deprisa”, dijo el portugués,

cambiando de ángulo en el intento de abrir una brecha en el sólido muro de

seguridad de su enemigo. “Pero en cualquier momento deben de estar

llegando refuerzos. Si fuera así...”.


“Lo sé”, replicó el comandante Fuentes, levantando su Sig Pro

semiautomática y apuntando a su interlocutor. “Razón por la cual tendré que

eliminarlos a los dos antes de que se haga tarde”.

Al ver el cañón de la pistola girado hacia su cabeza, Tomás retrocedió dos

pasos.

“Oiga, vamos a hablar...”.

“Adiós”.

Acto seguido, el hombre de la CIA apretó el gatillo, pero nada ocurrió más

allá de un clic intrigante. Apretó de nuevo el gatillo y una vez más el arma no

disparó.

“¿Qué...?”.

Los ojos del comandante Fuentes cayeron sobre la Sig Pro, intentando

entender lo que ocurría, y arqueó las cejas en el momento en el que

comprendió el problema.

“Fuck!”, maldijo, como si insultase a la pistola. “¡Se atascó! ¡La estúpida se

atascó!” Un golpe de suerte. Tomás entendió que la casualidad le había dado

una oportunidad inesperada y tendría que aprovecharla. Se giró y corrió en

dirección a la fila de columnas del otro lado del atrio central, donde se

encontraba extendido el cuerpo inerte de Sam Dunn.

Y la Heckler & Koch.

Llegó junto a la pistola de Dunn y se inclinó para cogerla, pero en ese

instante sintió que le faltaba el aire. Fue proyectado en el suelo y un dolor

terrible le surgió en el costado y le quemó las costillas. Algo lo había

alcanzado, no sabía el qué y no tenía tiempo para indagar, solo interesaba la

Heckler & Koch. Estaba tumbado en el suelo y extendió el brazo izquierdo

para cogerla, pero un pie sin saber de dónde venía le pisó el brazo y le

impidió alcanzar el arma. Levantó los ojos y, desesperado, vio al mayor

Fuentes sobre él. El agente de la CIA era un hombre ágil; había ido detrás de

él, lo había derrumbado cuando se preparaba para coger la pistola y en ese

momento lo pisaba para impedirle llegar a ella.

“Usted es listo y rápido en reaccionar”, dijo el comandante Fuentes.

“Desgraciadamente para usted, eso no lo salvará. Ni a usted ni a su novia.

Esta Heckler & Koch es la única arma operacional que tenemos aquí y,

lamento informarle, ahora es de mi propiedad”.

Dobló el cuerpo y extendió el brazo para coger el arma de Dunn. Estaba

todo perdido, pensó Tomás. Había tenido una oportunidad y la había

desaprovechado. No sabiendo cómo, reaccionó deprisa y corrió hacia la


pistola, pero la verdad es que su enemigo fue todavía más rápido. Era un

profesional y había conseguido anticiparse. Estaba todo perdido.

O tal vez no.

Viendo al comandante Fuentes inclinado cogiendo la pistola, y ciego por la

desesperación, el portugués sacó del bolsillo el gran pentáculo que Frank

Bellamy le había enviado y, usándolo como si fuese una piedra, golpeó el

rostro del asesino de la CIA, alcanzándolo de lleno y con brutalidad en la

nariz. La sangre brotó de la cara de su adversario, que gimió de dolor y se

tambaleó hacia atrás, liberando el brazo de Tomás.

Dando un salto hacia delante, el historiador cogió la pistola, se puso de pie y

la apuntó al comandante Fuentes con las dos manos sujetando la culata. El

americano se recuperó del impacto en la cara y dio un paso amenazador hacia

delante.

Tomás apretó en el gatillo y abrió fuego. Un tiro. Después otro, otro, otro y

otro más.

Fueron en total cinco disparos y los estampidos de los tiros de la Heckler &

Koch casi lo dejaron sordo, dejándole un zumbido en los oídos. No sabía por

qué, pero únicamente paró al quinto tiro. O tal vez lo supiese. El primero

había sido por él mismo, para frenar al enemigo, para salvarse. El segundo

fue por Jorge, el tercero por Peter, el cuarto por Dunn. Y el quinto tiro, tal

vez el único que le dio un cierto placer macabro, fue por María Flor. Cinco

tiros, uno por cada víctima, el último por ella, por lo que le había hecho, por

lo que todavía había querido hacerle.

Bajó el arma humeante y contempló el cuerpo extendido en el mármol y

apoyado en una columna. Una mancha de sangre empapaba el pecho del

mayor Fuentes, resultado de tres tiros que lo habían alcanzado allí, uno de

ellos ciertamente en el corazón. Lo peor, sin embargo, era la cabeza. Estaba

deshecha, sobre todo la nuca. Dos balas le habían entrado por la cara y al salir

despedazaron la parte de atrás del cráneo, esparciendo sangre, fragmentos de

cráneo y de masa encefálica por el suelo.

“¡Hummm! ¡Hummm!”.

Desvió la mirada hacia la mesa colocada en el centro del gran atrio. María

Flor lo miraba con una expresión de alivio y de gratitud. Rendido por su

mirada, dejó caer la Heckler & Koch y caminó como un sonámbulo en su

dirección. Al acercarse a la mesa, se quedó indeciso, sin saber lo que hacer

primero. ¿Tirarle la mordaza? ¿Desatarla antes de nada?

Lo que más echaba de menos era su voz. Comenzó por arrancarle la


mordaza. Arrancó el adhesivo con un gesto rápido, para reducir el dolor a un

breve instante, y le sacó el pañuelo que le llenaba la boca.

“¿Estás bien?”, es lo primero que ella dijo. “¿No estás herido? ¿No te han

alcanzado?”.

“Claro que no, tonta”, respondió él, acariciándole el rostro acalorado. “¿Y

tú, cómo estás?”.

Los ojos castaños de María Flor se humedecieron, las lágrimas empezaron a

deslizarse por la cara, mojándole la piel enrojecida y goteando sobre los rizos

del pelo, y él se emocionó con la emoción de ella, y la abrazó, primero

tocándola suave, como si aquella mujer fuera una preciosidad y tuviese

miedo de romperla, después apretándola con fuerza, para sentirle el cuerpo y

la vida; la agarró por fin para unirla a él, la agarró como si tuviese miedo de

perderla, la agarró como para no dejarla nunca más.



Epílogo

El paisaje verde del interior de Portugal corría rápido por la ventana, como

si fuesen los pinos y los arbustos y las pequeñas casas con fincas los que

viajaban en el tren. Después de echar una mirada melancólica al pinar que

cruzaba la composición, Tomás volvió por enésima vez su atención hacia la

quinta página del The Washington Post de la víspera, que había adquirido en

el aeropuerto de Dulles antes de coger el vuelo hacia Europa.

La noticia que le interesaba se titulaba “Equipo de la CIA entre las víctimas

de Trípoli”, y el texto anunciaba que se habían encontrado entre los

escombros del ala de la embajada americana en Libia, destruida días antes

por el atentado llevado a cabo por extremistas islámicos, los cuerpos del jefe

de una sección de operaciones de la agencia americana de espionaje, Samuel

Dunn, del analista de estrategia Peter Bellamy y del comandante Manuel

Benítez Fuentes, referido como “uno de los más condecorados agentes de la

CIA”. La noticia citaba un elogio del director de la agencia de espionaje a los

tres hombres por haber dado la vida “por la seguridad de América”.

Anunciaba también condecoraciones a los tres “por servicios relevantes

prestados a la nación”. Otra noticia al final de la misma página narraba el

“suicidio del director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA, Henry

Anderson Fuchs”, que se habría tirado al Potomac, y citaba fuentes bien

informadas según las cuales la víctima estaba últimamente “muy deprimida”.

La misma noticia, en pocas líneas, terminaba diciendo que el suicidio había

dejado “chocado” a su viejo amigo, el director adjunto de la Dirección de

Ciencia y Tecnología, Walter Halderman, que como consecuencia de esta

pérdida, había decidido solicitar la jubilación anticipada.

El historiador se habría reído, si no fuese porque todo lo ocurrido en los

últimos días había provocado la muerte de varias personas, incluyendo la de

su amigo Jorge. No, pensó. Nada de aquello tenía realmente ninguna gracia.

Hojeó el periódico y leyó otra pequeña noticia en la página diez del The

Washington Post, donde se concentraba la información local. El texto,

igualmente corto, contaba el cierre de las R Street y S Street, a la altura del

16th Street, debido a un ejercicio de incendio en uno de los edificios de

aquella zona de Washington, DC. Los vecinos hablaban de la presencia de

helicópteros, ambulancias y coches de la policía y protestaban por un

ejercicio tan aparatoso realizado por las autoridades entre las tres y las cuatro


de la mañana, hora que a nadie le parecía razonable. Una fuente de los

bomberos se justificaba, alegando que se había considerado que era mejor

llevar a cabo los ejercicios a aquella hora “para no perturbar el tráfico durante

el día”, aunque mostraba apertura para “valorar la cuestión en situaciones

futuras”.

Una mano empujó el periódico hacia abajo.

“Y bien, cariño. ¿Estás listo?”.

Tomás levantó los ojos y vio a María Flor sonreírle.

“¿Qué?”. “Estamos llegando, ¿No lo ves?”.

El historiador se giró hacia la ventana y vislumbró el enmarañado urbano de

Coimbra apareciendo en el exterior; oyó el chirrido de los frenos y se dio

cuenta de que la marcha del tren se suavizaba. Recordó vagamente haber oído

una voz hablando por los altavoces, evidentemente anunciando que llegaban

a la ciudad, y vio a algunas personas alrededor levantarse y coger sus cosas

para salir.

“Tienes razón”, dijo, doblando el periódico y levantándose para coger las

maletas de ambos. “Estaba entretenido viendo la manera como aquella gente

cubrió lo ocurrido. Es increíble. Hasta lograron suicidar a Fuchs, ¡fíjate!”.

“Déjalo, ya pasó”.

El tren se inmovilizó dos minutos después en la estación de Coimbra, donde

Tomás y María Flor se bajaron con las maletas. Hacía sol, el aire era puro y

los colores eran brillantes como suelen ser casi siempre en Portugal; bastaba

aquello para dejarlos alegres.

“¿Y bien, mi querida paleta?”, bromeó, provocándola. “¿Vamos a coger un

taxi?”.

“No me llames paleta”.

“¡Paleta!”, se rio. “Te pones en una puerta a escuchar la conversación de los

demás y después se arman estos líos...”.

“Me puse furiosa contigo, ni te imaginas. Si hubiese podido, si hubiese

podido... ¡te torcía el pescuezo allí mismo! ¡Estaba furiosa!”.

“¡Ssssh! Yo que inventé una historia cuando Pete nos cogió asaltando el

apartamento de su padre, para ver si él no te hacía nada y te dejaba en paz, y

así me lo agradeces. Una ingrata, ¡eso es lo que eres! ¡Una grandísima

ingrata!”.

La referencia al hijo de Frank Bellamy trajo una sombra que entristeció a

María Flor.

“Pobre Pete”, murmuró. “Fue a salvarme y... y quien no se salvó fue él”.


Cogieron un taxi delante de la estación y, después de dar la dirección de la

Casa de Reposo, siguieron en silencio en el asiento de atrás, agarrados uno al

otro y con el pensamiento en aquellos con quienes se habían cruzado en los

últimos días y que habían tenido un final tan terrible. Los rostros de Jorge,

Peter y Dunn les volvían una y otra vez a la mente. Si hubiesen muerto por

algo que valiese la pena, aun lo podrían aceptar, pero... ¿por todo aquello?

Nada de lo que había pasado les parecía que tuviese sentido.

“Son ocho euros”.

La voz del taxista los despertó del letargo. Habían llegado a la plaza y el

conductor esperaba. Le dieron el dinero, salieron del coche y, con Tomás

cogiendo las dos maletas, cruzaron el portón y entraron en la residencia. Las

funcionarias fueron a la puerta a acoger a la directora, pero la prioridad del

historiador era ver a su madre.

“Está arriba”, dijo una de las funcionarias. “A Doña Gracia le gusta ir a la

terraza a tomar el sol”.

Después de dejar las maletas en el atrio, el recién llegado subió las escaleras

y se dirigió hacia la gran terraza de la casa, donde se juntaban varios

huéspedes de la residencia. Encontró a su madre tumbada en una hamaca, con

los párpados cerrados y el rostro vuelto hacia el sol, saboreando el calor. Se

inclinó sobre ella y la besó en la cara.

“¡Hola, mamá!”, la saludó. “¿Estás bien?”.

Doña Gracia abrió los ojos, sorprendida, y miró al recién llegado.

“¿Quién es usted?”.

“Soy yo, mamá, Tomás”.

Ella movió la cabeza.

“Tomás está en el colegio”, le informó. “Doña Dete, no sé si la conoce, es

profesora de la cuarta clase, me ha dicho que es un genio en aritmética. ¡Se

sabe toda la tabla!”. Suspiró. “Ah, sale a su padre. Pero parece que le interesa

también la historia. ¡Es tan inteligente! Suspiró. Un día hasta va a ser alguien

en este país, se lo digo yo. ¡Alguien importantísimo! Y toda la gente hablará

de mí como la madre de Tomás Noronha”. Cerró de nuevo los párpados,

reconfortada por ese pensamiento. Apoyó la cabeza en la hamaca y giró una

vez más la cara hacia el sol. “Mi querido Tomás va a llegar lejos, sí. Espere y

verá...”.

Su madre había empeorado de nuevo, comprendió apenado. O la nueva

medicación no había dado buenos resultados, algo que no había sido

controlado durante la ausencia de María Flor, o entonces ella tenía un mal


día. Y esos días ocurrían cada vez más frecuentemente, Tomás lo sabía, y

cuando eso ocurría no había medicamentos que sirviesen.

Se sentó a su lado, y le pasó la mano cariñosamente por el pelo. Después

miró hacia el pinar que se extendía por detrás de la residencia y sintió el calor

del astro incandescente acariciarle la cara. Se estaba realmente bien en

aquella terraza. Se relajó y sus pensamientos deambularon libremente por los

acontecimientos de los últimos días, comenzando por el encargo que había

recibido en la Gulbenkian, pasando por la persecución allí en Coimbra y por

el proyecto del Ojo Cuántico en la caja fuerte del gabinete del fallecido

responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA...

Se detuvo en ese punto de los acontecimientos. El secuestro de María Flor y

la necesidad de salvarla se habían convertido en aquel momento en su

prioridad, relegando todo el resto a un segundo plano. Pero ahora que

pensaba en eso con más calma pensaba que debería prestar más atención al

contenido del documento que Frank Bellamy les había dejado. El Ojo

Cuántico constituía realmente un hecho intelectual notable, sin duda digno de

un Nobel. Durante décadas la ciencia se había esforzado por ignorar las

profundas implicaciones filosóficas del descubrimiento de que la consciencia

crea parcialmente la realidad, tan perturbadora era esa constatación, y

Bellamy había conectado los cabos sueltos, unificando la física cuántica, la

relatividad y la física clásica y cerrado así el ciclo de lo real, demostrando

que el universo crea la vida, que a su vez crea la consciencia, que a su vez

crea el universo.

“Yo nací en la mente”, murmuró, citando de memoria el libro XIII de la

Hermética, texto milenario de Hermes Trismegisto. Después se acordó de

otra cita del fundador de la enigmática sabiduría hermética, la cita que abría

la Tabula Smaragdina. “Y así como todas las cosas vinieron del Uno, así

todas las cosas son únicas”.

Se trataba de un descubrimiento realmente extraordinario y, tal vez, con

implicaciones para la experiencia de casi muerte que su madre había tenido

durante el paro cardíaco. Si yo nací en la mente y todas las cosas vinieron del

UNO, y si la consciencia está por detrás de todo, por qué no estar también por

detrás de la muerte? ¿La experiencia de las dos rendijas no demuestra que

existe un nivel fantasmagórico entre la realidad y la nada, un nivel en el que

las cosas aún no son reales pero tienen el potencial de serlo? ¿Será en esa

subrealidad donde se sitúa el nivel de la muerte? Si la consciencia es el origen

de la realidad y si la muerte forma parte de la realidad, ¿estará la consciencia


por detrás de la muerte? ¿Sobrevivirá la consciencia a la muerte en ese limbo

entre lo real y la nada? ¿Y por qué no?

Se preguntó si la experiencia de casi muerte de su madre estaría relacionada

con el principio de la física según el cual la información, una vez creada,

jamás puede ser destruida. En realidad, y en consecuencia de la segunda ley

de la termodinámica, cuando en un cierto momento parece que una

información ha sido eliminada, por ejemplo del ordenador o del cerebro, lo

que en realidad sucede es que ha sido lanzada al medio ambiente y se

dispersa por el universo. Pero la información sobrevive porque es

indestructible. Ahora bien, no es la consciencia una propiedad emergente

resultante de una estructura compleja de información? Si esto es así, tampoco

esta puede ser destruida, incluso después de nuestra muerte. La consciencia,

porque es información, se dispersa por el universo. O sea, la consciencia no

muere.

¿Habría sido eso lo que había pasado cuando se sintió salir del cuerpo?

¿Será la muerte el momento en que la consciencia abandona el cuerpo y se

dispersa por el universo?

Más sorprendente era la conclusión de que el universo creaba lo real a

través de su constante observación. La realidad no existe antes de ser

observada. Es una idea realmente extraña, consideró. El hecho de observar

quiebra la superposición cuántica, descrita en el misterioso Ψ que simboliza

la función de onda de la ecuación de Schrödinger, y la obliga a formar la

realidad como la conocemos. Una vez que el experimento de la doble rendija

muestra que es la consciencia quien dicta la forma como lo real se constituye,

la implicación de que el universo se observa a sí mismo tiene una

consecuencia desconcertante y tremenda: el universo es consciente.

Le parecía increíble formular la idea de aquella forma y con aquellas

palabras, pero la evidencia se imponía. El universo es Ψ, todas las cosas

existen virtualmente en una única porque “todas las cosas vinieron del Uno”;

lo real nace porque “todas las cosas son únicas”; lo real se forma porque el

universo es consciente y se observa a sí mismo.

El universo es consciente.

¿Qué consecuencias tenía eso para él, para su vida, para los que lo

rodeaban?, se preguntó Tomás. Una idea comenzaba a ganar forma en su

mente, una idea extraña, atrevida, provocadora. Una idea ultrajante. Si el

universo era consciente, ¿quién era él, Tomás? ¿Quién era su madre? ¿Quién

era María Flor? Si el universo los creaba a través de la consciencia, ¿qué le


decía eso sobre el origen y el significado de su existencia? Sí, ¿quién era él?

No era una persona, era un personaje de ficción, como un actor en una obra

de teatro.

La respuesta lo alcanzó con la fuerza de una bofetada en toda la cara. Él,

Tomás, era un personaje, un mero personaje. La idea le golpeó la mente,

insidiosa y cruel. Intentó ahuyentarla, convencerse de que no podía ser, su

imaginación se volvía demasiado fértil y estaba fuera de control, pero cada

vez que regresaba a las bases de lo que sabía a ciencia cierta sobre la

naturaleza más profunda de la realidad y pensaba en la asombrosa

constatación de que el universo es consciente, la idea se imponía de nuevo.

Él, Tomás, era un personaje. Su madre, María Flor, Frank Bellamy, el hijo,

Pete, hasta el Fucking Fuchs y el psicópata no sé cuantos que casi le había

matado, todos ellos eran personajes, sus vidas no pasaban de creaciones de un

universo que los había concebido y los manipulaba y les decía qué hacer y

qué decir y que determinaba lo que les sucedía a cada hora, cada día, en cada

página. Cada página.

Si el universo era consciente, el universo era un escritor y él, Tomás, un

personaje que ese escritor había imaginado. Sí, se trataba sin duda de una

idea tremenda, pero le pareció genuina y en cierta forma la sentía verdadera...

El universo era la mente del escritor en el momento de la creación literaria.

Si el escritor había inventado los acontecimientos que le habían sucedido en

los últimos días, claramente debía decidir por donde comenzar la historia.

Seguro que comenzaba por Suiza, ¿pero en qué parte de Suiza? ¿En Zúrich?

¿En Ginebra? ¿En Berna? ¿O en una aldea cualquiera perdida de los Alpes?

Para el autor que lo había creado, Suiza era una función de onda en la que

todas las posibilidades coexistían en superposición, pero con probabilidades

diferentes, mayores en el caso de Zúrich y de Ginebra, menores cuando se

hablaba en pequeñas aldeas del país. En un determinado momento, sin

embargo, el autor se cuestionó sobre el sitio exacto donde iría a comenzar la

historia. Esa pregunta que se hizo a sí mismo fue una observación consciente

y, en ese instante de decisión, las posibilidades virtuales que cubrían toda

Suiza en una onda de probabilidades en superposición se quebraron y se

convirtieron en una partícula real en un único punto. La ciudad de Ginebra, el

complejo del CERN. La historia comenzó por ser virtual, cubriendo toda

Suiza, y se volvió real cuando el autor tomó la decisión de comenzar

específicamente en el CERN, en Ginebra. Era así como el universo creaba la

realidad. Partía de una onda que cubría todas las posibilidades en


superposición y, en el momento de la decisión, la realidad se convertía en

partícula en una única posición. El universo era un escritor.

La ironía, sin embargo, era que el propio escritor era, él a su vez, una

creación. Tal vez ese autor no lo supiese, o tal vez ya lo hubiese entendido.

En todo caso, eso era lo de menos. El hecho era que si el universo era

consciente y si la consciencia creaba literalmente la realidad, entonces el

autor de las aventuras de Tomás Noronha era, también él, un personaje de

ficción, el mero producto de la imaginación consciente del universo que lo

había creado.

Y sus lectores también.

Las personas que leen las historias del escritor son igualmente personajes de

ficción, aunque nunca se hayan dado cuenta. El universo, que engloba al

escritor y a cada uno de los lectores, los imagina y les da vida porque es

consciente y es la consciencia quien crea la realidad. Hermes Trismegisto

tenía razón.

Nosotros nacemos en la mente.

“¿Tomás, quieres un té?”.

La voz dulce y melodiosa de María Flor deshizo los extraños pensamientos

de Tomás Noronha con la misma suavidad inexorable con que el viento

dispersa la neblina. Movió la cabeza, determinado en olvidar las extrañas y

perturbadoras ideas que habían surgido en su espíritu, se levantó y se le

acercó. María Flor, su compañera de aventuras, su novia, le acogió con una

sonrisa y una taza humeante de té.

“Eres un cielo”. Le dijo.

Y la besó apasionadamente en los labios.



Nota final

Aunque pueda parecer materia de ficción, la idea de que la observación crea

parcialmente la realidad es de hecho un producto de la ciencia del siglo XX y

fue ampliamente discutida por Albert Einstein, Niels Bohr, Erwin

Schrödinger, Werner Heisenberg y todos los grandes físicos en el quinto

Congreso Solvay, en 1927, y en otros encuentros y conversaciones

posteriores. El asunto permanece polémico, con los científicos divididos

sobre la forma de interpretar los descubrimientos sobre el extraño mundo de

los cuantos.

El papel de la observación en la creación de la realidad fue llevado entonces

al centro del debate y algunos físicos eminentes, como John Wheeler y John

von Neumann, notaron que la observación era sinónimo de consciencia. Se

trató de una conclusión controvertida, aunque apoyada por otros grandes

físicos. Eugene Wigner, premio Nobel de Física, escribió por ejemplo que “el

contenido de la consciencia es la realidad última” y que “no es posible

formular las leyes de la mecánica cuántica de una forma totalmente

coherente sin tener como referencia la consciencia”, mientras que uno de los

fundadores de la teoría del universo inflacionario, Andrei Linde, afirmó: “No

logro imaginar una teoría del todo coherente que ignore la consciencia”.

Esta declaración es, además, replicada por Sir Roger Penrose: “La

consciencia es parte de nuestro universo, por lo que cualquier teoría física

que no la presuma sufre un fallo fundamental en la descripción genuina del

mundo”.

Este punto, además, no es nada pacífico. Muchos físicos no se sienten a

gusto con las sorprendentes implicaciones de estos descubrimientos y, por

razones filosóficas, rechazan de forma tajante el papel de la consciencia. Por

eso tienden a ignorar los problemas planteados por el experimento de la doble

rendija y a poner toda la mecánica cuántica por debajo de una conveniente

designación técnica: “El problema de la medición”. Este asunto delicado

queda así reducido a una expresión inocua y de esa forma se esconde lo que

la palabra medición en última instancia significa: observación consciente.

Cuando se mide alguna cosa, se está haciendo una observación. El

experimento de la doble rendija muestra que un objeto cuántico, incluso un

átomo o una molécula, es una onda o una partícula en función de la forma

como el sujeto decide conscientemente observarla. O sea, la elección del


sujeto determina la naturaleza de lo real, como constató Bohr a través del

principio de la complementariedad y Heisenberg a través del principio de la

incertidumbre. Este experimento de la doble rendija se reveló de tal forma

desconcertante que Albert Einstein lo declaró “incomprensible” cuando se

aplica a un único electrón, mientras que otro premio Nobel de Física, Richard

Feynman, concluyó que “encierra el misterio de la mecánica cuántica”, la

cual “es imposible, absolutamente imposible, de explicar de una forma

clásica”.

Una importante parte de ese misterio radica en la enigmática naturaleza de

las partículas antes de ser observadas. Un electrón, por ejemplo, es una onda

antes de que el científico mida lo que pasa en las rendijas, momento en el que

el electrón se vuelve una partícula. Schrödinger pensaba que la onda era real,

algo que apoyaba Louis de Broglie, pero muchos físicos de su tiempo

pensaban de otra forma. A pesar de la prudencia que usaba cuando se

expresaba, Bohr acabó por declarar que “no existe el mundo cuántico”,

rechazando así la realidad sin la observación, y Heisenberg, siguiendo su

línea, declaró que “los átomos o la partículas elementales no son reales;

forman un mundo de potencialidades o posibilidades”.

El propio Einstein, que desde el otro lado de la barricada defendía la

existencia de la realidad independientemente de la observación, acabó por

admitir que la onda descrita por la función de onda era Gespensterfeld, o un

“campo fantasma”, por tanto sin existencia real tal como la concebimos. “Es

una versión cuantitativa del viejo concepto de potencia de la filosofía

aristotélica”, aclaró por su parte Heiseberg a propósito de la función de la

onda como onda de probabilidades, subrayando que eso “introdujo algo

situado entre la idea de un acontecimiento y el acontecimiento real, un

extraño tipo de realidad física existente entre la posibilidad y la realidad”.

Como si la realidad sin observación, y por consecuencia sin consciencia,

fuese fantasmagórica, una especie de realidad virtual o “potencial”, para

utilizar la terminología aristotélica de Heisenberg, y que solo se volvía

definida, o real, en el momento en que era observada. “La panoplia de

electrones fantasma solo describe lo que ocurre cuando no estamos

observando”, afirmó John Gribbin, biógrafo de Schrödinger, subrayando que

“cuando observamos, desaparecen todos los fantasmas a excepción de uno,

el cual se solidifica en un electrón real”.

Es en este punto en el que la consciencia entra en el proceso de creación

parcial de la realidad. La fórmula matemática que permite el cálculo del


proceso cuántico “fantasma” es la misteriosa función de onda de la ecuación

de Schrödinger. Aquí se inscribe el gran enigma sobre la naturaleza de lo

real. “La ciencia no puede solucionar el último misterio de la naturaleza”,

escribió Max Planck. “Y eso porque, en último análisis, nosotros mismos

formamos parte de la naturaleza, y por lo tanto somos parte del misterio que

intentamos resolver”.

Ante las perturbadoras cuestiones filosóficas suscitadas por las experiencias

y por la matemática que prevé el comportamiento de las partículas

elementales con asombrosa precisión, muchos científicos optaron durante

décadas por cerrar los ojos al misterio y comportarse como si nada de

anormal sucediese. La teoría cuántica nunca falló una única prueba y,

consecuentemente, hay acuerdo en relación al hecho de que esta describe con

gran rigor lo que ocurre en el proceso de la constitución de lo real. Por tanto,

una importante parte de los físicos decidió concentrarse en los cálculos

posibilitados por la ecuación de Schrödinger e ignorar las extraordinarias

implicaciones filosóficas de toda la teoría por detrás de esos mismos cálculos.

Tales implicaciones eran demasiado extrañas para ellos, hasta el punto de que

Feynman afirmó: “Pienso que puedo decir con seguridad que nadie

comprende la mecánica cuántica”.

Después del célebre y determinante Congreso Solvay, en 1927, y del debate

que continuó después, el estudio de las implicaciones filosóficas de los

descubrimientos cuánticos fue descorazonador. Cualquier físico que quisiese

profundizar en la cuestión podría ver su carrera comprometida. El propio

John Bell reveló que solo se atrevió a desarrollar sus célebres teoremas

cuando se encontraba de licencia sabática y lejos de la censura de los colegas.

Si hubiese estado con ellos, dio a entender, no se habría atrevido a lanzarse a

tal proyecto.

Todavía hoy los físicos se sienten poco a gusto con el extraño

comportamiento de la energía y de la materia a nivel cuántico y con la

llamada interpretación de Copenhague, que atribuye a la observación el poder

de crear parcialmente la realidad. Raros son los científicos que creen

verdaderamente que la existencia de la realidad depende de la observación

por lo que siguen explorando explicaciones alternativas. Una de ellas es la

teoría de la decoherencia cuántica, según la cual el colapso de la función de

onda se debe a la interferencia del medio ambiente en el sistema cuántico,

forzándolo así a definirse como si de una “observación” se tratase, lo que

explica que la función de onda de los objetos macroscópicos colapse más


deprisa que la de los objetos microscópicos, hipótesis esta que es la que, en el

fondo, se desarrolla en el final de esta novela.

Otra explicación que ganó gran popularidad es la teoría del multiverso de

Hugh Everett, para quien no hay colapso de la función de la onda y todas las

posibilidades se realizan, aunque en universos paralelos. Así, cuando el

electrón se dirige hacia las dos rendijas y se hace una observación, en

realidad ese electrón nunca elije apenas una de ellas, sino ambas — solo que

en universos paralelos. En un universo el electrón elije la rendija A y en el

otro la rendija B. Esta hipótesis de los multiversos, ignorada durante mucho

tiempo, se ha hecho popular entre muchos científicos para explicar los

desconcertantes descubrimientos relacionados con el principio antrópico,

descritos en mi novela La fórmula de Dios y que indican un extremo cuidado

del universo para garantizar la existencia de la vida y hasta de la consciencia.

Existiendo como existen zillones de universos, sustentan los defensores de la

teoría del multiverso, la existencia de universos preparados para la vida es

una inevitabilidad estadística.

El gran problema es que la interpretación de Copenhague, que en realidad es

mucho más que una mera interpretación, jamás falló una previsión, por

rocambolesca que fuese, como es el caso del entrelazamiento que resulta de

la paradoja EPR, por lo que ningún físico está dispuesto a prescindir de ella.

He aquí como encontramos una suprema ironía: los físicos desconfían de la

imagen que la interpretación de Copenhague da de la realidad, pero depositan

suprema confianza en su mecánica. En refuerzo de la verdad, hubo momentos

en los que los propios responsables de la interpretación de Copenhague

dudaron de las implicaciones filosóficas de su teoría, tan extrañas

parecían, y es fácil encontrar ambigüedad y hasta contradicciones en sus

textos. En un momento Heisenberg defendía una perspectiva

fenomenológica, alegando que “lo que observamos no es la naturaleza en sí

sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionarla” y afirmaba

que “la interacción entre observador y objeto provoca cambios enormes e

incontrolables que alteran el sistema bajo observación”, cosa que hoy

sabemos que es una explicación incorrecta de las rarezas cuánticas, y en el

momento siguiente reconocía tratarse de un problema ontológico, al afirmar

que “los átomos o las partículas elementales no son reales” y que “la ruta

(de una partícula) solamente gana existencia cuando observamos (la

partícula)”. El propio Bohr tuvo siempre extremo cuidado con sus palabras.

“Es errado pensar que la tarea de la física es descubrir cómo es la


naturaleza”, declaró en su versión fenomenológica. “La física apenas se

relaciona con lo que podemos decir sobre la naturaleza”.

Ya Einstein vio más allá de este cauteloso juego de palabras y describió las

consecuencias filosóficas de la teoría cuántica de una forma cruda y sin

ambigüedades, remitiendo el problema directamente a la esfera ontológica.

“La consecuencia habitual de la mecánica cuántica es que, cuando el

movimiento de una partícula es conocido, su posición no tiene realidad

física”, escribió él, con Boris Podolsky y Nathan Rosen, en el texto en el que

formuló la paradoja EPR, para concluir: “Ninguna definición razonable de la

realidad puede permitir una cosa de estas”. A pesar de que el concepto de

que la observación crea parcialmente lo real ya está implícito en su principio

de la complementariedad, solo con la paradoja EPR Bohr fue forzado a

aceptar y lo asumió sin subterfugios. “Los cuantos de luz no pueden ser

considerados como partículas a las cuales podamos atribuir una trayectoria

bien definida”, reconoció.

Uno de los discípulos de Bohr, John Wheeler, fue uno de los físicos

cuánticos más explícitos, y a él pertenece la célebre afirmación de que

“ningún fenómeno es real antes de ser observado”. Wheeler jamás se

escondió detrás de juegos de palabras. “Sabemos perfectamente que el fotón

no existe antes de su emisión y después de su detección”, escribió él sobre el

experimento de la doble rendija. Wheeler llegó a confesar que unos días creía

firmemente que la realidad no existe sin observación, porque es eso lo que

constataba en los experimentos, pero en otros concluía que esa idea era

demasiado osada y no lograba creer en ella. El propio Heisenberg confesó su

perplejidad: “Me repetía a mí mismo, una y otra vez, la misma pregunta:

¿podrá la naturaleza ser tan absurda como nos parece en estos experimentos

atómicos?”. De cualquier forma, y por más raro que sea, el hecho es que la

interpretación de Copenhague, cuya consecuencia filosófica última es que la

realidad es parcialmente creada por la observación, es uno de los más

poderosos y eficientes instrumentos para comprender el universo cuántico.

Si la observación nos remite a la consciencia, la propia idea de que la

consciencia está en la base de la realidad va haciendo su camino. Fueron

descubiertas semejanzas entre la forma como nuestros cerebros funcionan y

la teoría cuántica. Un número creciente de físicos se interroga sobre si no

habrá una conexión profunda entre las dos cosas. Wheeler postuló que el

universo existe únicamente porque hay una consciencia observándolo,

concepto que ganó terreno con el experimento retardado de la doble rendija,


efectuado por la Universidad de Múnich. “La física genera el observador

participante; el observador participante genera la información; la

información genera la física”, escribió Wheeler.

¿Y la luna? ¿Existe si no la observamos? Este problema fue planteado por

Einstein en una conversación con su biógrafo. “Me acuerdo de que durante

un paseo Einstein paró súbitamente, se dio la vuelta hacia mí y preguntó si

yo realmente creía que la Luna existía solo cuando mirábamos hacia ella”,

escribió Abraham Pais. A la luz de la interpretación de Copenhague y del

experimento de la doble rendija, la respuesta a la pregunta del autor de las

teorías de la relatividad únicamente puede ser negativa, como el propio

Einstein bien entendía. La Luna está hecha de átomos y de partículas

elementales y, si “los átomos o las partículas elementales no son reales”

(Heisenberg), y “el fotón no existe antes de su emisión y después de su

detección” (Wheeler), y el campo ondulatorio de la materia es un “campo

fantasma” (Einstein), entonces necesariamente lo mismo se aplica a pequeños

objetos y a los grandes como la Luna.

Además, el experimento retardado de la doble rendija apunta justamente en

esa dirección, tal como ocurre con los teoremas de Bell y los experimentos de

Aspect. El propio John Bell observó que la influencia instantánea entre dos

partículas, sea cual fuere la distancia a la que estén una de la otra, probada

por Aspect, implicaba el abandono de los conceptos de realidad local. Por

realidad se entiende la existencia de un mundo independiente de la

observación, y por local se lee la ocurrencia de relaciones de causa-efecto

que respeten los límites de velocidad de la luz. Por lo menos uno de estos dos

conceptos, observó Bell, no es verdadero. Si queremos creer que el mundo

existe independientemente de la observación tenemos que prescindir del

límite de la velocidad de la luz; si no aceptamos prescindir del límite de la

velocidad de la luz, tenemos que abandonar la creencia de que existe un

mundo independiente de la observación. Una de estas premisas, o tal vez las

dos, es seguramente falsa. Por razones filosóficas, Bell se inclinó hacia la

segunda, pero la interpretación de Copenhague es inequívoca en establecer

que la premisa falsa es la primera, la de que la realidad existe

independientemente de la observación. O sea, y tal como el electrón, la Luna

no existe sin que la observemos. La única manera de sortear tal rareza y

establecer que la realidad existe independientemente de nuestra observación,

me parece a mí, es aceptar la tesis propuesta en esta novela: el universo es

consciente y está constantemente observándose a sí mismo, siendo esa


observación la que crea la Luna — y todo lo real.

¿Y cómo articular todo esto con la consciencia humana? Muchos físicos,

comenzando por Bohr y Schrödinger, admiten que la vida, incluyendo los

cerebros, puede comportarse de maneras inadmisibles por la teoría clásica.

“Existe evidentemente solo una alternativa, la unificación de las mentes, o

consciencia”, observó Schödinger en una referencia inspirada en los

Upanixades hindús, para concluir que “la multiplicidad es únicamente

aparente, porque en la realidad existe una única mente”. El físico Henry

Stapp hasta sugirió que la mecánica cuántica desempeña un papel en la

constitución de la consciencia. “Uno de los elementos de la dinámica

cerebral en que los procesos atómicos desempeñan un papel esencial es la

liberación de neurotransmisores en la unión sináptica”, escribió Stapp,

haciendo notar que la probabilidad de que eso ocurra es del cincuenta por

ciento: “Cada alternativa se representa en la función de onda de la mecánica

cuántica”. Esta idea fue retomada por Penrose para defender que la

consciencia está conectada a fluctuaciones en el espacio-tiempo relacionadas

con la gravedad cuántica. Sir Roger Penrose observó igualmente que la

consciencia está constituida por estados cuánticos en superposición y que los

posibles efectos cuánticos se producen en las sinapsis, fenómeno sobre el

cual también el neurofisiólogo John Ecles ya había llamado la atención. Se

trata de un terreno muy especulativo y controvertido, pero lo cierto es que

está siendo poco a poco recorrido.

Por lo tanto, esta novela trata sobre la realidad, el universo y la consciencia.

Con este libro, los descubrimientos desconcertantes que los físicos vienen

haciendo desde 1900 a propósito de la naturaleza más profunda de lo real

dejan el círculo relativamente restringido de la ciencia y de los curiosos que

se interesan por el asunto y lo debaten con gran pasión para llegar al gran

público. Es también una obra de ficción, claro, pero a fin de cuentas, y como

aquí quedó demostrado, ¿no será la realidad en sí misma una extraña forma

de ficción?

Para la elaboración de este libro fue consultada una extensa bibliografía, que

es mi deber mencionar, porque, además de la intriga de ficción salida de mi

mente en superposición, no inventé nada realmente. Sobre el fenómeno de la

consciencia, consulté los libros Mind, Laguage and Society — Philisophy in

the Real World, de John Searle; O Sentimento de Si — o Corpo, a Emoção e

a Neurobiologia da Consciência, de António Damásio; Consciousness

Explained, de Daniel C. Dennett; El alma está en el cerebro — Una


radiografía de la máquina de pensar, de Eduard Punset; Consciousness, de

Susan Blackmore; Mind, Matter and Quantum Mechanics, de Henry P.

Stapp; Shadows of the Mind — A Search for the Missing Science of

Consciousness, de Sir Roger Penrose; y Eyewitness Testimony, de Elizabeth

Loftus. También los artículos “Evolution of consciousness”, de John C.

Eccles, “Can conscious experience affect brain activity?”, “Unconscious

cerebral initiative and the role of conscious will in voluntary action” y “Do

we have free will?”, de Benjamin Libet; “Time of conscious intention to act

in relation to onset of cerebral activity (readiness potential) — The

unconscious initiation of a freely voluntary act”, de Benjamin Libet, Curtis

Gleason, Elwood Wright y Dennis Pearl, “Biological foundations of accuracy

and inaccuracy in memory”, de Larry Squire, y “Perceiving the world”, de

David Krech y Richard Cruchfield.

Sobre física cuántica, mis consultas incidieron en algunas obras clásicas de

los fundadores de la teoría cuántica, como Ideas and Opinions, de Albert

Einstein; The Evolution of Physics — From Early Concepts to Relativity and

Cuantos, de Albert Einstein y Leopold Infeld; Physique atomique et

connaissance humaine de Niels Bohr; My View of the World y Mind and

Matter, de Erwin Schrödinger; Determinismo ou Indeterminismo y Where Is

Science Going?, de Max Planck; The Physical Principles of the Quantum

Theory, Physics and Beyond, Physics and Philosophy — The Revolution in

Modern Science y La Nature dans la physique contemporaine, de Werner

Heisenberg; Wholeness and the Implicate Order, de David Bohm; y

Speakable and Unspeakable in Quantum Mechanic, de John Bell. También

biografías como Subtil É o Senhor — Vida e Pensamento de Albert Einstein,

de Abraham Pais, Einstein — A Life, de Denis Brian; Deyond Uncertainty —

Heisenberg, Quantum Physics, and the Bomb, de David Cassidy; y Erwin

Schrödinger and the Quantum Revolution, de John Gribbin.

Igualmente útiles fueron artículos clásicos como “Physics and reality” y

“Reply to criticisms”, de Albert Einstein; “Can

quantum-mechanical description of physical reality be considered

complete?”, de Albert Einstein, Boris Podolsky y Nathan Rosen;

“Discussions with Einstein on epistemological problems in atomic physics”,

“The quantum postulate and the recent development of atomic theory?”, de

Niels Bohr; “The fundamental idea of wave mechanics” y “The present

situation in quantum mechanics”, de Erwin Schrödinger: “The development

of quantum mechanics”, de Werner Heisenberg; “The statistical interpretation


of quantum mechanics”, de Max Born; “Remarks on the mind-body

problem”, de Eugene Wigner; “Einstein and the quantum theory”, de

Abraham Pais; “Quantum Theory, the Church-Turing principle and the

universal quantum computer”, de David Deutsch; “The wave function: it or

bit?” y “Quantum discreteness is an illusion”, de Dieter Zeh; “Is the moon

there when nobody looks? Reality and the quantum theory”, de David

Mermin; “On the Einstein-Podolsky-Rosen Paradox”, “On the problem of

hidden variables in quantum mechanics” y “On the imposible pilot wave”, de

John Bell; “John Bell and the second quantum revolution”, de Alain Aspect;

“Experimental test of Bell’s inequalities using time-varying analyzers” y

“Experimental realization of Einstein-Podolsky-Rosen-Bohm

Gedankenexperiment: a new violation of Bell’s inequalities”, de Alain

Aspect, Jean Dalibard y Gérard Roger; “Experiment and the foundation of

quantum physics”, de Anton Zeilinger; “A quantum renaissance”, de Anton

Zeilinger y Markus Aspelmeyer; “Happy centenary, photon”, de Anton

Zeilinger, Gregor Weihs, Thomas Jennewein y Markus Aspelmeyer; “The

theory of the universal wave function” y “‘Relative State’ formulation of

quantum mechanics”, de Hugh Everett III; “The state of the universe” y

“Theories of everything and Hawking’s wave function of the universe”, de

James Hartle; “Quantum theory of gravity. I. The canonical theory”, de Bryce

DeWitt; “Interference fringes with feeble light”, de G.I. Taylor; “Quantum

eraser: a proposed photo correlation experiment concerning observation and

‘delayd choice’ in quantum mechanics”, de Marlan Scully y Kai Drühl; y

“Observation of a ‘quantum eraser’: a revival of coherence in a two-photon

interference experiment”, de Paul Kwiat, Aephraim Steinberg y Raymond

Chiao.

Otras obras de ciencia que me sirvieron de fuente fueron O Grande

Designio, de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow; The Feynman Lectures

on Physics — Volume III: Quantum Mechanics, QED — A Estranha Teoria

da Luz e da Matéria y The Character of Physical Law, de Richard Feynman;

O Universo Elegante — Supercordas, Dimensões Ocultas e a Busca de

Teoria Final, The Hidden Reality — Parallel Universes and the Deep Laws

of the Cosmos y O Tecido do Cosmos — Espaço, Tempo e Textura da

Realidade, de Brian Greene; Quantum — Einstein, Bohr and the Great

Debate about the Nature of Reality, de Manjit Kumar; The Quantum Story —

A History in 40 Moments, de Jim Baggott; Quantum Theory at the

Crossroads: reconsidering the 1927 Solvay Conference, de Guido


Bacciagaluppi y Antony Valentini; Decoding the universe, de Charles Seife;

Programming the Universe — A Quantum Computer Scientist Takes on the

Cosmos, de Seth Lloyd; Parallel Worlds — A Journey Through Creation,

Higher Dimensions, and the Future of the Cosmos, de Michio Kaku;

Decoding Reality — The Universe as Quantum Information, de Vlatko

Vedral; Higgs Force — Cosmic Symmetry Shattered, de Nicholas Mee; The

God Particle — If the Universe Is the Answer What Is the Question?, de Leon

Lederman; The Quantum Frontier — The Large Hadron Collider, de Don

Lincoln; Present at the Creation — Discovering the Higgs Boson, de Amir D.

Aczel; Higgs Discovery — The Power of Empty Space, de Lisa Randall; The

God Effect — Quantum Entanglement, Science’s Strangest Phenomenon, de

Brian Clegg; The Big Questions — Physics, de Michael Brooks; 50 Quantum

Physics Ideas, de Joanne Bake; Quantum Enigma, de Bruce Rosenblum y

Fred Kuttner; The Cosmic Code — Quantum Physics as the Language of

Nature, de Heinz R. Pagels; Theories of the Universe, de Gary Moring; Les

voies de la lumière — Physique et métaphysique du clair-obscur, de Trinh

Xuan Thuan; In Search of Schrödinger’s Cat — Quantum Physics and

Reality y Schrödinger’s Kittens and the Search of Reality — Solving the

Quantum Mysteries, de John Gribbin; The Physics of Consciousness, de Evan

Harris Walker; Biocentrism, de Robert Lanza; Crónicas dos Átomos e das

Galáxias, de Hubert Reeves; The Self-Aware Universe, de Amit Goswami,

Maggie Goswami y Richard Reed; The Goldilocks Enigma — Why Is the

Universe Just Right for Life? Y God & The New Physics, de Paul Davies;

The Matter Myth — Dramatic Discoveries That Challege Our Understanding

of Physical Reality, de Paul Davies y John Gribbin; y Information and the

Nature of Reality — From Physics to Metaphysics, de Paul Davies y John

Gribbin.

A propósito de la muerte y de las experiencias cercanas a la muerte, más

comunes de lo que se piensa, consulté Spook — Science Tackles the Afterlife,

de Mary Roach; y What Happens When We Die — A Groundbreaking Study

into the Nature of Life and Death, de Sam Parnia.

No puedo dejar de agradecer a varias personas, comenzando por el

científico canadiense Hubert Reeves, que en una interesante conversación en

su casa en París me llamó la atención sobre la importancia de los teoremas de

Bell y así entreabrí la puerta que me iría a llevar a escribir esta novela. Un

enorme agradecimiento también a mis revisores científicos, incluyendo Pedro

Ferreira, profesor de Física del Instituto Superior de Ingeniería de Lisboa y


del Centro de Física Teórica y Computacional de la Universidad de Lisboa, y

Carlos Costa Leite, profesor de Ciencias Cognitivas y Computacionales de la

Universidad Lusófona. Como es evidente, y como siempre, ninguno de mis

revisores científicos tiene la menor responsabilidad por las conjeturas

presentadas en mis libros ni por cualquier eventual error que haya

sobrevivido a su análisis como resultado inadvertido de mi habitual

obstinación.

Agradecimientos también a los varios científicos portugueses que en

Ginebra me desvendaron los secretos del CERN, incluyendo a Paulo Gomes

por la visita guiada al complejo y a su cerebro, el control room; a Ana

Henriques, que me llevó por las profundidades hasta la caverna donde se

esconde el Atlas, el colosal detector donde fue creado el punto más caliente

de todo el universo y donde fue identificada la Partícula de Dios; a Miguel

Bastos, que me mostró la tecnología usada en el gigantesco túnel del Gran

Acelerador de Hadrones; a João Correia Fernandes, que me guió por el data

center del CERN; y a los otros científicos del CERN que me solicitaron

anonimato. Un agradecimiento que se extiende a Eric Deguides, por haberme

servido de guía en Bruselas en el Instituto de Fisiología del Parque Leopold,

precisamente el lugar donde Einstein y Bohr debatieron la naturaleza de la

realidad en el famosos V Congreso Solvay de 1927; a Paulo Ornelas Flor, de

la PSP; a mis editores en todo el mundo, de Guilherme Valente y todo el

equipo de Gradiva en Lisboa a los editores y respectivos equipos en París,

Barcelona, Roma, Ámsterdam, Moscú, Plovdiv, Budapest, Bucarest, Praga,

Helsinki, Oslo, Atenas, Estambul, Nueva York, Bangkok, Río de Janeiro y

tantas otras ciudades, países y lenguas. Gracias también a usted, querido

lector, por embarcarse, conmigo en este viaje. El último agradecimiento,

claro, va para Florbela, siempre mi primera pasajera.

Antes de acabar, un último enigma. En las páginas de esta novela oculté la

respuesta que la sabiduría antigua encontró sobre el universo que nos rodea,

una solución que hoy se cree que es verdadera. Descífrelo en la primera letra

de cada capítulo, desde el prólogo hasta el capítulo final, y descubrirá las

puertas que dan acceso al gran misterio de la existencia.



Como el cuerpo humano, así es el cuerpo cósmico,

Como la mente humana, así es la mente cósmica,

Como el microcosmos, así es el macrocosmos,

Como el átomo, así es el universo.

Los Upanishads

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