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El Tao llamado Tao no es el Tao eterno.
El nombre que puede ser nombrado no es el verdadero nombre
El eterno real es innombrable.
La atribución de nombres es el origen de las cosas múltiples.
Libres del deseo,
Sondearemos el misterio;
Prisioneros del deseo,
Solamente veremos las manifestaciones.
Misterio y manifestaciones tienen ambos el mismo origen.
Su fuente es el misterio.
Misterio dentro del misterio;
La puerta para toda comprensión
Lao Tzu, Tao Te Ching
A mis tres mujeres,
Florbela, Catarina e Inês.
La información científica y técnica
incluida en esta novela es genuina.
Las teorías y las hipótesis
que se presentan
están siendo defendidas por científicos.
Prólogo
El anciano de mirada glacial atravesó el atrio con paso firme y se acercó al
dispositivo de control de acceso al complejo del CERN. No se acordaba de
haber visto todo aquel aparato de seguridad cuando estuvo allí la última vez,
aunque unas banderitas tricolores en la esquina le hicieron recordar que el
presidente francés debería visitar las instalaciones la próxima semana.
“Fucking Frenchies...”, murmuró entre dientes.
Poniendo cara de desagrado, ignoró la cinta donde debería depositar los
objetos metálicos que llevaba en el bolsillo para la inspección de seguridad a
través de rayos X. En su lugar, se dirigió directamente a los torniquetes y
únicamente se detuvo delante del detector de metales. Se quedó inmóvil, casi
como una estatua, solo el movimiento impaciente de los dedos y de los ojos
azules, fríos y examinadores, daba señal de vida.
Un guardia de seguridad suizo le hizo un gesto para que avanzara. El
visitante dio dos pasos hacia delante y, atento al nombre Jean-Claude Bloch
que el guardia llevaba en la identificación colocada al pecho, cruzó el
detector. Sonó en ese momento una señal de alarma y se encendió una luz
roja sobre la máquina. El recién llegado llevaba objetos metálicos.
Con un escáner en la mano, Jean-Claude se aproximó al hombre de los ojos
azules.
“Levante los brazos, por favor”.
El anciano obedeció y el guardia le colocó el escáner en la cadera. De
inmediato, el aparato emitió un zumbido. El visitante metió las manos en el
bolsillo y, con una sonrisa sin humor, como un niño al que pillan robando
chocolate de la despensa, extrajo los objetos metálicos que llevaba.
“Son solo las llaves, unas monedas y el teléfono”, murmuró. “Nada de
especial, como puede ver”.
Jean-Claude le censuró con la mirada y, con una voz que empezaba a
irritarse, le señaló la cinta de la máquina de rayos X.
“La próxima vez que venga ponga los metales allí, si no le importa. Eso nos
facilita el trabajo”.
El desconocido refunfuñó algo imperceptible y Jean-Claude, indiferente y
concentrado en su trabajo, retomó el control con el escáner de metales.
Comprobó las piernas, mandó al recién llegado quitarse los zapatos y también
los revisó. Después le colocó el dispositivo en los hombros y en los brazos.
Al llegar al pecho el escáner volvió a emitir un zumbido.
“Damn!” maldijo el anciano, contrariado. “Me olvidé de mi fucking
amiguita”.
Metió la mano por debajo del abrigo y retiró un objeto metálico colocado en
la camisa. Los ojos del guardia no daban crédito al reconocer el objeto en la
mano del visitante.
Una pistola.
Jean-Claude dio un salto hacia atrás, la alarma estampada en su rostro y en
la postura de su cuerpo, y con un movimiento rápido extrajo de la funda su
propia arma.
“Freeze!”, gritó mientras agarraba con las dos manos una Glock que
apuntaba al anciano. “¡No se mueva!”.
Alertados por la reacción del compañero, los restantes guardias sacaron
también sus armas y las apuntaron hacia el visitante. La sirena comenzó a
sonar por todo el atrio, como un aullido ondulado y urgente, generando gran
revuelo. Algunas personas gritaban presas del pánico y otras corrían para
salir de ahí. Parecía como si se hubiera desencadenado súbitamente un
pandemónium. En el instante anterior estaba todo tranquilo y de repente se
generalizó el caos.
“Vamos, no exageren”, protestó el anciano, con la pistola en la mano y con
varias armas que le apuntaban. “¡Es tan solo mi viejo Colt, qué diablos! ¿Un
ciudadano honesto no puede andar protegido en este mundo tan violento?”.
“¡Quieto!”, insistió Jean-Claude, su Glock de servicio apuntaba al objetivo.
“Bájese muy despacio y ponga la pistola en el suelo”. Empuñó su arma,
reforzando el aviso. “Muy despacio, ¿entendido? Si realiza algún movimiento
repentino, tendré que disparar”.
“Está bien, está bien”, asintió el visitante, aparentemente poco impresionado
con toda la perturbación generada a su alrededor. “Conozco los
procedimientos, no se preocupen”.
El anciano se agachó despacio y posó el Colt en el suelo. Después volvió a
levantarse, los brazos al aire, hasta mirar fijamente a los hombres que le
apuntaban con las armas. Con un rápido movimiento, el guardia, delante de
él, dio una patada a la pistola para alejarla. Después, ya más tranquilo, hizo
una señal con el arma indicando el suelo.
“¡Agáchese. Ponga las manos detrás de la nuca!”.
El desconocido arqueó los ojos de enfado.
“Oiga, ¿no cree que está exagerando? Lo que ocurrió fue simplemente un
pequeño...”.
“¡Túmbese!”.
El visitante permaneció un largo instante de pie, los ojos helados e
inquisitivos desafiando a los guardias que le apuntaban y analizando
fríamente la situación, la mente haciendo cálculos sobre la mejor manera de
proceder. Por fin suspiró, la decisión estaba tomada, y bajó despacio los
brazos. Todos esperaban que se tumbase en el suelo como le ordenaron; pero
se quedó de pie, un anciano de traje azul oscuro y corbata roja rodeado por
guardias de seguridad que le apuntaban con las armas.
“¿No ha oído lo que le he dicho?”, insistió Jean-Claude, empuñando su
pistola. “¡Túmbese inmediatamente!”.
Siempre con gestos lentos y precisos, los ojos sin perder de vista a los
hombres que le acechaban, el desconocido se metió de nuevo la mano en el
interior del abrigo.
“¡Quieto!”, gritó el guardia, otra vez muy alarmado, temiendo que el
visitante sacase del abrigo una segunda arma. “¡Quieto o disparo! ¡Ningún
movimiento más!”.
Pero el anciano volvió a ignorar la advertencia. Introdujo los dedos en el
bolso interior del abrigo y, siempre sin prisa, extrajo el objeto que buscaba y
lo giró en dirección al guardia que le amenazaba.
Una tarjeta.
A pesar del nerviosismo, Jean-Claude desvió fugazmente los ojos y observó
la tarjeta, primero con miedo, después tan intrigado que la estudió más
detenidamente. El pequeño rectángulo plastificado tenía una fotografía en
color en el lado izquierdo, exhibiendo un rostro que el guardia comparó con
el de su portador; el iris azul, frío y calculador de sus ojos era el mismo, tal y
como las arrugas que los rodeaban, el rostro alargado y seco, la barbilla
cuadrada y el pelo tan blanco que parecía nieve. No había duda, se trataba del
visitante.
Analizó el resto de la tarjeta. A la derecha había un círculo azul con la
cabeza de un águila en el medio y abajo un largo código de barras. Entre la
fotografía y el círculo se encontraban los datos que identificaban al titular de
la tarjeta. En lo alto, la información Employee ID 1123-x0, en el medio la
indicación Status: Directorate of Science and Technology, Director, y abajo
el nombre y la referencia al nivel cinco de acceso de seguridad.
“Bellamy”, se presentó el anciano de mirada helada, la voz baja y ronca de
los que están habituados a mandar y a ser obedecidos con un chasquido de
dedos. “Frank Bellamy”.
El guardia suizo observaba la tarjeta, boquiabierto.
“El señor es de la... es de la...”.
“CIA”, confirmó Bellamy en un tono ácido. “Enhorabuena, parece que sabe
leer. Es usted un fucking genio”.
Un murmullo nervioso llenaba la gran sala de control del CERN.
Ingenieros, técnicos informáticos y físicos colmaban la sala, los primeros con
la atención puesta en los monitores, los últimos en silencio o intercambiando
observaciones en un susurro nervioso y expectante. La tensión era tan intensa
que parecía palpable. No era de extrañar. El trabajo que tenían entre manos
implicaba una gran responsabilidad, porque permitiría responder a las
cuestiones más fundamentales de nuestra existencia. ¿Cómo fue el momento
de la creación del universo? ¿Cuántas dimensiones existen? ¿Hay un
antiuniverso?
El zumbido de los ordenadores y el murmullo de los aparatos de aire
acondicionado funcionando al máximo llenaban la sala de control. El rumor
permanente solo era alterado por la voz seca del director coordinando la
operación y por las respuestas sincopadas de los técnicos a quienes dirigía las
preguntas una tras otra, como un maestro armonizando la orquestra.
“¿Booster?”, quiso saber el director, con la mano agarrada a un mug de café
con el logotipo del CERN. “¿Ya está funcionando al máximo?”.
“Negativo”, fue la respuesta del técnico que monitorizaba el Booster.
“Todavía se encuentra acelerando”.
“¿A qué valor?”.
“Energía setenta megaelectronvoltios y aumentando”.
“La próxima inyección será en el anillo uno, segmento uno, dos paquetes”.
“Check”.
El director se calló. Setenta megaelectronvoltios era una energía
relativamente baja, pero lo cierto es que las micropartículas acababan de salir
del Linac 2 a cincuenta megaelectronvoltios y era normal que el Booster
tardase tiempo en llegar a los uno punto cuatro gigaelectronvoltios necesarios
para que los protones se encaminasen hacia el acelerador más viejo de
partículas del CERN, el Proton Synchroton. Fue bebiendo a pequeños tragos
el café mientas seguía la información en su monitor.
“Paul, ¿cómo están los imanes?”, preguntó. “¿En línea con el ritmo de
aceleración de los protones?”.
“Afirmativo”, confirmó Paul, responsable de la monitorización del
funcionamiento de los imanes de niobio y titanio. “Se ha creado el campo
magnético y se está haciendo más fuerte a medida que los protones aceleran.
No hay problema en este sector”.
Los ojos cansados del director no dejaban la pantalla, en donde se sucedían
números a un ritmo que parecía creciente.
“Max, ¿el helio?”, cuestionó, dirigiéndose a un tercer técnico. “¿Permanece
estable?”.
“Afirmativo”.
Los ojos pegados al monitor se quedaron presos en una columna y lo que
vio claramente no le agradó. Hizo una mueca acompañada por un gruñido,
posó el mug de café junto a la pantalla y se volvió para el otro lado de la sala.
“¿Cómo va el PS, Heinrich?”, preguntó, impaciente, refiriéndose al Proton
Synchroton en la jerga coloquial del CERN. “¿Ya está listo para recibir los
protones?”.
“Negativo, Herr Direktor. Falta algo de tiempo para llegar a los uno punto
cuatro gigaelectronvoltios”.
“¿Cuál es el valor ahora?”.
“Energía noventa megaelectronvoltios y aumentando”.
“¡Mierda, Heinrich, está atrasado!”, protestó, consciente de que la
coordinación de tiempo era crucial para el éxito de la operación; el paso del
Booster para la fase siguiente no podía sufrir retrasos. “¡Date prisa con eso!
Quiero el PS en movimiento cuando los protones alcancen el valor de un
gigaelectronvoltio, ¿me has oído?”.
“Jawohl, Herr Direktor”.
La sensación de que le estaban siguiendo se había reforzado en los últimos
minutos y llevó a Frank Bellamy a detenerse junto a una esquina del pasillo y
a echar una larga y cuidadosa mirada hacia atrás. Examinó el espacio vacío
buscando movimientos reveladores o de sombras incriminatorias, pero no
detectó nada raro. Mantuvo la respiración y permaneció 30 segundos en
silencio absoluto, atento al más pequeño y extraño sonido que allí se pudiese
escuchar.
Lo cierto, sin embargo, es que el creciente rumor del acelerador de
partículas en plena operación hacía difícil distinguir cualquier ruido
sospechoso, lo que inutilizaba aquel ejercicio. Se dio cuenta que si alguien
realmente le seguía, no lo descubriría de esa forma.
Respiró hondo.
“I’ll be damned!”, maldijo entre dientes. “O me estoy volviendo senil y ya
veo fantasmas por todas partes o el tipo que me anda siguiendo es muy
bueno...”.
Dobló la esquina y siguió hacia delante, todavía atento a los espectros que
presentía ensombreciendo los pasillos. Sabía que la intuición raramente le
fallaba en estas cosas; si tenía la sensación de que alguien le perseguía era
porque de hecho ocurría. Ya había sentido cosas parecidas en Berlín Oriental
y en Adis Abeba, en los nostálgicos tiempos de la Guerra Fría; en aquel
entonces constató que tenía razón y consiguió liquidar a sus seguidores
gracias a un callejón escondido. ¿Quién le garantizaba que no le estaba
ocurriendo en ese momento lo mismo?
Incluso así, reconsideró. El lugar en el que estaba no era normal y quizás
eso le estuviese nublando la intuición y el razonamiento. ¿Quién sabe si en el
origen del problema no estaría el poderoso campo creado por los grandes
imanes que operaban en ese momento? Era consciente de que, a partir de
determinado umbral, el magnetismo puede interferir en los procesos
cognitivos de los seres vivos, y tal vez le estuviese sucediendo una cosa así.
El pasillo desierto desembocó en una puerta con un panel de teclas
incrustado en la pared y una pequeña tabla indicando el acceso al gran
acelerador de hadrones. Bellamy sabía que el acceso, además de estar
limitado al personal autorizado, se encontraba en ese instante prohibido por
causa de la operación en curso, aunque una pequeñez de esas no le detendría.
Él era el responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA, una
de las cuatro direcciones de la agencia de espionaje de los Estados Unidos, y
sabía muy bien dónde podía o no podía ir, cómo y en qué circunstancias.
Posó los dedos en el teclado embutido en la pared y tecleó el código de
acceso que le comunicaron días antes los responsables del CERN. La
pequeña pantalla del teclado respondió con dos palabras en inglés.
Access denied.
“Fuck!”, maldijo el responsable de la CIA, golpeando la pared reflejo de su
irritación. “Fuck!, Fuck!, Fuck!”.
Las palabras en la pantalla que le negaban el acceso al gran acelerador de
hadrones parpadeaban como luciérnagas, parecía incluso que se reían de él.
Viendo bien las cosas, sabía que no debía sorprenderse, por lo que dominó de
inmediato las emociones. El código que le entregaron le permitía el acceso a
todo el complejo, razonó, pero no al gran acelerador de hadrones cuando
estaba funcionando.
Tendría que improvisar.
Echó mano a la funda de la pistola por debajo del abrigo y, al sentirla vacía,
recordó que los guardias en el atrio de acceso al complejo se habían quedado
con el Colt. Se dio cuenta de que tendría que ir por otro camino. Sacó la llave
que traía en el bolsillo de los pantalones y con la punta se puso a destornillar
el teclado fijado a la pared. La operación le llevó unos escasos cinco minutos,
al final de los cuales el teclado cedió y cayó fuera, apenas sujeto por los
cables eléctricos.
Después de analizar los cables, Bellamy cogió el móvil y apretó una tecla.
Acto seguido, una lámina saltó con un crujido y el teléfono portátil se
transformó en algo que se parecía a una navaja suiza. El hombre de la CIA
sonrió. Aquellos móviles que la Dirección de Ciencia y Tecnología había
desarrollado para los operativos eran prácticos y traicioneros. Agarró un
cable negro y lo cortó con la lámina. Después hizo lo mismo al otro cable, el
rojo. Cuando los dos cables estuvieron sueltos, los cogió y los pegó por las
puntas, estableciendo contacto.
Se abrió la puerta con un zumbido suave.
“¡Ya está!”.
Atravesó la puerta, pero antes de seguir caminando volvió a detenerse y a
echar una mirada atenta al pasillo de donde venía. Tal vez fuese solo la
influencia del campo magnético, no sabía, pero la sensación de que alguien le
seguía se hacía cada vez más poderosa.
A medida que los grupos de protones iban siendo inyectados de acelerador
en acelerador, la tensión en la sala de control aumentaba. Los susurros entre
los físicos pararon totalmente y el ambiente se espesó considerablemente. El
momento más importante se aproximaba a pasos agigantados.
“¡Heinrich!”, gritó el director. “¿A qué velocidad están los protones?”.
“Energía cuatrocientos y cinco gigaelectronvoltios y aumentando, Herr
Direktor”.
El director se giró hacia el otro lado de la sala.
“Maurice, ¿está listo el gran acelerador de hadrones para recibir la carga?”.
“Oui”.
“Paul, ¿cómo van los imanes?”.
“El campo magnético crece en línea con la aceleración de los protones, sir”.
El poder del campo creado por los súper imanes tenía que aumentar para
acelerar los protones, forzándolos así a curvar su trayectoria y,
consecuentemente, a mantenerse dentro del gran acelerador de hadrones.
Todos los que estaban en la sala eran conscientes de que esta delicada
cuestión era un punto crítico de la operación.
“Heinrich, ¿ya estamos?”.
“Casi, Herr Direktor”.
“Haz la cuenta final”.
“Energía cuatrocientos quince gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos veinte gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos veinticinco gigaelectronvoltios y aumentando...”.
“Atención Maurice... modalidad en modo de paquete, preparad la rampa”.
“Energía cuatrocientos treinta gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos treinta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos cuarenta gigaelectronvoltios y aumentando...”.
“Atención Maurice... modo de paquete, rampa. Iniciad el grupo de potencia
uno dos tres”.
“Energía cuatrocientos cuarenta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando...
energía estabilizada en los cuatrocientos cincuenta gigaelectronvoltios”.
“¡Inyección!”.
Maurice apretó un botón y los protones fueron en ese instante desviados
hacia los dos haces de partículas dentro de los tubos del gran acelerador de
hadrones, iniciando la aceleración final.
“¡Inyección completa!”, gritó el ingeniero francés. “Energía estabilizada en
flat top”.
“Modo de paquete, ajustad”, ordenó el jefe de la operación. “Tenemos
veinte minutos para llegar a los siete teraelectronvoltios”.
Los siete teraelectronvoltios eran un despropósito, todos lo sabían en
aquella sala. La palabra griega tera significaba monstruo. Siete
teraelectronvoltios significaba que los protones iban a alcanzar en la última
aceleración la energía monstruosa de siete millones de millones de
electronvoltios, valor suficiente para transformar la energía en masa
equivalente a siete mil protones e igual a la energía que las partículas
subatómicas poseían en una pequeña fracción de segundo después del Big
Bang, la creación del universo. A siete teraelectronvoltios, los protones
acelerarían hasta por encima de noventa y nueve coma nueve por ciento de la
velocidad de la luz a lo largo de un haz con la espesura de un hilo de pelo que
recorría los veintisiete kilómetros de circunferencia del acelerador. Eso daba
una idea del gigantesco valor de aceleración conseguido en el gran acelerador
de hadrones del CERN, la más compleja y sofisticada máquina alguna vez
concebida por el ingenio humano.
“Paul, ¿los imanes todavía acompañan la aceleración?”.
“Afirmativo, sir. Conforme a lo previsto, dentro de veinte minutos los
tendremos al máximo”.
A partir de un cierto límite, los imanes superconductores conseguían crear
un campo magnético ciento setenta mil veces superior al del propio planeta,
valor indispensable para obligar a los protones a mantenerse a velocidad
próxima de la luz dentro del tubo del gran acelerador de hadrones. Si los
protones acelerasen por encima de los siete teraelectronvoltios, no podrían
tener una trayectoria curva adecuada al anillo de veintisiete kilómetros del
túnel del CERN y se dispersarían.
El director de la operación apretó un botón de intercomunicación.
“CMS beta”, llamó. “¿Preparados?”.
“Afirmativo”, respondió por un altavoz una voz femenina, evidentemente de
la jefa de operaciones en el Compact Muon Solenoid. “Estamos preparados
para el comienzo de las colisiones”.
Otro botón.
“Atlas beta”, llamó el director después. “¿Preparados?”. Se oyó primero un
sonido de estática, de pronto roto por una presencia humana.
“Nosotros... nosotros...”, dudó la voz en el altavoz, manifiestamente
desorientada. “Tenemos un... un problema”.
Las luces rojas comenzaron en ese momento a parpadear por toda la sala de
control, al mismo tiempo que la alarma rugía en los altavoces. Los ingenieros
y los científicos intercambiaban miradas perplejas, sin entender el origen del
problema ni su gravedad. ¿Habría algún incendio en el detector Atlas?
¿Habría el gran acelerador de hadrones reventado debido a la gigantesca
energía a la que estaba operando? Peor todavía, ¿se encontraban en peligro?
El primero en reaccionar, como correspondía, fue el director. Alzó el brazo
y, con la voz cubriéndose de desaliento y derrota, respiró hondo y dio la
orden inevitable.
“¡Abortar!”, gritó. “Paren todo”.
El teclado de la pared dio únicamente señal de vida en el momento en el que
el campo magnético fue desactivado. Entendiendo que el sistema se acababa
de desbloquear, Jean Claude Bloch tecleó el código y la puerta se abrió con
un sonido aspirado.
“On y va?”, preguntó su compañero de equipo de seguridad, buscando con
la pregunta animarse a sí mismo más que para pedir una respuesta.
“¿Vamos?”.
Los dos funcionarios de seguridad franquearon la puerta y entraron en el
perímetro donde se encontraban los tubos del gran acelerador de hadrones.
Después de pasar dentro del túnel, Jean-Claude se detuvo por un instante,
temiendo las poderosas fuerzas de la naturaleza que allí se concentraban. Sus
ojos se pararon en la ancha tubería de acero que ocupaba el centro del túnel,
buscando señales que denunciasen alguna anomalía. Los dos hombres sabían
que dentro de aquel tubo se escondían las mayores amenazas en caso de
avería, como los haces de protones, los imanes de niobio y titanio, y sobre
todo el sistema criogénico usado para mantener los imanes a menos de dos
Kelvin o doscientos setenta y un grados Celsius negativos, temperatura
próxima a cero absoluto y necesaria para asegurar las propiedades
superconductoras de los imanes. Si hubiese allí una ruptura y algo de helio
líquido escapase de los tubos y los alcanzase, la muerte sería rápida.
Jean-Claude encendió el intercomunicador que traía en la mano.
“Halcón Uno a Nido. Ya entramos. Over”.
El intercomunicador chasqueó.
“Nido a Halcón Uno. ¿Cuál es la situación? Over”.
“Parece que está todo bien, no vemos ninguna anomalía. ¿Qué hacemos
ahora? Over”.
“Sigan hacia el Altas, Halcón Uno. Allí está el problema. Out”.
El túnel estaba bien iluminado, pero incluso así los dos guardias de
seguridad mantuvieron las linternas encendidas para inspeccionar el largo
tubo mientras caminaban en dirección a su destino. Las luces de las linternas
iban bailando por el acero mientras los pasos de los dos guardias hacían eco a
lo largo del túnel.
“Brrr”, gimió Jean-Claude, los ojos zarandeados por las sombras
proyectadas en las paredes y recortadas por debajo del tubo. “Esto es
siniestro...”.
El compañero se estremeció, tenía la piel de gallina de miedo.
“¡A quién se lo dices!”.
Caminaron durante diez minutos, siempre atentos a la más pequeña
irregularidad que les pudiese amenazar. En cierto momento el túnel se
ensanchó y se transformó en una amplia caverna excavada en la roca. El
espacio estaba ocupado por una gigantesca máquina con veinticinco metros
de diámetro y formada por sucesivos cilindros concéntricos, un verdadero
titán de acero que parecía dormir por debajo de la tierra.
“El Atlas”.
Habían llegado al destino. El Atlas era uno de los más importantes
detectores de partículas del CERN, la máquina donde el famoso bosón de
Higgs, también conocido como partícula de Dios, fuera finalmente detectado.
Allí dentro estaba uno de los sitios donde los paquetes de protones se
estrellaban casi a la velocidad de la luz, en choques que producían miríadas
de micropartículas: quarks, electrones, muones, gluones, neutrinos, partículas
Z y W, fotones y tal vez hasta gravitones, lo que permitía identificar las
fuerzas y partículas fundamentales de la naturaleza.
Jean-Claude cogió de nuevo el intercomunicador y pegó los labios al
altavoz.
“Halcón Uno a Nido”, llamó. “Llegamos al objetivo. ¿Adonde nos debemos
dirigir? Over”.
“Nido a Halcón Uno” fue la respuesta. “El ordenador nos indica que el
problema está al lado del detector externo de los muones. Diríjanse hacia allí
y verifiquen, por favor. Over”.
La mirada de los dos guardias de seguridad se concentró de inmediato en la
gran pala circular donde se encontraba el detector externo de muones. Había
realmente algún movimiento. Sin atreverse a dar un paso más, giraron las
luces de las linternas hacia aquel punto y abrieron desmedidamente los ojos
de miedo cuando se dieron cuenta de la amenaza de la nube de vapor.
“¡El helio!”, exclamó Jean-Claude. “¡El helio se derramó del Atlas!”.
“¿Qué hacemos?”, quiso saber el compañero, aterrorizado con el
descubrimiento. “¿Pedimos apoyo?”.
“¡Nosotros somos el apoyo, idiota!”, le regañó Jean-Claude, conteniendo
difícilmente el nerviosismo y la ansiedad. “Tenemos que ir allí para saber con
precisión dónde se localiza la fuga”.
Los dos hombres se aproximaron al detector Atlas con gran cautela. La
máquina era realmente gigantesca; se sentían como enanos a su lado.
Rodearon la gran pala circular del detector externo de muones y fijaron la
atención en la nube de vapor que emanaba de una pequeña sección de aquel
monstruo de acero.
“Allí hay algo en medio del vapor”.
“¿Dónde?”.
Jean-Claude apuntó la luz hacia aquel lugar.
“Ahí, ¿no lo ves?”.
Intentaron identificar lo que era, pero a aquella distancia y con tanto vapor
les parecía imposible delimitar formas cuyos contornos mal adivinaban.
Tendrían que acercarse al detector Atlas. Cada paso que daban era tan difícil
que parecía que escalaban una montaña. Las luces de las linternas daban
saltos en medio del vapor mientras se dirigían hacia la gran máquina.
Se acercaron a dos metros de distancia, pero no se atrevieron a ir más lejos
para no ser alcanzados por el vapor de helio. Hacía frío, evidentemente por
causa de la fuga del helio líquido, pero lo peor no era la temperatura. Sabían
que en contacto con el aire el helio se vaporizaba y ocupa el lugar del
oxígeno, por lo que se arriesgaban a asfixiarse si se acercaban demasiado.
Les parecía que a aquella distancia habían llegado al umbral de seguridad. Un
paso más y se enfrentarían a un riesgo inminente de muerte.
Luchando contra el frío que le entorpecía los movimientos, Jean-Claude
apuntó la luz hacia la forma que estaba en la base de la fuga de vapor.
Un hombre.
“¡Qué diablos!”.
La figura humana se encontraba tumbada, el tronco fuera, las piernas dentro
de la máquina, la cara amoratada. Era evidente que el hombre había muerto
por asfixia; o por falta de oxígeno en aquella zona, expulsado por el helio que
se derramó hacia el exterior o incluso por la inhalación del vapor de helio,
que provocaba quemaduras internas letales. La autopsia determinaría lo que
había sucedido, pero lo cierto es que estaba muerto. La luz de las linternas se
paró sobre el rostro de la víctima, y acto seguido, Jean-Claude abrió la boca
estupefacto.
“¡Es el anciano de hace un rato!”, exclamó. “¡El tipo de la CIA!”.
“¿Quién?”.
“El tipo que quiso entrar esta mañana con un arma, ¿te acuerdas? ¡Es él!”.
“¿Estás seguro?”.
“¡Absolutamente! Fui yo quien trató con él y sé muy bien lo que estoy
diciendo. ¡Es el anciano de la CIA! Frank... Frank... Frank algo más”.
Oprimió los labios mientras se esforzaba por recordar. Tenía el nombre en la
punta de la lengua. “¡Bellamy! ¡Eso mismo! Frank Bellamy. Me parece que
es un peso pesado de la CIA”.
“¿Qué está haciendo este tipo metido en el Atlas?”.
La pregunta era retórica y Jean-Claude no respondió porque evidentemente
no tenía respuesta. Estudió con cuidado el tronco del cadáver con la luz de la
linterna hasta darse cuenta de que uno de los brazos estaba extendido y entre
los dedos había un papel.
“¿Qué es esto? ¿Lo estás viendo?”.
El colega centró su atención en la hoja.
“Sí. Tiene algo escrito. ¿Consigues leerlo?”.
Los dos hombres se giraron para colocarse en el sentido de la hoja y
verificar su contenido.
“¡Qué rayo de rompecabezas!”.
La luz de la linterna de Jean-Claude se desvió siguiendo hacia la zona donde
el helio líquido escapaba. El metal de los tubos del sistema de criogenia
estaba agujereado y en el suelo yacía un instrumento de perforación de alta
temperatura.
“Mira esto, ¿Has visto?”, observó con excitación. “Alguien provocó esta
rotura”.
“Mon Dieu!”, exclamó el colega, estupefacto. “La fuga... ¡la fuga del helio
fue deliberada!”.
Al tomar consciencia de lo que veía, Jean-Claude cogió inmediatamente el
intercomunicador y apretó el botón.
“Halcón Uno a Nido. Identificamos la fuente del problema. Hay un cadáver
metido en una apertura por detrás del detector externo de muones y
encontramos un instrumento de perforación de alta temperatura junto al lugar
de la fuga de helio. Esta fuga no ha sido un accidente. Repito, no es un
accidente. Aguardamos instrucciones. Over”.
Durante dos segundos el intercomunicador respondió con una parada. “Nido
a Halcón Uno. ¿Puede repetir? Over”.
La información era tan increíble que por lo visto los jefes que se sentaban
en la central de seguridad no se habían creído lo que les acababan de decir.
“Encontramos un cuerpo metido en el Atlas y un perforador de alta
temperatura junto al punto de fuga del helio líquido. El cadáver tiene un papel
en la mano con un nombre. Sospecho que haya identificado de esta forma a
su asesino. Over”.
Esta vez el ruido del intercomunicador se prolongó más de diez segundos.
Estaba claro que los miembros de la central de seguridad discutían la
información que habían recibido.
“Nido a Halcón Uno”, respondieron por fin. “Vuestra misión está concluida.
Regresen inmediatamente al Nido para la reunión. Queremos un informe
completo. Vamos a enviar a los bomberos para que se ocupen de la fuga de
helio y retiren el cuerpo. El detector y toda la caverna Atlas serán sellados
hasta orden contraria. Over”.
Los dos agentes de seguridad lanzaron una última mirada hacia el cadáver y
dieron media vuelta para alejarse y salir lo más deprisa posible de aquel
peligroso lugar. Volvieron a rodear la gran pala circular del detector externo
de muones, esta vez en el sentido contrario, y se adentraron en el túnel rumbo
a la puerta por donde habían entrado media hora antes.
A medida que caminaban, Jean-Claude iba recordando el incidente de esa
mañana en el atrio del complejo y lo que sintió cuando se dio cuenta de que
el anciano que entró en el edificio era una figura importante de la CIA.
“Quien quiera que sea ese Tomás Noronha”, murmuró con una sonrisa sin
humor, “la CIA le caerá encima con todo su peso”.
Pero ese ya no era su problema. Se encogió de hombros y aceleró el paso.
Cuanto más deprisa saliesen de allí mejor.
I
La hierba había sido regada momentos antes y sus puntas mojadas relucían
al sol; parecían una constelación de diamantes centelleando bajo la luz clara
de la mañana. El hombre de luminosos ojos verdes atravesó relajado el
césped, llevaba en la mano una cartera de ejecutivo, y entró en el edificio de
trazado moderno de la Fundación Calouste Gulbenkian cantando una melodía
que había oído en la radio. Después de lanzar un gesto jovial al personal de la
recepción, se dirigió hacia un despacho al fondo del atrio. Abrió la puerta y
se encontró con la secretaria tecleando en el ordenador.
“Hola Albertina. ¡Llegué!”.
La secretaria levantó los ojos del monitor y miró fijamente al recién llegado.
“¡Profesor Noronha! ¿Ha hecho buen viaje?”.
“Claro”, respondió Tomás Noronha, dirigiéndose hacia el gabinete donde
ejercía las funciones de consultor científico de la fundación. “Anticipé el
regreso a Lisboa para ayer por la tarde y así evitar la huelga de controladores
aéreos españoles. ¡Me libré por los pelos!”.
“¿Cómo estaba Ginebra? ¿Hacía mucho frío?”.
El historiador echó la mano al bolsillo.
“Helada”, dijo, extendiendo una cajita roja a la secretaria. “Mire, le traje un
chocolatito”.
Albertina cogió el regalo y sonrió.
“¡Ay, profesor! Me conoce bien pero no era necesario que se molestase...”.
El recién llegado posó la maleta a los pies de su mesa.
“Faltaría más, no fue ninguna molestia”, le dijo, colgando el abrigo en un
perchero junto a la ventana. Se giró hacia atrás y observó a través de la
puerta. “¿Alguna novedad?”.
Era una pregunta de trabajo, por lo que la secretaria asumió inmediatamente
una postura profesional y hojeó la agenda.
“Sí, llamaron de la Universidad Nueva de Lisboa. Les expliqué que estaba
de viaje y quedaron en volver a llamar mañana. No dijeron cuál era el
asunto”.
Tomás mal contuvo una sonrisa.
“Ni hacía falta. Andan detrás de mí para ver si regreso a la facultad...”.
“Creo que hacen bien”, sentenció Albertina. “¿Dónde se ha visto a un
académico de su categoría, uno de los mejores criptoanalistas del mundo y
profesor doctorado en no sé cuántas lenguas antiguas y demás, que no dé
clases en la facultad? ¡Un crimen, se lo digo yo!”.
El historiador no quiso continuar la conversación. Arrastró la silla, se sentó
y encendió el ordenador.
“Además de esa llamada, ¿algo más?”.
“El ingeniero Ferro pidió hablar con usted a las quince horas”, reveló.
“Sobre lo que fue a comprar a Ginebra”. Le lanzó una mirada interrogadora.
“¿Encontró lo que buscaba?”.
Tomás se inclinó en la silla y cogió la maleta de ejecutivo que había posado
a los pies de la mesa.
“Lo encontré, claro. Está aquí”.
La secretaria miró fijamente la maleta, la curiosidad le quemaba la mirada.
“¿De verdad? ¿Puedo ver?”.
Con una pequeña llave, Tomás abrió la maleta y retiró el paquete que había
traído de Ginebra.
“¡Mire esto!”, dijo moviendo el paquete. “Ni imagina el trabajo que me ha
dado esta compra”.
Acarició el paquete. La negociación con el comerciante de antigüedades de
Ginebra había sido muy dura, a fin de cuentas estaba en juego un manuscrito
raro que de forma insistente había recomendado adquirir a la Gulbenkian,
pero afortunadamente todo había salido bien. Después de un peritaje para
certificar la autenticidad del documento, realizó la propuesta que llevaba de
Lisboa y el valor final acabó por no ser excesivamente superior a la oferta
inicial de la negociación. Lo cierto es que se sentía de tal forma impaciente
que apenas podía esperar por la reunión con el ingeniero Ferro; el director del
museo de la fundación se iba a quedar encantado con aquella preciosidad.
“¿Puedo verlo?”, pidió Albertina. “¿O su tesoro debe permanecer
empaquetado?”.
Tomás respondió con una carcajada.
“¡Nunca he visto una persona tan curiosa!”, observó. “Está bien, se lo
enseño”.
Lo desempaquetó por las puntas de papel pegadas con cinta adhesiva y del
interior extrajo un códice en papel amarillento, evidentemente antiguo, dentro
de un plástico sellado para defenderlo de la contaminación del aire. Giró el
códice hacia la secretaria y le mostró el título, con las primeras líneas del
texto escritas por debajo en caligrafía medieval.
“¿Tabula Samri... Smiragda... na?”, titubeó Albertina intrigada. “¿Qué
diablos quiere decir esto?”.
“Tabula Smaragdina”, corrigió el historiador. “También conocida como La
tabla Esmeralda o El secreto de Hermes. Se trata de un texto atribuido a
Hermes Trismegisto, no sé si ya ha oído hablar de él”.
“Sí, claro. Es un mago antiguo, ¿verdad?”.
“En cierto modo. Hermes Trismegisto fue un célebre alquimista cuya
verdadera identidad permanece envuelta en misterio. Hay quien piensa que se
trata de una figura nacida de la combinación del dios griego Hermes con el
dios egipcio Toth, ambos divinidades de la magia y de la escritura. Se
especula que la figura histórica real por detrás de Hermes Trismegisto sea el
gran sacerdote Imhotep, un egipcio venerado por los griegos cuando
ocuparon Egipto en el periodo ptolemaico. Trismegisto significa tres veces
grande, y debió de ser un sabio, autor de innumerables textos de la
antigüedad. Los más famosos son la Hermética, un conjunto de diálogos de
los siglos II y III en donde un profesor, el propio Hermes Trismegisto, enseña
a un alumno la naturaleza de lo divino, de la mente y del universo”.
“¿Todavía existen esos textos?”.
“Claro. Fueron originalmente encontrados en papiros y tenemos
traducciones en latín que datan de los siglos XVI y XVII.” Metió la mano en
la carpeta y extrajo la documentación que había reunido en las últimas
semanas para preparar el peritaje del manuscrito que la fundación quería
adquirir. “La Hermética contiene sabiduría antigua de gran valor”. Buscó con
el dedo una línea de sus anotaciones. “Ahora oiga esta cita del libro XIII de la
Hermética”. Afinó su voz. “Salí de mí hacia un cuerpo inmortal y ahora no
soy lo que era antes. Yo nací en la mente”.
“¿Yo nací en la mente? ¿Qué quiere decir eso?”.
El historiador se encogió de hombros.
“Es sabiduría hermética. Significa que estamos delante de un conocimiento
oculto. Esta frase, yo nací en la mente, parece querer decir que la verdadera
realidad es la de la mente. Nosotros somos lo que nuestra mente concibe. Lo
real no existe más allá de la mente”.
La idea era demasiado extraña para que Albertina la tomase en serio, por lo
que rápidamente desvió la atención hacia el manuscrito en las manos de
Tomás.
“¿Y ese manuscrito que compró en Ginebra?”, preguntó, apuntando hacia la
Tabula Smaragdina. “¿De qué trata exactamente?”.
“La Tabla Esmeralda es el texto que dio origen a la alquimia, tanto islámica
como occidental, y mereció a Hermes el apodo de Trismegisto, una vez que
aquí el autor afirma conocer las tres partes de la sabiduría del universo. Una
de ellas es justamente la alquimia”.
“Más fantasías, por lo tanto”.
Tomás esbozó un gesto.
“No, no”, corrigió. “La alquimia es la ciencia de la transmutación de los
elementos. Por ejemplo, uno de los grandes proyectos de los alquimistas era
transformar el hierro en oro. Hoy sabemos que la transmutación de los
elementos, por increíble que parezca, es de hecho posible. El primer
científico que lo hizo fue el físico neozelandés Ernest Rutherford, que
convirtió nitrógeno en oxígeno y comenzó a descubrir los principios que
permiten a las estrellas producir carbono, hierro y oro a través de la
trasmutación de otros átomos”.
La secretaria meció afirmativamente la cabeza.
“Ah, qué interesante”. Apuntó hacia unas líneas escritas en latín en la
primera página del códice, por debajo del título Tabula Smaragdina. “¿Esas
frases explican la alquimia?”.
“La Tabla Esmeralda habla sobre alquimia, pero lo que está aquí escrito son
los principios generales del conocimiento hermético”. Tomás inclinó el
códice para verlo mejor y leyó las primeras líneas. “Verum, sine mendatio,
certum, et verissimum. Quod es inferius, est sicut quod est superius, et quod
est superius, est sicut quod est inferius, ad perpetranda miracula rei unius. Et
sicut omnes res fuerunt ab Uno, mediatione unius, sic omnes res natae
fuerunt ab hac uma re, adaptatione”.
Albertina se rio.
“Profesor, no entiendo nada. Mi latín, no sé si sabe, anda medio oxidado...”.
“Esto es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero”, tradujo él. “Lo que
está debajo es lo que está encima y lo que está encima es lo que está debajo,
para realizar los milagros de la cosa única. Y así como todas las cosas
vinieron del Uno, todas las cosas son únicas, por adaptación”.
“Continúo sin entender...”.
El historiador volvió a abrir la carpeta.
“Ya le dije que estamos ante conocimiento oculto”, explicó mientas metía
dentro el manuscrito. “El sentido de la segunda y de la tercera frase es
ambiguo, pero Hermes Trismegisto parece querer decir que lo real es único y
que las diferencias entre los átomos, nosotros y las estrellas son ilusorias,
todos somos la misma cosa. Lo que está debajo es lo que está encima y lo que
está encima es lo que está debajo. Todo, incluyendo nosotros, es la cosa
única, porque todas las cosas vinieron del Uno. O sea, la impresión que
nosotros tenemos de ser individuales no pasa de una mera ilusión. Todo en
verdad está relacionado, todo es la misma cosa, todo es uno”.
Cuanto Tomás se preparaba para explicar con más detalle las ideas
fundamentales del texto que adquiriera en Ginebra, la puerta se abrió y una
funcionaria de la fundación entregó a Albertina un encargo que acababa de
llegar por correo. La secretaria pasó los ojos por el paquete y se giró hacia su
jefe.
“Señor profesor, es para usted”.
“Ah, debe de ser el libro que pedí por Internet sobre hebreo antiguo. Viene
de Jerusalén, ¿verdad?”.
Albertina consultó la dirección.
“No tiene nombre en el remitente, profesor. Pero fíjese que los sellos son de
Suiza”.
El historiador lanzó una mirada inquisitiva.
“¿De Suiza?”, se sorprendió, extendiendo el brazo y solicitando el paquete.
“Si llegué ayer de allí...”.
La secretaria se levantó y se lo entregó con una sonrisa maliciosa
coloreando los labios.
“Debe de haber dejado abandonada a alguna admiradora...”.
II
Muy suavemente, un tenue destello violeta iluminaba el horizonte que los
grandes pinos americanos recortaban en Bethesda, como extraños espectros
que se fundían con las tinieblas que desaparecían. La noche estaba a punto de
ser sustituida por el sol, pero Walter Halderman todavía no se había acostado.
Había pasado las últimas ocho horas en el ordenador escribiendo y releyendo
el informe que tenía que enviar esa misma mañana a la Casa Blanca,
convencido de que apreciarían su esfuerzo y le dejaría en muy buena posición
en la Agencia para cuando le llegase la oportunidad.
El teléfono sonó.
No era hora de hacer llamadas, pero Halderman no pareció sorprenderse,
como si supiese quién le llamaba. Miró hacia la pantalla, vio el número,
apretó la tecla verde y atendió.
“Aquí Halderman”.
“Buenas noches, sir”, se identificó la voz al otro lado de la línea. “Perdone
por llamar a esta hora, pero tengo una llamada urgente de nuestro hombre en
la embajada en Berna. Insiste en que tiene que hablar con usted ahora.
¿Puedo pasarle la llamada?”.
“Pase”.
Se oyó un clic en la línea y apareció otra voz.
“¿Hola?”.
“Aquí Halderman, director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología
de la CIA. Me han dicho que necesita hablar conmigo urgentemente”.
“Sí, correcto. Soy Paul Zelazny, del Departamento de Informaciones de la
embajada de Suiza. Me acaba de llamar la policía de Suiza con una noticia
desagradable. Lamento informarle, pero hace cerca de una hora que su
director, Frank Bellamy, ha sido encontrado muerto en circunstancias...
¿cómo decirle?, extrañas”.
“¿Ha muerto Frank Bellamy?”.
“Yes, sir”.
Halderman cerró el puño, como si celebrase la noticia, pero mantuvo un
tono impasible.
“¿Cómo?”.
El interlocutor del otro lado de la línea respiró hondo, parecía que para
ganar fuerza.
“Su cadáver fue descubierto en un detector de partículas gigante del CERN.
Parece que murió asfixiado. La policía suiza está tratando el caso como si se
tratase de un homicidio”.
“¿De verdad? ¿Qué es lo que les lleva a pensar eso?”.
“Bien... me comunicaron que Frank Bellamy dejó una nota identificando al
hombre que lo mató”.
“¿Qué? ¿Quién es?”.
“La policía suiza está intentado identificar al sospechoso. Pero ya me dieron
el nombre y dentro de poco me envían una copia de la nota dejada por Frank
Bellamy. El asesino es un tal Thomas Norona. ¿Le resulta familiar?”.
“¿Thomas? ¿No será Tomás?”.
“O eso”.
“Sé quién es. ¿La policía ya le ha cogido?”.
“Están en ello”.
Halderman miró el reloj; ya eran casi las seis de la mañana.
“Oiga, señor...”.
“Zelazny. Paul Zelazny”.
“Oiga, Paul. Cuando reciba la nota dejada por Bellamy envíela para Langley
con carácter urgente, ¿de acuerdo? Quiero verla en mi gabinete en cuanto
llegue, porque quiero tratar el asunto personalmente. Gracias por llamar. Que
tenga un buen día”.
Sin esperar a que su interlocutor se despidiese, colgó. Levantó los ojos hacia
la ventana y admiró el destello de la mañana naciendo, una sonrisa de
satisfacción dibujada en los labios mientras la mente contemplaba las
magníficas perspectivas que se abrían delante de él.
Frank Bellamy estaba finalmente fuera de su camino.
III
Urgente. Con sorpresa, Tomás se concentró con curiosidad en el paquete
enviado por correo urgente, que le acababan de entregar. Lo cogió y se quedó
un largo rato mirándolo, intrigado. ¿Quién diablos se lo habría enviado de
Suiza? Lo primero que hizo fue verificar los sellos; no había duda, eran
realmente de la Confederación Helvética. Estudió las marcas sobre los sellos
y constató que habían mandado el paquete con fecha de la víspera en una
oficina de correos de Ginebra.
“Qué coincidencia...”.
Le sorprendió la casualidad, ya que el día anterior había estado en la ciudad
suiza. ¿Por qué no le habían entregado personalmente el paquete? Tal vez no
sabían que él estaba allí y todo no fuese más que una coincidencia; era la
única explicación razonable que se le ocurría. Pasada la sorpresa inicial,
decidió que el caso no merecía demasiada atención. Aunque estaba
acostumbrado a sospechar de las coincidencias, tenía consciencia de que a
veces existían, por lo que era mejor olvidarlo y ver lo que era.
Lo rasgó por los bordes y retiró el contenido del interior. A primera vista
parecía un disco espeso, pero como venía envuelto en papel celofán no se
percibía con exactitud de lo que se trataba. Por eso tuvo que desempaquetarlo
hasta por fin poder ver el objeto que le habían enviado.
“¡Vaya!”.
Se trataba de un artefacto de cobre con la forma de un yoyó gigante y
bordes de cuero, suficientemente grande para llenar la palma de la mano. Una
de las caras tenía esculpido un dibujo geométrico con dos círculos exteriores
cubiertos de caracteres hebreos y latinos y en el medio una estrella de David
protuberante con las líneas bañadas en oro.
La interjección de Tomás atrajo la atención de la secretaria. “¿Qué es,
profesor? ¿Pasa algo?”.
El historiador analizó el objeto y el diseño que contenía y después se volvió
en dirección a Albertina.
“Me mandaron un pentáculo, mire”.
“¿Qué es eso?”.
“Un pentáculo es un amuleto usado en invocaciones mágicas”. Pasó el dedo
por la geometría de la pieza. “Este es, en realidad, el gran pentáculo”. Apuntó
hacia los caracteres תחפמ המלש inscritos en lo alto del círculo exterior del
dibujo. “¿Ve esto? Es hebreo. Quiere decir Mafteah Shelomoh. Sospecho que
su hebreo no es mejor que su latín...”.
La secretaria se rio.
“Sospecha muy bien”.
“Pues Mafteah Shelomoh es el título en hebreo de la Clavis Salomonis, un
manual de magia generalmente atribuido al rey Salomón”. Bajó la voz, como
si estuviese compartiendo una confidencia. “Es lo que dice la leyenda, claro.
En realidad la Clavis Salomonis es un producto del Renacimiento italiano de
los siglos XIV y XV. Se cree que inspiró otros manuales de magia famosos,
como el Lemegeton y la Clavicula Solomonis Regis”.
La expresión de Albertina era de desconcierto.
“Ah, muy bien”, dijo, evidentemente sin entender nada. “¿Y por qué razón
le mandan esto?”.
Tomás investigó en el paquete desenvuelto, buscando alguna referencia al
remitente o cualquier carta o postal o mera nota manuscrita que le diese una
indicación, por mínima que fuese, sobre el origen y el motivo del envío, pero
no encontró nada.
“No sé”, se rindió. Volvió a analizar los sellos del paquete y el sello de
Ginebra e hizo un esfuerzo para entender quién había podido remitir el
pentáculo en esa ciudad. Al pensar en ello una idea le vino a la mente. “O
quizás... sí lo sé. ¡Solo ha podido ser monsieur Perrin! ¿Quién más me
enviaría una cosa de estas?”.
“¿Es algún amigo suyo?”.
“Monsieur Perrin es el comerciante de antigüedades a quien compré la
Tabula Smaragdina, de Hermes Trismegisto”.
“¿Y por qué le enviaría ese... ese amuleto?”.
El historiador cogió el pentáculo, como si al sentir el peso lo midiese.
“No tengo la menor idea”, respondió mientras lo pasaba de una mano a otra.
Tal vez me quiera convencer para que lo compre. Esta gente suele adoptar
este tipo de técnicas de marketing, ¿lo sabía?”.
“¡Ah!, ¿Quiere decir que eso es una copia?”.
Era una buena pregunta, se dio cuenta Tomás. Paró de lanzar el pentáculo
de una mano a otra y lo estudió mejor. Sintió la textura, lo olió y pasó los
dedos por la superficie del cobre y por el borde de cuero. Bien vistas las
cosas, parecía auténtico. Si se trataba de una copia, concluyó con ojo de
especialista habituado a realizar peritaje de artefactos antiguos, era realmente
muy buena. Incluso excepcional.
“Tal vez, no estoy seguro”. Se quedó por un momento parado,
reflexionando sobre el caso, pensando que no tenía sentido que el
comerciante le hubiese enviado un original así, sin más ni menos, sin
informaciones ni cualquier garantía de que lo fuese a comprar; únicamente
podía ser una copia, tenía que ser una copia. Con un gesto súbitamente
resuelto, guardó el objeto en el bolsillo de los pantalones. “Después lo veo.
Voy a llevarlo para enseñárselo a los tipos del laboratorio y quiero ver lo que
me dicen. Tal vez me hagan un análisis de carbono catorce, quién sabe”.
“Una vez que estuvo ayer en Ginebra con ese comerciante, ¿por qué razón
no le mostró el amuleto en ese momento? ¿Por qué lo ha enviado por correo
sin explicarle nada?”.
“No sé, no sé, como le dije puede formar parte de la técnica de venta, yo
qué sé...”.
Eran demasiadas preguntas para las cuales no tenía respuesta, por lo que
decidió archivar el asunto en un rincón de la mente; si el comerciante de
antigüedades le había remitido el pentáculo sin dar explicaciones, tendría sus
motivos. En el momento oportuno trataría el asunto, pero no en ese momento.
Tenía mucho que hacer y no tenía sentido concentrarse en una cosa que le
parecía irrelevante.
Encaró el monitor y se concentró en el correo electrónico. Leyó los e-mails
que le esperaban en su bandeja de entrada y respondió a todos. Después se
conectó con su página en la web interna de la Fundación Gulbenkian, se
dirigió a la función Informes de Compra y entró. “Adquisición de la Tabula
Smaragdina”. Comenzó a rellenar el informe con todos los datos solicitados
en el formulario.
“¿Profesor Noronha?”.
Consultaba a menudo sus anotaciones y, siempre que necesario, recurría a la
memoria para reconstruir la negociación que había tenido lugar en el
establecimiento de monsieur Perrin, al lado del lago Leman. Se acordó de la
propuesta inicial, de la contrapropuesta del anticuario, del teatro que hizo
protestando porque su interlocutor “pedía lo imposible”, de la...
“¿Profesor Noronha?”.
La imagen de la negociación en Ginebra se esfumó en ese instante y los ojos
aturdidos de Tomás se fijaron en Albertina.
“¡Ah!”.
La secretaria estaba sentada en su sitio y tenía en la mano el auricular del
teléfono fijo del gabinete.
“Una llamada para usted”, anunció. “Es la doctora María Flor que llama
desde Coimbra”.
Al ver el teléfono, varias ideas vinieron casi a la vez a la mente de Tomás.
La primera fue el recuerdo del teléfono sonando; era como si hubiese
escuchado el sonido pero no lo hubiera registrado; entonces la llamada le
entró en la consciencia. Le daba la sensación de ser una especie de eco
psicológico, parecía que el sonido se había quedado en lista de espera en
algún lado de su cabeza esperando su vez para entrar. La segunda fue que aún
en la víspera, después de desembarcar en Lisboa, había hablado con María
Flor por teléfono; se sentía cansado de una vida en la que saltaba
constantemente de mujer en mujer y necesitaba asentarse, pero no quería
avanzar demasiado deprisa con ella, no era ese el tipo de relación que
buscaba. Y la tercera idea, quizás idiota pero sin duda práctica, fue que tenía
su móvil apagado por falta de batería y que tenía que cargarlo en cuanto
pudiese; por eso ella solo había podido contactarle a través del teléfono fijo.
Fue una serie de pensamientos en una fracción de segundo, hasta salir de su
letargo y hacer una señal a la secretaria.
“Páseme la llamada”.
“Ahí va”.
Albertina apretó un botón del aparato y transfirió la llamada a la mesa de
Tomás. Antes de atender, él se levantó y cerró la puerta; las conversaciones
con María Flor eran personales y no quería que la secretaria las escuchase.
Después regresó a su sitio, delante del ordenador, y cogió finalmente el
auricular de su teléfono.
“Hola, Flor”, la saludó con voz cariñosa. “No me digas que estás deseosa de
ver el regalo que te traje de...”.
“Tomás”, cortó ella, con la voz cargada de tensión e incómoda. “Siéntate y
escucha con calma. Tengo que darte una mala noticia”.
Al oír estas palabras, al historiador se le paró la respiración. Sabía que un
anuncio de estos era un aviso para prepararse para algo muy grave. En
aquellas circunstancias, intuyó, solo podía tratarse de su madre. Estaba
viviendo hacía unos años en la residencia que María Flor dirigía en Coimbra
y el tono de voz de la directora no auguraba nada bueno.
“¿Mi madre?”, preguntó Tomás después de una pausa, casi ávido. ¿Ha
ocurrido algo?”.
“Me temo que sí”.
En el fondo esperaba que ella le tranquilizase, que le dijese que la llamada
no tenía nada que ver con su madre. Sintió la respuesta como una bofetada.
“¿Qué ha sido?”, quiso saber, mientras el estómago le dolía de ansiedad.
“¿Qué le ha pasado?”.
Hubo un corto silencio al otro lado de la línea, como si María Flor buscase
las palabras adecuadas para decir lo que le tenía que decir.
“Tu madre sufrió un ataque cardíaco”, le anunció en el tono más cariñoso
posible. “Ven deprisa. Deprisa, ¿me oyes?”.
La noticia dejó a Tomás estupefacto, sin reacción, los ojos vidriosos, la boca
entreabierta. Ya había perdido a su padre y sabía que un día perdería a su
madre, pero esperaba que faltase tiempo, que los días no pasasen tan rápido,
que lo inevitable fuese infinitamente aplazado, que la orfandad no le dejase
tan solo tan deprisa.
“Se...”, balbuceó Tomás, intentando decir la palabra terrible pero evitando
pronunciarla. Solo la idea de la muerte constituía una puñalada clavada en el
corazón. “Se...”.
Oyó un suspiro resignado al otro lado.
“Está en coma y le queda poco tiempo”.
IV
No estaba bien el nudo de la corbata, se dio cuenta al verse en el espejo. Lo
deshizo y lo volvió a hacer, esta vez equilibrándolo para coger mejor la parte
espesa del tejido de seda. El espejo le confirmó que por fin el nudo quedaría
perfecto, gordo y con un pliegue en medio. Miró el reloj y constató que ya
eran las siete de la mañana.
Había llegado la hora.
Cogió el móvil y buscó el nombre del director del Servicio Clandestino
Nacional de la CIA. Identificó el número de Harry Fuchs, apretó la tecla y el
móvil comenzó a llamar.
“Halderman, you sonnavabitch!”, atendió la voz del otro lado. “¿Qué
quieres?”.
“Bellamy ha muerto”.
“Ya lo sé. Una buena noticia, ¿eh? La agencia no necesitaba reliquias como
aquellas”.
“Los suizos están tratando el caso como un homicidio y eso puede
complicar las cosas. ¿Crees que hay cabos sueltos?”.
La respuesta al otro lado tardó, como si su interlocutor estuviese eligiendo
con juicio las palabras. Cuando por fin fue dada, el tono de Fuchs era de gran
cautela.
“¿Estás insinuando que fue mi servicio quien se deshizo del viejo?”,
preguntó en un tono sibilino. “Es que yo, por mi parte, ya me he puesto a
reflexionar con mis botones sobre quién ganaba más al deshacerse del
abuelito. ¿Y adivina en quién pensé en primer lugar?” La voz se endureció en
ese instante. “En ti, motherfucker!”.
“¡No eches la mierda encima de mí!”, rugió Halderman. “¡No te atrevas!”.
“La mierda tiene que caer encima de alguien, amigo mío”, avisó el director
del Servicio Clandestino Nacional. “Porque alguien lo mató y yo ya traté el
asunto para que nadie me incrimine”.
“Yo también tengo mis coartadas preparadas, por lo que ten cuidado con lo
que dices, ¿me oyes?”.
Se hizo una corta interrupción en la conversación, con ambos a los lados
midiendo la posición del otro.
“Oye, la nota dejada por el viejo puede ser la solución para el problema”,
sugirió Fuchs, conciliador. “¿Ya la has visto?”.
“Está en mi despacho esperándome, cortesía de nuestra embajada de Berna.
¿Por qué, qué idea tienes?”.
“Esa nota menciona un nombre, ¿verdad? Ha sido una suerte tremenda.
Tenemos que ir con fuerza detrás de ese tipo. ¿Sabes quién es?”.
“Es un historiador y criptoanalista portugués que, aunque contrariado, ya
trabajó dos veces para nosotros. Una con Irán, otra con Al-Qaeda. Un tipo
astuto, tenemos que tener cuidado con él”.
“¿Cuidado con él? ¿Bromeas conmigo o qué? Desde cuando un
motherfucker cualquiera mete miedo al director de Servicios Clandestinos
Nacionales de la CIA? No, ese fulano está en una situación difícil”.
“No te olvides de que él fue decisivo aquella vez que neutralizamos a Al-
Qaeda, ¿te acuerdas?”.
“¿Al-Qaeda? No, no me digas que fue el portugués que... que...”.
“Ese mismo. Por razones de seguridad nacional, el caso fue entonces
catalogado como top secret y no llegó a los periódicos. Pero yo le vi en
acción y te digo, querido amigo, que es un tipo muy lúcido. No debemos
subestimarle”.
“Hmm.. me pregunto por qué su nombre aparece en la nota dejada por el
anciano”.
“Yo también. Estoy harto de dar vueltas a la cabeza, pero no encuentro
respuesta. Frank lo trataba mal, es verdad, pero sé que apreciaba al tipo. Lo
que le llevó a nombrarle en el papel antes de morir es un misterio”.
Fuchs hizo una pausa mientras meditaba sobre la situación. Cuando volvió a
hablar, el tono de voz se transformó en afirmativo.
“Oye, mándame ese papel en cuanto lo recibas de Berna”, dijo. “Voy a
iniciar un proceso de acción clandestina y lo necesito como justificación”.
“De acuerdo”.
“Y no te preocupes más con el caso, ¿entendiste? Misterio o no, voy a hacer
las cosas de modo que la mierda no nos salpique, quédate tranquilo”.
Los dos hombres colgaron sin despedirse. Halderman volvió a levantar los
ojos hacia el paisaje de Bethesda con el sol naciente y admiró la forma en la
que en pocos minutos la luz límpida de la mañana había substituido a la
noche. Después se puso el abrigo azul oscuro, cogió la carpeta y camino de la
puerta volvió a parar delante del espejo. Se había pasado la vida entera
lamiendo botas y humillándose para agradar a las personas en el poder, con la
convicción de que, dentro de la organización, y sobre todo en una pública, no
asciende quien es recto y competente, sino quien sabe qué botas tiene que
abrillantar y cómo conspirar e intrigar para alejar a los que se le atraviesan en
el camino. Con Bellamy apartado del mapa, le faltaba un último paso para
llegar a jefe de la Dirección de Ciencias y Tecnología. Si jugase las cartas
apropiadas y si Fuchs hiciese lo que tenía que hacer, los últimos obstáculos
serían removidos y el lugar del difunto director sería suyo. Suyo y
únicamente suyo. Arregló su pelo despeinado y se dirigió a la puerta para
salir de casa, con una sonrisa en los labios.
Todo iba bien, el profesor portugués iba a cargar con las culpas.
V
Dando vuelta a la llave y todavía obsesionado por la noticia, Tomás puso el
motor del Volkswagen a funcionar. El conductor pisó el embrague, metió la
primera, aceleró y el coche arrancó con un rugido impaciente. Salió del
parque de la Fundación Gulbenkian para meterse por las calles de Lisboa
hasta llegar a la autopista en dirección al norte.
El principio del viaje fue todo lo que Tomás registró de las dos horas de
camino hasta Coimbra. De forma sucesiva pasó por su mente la conversación
telefónica con María Flor, intentando interpretar el tono de las frases que ella
había pronunciado y lo que se escondía en las entrelíneas para saber si había
esperanza, y después se centró en las palabras fatídicas, aquellas que le
anunciaron que su madre había tenido un ataque cardíaco, que se encontraba
en coma y que el tiempo apremiaba. ¿En coma? Con la edad que ella tenía,
eso significaba ciertamente que estaba en la antecámara de la muerte. Quizás
a esa hora ya había fallecido y él estaba encerrado en el coche sin saber nada.
No sabía ni podía saber por qué la víspera, demasiado cansado debido al viaje
a Ginebra, ¡se había olvidado de cargar la porquería del móvil!
“¡Estúpido, estúpido, estúpido!”, vociferó en un murmullo, maldiciéndose
mil veces por el imperdonable lapso mientras golpeaba el volante a cada
palabra. “¿Cómo me pude olvidar de cargar el móvil? ¿Por qué razón me pasa
el día que más lo necesito?”.
Esa era la realidad. Necesitaba hablar con María Flor, saber cuál era el
estado de su madre, conocer las circunstancias en las que había pasado todo,
oír lo que los médicos tenían que decir y cuál era el pronóstico clínico,
susurrar por el teléfono palabras a su madre moribunda y despedirse de ella
aunque no le consiguiese oír. El olvido de la víspera hacía que todo eso fuese
imposible. Tendría que soportar el aislamiento y el silencio y la ignorancia y
la angustia, aquella ansiedad terrible que en aquel momento le estaba
destruyendo, hasta llegar a Coimbra. Sabía que necesitaba información, pero
también sentía necesidad de desahogarse y sabía que la voz amiga de María
Flor al teléfono podría ayudarle anímicamente. Lamentaba no haberse
quedado más tiempo al teléfono con su amiga, para poder saber más cosas y
obtener algo de desahogo en aquel momento difícil, pero las prisas por salir
hacia Coimbra para ver a su madre se sobrepusieron a todo.
Sacudió la cabeza, como si quisiese expulsar los pensamientos que le
oscurecían el alma.
“Tengo que pensar en otra cosa”, rumió en un murmuro sordo. “¡Esto se
está volviendo obsesivo!”.
Hizo un esfuerzo para concentrarse en otro asunto. ¿Pero cuál? El
pentáculo, se respondió así mismo. Se esforzó en pesar en el paquete que
había recibido esa mañana de Ginebra e intentó imaginar lo que tendría en
mente el comerciante de antigüedades cuando se lo envió. El hombre realizó
una jugada arriesgada, a fin de cuentas nada le garantizaba que la fundación
quisiera adquirir tal artefacto. Además, si Tomás fuese deshonesto, hasta
podría quedarse con el gran pentáculo. El paquete no venía ni registrado ni
con aviso de recepción, por lo que ningún documento probaba que realmente
lo había recibido.
¿Sería genuino? El artefacto parecía realmente verdadero, consideró, pero
una cosa de esas no tenía lógica. ¿Por qué motivo el anticuario le remitiría
una antigüedad de aquellas sin decirle una sola palabra? Seguro que estaba
delante de una copia. El laboratorio de la Fundación Gulbenkian lo iba
probablemente a confirmar cuando pasase por allí para analizar el objeto. Lo
que ocurriría, claro, a su regreso de Coimbra donde su madre..., su madre...
“Está en coma y le resta poco tiempo”.
Las últimas palabras pronunciadas por María Flor al teléfono volvían a
resonarle en la mente. Está en coma. O estaba, a la hora que recibió la
llamada. ¿Quién sabría lo que ocurrió mientras? ¿No le dijo que le quedaba
poco tiempo? ¿Cuánto de poco? ¿Minutos, horas, días? Será que, con aquella
edad y después de un ataque cardíaco, ¿estaría todavía en coma? ¿Y si la
situación mientras había evolucionado? Y si, después de aquella llamada, y
mientras viajaba, su madre hubiese... hubiese...
“¡Ah, ya estoy otra vez!”, gritó de repente en el coche, furioso e impotente,
golpeando de nuevo sucesivamente con la palma de la mano el volante. “No
me sale de la cabeza...”.
Por más que se esforzase e intentase pensar en otras cosas, regresaba
siempre al gran problema, como si en su cabeza un disco rayado rodase en
loop. Su madre había sufrido un ataque cardíaco, estaba en coma y le
quedaba poco tiempo. Por poco tiempo se entendía que la muerte era
inminente. Hiciese lo que hiciese, pensase en lo que pensase, nada podía
alterar esa dura e inevitable realidad. Su madre estaba a las puertas de la
muerte y en breve él se quedaría huérfano. Sabía que la vida era lo que era,
un mero soplo en la eternidad, el instante fugaz del batir de las alas de una
mariposa, una chispa de luz que se encendía y apagaba en las tinieblas, una
victoria que termina siempre en derrota, un camino que por más curvas que
haga conduce inevitablemente al abismo, una sonrisa que se desvanece en
lágrimas.
Pero tenía esperanza, ¡cuánta tenía!, de que ella se quedase un poco más de
tiempo con él, solamente un poquito más...
La torre del campanario.
La imagen de la urbe, coronada allí en lo alto por la torre de la campana de
la vieja universidad, irrumpió en ese momento en su consciencia y los ojos se
le llenaron con el encanto de la ciudad que era su destino.
Había llegado a Coimbra.
Trepó las escaleras a paso acelerado y con la misma prisa recorrió el pasillo
de la enfermería y zigzagueó entre las camillas, la respiración ya jadeante,
inhalando el olor aséptico de mercurocromo y alcohol etílico que acechaba en
el aire, pero determinado en llegar lo antes posible a la habitación y saber el
estado en el que se encontraba su madre. Los números de las habitaciones
estaban señalados en las puertas, por eso se dio cuenta de que ya estaba cerca.
“¡Catorce... quince... dieciséis!”, murmuró, jadeante, mientras enumeraba
las habitaciones hasta llegar. “Es aquí”.
Entró impulsivo en el pequeño compartimento y a la primera persona que
vio fue a María Flor. Se encontraba sentada a los pies de una cama, bonita y
serena, los ojos grandes de chocolate, el pelo castaño dibujando un halo de
luz que le daba un toque dorado en las puntas. Le pareció un ángel iluminado
por una aureola, pero se trataba simplemente del efecto de la fuerte claridad
que entraba por la ventana.
“¡Tomás!”, exclamó, el rostro se abrió con una sonrisa aliviada.
“¡Finalmente!”.
El recién llegado avanzó junto a la cama, la mirada ansiosa buscando a la
persona que estaba allí tumbada. Se encontró con el rostro familiar de su
madre, que tenía una expresión inesperada.
Sonreía.
“¡Hola, hijo mío. Benditos los ojos que te ven!”.
Con la atención puesta en ella, Tomás abría y cerraba la boca sin emitir
ningún sonido, abismado. Parecía un pez en una pecera. Quería hablar pero
no sabía cómo; lo cierto es que no sabía lo que pensar. Esperaba encontrarla
mal, probablemente inanimada, tal vez ya muerta.
Y ella le sonreía.
“¡Madre!”, acabó por decir. “¿Estás bien?”.
“Claro que lo estoy”, respondió con gran jovialidad.
“¡Pero bueno! ¿Qué buena cara tienes?”.
La mirada estupefacta del hijo pasó de la madre a María Flor y de vuelta a
su madre, queriendo entender la situación sin comprender nada más. Se había
preparado para todo menos para eso.
“Mamá, no has tenido... no has tenido, en fin, un...”. Dudó, evitando
mencionar las palabras exactas, como si pronunciar la expresión ataque
cardíaco le estuviese prohibido. “Un... ¿problema?”.
Doña Gracia hizo un gesto, acompañado de una seña vaga con la mano.
“Oh, fue una cosa sin importancia”, respondió ella. “La doctora María Flor
se quedó preocupada, pero, para ser francos, todo esto no ha pasado de un
dramatismo sin sentido. Crean un gran revuelo a causa de una tontería. Basta
con que alguien tenga ningún problema, un achaque de nada, y... parece que
es el fin del mundo, y nos traen precipitadamente al hospital”, resopló.
“¡Válgame Dios! ¡Esto ha sido una gran exageración!”. Levantó el índice
derecho para subrayar la sentencia. “Una exageración, te lo digo yo”.
Exageración parecía realmente la palabra adecuada. ¿De qué otra forma se
podía explicar que en un momento diesen a entender a Tomás que su madre
estaba a las puertas de la muerte, cuando dos horas después la veía y ella
parecía estar bien y con aire sano?”.
Lanzó una mirada levemente crítica en dirección a María Flor, una
expresión de quien la riñe por haberle pegado un susto por una tontería.
Pero la directora de la residencia no se descompuso. Se levantó de la silla e
hizo una señal a Tomás.
“Ven conmigo, por favor”.
Cerraron la puerta de la habitación, para que Doña Gracia no les oyese y
miraron alrededor buscando un lugar tranquilo. El pasillo no era un sitio
discreto para mantener una conversación, el espacio estaba lleno de camillas
con pacientes sin sitio en las enfermerías, pero encontraron un rincón donde
podrían hablar tranquilos.
“Tu madre tuvo un colapso por la mañana y perdió la consciencia”,
comenzó explicando María Flor. “Mientras mi personal intentaba reanimarla
con el desfibrilador, llamé a la ambulancia y el paramédico le diagnosticó un
ataque cardíaco. La trajo inmediatamente al hospital y el cardiólogo de
servicio la llevó directamente a la sala de reanimación. Estuvieron allí unos
quince minutos largos. Mientras esperaba, llamé varias veces a tu móvil, pero
estaba apagado”.
“Perdona, me olvidé de cargarlo...”.
“En cierto momento el cardiólogo salió y vino a hablar conmigo”, añadió,
ignorando la justificación. “El doctor Colaço confirmó que tu madre sufrió un
ataque cardíaco y dijo que intentó reanimarla sin éxito. Como debes
imaginar, cuando me lo contó me quedé lívida. El doctor me explicó que, en
la práctica, ella realmente había muerto, aunque técnicamente todavía no
pudiese decretar el óbito, lo que haría poco después. Según él, el corazón se
había parado y el electroenfacelograma registraba hacía varios minutos
actividad cerebral cero. En ese momento una enfermera apareció en la puerta
gritando: “¡Doctor Colaço, venga aquí!, ¡deprisa, deprisa!”. El médico
regresó a la sala de reanimación y, cuando me quedé sola, comprendí que
tenía que hablar contigo como fuera. Recordé que debías estar en la
Gulbenkian y llamé al número de la fundación. Te iba a anunciar que tu
madre había muerto, pero no tuve coraje. Además, los gritos de la enfermera
me mostraban que tal vez hubiese esperanza, y fue por eso que opté por
decirte que estaba en coma”.
Tomás señaló la puerta del cuarto dieciséis.
“Parece evidente que no murió...”.
“Sí, pero no te olvides de que, en la práctica, tu madre murió y resucitó”,
avisó María Flor, preocupada en subrayar ese punto. “Es importante que
tengas eso en cuenta cuando hables con ella, ¿entiendes? Si no, nada va a
tener sentido”.
“¿Me estás diciendo que le afectó al cerebro?”.
“No, al contrario. Me parece mucho más lúcida que en la mayor parte del
tiempo que pasa en la residencia. Da la impresión de que su capacidad de
razonamiento mejoró, si algo así es posible. Para una persona que tiene
Alzheimer desde hace algunos años, incluso diría que tu madre está
excelente”.
“¡Eso... eso es magnífico!”.
“Sí, pero acuérdate de que ella murió y resucitó. No te olvides de eso,
¿oíste?”.
El historiador esbozó un gesto de incomprensión.
“¿De qué estás hablando?”, quiso saber. “Si ella se muestra más lúcida que
lo normal, si el raciocinio mejoró y su estado mental parece excelente, ¿cuál
es exactamente el problema?”.
María Flor respiró hondo y dio media vuelta, reencaminándose hacia la
habitación dieciséis.
“Cuando hables con ella lo entenderás...”.
Doña Gracia permanecía tumbada con la manta por el pecho. Continuaba
sonriente y mostraba un aire incluso beatífico que desconcertaba. Parecía en
paz consigo misma.
“¿Bueno, hijo, por dónde has andado?”, quiso saber con una voz lánguida.
“¿Continúas viajando por el mundo?”.
“Sí, ayer llegué de viaje”.
“No me digas que fuiste a uno de esos países mahometanos, de aquellos
donde explotan bombas todo el tiempo y pasan la vida cortando la cabeza de
las personas”, le reprendió en un tono preocupado. “¿Cuándo tendrás
cuidado, hijo? Tu padre me mandó velar por ti, pero mira que a mi edad hay
muchas cosas de las que no te puedo proteger. A fin de cuentas estoy mayor y
débil y me faltan fuerzas para ayudarte...”.
“Sí, no te preocupes conmigo”, respondió Tomás, intentando cambiar el
tema de la conversación. Acarició su mano; estaba sorprendentemente
caliente y suave. “Y tú mamá, ¿cómo te sientes?”.
La sonrisa beatífica regresó al rostro de Doña Gracia.
“De maravilla”, afirmó. “Para ser sincera, hacía mucho tiempo que no me
sentía tan bien”.
“¿De verdad?”, se animó el hijo. ¿Y por qué? Le guiñó el ojo, con una
expresión cómplice. No me digas que has estado comiendo chocolate a
escondidas...”.
La madre se rio.
“¡Qué chocolate ni qué ocho cuartos! Me siento bien porque estuve con tu
padre, claro. No le veía hacía mucho tiempo y le echaba mucho de menos. Si
quieres que te diga, le encontré muy bien”.
“¿Ah, sí? ¿Estuviste viendo los viejos álbumes de fotografía?”.
Nueva carcajada de Doña Gracia.
“¿Qué álbumes? Estuve con él, hijo mío. Intercambiamos algunas palabras
y todo”. Suspiró. “Fue una pena que fuese tan poco tiempo...”.
“Claro, los sueños buenos son siempre breves, ¿verdad? Queremos que se
prolonguen, que duren para siempre, pero acaban enseguida”. Hizo un crujido
con la lengua. “Es una pena”.
“Pero bueno, ¡si no fue ningún sueño!”, protestó, impacientándose con la
lentitud de razonamiento del hijo. “Ya te he dicho que estuve realmente con
tu padre. ¿No me crees?”.
Tomás le acarició la mano; el Alzheimer tenía aquellas cosas.
“Oye, mamá, papá ya no está con nosotros”, le explicó con dulzura. “Murió
hace unos años, ¿no te acuerdas?”.
“Lo sé, hijo, lo sé”, asintió la madre. “Recuerdo perfectamente haber ido al
funeral. Pero te estoy diciendo que he estado ahora con él”.
“¿Ahora? ¿Cuándo?”.
“Esta mañana. Hace dos horas”.
La mirada de Tomás se desvió hacia María Flor, que permanecía sentada en
la silla a los pies de la cama, como intentando que le explicase aquella
conversación. La directora de la residencia, sin embargo, se limitó a devolver
la mirada y a encogerse de hombros, indicando que ya le había avisado.
“Fue maravilloso”, murmuró Doña Gracia, un brillo soñador destellándole
en los ojos, tan verdes como los de su hijo. “Me morí y estuve con tu padre.
Fue maravilloso”.
VI
“Organizado y listo; esto es todo lo que tenemos, sir”.
Después de llamar a la puerta y pedir permiso para entrar, la secretaria había
atravesado el gabinete y posado sobre la mesa una carpeta gris rellena de
informes y fotografías, la portada indicaba el nombre de Tomás Noronha y el
sello top secret estampado en rojo por debajo del logotipo de la CIA.
“¿Es el documento de la Dirección de Ciencia y Tecnología?”, quiso saber
el jefe. “¿Halderman ya lo ha enviado?”.
La secretaria abrió la carpeta que había depositado en la mesa y mostró la
hoja que le habían pedido.
“Está aquí, sir”.
La mirada de Harry Fuchs se posó en la hoja.
“¿Así que esta es la pista que el viejo dejó?”, sonrió con maldad. “Una señal
con la que crucifica y responsabiliza a ese Thomas Norona.”. Movió la
cabeza afirmativamente, satisfecho con lo que veía. “Muy conveniente, sí
señor”.
“¿Es todo, sir?”.
El director cogió la carpeta que la secretaria le había traído y contempló lo
que estaba por debajo de la hoja remitida por la Dirección de Ciencia y
Tecnología. El primer documento que vio fue una fotografía del historiador
portugués en primer plano sonriendo a la cámara.
“Una cosa más, Tish”, dijo, atento a la fotografía. “Pásame
a nuestro hombre en la embajada en Lisboa. Es urgente”.
“Yes, sir”.
La secretaria salió del despacho y cerró la puerta. El director del Servicio
Clandestino Nacional hojeó los documentos guardados en la carpeta y se
detuvo en un informe sobre el caso de Irán. Después consultó el dossier que
tenía al lado, con el nombre de Frank Bellamy y analizó la lista de las
tecnologías que la Dirección de Ciencia y Tecnología había puesto a
disposición de los operativos del Servicio Clandestino Nacional en los
últimos años. Detuvo su atención en un descubrimiento que el director ahora
asesinado siempre recusó entregar a sus colegas de la CIA. Se llamaba
Quantum Eye, Ojo Cuántico y era un proyecto que el anciano nunca había
compartido con nadie.
“Tus secretitos acabaron, motherfucker”, murmuró
Fochs, contemplando la lista que mencionaba el Ojo Cuántico. “Ahora que la
palmaste, ese material va a pasar para mí”.
El teléfono sonó.
“Tengo en línea a nuestro hombre en Lisboa, sir”, anunció la secretaria. “Se
llama Jim Krongard”.
La línea hizo clic y la llamada fue transferida para la conexión con la
embajada americana en Lisboa.
“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo mientras cerraba el dossier de
Bellamy. “Tenemos entre manos un problema de canalización y necesito que
me lo resuelva. Espero que sea un buen fontanero”.
“Precisamente estoy aquí para eso, sir. ¿Cuáles son los elementos?”.
“El blanco se llama Thomas Norona y asesinó en Ginebra al responsable de
nuestra Dirección de Ciencia y Tecnología. Algo muy grave, como ve.
Tenemos la información de que el cocksucker ya está de vuelta en Portugal.
Cójalo”.
“¿Cómo quiere que me articule con la policía portuguesa, sir? ¿Les paso
simplemente la información o pido también que acompañen el caso?”.
“No quiero a la policía local envuelta en esto. No quiero a nadie más que a
la Agencia. Tiene que ser una operación en acción”.
Se oyó una duda al otro lado de la línea.
“Pero... pero, sir, nuestra policía en Portugal y en los otros países de la
OTAN ha sido...”.
“¡El motherfucker mató a un director de la CIA!”, gritó Fuchs al teléfono.
“¿Cree que debemos ser delicados en un caso de estos? ¡Me parece que no!
El shithead va a pagar el precio por el crimen que cometió, ¿entendió?
¡Localícelo y deténgalo!”.
“¿Y después qué hago? ¿Lo mando para ahí? Si fuera así necesito que
autorice un avión de transporte a despegar de...”.
“Voy a autorizar el avión, tranquilo”, le interrumpió de nuevo el irascible
director del Servicio Clandestino Nacional. “Le mandaré también un informe
sobre el asunto y una orden confidencial para detenerlo. Pero eso no será más
que papeleo para cubrir nuestro rastro. No quiero que el hombre llegue aquí,
si es que me hago entender”.
La voz del otro lado de la línea volvió a vacilar, dudando del sentido
específico de esta última instrucción.
“Uh, no sé muy bien, en realidad. ¿Puede especificar más, sir?”.
La lengua de Harry Fuchs se enredó en un estallido impaciente.
“Oiga usted, ¿nació usted burro o está bromeando conmigo?”, se irritó.
“Detenga al tipo y déjele huir, ¿entendió? El cocksucker mató a uno de los
nuestros y por eso no quiero que venga para aquí y después vaya a la cárcel.
¡Eso sería demasiado bueno para él!”.
Su interlocutor parecía perplejo.
“¿Le dejo huir?”.
El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA desvió los ojos con
enfado y resopló, cansado del razonamiento lento del agente en Lisboa.
“Para que le pueda abatir”, clarificó con un nuevo grito, la cara enrojecida y
la carótida palpitándole en el cuello. “¡Déjelo huir para que pueda abatirlo!
¿Lo tiene claro ahora?”.
Su interlocutor asintió en un tono monótono.
“Clarísimo”.
VII
El aire soñador que bañaba el rostro pálido de Doña Gracia le daba vida a
pesar de las arrugas que lo rasgaban y de los años de desgaste. La paciente
parecía serena, tranquila y en paz, y hablaba despacio, como si saborease
cada palabra y cada idea. Al hablar se la veía más lúcida que en casi todo el
tiempo que el hijo la había visto en los últimos años.
“Todo comenzó en el momento en el que sentí un dolor agudo apretándome
el pecho”, contó ella, posando la mano sobre el corazón para indicar el lugar.
“El dolor era tan fuerte que únicamente me acuerdo de caer al suelo. Cuando
desperté, estaba dentro de una furgoneta. Había cables conectados a mí y un
hombre con gafas y bata blanca me hacía fuerza en el pecho”. Desvió la
mirada hacia María Flor. “La doctora estaba detrás de ese hombre y parecía
muy afligida, pobre. Tenía la mano en la boca mientras me observaba”.
“Ah, entonces recuperaste el sentido dentro de la ambulancia...”.
Acompañando la conversación desde los pies de la cama María Flor movió
la cabeza e intervino.
“No la recuperó”, aclaró. “Yo estaba allí dentro y asistí a todo. Doña Gracia
estaba con los ojos cerrados en el interior de la ambulancia en paro cardíaco.
Lo único que ocurrió fue que el paramédico pasó todo el viaje intentando
reanimarla. Sin éxito, por lo demás. Todas las líneas en el monitor de la
máquina que le medía las pulsaciones salieron en horizontal. Sufrió un paro
cardíaco, sobre ese punto no tengo la menor duda”.
“No tiene sentido”, contestó Tomás. “Si mi madre se acuerda de ver al
paramédico reanimándola es porque recuperó los sentidos y tenía los ojos
abiertos”, argumentó como si fuese una evidencia. “De lo contrario, ¿cómo
explican que le haya visto reanimarla y a ti sentada detrás de él?”.
Como respuesta a esta objeción, la directora de la residencia realizó un
gesto en dirección a la paciente.
“Doña Gracia, cuente el resto”.
La anciana mantenía una expresión angelical diseñada en el rostro. Nadie
diría que había sufrido esa misma mañana un infarto y que la hubiesen dado
por muerta.
“A cierta altura la puerta del coche se abrió y me pusieron en una camilla
con ruedas. Aparecieron nuevas personas de bata blanca que me llevaron
dentro de un edificio, imagino que era el hospital. Vi también más gente con
bata blanca a mi alrededor en un gran alboroto y después me pusieron en una
sala llena de artefactos”.
“La sala de reanimación”, identificó María Flor. “Vuelvo a recordar que la
vi dentro y sin la menor duda, cuando eso ocurrió estaba inanimada”.
Doña Gracia pasó la mano por el pelo, intentando en vano colocárselo.
“Fue cuando salí de mi cuerpo”.
“¿Perdón?”, interrumpió Tomás. “¿Te levantaste?”.
“No, no me levanté. Estaba tumbada en una camilla y tenía otro médico y
dos enfermeras a mi lado. Pero, no sé bien cómo explicar esto, lo que ocurrió
fue... que salí de mi cuerpo”.
“¿Cómo saliste de tu cuerpo?”.
Doña Gracia se encogió de hombros, como si no tuviese explicación y se
limitase a constatar un hecho.
“No sé. Me sentí levitar y salí de mi cuerpo, no sé explicarlo de otra
manera. Me encontré en el techo de la sala observando mi cuerpo tumbado en
la camilla y el médico y las enfermeras en un frenesí a mi alrededor. En cierto
momento el médico se golpeó una rodilla en la esquina de un mueble y gritó
de dolor, pobre. Había un desorden indescriptible, pero en medio de aquella
confusión conseguí oír lo que decían”.
“¿Oíste? ¿Qué oíste exactamente?”.
“Oh, yo que sé”, se rio. “Si quieres que te diga, ni me di cuenta de la
conversación. Ellos usaban aquellos términos clínicos incomprensibles que
los médicos utilizan a veces, ¿sabes?”. Cambió la voz, como si imitase a
alguien. “Entregue el no-sé-cuántos, prepare no-sé-qué, vea lo que el cardio
no-sé-qué está registrando, no está reaccionando a eso... esa conversación.
Después el doctor me apretó el pecho e hizo fuerza varias veces, exactamente
como en las películas”.
“Está bien, ya he entendido”, asintió su hijo. “Por lo tanto, sentías que
estabas asistiendo a todo esto desde el techo. ¿Y después?”.
“Después continué levitando y subiendo cada vez más, hasta que de repente
se quedó todo oscuro y entré en una especie de túnel. Fue cuando vi la luz al
fondo, como si estuviese en el metro”.
“Debías de estar asustada...”.
“Pues no. Me sentía incluso tranquila, me parecía todo muy agradable.
Llegué a pensar: ah, esto es lo que debe de ser morir. Para mi gran sorpresa,
no estaba nada preocupada con esa posibilidad”.
“¿Y qué ocurrió después?”.
“Floté en dirección a la luz, como si ella me arrastrase, hasta que salí del
túnel y me encontré con mis padres y mi hermana Lurdes en un lugar muy
bonito. Me abrazaron y Lurditas me llevó hasta un sitio donde vi pasar mi
vida; era toda la vida pero fue todo muy rápido, no sé cómo es posible
comprimir la vida entera en un instante, pero fue lo que sucedió. Asistí a
cosas que ocurrieron cuando era pequeña, mis ligues de adolescente, el
colegio, mi boda, tu nacimiento, tus juegos en la cama los domingos por la
mañana... Después apareció tu padre y me dijo que volviese hacia atrás, que
regresase a la vida porque todavía no había llegado mi hora. Como me sentía
tan bien le dije que no, quería quedarme allí con él, pero tu padre insistió en
que no podía ser y me explicó que podía ser necesaria para velar por ti,
porque ibas a pasar por un gran peligro en tu próximo viaje. Fue eso lo que
me convenció a regresar. Di media vuelta y en el momento siguiente me
encontré en la camilla de aquella habitación. La enfermera me vio con los
ojos abiertos y corrió hacia la puerta gritando y diciendo: “¡Doctor Colaço,
venga! ¡Deprisa, deprisa!”. La anciana abrió las manos, en un gesto de quien
había acabado lo que tenía que contar. “Y así fue todo lo que pasó”.
Las palabras de Doña Gracia se desvanecieron en un silencio solemne.
Tomás había sostenido la respiración mientras su madre hablaba y digería
todavía lo que acababa de escuchar. Cambió con María Flor una mirada
cargada de perplejidad y esperó un instante más para ver si había algo que no
le habían dicho. Cuando se dio cuenta de que su amiga no tenía nada que
añadir al relato, volvió su atención hacia su madre.
“¿Has contado esa historia al médico?”.
Doña Gracia suspiró.
“Mira, hijo, con sinceridad te digo que casi no se lo cuento. Tuve miedo de
que pensase que estaba totalmente tarada y me pusiese en la zona de los
locos. Pero el pobre apareció en el cuarto cojeando, y cuando le vi en aquel
estado, le aconsejé que pusiese el mueble en otro sitio porque si no iba a
golpearse otra vez con la esquina y hacerse daño de verdad. El doctor se
quedó muy sorprendido cuando le dije eso y preguntó cómo sabía que se
había golpeado la rodilla en la esquina del mueble”.
“La descubrieron”, sonrió María Flor.
“Pues sí, me descubrieron. De modo que le conté que le había visto hacerse
daño en la esquina del mueble. Él respondió que era absolutamente
imposible, que en ese momento yo tenía el corazón parado y los instrumentos
no registraban ninguna actividad en mi cerebro, por eso no podía haber visto
lo que pasó y estaba contando algo que había oído a las enfermeras”. Doña
Gracia frunció el ceño. “Ah, cuando me dijo eso, yo me puse... mira, ¡cómo
me puse, ni imaginas! ¡Loca, loca, loca!”.
“¿Por qué?”, se extrañó el hijo. “Esa historia es absolutamente
increíble. Me parece normal que dudase de lo que le contabas...”.
“¡El doctor me estaba llamando mentirosa!”, protestó. “¿Mentirosa yo? ¡Ah,
no! ¡Eso no lo podía admitir, de ningún modo! Antes prefiero que me tomen
por loca a que me llamen mentirosa. ¡Mentirosa no! ¡No admito una cosa así!
¡No admito tal cosa! Por eso me sentí mal y, mira, acabé por contarle todo.
Todo, todo, todo. Le relaté lo que pasó desde que me encontré dentro de la
ambulancia hasta el momento en el que volví atrás y abrí los ojos en la
camilla. No me olvidé de nada”.
“¿Y él? ¿Cómo reaccionó?”.
Doña Gracia esbozó un aire pensativo.
“Para decir la verdad, no hizo nada especial”, murmuró. “Me escuchó en
silencio y, cuando acabé, se limitó a darme las gracias y a comentar que había
vivido una experiencia muy especial. Mandó a las enfermeras hacerme unas
pruebas al corazón y después ordenó que me pusieran en este cuarto privado.
Y nada más”.
“¿Creyó lo que le contaste?”.
“¡Faltaría más!, protestó Doña Gracia con indignación. “¿Por qué razón no
lo iba a creer? ¡Quién te oiga va a pensar que el doctor fue un idiota por fiarse
de mí!”.
“No es eso”, se disculpó Tomás, entendiendo que tendría que tener más
cuidado con las palabras para no herir la susceptibilidad de su madre. “Lo
que quiero saber es si a él le pareció la historia normal. Mamá, debes
entender que no se oye una cosa de estas todos los días, ¿no te parece?”.
“Pues no”, aceptó ella, tranquilizándose. “Fue por eso por lo que el doctor
dijo que viví una experiencia muy especial. Yo no estaba mintiendo y según
me parece, él tampoco creyó que quisiese engañarlo”. Apuntó hacia su hijo.
“Además, si bien te conozco, creo que hasta tú tienes más dudas que él”.
Touché, pensó Tomás. Los acontecimientos estaban todavía muy frescos y
pensó que probablemente lo mejor sería ocultar su escepticismo, no fuese su
madre a ponerse nerviosa y sufrir un nuevo colapso cardíaco. Lo más
importante en aquel momento era impedir que una cosa de esas ocurriese.
“No, claro que no tengo ninguna duda”, acabó diciendo. “Estaba
únicamente... en fin, intentando entender cómo reaccionó el médico a todo
aquello”.
Doña Gracia movió la cabeza.
“Hijo, te conozco muy bien”, observó con una sonrisa condescendiente.
“¿Sabes una cosa?” ¡Eres igualito a tu padre! Igualito. Únicamente crees en
lo que dice la ciencia y en lo que se puede probar científicamente, y nada
más. Todo eso es muy bonito, lo admito, la ciencia y el racionalismo y el
método científico y todas esas cosas, pero hay realidades que vuestra santa
ciencia no puede explicar. Lo que me ocurrió esta mañana, por ejemplo, es
una de ellas. Tu padre ahora ya sabe eso, claro, pero tú, hijo, tú eres más
cazurro que un burro viejo, ¡caramba! A no ser que te ocurra a ti, nunca
creerás en nada. Y, si bien te conozco, aunque una cosa así te ocurriese,
continuarías sin creerla...”.
“Lo creo, lo creo”, insistió Tomás de la forma más convencida que le fue
posible. “Claro que lo creo”.
“Mentiroso”, repitió su madre. “Pero no pasa nada, te quiero igual, no te
preocupes”. Cogió el borde de la manta y tiró hacia arriba. “Ahora, si no les
importa, déjenme descansar, ¿vale? Tuve una mañana muy ocupada y ya no
tengo edad para estas cosas”. Hizo un gesto vago en dirección a la puerta de
la habitación. “Ve a dar una vuelta que quiero dormir un poco, ¿de
acuerdo?”.
Sin esperar respuesta, Doña Gracia colocó la almohada y se acomodó por
debajo de la manta, preparándose para dormir. El hijo se inclinó sobre ella, la
besó en la frente y se fue hacia la ventana para bajar las persianas. Después
hizo una señal a su amiga y salieron los dos del cuarto de puntillas.
Al llegar al pasillo, Tomás miró en los dos sentidos, buscando un
responsable clínico, pero las únicas personas que veía era pacientes tumbados
en camillas.
“Necesito hablar con el médico”, dijo. “Quiero entender mejor el estado en
el que se encuentra mi madre”.
“El doctor Colaço salió hace poco para comer, pero me dijo que regresaba
por la tarde”, explicó María Flor. “Creo que quiere hacer unos análisis más
pormenorizados a tu madre, incluyendo un electrocardiograma y también un
electroencefalograma. Va a ser una buena oportunidad para hablar con él”.
“¿El médico se fue a comer?”.
Su amiga levantó el brazo izquierdo y giró la esfera de su pequeño reloj
hacia él.
“Es casi la una de la tarde, ¿no te has dado cuenta? Hora de comer. El
doctor Colaço puede ser médico, pero no es tonto. Cuando el estómago
protesta, él sabe que tiene que llenarlo”.
“Entonces quizás sea mejor seguir su ejemplo”, sugirió. “Vamos, anda de
ahí”.
Tomás la cogió por el codo y se la llevó. Empezaron a recorrer el pasillo del
hospital lado a lado y María Flor, relajada y bromista, le empujó contra la
pared y lanzó una carcajada.
“Ah, también tienes hambre...”.
El historiador siguió el juego y le respondió con la misma moneda,
empujándola también.
“Tengo hambre y ganas de aclarar lo que ocurrió con mi madre”, dijo. Se
quedó de repente muy serio. “Sabes, aquello que ha contado no es nada
normal, ¿no crees?”.
“Normal no es, realmente”, reconoció su amiga. “Pero
me pareció sincero. ¿O no crees que esté diciendo la
verdad?”.
“No, seguro que contó la verdad”, respondió. “Mi madre estaba siendo
sincera y relató lo que cree que le ha ocurrido. La cuestión no es saber si
decía la verdad, porque la decía. La cuestión es determinar si le ocurrió
realmente lo que ella cree que le pasó”.
“Pues ya he leído libros de otras personas diciendo cosas semejantes cuando
estaban a las puertas de la muerte.
Lo que ella nos contó coincide con muchas historias parecidas”.
“Tal vez”, aceptó Tomás. “Soy historiador y ya me he cruzado con relatos
parecidos a lo largo del tiempo. Platón, por ejemplo, en la República, escrita
en el siglo IV antes de Cristo, contó la historia de un soldado que murió en el
campo de batalla y que, al resucitar en el velorio, habló de un viaje por las
tinieblas hasta una luz donde, acompañado por guías, hizo un balance de su
vida y vivió una experiencia de gran belleza, paz y alegría”.
“¿Entonces cuál es tu duda?”.
“No creo en nada de eso. Me quedo con la impresión de que estamos
tratando con narrativas míticas y engaños que explotan la creencia ridícula de
mucha gente. ¿A quién no le gustaría vivir después de la muerte? Las
personas dan crédito a estas mentiras y son fácilmente sugestionables porque
creen en lo que quieren creer”.
“¿Crees que tu madre fue sugestionada por alguien?”.
Tomás caminaba observando a los pacientes amontonados en las camillas
por el pasillo del hospital y tardó un poco en responder. Únicamente cuando
llegó al borde de las escaleras se detuvo y, con una expresión meditativa,
miró a su compañera y respondió a la pregunta.
“Mi madre sufre Alzheimer”, recordó. “De ahí a las alucinaciones hay un
paso”.
VIII
Siempre meticuloso y atento a los pormenores, James Krongard se quedó
quieto delante del edificio de Lisboa. El agente de la CIA observó con
cuidado el primer piso, buscando algún movimiento en el interior, pero no
detectó ninguno. Sabía que eso no quería decir nada, por lo que se aproximó
al telefonillo e identificó el botón del apartamento. Hubiera preferido
telefonear, pero había descubierto que el objetivo había cancelado el teléfono
fijo y tenía el móvil apagado, y eso le dejó sin opciones.
Llamó al timbre y esperó. No pasó nada. Tocó otra vez y de nuevo no
obtuvo ninguna respuesta. Insistió, siempre con el mismo resultado. Era
posible que el inquilino estuviese en el baño o disfrutando de un momento
más íntimo con una compañía femenina, claro, por lo que dejó pasar diez
minutos y después volvió a llamar al timbre.
Convencido finalmente de que el apartamento estaba vacío, apretó el botón
del segundo piso.
“¿Quién es?”, preguntó una voz en el telefonillo.
“Correo para el profesor Tomás Noronha”.
“No es aquí, es en el primer piso”.
“Lo sé, pero nadie responde y tengo un telegrama urgente del extranjero”.
Se oyó un sonido y un chasquido y la puerta del edificio se abrió. Krongard
entró y, caminando con calma y paso seguro, subió al primer piso por las
escaleras y paró delante del apartamento de su objetivo. Se puso los guantes y
sacó dos alambres del bolsillo. Se arrodilló y metió los alambres por el
agujero de la cerradura, manipulándolos hasta desatrancarla.
La puerta se abrió y el hombre de la CIA observó el interior del
apartamento. Estaba todo tranquilo. Se deslizó hacia el interior y cerró la
puerta con un movimiento suave. Después examinó el apartamento con paso
ligero e inaudible, revisando todas las habitaciones. Como ya imaginaba, no
había nadie.
Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Estaba casi vacío, pero había una lata
de cerveza portuguesa en la primera bandeja. La abrió y volvió a la sala,
donde se sentó en el sofá bebiendo a tragos espaciados. No le importaba
esperar. Las largas esperas formaban parte de la vida de un agente secreto y
las circunstancias en las que estaba eran incluso agradables, sin comparación
con la incomodidad que vivió en sus anteriores misiones en Kandahar y
Peshawar, donde estaba prohibida la compañía del alcohol. Incluso así, tenía
la esperanza de que el objetivo no le hiciese esperar demasiado; esa noche
quería ver el partido de los Boston Celtics en la televisión.
Y lo más importante, deseaba que la muerte de Tomás Noronha fuese rápida
y limpia.
IX
Una luz amarilla e inquieta, que las velas hacían mover, daba un cierto
ambiente medieval al sótano transformado en bodega y restaurante. Una
claridad inquieta proyectaba sombras fantasmagóricas en las paredes de
ladrillo y lo sorprendente era que eso hacía el lugar más acogedor y
agradable. El escenario montado en un rincón de la sala, sin embargo,
constituía la prueba de que aquel espacio tal vez no fuese el más adecuado
para quien, como Tomás y María Flor, tan sólo querían tener una comida
recatada y una conversación delicada.
Sentados en el escenario estaban también cuatro estudiantes de capa y
sotana negra, dos en una silla con guitarras portuguesas y dos de pie al
micrófono. Tenían voces melancólicas pero no melosas, como se requería en
el fado de Coimbra; porque la dulzura tenía que estar en los versos y no en la
garganta de quien los recitaban.
Adeus, Sé velha saudosa,
Com guitarras a rezar.
Minh´alma parte chorosa
No dia em que te deixar
O adeus da despedida
Não dura mais que un minuto,
Mas fica na minha vida
Como cem anos de luto
Los comensales aplaudieron con vigor el fado de los estudiantes. Al final de
la canción, los vocalistas callaron y, cuando se oyó el puntear de los acordes
punzantes de Años Verdes, una composición que hace que las guitarras lloren,
los guitarristas remitieron la sala al más profundo de los silencios. Los
espectadores acompañaban la melodía con los ojos brillantes; nunca se había
compuesto una música que expresase mejor el alma de Portugal y cuando los
estudiantes terminaron, la sala se levantó entusiasmada y los ovacionó. El
aplauso se prolongó hasta que abandonaron el escenario y el espacio se
volvió a parecer a lo que realmente era, un restaurante a la hora de la comida.
“Años Verdes siempre me conmueve”, observó María Flor, secándose una
lágrima. “Siempre que oigo esta música, es como si escuchase el sonido de
Portugal...”.
Tomás sonrió y le sirvió dos cucharadas de arroz de berberechos. Habían
pedido mientras se cantaban los fados y les habían servido una cacerola
hirviendo justo al acabar los acordes de Años Verdes. A pesar del ambiente
agradable, empezaron a comer en silencio; el semblante pensativo de ambos
mostraba que sus mentes viajaban lejos de allí.
“Después de escuchar la historia que mi madre me contó”, le cuestionó de
repente, como si continuase una conversación que no se había interrumpido,
“¿el médico no te dijo nada en privado?”.
“No, nada”, respondió su amiga. “¿Pero qué es lo que te preocupa
exactamente? ¿Encuentras todo así tan delirante?”.
El historiador tenía un tenedor de arroz en el aire, pero se quedó un largo
momento observando la comida delante de la boca, como si la decisión de
tragar el bocado dependiese de algún debate interno.
“Desde un punto de vista científico, la cuestión se plantea de una forma
muy clara”, dijo, todavía meditativo. “O tenemos dos cosas separadas en la
cabeza, el alma y el cerebro, o apenas tenemos una, el cerebro, que crea la
consciencia. La generalidad de las grandes religiones, con excepción del
budismo, dicen que tenemos dos”.
“El concepto de un alma separada del cuerpo me parece natural”, aceptó
María Flor. “Además, esa idea es intuitiva”. Levantó la mano. “Decimos ‘mi
mano’, ‘mi cabeza’, ‘mi cuerpo’, ¿verdad? Es como si separásemos las dos
cosas; y mi cuerpo también. Todos sentimos que somos dueños de nuestro
cuerpo y de nuestro cerebro, pero no que somos nuestro cuerpo y nuestro
cerebro, y ese dualismo alma-cuerpo nos resulta evidente. Ahora, si tengo la
fuerte impresión de que existe en mi cuerpo un yo interior que es único y
continuo, es porque existe realmente”.
“Pues sí. El problema es que la ciencia, por más que busque las dos cosas,
cerebro y alma, solo encuentra una, el cerebro”.
“Bien decía tu madre que solo crees en la ciencia...”.
“Soy un académico y no puedo aceptar las cosas sin que se demuestren
debidamente”, aclaró. “La cuestión es esta: si tenemos alma, ¿dónde está?
¿Cómo interacciona con el cerebro? Si nuestras memorias se quedan
registradas en células del cerebro, y si esas células mueren cuando morimos,
¿cómo es posible que las almas deambulen fuera del cuerpo, nos acordemos
de cosas que nos ocurrieron durante la vida y reconozcamos familiares que
murieron antes que nosotros? ¡Eso no es posible! La memoria está registrada
en las células del cerebro, no anda por ahí flotando en un espacio etéreo,
¿entiendes? Si las células cerebrales se mueren, la memoria también muere”.
“Puede haber algún mecanismo que explique la supervivencia de la
memoria”, argumentó María Flor. “Como sabes, hay muchas cosas en el
universo que parecen absurdas aunque tengan explicación”.
“Sí, pero no podemos aceptar una cosa simplemente porque alguien dice
que es así. Nos lo tienen que demostrar”.
“¿Entonces cómo se explica que tenga la sensación de que existo más allá
de mi cuerpo?”, preguntó ella. “¿Cómo justificas esta fuerte impresión que
cada uno de nosotros tenemos de que existe un yo interior consciente e
independiente del cerebro?”.
“Maya”.
“¿Quién?”.
“Maya es una palabra que los budistas usan para expresar ilusión, cuando
algo es diferente de lo que parece. Buda dice que el sufrimiento humano es
provocado por la falsa noción del yo, por lo que el sufrimiento solo acaba si
nos liberamos de los deseos y de las relaciones que constantemente recrean
ese yo engañoso”.
“¿Quiere decir que el yo interior no existe?”, se extrañó ella. “¿Mi
consciencia no pasa de una ilusión? ¡Eso es absurdo!”.
“Claro que el yo interior existe, cada uno de nosotros sabe que existe”,
replicó Tomás apresuradamente. “Lo que pasa es que es maya, o sea, existe
pero no es lo que parece. El yo interior constituye solo un nombre
convencional que se da a un fenómeno complejo que emerge de la actividad
del cerebro. Buda explicó que todo depende de todo y que nada es
independiente. La impresión de que existe un yo interior independientemente
de mi cuerpo es maya, de la misma forma que la impresión de que yo soy una
cosa, tú eres otra y el universo es otra también es maya. Y de hecho, los
estudios científicos sobre la consciencia apuntan hacia la misma dirección. El
yo interior no se refiere a algo continuo, eso es una ilusión creada por la
memoria”.
“Bueno, hijo, me estás hablando de materialismo, la convicción que los
científicos tienen de que todo se reduce a energía y materia. Pero el
materialismo no explica una cosa inmaterial como la consciencia. ¿Cómo
puede un cerebro hecho de materia orgánica generar algo tan complejo y rico
como la consciencia? Esa es la cuestión esencial y para la cual nadie ha
encontrado una explicación satisfactoria”.
Tomás sabía que no era un asunto fácil. Metió el tenedor en el arroz y le fue
dando vueltas, como si fuese la mejor forma de dar respuesta a la pregunta.
“Es curioso verificar que hoy sabemos cosas increíbles, como el origen de la
materia, la forma como el universo comenzó, las leyes de la física y todo eso,
pero todavía ignoramos lo que pasa verdaderamente en nuestro cerebro”,
observó con una expresión meditativa. “El cerebro humano es el objeto más
complejo que alguna vez hemos encontrado en el universo y el último gran
enigma de la ciencia. Tiene millares de millones de neuronas, dos hemisferios
y cuatro sectores, unidos por una estructura de superficie llamada córtex, y
está comprimido en una amalgama gelatinosa que pesa solamente un kilo y
medio. La gran pregunta es exactamente la que tú planteaste: ¿cómo es
posible que estas células cerebrales, las neuronas, cada una de ellas aislada e
incapaz de generar un pensamiento, produzcan cosas tan fantásticas como la
imaginación, el sueño, los sentimientos de amor y amistad, los ideales de
belleza, justicia y libertad y la noción del yo interior? ¿Cómo es eso
posible?”.
“Desde luego”, aceptó ella. “Es por eso que tiene que existir el alma. No
hay otra explicación”.
“Claro que hay. Tenemos la prueba de que la consciencia resulta de la
actividad cerebral, cuando vemos los efectos que un accidente produce en el
cerebro o lo que determinadas drogas producen en el temperamento de las
personas. Una lesión en el cerebro puede alterar profundamente los estados
de consciencia. Eso nos prueba que la consciencia resulta de la actividad
cerebral”.
“¿Pero cómo? Si el cerebro está constituido por células, ¿crean ellas la
consciencia? Para poder decir que la consciencia resulta exclusivamente de la
actividad cerebral, tienes primero que explicar cómo se produce la
consciencia”.
“Propiedades emergentes”.
La respuesta fue dada en un tono lacónico y seguida de un bocado que
Tomás se llevó a la boca de forma relajada. María Flor se quedó por un
instante inmóvil, esperando que él explicase sus dos palabras, pero el
historiador continuó masticando como si lo que había dicho fuese suficiente y
final.
“¿Qué quieres decir con eso?”, se impacientó ella. “¿Qué son las
propiedades emergentes?”.
Posando el tenedor en el plato, Tomás metió la mano en el bolsillo y sacó
un bolígrafo. La mesa estaba cubierta por una gran hoja de papel, sobre la
cual estaban los platos y los vasos; en ella escribió una letra.
“¿Qué es eso?.
“Es la letra B. ¿No?”.
Colocó la punta del bolígrafo delante de la B y escribió otras letras.
“¿Y ahora?”.
“Escribiste la palabra bonita. ¿Qué es lo que demuestra?”.
El académico no respondió de inmediato. En su lugar escribió otras palabras
detrás de la que ya había escrito.
“¿Y esto?”.
María Flor soltó una carcajada.
“Es una frase”, constató. “Es un piropo. Ya veo que no pierdes una
oportunidad...”.
“De hecho, no pierdo una oportunidad de decir la verdad”, replicó él. “Lo
que quiero demostrar con este pequeño ejemplo es que las letras aisladas
tienen un significado, pero cuando las asociamos de una cierta forma
adquieren propiedades adicionales. O sea, la palabra bonita no es más que la
simple suma de una t, una n, una i, una b, una a y una o. De esta manera, las
palabras tienen un significado cuando están todas aisladas y adquieren
propiedades nuevas cuando se asocian de una determinada manera. Esto es, la
frase La vida es bella y tú muy bonita es más que la mera suma de las
palabras muy, la, bonita, tú, es, bella y vida”.
“Ya entiendo. Eso son las propiedades emergentes. Un equipo de fútbol es
más que la suma de once jugadores, un grupo de fadistas de Coimbra es más
que la suma de cuatro estudiantes”.
“Eso mismo.
Lo importante, sin embargo, es subrayar que ese efecto no ocurre
únicamente en el lenguaje y en el contexto social, sino que es parte intrínseca
de la gramática de la naturaleza. Por ejemplo, descríbeme un átomo, por
favor”.
“Un átomo es una estructura elemental de la materia. Tiene un núcleo,
constituido por protones y neutrones y orbitado por electrones, un poco como
los planetas alrededor del Sol, sólo que en escala muy pequeña”.
“No diría que los electrones parecen planetas, sino nubes alrededor del
núcleo”, precisó el académico. “De algún modo, se trata evidentemente de
algo muy sencillo. Lo que separa los átomos de los diferentes elementos unos
de los otros es sólo, y para ser estrictamente riguroso, el número
de protones. Además, sólo esa diferencia constituye en sí una propiedad
emergente. El átomo de helio tiene un comportamiento diferente del átomo de
oxígeno, pero la única diferencia entre ambos es que el oxígeno dispone de
más protones, y todavía más neutrones y electrones. Cuando los diferentes
átomos se asocian en moléculas, adquieren propiedades nuevas, y algunas
veces inesperadas. Al asociarse al hidrógeno, el oxígeno da lugar al agua,
pero cuando se asocia al carbono produce una cosa totalmente diferente,
dióxido de carbono. Veamos otro ejemplo. La agregación de moléculas de
sodio da lugar a un metal gris plateado suave, pero cuando el sodio es
asociado a otras moléculas más tranquilas, como las del agua, se genera una
reacción de gran intensidad y violencia. ¿Cómo es posible que dos moléculas
relativamente tranquilas, las del sodio y las del oxígeno e hidrógeno, que dan
agua, cuando se asocian den lugar a algo turbulento? Para compensar, el
cloro es un gas verde venenoso, pero cuando se junta al mismísimo sodio
forma, ¡imagínate!, la sal que da sabor a nuestra comida.”
“Ya veo a dónde quieres llegar”, observó María Flor. “El todo es más que la
suma de las partes y la física y la química se deben a propiedades
emergentes”.
“Es eso, pero es más que eso”, subrayó Tomás. “Este fenómeno nos revela
una característica semántica profunda de la naturaleza. Cada vez nos damos
más cuenta de que el universo está constituido por capas sucesivas de
complejidad, que en cada nivel es más que la suma de las partes del nivel
anterior. La física es sencilla, se reduce a unas cuantas micropartículas todas
iguales que se asocian para formar átomos diferentes. Cuando los átomos se
relacionan unos con los otros, sin embargo, comienza a aparecer una gran
variedad de moléculas, todas con propiedades muy diversas. La materia entra
entonces en el campo de la química, pero no queda por ahí. Las moléculas
químicas se unen las unas con las otras para producir cosas cada vez más
complejas y diferentes. Algunas se asocian para formar aminoácidos y
proteínas y, gracias a una nueva propiedad emergente, comienzan a tener un
comportamiento todavía más complejo al que llamamos teleológico, es decir,
un comportamiento con propósito autónomo. La vida”.
“¿La vida es una propiedad emergente?”.
“¡Desde luego! Nuestro cuerpo está constituido por hidrógeno, oxígeno,
carbono y otros átomos exactamente iguales a los existentes en el aire, en las
rocas o en un planeta al otro lado de la galaxia o en la punta más distante del
universo. Los bloques elementales son los mismos, lo que distingue unas
cosas de las otras es la complejidad con la que esos átomos interaccionan y
las propiedades emergentes que cada nuevo nivel de complejidad trae en su
organización. La propia vida se constituye por sucesivas capas de
complejidad, y cada capa trae nuevas propiedades emergentes. Lo que separa
una bacteria de un insecto es el nivel de complejidad, y lo mismo ocurre entre
un insecto y un ratón, entre un ratón y un mono sagui y entre un sagui y un
ser humano. A nivel elemental todos somos iguales, aminoácidos y proteínas
y cosas por el estilo. Lo que nos separa es la complejidad de la organización
de las moléculas y las propiedades emergentes en cada nivel más complejo”.
“Eso es muy interesante, sí señor”, asintió María Flor. “¿Pero qué quieres
demostrar realmente?”.
El historiador se puso la punta del índice en la sien.
“La consciencia es una propriedad emergente”, sentenció. “Eso es lo que
quiero demostrar. La consciencia es un fenómeno que emerge de la
complicación del cerebro”.
“¿Cómo?”.
“La primera cosa que tienes que entender es que en cierto modo nosotros no
tenemos un cerebro único, sino varios. Están unos dentro de otros, todos
acoplados e integrados. O sea, heredamos los cerebros de nuestros
antepasados remotos, como los insectos y los reptiles, y con la evolución no
nos deshicimos de ellos, los metimos en un cerebro mayor”.
María Flor fingió estar escandalizada.
“¿Estás diciendo que tengo un cerebro de cucaracha y otro de lagartija
dentro de mí?”.
Tomás se rio, divertido con su sentido del humor.
“En cierto modo”, dijo. “Pero claro, el tuyo es mucho más interesante; eso
no se discute...”.
“Sí, sí, intenta arreglarlo con más piropos”, respondió ella, reprimiendo una
sonrisa. “¿Pero qué tiene que ver eso con la consciencia?”.
“Todo”, dijo él. “Viajemos en el tiempo y retrocedamos al momento en el
que la vida surgió en el planeta. Nadie sabe, en realidad, como eso ocurrió
exactamente, pero se supone que las moléculas existentes en la naturaleza se
asociaron de alguna forma y crearon células que empezaron a actuar
autónomamente en un sentido teleológico, logrando así que la química diese
lugar a la biología”.
“Estás hablando de los primeros microorganismos...”.
“Eso mismo. El comportamiento teleológico de los primeros
microorganismos se puede explicar como una computación binaria entre
ceros y unos. Cero significa una cosa buena, uno significa una cosa mala. Los
microorganismos primordiales se aproximaban a las cosas buenas para la
supervivencia y se alejaban de las cosas malas que los perjudicaban. Y eso es
todo. No tenían ninguna consciencia, se trataba de un mero comportamiento
automático de computación binaria: o se aproximaban o huían. Ocurre que
este proceso transformó los microorganismos en criaturas con intereses, es
verdad que primarios, pero intereses. Lo que ocurría en su exterior comenzó a
interesar al microorganismo y de ese modo creó una primera narrativa del
mundo. El exterior adquirió un sentido y el interior también. La criatura
estableció de esta forma una división entre ella y el mundo y eso fue algo
muy importante”.
“¿Por qué? ¿Qué hay de especial en eso?”.
Tomás miró a su amiga con la mente imaginando una experiencia.
“Mira, prueba a tragar un poco de saliva”, sugirió. “¿Puedes tragar ahora?”.
María Flor se rio, pero tragó; una pequeña contracción en el cuello señaló el
momento en el que ocurrió.
“Ya está. ¿Y ahora?”.
“Ahora prueba a escupir en este vaso y después a tragar lo que escupiste”.
“¡Ay qué horror!”, respondió con un cara de repulsa. “¡Qué asco! ¡Eso es
repelente, Tomás Noronha! ¡Totalmente asqueroso! ¡Pero bueno! Menuda
conversación para tener durante la comida...”.
Los labios de Tomás se curvaron con una sonrisa satisfecha por haber
tenido éxito.
“¿Ya viste que tu reacción, perfectamente natural y universal en los seres
humanos, no tiene el menor sentido?, le preguntó.” ¿Por qué razón tragar la
saliva que tienes en la boca no te provoca el menor asco, pero tragar la saliva
que echaste en el vaso es una idea absolutamente repugnante? ¿Por qué? ¿No
es al final la misma saliva? ¿Cuál es la diferencia entre una y otra?”.
“Realmente...”.
“La forma como los seres vivos hacen una distinción tan fuerte entre ellos y
el exterior parece programada a la fuerza en su cerebro y se sitúa en el meollo
de todos los procesos biológicos. Yo soy yo y lo que está fuera de mi cuerpo
no soy yo. Esta línea fundamental comenzó a trabajarse en los procesos
evolutivos y el sistema binario del ‘¡huye!’ porque es malo o ‘acércate’
porque es bueno evolucionó para algo más complejo y refinado a medida que
el sistema nervioso fue creciendo. El cálculo se volvió más complicado, dado
que las criaturas necesitaban obtener más y mejor información sobre el
mundo que las rodeaba para poder competir, sobrevivir y, si fuera posible,
proliferar. Inicialmente los seres vivos no tenían planes, se aproximaban o
sencillamente huían, era una reacción automática, pero la complejidad del
sistema nervioso les permitió empezar a planificar. ¿Cómo conseguir
comida? ¿Dónde? ¿Cómo abrigarse del frío? ¿Cómo identificar las
amenazas? ¿Cómo escapar a los predadores? ¿Cómo coger las presas? De
hecho, es en esta complejidad del cálculo primordial del ‘acércate’ o ‘huye’
que radica la génesis del pensamiento”.
“Bueno, ya veo a dónde quieres llegar”, asintió María Flor. “Primero
apareció la computación binaria elemental; después un cálculo más complejo;
siguieron los pensamientos elementales de supervivencia; más tarde la
planificación sencilla; y por fin, la consciencia. Cada nueva etapa es un
desarrollo de la anterior”.
“En suma, sí, es eso. Una parte importante de nuestro cerebro está
compuesta por cerebros más primitivos, cuyo funcionamiento remite para un
cálculo elemental y automático de tipo: ‘aproxímate’ o ‘¡huye’!”. Pero la
consciencia no constituye un fenómeno instantáneo. Fue apareciendo a
medida que nuestros cerebros fueron evolucionando y adquiriendo nuevas
competencias. Sabemos hoy que los insectos y los reptiles no tienen
consciencia, pero los mamíferos sí la tienen. La consciencia parece haber
despertado en nuestro planeta hace unos doscientos millones de años, cuando
aparecieron cortezas primitivas en los cerebros de los mamíferos, dándoles
así una ventaja evolutiva sobre los reptiles. Esos cerebros primitivos
permanecen dentro de nosotros, de tal modo que casi toda la actividad
cerebral es inconsciente. En el fondo, el cerebro regula los latidos del corazón
y coordina el funcionamiento de los intestinos y de los riñones y de casi todo
el cuerpo sin que la consciencia siquiera se dé cuenta de eso. Se calcula que
solamente cincuenta de los once millones de bits computados por el cerebro
humano resultan de información consciente”.
Garabateó en el papel de la mesa los números, para mostrar la diferencia de
escala.
“¿Entonces para qué sirve la consciencia? Si el cerebro puede regular todo
automáticamente, ¿para qué sirve el yo interior que es consciente de su propia
existencia?”.
“Para la planificación”, sentenció Tomás. “El cerebro humano es una
máquina de planificación y la consciencia es necesaria para que podamos leer
mejor el mundo y planificar con gran complejidad y abstracción. Por eso la
consciencia es un triunfo revolucionario decisivo. Sin consciencia no
habríamos inventado la rueda ni la escritura, sin ella no haríamos automóviles
ni telescopios ni ordenadores. Es la consciencia la que nos permite observar
el universo, entenderlo y dominar algunos de sus elementos”.
“¿Y lo que tu madre vio?”, quiso saber, regresando al punto de partida de la
conversación. “¿Cómo explicas que tu madre haya muerto y haya pasado por
aquella experiencia cuando su electroencefalograma registraba la casi total
ausencia de actividad cerebral?”.
Tomás consultó el reloj y, viendo la hora, levantó la mano para llamar al
camarero y pedir la cuenta.
“Se hace tarde”, constató. “Tenemos que ir al hospital. Sólo el médico
puede aclarar ese misterio”.
X
No dejó de llamarle la atención a James Krongard, mientras bebía su
cerveza, la espesa capa de polvo que se acumulaba en las mesas y en las
estanterías del apartamento. Se inclinó hacia la mesa de apoyo del sofá, pasó
el dedo índice por la superficie y observó el resultado. El dedo estaba más
sucio de lo que se podría esperar.
“O este Noronha es un verdadero cerdo”, murmuró mientras contemplaba la
imagen del índice sucio de polvo, “o entonces...”.
“¿Por qué no había pensado en eso?”, se preguntó en el instante en el que la
idea le vino a la cabeza. Todo aquel polvo era señal de que su objetivo no
acostumbraba a pasar mucho tiempo en casa. Por lo tanto, probablemente
sólo aparecía por la noche. Si era lo que parecía. ¿Quién le garantizaba que el
tipo no tenía una novia cualquiera e iba a pasar unos días en su casa para
recuperarse de las emociones de Ginebra? A fin de cuentas había estado fuera
algún tiempo y probablemente venía con ansias de estar con su mujer.
No, la espera podía ser demasiado larga, razonó el agente de la CIA. Tenía
que ser más activo para encontrar a su objetivo.
Sacó las hojas del bolsillo y las leyó con atención; era el dossier de Tomás
Noronha que el jefe de todos los agentes de la CIA en el terreno, el director
del Servicio Clandestino Nacional Harry Fuchs, le había remitido una hora
antes junto con la orden de detención y de transferencia del sospechoso para
Langley. Además de la hoja que Frank Bellamy dejó incriminando a Tomás
Noronha y de los datos elementales sobre la identidad del sospechoso,
incluyendo tres fotografías, el documento incluía el número de móvil, que
estaba apagado, y la dirección del apartamento, el lugar donde él mismo,
Krongard, se encontraba en ese momento. Pero había otras opciones. El
dossier indicaba que el objetivo había trabajado en la Universidad Nova de
Lisboa, aunque ya no estaba allí, y que era consultor de la Fundación
Gulbenkian, donde permanecía activo.
Esta era su pista.
A través de la conexión a Internet de su móvil localizó el número de la
fundación y llamó.
“Fundación Gulbenkian, buenas tardes”, atendió una voz femenina en voz
melódica. “¿En qué puedo ayudarle?”.
“¿Está el profesor Tomás Noronha?”.
“Voy a pasarle a su despacho. Aguarde por favor”.
Se oyó el pitido de una llamada y después surgió otra voz femenina, más
seca.
“¿Sí?”.
“Buenas tardes, llamo de la Universidad de Harvard”, mintió Krongard para
justificar su acento americano. “¿Está el profesor Tomás Noronha?”.
“Me temo que no. Vino por la mañana pero ya se ha ido”.
“¿Sabe decirme dónde puedo encontrarlo? Es un asunto de gran
importancia”.
“No me diga que es por causa de la... ay!, ¿cómo se llama eso? De la... de la
Tabula Smigri... Sagmari... ay!, de la Tabula algo más”.
El hombre de la CIA hizo una mueca. No entendió estas últimas palabras,
pero sentía que, al fingir que llamaba de Harvard, la mejor universidad de
América, asumir la ignorancia podía levantar sospechas. Por otro lado, el
entrenamiento le había habituado a mentir solo cuando era estrictamente
necesario lo que no le parecía el caso.
“Es otro asunto”.
“Mire, infelizmente va a ser difícil encontrarle hoy porque han llamado de
urgencia al profesor desde Coimbra. Su madre ha tenido un ataque cardíaco
en la residencia donde vive y está en coma. Yo he estado intentando
localizarlo para saber cómo está su madre, pero el profesor tiene el móvil
apagado. Quizás lo mejor sea llamar mañana”.
“Ah, pobre”, murmuró Kongard, fingiendo lástima. “Siendo así, trataré de
contactarle, no sólo por causa del importante asunto que tengo entre manos,
sino sobre todo para darle una palabra de apoyo y, quien sabe, ofrecerle mi
ayuda. Nuestra universidad cuenta con un cuerpo docente con algunos de los
mejores cardiólogos y cirujanos del mundo”.
“Ah, sí, la Universidad de Harvard es muy famosa. Tiene varios premios
Nobel en el equipo docente, ¿verdad?”.
“Así es, señora. Pero es importante que esas cosas sean atacadas lo más
rápidamente posible, como sabe. Por eso el tiempo urge. ¿Puede decirme
cómo se llama la residencia donde vive la madre del profesor?”.
“Casa de Reposo”, informó la secretaria rápidamente. “Estoy segura de que
el profesor Noronha le agradecerá mucho alguna ayuda que le pueda dar”.
“Quede tranquila. Muchas gracias”.
El hombre de la CIA colgó el móvil y, sabiendo que esa noche su objetivo
no volvería a casa, se dirigió a pasos largos hacia la salida. La misión ya tenía
una dirección y un escenario.
Coimbra.
XI
Sorprendidos, encontraron la cama de la habitación dieciséis vacía al llegar
a la enfermería del hospital. Tomás llegó a pensar que su madre se había
levantado para ir al baño y fue a ver, pero el WC estaba también desierto y se
quedó verdaderamente preocupado.
“¿Y mi madre?”, preguntó; la ansiedad le apretaba el estómago mientras
inspeccionaba la cama en busca de algún indicio. “¿Dónde estará? ¿Crees que
le habrá ocurrido algo?”.
Como era evidente, María Flor no tenía respuesta.
“Quizás sea mejor preguntar a una enfermera...”.
Salieron de la habitación con paso rápido, Tomás casi corriendo, y
recorrieron el pasillo hasta llegar a la sala de enfermeras que prestaban
servicio en aquella ala.
“¿Mi madre?”, preguntó él a la primera enfermera que vio en la sala, una
señora pelirroja y gordita sentada frente al ordenador. “¿Sabe decirme dónde
está?”.
La enfermera desvió los ojos del monitor y se quitó las gafas para mirar al
visitante.
“Buenas tardes”, le saludó con un tono tranquilo. “¿Puede decirme cómo se
llama la señora?”.
“Gracia Noronha. La dejé hace dos horas en la habitación dieciséis y ahora
no está ahí. ¿Sabe lo que ha pasado?”.
La enfermera se volvió a poner las gafas y consultó en el ordenador.
“¿Ha dicho habitación dieciséis? Espere, déjeme ver...”. Tecleó unas letras y
esperó a que apareciese la página en la pantalla. “Ah, aquí está, habitación
dieciséis” Frunció las cejas y se acercó al monitor, como si quisiese
cerciorarse de lo que estaba viendo. “Es Doña Gracia Noronha, ¿verdad? La
señora que murió”.
Las últimas palabras provocaron un golpe brusco en el pecho de Tomás.
Abrió con espanto los ojos, abriendo y cerrando la boca también, en estado de
choque con la noticia.
“¿Murió?”. Dio un paso atrás, debilitado por lo que acababa de oír. “Mi
madre... ¿se ha muerto?”.
La enfermera se quitó las gafas y le miró de nuevo.
“Murió, es un decir. Su madre está viva, quédese tranquilo. Pero nosotros
aquí la conocemos como la señora que murió y resucitó, es eso. Perdone si le
llevé al engaño pero vi la ficha de ella y asocié las ideas”.
Tomás respiró ruidosamente, aliviado por la equivocación.
“Ah, menos mal”, suspiró. “¡Uf, qué susto me ha dado usted! Por un
momento pensé que... que... en fin, no interesa. ¿Puede decirme dónde se
encuentra?”.
La enfermera volvió a mirar la pantalla.
“El doctor Colaço la ha llevado a hacer unos exámenes”, aclaró. “Puede
encontrarla en cardiología”.
Encontró a su madre tumbada en un sofá con cables que le salían de las
muñecas, del pecho y de los tobillos conectados a una máquina;
evidentemente estaban haciéndole un electrocardiograma. Una enfermera
estaba monitorizando el proceso y una secretaria tomando notas. Estaba un
hombre con bata blanca, de media edad, calvo con excepción de unos
mechones laterales, en particular por detrás de las orejas.
“Hola chicos”, saludó Doña Gracia al verles. “Ya estoy casi acabando el
examen”. Hizo un gesto con el pulgar señalando al hombre de la bata blanca.
“El doctor me ha dicho que, si estoy muy bien, me da el alta hoy mismo”.
“¿De verdad?”, se sorprendió el hijo. “¿Tan deprisa?”.
Doña Gracia sonrió, evidentemente animada con la perspectiva de salir del
hospital.
“Es lo que me ha dicho”.
La dejaron haciendo el examen y se dirigieron a la secretaría donde estaba
el médico. Al sentir que se aproximaban los visitantes, el doctor Colaço
levantó los ojos y reconoció a María Flor.
“Hola”, saludó. “Viene a saber noticias de Doña Gracia, ¿verdad?”.
“Sí, doctor. El profesor Tomás Noronha es su hijo. Acaba de llegar de
Lisboa para estar con su madre”.
Los dos hombres se dieron la mano y el médico les señaló dos sillas vacías
delante de su mesa.
“Siéntense”, propuso. Fijó su mirada en el hijo de la paciente. “Su madre se
está haciendo un electrocardiograma y, en principio, si está todo bien, le voy
a dar el alta”.
“¿No es algo arriesgado, doctor?”, preguntó Tomás. “A fin de cuentas, ella
ha tenido hoy un ataque cardíaco acompañado de parada prolongada del
corazón. En fin, ¿no le parece más prudente que se quede internada durante
algún tiempo?”.
“Ese sería el procedimiento habitual”, aceptó el cardiólogo. “Ocurre que los
exámenes a los que la he sometido están dando buenos resultados y... en fin,
para hablar con sinceridad, tenemos el hospital absolutamente repleto de
pacientes y nos faltan camas. Por otro lado, nos ha surgido hace poco un caso
muy delicado y necesitamos la habitación privada donde pusimos a su madre.
Claro que la podemos dejar en un pasillo”.
“¡Eso no puede ser!”, cortó el visitante. “No pueden poner a mi madre en
el...”.
“Es exactamente lo que pienso”, aceptó apresuradamente el doctor Colaço.
“Por eso, teniendo en cuenta los buenos resultados de los exámenes hasta
ahora efectuados al corazón y al cerebro y por el hecho de que la residencia
de la doctora María Flor está a dos pasos del hospital, consideré que su madre
estaría mejor y más a gusto en el sitio donde vive. Además, según me
informaron, la residencia dispone de un desfibrilador, lo que ayudará a
enfrentar cualquier situación más complicada hasta que la ambulancia llegue
con los paramédicos. Creo, además, que es justamente lo que ha ocurrido esta
mañana”.
“¿Pero no le parece que darle el alta tan pronto es correr un riesgo
demasiado grande?”.
“Creo que la situación está controlada. De cualquier forma, esta semana
tendrá que venir todas las mañanas para que la observe. Si noto algún
problema, esté tranquilo que vuelvo a internarla”.
El razonamiento del médico fue suficientemente persuasivo para convencer
a Tomás.
“De acuerdo”, accedió. “Además de los exámenes al corazón, habló de
exámenes al cerebro. ¿Los resultados han sido normales?”.
“Considerando que ella tiene Alzheimer, yo diría que sí. El TAC me pareció
conforme a esa realidad”.
Tomás se frotó el pelo mientras pensaba en la mejor manera de plantear el
asunto.
“Sabe, doctor, ella me relató una historia extraña que le habrá ocurrido
cuando sufrió el paro cardíaco”, dijo. “Sé que le contó la misma historia...”.
“¿Se refiere a la experiencia cercana a la muerte y al abandono del
cuerpo?”.
“Exacto. ¿Cree que es una manifestación del Alzheimer?”.
El médico movió la cabeza.
“No, no me parece”.
“¿Por qué no? A fin de cuentas, el Alzheimer es una degeneración
progresiva del sistema neurológico, ¿no es cierto? Me parece natural que una
enfermedad con esas características provoque alucinaciones...”.
El doctor Colaço lanzó una mirada en dirección al sofá donde la paciente
realizaba el electrocardiograma, evidentemente incómodo por abordar el
asunto tan cerca de ella.
“¿No quieren tomar un café?”, preguntó de repente, casi a despropósito,
indicando el pasillo exterior. “Estaremos más cómodos para contarle la
verdad sobre las experiencias cercanas a la muerte”.
“¿La verdad?”.
Con un movimiento decidido, el médico arrastró ruidosamente la silla y se
levantó.
“Su madre, por increíble que parezca, vivió una experiencia genuina”.
XII
Una gran cantidad de helicópteros de varios modelos y colores llenaba la
pista y el aire parecía temblar bajo el efecto de las rotaciones ritmadas del que
acababa de aterrizar en el aeródromo de Tires. James Krongard estaba en el
borde de la pista sujetando el maletín, la corbata moviéndosele como si
quisiese escaparse, las ropas agitándose como sábanas al viento, el polvo
ensuciando las gafas de sol.
Un hombre barrigudo con pullover amarillo se aproximó con paso rápido.
“¿Señor Krongard?”.
“Soy yo”.
El hombre señaló el Bell 206 blanco y azul que estaba parado en la pista.
Una puerta se abrió en el lugar del lado del piloto, aunque el helicóptero
continuase con las hélices rodando, preparado para despegar en cualquier
momento.
“Este es el transporte que su embajada nos pidió con urgencia”, anunció,
gritando para sobreponer su voz al ruido. “Tenga cuidado al aproximarse, las
hélices horizontales tienen tendencia a curvar hacia abajo y... en fin, si le
alcanzan pueden provocarle una gran jaqueca”. Sonrió, satisfecho con la
gracia. “Avance con la cabeza baja, ¿entendido?”. Le dio una palmada en la
espalda. “Buen vuelo!”.
Sin responder, el americano se curvó, como le recomendaron, y se dirigió
hacia el aparato. El sonido del motor en rotación era realmente ensordecedor,
pero al entrar y cerrar la puerta de la cabina se calmó, como si alguien
hubiese tirado una manta sobre las hélices para contener los golpes.
“¡El casco!, gritó el piloto a su lado, indicándole un objeto rojo a los pies
del asiento. “¡Póngase el casco! Y apriétese bien el cinturón. Cuando esté
listo despegamos”.
Krongard obedeció. Encajó el casco en la cabeza y se apretó el cinturón de
seguridad. La maniobra era diferente de la de los automóviles, pero el agente
de la CIA estaba habituado a volar en helicópteros. Aunque nunca hubiese
ido en un Bell 206, había probado todos los modelos que el ejército y la
fuerza aérea americana tenían en Afganistán para las misiones contra Al-
Qaeda y los talibanes alrededor de Kandahar y en las zonas tribales de
Paquistán, por lo que no tuvo problemas en adaptarse.
“Estoy listo”.
El piloto verificó la forma como el cinturón y el casco estaban colocados y
constató que los procedimientos del pasajero eran correctos; le pareció
evidente que el americano estaba habituado a volar en helicópteros.
Satisfecho, encendió la radio y pidió autorización para despegar.
La torre dio luz verde y algunos segundos después el sonido del motor
redobló de intensidad y el Bell 206 se elevó en el aire, empezando a ganar
altitud y proyectando hacia abajo bocanadas de polvo en todas las
direcciones.
Krongard consultó el reloj.
“¿Cuánto tiempo tardamos hasta Coimbra?”.
“Media hora”, respondió el piloto, girando el aparato hacia el norte. “O
menos”.
XIII
El lugar que el doctor Colaço escogió para hablar sorprendió a Tomás. El
anfitrión no llevó a los visitantes a la cantina del cuerpo clínico, como sería lo
normal, sino al comedor de psiquiatría. El local estaba lleno de enfermos
psiquiátricos y el médico invitó a los visitantes a sentarse en una mesa junto a
la ventana, al lado de un paciente que no paraba de babear. Mientras el
cardiólogo estaba en la barra pidiendo, Tomás se preguntó el porqué de la
elección del local. ¿Por qué aquel sitio? ¿Les había llevado allí su anfitrión
porque no quería discutir el asunto delante de otros médicos?
La expresión intrigada del historiador provocó una sonrisa en el doctor
Colaço cuando llegó con tres vasos de plástico de café echando humo y un
cesto de pan y mantequilla que puso sobre la mesa.
“Saben, siempre que un paciente me relata una experiencia cercana a la
muerte me gusta venir a la zona de psiquiatría para reequilibrarme”, dijo,
sentándose y haciendo un gesto que indicaba el espacio alrededor. “Esto me
ayuda a entender que la ciencia todavía existe, no sé si entienden lo que
quiero decir”.
“Más o menos”.
La mirada del médico se lanzó en varias direcciones hasta detenerse en un
punto junto a la entrada del comedor.
“¿Están viendo a aquel hombre sentado al lado de la puerta?”.
Los dos visitantes desviaron la atención hacia el sitio indicado.
“¿Cuál? ¿Aquél con la mano izquierda atada al pecho?”.
“Ese mismo. Se llama Jorge y vino por una consulta ¿Saben por qué tiene la
mano izquierda atada?”.
“¿Se hizo daño?”.
El médico movió negativamente la cabeza.
“La mano izquierda intentó matarle”.
“Es una persona con tendencias suicidas, quiere decir”.
“No, no, de ninguna manera. El señor Jorge Cristóvão es un hombre
perfectamente normal. Lo que ocurre es que vive aterrorizado porque la mano
izquierda ha intentado matarle. Una noche estaba durmiendo y se despertó
sobresaltado con falta de aire y un dolor agudo en la garganta. Era la mano
izquierda que le estaba estrangulando. Afligido, la agarró con la mano
derecha y, después de una tremenda lucha, consiguió liberarse. Desde
entonces, anda con la mano izquierda atada”.
Los visitantes observaron al hombre de la mano izquierda atada al pecho
con una mirada aterrorizada, intentando descubrir algún antagonismo entre él
y su mano izquierda. Sin embargo, el hombre y la mano estaban tranquilos;
tenía un aire hasta cierto punto melancólico y saboreaba distraídamente un té.
“¿Eso es posible?”, preguntó María Flor sin quitar los ojos del hombre.
“¿Una mano puede adquirir vida propia?”.
“Se llama síndrome de la mano extraña y es un fenómeno muy raro. Antes
de atar su mano izquierda, Don Jorge pasó por experiencias muy extrañas.
Por ejemplo, una vez estaba abrochándose la camisa con la mano derecha y
se dio cuenta de que la mano izquierda se entretenía desabrochando los
mismos botones. A veces cogía un objeto con la mano derecha y la mano
izquierda, ¡zas!, se lo tiraba. ¡El pobre ya no sabía qué hacer!”.
“Pobre...”.
“La pregunta que tengo que hacerles es esta: ¿cuál es el significado de este
fenómeno? A la luz de la experiencia cercana a la muerte vivida esta mañana
por Doña Gracia, ¿cómo se puede interpretar lo que ocurre con la mano
izquierda de este señor?”.
“Bien...”, dudó María Flor. “Seguro que algo se ha apoderado de su mano”.
“¿Pero el qué? ¿Un espíritu?”.
“Sí, en cierto modo. ¿Por qué no?”.
“¿Y si le dijese que esto le empezó a ocurrir a Don Jorge después de sufrir
un infarto en el lóbulo frontal izquierdo que le afectó el cuerpo calloso, una
parte del cerebro?”.
“Ah...”.
“O sea, a primera vista estamos ante el caso de un hombre a quien un
extraño espíritu se apoderó de la mano izquierda. Pero, analizando mejor las
cosas, comprendemos que este comportamiento extraño de la mano izquierda
comienza únicamente después de haber sufrido una lesión en el cerebro. Esto
es, lo que a priori parece un caso de espiritismo, a posteriori se revela un
caso puramente neurológico”. Se dio la vuelta en la silla y echó una mirada a
todo el comedor. “Fíjense ahora en aquella señora de azul junto a la maceta”.
Los ojos de los visitantes se desviaron hacia la mujer.
“¿Cuál? ¿Aquella que está hablando sola?”.
“Doña São tiene tres personalidades diferentes. Unas veces es la afirmativa
Vera, otras la tímida Alexandra y otras la desbocada Luisa, una sinvergüenza
insoportable. Cada personaje tiene un nombre, una biografía y una vida
propia. A la luz de la experiencia de esta mañana de Doña Gracia diríamos
que el cuerpo de Doña São está poseído por tres almas diferentes, ¿no es
verdad?”.
“Sí, diría que sí”.
“La verdad es que esta señora sufre una perturbación de personalidad
múltiple, una patología relativamente común. Existen millares de casos
semejantes de personas con dos, tres y hasta dieciséis personalidades
diferentes. Los estudios muestran que casi todos estos pacientes tienen una
cosa en común: durante la infancia fueron víctimas de violencia salvaje,
frecuentemente de naturaleza sexual. Se concluye que sus cerebros crearon
múltiples personalidades como mecanismo de defensa contra esa violencia,
como si estuviesen desarrollando fronteras internas en su personalidad,
subdividiéndola en varias partes para compartimentar mejor el trauma y fingir
que la violencia sólo ocurrió en una de sus personalidades y no en todas. O
sea, no existen espíritus, es el inconsciente que crea sucesivas personalidades
como un mecanismo de defensa”.
“Está bien, todas esas personalidades pueden explicarse por traumas de
infancia. Pero no se encontró ninguna característica física en el cerebro que
produzca diferentes personalidades en el mismo cuerpo”.
“Pues mire, sí se encontró”, corrigió el doctor Colaço, señalando a un
hombre delante de ellos que leía un libro. “¿Están viendo allí a Don Abel?
Por un problema grave de epilepsia tuvieron que cortarle el cuerpo calloso
que une los dos hemisferios de su cerebro. En una persona normal, los
hemisferios se unen entre sí, pero sin el cuerpo calloso dejan de comunicarse.
Mis compañeros de psiquiatría realizaron varias pruebas a Don Abel, ¿y sabe
lo que constataron? Que tiene dos entidades en la cabeza, cada una con sus
sensaciones y sus propios deseos, aunque sólo la del hemisferio izquierdo
posea voz porque es en ese hemisferio donde se encuentran las competencias
del lenguaje”.
María Flor respiró hondo.
“Bien, ya entendí”, dijo. “Usted cree que la experiencia cercana a la muerte
que vivió Doña Gracia esta mañana tiene una explicación clínica...”.
“No he dicho eso”, enfatizó el doctor. “Me limité a constatar que, viniendo
a psiquiatría, entendemos que ciertos fenómenos no son lo que parecen.
Pensamos que muchas cosas ocurren en el mundo exterior cuando realmente
ocurren exclusivamente en el cerebro”.
Con esta observación Tomás se movió en la silla.
“Eso me lleva a recordar aquella pregunta filosófica clásica”, dijo,
rompiendo el silencio que mantenía desde el comienzo de la conversación.
“Si un árbol cae en un bosque donde no hay nadie que pueda oír, ¿hará
ruido?”.
Su amiga miró al techo, como si la respuesta fuese evidente.
“Claro que sí”, exclamó. “El árbol no deja de hacer ruido porque no esté allí
nadie para escucharle. Que yo sepa, las cosas existen independientemente de
nosotros”.
“¿Lo crees realmente?”.
“¡Desde luego!”.
“Entonces vamos a ver”. El académico cambió de posición y se inclinó
hacia delante. “¿Qué es el sonido? Es el resultado del movimiento de
moléculas en cualquier medio, como el aire, el agua u otro medio cualquiera,
¿verdad? Cuando un árbol se cae al suelo, las moléculas del aire son
perturbadas y generan impulsos sucesivos que desencadenan alteraciones en
onda en la presión atmosférica de alrededor. Lo que ocurre es que, cuando
ocurren entre veinte y veinticinco mil impulsos por segundo, esa alteración
de la presión provoca una vibración en una membrana llamada tímpano, que
la transforma en impulsos eléctricos y la transmite a un nervio”. Levantó el
índice para subrayar un punto esencial. “Atención que el tímpano no registró
ningún sonido, solo vibró debido a los impulsos rápidos que alteraron la
presión del aire. Lo que ocurrió fue que el tímpano estimuló el nervio en
función del ritmo de esos impulsos de moléculas, creando una cosa que la
consciencia describe como sonido. El cerebro podría, es cierto, haber
transformado ese estímulo en una imagen, pero optó por hacer que las
alteraciones asumiesen forma de sonidos. Un sordo, por ejemplo, no es
receptivo a tal estímulo, pero sentiría igualmente las vibraciones de las
moléculas del aire, aunque, en este caso, en la piel”.
“O sea, el sonido como lo conocemos se crea en nuestra cabeza, no existe
fuera de ella”, resumió el doctor Colaço, retomando el control de la
conversación. “Lo mismo ocurre, como está implícito en la descripción del
profesor Noronha, con la visión”. Apuntó a una lámpara encendida en el
techo del comedor. “Lo que hace esa lámpara es emitir pequeños grupos de
ondas electromagnéticas. Nótese que ni la electricidad ni el magnetismo son
inherentemente visuales. Aun así, cuando estas ondas electromagnéticas
alcanzan un ser humano con longitud de onda de cuatrocientos a setecientos
nanómetros, su energía estimula las células cónicas de la retina y se
transforma en impulsos eléctricos que son enviados por un nervio al lóbulo
occipital del cerebro, en la parte de atrás de la cabeza. Al recibir esos
impulsos, las neuronas disparan y crean lo que designamos como una imagen.
Eso es la visión”.
“Además, basta observar lo que ocurre cuando vemos un arco iris”, recordó
Tomás. “El arco iris no pasa de una refracción de la luz provocada por el
contacto con el agua a partir de un determinado ángulo de visión. Si alguien
fuera al lugar donde vio el arco iris no encontraría nada; ese fenómeno se
reduce a un mero efecto visual captado por nuestros ojos a partir de
determinado punto. Una persona que esté a diez metros de distancia lo verá
con una intensidad de colores diferentes o ni siquiera lo verá. O sea, el arco
iris no está allí, es una ilusión”.
“Pero se puede fotografiar”, argumentó María Flor. “Ya vi muchas fotos del
arco iris...”.
“Es verdad. El arco iris no existe como objeto material, pero es de cierto
modo real, una vez que lo vemos y lo fotografiamos. Pero, y ese es el punto
esencial, no es real a no ser que sea observado. ¿Entiendes la sutileza? Es la
observación la que, asociada a la refracción de la luz en el agua, crea el arco
iris. Sin observación no hay arco iris”.
María Flor levantó los brazos en señal de rendición.
“Ya entendí”, dijo. “La imagen también se crea en nuestro cerebro”.
“Es importante entender eso”, asintió el médico, señalando de nuevo la
lámpara del techo. “Allí encima no hay ninguna luz. Lo que existe son ondas
electromagnéticas que nuestro sistema neurológico transforma en imágenes.
EL cerebro podría convertir esas ondas en... no sé, en cosquillas o en dolores
de barriga o en sonidos o en gustos o en cualquier otra cosa, pero optó por
imágenes”.
La dueña de la residencia cruzó los brazos.
“Todo eso es muy bonito y muy lógico, sí señor. Sin embargo, sigo
esperando una explicación razonable para lo que ocurrió esta mañana con
Doña Gracia”.
“Antes de confrontarnos con la experiencia de Doña Gracia, me parece
importante que entendamos hasta qué punto la consciencia domina nuestra
mente”, dijo el médico, extendiendo la mano hacia el cesto del pan que estaba
en la mesa. “María Flor, ¿usted cree que cuando toma una decisión
consciente, por ejemplo, levantarse para ir a la ventana a ver lo que pasa
fuera, ¿fue la consciencia quien la tomó?”.
“Claro. La respuesta está, además, dentro de la propia pregunta: si la
decisión es consciente, es obvio que fue tomada por la consciencia. ¿Cómo
podría ser de otro modo?”.
“¡Atención!”.
De forma repentina el doctor Colaço tiró un trozo de pan en dirección a su
interlocutora. María Flor reaccionó casi instantáneamente y se desvió del
panecillo volador.
“¿Qué... qué ha sido eso?”, balbuceó ella, con la mirada entre el pan caído
detrás de ella en el suelo y el médico y sin entender su comportamiento.
“¿Por qué me ha tirado el pan?”.
El cardiólogo sonrió.
“Para poder hacer una pregunta”, dijo. “Cuando se desvió del panecillo,
¿pensó previamente en esquivarlo o fue una reacción... como diría yo,
automática?”.
“Bien, fue refleja... o automática, como prefiera llamarla. No tuve mucho
tiempo para pensar”.
“Seguro que fue automática”, confirmó el doctor Colaço. “Una vez que
tenía que decidir muy rápidamente cómo enfrentar la amenaza, el cerebro
reaccionó sin remitir el asunto a la consciencia. No había tiempo para tal.
Pero, ¿si hubiese tiempo? ¿Cuánto tiempo de reacción sería necesario para
que el cerebro pudiese remitir el asunto para la consciencia? Para responder a
estas preguntas, un neurocientífico llamado Benjamín Libet llevó a cabo un
conjunto de experimentos que dieron mucho que hablar en el mundo
científico. Estimulando la superficie del cerebro con electrodos, Libet
comenzó por demostrar que las personas dicen lo que sienten sólo medio
segundo después de un estímulo eléctrico. O sea, nuestra consciencia está
siempre medio segundo desfasada de la realidad, aunque no notemos ese
efecto porque reconstruimos los acontecimientos como si estuviesen
sucediendo en ese preciso momento”.
“Es curioso”, observó María Flor. “Eso explica por qué razón mi respuesta
fue refleja. Si mi cuerpo estuviese esperando una decisión consciente, el pan
me habría dado en la cara”.
“No queríamos eso, ¿verdad?”, sonrió el cardiólogo. “Pero Libet no se
quedó ahí. Quiso saber también lo que habría ocurrido si hubiese tiempo
suficiente para que el cerebro remitiera la decisión para la consciencia. Por
ejemplo, si uno de nosotros fuese a mirar por la venta, esa decisión no
requeriría una respuesta inmediata. ¿Cómo sería el proceso de decisión? Libet
realizó un experimento en el que pidió a las personas que flexionasen el
puño, lo que le permitió medir tres cosas: el momento en que las personas
decidieron conscientemente flexionar la muñeca, el momento en que la
actividad cerebral se inició y el momento en que se flexionó la muñeca. El
experimento produjo resultados chocantes. Libet descubrió que la primera
cosa que ocurrió fue el inicio de la actividad cerebral. Un tercio de segundo
después se tomó la decisión consciente y doscientos milisegundos más tarde
se flexionó la muñeca”.
“¿La actividad cerebral ocurrió antes de la decisión consciente?”, se
sorprendió María Flor. “¿Antes? Quiere decir que la decisión consciente no
inició la acción?”.
“Fue lo que el experimento de Libet demostró”, confirmó el doctor Colaço.
“Las consecuencias de ese descubrimiento son, como puede calcular,
profundas. Parece que el cerebro toma primero una decisión y solo después
informa a la consciencia de esa decisión, teniendo el cuidado de convencerla
de que fue ella quien decidió. O sea, las decisiones conscientes nos parecen
conscientes, pero no lo son. La consciencia no pasa de una ilusión, no en el
sentido de que no existe, sino en el sentido de que es algo diferente de lo que
pensamos”.
La expresión en la mirada de la directora de la residencia era de shock.
“¡Dios mío!”, levantando las manos en un gesto de impotencia. “¡Eso quiere
decir que no pasamos de... de máquinas!”.
“Máquinas de cálculo. El cerebro es un ordenador bioquímico”.
“Pero entonces ¿cómo se explica esta sensación de que existo, de que
pienso, de que soy yo, que tengo un pasado, tomo decisiones, me gusta el
chocolate y el olor de las flores, que muchas cosas ocurrieron en mi vida y
continúan ocurriendo y yo soy el resultado de todo eso? ¿La noción de mí
misma no pasa de una ilusión?”.
“Me temo que sí. Además, no sólo nuestra consciencia está medio segundo
atrasada en relación al mundo real sino que también trata con un mundo
totalmente construido en nuestra cabeza. Por un lado, transformamos
estímulos electromagnéticos en imágenes, e impulsos de moléculas en
sonidos; creamos así algo que no existe de esa forma en la realidad, sino solo
en nuestra mente. Por otro lado, la percepción y la memoria distorsionan
también esos estímulos que recibimos. Numerosos estudios muestran que la
mente selecciona los estímulos exteriores y los altera constantemente”.
“¿Y cómo los altera?”.
“La memoria no es de fiar. Mire, el primer indicio de que la memoria no
puede considerarse un grabador fiel surgió en una experimento realizado en
1902 en Berlín. Durante una clase en la universidad, dos estudiantes iniciaron
una discusión acalorada que acabó con uno de ellos amenazando al otro con
una pistola y el profesor interponiéndose entre ambos. En realidad, todo el
incidente fue simulado y al final el profesor pidió a los otros alumnos, que
durante la discusión pensaban que era verdadera, que escribiesen un informe
sobre lo que había ocurrido. Cuando fue a leer los textos, el profesor
contabilizó tasas de errores factuales entre un mínimo de veintiséis por ciento
y un máximo de ochenta por ciento”.
“¡Caramba! ¿Tanto?”.
“Los informes omitían frases proferidas y actos cometidos por los dos
alumnos y, por otro lado, ponían palabras en la boca de colegas que habían
estado callados y actos en otros colegas que habían estado quietos. Este
experimento desencadenó una serie de otros exámenes, que sucesivamente
confirmaron la falibilidad de la memoria. Se descubrió que la memoria no se
fija en el momento en que registra, sino que se va reorganizando a medida
que pasa el tiempo. La mente apaga unos elementos, distorsiona otros e
incluso añade cosas nuevas. O sea, los acontecimientos que observamos en
nuestra mente no corresponden a un exterior real factual, son una
reconstrucción”.
“¿Quiere decir que la memoria que tengo de mi mesa es también una
ilusión?”.
“En cierto modo. Pero atención, porque memoria y consciencia son cosas
diferentes”.
“¿Cómo de diferentes?” Para tener consciencia necesito saber quién soy. La
memoria es una parte fundamental de la consciencia”.
El médico se recostó y sondó con la mirada a los pacientes que se
encontraban en el comedor. Su atención se detuvo en un hombre de media
edad, delgado y curvado, que se encontraba en la ventana mirando fijamente
al exterior.
“¿Ve aquel de allí, el señor Gonçalves?”, señaló. “También debido a graves
ataques de epilepsia, le operaron cuando tenía veinte años; el cirujano
cometió un error y, sin querer, le quitó el hipocampo. El señor Gonçalves
recuerda todo hasta los veinte años, pero a partir de ahí sólo tiene capacidad
para retener lo que ocurre hasta un máximo de diez minutos antes del
momento presente. Cuando un médico o un familiar vienen a hablar con él, es
como si les viese por primera vez. Para él la vida es un eterno presente, las
cosas le ocurren pero le desaparecen después de la memoria, los recuerdos
son como agua que se escurre por un colador. Su diario comienza todos los
días por la misma frase: ‘Hoy fui consciente por primera vez’.”
“¡Oh, pobre!”.
“El caso del señor Gonçalves muestra que es posible estar consciente sin
tener memoria, aunque eso produzca efectos extraños en su día a día. Es que
la consciencia, a pesar de parecernos que es continua, resulta en realidad una
competición entre diversas instancias de nuestra mente. En una secuencia
continua la instancia estética pude tomar el control mientras aprecio un
paisaje, pero si pasa una chica guapa, la instancia sexual asume el control de
la consciencia para después ser desalojada por la instancia del apetito, que me
informa de que estoy con hambre y me lleva a pensar en una buena fabada de
un restaurante próximo; y así sucesivamente. Es por eso que a lo largo de
cinco o diez minutos se nos ocurren tantos pensamientos diferentes. Son los
diversos yo que se imponen unos a otros. Lo que crea la ilusión de
continuidad de la consciencia es justamente la memoria, porque al acordarnos
de las cosas nos quedamos con la sensación de que somos una única
personalidad con un único hilo de consciencia y no múltiples entidades que
combaten por el dominio de la consciencia”.
La historia del paciente plantado delante de la ventana y el papel de la
memoria en la organización de la consciencia sacó a Tomás del silencio al
que se había remitido.
“Sin embargo hoy, al venir aquí, me ocurrió una cosa curiosa”, observó.
“Recuerdo haber entrado en el coche en Lisboa y haber llegado a Coimbra,
pero no me acuerdo de lo que ocurrió entre medias. Me puse a pensar en otras
cosas y no me acuerdo de ver la carretera, los otros coches, el paisaje, el
recorrido, nada de nada. Sin embargo, estaba despierto y concentrado en la
conducción, una actividad muy compleja que requiere múltiples tareas
especializadas: meter la marcha, pisar los pedales, garantizar que no choco
con los otros vehículos, seguir una ruta, respetar las reglas de tránsito, ver las
señales... y yo qué sé más”.
“Es un buen ejemplo”, observó el médico. “La cuestión es esta: ¿estaba
consciente cuando eso ocurrió?”.
“Seguro que estaba. El problema es que, tal como el señor Gonçalves, no
recuerdo haber hecho el camino entre Lisboa y Coimbra. No me acuerdo de
nada”.
“En realidad, y como demuestra el experimento de Libet, quien estaba
conduciendo no era su consciencia, sino un ordenador automático llamado
cerebro”, sentenció el doctor Colaço. “La consciencia se ocupó de otras cosas
y sólo sería llamada a la conducción si el cerebro concluyese que un evento
importante requería una atención especial, como por ejemplo la amenaza de
una colisión. Por lo demás, las experiencias de Libet muestran que, aunque
las decisiones voluntarias no sean tomadas conscientemente, la consciencia
tiene por lo menos el poder de vetarlas. En suma, la consciencia no pasa de
un efecto creado por el cerebro para controlar el cálculo bioquímico del
cerebro y planificar mejor”.
María Flor parecía estar a punto de rendirse. Algo, sin embargo, le decía
que debía persistir. No podía aceptar que la ciencia la redujese a una mera
máquina de cálculo y, como un náufrago agarrado a una boya frágil que el
mar tempestuoso llevaba de un lado para otro, se agarró a la cuestión que a
pesar de toda la conversación, todavía no se había explicado.
“¿Y la experiencia de Doña Gracia?”, preguntó en voz suave; parecía que se
refería a su última esperanza de rescatar el alma de la aniquilación a manos
de los científicos. “¿Alguien por favor me explica lo que ella vio cuando
estaba clínicamente muerta?”.
Las miradas del doctor Colaço y de Tomás se cruzaron, como si uno pidiese
al otro permiso para responder.
“¿Doña Gracia tiene Alzheimer, correcto?”.
Al intuir el camino que esta pregunta abría, la dueña de la residencia
estrechó los párpados con desconfianza: ¿estaría la enfermedad relacionada
con lo que Doña Gracia creía haber visto durante el paro cardíaco?
“Sí, ¿y eso que quiere decir?”.
“El caso de los pacientes con Alzheimer proporciona pistas interesantes
sobre la consciencia. Cuando interaccionamos con uno de estos enfermos,
podemos ver el yo de esa persona desapareciendo poco a poco. Quien
acompaña el deterioro gradual de un enfermo con Alzheimer sabe muy bien
que la consciencia no desaparece de un momento para otro, como si en un
momento la persona tuviese una mente y en el momento siguiente la perdiese.
Las cosas no pasan así”.
“Eso es verdad”, reflexionó María Flor. “En la residencia he seguido
muchos casos de enfermos con Alzheimer y de hecho constato que la
consciencia se va apagando poco a poco, no es un evento súbito. Es como si
el yo de esas personas se fuese desintegrando”.
“Exactamente”.
“Pero eso solo refuerza mi perplejidad”, observó ella.
“Si Doña Gracia se encuentra en proceso gradual de pérdida de consciencia
debido al Alzheimer, y si encima durante el paro cardíaco estaba clínicamente
muerta y con el cerebro inactivo, ¿cómo se explica que ella haya sentido que
salió del cuerpo? ¿Cómo observó al médico que se golpeó la rodilla en la
esquina de un mueble? ¿Cómo se metió en un túnel con una luz al fondo y
vio y habló con familiares que ya murieron, y hasta volvió a ver su vida en
calidoscopio? ¿Qué explicación tiene usted para todo eso?”.
El doctor Colaço se encogió de hombros y respiró hondo, como si fuesen
demasiadas preguntas y no tuviese capacidad de enfrentarse a ellas.
“Es un misterio”, acabó por reconocer. “Pero hay una cosa que insisto en
subrayar. La experiencia que ella vivió fue bien real”.
XIV
No muy seguro, el conductor aparcó en la plazoleta, bajo un roble y al lado
de la acera. Después de apagar el motor del coche, se quitó las gafas de sol y
analizó cuidadosamente la vivienda. Había un muro cubierto de arbustos
cortado por un portón de hierro con un azulejo blanco indicando un nombre
en azul.
La Casa de Reposo.
Al final de una zona verde se levantaba la casa, un edificio blanco de dos
pisos y con un bosque de pinos mansos al lado. Una vez estudiado el espacio,
James Krongard salió del Ford blanco que había alquilado a su llegada a
Coimbra y se dirigió a la propiedad a paso lento, siempre atento a los
pormenores. Empujó el portón, que rechinó, y atravesó el jardín por las
piedras esparcidas a lo largo del camino entre la hierba hasta detenerse
delante de la puerta. Tocó el timbre y un zumbido eléctrico sonó en el interior
de la casa.
La puerta se abrió y apareció una mujer con bata y toca blanca.
“¿Qué desea?”.
“Buenas tardes, señora”, saludó con su fuerte acento nasal. “Soy de una
universidad americana y me urge encontrar al profesor Tomás Noronha. Me
informaron de que su madre tuvo un problema de salud y que le encontraría
aquí en Coimbra”.
“Ah, sí, la señora es Doña Gracia y tuvo un ataque cardíaco, pobre”,
confirmó la auxiliar. “La señora directora la llevó en una ambulancia al
hospital y pienso que el profesor Noronha también está allí”.
“¿Sabe decirme a qué hospital fueron?”.
“Al de la universidad, claro. Me parece que en breve regresarán”.
“¿Ah sí?”.
“Llamamos a la doctora para saber cómo iban las cosas y ella nos dijo que
Doña Gracia ya está bien y que el hospital le va a dar el alta en breve. Viene
esta tarde”.
“¿El profesor Noronha también?”.
“Seguro. ¿Quiere que llamemos para darle el recado?”.
“No se preocupe”, respondió rápidamente el americano, nada interesado en
que su futura víctima supiese que alguien le buscaba. “Por favor, no le
moleste, ya debe de tener demasiadas preocupaciones. Regreso más tarde o
mañana. Gracias”.
Antes de que la auxiliar insistiese, el hombre de la CIA dio media vuelta y
abandonó el espacio de la Casa de Reposo. Regresó al coche y se sentó al
volante para reflexionar sobre la situación. ¿Qué debía hacer? ¿Ir al hospital?
Si su objetivo venía en breve a ver a la madre a la residencia, corría el riesgo
de perderlo. No, lo mejor sería quedarse quieto y esperar a que apareciese;
era la única manera de garantizar que el hombre que buscaba no se le
escapaba.
Tenía que preparar una emboscada.
XV
Olvidados de la hora, los tres comensales estaban sentados tranquilamente,
con los vasos de café vacíos encima de la mesa del comedor de psiquiatría.
La conversación había entrado en su parte crucial, la experiencia cercana a la
muerte de Doña Gracia, y Tomás quería saber lo que el médico pensaba sobre
el asunto.
“El siglo XIX fue un periodo de grandes descubrimientos científicos del
mundo invisible”, empezó por recordar el doctor Colaço. “Se descubrió la
relación entre la electricidad y el magnetismo, las ondas hertzianas, las
longitudes de onda de la luz, la radioactividad, los rayos X y otras cosas. Fue
en este contexto que se empezó también a hablar de sesiones para contactar
con los espíritus. Como se estaba descubriendo todo ese universo invisible al
ojo humano, la posibilidad de existir almas vagando por ahí sin que fuesen
detectadas no parecía nada extraordinario y el asunto llegó a atraer la
atención de científicos eminentes, que hicieron experimentos para entender lo
que pasaba en esas séances. Se pensaba que el alma tenía existencia física, lo
que significaba que ocupaba espacio y, consecuentemente, tenía un peso”.
“No está mal pensado”, observó María Flor. “El problema es que no hay
forma de pesarla, ¿verdad?”.
“No era lo que pensaba un cirujano americano llamado Duncan Mcdougall”,
corrigió el médico. “Pensó en una forma de medir su peso”.
“¿Eso es posible?”.
“Desde luego”, confirmó él. “La idea de Macdougall era muy sencilla.
Bastaba pesar una persona cuando estaba viva y después verificar su peso
cuando muriese. La diferencia entre las dos mediciones sería el peso del
alma”.
“¡Eso es absurdo! Las personas vivas varían de peso a lo largo del tiempo,
incluso varían de peso en un mismo día. ¿Cómo podía estar seguro de que la
diferencia de peso se refería al alma y no a las alteraciones en la dieta
mientras las personas están vivas?”.
El doctor Colaço señaló hacia su interlocutora como si indicase que esa era
la cuestión crucial.
“Justamente ese problema lo resolvió Macdougall de una forma muy
ingeniosa”, dijo. “Era necesario que la medición ocurriese en el momento
justo en el que los pacientes morían, ¿entiende? Macdougall tuvo la idea de
colocar una cama sobre una plataforma soportada por una balanza industrial y
tumbar allí un moribundo a punto de morir. Necesitaba pacientes que
muriesen tranquilamente y casi sin moverse, y por eso escogió ancianos que
fuesen víctimas de tuberculosis pulmonar. Sus cuerpos eran muy leves y la
enfermedad que padecían tenía la ventaja de permitir adivinar con algunas
horas de antecedencia la inminencia de la muerte”.
“¿Y realizó de verdad esas mediciones?”.
“Sí, claro. Una tarde de 1901 tuvo lugar la primera muerte en la cama de
Macdougall. En el momento de la muerte del paciente, y delante de varios
testimonios cualificados científicamente, la aguja de la balanza bajó de
repente y se mantuvo estable. Las mediciones permitieron concluir que la
caída de peso había sido de veintiún gramos”.
La revelación dejó a María Flor con la boca abierta.
“¿Veintiún gramos? ¿Ese es el peso del alma?”.
“Fue lo que reveló la medición de Macdougall. Hubo quien cuestionase la
validez del experimento invocando que cuando una persona muere, los
músculos pélvicos y el esfínter pierden tensión, por lo que la ligera pérdida
de peso puede estar relacionado con la pérdida de orina o de heces.
Macdougall desmontó ese argumento recordando que, de ser así, no se
registraría pérdida de peso, ya que la balanza industrial estaba pesando la
cama y, en tal circunstancia, la orina y las heces permanecerían en esa cama.
Otra objeción fue que la pérdida de peso registrada por la balanza se debía a
la exhalación final del moribundo, dado que la respiración envuelve
moléculas, y por eso tiene un peso. Al exhalar, el moribundo perdería peso.
Para probar esa hipótesis, Macdougall saltó encima de la cama y expulsó todo
el aire que tenía en los pulmones. La aguja de la balanza no se movió”.
“Por lo tanto, el alma pesa realmente veintiún gramos...”.
“Quizás. El problema es que los experimentos científicos, para poder
validarse, tienen que repetirse. Macdougall efectuó la experiencia en otros
cinco pacientes, aunque con resultados inconclusos. El segundo paciente que
fue medido solo bajó de peso quince minutos después. Macdougall reconoció
haber tenido dificultad en determinar el momento exacto de ese óbito y la
propia alteración de peso producida no fue de veintiún gramos, como en el
primer caso, sino de catorce gramos. El tercer paciente también perdió
catorce gramos en el momento de la muerte. El problema fue que perdió
veintiocho gramos adicionales minutos más tarde, lo que trajo más incertezas
a la medición. El peso de las muertes del cuarto y quinto pacientes, por otro
lado, fue comprometido por problemas en la balanza. Hechas las cuentas,
solo la primera experiencia había sido llevada a cabo en las condiciones
ideales”.
“Sea como sea, es interesante que haya habido siempre una pérdida de peso
en el momento de la muerte”, constató María Flor. “¿Por qué no realizó más
experimentos similares?”.
“Por razones éticas. Hacer mediciones científicas con una persona que se
está muriendo no es propiamente correcto, ¿no le parece?”.
La dueña de la residencia se ruborizó, chocada con su propia insensibilidad.
“Ah, desde luego”, aceptó. “Es una estupidez de mi parte no haber pensado
en eso, pero estaba de tal forma absorbida en la conversación que ni me
coloqué esa cuestión”.
“Las objeciones éticas planteadas por la comunidad científica fueron tales
que Macdougall optó por no volver a hacer el experimento con seres
humanos. En vez de eso, escogió el mundo canino. En los años siguientes
llevó a cabo quince experiencias con perros. Los envenenó y después los pesó
en el momento de la muerte. En ningún caso, sin embargo, la balanza registró
alguna pérdida de peso. Su conclusión fue que los perros, al contrario que los
seres humanos, no tienen alma...”.
La conclusión produjo una sonrisa irónica de María Flor.
“Hay quien piense exactamente lo contrario...”.
Tomás seguía en silencio la conversación, pero en esta parte decidió
intervenir.
“Es verdad que al principio los científicos hicieron algo de caso al
espiritismo”, reconoció. “Pero, si bien me acuerdo de lo que estudié sobre el
asunto, rápidamente se dieron cuenta de que se trataba de un negocio de
charlatanes que explotaban la creencia absurda de las personas y el tema
quedó totalmente desacreditado en la comunidad científica”.
“Sí, así fue”, asintió el doctor Colaço. “Pasado el furor inicial, los
científicos remitieron todo el tema de los espíritus y de las almas que parten
para otro mundo para el folclore y pasaron a ignorar la cuestión. Los relatos
de las personas que estuvieron a las puertas de la muerte fueron pura y
simplemente desvalorizados y catalogados como burla o producto de la
imaginación fértil de personas ingenuas influenciadas por tramposos”.
“Sí, esa es la idea que tengo”.
El médico levantó la mano, como si quisiera frenar a Tomás.
“Pero eso ha cambiado desde entonces”.
El historiador alzó una ceja.
“¿Cambió? ¿Cómo?”.
“La persistencia de los relatos de experiencias cercanas a la muerte a lo
largo del tiempo, la coherencia con que eran presentados por tantas y tan
diversas personas y el hecho de que numerosos médicos hayan confirmado
que muchos de esos pacientes estaban técnicamente muertos, o por lo menos
a las puertas de la muerte, cuando decían haber vivido tales experiencias
obligaron a repensar esa visión”.
“¿Habla en serio?”, preguntó Tomás, sorprendido.
“¿Los científicos creen de verdad que esas experiencias son verdaderas?”.
“La comunidad científica acepta hoy que corresponden a algo real”.
Levantó un dedo, como si hiciese una excepción. “Pueden no ser aquello que
parecen, claro. Eso es otra cuestión”.
“Ah”.
“Un estudio hecho durante dos años a supervivientes de paros cardíacos en
diez hospitales de Holanda permitió concluir que el doce por ciento de los
pacientes tuvieron una experiencia cercana a la muerte. Otros estudios
llevados a cabo en Estados Unidos también con supervivientes de paros
cardíacos registraron porcentajes entre el diez y el veintitrés por ciento de
pacientes con experiencias similares. Esas experiencias no son todas iguales,
aunque tengan elementos comunes. Unos supervivientes hablan de un túnel y
una luz, otros dicen que salieron del cuerpo y vieron a los médicos y a los
enfermeros intentando reanimarlos, otros que encontraron familiares muertos
y otros que revivieron toda su vida en breves instantes. Algunos suman dos o
tres de estos aspectos y ocasionalmente hay quien se acuerde de haber pasado
por todos los pasos de la experiencia”.
“Fue lo que ocurrió esta mañana con mi madre”.
“Exacto, es muy raro, pero a veces ocurre. De cualquier modo, es
importante subrayar que los investigadores son concluyentes al afirmar que
estos supervivientes son sinceros en lo que dicen y por lo que se han dado
cuenta, no buscan publicidad. Muchos pacientes incluso evitan hablar de eso,
por miedo a que les consideren locos. Sabemos que la experiencia tiende a
cambiarles. Se vuelven personas más serenas y felices, y parece que pierden
el miedo a la muerte. Eso muestra que están realmente convencidos de que
vivieron una experiencia genuina”.
“Muy bien, aceptemos que los testigos no están mintiendo y creen que les
ocurrió lo que dicen que ocurrió”, accedió el historiador. “¿No podemos estar
ante simples alucinaciones?”.
“Esa es la explicación preferida de la comunidad científica. Fíjese: la
inminencia de la muerte puede provocar en el moribundo un miedo extremo,
un fuerte estrés y falta de oxígeno del cerebro. Una situación de esas tiene el
potencial de activar descontroladamente las áreas responsables de la visión,
creando la ilusión de una luz en medio de una envolvente oscura, el referido
túnel. Se hicieron pruebas en pilotos de cazas supersónicos que revelaron
además que en situaciones de violenta aceleración, ocurre una disminución
del flujo sanguíneo hacia la cabeza y ellos se sumergen en estados de
ensoñación, euforia y alejamiento”.
“¡Entonces debe de ser eso!”, exclamó Tomás. “Los pacientes con paro
cardíaco también sufren de falta de sangre en el cerebro...”.
“Sí, el problema es que hay relatos de experiencias cercanas a la muerte
antes de que el paciente sufriera alguna lesión, por ejemplo en momentos que
antecedieron a un accidente de automóvil”, contraargumentó el médico.
“Otros casos ocurrieron en pacientes que no estaban en fase terminal y que no
sufrieron ninguna interrupción o disminución del flujo sanguíneo hacia el
cerebro. Además, la falta de oxígeno del cerebro provoca estados cognitivos
confusos y comportamientos de agitación, no situaciones estructuradas,
coherentes y serenas como las que encontramos en las experiencias cercanas
a la muerte”.
“Ah...”.
“Otra hipótesis discutida se relaciona con la administración de
medicamentos a los pacientes en riesgo de muerte. Se sabe que hay drogas
que provocan alucinaciones complejas, como por ejemplo el LSD, y esta
pista parece prometedora. El problema es que existen muchos casos de
pacientes que tuvieron una experiencia cercana a la muerte sin que se les
administrase ninguna droga o anestésico. Pero lo más importante es que los
estudios muestran que las experiencias cercanas a la muerte en pacientes
medicados tienden a ser menos complejas que las experiencias de los
pacientes no medicados. Su madre, por ejemplo, tuvo una experiencia muy
compleja y no estaba bajo el efecto de ninguna droga”.
“Pero no se olvide de que ella tiene Alzheimer y estaba medicada...”.
“La medicación del Alzheimer no produce alucinaciones. Cuando hablo de
drogas, me refiero a las alucinógenas”, aclaró el médico. “Otra posibilidad
para explicar las experiencias cercanas a la muerte es que se trata de todo un
mecanismo psicológico de defensa. Se sabe que ante un suceso asustador, las
personas pueden despersonalizarse”.
Tomás hizo un gesto señalando a la paciente de psiquiatría que se
encontraba junto a una maceta de plantas, al fondo del comedor, hablando
sola.
“¿Como aquella señora que tiene tres personalidades en la mente?”.
“Doña São es un ejemplo de despersonalización y de disociación, sí. En
situaciones extremas, para defenderse emocionalmente, las personas
abandonan su propia identidad y se disocian de la terrible agresión exterior
que están sufriendo para construir una fantasía agradable que las reconforte”.
“Eso puede explicar realmente estas experiencias”, observó el historiador.
“Me parece natural que personas que están a las puertas de la muerte fabulen
una realidad alternativa bastante más agradable, la de que ascendieron al
Cielo, encontraron familiares y entendieron que la muerte no es el fin del
mundo. La disociación de la realidad es un mecanismo de defensa evidente
cuando se está delante de una situación tan dramática”.
“Sí, pero esa hipótesis puede ser anulada por dos hechos”, contrapuso el
médico. “El primero es que, según refería hace instantes, hay experiencias
cercanas a la muerte en pacientes que no se encuentran bajo riesgo de la
muerte. Y el segundo es que todas esas experiencias son agradables. Aunque
en minoría, existen muchos relatos de experiencias cercanas a la muerte que
fueron penosas, lo que no es compatible con un escenario de substitución de
la realidad dolorosa por una fantasía agradable”.
Como si se sintiese incómodo, Tomás se revolvió en la silla. Las
explicaciones clínicas le parecían interesantes y prometedoras, pero
claramente enfrentaban deficiencias serias. Incluso así no estaba convencido
y permanecía dispuesto a dar lucha.
“Oiga, doctor, tengo idea de haber leído en una revista científica que fue
realizado un importante descubrimiento sobre el cerebro que explica la
sensación que muchas personas tuvieron, incluyendo mi madre, de que
salieron de su cuerpo”, recordó. “¿No cree que esto explica por lo menos esa
parte extraña de las experiencias cercanas a la muerte?”.
“¿Se refiere al descubrimiento realizado en Suiza?”.
“Ese, sí”.
“Es realmente un...”.
María Flor se dio cuenta de que la conversación estaba convirtiéndose en un
diálogo a dos y amenazaban excluirla, y actuó de inmediato.
“¡Eh...!”, interrumpió levantando la mano. “¿Pueden por favor explicarme
cuál es ese descubrimiento?”.
“Ah, perdone”, se sobresaltó el doctor Colaço, volviendo hacia ella su
atención. “El profesor Noronha se refiere a un descubrimiento realizado
accidentalmente por médicos suizos durante el tratamiento a una enferma que
sufría epilepsia extrema. Como parte del tratamiento le colocaron electrodos
en el cerebro, incluyendo un área designada gyrus angularis que es
responsable del control de la imagen que la persona tiene de su propio
cuerpo. Los médicos activaron los electrodos y de repente ella les informó de
que sentía que estaba flotando por el techo y que se veía a sí misma allí abajo.
Los suizos concluyeron que la sensación de la salida del cuerpo relatada por
muchos pacientes que vivieron experiencias cercanas a la muerte estaba
seguramente relacionada con alteraciones cerebrales que hacían disparar las
neuronas del gyrus angularis”.
“¿Lo ve?”, preguntó Tomás victorioso. “Al final existe una explicación
neurológica para esa sensación de salida del cuerpo”.
El médico hizo una mueca.
“No diría tanto”, contestó. “Se trata realmente de un descubrimiento
interesante. El problema es que la paciente suiza no tuvo una experiencia
fuera de su cuerpo con las características exactas a las vividas por quien
atravesó una experiencia cercana a la muerte. Ella sólo conseguía ver las
piernas y la parte inferior del tronco, pero no el resto del cuerpo, ni la sala, ni
los muebles, ni el material, ni a los médicos que estaban a su alrededor. Los
pacientes que viven experiencias cercanas a la muerte ven todo el cuerpo, la
sala y el personal clínico alrededor de su cama intentando reanimarlos.
Además, la paciente suiza estaba consciente, mientras que los relatos que
recibimos muchas veces son de personas que no tenían ninguna actividad
cerebral en el momento en el que decían que veían todo desde un punto alto.
Incluso, los pacientes observaron pormenores que desde la camilla no era
posible ver”.
“El doctor dándose un golpe en la rodilla con el mueble, por ejemplo”, atajó
María Flor. “Doña Gracia estaba inconsciente y con los ojos cerrados, por
tanto no podía ver que ocurría una cosa así”.
“Es verdad”, asintió el doctor Colaço. “¿Cómo es posible que me haya visto
golpeándome con un mueble? La tesis de que todo no son más que
alucinaciones no logra explicar cosas que los supervivientes vieron, no se
entiende cómo. Está también el caso de una mujer que perdió la visión debido
a complicaciones quirúrgicas y fue llevada de emergencia a la sala de
operaciones. Tuvo una experiencia fuera del cuerpo y dice que vio a su novio
y al padre de su hijo observar cómo llevaban la camilla al ascensor. Los dos
confirmaron que estaban en el local cuando ella tuvo el paro cardíaco. Hay
otro caso de una mujer que tuvo un colapso cardíaco y que reveló a un
asistente social haber visto a los médicos intentar reanimarla. La mujer
informó haber flotado después hacia el exterior, y observado unas zapatillas
deportivas en un parapeto del tercer piso de la parte norte del edificio. La
asistente social subió en ese momento al tercer piso y descubrió unas
zapatillas en un parapeto de la parte norte”. Puso un aire pensativo.
“Curiosamente, muchos de los casos de mujeres que vieron cosas a partir de
ángulos que no podrían ver si estuviesen alucinando envuelven zapatos,
váyase a saber por qué”.
María Flor se rio.
“Se nota que no conoce bien a las mujeres”, observó con una mirada
burlona. “¿No sabe que lo primero que muchas de nosotras observamos en un
hombre es lo que calza? A las mujeres les gustan los zapatos como a los
hombres los coches”.
El médico consideró muy curiosa la observación, pero Tomás permaneció
impávido, con una expresión meditativa en los ojos, madurando todo lo que
acababa de escuchar.
“Ese pormenor sobre las cosas que los pacientes vieron y no podían haber
visto si estuviesen alucinando me parece importante”, subrayó. “¿Nunca hubo
una estudio que sistematizase ese fenómeno?”.
“Pues sí. Un profesor de la Universidad Emory, de Atlanta, por ejemplo,
realizó una investigación con dos grupos distintos. El primero era de
supervivientes de paro cardíaco que tuvieron la sensación de salir del cuerpo
y el segundo era un grupo de control de personas que pasaron algún tiempo
en unidades coronarias observando situaciones de emergencia cardíaca, pero
sin que hubiesen experimentado esas sensaciones de salida del cuerpo. El
investigador pidió a los elementos del primer grupo que describiesen los
procedimientos médicos que observaban alrededor de sus cuerpos y pidió a
los del segundo grupo que imaginasen la actuación de los médicos durante un
paro cardíaco, cosa que ya habían visto hacer a otros pacientes en la unidad
coronaria. Los resultados fueron asombrosos. Ninguna de las personas que
dijeron haber tenido una experiencia cercana a la muerte y visto lo que
ocurrió alrededor de su cuerpo cometió un único error en la descripción de
los procedimientos clínicos. Además, sus relatos correspondían a lo que
estaba efectivamente escrito en el informe médico elaborado por el personal
clínico después de la emergencia. Veintidós de las veinticinco personas del
grupo de control cometieron errores elementales cuando intentaron imaginar
a los médicos y a los enfermeros intentando reanimarlos”.
“Ahí está”, exclamó María Flor. “Eso es la prueba de que las personas que
tuvieron sensación de salir del cuerpo no fabularon durante su experiencia,
¿no cree?”.
El doctor Colaço abrió las manos, como si no supiese lo que pensar.
“No diré que es la prueba”, opinó. “Pero que es perturbador, no lo puedo
negar”.
Las miradas de ambos se volvieron hacia Tomás, a la espera de su
veredicto. El historiador se frotaba los ojos y la frente, en señal de que algo le
perturbaba.
“Doctor, aquí hay algo que no entiendo”, acabó diciendo. “Tanto cuanto sé,
la muerte no se produce en un instante. Se trata de un proceso biológico
continuo, de tal modo que determinar el momento exacto del óbito constituye
un problema médico que todavía no se ha resuelto por completo.
Antiguamente se consideraba que la muerte ocurría cuando el corazón dejaba
de latir, ¿verdad? Pero hoy es posible reanimar a una persona que estuvo
varios minutos con el corazón parado”.
“Fue justamente lo que ocurrió a su madre. Cuando el corazón para, el
oxígeno deja de irrigar el cerebro y la persona pierde la consciencia a los
veinte segundos. Las células cerebrales recurren entonces a un transmisor
químico de alta energía para permanecer vivas durante por lo menos cinco
minutos, periodo al fin del cual la fuente de energía se agota y las células
cerebrales comienzan a morir. Si el corazón no es reactivado entre los quince
y los veinte minutos, la pérdida de células cerebrales es muy amplia. Pasado
algo más de tiempo, la muerte es irreversible”.
“Sí”, reconoció el historiador, aprovechando lo dicho. “Es justamente ahí
que radica el problema. Estamos hablando de personas con paros cardíacos y
con consecuente pérdida de actividad cerebral, ¿cierto?”.
“Correcto”.
“Como ya se ha debido de dar cuenta, soy una persona muy escéptica en
relación a estas cosas, pero no soy ciego ni obtuso y hay aquí un pormenor
que me está perturbando en toda esta historia. Mi perplejidad se reduce a esta
cuestión: ¿cómo es posible que esos supervivientes tengan recuerdos tan
lúcidos y pormenorizados de lo que vieron y oyeron mientras su cerebro
estaba parado? ¿Cómo puede eso ocurrir?”.
El doctor Colaço se rascó la cabeza, claramente incómodo con la pregunta,
y respiró hondo.
“No lo sé”, acabó por reconocer con un gesto de impotencia. “Es una
excelente pregunta y, que sea de mi conocimiento, nadie ha presentado
todavía una respuesta satisfactoria. Lo cierto es que la generalidad de los
pacientes que recuerdan la experiencia cercana a la muerte no tiene ningún
recuerdo de las circunstancias que rodearon a su incidente cardíaco. La única
hipótesis que imagino es que exista alguna actividad cerebral no detectada,
una cosa tan mínima que nuestros instrumentos no disponen de sensibilidad
suficiente para identificarla”.
“Pero ¿es posible que, habiendo una actividad cerebral mínima no
detectada, sea suficientemente potente para producir una riqueza cognitiva
tan grande?”.
El cardiólogo movió la cabeza.
“No es posible. Si la producción cognitiva fuese rica tendría forzosamente
que ser registrada por el electroencefalograma. De eso no hay duda”.
Lo dijo de una forma perentoria, y después consultó el reloj. Vio que era
tarde y que tenía que darse prisa. Se levantó en ese momento de la mesa.
“Sin embargo”, le frenó Tomás, “los relatos de experiencia cercana a la
muerte son justamente mucho más ricos en pormenores y, por lo que he
entendido, incluyen una profusión de imágenes, sonidos, colores y
emociones. Estando el cerebro parado, ¿dónde se ha producido todo eso?”.
La pregunta provocó un momento de indecisión en el médico, que vaciló
antes de dar media vuelta y regresar al ala de cardiología. Su rostro se
contrajo en una mueca, expresando una extraña mezcla de perplejidad,
impotencia e incomprensión.
“Ese es el problema”, admitió. “De ahí el misterio”.
XVI
Siempre en el modo silencio, el móvil vibró y el hombre de las gafas de sol
bajó la mirada hacia la pantalla y verificó el número. El indicativo
internacional de la llamada era el uno, de Estados Unidos, y reconoció el
nacional, el doscientos dos, referente a Washington. D.C. Langley quería
hablar con él.
Apretó el botón verde y atendió.
“Aquí Krongard”.
“¿Ya ha cazado al motherfucker?”.
La voz agresiva al otro lado de la línea era inconfundible.
“Hola, mister Fuchs. Estoy esperando que el objetivo llegue al lugar donde
me encuentro, lo que puede ocurrir en cualquier momento”.
El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA no parecía contento.
“¿Por qué este retraso?”.
“No hay ningún retraso, mister Fuchs”, afirmó el agente en un tono
tranquilo que contrastaba con el de su interlocutor. “Lo que ha pasado es que
el objetivo estaba en otra ciudad y tuve que trasladarme para encontrarme con
él. Tranquilo, le voy a coger”.
La voz en el móvil refunfuñó.
“El avión de transporte ya salió de la base aérea de Hanscom para ir a
buscar el encargo y llevarlo para interrogatorio en Langley”, le informó.
“Pero vuelvo a subrayar que esto es solo una cortina de humo para
defendernos en el caso de que los fuckers del Congreso vengan aquí a meter
las narices. Quiero por eso asegurarme de que entendiste que debes dejar a
ese cocksucker huir para tener un pretexto para abatirlo. ¿Alguna duda sobre
eso?”.
“Ninguna, sir”.
“¿Está todo claro?”.
“Clarísimo, sir”.
“No te olvides de que ese tipo mató a uno de los nuestros, un director de la
Agencia por si fuera poco, y tiene que pagar por ello. No puedes fallar”.
“De acuerdo, sir”.
“Cuando acabes la misión, me llamas. Quiero estar informado de todo. Got
it?”.
“Sí, s...”.
Clic.
Antes de que Krongard completase la respuesta, el director del Servicio
Clandestino Nacional había colgado. El agente de la CIA se quedó por un
momento mirando el móvil mudo, irritado con los modos bruscos del jefe. En
circunstancias normales aquel bruto nunca le llamaría, sino que lo haría el
responsable de su sección operacional. Si un big shot como Harry Fuchs se
daba el trabajo de llamar personalmente, era porque atribuía la más alta
importancia a aquella misión. De hecho, Krongard entendió claramente que
no podía fallar.
Metió la mano en el interior del abrigo y, con un movimiento discreto, sacó
la Glock de servicio. Inspeccionó el cargador y el gatillo y se aseguró de que
el cañón permanecía limpio. Satisfecho, volvió a guardar el arma en su lugar.
Esa noche no iba a ver jugar a los Boston Celtics, se conformó. Le esperaba
otro tipo de juego.
Una caza al hombre.
XVII
Una vez en la calle, Tomás empujó la silla de ruedas saltando entre las
piedrecitas esparcidas por la rampa exterior del hospital y atravesó la acera
hasta el borde de la calle, justo al lado del sitio en el que tenía el coche
aparcado. El historiador rodeó la silla y extendió la mano para ayudar a la
ocupante.
“Vamos, madre. ¿Puedes andar?”.
“Claro que puedo”, replicó Doña Gracia, casi ofendida con la pregunta.
“Tranquilo, tuve un achaque sin importancia. Que yo sepa no estoy inválida”.
Pero a pesar de presumir de autonomía, la señora tuvo que apoyarse en la
mano que le extendió su hijo para poder levantarse.
María Flor ya había abierto las puertas del Volkswagen y les hizo una señal
para que se acomodasen en los lugares de delante, dando a entender que se
sentaría atrás, pero Tomás no estuvo de acuerdo.
“Sin querer hacer de ti mi chófer, me parece que es mejor que yo vaya atrás
con ella para hacerle compañía”, dijo, extendiendo la llave del coche.
“¿Puedes conducir?”.
La directora de la residencia aceptó naturalmente. Mientras madre e hijo se
instalaban en los asientos de atrás, ella se acomodó en el lugar del conductor
y metió la llave. Cuando iba a girarla, se fijó en un objeto extraño posado en
el asiento vacío de al lado. Lo cogió y se dio la vuelta en dirección a Tomás,
que estaba sentado atrás dando la mano a su madre.
“¿Qué es esto?”.
Los ojos del historiador se clavaron en el objeto que había recibido esa
mañana de Ginebra.
“Es un amuleto”.
María Flor se rio.
“No me digas que eres supersticioso...”.
“No creo en astrología ni en amuletos porque soy Aries”, replicó Tomás con
una sonrisa burlona. “No sé si sabes que los Aries son escépticos por
naturaleza...”.
La contradicción produjo una carcajada dentro del coche.
“Muy graciosillo, sí señor”, asintió su amiga. “Pero no me lo has aclarado”.
“Lo que tienes en la mano es el gran pentáculo. Fue descubierto en un
manuscrito llamado Clavis Salomonis, o La llave de Salomón, un libro de
magia cuya autoría se atribuye al rey Salomón”.
La explicación intrigó a María Flor. Aproximó el amuleto a los ojos y lo
estudió más de cerca, claramente fascinada con lo que le dijo su amigo.
“¿De verdad?” Qué interesante...”. Desvió los ojos hacia Tomás. “¿Pero qué
hace aquí una cosa de estas?”.
El historiador se encogió de hombros.
“Si quieres que te diga, no lo sé”.
El Volkswagen llegó a una plazoleta y aparcó frente a un Ford blanco, justo
delante del portón que daba acceso a la Casa de Reposo. Cuando Tomás y
María Flor iban a abrir las puertas para salir, un sollozo emocionado de Doña
Gracia les frenó.
“Mamá, ¿qué pasa?”.
Una lágrima corría por la cara de la señora, deslizándose desde el ojo hasta
la barbilla y dejando un rastro húmedo que le iluminaba la piel, arrugada por
el tiempo.
“Tu padre”, lloriqueó con voz debilitada, los ojos verdes brillando de
emoción. “Ver esta mañana a tu padre me ha dejado una nostalgia tan
grande...”.
El hijo se volvió y le agarró la mano.
“Tranquila, la vida es así, mamá”, intentó reconfortarla, cariñoso. “Al
menos sabes que está en un lugar mejor. ¿Verdad?”.
Doña Gracia suspiró y levantó los ojos hacia su hijo, como si estuviese
suplicando.
“¿Sabes lo que de verdad querría ahora?”.
Le hizo la pregunta cautelosamente, como para probar si Tomás estaba
realmente dispuesto a ayudarla.
“Dime, mamá”.
“Me gustaría ver el álbum de nuestra boda. ¿Sabes cuál es? Aquel que tiene
las fotografías de la ceremonia en la Catedral y del banquete”.
“Pues si quieres ver el álbum, me parece estupendo”.
La señora bajó los ojos, con pesar.
“El problema es que... el álbum no está aquí en la residencia”.
“¿Lo tienes en casa?”.
“Sí, en la maleta con alcanfor, al fondo del pasillo. ¿Sabes cuál es?”.
“¿Quieres que vaya a buscarlo?”.
El rostro de Doña Gracia se iluminó en una sonrisa.
“Ah, eres una joya, hijo mío”.
Observando la escena desde el asiento del conductor, María Flor intervino.
“¿Necesitáis algo?”.
“Bueno, creo que sería mejor que vinieras conmigo, si no es demasiada
molestia”, pidió Tomás. “Hay algunas cosas de las que tengo que hablarte,
sobre todo de la logística del acompañamiento médico que mi madre va a
necesitar en los próximos días, y sería una buena oportunidad para ver todo
eso”.
La directora de la residencia, que ya se había quitado el cinturón de
seguridad, se lo volvió a poner.
“Hoy voy a dedicar el día a Doña Gracia”, dijo. “Por eso no hay ningún
problema”.
Tomás abrió la puerta.
“Entonces estamos de acuerdo.”, dijo. “Voy a acompañar a mi madre hasta
la residencia y ya vuelvo”.
Se bajó y, después de ayudar a su madre a salir del coche, le dio la mano y
la llevó hacia el portón de la Casa de Reposo sin fijarse en el hombre con
gafas de sol que se aproximaba para cortarle el camino.
XVIII
Siguiendo con mucha atención la discreta llegada del Volkswagen azul a la
plazoleta James Krongard esperaba. El vehículo y la respectiva matrícula
estaban referenciados en el informe que Langley le había hecho llegar, por lo
que no tenía duda de que era el momento de pasar a la acción.
Las órdenes que había recibido del director del Servicio Clandestino
Nacional eran claras, pero la espera le hizo pensar y alimentó algunas dudas
sobre si debería obedecer ciegamente a las instrucciones de dejar al
sospechoso huir para abatirlo. No porque el hecho de matar fuera en sí un
problema, ya había liquidado a un jefe de reclutamiento de Al-Qaeda en
Peshawar y a dos talibanes en los alrededores de Kandahar, pero primero
necesitaba estar convencido de que Tomás Noronha había asesinado a Frank
Bellamy. La verdad era que el informe presentaba fuertes indicios en ese
sentido; pero le faltaba oír lo que el sospechoso tenía que decir en su defensa.
El objetivo tardó algún tiempo en abandonar el coche en el que había
venido, pero cuando lo hizo, el agente de la CIA saltó de su coche de alquiler
y aligeró el paso para interceptarlo en el camino, con el informe en una mano
y la tarjeta de identificación de la CIA en la otra, la pistola escondida por
debajo del abrigo.
“¿Profesor Noronha?”, le llamó. “¿Es usted el profesor Tomás Noronha?”.
Tomás se detuvo y giró los ojos en dirección al desconocido con gafas de
sol.
“Sí, soy yo”.
Viendo una anciana a su lado, y no deseando testigos de la conversación, el
hombre hizo una señal en dirección de un roble que se encontraba a unos
metros de distancia.
“Necesito hablar con usted en privado, si no le importa”.
El historiador dejó a su madre en el coche y obedeció automáticamente,
intrigado por ser interpelado en
aquel lugar por un desconocido con un evidente acento americano.
“¿Pasa algo?”.
Después de asegurarse de que estaban a una distancia suficientemente
segura para que la anciana no oyese lo que tenía que decirle, el hombre de las
gafas de sol extendió la mano y le mostró su tarjeta al interlocutor.
“Mi nombre es James Krongard”, se identificó en voz baja. “Central
Intelligence Agency”.
El nombre inglés de la Agencia confundió al historiador, que tenía la mente
bien lejos de ese lugar.
“¿Perdón?”.
“CIA”, precisó el americano, quitándose las gafas de sol para mostrar los
ojos azul oscuros. “Soy el encargado del desk de la CIA en Portugal”.
La declaración dejó a Tomás sin reacción durante un segundo, la mente
hirviendo por el esfuerzo de entender por qué motivo alguien de la agencia
americana de informaciones se daba el trabajo de ir hasta Coimbra a hablar
con él. La respuesta a la pregunta, la única posible, le llegó de repente como
una evidencia.
“¡Oh, no!”, exclamó. “Es por Frank Bellamy, ¿verdad?”.
¿Qué es lo que querría ahora el jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología
de la CIA?, se preguntó. Le parecía obvio que el viejo lobo contaba de nuevo
con sus servicios para otra misión loca. Cerró los dientes, decidido. Esta vez
Bellamy no conseguiría arrastrarlo para otra de sus aventuras insensatas,
pensó. Podían amenazarlo, tal vez hasta le apuntasen con un arma en la
cabeza y le amenazasen, pero esta vez estaba decidido a no ceder. No se
sometería.
“Menos mal que confiesa”, dijo Krongard. “Eso hace que las cosas sean
mucho más fáciles para mí”.
El historiador no entendió esa observación.
“¿Confieso? ¿Qué confieso?”.
“Que es usted el asesino. El hecho de entender que mi presencia aquí está
relacionada con Frank Bellamy constituye, como es evidente, una admisión
implícita”.
“¿Admisión de qué?”.
“Ahora no vale la pena intentar disimular”, dijo el americano, haciendo una
señal en dirección a su coche. “Creo que es mejor que me acompañe”.
La mirada de Tomás era de estupefacción.
“¿A dónde?” No entendía nada. “Oiga, ¿qué está pasando aquí?” La
irritación comenzó a subirle la voz. “¿Quién es usted para decirme que soy un
asesino y que admití implícitamente no-sé-qué? ¿Qué conversación es esta?”.
“Usted sabe muy bien lo que hizo”, gruñó Krongard. “La muerte de Frank
Bellamy no quedará impune. Haga el favor de acompañarme”.
El profesor portugués se quedó clavado en el sitio.
“¿Frank Bellamy ha muerto?”.
“No se haga ahora el desentendido. Acompáñeme, por favor”.
“Disculpe, pero aquí hay algún equívoco. En primer lugar, yo no sabía nada
de la muerte de Bellamy. En segundo lugar, no entiendo sus insinuaciones.
¿Está intentando sugerir que tengo algo que ver con esa muerte?”.
“No lo estoy sugiriendo, lo estoy afirmando”.
Tomás se rio incrédulo.
“¡Eso es ridículo!”, exclamó. “¡No veo a Bellamy hace años, ni vivo en
América! Admito que ya tuve ganas de estrangularlo, ese tipo me metió en
unos líos que sólo yo sé, pero eso es una forma de expresarse. Claro que
nunca le iba a matar, es absurdo plantear tal hipótesis”.
El americano mantuvo clavados en él sus ojos analíticos, con una expresión
desconfiada en el rostro.
“¿Podría decirme dónde estaba ayer?”.
“Por casualidad ni estaba por aquí”, dijo Tomás, como si la respuesta
arreglase la pregunta. “Estaba en Ginebra. Puedo probarlo porque todavía
tengo la tarjeta de embarque del vuelo”.
“Menos mal que lo admite. ¿Puede indicarme las instituciones que visitó en
Ginebra, por favor?”.
La reacción del americano desconcertó al historiador. Esperaba que la
revelación de que en la víspera se encontraba en Suiza resolviese aquella
confusión, pero claramente no era eso lo que estaba pasando. Su interlocutor
ni siquiera se sorprendió. Por primera vez, Tomás empezó a preocuparse.
“Oiga, aquí debe de haber un malentendido...”.
“¿Qué instituciones visitó en Ginebra?”.
Era mejor responder, decidió el investigador.
“Estuve en el Anticuario Perrin, junto al lago Leman. Por la tarde regresé a
Lisboa”.
La respuesta llevó a krongard a abrir el informe que traía en la mano.
“¿Sólo estuvo en el anticuario?”, indagó el agente de la CIA mientras
buscaba en el contenido de la carpeta. Localizó una hoja y la sacó. “¿Y esto?
¿Qué es esto?”.
Tomás miró la hoja y constató que se trataba de una imagen retirada de un
vídeo, evidentemente captada por una cámara de seguridad, mostrando su
entrada en un edificio que de inmediato reconoció.
“¡Ah, sí!”, exclamó, dándose con la palma de la mano en la cabeza. “Pasé
también por el CERN, ya me olvidaba”.
El americano le lanzó una mirada cargada de sospecha, como si indicase
que a él el académico no le engañaba.
“Un olvido conveniente, ¿no le parece?”.
El tono ofendió a Tomás.
“¿Está insinuando que omití a propósito esa visita? Oiga, visité realmente el
CERN, pero ya no me acordaba, porque fue de paso, no tuvo ninguna
importancia”.
Krongard dibujó una sonrisa llena de maldad.
“¿Ah, no? ¿Entonces qué fue a hacer allí?”.
La pregunta dejó a Tomás perturbado. No había pensado en eso, pero a la
luz de esas preguntas, y en particular de la sospecha que se comenzó a formar
en su espíritu de que había alguna relación entre la muerte de Frank Bellamy
y el CERN, los pormenores de su paso por el complejo científico podrían de
hecho ser considerados extraños.
“Fui... quiero decir, recibí una invitación para... para ir allí”.
“¿Quién le invitó?”.
Tomás tragó en seco. Cada pregunta era una zanja que iba a poner en
evidencia una tontería incómoda. O sea, las respuestas que tenía que dar,
aunque fuesen inocentes y verdaderas, podrían ser consideradas raras y solo
servirían para enterrarlo todavía más.
“De un anticuario”, dijo en voz baja, consciente de que la respuesta parecía
ridícula. “Me informó que tenía un artefacto antiguo que sería de mi interés y
me invitó a ir a verlo en el CERN”.
El agente de la CIA soltó una carcajada incrédula.
“¿Un artefacto antiguo en el CERN?”, se burló. “¿El CERN es alguna casa
de antigüedades o un museo? ¿Pretende que me crea una bola de esas?”.
“Yo sé que ahora parece absurdo, pero en el momento no cuestioné la
incongruencia. Me encontraba en Ginebra para adquirir objetos raros para la
colección del Museo Gulbenkian y lo miré como una nueva oportunidad. Me
dijeron que podían mostrarme un artefacto interesante, antiguo, en las
instalaciones del CERN y lo acepté de buena fe. Además tenía algo de tiempo
libre”.
“¿Y qué anticuario le dio esa información?”.
La pregunta casi obligó a Tomás a encogerse. Iba a decir otra tontería que le
iba a enterrar todavía más.
“No sé”.
“¿Perdón?”.
“En realidad no hablé con ningún anticuario”, aclaró, arrepentido por no
haber explicado todo pormenorizadamente desde el inicio. “Lo que ocurrió
fue que, al llegar a mi habitación del hotel, me encontré una nota metida por
debajo de la puerta que ponía a mi disposición ese artefacto antiguo y me
invitaba a ir al CERN para verlo. La nota indicaba la hora a la cual debía
dirigirme al complejo y el local del encuentro, la esquina de un acceso a la
zona del detector Atlas”.
“¿Dónde está la nota?”.
“La tiré”.
“¿Por lo menos estaba firmada?”.
“Sí”. Se rascó la cabeza, medio avergonzado. “Pero me temo que la firma
era ilegible”.
Krongard bufó; evidentemente ninguna de las respuestas le dejaba
convencido.
“Oiga, ¿y ese artefacto?”, preguntó como si le estuviese dando una última
oportunidad para probar lo que decía. “¿Dónde está?”.
Otra pregunta cuya respuesta sería difícil de tragar.
“Llegué al lugar donde, según la nota, el anticuario estaría esperándome,
pero nadie apareció. Esperé una hora y, después de ese tiempo, desistí y me
fui, una vez que tenía que coger el vuelo a Lisboa”.
El americano respiró hondo y movió la cabeza.
“Con sinceridad, profesor Noronha”, dijo en tono de un profesor que no
cree en las disculpas incoherentes presentadas por un alumno que le aparece
en la clase sin los deberes hechos. “No espera que me trague tantas patrañas
tan mal contadas, ¿verdad?”.
“Es la verdad”.
“Es la verdad que improvisó en este momento, pero está llena de mentiras”,
le acusó en un tono de repente afirmativo. “Aparezco aquí y de inmediato se
da cuenta que es por causa de Frank Bellamy. Le pregunto dónde estuvo ayer
en Ginebra y evita mencionar el CERN. Cuando le presento un fotograma
que muestra haber entrado en el CERN, alega que se olvidó de referir esa
visita porque se trató de un paso breve. Le interrogo sobre los motivos por los
cuales se trasladó a esas instalaciones y me viene a decir que fue allí porque
un anticuario le pidió ir a ver un artefacto antiguo, como si fuese normal
exponer ese tipo de piezas para la venta en un lugar como el CERN. Después,
cuando le pido el nombre de ese anticuario para ir a su encuentro y confirmar
lo que me dijo, se desmiente y afirma que al final no habló con ningún
anticuario y que recibió la información a través de una nota que le dejaron en
la habitación, y con una letra ilegible, lo que se muestra muy conveniente
para impedir la identificación de quien quiera que sea. Le pregunto por la
nota y declara que ya la tiró. ¿Dónde está el artefacto? Al final no lo compró
ni nadie apareció en el lugar a la hora del encuentro. ¡En fin, es una historia
que no tiene pies ni cabeza!”.
El sumario hecho por el hombre de la CIA, entendió Tomás, reflejó la forma
como cualquier policía desconfiado interpretaría sus palabras. No interesaba
cómo se habían producido realmente, sino solo lo que parecía y lo que se
podría probar.
“Sé que esto que le voy a decir parece una disculpa, pero la verdad es que
sus preguntas me cogieron por sorpresa”, se justificó. “Las cosas ocurrieron
como le dije, aunque en ese momento no asocié ningún significado al caso.
Tenía tiempo libre antes del vuelo, aproveché esas horas para ir detrás de una
posibilidad de compra y al final el intento no dio en nada. Nunca más pensé
en el asunto, tan irrelevante me pareció, y seguro que lo olvidaría si no
hubiese aparecido con todas esas preguntas”.
El americano irguió una ceja.
“No me va a decir que el hecho de que Frank Bellamy haya sido asesinado
justamente a la hora en que estuvo en el CERN es pura coincidencia,
¿verdad?”.
Tomás estrechó los párpados: la situación era peor de lo que alguna vez
podría imaginar.
“¡Frank Bellamy murió en el CERN a la hora en que yo estaba allí!”.
El agente de la CIA le miró con desdén: en ese instante estaba
absolutamente convencido de que su interlocutor era realmente el asesino.
“¿Ahora finge que no lo sabía?”.
“Deduje que Bellamy había muerto en el CERN a partir del momento en
que comenzó a hacer de mi visita al complejo científico un gran caso, pero
alimentaba la esperanza de que no fuese así”, dijo con un sentimiento de
resignación. “De cualquier modo, todo esto son indicios circunstanciales que
evidentemente no se aguantarán en tribunal. Tienen que conseguir pruebas
mejores que las de mi presencia en el CERN a la hora de la muerte de
Bellamy. A fin de cuentas, en aquel momento deberían de estar más de mil
personas en las instalaciones, ¿verdad? ¿Por qué sospechan de mí y no de
alguna otra de las personas que se encontraban allí?”.
La resignación del historiador y su exigencia de que presentasen pruebas
más concluyentes fueron interpretadas por Krongard como una admisión de
culpa. El hombre de la CIA había pasado las últimas horas estudiando bien el
informe del caso y le faltaba comprender si las explicaciones del sujeto eran
inatacables. La verdad es que Tomás no le convenció.
“Ya veo que ha decidido protegerse detrás de minucias jurídicas”, observó.
“Esa es la táctica utilizada habitualmente por los culpables...”.
“No tengo nada que ver con la muerte de Bellamy, cuya presencia en
Ginebra yo desconocía”, insistió el historiador portugués. “Pero ya me he
dado cuenta de que usted nunca me creerá, y para ser sincero, eso también me
resulta indiferente. Si creen que soy culpable, tienen que buscar una prueba”.
“Sabe, me gustaría creer en su inocencia, pero sus múltiples maneras de
mentir lo delatan”, respondió el hombre de la CIA. “Descubrimos que usted y
mister Bellamy estaban hospedados en el mismo hotel, el Four Seasons”.
Sacó un fotograma impreso más del informe que Langley le había enviado.
“Esta imagen fue sacada de una grabación del vídeo de seguridad del hotel.
Como puede ver, le muestra sentado en el atrio leyendo un periódico y mister
Bellamy pasando delante de usted”.
Tomás examinó la imagen, perplejo.
“¡Estábamos en el mismo hotel!”, se sorprendió. “Caramba, eso es una
enorme coincidencia”.
El americano guardó la impresión del fotograma.
“Si hay algo que ya aprendí es que en la vida, profesor Noronha, no hay
coincidencias”, sentenció. “Para nosotros es evidente que usted fingía leer el
periódico, pero en realidad estaba vigilándolo. Conozco bien la estrategia
del periódico porque es un viejo truco de mi profesión”.
“Le aseguro que nuestra presencia en simultáneo en el hotel es una mera
coincidencia”, repitió el historiador. “Sea como fuere, no pasa de otro indicio
circunstancial. Lo que me parece es que ustedes no tienen nada más concreto
que me relacione a la muerte de Bellamy y
están buscando la forma de engañarme para ver si me delato”.
Krongard incluso dudó, pero acabó por retirar un último papel del informe y
lo mostró al interlocutor.
“¿Cree que no tenemos nada en concreto que lo relacióne con el homicidio?
Entonces vea esto”.
La atención de Tomás incidió sobre todo en las palabras manuscritas debajo
del símbolo.
“¿Qué hace aquí mi nombre?”.
Los labios del americano dibujaron una sonrisa de cazador con la presa a su
merced.
“No contaba con esto, ¿verdad?”.
“No respondió a mi pregunta”, insistió el historiador, presintiendo un mar
de información oculta en aquella pequeña hoja. “¿Qué es esto? ¿Por qué está
aquí mi nombre?”.
“Esto es una copia que nos envió la policía de Ginebra”, aclaró. “Se trata de
un papel encontrado en las manos del cadáver de mister Bellamy. Su sentido
simbólico es evidente, en particular a la luz de sus movimientos en ese día.
La figura de encima simboliza la crucifixión. Mister Bellamy se refiere a su
propia muerte. Y debajo está el nombre del hombre que lo mató, y que él
designa como the key, o la llave, para identificar a su asesino”. Agitó el papel
en el aire. “Este documento, profesor Noronha, constituye una prueba
definitiva e irrefutable de que usted asesinó al jefe de la Dirección de Ciencia
y Tecnología de la CIA”.
Tomás mantenía los ojos clavados en la hoja, digiriendo todas las
implicaciones de lo que veía y lo que le decían. La presencia de su nombre en
un papel encontrado en la mano de la víctima constituía sin duda un indicio
claramente comprometedor. Sabía que era inocente, ¿pero cómo podía
explicar una cosa de esas? Lo cierto es que Fran Bellamy lo incriminaba de
una forma inequívoca y su último mensaje iba a pesar mucho en la mente de
un juez a la hora de dictar la sentencia.
“¿Está seguro de que fue Bellamy quien redactó esto?”, preguntó,
agarrándose a una última esperanza. “¿Cómo puede tener la seguridad de que
esta prueba no fue plantada por el verdadero asesino para incriminarme?”.
El americano señaló el informe que tenía en la mano.
“Sabemos que mister Bellamy es el verdadero autor de ese mensaje porque
hicimos pruebas de caligrafía a las palabras aquí manuscritas y analizamos la
tinta y el papel con mucho cuidado. Los resultados preliminares que tengo
aquí muestran que la letra es inequívocamente de él, la tinta corresponde a la
del bolígrafo que solía llevar con él y las únicas marcas de ADN encontradas
en el papel son justamente las de mister Bellamy. Puede
estar seguro, profesor Noronha. El mensaje fue dejado por él”.
Aquel camino también se cerró, para frustración y perplejidad del
historiador.
“Entonces no lo entiendo”, se desahogó. “Pero de algo estoy seguro: no hice
nada”.
Krongard se encogió de hombros.
“Sus mentiras no me interesan”, dijo. “Haga el favor de acompañarme”.
“¿A dónde?”.
Acabada la conversación, el americano lo agarró por el codo y lo arrastró
con rudeza en dirección al automóvil blanco estacionado debajo del roble.
“Está usted detenido”.
XIX
“Tomás, me siento débil”.
La voz de Doña Gracia sacó a Tomás del entorpecimiento en el que se había
sumergido mientras el desconocido lo arrastraba por el brazo. Cayendo en sí
cuando se preparaba a entrar en el coche del agente de la CIA, el historiador
se soltó con un movimiento brusco y se enfrentó a Krongard.
“¡Oiga, esto no puede ser así!”, protestó. “Mi madre ha sufrido esta mañana
un colapso cardíaco y tengo que ayudarla. Además, que yo sepa, en mi país
usted no tiene autoridad. Solo la policía portuguesa me puede obligar a ir a
algún sitio contra mi voluntad”.
Saltaban chispas de los ojos del americano.
“Usted mató a un agente de la CIA”, gruñó entre dientes. “En América se
trata de un crimen punible con la pena de muerte. ¿Cree que la Agencia se va
a preocupar ahora con temas burocráticos que no nos llevarán a ninguna
parte, una vez que Portugal jamás aceptará extraditar a uno de sus ciudadanos
para ser juzgado y ejecutado en Estados Unidos?”. Movió la cabeza. “Está
equivocado, profesor Noronha. En este preciso momento un Hercules C-130
está sobrevolando el Atlántico para venir a buscarlo. A partir de este
momento usted se encuentra bajo detención de la CIA y esta noche será
transferido clandestinamente a Langley, donde tendrá lugar el interrogatorio y
se formalizará su proceso”. Hizo un gesto con la mano señalando su coche de
alquiler. “Por eso, haga el favor de acompañarme”.
“¡Usted no tiene autoridad para detenerme!”.
El agente de la CIA abrió su chaqueta y dejó ver la funda de la pistola que
traía atada al pecho con la culata de la Glock fuera.
“Esta es mi autoridad”, murmuró con una sonrisa ácida, la voz llena de
amenazas y la mano acariciando la culata. “¿Viene por las buenas o por las
malas? La decisión es suya”.
El arma, incluso guardada en su funda, constituía un argumento formidable.
Los ojos de Tomás saltaban entre la Glock, la expresión firme del americano
con la mano posada en la culata y la figura frágil de su madre, que lo
aguardaba junto al portón.
“Está bien”, acabó por ceder, derrotado. “Pero déjeme primero llevar a mi
madre a la residencia, ¿vale? Como ve, ella se siente débil y necesita
descansar”.
La atención de Krongard se desvió hacia la señora.
“Bueno”.
Tomás volvió por fin junto a su madre. Le dio la mano disculpándose y la
ayudó a pasar por el portón y a llegar a la entrada de la Casa de Reposo. El
americano caminaba unos metros por detrás, satisfecho con la forma en la
que transcurrían los hechos. Con base en la información que había obtenido,
tenía previsto que el blanco apareciese en la plazoleta con su madre, como de
hecho acabó por ocurrir. La visita al interior de la residencia formaba parte de
su plan. Una vez convencido al sospechoso de su culpa, sabía que lo abatiría
sin la menor duda y para eso le bastaba motivarlo para huir y darle una
oportunidad para hacerlo.
“¡Doña Gracia!, exclamó la funcionaria que la recibió, abriendo los brazos y
sonriendo de forma calurosa al ver a la huésped delante de ella. “¿Cómo está?
¿Un poquito mejor?”.
“Gracias a Dios”, dijo la anciana con una sonrisa débil. “Aquí mi hijo me
fue a buscar al hospital, pobre. Es una joya de chico, ¿no cree, Ermelinda?”.
“¡Ay si lo es!”.
Atravesaron la puerta. Una vez en el atrio de la vivienda, Tomás vaciló
sobre lo que debería, o podría, hacer después. ¿Sería esposado y llevado al
coche? ¿O el americano le daría unos minutos más a solas con su madre?
Volvió atrás y miró a su captor.
“¿No ve inconveniente en que lleve a mi madre a su habitación, verdad?”,
preguntó. “Quiero acostarla y tranquilizarla”.
“Como quiera”, autorizó Krongard en voz alta, pero de inmediato aproximó
la boca al oído del historiador. “Despídase de su madre, despídase”, le
susurró. “Es la última vez que la verá porque en América le espera la silla
eléctrica”.
Al oír estas palabras, Tomás le dirigió una mirada ofendida; no podía creer
en la insensibilidad mostrada por el agente de la CIA en un momento de
aquellos.
“Fuck you!”, murmuró, la voz y la mirada impregnados de desprecio. “Fuck
you!”.
“Tsss, tsss...”, le devolvió el americano con expresión burlona. “Controle su
lengua”. Se volvió hacia la chica de la residencia, que ya se alejaba. “Señora,
¿tiene algo para comer? Ni imagina el hambre que tengo...”.
La funcionaria se detuvo, momentáneamente sorprendida
con el pedido, pero reaccionó en una fracción de segundo.
“Venga”, le dijo. “La cocinera ha hecho una fabada que está deliciosa.
Tiene que comer en la cocina, si no le importa. El comedor está reservada
para los huéspedes”.
El visitante echó una mirada a su alrededor.
“¿Y dónde están?”, quiso saber, más por razones operacionales que por
curiosidad. “Esto parece tan desierto...”.
La empleada se rio.
“Unos fueron a dar un paseo al pinar, otros están en las habitaciones”,
aclaró. “Pero la mayoría está en la sala de estar. Sabe cómo son las personas a
esta edad, es donde está la televisión...”.
“Me lo imagino”, asintió el americano, frotándose las manos y preparándose
para el banquete. “Vamos a la cocina a probar esa fabada”.
Mientras Tomás acompañaba a su madre por las escaleras hasta el piso
superior, Krongard siguió a la funcionaria hasta la cocina con una sonrisa en
los labios. Al subrayar que en América lo esperaba la silla eléctrica y al
dirigirse a la cocina para comer, el hombre de la CIA estaba motivando al
historiador para que huyese y dándole la ocasión para hacerlo. Había lanzado
la trampa.
La iniciativa estaba del lado de su presa.
El comportamiento del americano dejó a Tomás sorprendido. Mientras
subía los peldaños y ayudaba a su madre a llegar al primer piso, una densa
nube de perplejidad le llenaba la mente. ¿Cómo era posible que el agente que
lo venía a detener se mostrase de tal modo confiado que lo dejaba solo con su
madre? ¿No veía que le estaba ofreciendo una oportunidad para huir? ¿Qué es
lo que le hacía sentirse tan seguro de sí mismo? ¿Cómo podía tener la
seguridad de que Tomás no la aprovecharía?
Las interrogaciones se multiplicaban, pero las respuestas no. Se esforzó por
ver las cosas desde el punto de vista del agente de la CIA, para entender y
prever su comportamiento. Su intento fue infructífero. Fuese cual fuese la
perspectiva que adoptase, le parecía que solo había una respuesta
satisfactoria. Su captor le subestimaba. No había otra explicación. ¿Pensaría
que Tomás, por ser un académico habituado al mundo de los libros y pasar la
vida buscando manuscritos antiguos, no era más que un ratón de biblioteca,
un intelectual asustado delante de los desafíos de la vida real e incapaz de una
iniciativa físicamente arriesgada? Tal presunción le parecía casi un insulto.
“¡Uf, estoy cansada!”, se quejó Doña Gracia cuando
llegaron a lo alto de las escaleras, interrumpiéndole la cadena de
pensamientos. “Creo que me voy a tumbar un poco”.
“Haces bien, mamá”, asintió. “Tienes que descansar, fue una mañana muy
intensa. No se muere uno y resucita en el mismo día tan fácilmente, ¿verdad?
El propio Jesús tuvo que esperar tres días”.
El historiador lanzó una última ojeada al piso de abajo y se aseguró de que
el atrio estaba vacío. Después llevó a su madre por el pasillo hasta su
habitación. Entraron, la ayudó a quitarse la ropa y ponerse el camisón, a
tomar los medicamentos y a tumbarse en la cama.
“Gracias hijo”, murmuró ella mientras colocaba la manta y se acomodaba en
la almohada. “¿Te veo para cenar?”.
Tomás dudó; su idea inicial era permanecer en Coimbra una o dos semanas,
para acompañar la convalecencia de su madre y sus consultas en el hospital,
pero los acontecimientos se habían precipitado en una dirección inesperada y
nada de eso era viable.
“Infelizmente no”, respondió. “Ha surgido una cosa urgente y tengo que
regresar a Lisboa”.
“¡Ah, qué pena! Cuidado por el camino, ¿vale? A veces aceleras un poco y
es peligroso. Además hay muchos locos por la carretera”.
“Quédate tranquila, mamá”.
Vencida por el cansancio, Gracia cerró los ojos y se quedó casi
inmediatamente dormida. El hijo se inclinó y la besó en la frente,
perguntándose si la volvería a ver. La situación engañosa en que Bellamy le
había metido le podía costar muy caro.
Al incorporarse, regresó a su problema más urgente: su propia situación.
Los acontecimientos habían evolucionado de una forma absolutamente
extraordinaria cuando, algunos minutos antes, el agente de la CIA le había
interceptado a la puerta de la residencia. La nueva realidad le parecía
surrealista pero no la podía ignorar. Ante las perspectivas que tenía por
delante, y en particular la posibilidad de ser secuestrado y enviado
clandestinamente a los Estados Unidos, donde lo esperaba la silla eléctrica, su
única opción verdadera era huir. Sobre eso no le quedaban dudas.
Huir.
La decisión estaba tomada. Acercó el oído a la puerta de la habitación de su
madre para intentar darse cuenta de algún movimiento en el pasillo. No oyó
nada. Abrió despacio la puerta y observó el exterior. El pasillo estaba
desierto. Salió del cuarto, cerró la puerta con mil cuidados y avanzó con
pasos suaves a lo largo del pasillo, preocupado con cualquier movimiento
sospechoso. El suelo de madera rechinaba y parecían gemidos de melancolía,
por lo que a cada paso redobló la cautela. Al llegar a lo alto de la escalera se
inclinó hacia abajo y examinó el atrio. Permanecía vacío.
Había llegado el momento de intentar salir.
El ruido del suelo de madera rechinando en el piso de arriba no pasó
desapercibido a James Krongard. Se había mantenido atento a los sonidos
producidos en el piso superior cuando el blanco llevó a la madre a la
habitación y lo primero en que se había fijado fue justamente en el sonido de
la madera chirriando cuando alguien la pisaba. Tomó buena nota de ese
ruido, consciente de que volvería a producirse cuando el sospechoso
recorriese el pasillo en sentido contrario.
“¿Qué tal esa fabada?”, quiso saber la funcionaria. “Una maravilla,
¿verdad?”.
“Óptima”, respondió el americano mientras se metía en la boca el último
bocado. “Pero ya es suficiente”.
“¡Oh! ¿No come todo?”.
El hombre se levantó de su sitio y se dirigió al pasillo.
“Agradezco su gentileza, pero no quiero nada más. Voy a esperar al doctor
Noronha”.
Salió de la cocina y tomó posición en el pasillo que daba acceso al atrio. El
sonido del entablado dando de sí paró encima, señal de que el blanco
inspeccionaba el camino y se preparaba para intentar la huida. Los labios de
Krongard dibujaron una sonrisa que de inmediato reprimió, esforzándose por
estar concentrado. El desenlace era realmente previsible. Sabiendo que la
CIA lo iría a llevar clandestinamente a América, donde sería juzgado por el
asesinato de uno de los directores de la Agencia con pruebas altamente
comprometedoras, y considerando que parecía tener allí una oportunidad
inesperada para escapar de su captor, era inevitable que intentase huir.
“Vamos, chico”, susurró, casi convencido de que sus palabras inaudibles
llevarían a Tomás a escaparse.
“Avanza ahora”.
La mano derecha de Krongard se deslizó hacia el interior de la chaqueta y
acarició la culata fría de la Glock. No convenía retirarla de inmediato. Si
alguien lo viese con el arma en la mano haría saltar la alarma y la maniobra
fracasaría. Pero tenía que estar preparado para sacar deprisa la pistola y
usarla. Con la punta del índice, soltó la correa que mantenía la Glock presa a
la funda. Después usó el pulgar y destrabó el arma. Con los procedimientos
listos, agarró por fin la culata y puso el dedo en el gatillo. Estaba listo para la
acción y sabía que se produciría cuando el sospechoso comenzase a bajar las
escaleras, acción que sería también denunciada por los gemidos de la madera.
En ese instante, el entarimado en el piso de arriba volvió a rechinar.
XX
Estaba sintiendo que algo no iba bien.
La imagen del atrio desierto allá abajo inquietó a Tomás más de lo que
podría pensar. Fue como si un sexto sentido lo avisase de que no debería
aprovechar de aquella forma la oportunidad que tan inesperadamente se le
ofrecía. Ya se había habituado a confiar en su sexto sentido, no por estar
convencido de que se trataba de una capacidad extra sensorial de acceso al
mundo sobrenatural, sino justamente por saber que el sexto sentido resultaba
de un análisis complejo que envolvía los procesos cognitivos de su propia
mente, que, sin recurrir a la consciencia, procedían a la radiografía de la
situación. El resultado era, por lo visto, aquella alerta lanzada por su sexto
sentido. Tenía que revisar el plan de fuga.
Algo no cuadraba.
“Me estás esperando”, murmuró; la desconfianza de repente le removió las
entrañas mientras estudiaba el espacio junto a la puerta de la calle con otros
ojos. “Estás escondido en algún lugar esperando que intente huir...”.
Tal vez fuese exceso de cautela, pero Tomás decidió confiar en su intuición.
Echó un último vistazo al atrio vacío, esperando ardientemente no estar
cometiendo un error y desperdiciando una bella oportunidad para escapar.
Siempre con mil cuidados, retrocedió por el pasillo, esforzándose por
minimizar el denunciador crujido del entarimado, y regresó a la habitación de
su madre.
Cerró la puerta, rodó la llave en la cerradura y, con el corazón retumbando
en el pecho, miró el cuerpo tranquilo en la cama. Gracia dormía
profundamente, roncando suavemente, la manta subía y bajaba al ritmo lento
de la respiración. En otras circunstancias se reiría de aquel ronquido leve,
pero no en aquel momento; las circunstancias eran demasiado graves.
“¿Y ahora?”, se preguntó en voz baja, todavía dudando si había hecho bien
o si había perdido una posibilidad única para escapar de su captor. “¿Cómo
salgo de aquí?”.
Miró a su alrededor, como un animal acorralado, y su atención se fijó
inevitablemente en la terraza del cuarto. Si la puerta del pasillo no era el
mejor camino, como le indicaba su sexto sentido, sólo le quedaba aquella vía
de fuga. Se precipitó hacia la terraza y miró hacia abajo. Estaba en el primer
piso pero la altura era considerable y el suelo no parecía acogedor; eran
bloques de granito que separaban la pared exterior de la casa del tapiz verde
de hierba. Si se tirase por allí, lo más probable era partirse una pierna y
algunas costillas. Ni pensar en intentar el salto.
Fue cuando se dio cuenta del pinar.
Los nuevos crujidos de la madera en el piso superior inquietaron a James
Krongard. “¿Qué significaría aquello? Después de los primeros ruidos, había
esperado que su blanco bajase las escaleras, en silencio o muy rápido para
intentar la fuga. Pero nada de eso ocurrió. Al contrario, el rechinar adicional
del entablado mostraba que había actividad arriba, pero no había forma de
delimitar las razones.
“¿Qué estará haciendo este tipo?”.
El agente de la CIA esperó algunos segundos más, esperando que en breve
todo quedase aclarado y el sospechoso bajase por las escaleras en fuga, como
preveía desde el principio, pero eso no ocurrió. A medida que transcurrían los
segundos sin que nada ocurriese, se hacía evidente
que los acontecimientos habían evolucionado en otra dirección. Y lo más
grave era que Krongard sentía que esa dirección escapaba a su control. O los
nuevos ruidos significaban que había huéspedes circulando en el piso
superior, o entonces...
Abrió bien los ojos.
“No me digas que... que...”.
Solo en ese instante asaltó al americano la sospecha de que Tomás podía
haber elegido otro camino para la fuga. Sin perder más tiempo, abandonó la
posición que había ocupado para ocultarse del historiador y fue hacia las
escaleras para mirar hacia arriba. No vio a nadie. Con recelo de haber
cometido un error terrible, el agente de la CIA saltó los peldaños de dos en
dos y recorrió rápidamente el pasillo hasta la habitación número ocho, donde
la empleada le había dicho que se alojaba la madre de su presa.
Llamó a la puerta.
“¿Profesor Noronha?”, llamó, esforzándose por mantener la voz controlada
para no perturbar a los usuarios de la residencia. “¿Está ahí, profesor
Noronha?” Llamó de nuevo. “¿Profesor Noronha?”.
Como no tuvo respuesta, echó la mano al pomo y lo rodó. La puerta se
mantuvo cerrada.
“Goddman!”.
En el instante en que verificó que la puerta de la habitación se encontraba
cerrada, Krongard se convenció de que su objetivo se había fugado, pero por
otro camino. La situación estaba escapándose de su control y el agente de la
CIA entendió que no había modo de mantener la discreción; tendría que
recurrir a otros medios.
Se alejó dos pasos, sacó la Glock de la funda y apuntó a la cerradura.
El tiro provocó un alboroto en la residencia.
Cuando el disparo sonó, Tomás se agarraba al tronco de un pino. El toque
en la puerta ocurrió cuando estaba en la terraza inspeccionando el árbol y
verificando si era una vía segura hacia el suelo. Al oír al americano
llamándole, el fugitivo comprendió que ya no le quedaba mucho más tiempo.
La oportunidad se acabaría rápido y, si quería realmente escaparse, tendría
que ser en ese momento.
Se abrazó al tronco y, cuando empezó a bajar, oyó el tiro que deshizo el
cierre de la puerta de la habitación de Doña Gracia. Pensó en su madre y en el
susto que se habría llevado, receló incluso que la detonación le provocase un
nuevo colapso cardíaco y casi se arrepintió de haber intentado huir. No había
previsto que el hombre de la CIA empezase a disparar y era demasiado tarde
para deshacer lo que ya estaba hecho. La única opción que le quedaba era
seguir hacia delante.
Y deprisa.
“¿Profesor Noronha?”.
La voz con fuerte acento americano salía del interior de la habitación, pero
Tomás comprendió que en un instante su perseguidor aparecería en la terraza,
de modo que tendría que ser más rápido.
Iba por la mitad del tronco y la altura le pareció ya más segura. En ese
momento se dejó caer. Rodó por el suelo, se levantó y comenzó a correr por
el jardín en dirección a la plazoleta.
Sonó un nuevo disparo.
La detonación se propagó de manera diferente, evidentemente porque había
ocurrido en un espacio abierto al aire libre, y el fugitivo vio un trozo de
hierba levantarse delante de él. Se dio cuenta de que el americano disparaba a
matar. No lo mandó parar, no hizo siquiera un intento de detenerlo.
Simplemente, disparaba a matar. Y la espalda de Tomás era un blanco
magnífico y continuaría siéndolo durante cinco segundos más, el tiempo que
le llevaría doblar la esquina del edificio y dejar de estar en el punto de mira.
Cuatro segundos.
Miró hacia la izquierda y en ese momento sonó otro tiro. El agente de la
CIA era sin duda un tirador experto; la práctica de tiro formaba parte de su
entrenamiento, pero no esperaba aquel cambio en la dirección y falló de
nuevo el objetivo.
Tres segundos.
Dio algunos pasos más en línea recta, pero se sentía desprotegido y tuvo la
noción de que tenía que volver a hacer nuevos despistes para tener alguna
posibilidad de escapar. Simuló que giraba a la derecha y se flexionó otra vez
hacia la izquierda. El nuevo tiro volvió a fallar.
Dos segundos.
“Sonnavabitch!”.
Los tres tiros habían fallado y el fracaso arrancó un gruñido de frustración al
americano. Nunca en su vida de tirador había fallado dos tiros seguidos,
mucho menos tres. El primero era disculpable, había acabado de llegar a la
terraza y abrió fuego en la dirección del blanco en fuga sin apuntar
debidamente, pero los dos restantes le parecían errores inaceptables. Era
cierto que el súbito zigzag del fugitivo lo había cogido por sorpresa y le había
engañado, pero el error estaba en el blanco que había escogido. Había
apuntado a la cabeza, para provocar la muerte instantánea, pero las
condiciones no eran las ideales para intentar un tiro de esos con una pistola.
Si hubiese apuntado al tronco, no habría zigzag que salvase al sospechoso. Y
era justamente hacia allí que ahora abriría fuego. Acertaría con el cuarto tiro.
Un segundo.
El punto de mira de la Glock de James Krongard asentó en el tronco de
Tomás, donde sabía que, por más desvíos que el fugitivo diese, no fallaría.
Primero lo iba a derrumbar. Cuando estuviese en el suelo, el segundo tiro le
desharía el cráneo. Consciente de que solo disponía de unas fracciones de
segundo, contrajo el apuntador y apretó el gatillo.
“¡Bruto estúpido!”.
Un objeto llegado de ninguna parte alcanzó al americano en el instante en
que abría fuego, desequilibrándolo.
“Qué...”, balbuceó apoyado en la terraza. Vio al blanco desaparecer por
detrás de la esquina del edificio y se dio cuenta de que, una vez más, había
fallado el tiro. “Damn”.
“¡Ordinario!”.
El objeto que lo alcanzó volvió a darle en la cabeza. Se protegió con el
brazo e intentó entender lo que ocurría. Era Doña Gracia que lo atacaba con
el bolso, los pelos al viento y los ojos en furia, bombardeándolo con insultos
y con sucesivos golpes de bolsa.
“¡Anormal!”.
Se dio cuenta de que no debía haberse olvidado de la madre del sospechoso.
El tiro que destruyó la cerradura la había despertado de repente y, cuando vio
un hombre armado pasando por la habitación y llamando a su hijo, se puso en
guardia. Al darse cuenta de que el hombre estaba en el balcón abriendo
fuego, comprendió lo que ocurría y con su instinto de madre en vilo, actuó de
inmediato.
“¡Salga de delante!”, ordenó Krongard, poniéndose de pie y alejando a la
anciana con el brazo. “¡Déjeme pasar!”.
El agente de la CIA atravesó la habitación y el pasillo corriendo, con la
pistola en puño, rezando para no llegar demasiado tarde a la calle y con una
única pregunta martilleándole la cabeza; ¿cómo iba a explicar a Langley que
una vieja casi demente le había impedido matar al hombre que asesinó a
Frank Bellamy?
XXI
Sonando como una tormenta, los estampidos de los disparos sobresaltaron a
María Flor. Al principio pensó que se trataba de fuegos artificiales y se irritó,
preguntándose sobre la identidad y las intenciones de las personas que habían
tenido la idea de tirar cohetes a aquella hora junto a una residencia de
ancianos, pero cambió de idea en el momento que vio a Tomás aparecer en el
portón, jadeante y corriendo hacia el coche.
“¿Qué ha pasado?”, preguntó, sorprendida, cuando él abrió la puerta del
coche. “¿Pasa algo?”.
Tomás se tiró dentro del Volkswagen literalmente, golpeándose con la
cabeza en el hombro de ella.
“¡Arranca!”, gritó. “¡Arranca!”.
Su amiga lo miró, sin comprender.
“¿Arranco el qué?”.
El historiador apuntó al volante.
“¡Arranca inmediatamente!”, insistió. “¡Tenemos que salir de aquí lo antes
posible!”.
“¿Pero por qué? ¿Qué pasa?”.
Él hizo una señal con el pulgar, señalando el edificio de la Casa de Reposo
que se erguía después del muro y de los setos.
“¡El tipo... el tipo que me interpeló en la plaza me está disparando!, dijo en
el tono más controlado posible, sabiendo que la explicación era demasiado
extravagante para tener sentido. “Tenemos que salir de aquí inmediatamente.
Me quiere matar, ¿entiendes?”.
La cara de María Flor se contrajo en una mueca de estupefacción y absoluta
incredibilidad.
“¿Qué? ¿Qué historia es esa?”.
Tomás gimió de frustración.
“¡Arranca!, gritó fuera de sí, con la atención puesta en ella y en el portón de
la vivienda. ¡Arranca antes de que el tipo aparezca!”.
Lo cierto es que el motor estaba en marcha; María Flor no lo había apagado
pensando que Tomás volvería más deprisa de lo que realmente volvió. Ante
tan gran insistencia pisó el embrague y metió la primera, pero no tenía
intención de obedecer hasta entender lo que pasaba. ¿Había un hombre
disparando dentro de la residencia? No tenía sentido. ¿Tomás habría
enloquecido?
“Oye”, dijo ella en un tono sereno, como intentando tranquilizarlo. “Lo
que...”.
Se calló en el instante en el que vio al hombre aparecer por el portón con la
pistola en la mano. En realidad no entendió lo que vio, no tuvo tiempo para
eso porque el instinto, el tal sexto sentido que en realidad era la mente
analizando la situación sin implicar a la consciencia, reaccionó más deprisa y
en ese instante hizo lo que hacía falta. Soltó el embrague, apretó el acelerador
y con un traqueteo brusco y un chirrido loco, el coche arrancó a toda
velocidad.
La bala fue disparada en el momento en el que el Volkswagen salía. James
Krongard no esperaba que el automóvil azul se moviese en ese preciso
momento, y eso fue suficiente para errar de nuevo el objetivo. En realidad, la
bala partió los cristales laterales de los asientos traseros del coche, pero no
alcanzó a ninguno de los ocupantes. Por tanto, había fallado.
“Fuck!”, echó pestes el americano, que odiaba pronunciar palabras
obscenas. “Fuck! Fuck! Fuck!”.
Todo le salía mal ese día.
El automóvil fugitivo abandonó la plazoleta, dejando una nube de polvo
fundiéndose con el aire, y aceleraba ya en la calle de al lado. El agente de la
CIA cruzó rápidamente el portón y al llegar al centro de la plazoleta, a la
entrada de la calle, apuntó en dirección al coche, pero solo vislumbró la parte
trasera doblando la esquina y desapareciendo detrás de una vivienda.
“¡Oh, no!”.
Sin perder tiempo, Krongard corrió hacia el Ford blanco aparcado por
debajo del roble. Echó mano al bolsillo, sacó la llave y, con una nota musical
ridícula, desbloqueó las puertas. Se sentó al volante, encendió el motor y el
coche arrancó. Se arrepintió en aquel momento de no haber alquilado un
coche más potente, pero sabía que, hechas las cuentas, eso no influiría en el
resultado final. ¿No había pilotado en el circuito de Indianápolis, durante el
periodo de formación en la Finca, el centro de entrenamientos de la CIA? La
Agencia enseñaba a sus agentes las técnicas de conducción en alta velocidad,
lo que significaba que el fugitivo no tenía la menor posibilidad de escapar.
Además, reparó en que al volante estaba una mujer, y Krongard creía
firmemente que ellas tenían menos habilidad en la carretera.
El Ford aceleró y frenó chirriando y derrapando en cada recta y en cada
curva, un cazador veloz en el rastro de su presa, serpenteando entre los
automóviles que le aparecían por las calles, corriendo riesgos y ganando
terreno porque los otros coches se apartaban, intimidados con su conducción
agresiva. A medida que se aproximaba al centro de Coimbra el tráfico
aumentaba, lo que en principio constituía un problema, pero en aquel caso era
una clara ventaja. Los fugitivos, sabía el hombre de la CIA, no tenían
experiencia en conducción competitiva, lo que significaba que el tránsito
intenso los atrasaría más que a él.
Al fin de unos cinco minutos de una carrera loca por las calles de la ciudad,
Krongard avistó por fin la mancha azul del Volkswagen encajada entre una
furgoneta y un utilitario.
“Ah, estás ahí...”, sonrió a pesar de los dientes cerrados por la furia de la
persecución. “¡Ya eres mío!”.
Pisó el pedal y adelantó en contramano a un puñado
de automóviles, ganando doscientos metros de una vez.
A aquel ritmo, calculó, en breve estaría al lado del automóvil azul.
Bastaría un minuto.
La rápida progresión del Ford estaba siendo atentamente acompañada por
Tomás, que se mantenía dado la vuelta con los ojos fijos en la mancha blanca
que iba adelantando a los automóviles rápidamente, corriendo grandes
riesgos pero acabando siempre por salir bien. Parecía suerte pero Tomás sabía
que era destreza.
“¡Más deprisa!”, pidió. “¡Más deprisa!”.
“¿Deprisa cómo? preguntó María Flor, apuntando hacia delante con un
gesto de frustración. “¿No ves que ahí hay un semáforo?”.
“¡Ignóralo! ¡Ponte en el otro carril y pasa el semáforo rojo!”.
“Pero... pero...”.
“¡Haz lo que te digo!”, insistió Tomás, con la voz alterada. “¡Tenemos que
correr el riesgo, si no nos coge!”.
El mensaje fue comprendido. La conductora respiró hondo, como si se
estuviese preparando mentalmente para cometer una locura, y fue hacia la
izquierda, a contramano. Se encontró de inmediato con un automóvil que
venía en aquel sentido, pero a pesar del susto consiguió escabullirse y pasar
próxima entre el coche contrario y un jeep parado en doble fila. Al llegar al
cruce del semáforo, aceleró y pasó entre la línea de los coches que venían de
la izquierda pero, cuando pensaba que también había cruzado de forma
segura la segunda línea de los de la derecha, se oyó un estruendo, el
Volkswagen giró violentamente y rodó como una peonza en el sentido de las
agujas del reloj.
Habían chocado.
“¡Arranca!”, gritó Tomás, el primero en reaccionar al choque. “¡Arranca
ya... deprisa!”.
La conductora abrió los ojos y se dio cuenta de que habían tenido un
accidente y estaban parados en medio de la calle. Por el retrovisor se dio
cuenta de la enorme confusión detrás de ellos. El coche que les había dado el
golpe había volcado, el siniestro había afectado a otros vehículos y el tráfico
estaba parado, pero el bulto blanco del perseguidor estaba a punto de pasar el
cruce. Por suerte, el Volkswagen se había quedado girado hacia delante y con
el motor todavía encendido. María Flor metió la primera y arrancó.
Al lado de ella, el historiador se volvía de nuevo hacia atrás para acompañar
la progresión del perseguidor. Las noticias no eran buenas. Tomás vio el
Ford blanco escabullirse entre los coches accidentados y retomar la caza unos
cortos trescientos metros detrás de ellos. Era evidente que jamás conseguirían
escapar del él y que en algunos segundos tendrían al americano pegado a
ellos. Había que tomar decisiones.
Tomás extendió la mirada por la calle en busca de una solución, de alguna
cosa que invirtiese el rumbo de los acontecimientos y les permitiese escapar
al agente de la CIA. ¿Pero el qué? Detrás de ellos, el perseguidor acortó la
distancia a doscientos metros.
“¡Oh, no!”, clamó María Flor con cara de susto y de desilusión. “¡Ahora
no!”.
El pasajero miró hacia el punto que ella fijaba y comprendió el problema.
Había obras de repavimentación en la acera de enfrente y el tráfico estaba
restringido. Solamente una vía funcionaba, pero era estrecha y solo un piloto
de competición conseguiría acelerar en un espacio de aquellos. Atrás, el Ford
se encontraba a cien metros y se aproximaba rápidamente. Estaban perdidos.
“¡Para!”, ordenó Tomás. “¡Para al lado de la obra!”.
La conductora abrió bien los ojos, en pánico por la decisión. Pero desde el
principio de la persecución se había dado cuenta de que era mejor obedecer
sin rechistar las instrucciones que recibía, por más absurdas que fuesen. Su
pasajero parecía tener el don de improvisar bajo presión. De modo que, a
pesar del recelo por la locura de parar el coche en un momento de aquellos,
pisó el freno y el Volkswagen chirrió hasta detenerse junto a los
empedradores, que los miraban con sorpresa.
Sin perder tiempo, Tomás saltó del automóvil, agarró dos piedras pesadas
trabajadas en cubo por los empedradores y las proyectó con toda la fuerza
sobre el Ford que frenaba ya pegado a ellos. El primer cubo hizo estallar el
cristal delantero del coche y el segundo alcanzó al conductor en el hombro y
le rebotó en la cabeza.
El historiador se metió de nuevo en el lugar del pasajero y el Volkswagen
partió de inmediato, dejando al perseguidor parado junto a las obras de
repavimentación de la acera, con la cabeza llena de sangre.
XXII
Observando la puerta, James Krongard se dio cuenta de que faltaba el
momento más difícil. La enfermera le había puesto una ligadura en el hombro
y ultimaba la cura en la cabeza, por encima de la oreja derecha, pero eso no
era nada. El americano vislumbró, justo en la puerta, el perfil barrigudo del
policía que permanecía apoyado pacientemente con varios papeles en la
mano.
“Ah, la burocracia”, murmuró con enfado. “Les gusta mucho la burocracia
en este país...”.
Pero eso tampoco era nada. El problema, el verdadero problema, sería la
llamada que tenía que hacer todavía a Langley. ¿Cómo podía explicar lo que
pasó? ¿Debería hablar de la anciana que le impidió, a golpes de bolso, acertar
en el blanco con éxito? ¿O de cómo dos listillos al volante le habían
derrotado en una carrera loca por las calles de Coimbra? ¿Tendría coraje para
contar lo que realmente había ocurrido? ¿O debería inventar una historia
cualquiera?
“Ya está”, dijo la enfermera en un tono maternal, alejándose un paso para
contemplar su trabajo. “Ya está. Las heridas en la cabeza provocan siempre
mucha sangre, pero al final vemos que no es nada especial. Por tanto, no se
preocupe”. Parecía un artista contemplando su obra de arte. “La cura ha
quedado una verdadera maravilla. Apuesto a que en América no lo hacen
mejor...”.
“¿Me puedo ir?”.
“Por nosotros sí. La radiografía mostró que no tiene nada partido, solo
sufrió unas contusiones y unos hematomas”. Señaló al panzudo de la policía
que esperaba en el pasillo. “Pero creo que aquel señor quiere hablar con
usted. Parece que hubo una gran confusión en el centro de la ciudad, ¿eh?”.
El americano no respondió de inmediato. Se colocó la funda alrededor del
pecho y se puso la chaqueta.
“¿Mi arma?”.
La enfermera volvió a señalar al hombre de la policía.
“Hable con el agente”.
Pensando bien, consideró Krongard, la aprehensión de la Glock era
inevitable en aquellas circunstancias. Se dio la vuelta y abandonó el servicio
de urgencias en dirección al policía. Al ver al americano, el agente se puso
firme y fue a su encuentro.
“Documentos, por favor”.
El agente de la CIA extrajo el pasaporte americano y los papeles de la
embajada de los Estados Unidos que le concedían inmunidad diplomática y
los entregó.
“¿Mi arma?”.
El policía estudió los documentos de ceja fruncida, como si todo aquello
fuese materia de gran complejidad y requiriese la más profunda ponderación.
“Aquí dice que usted es agregado cultural de la embajada americana en
Lisboa”.
“Correcto”.
Un brillo centelleó en los ojos del agente, como si hubiese cogido al
sospechoso en flagrante delito.
“Oiga”, dijo, “¿es normal que los agregados culturales de su embajada
anden armados?”.
“Usted ya debe de haber oído hablar de una cosa llamada Al-Qaeda,
presumo yo”, replicó Krongard, encogiendo los hombros despreocupado.
“Por razones de seguridad, voy armado. Nunca se sabe lo que puede
ocurrir...”.
El policía se quedó desconcertado con la respuesta. Sería mejor mantenerse
en las cuestiones estrictamente legales, concluyó.
“¿Tiene licencia de arma?”.
El agente de la CIA echó de nuevo la mano al bolsillo de la chaqueta y
extendió otro documento. El agente verificó el texto, el sello y la firma con
una expresión de desaliento en la cara.
“¿Todo en orden?”.
“Sí”, refunfuñó el policía en un tono contrariado. Parecía evidente que
quería echar mano al sospechoso pero se dio cuenta de que no lo podía hacer.
“Parece que sí”.
“¿Entonces, ya puede devolverme la pistola?”.
A pesar de estar contrariado, el policía cogió una bolsa y sacó la Glock del
interior, extendiéndola al americano. Krongard guardó el arma en la funda
que tenía presa al pecho y firmó un recibo confirmando que le habían
devuelto la pistola. Después el policía le devolvió los documentos, que el
americano guardó en otro bolsillo.
“Yo sé que el señor tiene inmunidad diplomática y por eso ni siquiera está
obligado a prestar declaraciones”, reconoció el policía. “¿Pero podrá
acompañarme a la comisaría para explicarnos lo que ocurrió?”.
El fantasma de una sonrisa burlona iluminó el rostro impávido del
americano antes de volver la espalda con soberbia y alejarse en dirección a la
salida del hospital.
“Tengo otras cosas que hacer”.
XXIII
Repentinamente cayó una noche impenetrable sobre la carretera. Tomás,
que estaba ahora al volante, seguía con atención la fila de luces que
serpenteaba delante de él, rojas de los automóviles que estaban en su fila,
blancas de los que venían en sentido contrario. Al lado, María Flor se
esforzaba por dominar los nervios. La persecución de aquella tarde por las
calles de Coimbra la había dejado hecha polvo y durante las dos últimas
horas se mantenía en silencio.
“¿Por qué has venido por la Nacional Uno?”, preguntó ella, rompiendo el
largo mutismo al que se había remetido. “¿No sería mejor ir por la autopista?
Sería mucho más rápido y seguro...”.
El conductor señaló hacia atrás con el pulgar, en una referencia a los vidrios
agujereados y a la abolladura trasera.
“¿Ya has visto el estado del coche? Seguro que la policía alertó a la guardia
nacional y a las compañías que controlan las autopistas. Apuesto a que están
todos atentos a un Volkswagen con estos daños. Las cámaras de vigilancia
están por todas partes. Si nos metemos por la autopista nos cogen en cuanto
el diablo se frota un ojo”.
La pasajera no dijo nada, sabía que el argumento era sólido. No estaba
segura de que huir de la policía fuese la mejor táctica; en realidad pensaba
que se debían dirigir directamente a las autoridades y exponer lo sucedido,
pero se imaginaba que Tomás sabía lo que estaba haciendo. Si había decidido
mantenerse lejos de la policía, tendría sus razones y solo le quedaba la opción
de confiar en él o abandonarlo.
“¿Quién era aquel hombre?”, quiso saber, lanzando así la pregunta que le
preocupaba desde que la historia había empezado en la plazoleta. “¿Por qué
va detrás de nosotros?”.
“No va detrás de nosotros”, rectificó el conductor. “El tipo anda solo detrás
de mí. Te afecta indirectamente por acompañarme”.
“Lo que sea. ¿Quién es él y qué es lo que quiere?”.
“Quiere detenerme... creo”. Vaciló, revalorando la conclusión. “O tal vez
quisiese simplemente matarme, no sé”.
“¿Por qué? ¿Qué has hecho?”.
Tomás suspiró; no sabía bien por dónde comenzar.
“No hice nada”, comenzó por decir. “Ocurre que hace unos años hice unos
trabajos para la CIA y por entonces traté con...”.
“¿Para quién?”.
“Para la CIA. La agencia americana de espionaje”.
María Flor le echó una mirada incrédula, esperando que se riese y
deshiciese la broma, pero el historiador mantuvo el semblante serio.
“¿Te burlas de mí?”, preguntó, dudando si debería tomarlo a broma.
“¿Trabajaste de verdad para la CIA?”.
“Estuve involucrado en dos operaciones, sí. Fue hace unos años. Por
entonces traté con un director de la CIA que por lo visto fue asesinado en
Ginebra. Los americanos creen que fui yo quien lo mató”.
“Tú ayer viniste de Ginebra...”.
“Sí, llegué ayer”, asintió él. “Eso no quiere decir nada. No maté al hombre,
ni siquiera sabía que él estaba en la ciudad. Fue una coincidencia”.
“¿Entonces por qué te acusan?”.
“Porque estábamos en el mismo hotel y él murió en el CERN cuando yo
visité el complejo”, explicó. “Y porque la víctima dejó un mensaje diciendo
que yo soy la clave”.
“¿La clave de qué?”.
“La CIA cree que él reveló así que yo soy la clave del homicidio”. Tragó en
seco. “O sea, el propio asesino”. Movió la cabeza. “Yo, sin embargo, creo
que la víctima quería decir otra cosa”.
“¿El qué?”.
Tomás mantuvo los ojos fijos en la carretera, el rostro iluminado de forma
rítmica por las luces de los automóviles que cruzaban la Nacional Uno en
sentido contrario.
“Déjame madurar mi razonamiento. Cuando todas las piezas encajen en mi
cabeza, te lo digo”.
La respuesta no agradó a María Flor, pero no insistió. “¿El mensaje que ese
director de la CIA dejó contenía solo tu nombre?”.
“Tenía también un símbolo”.
“¿Qué símbolo?”.
“La CIA por lo visto cree que es una referencia a él mismo”, explicó. “Se
trata de un símbolo que realmente parece el esquema de una persona
crucificada. El crucificado aquí sería la víctima”.
“¿Podrá ser una referencia religiosa de un hombre en agonía? A fin de
cuentas, cuando se habla de crucifixión, la primera imagen que nos viene a la
cabeza es la de Jesús en la Cruz”.
El historiador se encogió de hombros.
“Tal vez, ¿quién sabe?”.
Se lo dijo de una forma displicente, como un adulto respondiendo a un niño
que le hiciera preguntas sobre un asunto complejo y más allá de su
entendimiento. Ella entendió el tono y no aceptó la respuesta; quería datos
concretos, no medias palabras condescendientes.
“Ya vi que no estás de acuerdo”, observó. “Muy bien, si ese símbolo no
representa la crucifixión del tal director de la CIA o de Jesús, en tu opinión
¿qué es lo que representa?”.
Por primera vez en largos minutos, Tomás desvió los ojos de la carretera y
los clavó en ella, una expresión indescifrable que solo duró el tiempo de
responder a la pregunta.
“La más misteriosa ecuación científica alguna vez formulada”.
XXIV
Otra vez tendría que llamar. James Krongard seleccionó el número,
entrando en la página de las direcciones. Con la atención dividida entre la
autopista y el monitor del móvil, el agente repasó rápidamente lo que iba a
decir, respiró hondo y apretó el botón.
El móvil comenzó a llamar.
“Servicio Nacional Clandestino”, respondió una voz
femenina con una melodía mecánica. “¿En qué puedo ayudarlo?”.
“Habla James Krongard, en Lisboa. Creo que el director Harry Fuchs está
esperando mi llamada”.
“Un momento, mister Krongard”.
Siguió un interludio musical rápidamente interrumpido por la voz del
responsable de las operaciones clandestinas de la CIA.
“¡Mister Krongard!”, exclamó Fuchs con un toque de jovialidad. Parecía
contento. “¿Novedades?”.
Llegó el momento más temido por Krongard durante las últimas horas.
Volvió a llenar el pecho de aire, para ganar impulso, y se lanzó a la tarea.
“Infelizmente no son buenas noticias, mister Fuchs”, anunció. “El pájaro
escapó del nido”.
Se hizo un breve silencio en la línea mientras el superior jerárquico digería
la noticia.
“¿Qué ocurrió?”.
El tono de voz mudó de una forma radical; se volvió bajo y tenso, como el
ronronear traicionero de un felino antes de lanzarse sobre la gacela incauta.
“Dejé a nuestro sospechoso escapar para poder liquidarlo, según sus
instrucciones, pero la persecución corrió mal”, explicó el agente, ahorrando
palabras en los hechos que no le convenía exponer. “Hubo un terrible
accidente en un cruce y, me temo que acabé por perderle el rastro. Creo que
ahora tenemos que...”.
“What the fuck, Krongard!”, echó pestes Fuchs, elevando la voz a medida
que hablaba. “¿Qué rayo de disculpas son esas? ¿Desde cuándo un agente de
la CIA digno de ese nombre viene aquí lamentándose con cuentos de que
falló una porquería de misión de una sencillez infantil? ¿Cree que soy
tonto?”. El director del Servicio Clandestino Nacional ya gritaba. “No quiero
disculpas ni lamentaciones, ¿me ha oído? ¡Quiero resultados! Resultados, ¿lo
entendió? ¿Y qué es lo que me da? Unas bobadas de que tuvo un accidente y
no tiene ninguna culpa, pobrecito. ¡Disculpas idiotas! ¡Pórtese como un
agente digno de esta agencia, no como un maricón que viene a hablar
conmigo con el rabo entre las piernas! Le di una misión. ¡Cúmplala!”.
Varias gotas de sudor se deslizaban por las sienes de Krongard,
deslizándose hasta la barbilla.
“Yes, sir”.
La respiración del otro lado de la línea era pesada; por lo visto el ataque de
furia había dejado a Fuchs casi sin aliento.
“¿Y bien, gran cocksucker?”, preguntó, más controlado pero con la
irritación todavía trepándole por la voz. “¿Cómo va a resolver ahora este
problema?”.
“Necesito más agentes en la operación, sir. El efecto sorpresa pasó. El
pájaro sabe que le están persiguiendo y se va a esconder. Tengo que extender
una red para poder localizarlo, y eso no se hace sin más hombres”.
“Muy bien. Llame a los marines de la embajada. Yo mismo voy a contactar
al embajador para que colabore. ¿Alguna cosa más?”.
“La policía local, sir”.
“No meta a la policía en esta operación, idiota”, vociferó Fuchs, volviendo a
elevar el tono de voz. “¿Cuántas veces tengo que decirle que esto se debe
llevar de forma discreta?”.
“Lo sé, sir. El problema es que la policía ya está metida”.
“¿Qué quiere decir?”.
“No olvide que hubo un accidente y hubo disparos. Creo que la policía debe
de tener el coche de nuestro pájaro referenciado. Como yo no colaboré en la
investigación, invocando inmunidad diplomática, van a querer preguntar a los
ocupantes del otro coche”.
El director del Servicio Clandestino Nacional consideró esta información.
“Hmmm... ya veo”, murmuró. “Y existe el peligro de que el pajarito vaya
corriendo a la policía para pedir protección”.
“Afirmativo, sir. Pero no creo que ocurra”.
“¿Ah, no? ¿Por qué?”.
“Estuve leyendo el perfil en el informe que usted me envió y no me parece
que sea hombre para esconderse detrás de la policía. Por el contrario, va a
querer tomar el asunto en sus manos”.
Fuchs volvió a hacer una pausa para recordar lo que leyera en el perfil
trazado en el dossier de Tomás Noronha.
“Tal vez tenga razón”, admitió. “Siendo así, las cosas no están perdidas.
Oiga, esté atento a la policía local, pero no la meta directamente en la
operación. Si ellos echan mano al pajarito, nunca conseguiremos vengar la
muerte de Bellamy. El demonio del anciano podría ser un enorme pain in the
ass, pero era un director de la Agencia y nosotros tenemos la responsabilidad
de celar por los nuestros. Si alguien asesina a uno de los hombres de la CIA,
hay que derribarlo. Si no somos nosotros los que nos hacemos respetar,
¿quién lo hará?”.
“Yes, sir. Le aseguro que esta vez no...”.
En medio de la frase, Krongard se calló. El jefe ya había colgado.
XXV
Señalando la entrada en Lisboa, el anuncio era solo una formalidad, una vez
que hacía ya algún tiempo que la carretera Nacional Uno atravesaba el tejido
urbano junto al río. El viaje se aproximaba a su fin y había que tomar
decisiones.
“¿Qué vamos a hacer ahora?”, preguntó María Flor. “¿Tienes alguna idea en
mente?”.
Debido a la hora, el tráfico era denso para salir de la ciudad, pero para
compensar, la entrada era fácil.
“Lo primero es dejarte en la Estación de Oriente”, dijo Tomás, mirando el
reloj del coche. “Si no estoy equivocado, dentro de media hora sale el tren
Intercidades, con parada en Coimbra”.
“Ni lo pienses”.
El conductor desvió la mirada de la carretera y la miró fijamente.
“Oye, mi compañía es muy arriesgada en este momento. Hay gente
peligrosa detrás de mí y...”.
“Precisamente por eso. Necesitas ayuda y no va a ser en un momento difícil
como este que te voy a dar la espalda. Yo me quedo”.
“Pero eso no...”.
“Asunto encerrado”.
El tono con el que lo dijo fue de tal modo categórico que Tomás no se
atrevió a contrariarla. Pero sabía que las circunstancias eran muy peligrosas y
creía que no tenía el derecho de hacerla correr riesgos. Intentó otra vía de
argumentación.
“Te necesito en Coimbra”, alegó. “El colapso cardíaco de mi madre fue muy
serio y ella tiene que estar acompañada”.
“Ya llamé a la residencia y está todo bien”, contrapuso María Flor,
determinada a hacer valer su posición. “Dejé mis instrucciones y ella estará
acompañada con todas las atenciones. Margarita va a llevarla todos los días al
hospital y cuidará debidamente de tu madre, quédate tranquilo”. Hizo un
gesto perentorio. “Ese asunto está también resuelto”.
Tomás la miró fijamente de forma intensa, como dándole una última
oportunidad. Era sin duda una mujer encantadora y la perspectiva de pasar los
próximos días con ella sería muy interesante, si no fuesen las circunstancias.
“¿Estás segura?”.
“Absolutamente segura”, sentenció Su amiga. “Tenemos que resolver
cuestiones prácticas y la primera es saber dónde vamos a quedarnos. ¿Por
casualidad tienes habitación de invitados en tu casa? Es que, si no tienes,
tendrás que dormir en el sofá”.
Tomás movió la cabeza.
“No podemos ir a mi casa. Es evidente que los tipos de la CIA la van a tener
vigilada”.
“¿Entonces a dónde vamos? ¿A un hotel?”.
“Muy peligroso. Tendríamos que mostrar los documentos en la recepción y
esa información se quedaría guardada en el ordenador. Sería una pista que los
americanos podrían detectar”.
Una expresión de perplejidad pasó por el rostro de María Flor.
“Bueno, no se puede ir a tu casa ni se pu ede ir a un hotel. ¿Qué sugieres en
ese caso?”.
“La Gulbenkian”.
“¿A esta hora?”.
“A cualquier hora. El único problema es que este edificio está vigilado por
sistema de seguridad privada”.
“Ah, no nos dejan entrar...”.
“Claro que dejan. Pero no conviene que nos vean. Imagina que la CIA, que
seguro sabe que soy consultor de la Gulbenkian y tengo allí un gabinete,
manda a alguien a hablar con los de seguridad y, como quien no quiere la
cosa, les pregunta si por casualidad me vieron por allí. Era un lío”.
“¿Entonces cómo entramos?”.
A pesar de mantener la atención presa en el tráfico, el conductor echó la
mano al bolsillo y retiró tintineando un manojo de llaves, que exhibió con
una sonrisa.
“Tengo llaves”.
El aparcamiento subterráneo de la Gulbenkian estaba abierto;
probablemente había un concierto en el Gran Auditorio, pero Tomás prefirió
aparcar el coche al otro lado de la Avenida de Berna, en un pequeño
descampado que hacía esquina con la Plaza de España, para asegurarse de
que ningún guardia de seguridad de la Gulbenkian le veía entrar. Se bajaron y
atravesaron la avenida hasta llegar junto al muro del complejo.
El historiador se giró hacia un lado y hacia otro del paseo, cerciorándose de
que nadie los observaba.
“¡Salta!”.
María Flor obedeció y saltó el muro, entrando en el jardín de la fundación,
seguida por Tomás. Avanzaron entre los árboles y los arbustos, aprovechando
las barreras creadas por la vegetación y la noche para mantenerse invisibles, y
rodearon así el edificio principal. La progresión fue lenta y cautelosa, pero
acabaron por llegar a un punto próximo de la puerta de servicio lateral.
“¿Y ahora?”, suspiró ella. “¿Qué hacemos?”.
“Entramos”.
El historiador miró hacia la izquierda y la derecha, no vio a nadie y salió del
jardín caminando normalmente, evitando dar aspecto de sospechoso si fuese
visto. Su amiga entendió la táctica y le imitó, siguiéndolo con tranquilidad.
Llegaron a la entrada de servicio y Tomás introdujo la llave en la cerradura,
abriendo la puerta.
Entraron en el edificio y encontraron todo a oscuras.
“No conozco esto”, se quejó ella. “¿A dónde vamos?”.
“Apoya las manos en mi espalda para mantener el contacto y sígueme.
Cuidado que aquí hay unos escalones...”.
Tanteando las paredes, y con María Flor tocándole la espalda, Tomás fue
avanzando en la oscuridad hasta llegar a una puerta recortada en los bordes
por un rectángulo de luz. El espacio del otro lado ya estaba iluminado.
Esperaron un poco, intentando determinar si había ruido de personas. No
oyeron nada sospechoso, por lo que abrieron ligeramente la puerta, para crear
una grieta de unos dos dedos, y echaron un vistazo. Más allá de la puerta
estaba el atrio central.
“Hay una persona al fondo”, observó él en un susurro. “Pero tenemos el
camino abierto hacia el laboratorio”.
“¿No vamos a tu despacho?”, se sorprendió su amiga. “Sería un lugar más
familiar...”.
“La luz en el despacho denunciaría mi presencia. El laboratorio es un lugar
donde a veces hay gente trabajando toda la noche. Me parece el lugar
perfecto, ¿no crees?”.
La pregunta era retórica, pero mereció la aprobación de María Flor. Empezó
a entender que no valía la pena poner en causa los razonamientos del
compañero; estaba claro que Tomás pensaba en todo antes de actuar.
Abrieron la puerta y salieron de la zona de servicio hacia el atrio, caminando
relajadamente hacia la escalera. Subieron al primer piso, giraron en otro atrio,
a oscuras, y se metieron en un pasillo hasta llegar a una puerta metálica
ancha, que flanquearon. Estaba oscuro y Tomás extendió la mano y apretó los
interruptores. Varias filas de luces blancas y frías se encendieron en el techo,
iluminando una sala repleta de equipo electrónico.
“El laboratorio”.
María Flor contempló el espacio y los instrumentos sofisticados que lo
llenaban.
“No tenía la menor idea de que la Gulbenkian realizaba investigación
científica...”.
“Claro que sí. Pero este laboratorio aquí en la sede es únicamente un anexo.
La verdadera investigación se realiza en el Instituto Gulbenkian de Ciencia,
instalado en Oeiras”.
Ella desvió una mirada inquieta hacia la entrada.
“¿Crees que aquí estamos seguros?”.
“Claro. El laboratorio se usa solo de vez en cuando, tranquila. En principio
nadie vendrá aquí”.
Retiraron los almohadones de algunos asientos y los extendieron en el
suelo, para improvisar una especie de colchón. Había un cuarto de baño al
lado, que usaron ambos, y después de apagar las luces del techo se tumbaron
sobre las almohadas, instalados junto a una lámpara. El día había sido largo y
difícil y necesitaban recuperar fuerzas y prepararse para enfrentar el día
siguiente.
Tomás extendió el brazo hacia arriba y desconectó la luz. Se quedaron a
oscuras. Después de un minuto, ni tanto, se dio cuenta de que no le sería fácil
dormirse. La dificultad no estaba en los acontecimientos del día, como se
podría esperar, sino en la presencia de María Flor. Era la primera noche que
pasaba con ella y no la podía tocar; nunca pensó que pudiese ser la tortura en
que se estaba convirtiendo.
Tuvo ganas de pegarse a ella, se imaginó diciendo que tenía demasiado frío
y que sería mejor calentarse juntos, seguro que María Flor estaría de acuerdo;
y él se acurrucaría junto a ella, le pasaría las manos por la cintura, muy casto
e inocente, pero después, como quien no quiere la cosa, subiría despacio,
muy despacio hasta... hasta...
Suspiró.
“¡Ah, qué difícil iba a ser dormir con ella al lado!”.
“¿Tomás?”.
La voz murmuró en la oscuridad más de una hora después de haber apagado
las luces.
“¿Hmmm?”.
“¿Estás durmiendo?”.
Un suspiro profundo cortó el aire.
“Lo estoy intentando. Pero es difícil, ocurrieron demasiadas cosas y tengo la
mente hirviendo”.
Ni pensar en confesarle las ardientes fantasías que le pasaban por la cabeza.
“Yo también”, se rio, bajito. “Creo que no vamos a conseguir dormir tan
pronto. Por más que me diga a mí misma para no pensar en nada, me viene
enseguida a la cabeza todo este lío. Tengo sobre todo curiosidad por conocer
el misterio del que me hablaste”.
“¿Qué misterio?”.
“El del símbolo dibujado en el papel que el director de la CIA tenía en las
manos en Ginebra, ¿te acuerdas? Dijiste que se refería al mayor misterio
científico alguna vez encontrado y eso... bien, me picó la curiosidad. ¿De qué
estabas hablando?”.
La pregunta no tenía una respuesta sencilla y el historiador, después de un
momento de espera para ponderar lo que debería decir, si deberían esforzarse
por dormir o si sería mejor rendirse a la evidencia y aceptar el insomnio,
volvió a respirar hondo. Con un movimiento decidido, dio un salto para
levantarse y encendió la luz.
“¿Tienes un papel y un bolígrafo?”.
María Flor se levantó también. Estaba aliviada por haber desistido de forzar
el sueño y se dirigió a un cajón que había visto cuando entraron en el
laboratorio. Lo abrió y retiró del interior un bloc de notas con el logotipo de
Gulbenkian y un rotulador negro.
“Aquí está”.
Tomás quitó la tapa del rotulador y comenzó a garabatear en la primera hoja
del bloc de notas.
“No me quedé con la copia del papel dejado por Frank Bellamy”, explicó,
“pero era una cosa sencilla”.
“¿Recuerdas lo que estaba allí escrito?”.
El historiador no respondió de inmediato. Tardó algunos segundos mientras
escribía en el papel y cuando acabó se dirigió a ella.
“Era más o menos esto”.
María Flor acercó la vista al dibujo y analizó lo que veía. El texto por
debajo del símbolo era sencillo y señalaba a Tomás como La Llave. En el
contexto en el que el papel había sido encontrado, parecía significar
realmente que la víctima lo señalaba como la llave del homicidio. Pero, por lo
visto, el problema del mensaje estaba en el símbolo.
“Esto realmente me parece un diseño esquemático y muestra una persona
crucificada”, constató. “Vemos el tronco en vertical y los brazos erguidos
hacia cada lado, como si estuviesen clavados”.
“Fue justamente eso lo que los tipos de la CIA interpretaron”, aceptó el
historiador. “O quisieron interpretar”.
“¿Pero tú dices que este símbolo remite a un enigma científico?”.
Tomás puso el índice en la base del símbolo.
“Esto es un psi”.
“¿Psi de parapsicología?”, se sorprendió. “¿Estás hablando de la percepción
extra sensorial y de lo paranormal y todas esas cosas? ¿Tú que sólo crees en
las cosas científicamente probadas? ¡Eso ni parece tuyo!”.
“Es verdad que el psi es la primera letra de la palabra griega psique, que
significa mente o alma”, admitió él, cogiendo de nuevo el rotulador. “Pero lo
más importante en este enigma es entender que el psi es la vigésima tercera
letra del alfabeto griego. Se escribe así”.
Garabateó la palabra y el símbolo en letra pequeña, con la equivalencia en
caracteres latinos por delante.
“Ah, bueno. ¿Qué tiene eso de tan misterioso?”.
“El psi fue adoptado en física como símbolo de la función de onda, tal vez
el más extraño de los descubrimientos alguna vez realizados por la ciencia.
La función de onda describe una característica de la materia al nivel más
elemental, el subatómico, y permite que un fotón, un electrón, un átomo o
hasta una molécula estén en múltiples sitios al mismo tiempo. En última
instancia, la función de onda vino a revelarnos que la realidad sólo existe
porque nosotros la creamos”. Se posó el índice en la frente. “Tal y como la
imagen del arco iris o el sonido del árbol que cae en el bosque donde nadie
está oyendo, la realidad es psique, está en la mente. El psi se sitúa en el
centro del problema en el sentido en que simboliza la función de onda, la
misteriosa solución de la famosa ecuación de Schrödinger”.
“¿Qué Schrödinger?” ¿El físico austríaco?”.
Tomás contempló la letra griega diseñada en el bloc de notas como si
contuviese el secreto de los misterios del universo, del tiempo y de la materia.
“Eso mismo”, asintió. “La ecuación de Schrödinger es la formulación
científica más enigmática que existe. ¿Sabes por qué?”.
“No, pero estoy esperando que me lo expliques”.
El académico levantó los ojos hacia la ventana y, con rostro enigmático,
observó el menguante luminoso que llenaba el firmamento en aquella noche
límpida y cubierta de estrellas.
“De algún modo, si no hubiese nadie mirando la luna, esta, pura y
simplemente no existiría”.
XXVI
Una vez más en la carretera y conduciendo a gran velocidad, el nuevo
automóvil que James Krongard había alquilado en Coimbra ya se había
transformado en una verdadera central de comunicaciones. El agente de la
CIA tenía la mano izquierda agarrada al volante y con la derecha iba
escribiendo en el teclado del móvil mientras sus ojos seguían la sucesión de
nombres y números que desfilaban por la pantalla iluminada.
La conversación con Harry Fuchs había desencadenado una gran actividad,
ya que era necesario proceder a contactos para lanzar la red sobre el fugitivo.
Ya había hablado con dos portugueses jubilados de la Policía Judicial que
vivían en Coimbra y los contrató para vigilar la Casa de Reposo y el
apartamento de Doña Gracia. Estaba, aun así, convencido de que su presa se
escaparía a Lisboa, en cuyas calles sería más fácil desaparecer. Lo esencial de
la operación se tendría que montar en la capital portuguesa.
Identificó el número que buscaba y apretó el botón verde para hacer la
llamada.
“Aquí Swartz”, contestó la voz al otro lado. “¿Por dónde andas, Jim?”.
Era Greg Swartz, el responsable del contingente encargado de la seguridad
de la embajada americana en Lisboa.
“Estoy en la autopista. Te necesito y a dos de tus marines para una
operación delicada que la Agencia lanzó en Portugal. Es algo top secret, ¿me
oyes?”.
Su interlocutor bufó de irritación.
“Con los chicos de la CIA es siempre igual, ¿eh?”, protestó. “Tienen la
manía de que son muy listos, hacen las porquerías de siempre, y cuando están
en apuros llaman a los marines para que limpien toda la mierda. ¡No hay
forma de que aprendan!”.
“No me vengas con cuentos, Greg. En este momento Langley debe de estar
informando al embajador y vais a recibir en cualquier momento instrucciones
para poneros a mis órdenes. Por eso, escúchame con atención”. Afinó la voz.
“Estamos intentando localizar a un sospechoso llamado Tomás Noronha. El
embajador debe entregarte un informe sobre ese tipo. Es profesor
universitario y tiene un Volkswagen azul. La matrícula está en el informe. El
coche tiene un agujero de bala en los cristales laterales traseros y una
abolladura en la chapa trasera del lado derecho. ¿Registraste eso?”.
“Estoy tomando nota”.
“Es posible que el sospechoso esté acompañado por una tipa llamada María
Flor Sequeira, una babe con una carita, por lo que dicen, nada fea. Estamos
trabajando en un informe sobre ella, pero no debe de haber mucho. Por lo que
sé, no es una persona que se haya cruzado con nuestros radares. Además,
puede que su identificación ni siquiera sea importante, una vez que
probablemente a esta hora nuestro profesor ya ha debido de librarse de ella,
para no estar arrastrando por ahí un peso muerto”.
“Aun así conviene verificar...”.
“Es lo que estamos haciendo. En cuanto la babe aparezca, y probablemente
ocurrirá en Coimbra, será interceptada e interrogada por unos antiguos
policías que contraté. Es posible que ella nos proporcione alguna pista útil
sobre el paradero y las intenciones del sospechoso”:
“Muy bien”, asintió Swartz. “Tengo tres hombres disponibles aquí en la
embajada. ¿Qué necesitas que hagamos?”.
“Mándalos vestirse de paisano y envía un marine al apartamento del
sospechoso, otro a las instalaciones de la Universidad Nova de Lisboa, donde
el tipo daba clases y podrá haber buscado refugio, y el tercero a la Fundación
Gulbenkian, donde es consultor y dispone de un despacho. Son los tres sitios
que, a primera vista, nuestro profesor puede escoger para esconderse. Las tres
direcciones están en el informe que el embajador te va a entregar”.
“¿Qué hacemos cuando lo localicemos? ¿Le detenemos o llamamos a la
policía?”.
“¡Ni una cosa ni otra!, replicó Krongard, elevando la voz para subrayar
estas instrucciones. “En cuanto lo localicéis, y a menos que el tipo intente
huir, no intervengáis, ¿me oyes? Llamadme y yo aparezco para tratar el
asunto. Si intenta escapar, detenedlo y esperad a que yo llegue al local. ¡Ah!,
una cosa muy importante: la policía local no puede ser informada de nada,
¿de acuerdo? Eso es fundamental”.
“Afirmativo. Ya veo que estamos hablando de una operación clandestina...”.
“No quiero problemas con las autoridades locales; una cosa de esas llevaría
a abortar la operación. Tenemos que tener mucho cuidado porque es posible
que la policía esté también detrás del sospechoso y, en ese caso, necesitamos
usar eso a nuestro favor. Quiero que monitorices las comunicaciones con la
policía nacional y la judicial”. Hizo una pausa, dando una oportunidad a su
interlocutor para que formulase alguna pregunta, pero este no emitió ningún
sonido. “¿Alguna duda?”.
“Está todo claro”.
“Cuando llegue a la embajada iré a tu encuentro para coordinar la
operación”, dijo a modo de conclusión. “Hasta ahora”.
Krongard colgó el teléfono y miró fijamente a la autopista. Al fondo, sobre
el horizonte matizado de luces, se levantaba el destello luminoso de Lisboa,
como si la ciudad se hubiese engalanado para asistir a la operación de caza de
Tomás Noronha.
XXVII
“No hablas en serio, ¿verdad?”.
María Flor lanzó la pregunta mientras Tomás revisaba el equipo del
laboratorio, intentando identificar las máquinas una por una. Estudiaba sus
características e iba encendiendo algunas piezas para ver cómo se
comportaban; después se desinteresaba; a medida que no encontraba lo que
buscaba, apagaba la máquina e iba a ver la siguiente.
“No estoy bromeando”, respondió distraídamente. “Estoy buscando un
proyector de luz”.
“No me refiero a lo que haces ahora”, aclaró con un chasquido impaciente
de la lengua y una expresión de frustración. “Mi pregunta se refiere a lo que
dijiste hace poco”.
“¿A qué?”.
“De algún modo, si no hubiese nadie mirando a la Luna, esta, pura y
simplemente no existiría”, recordó, repitiendo la frase que él acababa de
pronunciar. “Claro que estás bromeando, ¿verdad? Una cosa de esas no puede
ser cierta, como es evidente. La Luna existe independientemente de que haya
alguien que mire hacia ella”.
El historiador paró de curiosear en la nueva máquina que tenía entre las
manos y se giró hacia la compañera.
“Estoy hablando muy en serio”, declaró de forma categórica y con gran
convicción. “Las cosas solo existen porque alguien las observa. Esto no es
una metáfora ni una broma. Lo creas o no, y por más extraño que te pueda
parecer, esa es la naturaleza más profunda de la realidad”.
Su amiga se encogió de hombros.
“¡Oh, vamos! Habla en serio...”.
Ignorando el tono de incredulidad que impregnaba las palabras de María
Flor, Tomás continuó con su búsqueda. Analizó algunos aparatos y después
pasó hacia el otro lado del laboratorio; solo después de diez minutos
indagando logró localizar la máquina que buscaba. Levantó el puño cerrado y
celebró el descubrimiento con una exclamación triunfal.
“¡Aquí está!”.
El académico cogió el aparato, que por el formato parecía un proyector de
cine, y lo arrastró hacia un espacio abierto en la esquina del laboratorio.
Instaló la máquina, la conectó y giró el foco hacia una pantalla de tela
instalada en una pared.
“¿Qué vas a hacer con eso?”.
“Esto es un proyector de luz”, indicó él. Apuntó hacia la tela en la pared.
“Aquello es una pantalla de detección de luz emitida por el proyector. Se
trata, en realidad, de una placa fotográfica”. Cogió una hoja negra de
cartulina y con la punta del bolígrafo rasgó en el centro dos ranuras paralelas,
ambas finas y largas, como la señal aritmética de igual. “Lo que vas a ver se
llama experimento de la doble rendija. Fue concebido en el siglo XIX y
perfeccionado a lo largo de los años. No tiene nada de esotérico, es sencillo,
puede realizarse con mayor o menor facilidad aquí o en una escuela y ya se
ha llevado a cabo millares de veces”.
María Flor cruzó los brazos, sin entender el propósito del ejercicio.
“¿Y?”, lanzó. “¿Qué tiene que ver eso con el psi dejado por el director de la
CIA y con la Luna que no existe si no hubiera nadie para verla?”.
Atareado y ultimando los preparativos, Tomás no respondió directamente a
la pregunta. Solo después de encender el proyector de luz y de asegurarse de
que estaba funcionando, dio la operación por concluida. Poniéndose derecho,
la miró por fin.
“¿Qué es la luz?”.
Su amiga se encogió de hombros, como si la respuesta fuese demasiado
elemental para merecer su entusiasmo.
“Es radiación electromagnética”, replicó. “Ya lo dijiste en Coimbra cuando
hablamos sobre la forma como la mente construye las imágenes”.
“Muy bien”, aprobó él. “Pero durante muchos años se desconoció la
verdadera naturaleza de la luz. ¿En qué consistía exactamente esa radiación
electromagnética? Isaac Newton pensaba que eran partículas, más tarde
designadas fotones, pero Christiaan Huygens defendía que se trataba de
ondas, en cierto modo semejantes a las del mar. El debate se prolongó
durante algunos años, hasta que el británico Thomas Young concibió en 1801
el experimento de la doble rendija y obtuvo la respuesta. O por lo menos una
respuesta. Vamos a ver lo que descubrió”.
Encendió el proyector y un haz de luz iluminó la pantalla de detección por
entero. Metió la cartulina con la doble rendija delante, de modo que la luz
únicamente pasase por las dos ranuras, y la imagen en la pantalla se alteró. En
vez de llenarlo por entero, la luz apareció en líneas sucesivas, unas de luz,
otras de sombra.
“Muy interesante, sí señor”, dijo entre bostezos María Flor. “¿Qué quieres
probar exactamente?”.
Tomás señaló las líneas de luz en la placa fotográfica que servía de pantalla.
“¿Ves la imagen?”, preguntó. “Si la luz fuese constituida por partículas,
como defendía Newton, solo aparecerían dos líneas en la pantalla, una que
pasaba por una rendija y la otra que pasaba por la de al lado. Pero no es eso lo
que estamos viendo, ¿verdad? No están ahí dos líneas de luz, una por cada
ranura, sino cinco. ¿Por qué motivo eso ocurre?”.
“Porque la luz no está constituida por partículas, sino por ondas”, explicó.
”Es como el agua. Si tiras una piedra al agua de un lago, se forman ondas en
círculo, ¿verdad? Pero si tiras dos piedras las ondas que se forman interfieren
unas con las otras de tal modo que llegan a la orilla en líneas sucesivas”.
“Entiendo la conclusión, pero no comprendo bien el mecanismo...”.
El historiador cogió el bloc de notas y, con un rotulador negro, hizo
rápidamente un dibujo esquemático.
“¿Lo ves?”, preguntó, mostrando el esquema. “Lo que ocurre es esto. La luz
del proyector parte del punto S y alcanza la cartulina, pero solo pasa a través
de dos rendijas, señaladas como S1 y S2. A partir de ahí, las ondas de luz que
pasan por S1 interfieren con las que pasan por S2, de tal modo que la luz
llega a la tela con mayor intensidad no en dos puntos, como ocurriría si
fueran partículas, sino en cinco, aquí identificados con las letras B y D”.
“O sea, la luz se comporta como una onda”.
“Eso mismo. La experiencia de Young fue la demostración de que Huygens
tenía razón y convenció a la comunidad científica. El debate pareció acabar.
Pero ocurrió que, para explicar las extrañas propiedades de la radiación de los
cuerpos negros, que contrariaban el comportamiento previsto en la física
clásica, el físico alemán Max Planck sugirió en 1900 que la energía
electromagnética no era emitida o absorbida de un modo continuo, sino en
paquetes, que designó como cuantos, inaugurando así inadvertidamente la
teoría cuántica que estudia el mundo microscópico de las partículas y de los
átomos. La solución de Planck resolvía el problema de la radiación de los
cuerpos negros, para la cual la física clásica no tenía una solución fiable,
aunque era tan extraña y surrealista que solo una persona le prestó verdadera
atención”. Arqueó las cejas. “Albert Einstein”.
“El más famoso científico del siglo XX...”.
“A pesar de la demostración realizada en el experimento de las dos rendijas,
Einstein creía que la luz estaba formada por partículas. Por eso recurrió a la
idea de Planck y en 1905 aplicó el concepto de cuantos a la explicación de
otro enigma de la física, el efecto fotoeléctrico. Einstein demostró que ese
enigma solo se resolvía si se partiese del principio de que la luz era
constituida por partículas emitidas o absorbidas en paquetes, los tales
cuantos”.
María Flor sacudió la cabeza e hizo un gesto en la dirección del proyector
laser y de la cartulina con las dos ranuras.
“Perdona, pero no estoy entendiendo nada. ¿Entonces la experiencia de la
doble rendija no probó que la luz era una onda? ¿Qué historia es esa de que
Einstein demostró que es al final una partícula? ¿Entonces es onda o es
partícula? ¿En qué quedamos?”.
Las interrogaciones arrancaron una sonrisa de Tomás.
“La luz es onda y es partícula”.
“Eso no tiene sentido. Yo soy un ser humano o no lo soy, tú vives en un
apartamento o no vives en un apartamento, Portugal está en Europa o está
fuera de Europa, la luz es una onda o es una partícula. No se puede ser las dos
cosas al mismo tiempo”.
“Parece la verdad, pero lo cierto es que la luz es una onda y una partícula”.
“¿Cómo es eso posible?”.
El historiador volvió a encender el aparato, y cuando la luz comenzó a ser
proyectada en la pantalla, puso de nuevo la cartulina con las dos ranuras
interceptando el haz luminoso.
“La respuesta a tu pregunta es muy extraña”, avisó. “Con la aparición de
esta extraña dualidad onda-partícula y con el desarrollo tecnológico, el
experimento de la doble rendija se fue perfeccionando para probar el
verdadero comportamiento de la luz. Entendiendo que la luz era también una
partícula, un fotón, los físicos encontraron la forma de poner los proyectores
a emitir, no paquetes de varios fotones, sino un fotón cada vez”.
“¿Se consigue emitir un fotón cada vez?”.
“Claro”. Se inclinó sobre el proyector. “Podemos hacer el experimento aquí,
si quieres. Ahora observa”.
Tomás recalibró el foco y disminuyó el haz de luz hasta apagarse por
completo. Comenzaron entonces a aparecer puntos en la pantalla, uno
primero, después otro, y otro, y así sucesivamente, siempre con intervalos
más o menos regulares.
“La luz desapareció”.
“No, el proyector continúa emitiendo luz. Lo que pasa es que reduje la
emisión para un único fotón, más o menos cada dos segundos. Un fotón es
tan pequeño que se vuelve prácticamente invisible para el ojo humano, como
debes calcular, pero fíjate que esta pantalla, equipada con un
fotomultiplicador, es en realidad un detector de fotones y está registrando la
llegada de los fotones uno a uno en un intervalo aproximado de dos en dos
segundos. Cada punto en la pantalla corresponde a un fotón en particular”.
“Ya lo voy entendiendo. ¿Y qué quieres probar con eso?”.
El académico señaló la pantalla.
“Fíjate en el patrón que se va formando en el detector...”.
La atención de María Flor se centró en la pantalla. Vio los puntos
acumularse y reparó en que adquirían un patrón de cinco líneas.
“Es el patrón de interferencia, típico de la onda”.
“Por lo tanto, la luz continúa comportándose como una onda, dado que los
fotones interfieren unos con los otros, ¿verdad?”.
Maria Flor no respondió de inmediato. Se quedó mirando el patrón de
interferencia que se había formado en el detector con la acumulación de
fotones, estrechó los párpados y el rostro se le fue contrayendo gradualmente
en una expresión de creciente perplejidad.
“Quiere decir... espera, hay aquí una cosa... en fin, una cosa extraña”,
balbuceó, intrigada. “¿Tú solo estás emitiendo un fotón cada vez, verdad?”.
“Exacto”.
“¿Entonces... entonces con qué está interfiriendo ese fotón?”.
Una sonrisa victoriosa apareció en el rostro de Tomás.
“Gran pregunta, ¿no?”, estuvo de acuerdo con un gesto de conocedor. “Si
únicamente estoy emitiendo un fotón cada vez y si la luz forma al mismo
tiempo un patrón de interferencia en la pantalla, ¿ese fotón con qué
interfiere?”.
“Claro, no hay otros fotones para interferir con este único fotón. ¿Entonces
con qué está interfiriendo ese fotón?”.
El historiador dejó en el aire la pregunta por unos momentos, para subrayar
la paradoja, y solo al cabo de algunos segundos dio por fin la respuesta.
“El fotón está interfiriendo consigo mismo”.
María Flor le devolvió una mirada de incomprensión.
“¿Perdona? ¿Cómo interfiriendo consigo mismo?”.
Tomás señaló las dos ranuras de cartulina que permanecían entre el
proyector y la pantalla.
“Por cuál de las rendijas crees que el fotón está pasando?”.
Ella volvió a encogerse de hombros, no con indiferencia sino exhibiendo
una ignorancia absoluta.
“¿Y yo que sé? Por una o por otra, da igual”.
El académico movió la cabeza.
“Quizás no te lo creas, pero el fotón está pasando por las dos rendijas al
mismo tiempo”.
“¿Cómo?”.
“La unidad elemental de la luz, que partió del proyector como un único
fotón, se encuentra en dos lugares al mismo tiempo, ¿sabes? Pasa
simultáneamente por la rendija S1 y por la rendija S2. Yo regulé el proyector
y estoy emitiendo un único fotón de cada vez, pero el patrón en la pantalla
me muestra que esa unidad elemental de la luz está interfiriendo con otra
unidad elemental que pasó por la otra rendija. ¿Pero qué otra unidad
elemental? No hay otro fotón porque estoy emitiendo uno de cada vez. ¡La
explicación encontrada por el inglés Paul Dirac, que ganó el premio Nobel de
Física junto con Schrödinger, es que la unidad elemental de luz está
interfiriendo consigo misma porque pasa por las dos rendijas al mismo
tiempo!”.
“¿Quieres decir que el fotón se dividió en dos?”.
“¡No! Salió del proyector como un único fotón y es indivisible. Se trata de
una unidad elemental de la luz, no se parte en dos. Pero cuando pasa por una
rendija esta unidad elemental interfiere consigo misma pasando por la otra
rendija. O sea, no coge el camino A o el camino B. Asumiendo el
comportamiento de onda, ¡la unidad elemental de la luz que partió del
proyector como un único fotón indivisible coge el camino A y el camino B al
mismo tiempo!”.
La explicación era demasiado increíble para ser verdadera y María Flor
abrió bien los ojos, mirando fijamente a su interlocutor esforzándose por
entender si había alguna trampa y cuál era.
“¡Eso no es posible!”.
“Es verdad que contraría toda lógica, pero es lo que ocurre en el
experimento de las dos rendijas. Hay incluso quien haya preconizado, como
es el caso de Richard Feynman, que el fotón no pasa solo por dos caminos,
sino simultáneamente por todos los caminos posibles”.
“¡¿Por todos..?! ¡¿Qué quieres decir con eso?”.
“Todos, quiere decir todos. Es necesario considerar las trayectorias más
obvias, como la línea recta entre los puntos A y B, pero también todas las
otras trayectorias posibles”. Hizo un gesto señalando la ventana. “Por
ejemplo, el fotón parte del proyector, va fuera, da dos vueltas a un árbol y
después regresa para alcanzar la pantalla. El fotón da la vuelta a Lisboa, a la
Tierra, va a Marte, va a Júpiter, va a todos los lados y después, vuelve y
alcanza la pantalla. Es preciso considerar incluso que el fotón retrocede en el
tiempo, retrocede hasta la época de los dinosaurios o a la del inicio del
universo y vuelve, para alcanzar la pantalla. Se deben considerar todas las
trayectorias posibles; incluso las más raras y menos probables tienen que
tenerse en cuenta. La trayectoria clásica de la línea recta entre el proyector y
la pantalla es sencillamente la más probable, pero no es la única”.
“¡Eso es... es ciencia ficción!”.
“Esto fue postulado por un premio Nobel de Física, Richard Feynman. Se
llama integral de caminos y
permite llegar a una derivación de la ecuación de Schrödinger”.
“¡Increíble!”.
El historiador levantó el índice, a modo de aviso.
“Y prepárate porque esto va a ser cada vez más extraño”.
“¿Qué quieres decir con eso?”.
Tomás acarició el proyector de luz, mientras una sonrisa provocadora le
bailaba en los labios.
“Voy a demostrarte cómo, por el mero acto de observar, la consciencia crea
parcialmente la materia”.
XXVIII
En el borde de la mesa, el mug con el águila americana echaba humo,
esperando que James Krongard la cogiese y bebiese a sorbos el café caliente
que había ido a buscar a la máquina de la embajada. El hombre de la CIA en
Lisboa permanecía atento a las informaciones intercambiadas en la frecuencia
de radio de la policía, pero los incidentes reportados no parecían tener
ninguna relevancia para la operación. Ardiendo de impaciencia, cogió el
teléfono y llamó al primer número de la lista que Swartz le había escrito.
“Aquí David”, atendió una voz masculina al otro lado de la línea. “Llevo
una hora en posición dentro del apartamento del sospechoso”.
“¿Alguna actividad?”.
“Negativo”.
Después de analizar la situación con el marine posicionado en el
apartamento de Tomás, contactó con el hombre que se encontraba en la
Universidad de Lisboa y obtuvo una respuesta semejante. El agente que
habían enviado a la Fundación Gulbenkian reveló que el gabinete del
historiador estaba cerrado con llave y las luces apagadas y que ningún
guardia lo había visto por allí aquella noche.
Terminada la ronda por los hombres posicionados en los puntos clave,
Krongard volvió a centrar su atención en la frecuencia de la policía.
“... CSP setenta y siete sesenta y cuatro, desplácese hacia la zona de
Damaia, existe una queja de destrozo de un cajero automático. Ya doy más
informaciones”.
“CSP veintiún, aquí CSP setenta y siete sesenta y cuatro. Éste informa que
controló la comunicación y está desplazándose hacia Damaia. Informe calle y
número”.
“CSP setenta y siete sesenta y cuatro, correcto. Calle Carvalho Araújo
con...”.
Nada de aquello interesaba, se trataba de la comunicación de una ocurrencia
sencilla entre la central de la policía de comando y control de las
comunicaciones y el coche patrulla cuya ronda incluía el barrio de Damaia,
pero no tenía otro remedio que esperar. La vida de un agente de la CIA, decía
para el cuello de su camisa siempre que se encontraba en un momento de
espera como ese, requería mucha paciencia y atención a los pormenores.
Sintió alguien atrás y se giró en esa dirección.
“¿Alguna novedad, Swartz?”.
El responsable de la fuerza de seguridad de la embajada americana en
Lisboa movió la cabeza.
“Contactamos todos los hoteles de la ciudad y de los alrededores”, dijo.
“Todo negativo. No hay registro de ningún huésped con los nombres de
nuestro fugitivos”.
“Damn”, echó pestes Krongard. “El tipo se esfumó por completo”.
Comenzó a frotarse la barbilla con una expresión pensativa. “Quizás el tipo
no vino a Lisboa y siguió hacia otro lado cualquiera”. Miró fijamente a su
colega de la embajada. “Extiende la búsqueda a todos los hoteles y posadas
del país”.
Swartz abrió unos ojos como platos.
“¿Estás loco? ¿Tienes noción de cuantos hoteles y posadas existen en todo
Portugal?”.
“Me da igual”, fue la respuesta dada con sequedad. “Empieza ya”.
Para evitar una discusión, el hombre de la CIA se dio la vuelta y se
concentró en el ordenador, mostrando así que la decisión estaba tomada y que
tenía cosas más importantes que hacer. Swartz gruñó unos fucks de
frustración, pero comprendió que no había alternativa y se retiró para cumplir
la orden. Tenían que encontrar a los fugitivos, costase lo que costase.
Esforzándose por dominar el nerviosismo que le atenazaba el espíritu,
Krongard contempló en la pantalla del ordenador el rostro femenino que le
había remitido por e-mail uno de los jubilados de la Policía Judicial
contratado para vigilar la Casa de Reposo. Era la directora de la residencia, la
mujer con quien su objetivo se había escapado.
“Nada mal”, murmuró, valorando el rostro dulce y sensual que la fotografía
había paralizado en el tiempo. “Una Babe con B mayúscula, esta Flor”.
Aquella mujer le recordaba a una actriz de Hollywood. Hizo un esfuerzo por
acordarse del nombre, lo tenía en la punta de la lengua, era una joven que
actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind... Damn!, ¿cómo se llamaba?
No le venía la respuesta y acabó por desistir. A fin de cuentas no tenía
importancia, probablemente la directora de la residencia a esa hora ya se
había separado del fugitivo y estaba regresando a casa.
El razonamiento le dio una idea. Cogió el móvil y localizó el número del
jubilado de la Judicial que había contratado en Coimbra. Cuando iba a apretar
el botón verde para hacer la llamada, una referencia familiar en una nueva
comunicación de la frecuencia de la policía lo llevó a interrumpir el gesto y a
volver su atención hacia el aparato de radio.
“... línea setenta. Informe controlado”.
“Afirmativo. CSP controlo la matrícula y estamos verificando... CSP treinta
y tres treinta y uno confirme: marca Volkswagen, ¿color azul?”.
“Afirmativo”.
“CSP treinta y tres treinta y uno, señale motivo de sospecha”.
“CSP veintiún, se trata de una coche parado en una vía pública con un
agujero en la parte de atrás, potencialmente hecho con arma de fuego, y una
abolladura en el lateral derecho trasero. Verifique si consta en el vehículo”.
“CSP treinta y tres treinta y uno, aguarde”.
La comunicación se interrumpió, para gran frustración de Krongard.
“¿Dónde, damn it?”, preguntó al aparato de radio, exasperado porque el
diálogo entre el coche patrulla treinta y tres treinta y uno y la central del
comando y control de comunicaciones no le había facilitado todo lo que
necesitaba. “¿Dónde diablos está ese Volkswagen?”.
El agente de la CIA permaneció inmóvil, con la atención centrada en el
aparato. La policía portuguesa había localizado el automóvil de Tomás
Noronha, sobre eso no había dudas, pero la comunicación no había
determinado el lugar. Sin esa información, solo sabía que el fugitivo se
encontraba en Lisboa, lo que hacía inútil buscarlo en los hoteles y posadas de
todo el país.
“¡Swartz!”, gritó, sin atreverse a levantarse para ir a llamar al jefe de
seguridad de la embajada por miedo a perder una nueva comunicación en la
frecuencia de la policía que le permitiese identificar el paradero de Tomás.
“¡Swartz! ¡Ven aquí!”.
Oyó la voz del colega de la embajada respondiendo, pero un chasquido en el
aparato de radio le indicó que iba a comenzar una nueva comunicación entre
los hombres de la policía.
“CSP treinta y tres treinta y uno, aquí CSP veintiuno”.
“CSP veintiuno, treinta y uno a la escucha. Informe”.
“CSP treinta y tres treinta y uno, ese coche estuvo esta tarde implicado en
un accidente de tráfico con fuga en Coimbra. Voy a contactar a Eco treinta y
uno para enviar a ese lugar un elemento que aguardará junto al coche.
Confirme dirección, treinta y tres treinta y uno”.
“CSP veintiuno, Avenida de Berna con Plaza de España, en el descampado
allí existente. Este aguarda la llegada del papa delta”.
Al escuchar la información sobre el paradero del Volkswagen azul,
Krongard dio un salto en la silla y levantó el puño, victorioso; acababa de
identificar el lugar donde Tomás se había escondido. Un descampado en el
cruce de la Avenida de Berna con la Plaza de España solo podía significar
una cosa.
“¡La Gulbenkian!”.
XXIX
Sonriendo con un trazo de incredulidad, la mirada de María Flor centelleó.
“¿La consciencia crea parcialmente la materia por el mero hecho de
observar?”.
La pregunta repetía la afirmación de Tomás, tan extraordinaria y
extravagante que requería una demostración concluyente. Para hacerlo, no
obstante, el material de proyección de luz que había montado en la esquina
del laboratorio no era suficiente. El historiador volvió hacia atrás, fue a
buscar un dispositivo que había dejado sobre una mesa y lo instaló entre el
proyector y la pantalla, alineado con la posición de la cartulina con las dos
ranuras.
“Este instrumento se usa para medir el paso de la luz por las rendijas”, dijo
mientras ultimaba los preparativos para el nuevo experimento. “Voy a
accionarlo y, cuando el proyector emita lo equivalente a un fotón, el
dispositivo de medición me dirá por cuál de las dos ranuras pasó”. Mostró el
monitor de la máquina. “La medición se registra en este sistema. ¿Me puedes
ayudar a verificar lo que aparece en el dispositivo?”.
“Claro”.
Terminó la instalación del nuevo sistema y lo encendió.
De inmediato se oyó un sonido metálico semejante a un
ping.
“Es el instrumento registrando el paso de un fotón por las rendijas”, explicó.
“Dime por cuál de ellas pasó la luz...”. Giró el aparato hacia María Flor, para
que ella pudiese observar el monitor.
“Fue por la de la derecha, la S2”, constató Su amiga. Puso las manos en
jarras, como si lo desafiase. “¿Ves? Al contrario de lo que decías hace poco el
fotón no pasó por las dos ranuras al mismo tiempo...”.
Permaneciendo callado durante algunos segundos, Tomás se limitó a dejar
que el proyector emitiese fotones y que el dispositivo fuese midiendo por
cuál de las rendijas pasaban, cada paso señalado por el mismo sonido
metálico y registrado en el monitor. Unas partículas de luz pasaban por la
ranura S1 y otras por la ranura S2. La compañera ostentaba una expresión
triunfante en el rostro, como afirmando que la experiencia desmentía el
absurdo que había escuchado instantes antes; la medición mostraba que el
fotón no pasaba por las dos rendijas al mismo tiempo sino sólo por una de
ellas. Sin embargo, él se mantuvo imperturbable. Al fin de algún tiempo,
Tomás hizo un gesto en la dirección de la pantalla.
“¿Qué patrón ves ahí?”.
Al contrario de lo que había ocurrido anteriormente, se había formado un
patrón de sólo dos franjas.
“Las cinco franjas desaparecieron”, constató ella con sorpresa. “Ahora hay
dos”.
“Lo que me estás diciendo es que ya no se da la interferencia. Los fotones
dejaron de interferir unos con los otros o con ellos mismos, ¿no?”.
“Sí... realmente”.
“Ahora voy a apagar el instrumento que mide el paso de las partículas de
luz por las dos rendijas”.
Apretó un botón y el sistema dejó de hacer la medición. Se formó en la
pantalla un patrón de cinco franjas. Después volvió a encender el instrumento
de medición de las ranuras y el patrón en la pantalla regresó a las dos franjas
de luz. Fue encendiendo y apagando sucesivamente el dispositivo de
medición, siempre con el mismo resultado: cuando el instrumento medía el
paso de los fotones por las ranuras, se formaba un patrón de dos franjas, pero
cuando se apagaba el aparato, el patrón aumentaba hasta cinco franjas.
“Qué cosa tan... tan singular”, reconoció ella después de algún tiempo,
todavía digiriendo la experiencia que acababa de observar. “¿Qué rayos está
pasando aquí? ¿Por qué motivo la medición de las rendijas altera el
comportamiento de la luz? No estoy entendiendo nada...”.
Tomás posó la cartulina de las dos rendijas, apagó el proyector y el
dispositivo de medición y se dirigió a ella.
“Este descubrimiento fue algo absolutamente extraordinario”, sentenció.
“Los científicos se dieron cuenta de que la luz altera su naturaleza en función
del tipo de experimento que se realiza para estudiarla, o sea, en función de
que se observen o no las rendijas. Cuando las rendijas no están siendo
observadas, la luz se comporta como una onda. Sin embargo, en el momento
en el que comenzamos a observarlas, la luz se revela como una partícula. Es
como si la luz supiese si la están observando o no”.
María Flor se metió los dedos entre los rizos castaños y se frotó
distraídamente la cabeza, en una expresión de perplejidad.
“¿Pero cómo lo sabe la luz?”.
Tomás no respondió de inmediato, la pregunta era demasiado interesante
para perderse en medio de la respuesta.
“Ese es el punto esencial”, dijo. “¿Cómo sabe la luz que la están
observando? En realidad no lo sabe, la pregunta no se puede poner así
porque, que sepamos, no tiene consciencia ni conocimientos. La verdadera
pregunta es otra: ¿por qué razón la observación altera la naturaleza de la luz?
¿Por qué razón la luz es una onda cuando no está siendo directamente
observada y se convierte en una partícula cuando la observamos
directamente? Se trata de un enorme misterio. Y todavía no te he contado
todo. La realidad al nivel subatómico, o cuántico, tiene cosas todavía más
extrañas”.
“¡¿Todavía más?!”.
“El experimento de la doble rendija fue originalmente realizada con fotones,
partículas de luz que no tienen masa ni carga y que transportan energía
electromagnética. Pero se descubrió que la propia materia también es así, por
lo que el mismo experimento fue realizado con electrones, o sea, unidades
elementales que compone la materia, con masa y carga”. Golpeó con la mano
en una mesa al lado. “¿Sabes de qué se compone esta mesa a nivel atómico,
¿no?”.
“De átomos, claro. Toda la materia está compuesta de átomos, constituidos
por un núcleo de neutrones y protones, con electrones girando alrededor
como los planetas orbitan alrededor del Sol. Eso es información elemental,
que se aprende en la escuela”.
“La imagen del átomo como un microsistema solar está un poco pasada,
pero lo que importa es que los electrones son unidades elementales con masa
y que entran en la constitución de la materia. En vez de proyectar fotones a
través de una barrera con doble rendija los científicos hicieron la experiencia
con electrones usando un filamento de tungsteno caliente como proyector de
electrones, una hoja fina de metal con dos rendijas paralelas y un detector de
electrones que servía de pantalla. Es un experimento técnicamente muy difícil
de llevar a cabo, más complicado que con fotones. Tal como ocurría con los
fotones, la pantalla registró que los electrones tenían un comportamiento de
onda cuando no se los observaba directamente Al disminuir el haz para lanzar
un único electrón en dirección del detector, se constató que ese electrón
pasaba también por las dos ranuras al mismo tiempo. Fíjate que ya no
estamos hablando de luz, sino de electrones, unidades elementales de
materia”.
“¿La materia pasó por las dos ranuras al mismo tiempo?”.
Los ojos verdes de Tomás emitieron un brillo de asentimiento.
“Extraño, ¿verdad? Y no solo los electrones. Se realizó la experiencia con
átomos enteros y ocurrió exactamente lo mismo. La experiencia se extendió a
moléculas y, de nuevo, los resultados fueron iguales. Más todavía: los
electrones, los átomos y las moléculas se comportaban siempre como onda
cuando no se observaban a través de las rendijas y como partícula cuando
pasaban a observarse”. Hizo una pausa para dejar asentar la información.
“¿Entiendes el significado de estos descubrimientos?”.
Con la boca entreabierta y los ojos medio incrédulos, María Flor intentaba
digerir lo que acababa de oír.
“¿Estás insinuando que... que la materia no existe como la conocemos si no
la observamos directamente?”.
Tomás balanceó la cabeza en señal afirmativa.
“El experimento de la doble rendija, que ya se realizó millares y millares de
veces y se puede reproducir en el laboratorio de cualquier escuela
debidamente equipada, nos revela que la realidad tiene una naturaleza
misteriosa. La observación de la realidad crea parcialmente la propia realidad.
Pero lo más importante es que la decisión consciente que yo tome sobre cómo
voy a observar la realidad alterará la propia realidad. Por ejemplo, si yo
observo el electrón sin contar con las rendijas y solo registrando su efecto en
la pantalla, será una onda, pero si decido observarlo pasando por las rendijas,
el electrón se convertirá en una partícula. O sea, y subrayo esto, al escoger el
tipo de experiencia que voy a hacer, mi consciencia decide cómo va a ser la
realidad, si onda o si partícula. ¿Consigues entender hasta qué punto es
profundo este descubrimiento?”.
Su amiga estaba boquiabierta.
“¡La observación crea en parte lo real!”.
“Esa conclusión es muy polémica y crea malestar entre muchos científicos,
pero está siendo defendida de hecho por físicos de gran renombre, incluyendo
premios Nobel de Física. La palabra observación es, bien vistas las cosas,
solo un eufemismo de la palabra consciencia, dado que solo sabemos que hay
una observación porque tenemos consciencia de ella. La materia es onda si yo
decido conscientemente observarla de una manera y se convierte en partícula
si yo decido conscientemente observarla de otra manera. Soy yo quien
decido, por mi libre y consciente voluntad, como va a ser la realidad. Esto
significa que, en último análisis, la consciencia es la que crea parcialmente la
realidad”.
“¡Eso es increíble!”.
“Pues sí. Las experiencias científicas muestran que, en cierto modo, la
consciencia crea parcialmente la realidad”, insistió él, batiendo de nuevo en
la misma tecla. “¡Los fotones, los electrones, los átomos y las moléculas no
existen como partículas a menos que se los observe! Repito esa idea y la
repetiré hasta agotarme siempre que hablemos de este asunto, porque el
descubrimiento es tan extraño e increíble que es normal que dejemos de
tenerlo presente cuando tratamos con la realidad de todos los días, de modo
que regresamos fácilmente al modo más tradicional de pensar. Juzgamos que
las cosas existen por sí mismas e independientemente de nosotros, que de un
lado estamos nosotros y del otro está el mundo, y al final descubrimos que,
sin la consciencia que observa la realidad, las cosas no existen realmente
como nosotros pensamos. No hay realidad independiente de la observación”.
“Realmente, eso no parece tener ningún sentido. ¿Cómo es posible que la
consciencia cree la realidad?”.
“Parcialmente”, corrigió. “La consciencia crea la realidad parcialmente. No
basta que yo mire hacia la rendija para que aparezca en seguida la partícula.
Es necesario que en esa rendija haya también una onda”.
“¿Una onda? ¿Pero una onda de qué?”, preguntó ella, confusa. “¿De
energía? ¿De materia? ¿De qué?”.
Tomás se frotó el rostro con la mano; esta parte era también difícil de
digerir.
“No sabemos exactamente”, admitió. “Se trata de una onda misteriosa. La
ecuación de Schrödinger nos presenta la función de la onda, que se interpreta
como una onda de probabilidad. Cuando están en causa cálculos de mecánica
cuántica, no nos encontramos delante de un campo ondulatorio de materia o
de energía, sino delante de un campo ondulatorio de probabilidad de haber
materia o energía”.
“¿Quieres decir que la onda no tiene existencia real?”.
El académico esbozó una mueca.
“Es difícil de decir. El electrón tiene carga y masa y esas no pueden
desaparecer así de un momento para otro, ¿no? Además de eso, todos vemos
que se forma en la pantalla un patrón de interferencia. Eso nos muestra que
alguna cosa existe en realidad. ¿Pero el qué? Schrödinger creía que el
electrón se esparcía por el espacio y así ondulaba. Sin embargo, ¿dónde están
su carga y su masa? Una ondulación como la que Schrödinger propuso
implicaría que ambas se esparciesen infinitamente por el universo,
encontraríamos un poco de masa aquí, otro poco allí y otro más allá, pero ya
se ha comprendido que no era eso lo que ocurría. Por lo tanto, Schrödinger se
equivocó”.
“Entonces si el electrón no se esparce por el espacio, ¿qué rayo de onda es
esa?”.
“Nadie lo sabe. El patrón de interferencia en la pantalla y el principio de
conservación, que exige el mantenimiento de carga y de masa, sugieren que
la onda es real, no es una mera formulación matemática abstracta. La carga y
la masa del electrón tienen que estar en algún lado, ¿correcto? ¿Pero dónde?
Einstein llamaba Gespensterfeld a esa onda, es decir, campo fantasma,
aunque yo prefiera la expresión onda virtual, o potencial, o sea, una onda que
encierra en paralelo todas las virtualidades o potencialidades posibles. El
propio Werner Heisenberg escribió que ‘los átomos o las partículas
elementales no son reales; forman un mundo de potencialidades o
posibilidades. Es como si viviesen en un limbo entre la existencia y la no
existencia, un limbo que se designa superposición, solo adquiriendo
existencia definida y real cuando son observados. Extrapolando a partir del
experimento de la doble rendija, podríamos decir que un átomo existe en
forma de onda de una manera casi fantasmagórica, para utilizar la expresión
de Einstein, pero cuando se observa se produce lo que los físicos designan
como colapso de la función de onda. La onda fantasmagórica en
superposición colapsa e instantáneamente se convierte en partícula real”.
María Flor se estremeció.
“Brrr... ¡Eso parece siniestro!”.
“Un poco”, asintió. “Por ejemplo, e ya que antes de la observación la
materia no pasa de una onda, imagina que colocamos la onda de un átomo en
una caja y después dividimos esa caja por la mitad y nos quedamos con dos.
O sea, tengo ahora una onda y dos cajas. La pregunta es esta: con la división
de la caja en dos, ¿en cuál de ellas se quedó la onda? ¿En la de la derecha o
en la de la izquierda?”.
“Bien... no sé, en una de las dos”.
El historiador arqueó las cejas, como se hubiese acabado de realizar un
truco de magia.
“La onda está en las dos”.
“Quieres decir que la onda se dividió al medio, una mitad se quedó en una
caja y la otra mitad fue a la otra caja”.
“¡No, no! Es una única onda, es indivisible y está al mismo tiempo en las
dos cajas. Pero, cuando abro una de ellas y observo el interior, la onda
colapsa y el átomo se convierte en una partícula que ocupa solo una de las
cajas”.
“Ah, entiendo. Es un poco como los ilusionistas de feria, que esconden una
moneda en una mano y tenemos que adivinar en qué mano está la moneda, si
en la izquierda o en la derecha”.
“No.” Volvió a negar, sabiendo que era difícil aceptar aquella realidad tan
perturbadora. “Cuando un ilusionista de feria hace su truco, la moneda se
encuentra efectivamente en una mano. Lo que ocurre es que nosotros,
visitantes de feria, no sabemos en qué mano está. Observar que la moneda se
esconde en una mano no la convierte de repente en algo real, la moneda ya
existía, solo que estaba escondida. Pero en el universo microscópico no existe
realmente ningún átomo en forma de partícula mientras yo no lo observo,
¿entiendes? En realidad, el átomo se encuentra en forma de onda al mismo
tiempo en las dos cajas — exactamente como el electrón y la unidad
elemental de luz. A pesar de que ambos sean indivisibles, están en las dos
rendijas al mismo tiempo”.
“O sea, y al contrario del ejemplo del ilusionista con la moneda, el átomo no
existe previamente en ninguna de las cajas en forma de partícula. Las
partículas solo se constituyen en una de las cajas en el instante en que
observamos directamente una de esas cajas, de la misma manera que la luz y
el electrón solo se convierten en partículas cando observamos directamente la
rendija por la que pasaron. ¿Entiendes? Aunque alejemos las dos cajas y
pongamos una de ellas en un lado del universo y la otra al otro lado, la onda
continuará al mismo tiempo en las dos cajas, única e indivisible, en
superposición. Es el observador, y por consecuencia la consciencia, quien,
por el mero acto de observar la realidad y así interferir con ella, obliga al
átomo a dejar de ser una onda y a convertirse en una partícula”.
“Eso es tan extraño...”.
“Esta rareza cuántica fue también sistematizada por Heisenberg en 1927,
momento en el que concibió el principio de incertidumbre. Ese principio
establece que no es posible determinar con exactitud y simultáneamente la
posición y la velocidad de una partícula. Tal imposibilidad no se debe a
ninguna dificultad técnica en la medición, sino a una característica intrínseca
de la realidad. Cuando determinamos la posición de una partícula, su
velocidad se vuelve intrínsecamente indefinida y cuando determinamos la
velocidad, su posición pasa a ser ontológicamente indefinida. Insisto que esa
incertidumbre sobre la posición y la velocidad exacta de las partículas no
resulta de nuestras limitaciones de observación, sino que describe la realidad
como es realmente”.
“Eso es increíble”.
“Es realmente muy extraño. En el fondo, el experimento de las dos rendijas
muestra la dualidad descrita por el principio de la incertidumbre. Cuando
medimos las rendijas determinamos con gran rigor la posición de un electrón,
pero en ese caso su movimiento, o sea, la onda, desaparece. Cuando dejamos
de medir las rendijas determinamos con rigor el movimiento, esto es, la onda,
pero la posición del electrón en ese caso se vuelve indeterminada y está
efectivamente en muchos sitios al mismo tiempo. Más o menos por la misma
fecha en que Heisenberg concibió la mecánica cuántica, Erwin Schrödinger
creó una ecuación que aborda la misma realidad pero con una fórmula
matemática diferente. Mientras Heisenberg usó la mecánica de los matices,
Schrödinger recurrió a una mecánica ondulatoria, aunque pronto se dio
cuenta de que ambas describían la misma realidad. La ecuación que
Schrödinger concibió permite calcular la probabilidad de que una onda se
convierta en un punto específico, probabilidad esa también designada por
función de onda”.
“Ah, y esa es la tal ecuación de Schrödinger...”.
Cogiendo de nuevo el bloc de notas y el bolígrafo, Tomás pintó una
secuencia de símbolos.
“Esta es la ecuación de Schrödinger en su versión independiente del
tiempo”. Apuntó al segundo símbolo en los dos lados de la ecuación. “¿Ves
esto? La letra griega psi se utiliza aquí para representar la característica más
extraña de la realidad”. Hizo una pausa dramática. “La función de onda”.
Los ojos de ella se fijaron, fascinados, en el símbolo de la función de onda.
“Este es el mismo símbolo que... que...”.
El historiador hojeó el bloc de notas, localizó la hoja donde había
reproducido de memoria el último mensaje de Frank Bellamy y apuntó al psi
diseñado en lo alto.
“El símbolo que Bellamy dejó en su último mensaje”, dijo Tomás,
completando la frase que ella dejó a medias. “Este símbolo no se refiere a
ninguna crucifixión, como erradamente concluyeron los idiotas de la CIA. Se
trata de una referencia directa a la función de la onda prevista por
Schrödinger en la famosa ecuación. El psi fue el símbolo elegido para
representar la función de onda, la solución de la ecuación de Schrödinger que
establece que un electrón puede encontrarse en dos o más sitios al mismo
tiempo y tiene como última consecuencia que la observación crea
parcialmente la realidad”.
“O sea”, se rindió María Flor, “la Luna y todas las otras cosas en el universo
solo existen realmente porque existe alguien para observarlas”.
“Más o menos es eso mismo. En última instancia, la Luna, pero también tú
y yo, somos en cierto modo funciones de onda”.
Ella lazó una carcajada incrédula.
“¿Yo? ¿Una función de onda?”.
“Claro que, en la práctica, no lo eres, una vez que existes a un nivel
macroscópico, por lo que tu función de onda se colapsó. Pero, en teoría, ¿por
qué no?”.
María Flor diseñó con las manos un gesto difuso delante del rostro.
“Si yo fuese una función de onda, ¿a qué me parecería? ¿A una nube?”.
“Probablemente serías como eres ahora. No te olvides de que la función de
onda nos presenta probabilidades. Si la función de onda es grande en un
determinado lugar, eso significa que hay una gran probabilidad de que el
átomo se defina ahí. Probablemente tu cuerpo se formó donde tu función de
onda era más elevada. Pero puede haber ocurrido que algunos de tus trazos se
hayan formado en zonas donde tu función de onda es menor, quién sabe. Es
todo una cuestión de probabilidades”.
Su amiga se rio.
“¡Eso es el colmo!”.
“Los físicos Bryce DeWitt y John Wheeler llegaron incluso a proponer la
existencia de una función de onda de todo el universo. Stephen Hawking
retomó esa idea para sugerir que el universo es lo que él designó como una
superfunción de onda, un concepto que trabajó con James Hartle”.
“¿El propio universo?”.
“¿Por qué no? Si el universo es una función de onda gigante, se encuentra
en superposición y acumula así todas las virtualidades posibles. Otro físico,
Hugh Everett, sugirió que la superfunción de onda universal resolvería las
rarezas cuánticas, aunque eso significase una rareza todavía mayor. Everett
propuso que el universo en superposición está constantemente dividiéndose a
una escala descomunal, creando a cada instante trillones de universos
paralelos en que cada universo corresponde al colapso de una función de
onda. ¿Entiendes? Cuando se observan las rendijas, el fotón tiene que escoger
por cual irá a pasar y en ese instante el universo se divide en dos. Lo que nos
parece un colapso de la función de onda es en realidad una ruptura de la
función de onda en múltiples nuevos universos. En un universo la partícula
pasa por la rendija derecha, en otro pasa por la izquierda. Ahora extiende esto
a todas las situaciones cuánticas donde es necesario hacer una elección. En el
metauniverso todo lo que es posible que ocurra, ocurre en realidad, pero en
universos paralelos”.
“¡Eso... eso es puro delirio!”, exclamó ella con un gesto incrédulo. “No pasa
de ciencia ficción de calidad sospechosa. ¡Qué disparate! ¿Qué más locuras
van a inventar?”.
“Admito que es extraño y reconozco que no hay la menor prueba de que
esto ocurra. Sin embargo, debo avisarte de que cada vez más físicos creen
que esta hipótesis del multiverso es muy real”.
“Bromeas...”.
“Hablo en serio. Y lo más increíble es que los misterios descubiertos por las
experiencias científicas sobre la extraña naturaleza de la realidad no se
quedan aquí”.
“¿Qué? ¿Todavía hay más?”.
A pesar de la expresión enigmática que le nublaba la mirada, los labios del
historiador esbozaron el fantasma de una sonrisa; no todos los días una
persona normal, como era el caso de su amiga, tenía contacto con
información científica de tal modo desconcertante que hasta muchos físicos
se negaban a aceptar sus consecuencias más profundas.
“El experimento de la doble rendija sugiere que el futuro puede influenciar
el pasado”.
XXX
Parado en el pequeño parking que hacía esquina entre la Avenida de Berna
y la Plaza de España, y mezclado con los restantes automóviles, el coche
patrulla de la policía todavía estaba allí cuando James Krongard y Greg
Swartz llegaron al local. El Chevrolet con la matrícula diplomática de la
embajada americana se detuvo en el último semáforo de la avenida y los dos
ocupantes examinaron el espacio que habitualmente servía de parking a dos
decenas de coches. Vieron un policía sentado dentro del coche patrulla y otro
agente de pie junto a un Volkswagen azul.
“Es él”, confirmó Krongard, que seguía al volante, señalando la ventana
trasera del automóvil. “¿Ves ahí el agujero en el cristal de atrás?”.
Los ojos de Swartz examinaron el cristal.
“Aquello fue un tiro”.
“Una bala mía”.
El jefe de seguridad de la embajada americana soltó una carcajada burlona.
“Necesitas entrenamiento”, observó con sarcasmo. Pasó los ojos por el
pequeño parque en que había algunos automóviles aparcados, aunque la
mayor parte del espacio permaneciese vacío. “¿Qué hacemos? ¿Aparcamos
aquí?”.
“¡No digas disparates! Lo último que necesitamos es que los policías nos
vean. Cuantos menos testigos haya de nuestra presencia, mejor. Esta
operación es clandestina, ¿me entiendes?”.
“¿Y el Volkswagen?”.
La luz del semáforo cambió en ese momento a verde, el agente de la CIA
pisó el pedal y el automóvil arrancó.
“¡Qué más me da!”. Lo importante no es el Volkswagen, sino la información
que su presencia aquí nos da”. Hizo un gesto señalando el edificio de línea
moderna que quedaba por detrás, a la izquierda, iluminado por pequeños
focos de luz. “¿No ves allí la Gulbenkian? Si este coche está aquí aparcado es
porque nuestro hombre se escondió ahí dentro. No te olvides de que él es
consultor de la fundación. Tenemos que entrar ahí y cogerlo”.
El Chevrolet dio la vuelta a la Plaza de España y aparcó en el inicio de la
Avenida Antonio Augusto Aguiar. El marine de paisano que Swartz había
enviado allí con órdenes de vigilar la fundación los recibió en la esquina,
enfrente de la estatua de bronce de Calouste Gulbenkian, sentado a los pies
de una representación gigante en piedra del dios egipcio Horus.
Al ver a su superior jerárquico llegar acompañado por el agente de la CIA,
el marine se puso firme, dio un taconazo para cuadrarse e hizo un saludo
militar.
“Buenas noches, sir”.
“Aquí en la calle no hagas el saludo, ¡idiota!”, le regañó Swartz con voz
tensa. “¿No ves que eso atrae atenciones?”.
Desconcertado con la reprimenda, el hombre perdió la formalidad y fingió
estar cómodo; sus jeans y la chaqueta de cuero no quedaban bien, realmente,
con su postura militar.
“Perdone, sir”.
El superior jerárquico miró alrededor.
“¿Alguna señal del sospechoso?”.
“Negativo, sir. Después de recibir su información de que se encontraba
probablemente aquí, fui allá dentro y volví a preguntar a los guardias de
seguridad de la fundación. Nadie lo ha visto esta noche. Después entré en el
edificio y desbloqueé la puerta de su despacho para ver si alguien se escondía
dentro. El despacho estaba vacío”.
Swartz se volvió hacia Krongard con una expresión expectante en los ojos,
como si aguardase instrucciones.
“¿Qué hacemos?”.
El agente de la CIA contempló el bulto oscuro del edificio de la fundación.
Se trataba de un complejo enorme, pero no tan grande que no se pudiese
revisar al detalle en menos de dos horas.
Se volvió hacia el marine que había hecho la inspección.
“¿Tiene un plano de la fundación?”.
El marine de paisano metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de cuero y
sacó una hoja doblada.
“Está aquí, sir”.
Krongard desdobló el plano y estudió el complejo, con la atención centrada
en la planta interior del edificio principal y en las salidas. En ese momento
oyeron voces que se aproximaban y se dieron cuenta de la llegada de dos
hombres. Se trataba de los marines que Swartz había enviado a vigilar la
Universidad Nova de Lisboa allí al lado, y también el apartamento de Tomás.
En conjunto, constató el hombre de la CIA, su unidad estaba ahora
constituida por cinco elementos; él, el jefe de seguridad de la embajada y los
tres marines. Eran suficientes.
Con el equipo al completo, dobló el plano y lo guardó en el bolsillo del
abrigo. Hizo una señal a Swartz, que entregó una Glock y un walkie-talkie a
cada hombre. Una vez completa la distribución, Krongard se volvió hacia los
que le rodeaban, señaló con la cabeza la fundación que los focos rescataban
de la oscuridad e hizo un gesto hacia delante.
“¡Vamos!”.
XXXI
Era de pura perplejidad la expresión de la mirada de María Flor. Por lo que
acababa de oír, le parecía que la conversación estaba adquiriendo un tono
completamente surrealista.
“¿El futuro puede influenciar el pasado?”, se asombró. Su rostro se
transformó en un enorme signo de interrogación. “¿Qué disparate es ese?
¡Eso no tiene ningún sentido! El transcurso normal del tiempo apunta hacia
una secuencia causa-efecto en donde las causas están siempre en el pasado y
los efectos en el futuro”. Señaló hacia el proyector láser. “Sería imposible que
este proyector se rompiese y solo después yo lo tirase al suelo. Lo normal es
que yo tirase la máquina al suelo y después se partiese. Primero ocurren las
causas, después vemos los efectos. ¿Cómo puede un acontecimiento en el
futuro ser causa de un efecto en el pasado? Una cosa de esas implica... yo qué
sé, que los viajes en el tiempo son posibles. ¡Eso no puede ser! ¡Es absurdo!”.
“Sin embargo, es lo que sugiere el experimento de la doble rendija. O por lo
menos una versión modificada de ese experimento”.
“¿Pero... pero cómo?”.
La atención de Tomás regresó al proyector láser, la cartulina con las dos
ranuras paralelas y la placa fotográfica que servía de pantalla, aunque
manteniendo el equipo apagado.
“Tienes que entender primero que, a un nivel microscópico que se designa
cuántico, las cosas ocurren de manera muy diferente de aquellas que estamos
habituados a ver al nivel macroscópico del día a día. Ya constatamos que la
realidad se altera en función de la observación y que para ir del punto A al
punto B sin ser vistos, los electrones, los fotones y los átomos no escogen un
camino único, sino todos los caminos al mismo tiempo. Por ejemplo, un
equipo de físicos consiguió colocar en 1996 un átomo de berilio en dos
lugares al mismo tiempo, exactamente como ocurre con los fotones y los
electrones que pasan simultáneamente por las dos rendijas. Pero además
fueron descubiertos otros comportamientos extraños de la materia
microscópica”.
Estas revelaciones la dejaron intrigada. Tomás se alejó algunos pasos y fue
a coger un viejo periódico que alguien había dejado en una estantería. Volvió
con el matutino junto al proyector láser y, después de examinar la primera
página, la giró en dirección a su interlocutora.
“Mira quién está ahí”, sonrió ella. “Nuestro primer...”.
El historiador apuntó hacia la imagen de un político ocupando la primera
página.
“¿Qué es esto?”.
“Es el primer ministro, claro. No me digas que andas tan distraído que ni le
reconoces...”.
Él esbozó una mueca contrariada.
“Me refiero a la técnica de impresión de la fotografía, no a su contenido”, la
corrigió, llevando la conversación hacia lo que pretendía demostrar. “Vista a
distancia, esta fotografía nos presenta una imagen continua, ¿no es cierto?”.
“Sí”, confirmó Su amiga, evidentemente sin entender bien dónde quería
llegar. “¿Y qué?”.
“Ahora analiza la fotografía muy de cerca”. Hizo un gesto con la mano.
“Ven, acércate”.
María Flor se acercó al periódico y casi pegó los ojos al papel.
“Continúa siendo una fotografía”.
“¿Pero la imagen permanece continua?”.
“Claro que no”. Estrechó los párpados, en un esfuerzo por interpretar la
textura de la impresión. “La fotografía está constituida por pequeños puntos,
unos mayores y otros menores. De lejos la imagen parece continua, pero de
cerca se vuelve granulada, y nos damos cuenta de que el conjunto está
formado por puntitos indistinguibles a lo lejos”. Tomás dobló el periódico y
lo puso en una mesa detrás de él; la demostración se había acabado.
“Pues los científicos descubrieron que en cierto modo la realidad también es
así”, declaró. “En nuestra experiencia cotidiana, las cosas se mueven
siguiendo una línea continua. Para avanzar en metro, por ejemplo, tenemos
que recorrer todo el espacio del medio. De hecho, ese problema ya lo planteó
el filósofo griego Zenón. Pero los científicos descubrieron que en el universo
microscópico la realidad es discontinua y las partículas saltan de un estado a
otro sin pasar por un estado intermedio y de un orbital a otro sin pasar por el
orbital intermedio”.
De nuevo, un gesto de incredulidad cubrió el rostro de María Flor.
“¿Cómo, cómo?”.
“Un electrón no fluye entre un estado y otro o entre un orbital y otro, como
sería de esperar, sino que salta instantáneamente entre estados u orbitales. A
eso se le llama salto cuántico. Y esto, que conste, no es un efecto ocasional,
sino una regla en el universo microscópico. El tejido de la realidad funciona
con este tipo de saltos”.
“Ya había oído hablar de saltos cuánticos, pero nunca había entendido
verdaderamente de lo que se trataba. Me pregunto, sin embargo, si esos saltos
no se deberán antes a nuestras limitaciones técnicas para determinar el orbital
intermedio por donde pasan los electrones. Es decir, ellos pasan por el orbital
intermedio ente el orbital A y el orbital B, pero como no conseguimos verlos
desplazarse, porque nuestra tecnología todavía tiene limitaciones, nos
quedamos con la impresión de que los electrones saltan”.
“En realidad fue eso mismo lo que muchos científicos pensaron
inicialmente”, reconoció él. “Pero ahora ya tenemos la seguridad de que los
electrones no recorren el orbital intermedio porque éste ni siquiera existe. No
hay ninguna limitación técnica en nuestra observación, lo que pasa es que
realmente saltan y lo hacen instantáneamente, no existe ningún intervalo de
tiempo para que se produzca el salto. Si condujésemos un coche a cincuenta
kilómetros por hora y quisiésemos acelerar a sesenta kilómetros por hora, en
la realidad cotidiana la velocidad aumentaría gradualmente, ¿verdad?
Pasaríamos a cincuenta y un kilómetros por hora, después a cincuenta y dos y
así sucesivamente hasta llegar a los sesenta. Incluso entre el cincuenta y el
cincuenta y uno hay un número infinito de velocidades intermedias. Pero si
estuviésemos en el mundo cuántico observando los estadios energéticos, el
automóvil iría a cincuenta kilómetros por hora y, de repente, pasaría a sesenta
kilómetros por hora sin pasar por las velocidades intermedias. Eso es en
cierto modo un salto cuántico”. Apuntó hacia el rotativo cuya primera página
habían estudiado minutos antes. “Es como aquella fotografía del periódico.
Vista desde aquí, la imagen del primer ministro parece continua, pero cuando
la observamos de cerca, constatamos que está granulada, constituida por
puntos separados los unos de los otros, y que su continuidad no pasa de una
ilusión creada por la distancia”.
“Ya veo”.
“Pero ocurre además otra cosa extraña en el mundo subatómico. Una
partícula puede ir de un punto a otro, aunque esos puntos estén separados por
una barrera insuperable. Salta aunque no tenga energía para tal y sin pasar a
través de la barrera, ¿entiendes? En un momento está dentro y en el momento
siguiente está fuera. A eso se llama efecto de tunelización cuántica. Es como
si la partícula se hubiese metido en un túnel invisible y apareciese en otro
lugar”.
“¿Es posible una cosa de esas?”.
“No solo es posible, sino que ocurre realmente. Por ejemplo, en el
decaimiento radiactivo o desintegración del uranio, una partícula alfa está en
el núcleo y de repente desaparece de allí y aparece fuera del núcleo, a pesar
de la barrera que constituye la fuerza nuclear fuerte”.
María Flor vaciló.
“Oye, hace poco mencionaste que en el universo microscópico el futuro
puede influenciar el pasado. ¿Qué querías decir con eso?”.
“Albert Einstein demostró en las teorías de la relatividad que el espacio y el
tiempo están unidos”, recordó Tomás. “Les llamó, por eso, espacio-tiempo.
Ahora veamos: si el experimento de la doble rendija muestra que la
consciencia altera parcialmente el comportamiento de la realidad en el
espacio, y si el tiempo está unido al espacio, entonces es posible que la
consciencia también altere parcialmente el comportamiento de la realidad en
el tiempo”.
“Parece lógico”, asintió ella, valorando el problema desde esta nueva
perspectiva. “Falta saber si existe alguna manera de demostrarlo...”.
La mano del académico se posó en el proyector de luz.
“La demostración se hace con una versión más sofisticada del experimento
de la doble rendija”. Cogió la cartulina que había usado en la primera
demostración y la colocó de nuevo entre el proyector y la pantalla, indicando
las dos ranuras paralelas rasgadas al medio. “Ya vimos que la luz y los
electrones pasan por las rendijas como ondas cuando no estamos observando
estas rendijas, pero se convierten en partículas cuando se observan las
rendijas, ¿verdad?”.
“Es un efecto extraño, pero admitamos que es verdadero”.
“Es verdadero”, insistió Tomás. “Tienes que aceptar e interiorizar que este
experimento fue realizado miles y miles de veces y los resultados, a pesar de
increíbles, sugieren que la observación crea parcialmente la realidad. La
cuestión que se nos plantea ahora es saber lo que pasa si la decisión de
observar se toma, no antes de que la luz llegue a la doble rendija, sino en el
espacio entre la doble rendija y la pantalla. O sea: imagina que colocamos un
detector después de las rendijas y solo decidimos si lo activamos o no
después de que la luz pase por las rendijas. Atrasando la decisión, ¿en qué
momento la onda de la luz se transforma en partícula? ¿En el momento de la
decisión de observar o antes de la decisión de observar? ¿Será posible que la
luz pase como onda por las rendijas, momento en el que todavía no ha habido
observación, y solo se transforma en partícula cuando la consciencia decide
intervenir observando?”.
Ella movió la cabeza, confusa.
“Perdona, pero no lo estoy entendiendo...”.
“Es confuso, lo sé”, admitió Tomás. “La duda, de forma sencilla, es esta:
¿será posible que el futuro influencie el pasado?”.
“Y ¿será?”.
“Este problema fue teorizado en 1984 por John Wheeler y probado de forma
experimental en el laboratorio de la Universidad de Maryland gracias a un
sistema electrónico ultrarrápido de generación de números aleatorios y con
recurso a un complicado dispositivo de espejos, un experimento repetido
varias veces a lo largo de los años y con instrumentos cada vez más
sofisticados. Se llama experimento de elección retardada”.
“¿Consiguieron hacer experimentos para probar eso?”, se sorprendió María
Flor. “¿Y cuál... cuál fue el resultado?”.
“Una cosa espectacular”, contestó él. “Los científicos consiguieron atrasar
la decisión a solo unas mil millonésimas partes de segundo, pero fue lo
suficiente para poder examinar el problema. Descubrieron que la luz se volvía
partícula antes de tomar la decisión de observarla”. Repitió la palabra clave.
“Antes”. Hizo una pausa para que la idea recorriese su camino. “¿Entiendes
las consecuencias de lo que te estoy contando?”.
Ella abrió y cerró la boca, atónita.
“¡Eso quiere decir que la luz se comporta como si supiese que va a ser
observada antes de que el observador decida observarla!”.
“¡Ni más ni menos! Las implicaciones de este descubrimiento son
extraordinarias. Dado que la onda solo se transforma en partícula cuando la
observan, da la impresión de que estamos ante una secuencia paradójica de
efecto-causa, en la que el efecto ocurre antes de la causa”. Volvió a poner la
mano en el proyector láser. “En cierto modo esta máquina se parte antes de
que la tires al suelo”.
“¡No puede ser!”.
“Pero es lo que las experiencias sugieren. En este experimento modificado
de la doble rendija, el efecto parece preceder a la causa. O sea, nos da la
sensación de que la información fue hacia el pasado para producir el efecto
antes de la causa. Es como si tuviésemos una palabra que decir para
influenciar lo que ya ha ocurrido. Da la idea de que, en el nivel microscópico
del universo cuántico, el tiempo desaparece y no existe un antes y un
después, es como si las partículas ignorasen la propia existencia del tiempo.
Las implicaciones de ese descubrimiento son profundas, como debes
imaginar”. Apuntó hacia el cielo estrellado al otro lado de la ventana. “La luz
que vemos allí en el firmamento salió hace millares de años de aquellas
estrellas y nos llega en forma de partícula porque, en cierto modo, en el
momento en el que salió es como si ya supiese que en un futuro iba a ser
observada por nosotros. Lo mismo sirve para la luz que fue emitida hace
cinco mil millones de años en galaxias distantes. Tenemos la impresión de
que el futuro envió para el pasado distante la información de que esa luz iba a
ser observada esta noche por nosotros, obligándola así a desplazarse a lo
largo de estos cinco mil millones de años en forma de partícula y no de onda.
O, dicho de otra manera, da la sensación de que decidimos lo que el fotón
será y él obedece en el pasado a esa decisión. Esto es, la observación hoy
puede afectar a la naturaleza de la luz en el pasado”.
María Flor movía la cabeza, todavía incrédula.
“¡No puede ser, no puede ser!”.
“Está errado pensar que el pasado existe de forma pormenorizada. El pasado
no tiene existencia definida, está en superposición y solo se define porque el
futuro lo obliga a tal. Por lo demás, la versión más completa de la ecuación
de Schrödinger, que tiene en cuenta los efectos relativistas, contiene una
solución que describe el flujo de energía negativa hacia el pasado, aspecto
para el cual ya Max Born había llamado la atención en 1926”. Levantó el
dedo. “La cosa se vuelve todavía más extraña, si todavía eso es posible, con
otra variante del experimento de la doble rendija”. Hizo un gesto hacia la
cartulina con las dos ranuras. “Se llama apagador cuántico. Después del
detector en las rendijas se coloca un dispositivo que marca los fotones, de
modo que, cuando cada fotón se examina más tarde, se puede identificar por
cuál de las rendijas pasó. En estas condiciones, ¿cómo piensas que se
comporta la luz?”.
“Bien, a creer en el experimento que me mostraste, hay una observación. No
hay patrón de interferencia, no hay onda. En ese experimento la luz es
partícula”.
“Correcto. Ahora repara en el truco: ¿y si, después de que el fotón pase la
rendija pero todavía antes de llegar a la pantalla, apagamos la marca que el
dispositivo imprime en cada fotón, de forma que sea imposible entender por
qué rendija pasó? Esto es, la partícula de luz se mide pasando por las rendijas
pero la información retenida de esta medición desaparece después”.
“¿Es posible hacer ese experimento?”.
“Es muy delicado y difícil, pero acabó por realizarse por primera vez en
1991 en la Universidad de Berkeley, en California. La marcación fue
ejecutada a través de la polarización de los fotones que pasaban por una de
las rendijas. La cuestión es esta: en esas condiciones, ¿qué crees que ocurrió?
¿La luz pasó por las rendijas como una onda o como partícula?”.
María Flor analizó el dispositivo montado delante de ella.
“Bien... hubo una observación, ¿verdad? Aunque se haya borrado la
información sobre esa observación, fue realizada una observación. En ese
caso, eso significa que no existe patrón de interferencia. La luz pasó como
partícula”.
El historiador sacudió la cabeza.
“Errado”, sentenció. “Lo que apareció en la pantalla, querida amiga, fue el
patrón de interferencia. La luz pasó como onda”.
Su amiga hizo un gesto de extrañeza.
“¿Cómo onda?”. Pero si la luz fue medida...”.
“Sí”, reconoció él. “Sin embargo, lo que parece ser aquí determinante para
la naturaleza de la luz no es estrictamente la medición de la luz en las
rendijas, sino la información extraída por esa medición o, si quieres de otra
manera, es nuestro conocimiento sobre la luz. A pesar de haberse medido
pasando por las rendijas, la luz mantiene el patrón de interferencia. El factor
determinante no es por lo visto la medición, es lo que podemos saber sobre la
medición. Como desapareció la posibilidad de que conociéramos la luz, ella
se comportó como onda. Es decir, da la impresión de que la luz solo se
preocupa con lo que alguien pueda saber sobre ella. Si nadie puede saber
nada, a pesar de haberse realizado la medición, la luz continúa siendo una
onda. Por lo visto, e insisto en este punto, la mera observación es irrelevante.
Es la posibilidad de conocer la partícula lo que la crea”.
“¡Esto es... increíble! ¡Absolutamente increíble!”.
“La realidad no es lo que pensamos que es, o lo que queremos que sea; la
realidad es lo que es. Cuando intuimos que la realidad es una cosa, pero la
observación y la matemática nos revelan algo diferente, la observación y la
matemática ganan siempre. De madrugada vemos el Sol nacer en el
horizonte, a lo largo del día lo observamos girar en el cielo en una trayectoria
lenta en arco y al final de la tarde constatamos que se pone al otro lado, ¿no?
Ante eso, ¿que nos dicen la intuición y el sentido común? Que el Sol gira
alrededor de la Tierra. Pero gracias a las observaciones astronómicas y a
cálculos matemáticos, Copérnico llegó a la conclusión de que es la Tierra la
que gira alrededor del Sol. O sea, la observación científica y los cálculos
matemáticos derrotaron a la intuición y al sentido común. Lo mismo sucede
aquí. La intuición y el buen sentido nos dicen, porque eso es lo que nos indica
la percepción que tenemos de lo que pasa alrededor, que el mundo existe
independientemente de nosotros. Pero la observación científica realizada a
través del experimento de la doble rendija y de las respectivas variantes
revela precisamente lo contrario. Cualquier científico sabe que, cuando eso
ocurre, la observación y la matemática prevalecen sobre el buen sentido. Por
eso, por favor, olvídate de esa idea de que las cosas microscópicas se
comportan de la misma manera que las cosas macroscópicas pero en otra
escala. El mundo microscópico funciona de forma diferente y extraña. En
ciencia tenemos que creer en la observación, incluso cuando contradice el
sentido común, y en este caso la observación nos muestra que a un nivel
elemental el universo es extrañísimo. Por más desconcertante y contra
intuitivo que eso nos pueda parecer, es nuestra consciencia la que crea
parcialmente la realidad, y lo hace no únicamente en el espacio sino también
en el tiempo”.
Su amiga levantó las manos.
“De acuerdo, me rindo”, exclamó. “Únicamente que todo esto es tan
perturbador que cuesta creerlo...”.
“Tienes razón”, asintió él. “Yo mismo tardé años en aceptar que la realidad
es así tan extraña, y solo me rendí cuando conocí en pormenor el experimento
de la doble rendija y sus respectivas variantes. Fíjate bien: la posibilidad de
que, a un nivel elemental de creación de la realidad, ocurran primero los
efectos y después las causas tiene consecuencias increíblemente
contraintuitivas. Esto significa que la consciencia hoy y en el futuro tiene
aparentemente el poder de generar, en parte, la realidad física del pasado, y
en particular, el pasado referente al tiempo en que todavía no existían seres
conscientes en el universo. O sea, hasta que el universo generó consciencia,
el Big Bang no pasó de una especie de acontecimiento virtual, casi como si
fuese una onda en que todas las potencialidades se acumulaban en paralelo.
Únicamente cuando el universo concibió la consciencia fue cuando la
consciencia convirtió en real una de esas potencialidades, la historia anterior
del universo. En cierto modo, no es solo el pasado el que genera el futuro: el
futuro también genera el pasado. El acto de observar la realidad no solo crea
parcialmente la realidad de hoy sino también crea el pasado que hizo posible
la realidad de hoy. Es como si futuro y pasado se creasen mutuamente y
ambos fuesen indeterminados: tal como hay varios futuros posibles, existen
varios pasados posibles”.
María Flor se rascó la cabeza.
“No me digas que eso que estás diciendo también está probado...”.
“Lo que te estoy explicando son las implicaciones profundas de los
descubrimientos realizados gracias al experimento de la doble rendija. Este
experimento nos muestra la ilusión que se esconde por detrás de la realidad.
A un nivel elemental, el universo resulta de una dualidad entre lo real y la
consciencia, en donde lo real se complica para generar la física, la cual se
complica para generar la química, la cual se complica para generar la vida, la
cual se complica para generar la consciencia, la cual se complica para
general... lo real”.
“Es como si cada nivel de complejidad trajese aquellas propiedades
emergentes de las que hablaste esta tarde en Coimbra”, observó María Flor,
reflexionando sobre lo que acababa de oír. “Pero... ¿cuál es el significado de
todo esto?”.
Con el razonamiento haciendo un círculo completo, Tomás cruzó los brazos
y respiró hondo, preparándose para exponer la extraña, desconcertante y
profunda naturaleza del universo.
“Lo real crea la consciencia y la consciencia crea lo real”.
XXXII
Jugando con el aire, mil puntos brillantes forraban una buena parte del cielo
en aquella noche casi límpida. Pero aunque las principales estrellas
centelleaban en el manto negro, la mancha brillante de la Vía Láctea
permanecía invisible debido al destello luminoso de la ciudad. La Luna
acechaba en lo alto en cuarto menguante y la iluminación pública a lo largo
del perímetro de la fundación y más allá de él liberaba un hálito, suave y
seguro, pero suficiente para ofuscar los brillos más tenues del polvo
reluciente que recorría el firmamento.
Buscando siempre mantenerse en las zonas de sombra, James Krongard
avanzaba despacio por el jardín de la fundación. Su atención, sin embargo,
estaba centrada en el edificio de líneas modernas que servía de sede a la
Gulbenkian, en busca de cualquier pormenor sospechoso que le pudiese
revelar el paradero del fugitivo.
El walkie-talkie que llevaba en la mano de repente ganó vida.
“Comanche Dos a Apache”.
El agente de la CIA se dio cuenta de que era uno de los dos marines
llamando. Los tres marines de paisano se habían quedado con los nombres de
código de Comanche Uno, Dos y Tres, Swartzs era Buffalo y él mismo, como
jefe de la operación, se adjudicó Apache.
“Apache a Comanche Dos”, respondió, pegando el intercomunicado a la
boca. “¿Alguna novedad?”. “Afirmativo, Apache. Registré actividad en el
primer piso. Las luces están encendidas y me pareció ver a alguien mirando
por la ventana”.
“¿En qué lugar ha ocurrido eso, Comanche Dos?”.
“No sé, Apache. No tengo el plano del edificio conmigo”.
Krongard gruñó. Quien tenía el plano era él. Consultó el reloj y verificó la
hora. Ya pasaba de medianoche y no le parecía normal que hubiese actividad
a aquella hora en la fundación, incluso porque el concierto en el Gran
Auditorio ya había terminado. Si la luz estaba encendida y había personas
mirando por la ventana, eso había que verificarlo.
“Comanche Dos, ¿cuál es la localización de la actividad?”.
“Esquina sudoeste, primer piso”.
Apretó todos los botones para comunicarse con todo el equipo.
“Buffalo, Comanche Uno, Comanche Dos y Comanche Tres”, llamó.
“Stand-by”.
Después de dar el aviso de alerta, el agente de la CIA se arrodilló y
desdobló sobre el césped el plano del edificio. Encendió la linterna y estudió
las líneas del primer piso de la sede de la Fundación Gulbenkian. Situó el
sudoeste y se fijó en la sala que hacía ahí esquina. El plano identificaba el
compartimento de grandes dimensiones como el laboratorio del Instituto
Gulbenkian de Ciencia.
Tomás era académico y había actividad en el laboratorio. Únicamente podía
significar una cosa. Cogió el intercomunicador y apretó de nuevo todos los
botones para convocar a sus hombres.
“En el laboratorio”, anunció. “El sospechoso está en el laboratorio”.
XXXIII
Increíble y desconcertante; la explicación sobre el comportamiento de la
materia, a nivel elemental, del mundo atómico agotó todos los sentimientos
de asombro que María Flor podría tener todavía de reserva. Llegó a un punto
en el que, a pesar de empezar a entender que el universo era una realidad
mucho más extraña de lo que alguna vez supuso, ya nada la sorprendía. Pero
no había perdido de vista la cuestión principal, aquella que había originado
toda la conversación.
“Todo esto que me contaste es realmente muy interesante y perturbador,
sobre todo porque, por lo visto, no se trata de fantasías esotéricas sino de
ciencia”, reconoció. “Sin embargo, nada de eso explica el asunto que nos
preocupa, ¿verdad?”.
“¿A qué te refieres?”.
“Me refiero al mensaje dejado por el tal director de la CIA, Tomás. ¿Por qué
razón en el momento de su muerte decidió reproducir el símbolo de la
función de onda de la ecuación de Schrödinger y dejar debajo una referencia
a tu nombre como llave? ¿La llave de qué?”.
Se trataba de dos preguntas excelentes. El historiador se dejó caer sobre una
silla, sabiendo que esas eran las cuestiones centrales y a las cuales, si quería
dejar de vivir como un fugitivo, necesitaba responder de forma urgente.
“Sí...”, contestó, cavilando sobre el problema. “Eso todavía no se ha
aclarado. Quizás valga la pena ver el rompecabezas y resumir lo que sabemos
sobre él. Puede ser que así consigamos entender lo que estaba en la cabeza de
Bellamy”.
María Flor se sentó a su lado y le vio hojear el bloc de notas que tenía en las
manos. Las hojas saltaban unas detrás de las otras hasta que el bloc se detuvo
en la página con el mensaje del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología de la CIA.
“Esto, ya lo vimos, es el psi”, identificó su amiga en un tono mecánico,
indicando el enorme Ψ dibujado en lo alto del rompecabezas. “El símbolo de
la función de onda en la ecuación de Schrödinger”.
El dedo índice de Tomás batió insistentemente en el dibujo gigante del psi,
esforzándose por subrayar su importancia.
“Sabes, el psi es mucho más que un mero símbolo y Frank Bellamy, que
también era físico, tenía plena consciencia de eso. La función de onda que el
psi representa describe el mundo que nos rodea antes de ser observado,
dándonos una imagen completa y una especificación detallada de aquel limbo
entre existencia y no existencia que Einstein describió como un campo
fantasmagórico. El psi es lo que existe antes de existir, es el tejido de la cosa
en bruto, es la realidad virtual antes de ser real, es la onda y no la partícula.
O, si queremos, psi es el espectro de la realidad”.
“Sí, pero no existe solo. Conviene no olvidar que la función de onda
representada por el psi es la solución de la ecuación de Schrödinger, ¿no?”.
“Claro. Ocurre que la función de onda no describe solo los sistemas
subatómicos, atómicos y moleculares del mundo cuántico antes de la
observación, sino también los sistemas macroscópicos que vemos a nuestro
alrededor y, posiblemente, todo el universo”.
“Es la historia de que yo y la Luna somos una función de onda”, reconoció
María Flor. “Pero, si vemos bien la cosa, lo esencial de lo que dijiste hasta
ahora se refiere al comportamiento de la materia a nivel microscópico,
¿verdad?”. Hizo un gesto mostrando el espacio alrededor. “En la vida normal
las cosas no ocurren de esa forma tan extraña, como sabes”. Movió la mano
derecha de un lado hacia otro. “Mi mano no da saltos de un punto hacia otro:
recorre todo el espacio entre un punto y otro”. Señaló su silla. “Estoy sentada
aquí y no en toda la sala al mismo tiempo”. Se levantó y se giró de espaldas a
la ventana. “En este momento no estoy observando el cielo fuera, pero estoy
segura de que la Luna permanece allí arriba”. Dio tres pasos y rodeó el
proyector de luz por la izquierda. “Cuando doy la vuelta alrededor de esta
máquina, voy solo por la izquierda y no por la derecha al mismo tiempo”.
Paró y regresó, demostración concluida.
“Lo que quiero decir es que todas esas rarezas cuánticas de las que estás
hablando pura y sencillamente no existen en la realidad cotidiana. Nuestro
mundo, el mundo macroscópico, no está hecho de esa manera”.
“¿Por qué?”.
Ella se encogió de hombros.
“¡No sé por qué! Los científicos pueden haber descubierto que las leyes del
universo microscópico implican esos comportamientos extraños de la
materia, pero en el universo macroscópico la materia se comporta de manera
diferente. Mira a tu alrededor y lo entenderás”.
“¿Pero por qué?”, insistió él, abriendo los brazos en un gesto de perplejidad.
“¿Por qué? ¿Por qué razón el universo microscópico funciona según reglas
diferentes del macroscópico? Esta es una de aquellas preguntas que todos los
físicos se hacen, y seguramente Frank Bellamy también”. Se pellizcó la piel
de la mano. “¿Al final no estamos hechos de partículas, de átomos y de
moléculas? Fíjate, un conjunto de partículas forma átomos, un conjunto de
átomos forma células y un conjunto de células forma un ser humano. Si los
átomos existen en una onda descrita por la función de onda, y si estamos
hechos de átomos, ¿no seremos también una onda? Si la materia solo existe
como partícula si es observada, ¿eso quiere decir que yo también solo existo
como conjunto de partículas si fuera observado? ¿Por qué motivo los
electrones, los átomos y las moléculas obedecen a unas leyes y las células y
los seres vivos y las cosas inanimadas de gran dimensión, como las piedras y
el agua, obedecen a otras? ¿Será posible que las leyes del universo cambien
según la escala de los objetos?”.
“Por lo visto sí”.
“¿Pero cuál es el punto exacto en el que cambian? ¿Existe alguna frontera a
partir de la cual las leyes cuánticas dejan de repente de aplicarse y las leyes
clásicas entran en vigor? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Dónde se sitúa
exactamente esa línea de frontera?”.
María Flor esbozó una expresión de ignorancia total.
“No tengo la menor idea”, confesó. “Tú eres el académico. Como
historiador, estudias la ciencia y su historia. ¿Cuál es la respuesta para todas
esas preguntas?”.
Esta vez fue Tomás el que se encogió de hombros.
“¡Es un misterio!”, admitió. “Ese problema fue analizado millares de veces
por los físicos, sin encontrar una explicación plausible. Quien estuvo más
cerca de la respuesta fue un físico austríaco llamado Paul Ehrenfest, autor de
un teorema que permite concluir que los saltos cuánticos de las partículas a
un nivel atómico se van haciendo más pequeños a medida que los objetos se
vuelven mayores, hasta llegar a un punto en el que esos saltos desaparecen
por completo”.
“¡Ahí está la explicación!”.
“Sí, ¿pero cuál es el punto en el que eso ocurre? Y, sobre todo, ¿por qué
razón el comportamiento cuántico deja de manifestarse? El teorema de
Ehrenfest es una constatación de que ese comportamiento va desapareciendo
a medida que entramos en la escala macroscópica, pero eso ya lo sabemos,
basta mirar alrededor. Lo que el teorema no explica es por qué razón eso
sucede”.
María Flor puso un aire pensativo.
“Bien, hay una manera de descubrir la línea de frontera en la que cambian
las reglas”, consideró. “Es cuestión de ir haciendo experimentos con objetos
cada vez mayores para entender cuál es la escala en la que las leyes cuánticas
dejan de aplicarse”.
“Es una buena idea y, a decir verdad, ya fue llevada a cabo en diversos
laboratorios de todo el mundo. Los científicos consiguieron colocar grandes
moléculas compuestas por setenta y dos átomos en un estado cuántico en el
que esas moléculas se encontraban en dos sitios al mismo tiempo. Fue
también posible colocar millares de millones de electrones moviéndose
simultáneamente en dos direcciones diferentes. Las experiencias se fueron
alargando y en 1977 se logró pasar al universo macroscópico, cuando los
físicos del MIT consiguieron poner millones de átomos de sodio en dos
lugares al mismo tiempo y separados por una distancia mayor que un pelo
humano. Puede parecernos una distancia muy corta, pero lo cierto es que ya
es visible a nuestros ojos y eso implica la presencia de rarezas cuánticas en el
universo macroscópico. Y en 2009 los físicos de California pusieron dos
pequeñas chapas de un chip de ordenador ambas invisibles al ojo humano,
entrelazadas en estado cuántico una a otra. Existen incluso proyectos para
colocar proteínas y un virus en dos lugares al mismo tiempo. De ese punto
hasta pasar a las células vivas será solamente un paso, como debes imaginar”.
“¡Caramba!”, exclamó ella, impresionada. “Eso significa que las rarezas
cuánticas están dejando de limitarse al mundo microscópico”.
Cansado de estar en la silla, Tomás se levantó, se aproximó a la ventana y
dirigió la mirada hacia el menguante luminoso de la luna que resplandecía en
el firmamento estrellado.
“Sí, claro”. “Si Frank Bellamy decidió diseñar en su último mensaje el psi
que simboliza la función de onda en la ecuación de Schrödinger, estoy seguro
de que tenía en mente todas esas cuestiones. ¿Pero por qué plantearlas en
aquellos momentos, cuando estaba cerca de su fin? Es de suponer que este
tipo de problemas sea la última de nuestras preocupaciones cuando
enfrentamos una cosa tan terrible como la inminencia de la muerte, ¿no te
parece? ¿Qué tendría él en la cabeza en un momento tan dramático?”.
“¿Ese hombre conoce los experimentos que muestran leyes cuánticas
funcionando en nuestro universo macroscópico?”.
“¡Claro que sí!”, exclamó Tomás. “Bellamy era físico, ya te lo he dicho.
Cuando era joven trabajó en el Proyecto Manhattan, que en la Segunda
Guerra Mundial construyó la primera bomba atómica. Tenía perfecta noción
de las novedades en esta materia, incluso por sus funciones en la CIA. Sabes,
cuando hace poco te dije que, si no hubiese nadie mirando hacia la Luna, esta
pura y simplemente no existiría, no estaba bromeando. Seguro que Bellamy
sabía que las anomalías cuánticas comenzaron a ser observadas en nuestra
escala cotidiana y...”.
Se calló, con la frase a medias, los ojos fijos en el espacio oscuro más allá
de la ventana.
“¿Qué pasa?”, quiso saber ella, sin entender la vacilación. “¿Pasa algo?”.
El historiador se giró de repente, la cara contraída en un gesto asustado, la
mirada incendiada por la alarma.
“¡La CIA!”, exclamó. “¡Los tipos de la CIA están fuera!”.
XXXIV
Señalando en el papel, la lámpara de la linterna bailaba por el plano pero
incidía sobre todo en el espacio del primer piso identificado como un anexo
en la sede de la fundación, reservado al Instituto Gulbenkian de Ciencia. Los
hombres rodeaban la hoja extendida en el césped húmedo y seguían con
atención las explicaciones del jefe de seguridad.
“Quienes vamos a entrar en el edificio somos yo y Greg”, anunció James
Krongard, señalándose a sí mismo y al jefe de seguridad de la embajada.
Puso el dedo en una puerta referenciada en el plano. “El acceso será por esta
entrada de servicio, para mantenernos fuera de la vista de los guardias.
Avanzamos hacia la escalinata y subimos al primer piso. Una vez en el
laboratorio, agarramos al sospechoso. ¿Alguna duda?”.
“Tengo una”, señaló Swartz, levantando la mano. “¿Y mis hombres? ¿No
vienen?”.
El agente de la CIA movió la cabeza.
“Negativo. No quiero una multitud entrando en el edificio, una cosa de esas
difícilmente pasaría desapercibida. Esta operación es clandestina y debe
llevarse a cabo con la máxima discreción. No tengo que recordaros que
estamos actuando en un país de la OTAN y no queremos crear problemas a
nadie”.
“¿Entonces qué hacen mis marines?”.
El dedo de Krongard señaló en la planta los tres puntos de entrada en el
jardín de la fundación.
“Os quiero vigilando estos tres pasajes”. Apuntó hacia los hombres de
paisano frente a él. “Comanche Uno en el portón nordeste, Comanche Dos en
el portón principal, Comanche Tres en el portón sudoeste”.
“¿Cuáles son las órdenes?”, preguntó uno de los marines de paisano. “Si el
sospechoso nos aparece por delante e intenta pasar por uno de los portones,
¿qué tendremos que hacer?”.
“Deténganlo”.
“¿Y si por algún motivo consigue escapar? ¿Debemos perseguirlo o esperar
por back-up?”.
“Mátenlo”.
Los tres marines se miraron los unos a los otros, sorprendidos con la orden,
y se volvieron casi en simultáneo hacia su superior jerárquico directo con un
gesto inquisitivo, queriendo evidentemente saber si él confirmaba lo que
acababan de oír.
“¿Tenemos autoridad para abatir al sospechoso?”, se sorprendió igualmente
Swartz, sintiendo las miradas expectantes de sus hombres sobre él. “¿Dónde
diablos está esa orden?”.
“La orden me fue dada verbalmente por el director del Servicio Clandestino
Nacional, Harry Fuchs, y se aplica únicamente en caso de fuga. Nuestras
instrucciones son detener al sospechoso. Pero si se escapa, por motivos de
seguridad nacional que aquí no puedo exponer, tendrá que ser abatido”.
“Necesito una orden escrita”, insistió el jefe de seguridad de la embajada.
“De lo contrario, podremos estar cometiendo un crimen y nosotros no
queremos que...”.
Krongard lo interrumpió e hizo un gesto señalando a los cuatro hombres a
su alrededor.
“Asumo la total responsabilidad y todos somos testigos de que lo hago”,
declaró. “En función de la autoridad de la que fui investido por el documento
proveniente de Washington y que el señor embajador hoy te entregó, mis
palabras valen tanto como una orden escrita, como bien sabes”. Miró
fijamente a los elementos del equipo uno por uno, para cerciorarse de que no
volvía a ser desafiado. “¿Alguna duda sobre esto?”.
Después de un momento de espera para reflexionar sobre lo que acababa de
oír, Swartz se sometió.
“Ninguna”.
Viendo a su jefe directo ceder, los hombres asintieron con un movimiento
de cabeza. Se había restablecido la autoridad del agente de la CIA y él respiró
hondo.
“Entonces voy a repetirlo”, dijo, con voz siempre firme. “Si el sospechoso
huye, tendrá que ser abatido. ¿Está claro?”.
Todavía con un rastro de desconfianza visible en el rostro, Swartz mantuvo
los ojos clavados en Krongard.
“¿Asumes la responsabilidad?”.
“Afirmativo”.
El jefe de seguridad miró a los hombres bajo su comando directo y asintió
con un leve movimiento de la cabeza.
“Le habéis oído, boys”, dijo. “Vamos”.
Cogieron las Glocks y verificaron las municiones. Destrabaron las armas y
apretaron los silenciadores. Después, como si interpretasen un baile bien
ensayado, se separaron al mismo tiempo, los marines en dirección a los
portones del perímetro de la fundación, Krongard y Swartz rumbo al interior
del edificio.
XXXV
Muy alarmado, Tomás se volvió y se dio cuenta de que también María Flor
estaba aterrorizada. Concluyó rápidamente que tendría que dominar sus
emociones si querían tener alguna posibilidad de escapar. Su amiga confiaba
en él y no podía por eso mostrar desorientación o se arriesgaba a enfrentar
efectos desastrosos si entrase en pánico. Sabía demasiado bien que en
momentos difíciles como aquel era fundamental conservar la sangre fría,
pensar con claridad y actuar con rapidez.
No podían quedarse paralizados.
“¡Vamos!”, dijo, tirándole del brazo. “¡Tenemos que salir de aquí lo más
deprisa posible!”.
Cruzaron el laboratorio a paso acelerado y llegaron a la puerta. El
historiador miró hacia el exterior y le pareció todo tranquilo. Incluso extendió
el brazo para apagar la luz, pero reconsideró y paró el gesto; atraer a sus
perseguidores hacia el laboratorio podría ser ventajoso si conseguían
escabullirse de allí a tiempo. Recogió el brazo y dejó las luces encendidas.
“¿Y ahora?”, quiso saber ella, con las manos temblando y la mirada
asustada. “¿Qué hacemos?”.
Concentrado en lo que pasaba en el atrio del primer piso, Tomás no
respondió. Le hizo una señal para que le siguiese y cruzó la puerta,
avanzando despacio en dirección a la escalinata. Si bajaban a la planta baja,
pensó, tendrían una buena posibilidad de escapar. Al acercarse a los
peldaños, sin embargo, vislumbró primero una sombra y después otra, ambas
subiendo al primer piso paso a paso. Evidentemente, alguien se esforzaba por
mantenerse silencioso.
“Cuidado”, murmuró, los ojos mirando en todas las direcciones en busca de
una escapatoria. “¡Ahí vienen!”.
No vio ningún escondite y las sombras continuaban subiendo la escalera.
Tenían menos de dos segundos para esconderse. ¿Pero dónde? ¿Dónde?
Retrocedieron hacia la sombra de la pared, acorralados, y para sorpresa de
Tomás su espalda no tropezó con ninguna superficie dura, como esperaba,
sino con un tejido que cedió al contacto.
Una cortina.
Con un movimiento rápido, se deslizaron ambos por detrás del telón espeso
en el momento exacto en que las sombras en la escalinata dieron lugar a dos
figuras en carne y hueso; eran probablemente los hombres de la CIA que
llegaban al primer piso. Ocultos por el tejido oscuro de la cortina, Tomás y
María Flor mal se atrevían a respirar. El historiador le puso la mano en el
hombro para tranquilizarla y sintió que su gesto la ayudaba. Después miró
por una abertura y observó a los dos hombres subir el último peldaño, a unos
tres metros de distancia.
“Oye Greg, tú te quedas aquí”, susurró el de delante. Parecía obvio que se
trataba del que mandaba. “Si alguien intenta bajar las escaleras, ¿sabes lo que
tienes que hacer?”.
“No te preocupes. ¿Y tú?”.
El jefe metió la mano en el abrigo y extrajo un objeto metálico con un tubo.
Al principio Tomás no entendió de lo que se trataba, pero por un reflejo del
metal vio que el hombre sujetaba una pistola con el cañón envuelto en un
cilindro.
“Voy a cogerlo en el laboratorio”, dijo. “Si oyes los plops de los tiros del
silenciador, no te preocupes. Limítate a desaparecer para que no te cojan los
de seguridad y di a tus hombres que abandonen rápidamente sus puestos y
vuelvan a casa. Yo voy a hacer lo mismo, quédate tranquilo. El próximo
punto de encuentro es la embajada”.
“¿Y si no hay tiros?”.
El jefe miró fijamente a su compañero con intensidad, como si la mirada lo
dijese todo.
“Va a haber, quédate tranquilo”.
El bulto de delante se giró y siguió en dirección al laboratorio, la pistola
disimulada en la mano, los pasos lentos y cautelosos. La puerta estaba
recortada por un rectángulo de luz, que le dio la seguridad de que había gente
dentro, por lo que redobló el cuidado a medida que se aproximaba.
Escondido detrás de las cortinas, Tomás seguía los acontecimientos con
creciente alarma. Las últimas palabras del diálogo de los intrusos mostraban
que la intención no era detenerle, sino matarle. Ya había intuido eso en
Coimbra, cuando el hombre de la CIA le había apuntado sin previo aviso,
aunque entonces no pudo estar seguro. Ahora era diferente, pronunciaron las
palabras de forma clara; aquellos hombres habían venido para matarle.
El problema era que las opciones de fuga estaban reducidas a cero. Salir del
laboratorio a tiempo solo les había concedido uno o dos minutos. El agente
de la CIA se preparaba para entrar en aquella zona del Instituto Gulbenkian
de Ciencia y en breve descubriría que ellos ya no estaban allí. ¿Qué sucedería
después? Era evidente que los desconocidos iban a examinar al detalle el
primer piso. Comenzarían por encender las luces de los pasillos y del atrio y
después inspeccionarían lo que se escondía por detrás del primer escondite
obvio, las cortinas.
No había duda, estaban perdidos. La única salida, pensó Tomás, era huir por
la escalera mientras el agente de la CIA examinaba el laboratorio.
El hombre que se había quedado en la escalera, sin embargo, constituía un
obstáculo. ¿Cómo se podrían librar de él? Tendrían que probar suerte,
concluyó. Tenían que escapar y había llegado el momento de arriesgarse.
Cerró los párpados y contó mentalmente hasta tres.
Uno.
Un ruido aparatoso señaló el momento en el que el agente de la CIA abrió
de par en par la puerta y entró en el laboratorio con la pistola en la mano, listo
para disparar. Sin embargo, el historiador sabía que él no estaría mucho
tiempo allí. Unos veinte, treinta segundos, como máximo, tiempo suficiente
para darse cuenta de que habían dejado el laboratorio.
Dos.
Tenían que aprovechar la pequeña ventana de oportunidad que se les abría.
Las posibilidades de que todo corriese bien eran muy pequeñas, lo sabía, pero
se trataba de la única salida, teniendo en cuenta las circunstancias. La
sorpresa jugaba a su favor y tal vez el hombre que estaba esperando en las
escaleras no fuese capaz de frenar una envestida inesperada proveniente de
un lugar imprevisto como la cortina escondida en la sombra.
Respiró hondo, preparándose para la acción. Había llegado la hora de
terminar la cuenta atrás y lanzarse hacia la salida.
Y tr...
“Damn!”, se oyó al hombre de la pistola echar pestes desde el laboratorio.
“What the fuck!”.
Las palabras inquietaron al hombre de las escaleras, que dio unos pasos en
dirección al laboratorio.
“¡Jim!”, llamó. “¿Qué pasa?”.
Esta evolución frenó a Tomás. No podía salir en ese momento porque su
adversario se había alejado. No tenía forma de derribarlo por sorpresa. Y se
dio cuenta de que si echase a correr e intentase bajar las escaleras, su espalda
se convertiría en un blanco fácil.
Palpó el espacio por detrás de ellos y de la cortina y se dio cuenta de que
había una puerta de cristal. Si había una puerta de aquellas allí,
probablemente habría un balcón. Era la oportunidad que buscaba. El hombre
de la escalera se alejó lo suficiente para no oírles si fuesen discretos, pero
tenían que actuar deprisa. Buscó a ciegas el picaporte y cuando lo encontró lo
giró y corrió la puerta. Echó una última mirada por la abertura de la cortina y
vio al hombre de las escaleras plantado a medio camino del laboratorio, a la
expectativa de lo que sucediera al agente de la CIA e intentando entender por
qué había gritado.
Era el momento.
“Ven”, le susurró a su amiga. “Pasa para ahí fuera”.
María Flor obedeció y se escabulló por la puerta que él había entreabierto.
Tomás hizo lo mismo y encontró una pequeña terraza. El corazón le
retumbaba en el pecho y sentía las pulsaciones increíblemente aceleradas,
pero incluso así no pudo contener una sonrisa. Tal y como había ocurrido en
Coimbra, se escapaba por la terraza. Sin embargo, el gesto de ironía
enseguida se deshizo cuando se dio cuenta de la enorme diferencia en
relación a su fuga de la Casa de Reposo. Aquí no había ningún árbol por el
cual se pudiese descolgar para llegar abajo. En realidad, no había nada.
Solo un salto en la oscuridad.
“¡Estamos acorralados!”, constató ella, con desesperación en la mirada.
“¡Nos van a coger!”.
Al verla al límite de la resistencia psicológica, Tomás se aproximó para
intentar tranquilizarla, pero en ese instante el cristal de la puerta por donde
acababan de pasar se iluminó. Se dieron cuenta de inmediato de que eso solo
podía significar que habían encendido las luces del atrio del primer piso y que
los desconocidos empezaban a revisar el piso. La cortina detrás de la cual se
habían escondido sería evidentemente el primer sitio obvio, lo que significaba
que los hombres también se iban a dar cuenta de que había una terraza detrás
de la cortina y por lo menos darían ahí un vistazo. Los fugitivos tenían un
máximo de diez segundos, probablemente menos.
Presionado, el historiador estudió de nuevo la terraza. No había, de hecho,
sitio por donde escapar, ni siquiera donde se pudiesen esconder. Cuando sus
perseguidores inspeccionasen el espacio por detrás de la puerta de cristal, era
inevitable que diesen con ellos. Echó una mirada exasperado hacia abajo,
sabiendo que las tinieblas escondían peligros y constató con sorpresa que el
destello de la iluminación que se había encendido en el atrio del primer piso,
aunque tenue, conseguía mostrar el suelo y deshacer el misterio de aquella
sombra, antes impenetrable.
Césped.
El suelo inmediatamente por debajo de la terraza estaba constituido, no por
piso duro, sino por césped. Bajo el efecto de la luz del primer piso, las puntas
de hierba relucían como piedras preciosas; parecían diamantes pero eran
gotas de agua. Había sido regado hacía poco y Tomás comprendió lo que eso
significaba.
“¡Salta!”, ordenó a su amiga, subiéndose a la barandilla de la terraza. “Es
nuestra única posibilidad”.
María Flor echó una mirada aterrorizada hacia el suelo.
“¿Estás loco? ¡Si saltamos desde esta altura, nos vamos a partir las
piernas!”.
“Abajo hay césped, ¿no ves?”, dijo él, apuntando hacia la vegetación. “Y el
riego acabó hace poco, lo que quiere decir que la tierra está mojada. O sea,
más blanda”. Señaló la puerta de cristal con el pulgar. “Van a aparecer en
cualquier momento. ¡O saltamos ahora o nos cogen!”.
Ella también había oído el diálogo de los dos desconocidos y sabían a lo que
habían venido.
“¡Vamos!”.
Venciendo una última vacilación, se subió a la barandilla al lado de él, llenó
el pecho de aire para ganar coraje y, casi al mismo tiempo, se lanzaron ambos
al vacío.
El impacto fue violento, pero la tierra estaba realmente empapada de agua y,
tal y como Tomás había previsto, amortiguó la caída. Los dos bultos rodaron
sobre sí mismos, para aflojar más el choque, y se detuvieron sobre el césped
para analizar los daños.
“¿Estás bien?”.
La pregunta que él había susurrado mereció como respuesta un gemido de la
compañera. María Flor sentía un dolor en la pierna y Tomás tenía la espalda
dañada. Examinaron con cuidado, ella la pierna y él la espalda, y constataron
que conseguían moverse a pesar de estar doloridos; no se habían partido
nada.
“Sí, estoy bien”, respondió María Flor. “¿Y tú?”.
Como si prefiriese responder a través de actos, el historiador se puso de pie
y le extendió la mano para ayudarla a levantarse.
“Tenemos que...”.
Se calló en ese momento y se detuvo. Oyó voces que irrumpieron desde
arriba. Los asesinos habían llegado a la terraza. Tomás levantó los ojos y vio
a los dos hombres con los brazos extendidos hacia delante y las pistolas en
las manos apuntadas en su dirección.
XXXVI
Oscuro completamente el jardín exterior por efecto del contraste con la
iluminación interior, los ojos de James Krongard y de Greg Swartz tardaron
bastante en adaptarse a las tinieblas. Las sombras de fuera les parecieron
uniformes y no consiguieron vislumbrar nada, más allá del gran manto de
oscuridad que se extendía alrededor.
“No están aquí”, concluyó Swartz dando la espalda a la barandilla. “Vamos a
ver el resto”.
El agente de la CIA todavía no quería desistir y con la mirada recorrió una
vez más todo el espacio envolvente, en un esfuerzo por ver a lo lejos algún
bulto o movimiento sospechoso, pero el jardín parecía realmente adormecido,
solo acariciado por una brisa fresca. Con un suspiro de resignación se rindió a
la evidencia y dio también media vuelta para ir tras el rastro del jefe de
seguridad de la embajada, entrando en el edificio sede de la Gulbenkian.
“Tenemos que inspeccionar todo el piso”, dijo en un tono un tanto
decepcionado. “El tipo debe de andar por alguna parte”.
Swartz apuntó hacia varias puertas situadas a lo largo del pasillo, unas a la
izquierda y otras a la derecha”.
“Quizás está en alguno de esos despachos”.
El razonamiento parecía lógico, pero Krongard se detuvo y miró hacia la
puerta abierta de par en par del laboratorio, con el interior todavía iluminado.
“Uno de tus hombres vio a alguien ahí dentro, ¿verdad? Pues si el
laboratorio está desierto, quien quiera que fuese que estaba ahí, abandonó
este espacio hace poco tiempo. Si ese alguien era nuestro sospechoso, como
cada vez me convenzo más que era, su retirada no fue una coincidencia”.
“¿Qué quieres decir con eso?”.
“Que él nos debe de haber visto y se ha escapado por alguna salida de cuya
existencia ni sospechamos”, sugirió. “No te olvides de que el tipo trabaja para
la fundación, debe de conocer todas las esquinas de la casa...”.
Swartz entendió rápidamente las implicaciones de esta observación.
“¿Crees que él estará fuera?”.
El agente de la CIA no respondió. En vez de eso sacó el walkie-talkie del
cinturón y apretó los tres botones que le permitían comunicarse con todos los
marines posicionados en el exterior.
“Apache a Comanche Uno, Dos y Tres”, llamó. “¿Me oyen?”.
“Comanche Uno a Alfa. Cinco por cinco”.
Los restantes marines también confirmaron la escucha y aguardaban
instrucciones.
“El pájaro puede haber escapado del nido”, avisó. “Redoblen la vigilancia y
no lo dejen abandonar el perímetro”.
Krongard sentía que Tomás se le escapaba como el agua entre los dedos,
pero no había jugado todavía su última carta. Los marines eran su red de
seguridad, aunque todavía alimentaba la esperanza de que no fueran
necesarios. A fin de cuentas, ¿quién sabe si el fugitivo no se escondía en uno
de los despachos del pasillo?”.
XXXVII
La puerta de cristal se cerró y Tomás respiró de alivio. Cuando vio a los
hombres en la terraza con las pistolas apuntadas hacia él, pensó que le habían
visto y llegó a cerrar los ojos, esperando dos tiros fatales, pero no sucedió
nada. Acabó por darse cuenta de que los desconocidos no tenían los ojos
adaptados a la oscuridad y que por eso no los habían visto, pero solo se quedó
tranquilo en el momento en el que desaparecieron en el interior del edificio.
“¿Crees... crees que ya nos podemos ir?”.
María Flor hizo la pregunta en un tono de voz trémulo y balbuceante. Los
corazones de ambos latían con tanta fuerza que pensaron ser capaces de oír
aquellos latidos, locos y casi descontrolados. Parecía incluso que algo dentro
de ellos quería salir del pecho. Lo curioso fue que solo entonces sintieron que
las piernas les temblaban y el estómago se les contrajo de miedo; la mente
tomaba plena consciencia de la amenaza.
“Sí”, dijo él, tragando en seco y volviendo a extender la mano para ayudarla
a levantarse. “Es mejor salir de aquí lo más deprisa que podamos. Van a
darse cuenta de que no estamos allí dentro y deben aparecer en cualquier
momento”.
María Flor se apoyó en la mano que le extendía Tomás y se levantó,
titubeante, con las piernas todavía temblorosas. Le parecía que estaban
hechas de gelatina. Dio un paso y casi se cae, atolondrada; pero con un gran
esfuerzo mantuvo el equilibrio y fue recuperando la compostura. Al verla
más restablecida, el compañero la arrastró hacia las zonas de vegetación alta
y la condujo por la sombra a lo largo del perímetro de la fundación en
dirección a la salida principal, la que daba hacia la Avenida de Berna.
“¿Cómo supieron que estábamos aquí?”, se preguntó ella. “¿Será que
alguien nos vio entrar?”.
Mientras andaba, con los ojos atentos a cualquier sorpresa que las sombras
les pudiesen preparar, Tomás iba reflexionando sobre el asunto. La pregunta
se justificaba, lo sabía. Revisó mentalmente los pasos que habían dado
cuando llegaron a la fundación y deprisa sacó conclusiones.
“Estoy seguro de que no nos vieron al entrar”, dijo. “Pero las luces en el
laboratorio estuvieron tal vez encendidas durante demasiado tiempo. Sabes lo
que pasó, la conversación estaba tan animada, que me olvidé de que nos
estaban buscando...”.
María Flor soltó un largo suspiro y una risita nerviosa.
“¡Uf! ¡Fue un susto de los buenos!”, se desahogó, intentado todavía digerir
la experiencia. “¡Ni sé cómo conseguí saltar desde aquella terraza y no
partirme nada!”. Las manos le temblaban, pero no fue capaz de contener una
risita. “¿Y cuando les vi con la pistola apuntada hacia nosotros? ¡Estuve a
punto de salir corriendo para cualquier lado!”. Soltó una carcajada nerviosa.
“¡Qué miedo!”.
Ahora que tenían la impresión de que el peligro ya había pasado, la
inyección de adrenalina en la sangre les dejó súbitamente en un estado de casi
euforia. Habían sobrevivido, el aire era puro, la luna en cuarto menguante
parecía un diamante en forma de C, las plantas despedían un intenso perfume
y el césped exhalaba un frescor embriagador; todo les parecía bonito y las
risitas se transformaron en risas y después en carcajadas. Parloteaban y reían,
habían escapado, respiraban libertad, estaban vivos y no interesaba nada más.
“Stop!”, rugió una voz nasal, evidentemente un extranjero.
“¡Identifíquense!”.
Se giraron y vieron que les cortaba el camino un joven corpulento, con el
pelo rubio cortado al estilo militar. No llevaba uniforme sin embargo; usaba
solo jeans y una chaqueta de cuero castaña. El acento parecía americano y no
era necesario ser superdotados para entender que formaba parte del equipo
que les buscaba.
Les habían cogido. La euforia de la adrenalina permanecía, sin embargo, y
Tomás, tal vez porque se trataba de un deseo largamente reprimido o porque
la excitación en ese instante le desinhibió, decidió que ya no tenía nada que
perder y que podía permitirse una última locura. Con un gesto impetuoso,
agarró a María Flor por los hombros, la atrajo hacia él e hizo lo que nadie
esperaría que hiciese.
La besó en los labios.
Fue un beso arrebatado, húmedo e intenso, pero breve. Cuando acabó apartó
la cabeza para contemplarla. Su amiga tenía los ojos muy abiertos y una
expresión incrédula en el rostro. Los últimos segundos habían sido un
carrusel de emociones, la euforia de la salvación transformada en susto al ser
interceptada por un americano y la sorpresa por aquel acto inesperado.
Tomás se rio en voz alta.
“Es preciosa, ¿verdad?”, preguntó, exhibiendo el rostro de ella al americano
paralizado. “¡Apuesto a que allí en América no hay nada así!”. La miró otra
vez y le contempló las líneas simétricas, los grandes ojos castaños con una
expresión atónita, los labios carnosos entreabiertos, las mejillas rosadas, los
pelos con las puntas rizadas. “Hmmm... bueno, tal vez aquella actriz, ¿cómo
se llama? ¡... Jeniffer Connelly!”. Volvió a coger su rostro y lo giró hacia el
americano. “¿No son parecidas?”.
Cogido por sorpresa, el marine incluso dudó.
“Afirmativo, sir”, acabó por afirmar, vencido por la semejanza de la mujer
que tenía delante con la actriz americana. “Su novia es la Jeniffer Connelly de
Portugal, all right”.
Tomás volvió a besarla en los labios.
“¡Preciosa!”.
El marine no sabía qué hacer. Le habían dicho que no dejase pasar al
sospechoso, pero lo cierto es que nunca le había visto la cara y quien apareció
no fue un hombre sino una pareja. Quería encender el walkie-talkie y solicitar
instrucciones a sus superiores. Las circunstancias, sin embargo, hacían que
ese gesto fuese un poco extraño. Sus órdenes eran las de mantener la mayor
discreción posible y evitar atraer las atenciones a no ser que fuera
estrictamente necesario. Además, se repitió así mismo que lo que tenía
delante no era un fugitivo desesperado sino una pareja de enamorados que
probablemente se estaban divirtiendo en los rincones oscuros del jardín de la
fundación y que ahora iban camino de casa. ¿Con qué argumento los podría
retener?
Estaba a punto de dejarlos pasar cuando, de repente, le surgió una última
duda.
“Disculpe, sir” dijo con una expresión súbitamente desconfiada,
aproximándose un paso para cortarles el camino. “¿Cómo ha sabido que soy
americano?”.
El portugués volvió a soltar una carcajada ruidosa y esbozó una expresión
burlona.
“¿Ya se ha oído hablando portugués?”.
El marine arqueó las cejas.
“¿Qué le pasa a mi portugués?”, preguntó, casi ofendido. “¿Hay algo mal?”.
“La gramática es perfecta”, lo tranquilizó Tomás. “El problema es ese
acento. Solo le faltan las espuelas de cowboy”.
Soltó una última carcajada y, con el brazo por el hombro de María Flor y
apretándola como si fuesen realmente un par de enamorados, gesticuló un
bye-bye de burla y abandonó el complejo de la Gulbenkian, adentrándose en
la noche de Lisboa.
XXXVIII
A pesar de todos los cuidados, la inspección al edificio sede de la
Gulbenkian terminó cuando los dos intrusos fueron interceptados por los
guardias que realizaban la ronda de seguridad de la fundación y en el
momento en el que registraban un cuarto de baño. James Krongard abría las
puertas de los compartimentos privados y Greg Swartz inspeccionaba el
armario de los productos de limpieza en el momento en el que tres hombres
entraron en los lavabos con porras en las manos.
“¿Quienes son ustedes?”.
Swartz, cogido por sorpresa, se quedó paralizado sin saber lo que decir, pero
el agente de la CIA estaba entrenado para aquellas situaciones y mantuvo la
compostura.
“Vinimos al concierto del Gran Auditorio y, al final, tuve una crisis de
cólicos y diarrea”, improvisó de forma muy natural. “Mi amigo tuvo la
gentileza de traerme aquí al cuarto de baño, para... en fin, para resolver el
problema”. La explicación fue dada en el tono convincente y perfectamente
razonable de quien tenía la consciencia tranquila, por lo que los guardias se
quedaron sin reacción. Pero el hecho de no haber ningún olor desagradable en
el aire en aquel momento, iba en contra de los argumentos de los intrusos.
“Identifíquense, por favor”.
Los americanos sacaron los pasaportes y los documentos de identificación
de la embajada de los Estados Unidos en Lisboa y se los entregaron a los
hombres de seguridad.
“Como pueden ver, soy el agregado cultural americano en Portugal”; dijo
Krongard. “No podía perder el concierto de esta noche, claro”. Puso la mano
en la tripa y, con un gesto dolorido, fingió desaliento. “El problema fue este
maldito cólico...”.
Los documentos estaban en orden, sus portadores tenían inmunidad
diplomática y nada parecía haber sido robado de las instalaciones, por lo que,
después de anotar la ocurrencia y registrar la identificación de los intrusos,
los guardias les acompañaron hasta la salida.
Una vez en la calle, los dos americanos se dirigieron directamente al marine
que se había quedado vigilando la salida principal. Era el joven rubio de pelo
al estilo militar y chaqueta de cuero.
“¿El sospechoso no pasó por aquí?”.
El marine movió la cabeza.
“Negativo, sir”.
“Damn!”, murmuró Krongard, frustrado. “¿Dónde diablos se escondió el
tipo? Recorrimos el edificio de la sede de una punta a otra...”.
“Solo nos faltó el museo”, consideró Swartz, con la mirada desviándose
hacia la estructura donde se guardaba la excelente colección del filántropo
que había creado la fundación. “Nos faltó verificar ese edificio”.
El agente de la CIA esbozó una mueca escéptica.
“Lo dudo mucho”, dijo. “El Museo Gulbenkian guarda cuadros de
Rembrandt, Rubens, Monet y otros artistas y hay mucha seguridad. Sería
imposible que nuestro hombre se escondiese allí dentro sin que nadie se diese
cuenta. Los guardias ya nos dijeron, cuando les interrogamos discretamente,
que no lo vieron todavía esta noche, ¿verdad? Eso elimina el museo”.
Parecía que habían llegado a un callejón sin salida. Krongard consideró la
posibilidad de que Tomás nunca hubiese estado esa noche en la Gulbenkian,
pero, siendo así, ¿cómo se explicaba la presencia de su automóvil al otro lado
de la calle? ¿Lo habría abandonado allí e ido después a otro lugar?
“Por lo tanto, Matt, ¿no pasó nadie por aquí?”, preguntó Swartz a su
subordinado mientras el agente de la CIA revisaba la situación. “¿Nadie,
nadie?”.
El marine dudó.
“Bien... pasó una pareja de novios. Deben de haber estado ligando en el
jardín de la fundación”. El rostro del marine se abrió en una sonrisa. “La
chica era una babe. Tenía la misma cara que Jennifer Connelly, pero con los
ojos castaños. Si yo cogiese una así...”.
Al oír el nombre, Krongard abrió bien los ojos.
“¿Qué es lo que has dicho?”.
Hizo la pregunta con tal brusquedad que el joven marine se puso a la
defensiva.
“¡No hice nada a la chica!”, se apresuró a aclarar, recelando haber violado
cualquier reglamento o código de conducta. “Me limité a...”.
“¿Jennifer Connely?” El hombre de la CIA comparó mentalmente el rostro
de la actriz americana con la fotografía de la directora de la residencia que el
jubilado de la Judicatura le había remitido por e-mail horas antes. Jennifer
Connelly era el nombre del que había intentado acordarse esa noche, la actriz
que actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind. Sintió un batacazo cuando
se dio cuenta de la verdad.
“¡Era él! ¡Era él!”.
“¿Él? ¿Quién?”.
“¡El sospechoso!”, exclamó, en un estado súbito de excitación. “¡El hombre
que buscamos! Damn!” Agarró al marine por los hombros y lo sacudió con
violencia. “¿Pero a dónde se fue?”.
El marine le devolvió una mirada de espanto, sin entender nada.
“Me temo que haya una equivocación, sir”, aclaró. “Estoy hablando de una
señora que se parecía a...”.
“El tipo que la acompañaba era nuestro sospechoso, ¡gran schmuck!, lo
interrumpió, sabiendo que no había tiempo que perder. “¿Lo estás
entendiendo ahora? ¿A dónde se fue?”.
Comprendiendo por fin la reacción de su interlocutor, el militar extendió el
brazo y apuntó hacia el pequeño espacio del otro lado de la calle donde
Tomás había aparcado su Volkswagen azul.
XXXIX
Siguiendo el camino hacia la salida, la cintura y la cadera de María Flor se
adaptaban de tal forma al abrazo que los unía, que su cuerpo parecía hecho
para estar pegado al de él; Tomás solo la soltó, y sin ganas, cuando llegaron
junto al parking y ya no tenía ningún pretexto para mantenerse agarrado a
ella. Encontró el Volkswagen aparcado en el mismo sitio donde lo había
dejado pero, cuando se preparaba para dirigirse al coche, notó la presencia de
un agente de la policía municipal en las proximidades. Algo en la postura del
hombre uniformado le dio a entender que había alguna relación entre él y el
coche, por lo que corrigió la dirección y siguió camino como si estuviese de
paso.
“¿Qué hay?”, se extrañó su amiga, sin comprender lo que pasaba. “¿No
vamos en tu coche?”.
“Ssssh”, susurró el compañero, señalando con los ojos la presencia del
policía. “Ten cuidado”.
Al ver al agente, María Flor comprendió el problema y también disimuló.
Pasaron el estacionamiento y caminaron a lo largo de la Plaza de España,
atentos al tráfico. Vieron un taxi aproximarse y levantaron los brazos para
llamarlo. El vehículo paró a su lado, se metieron en el asiento de atrás y
Tomás dio la dirección al conductor.
“Cais do Sodré, por favor”.
El taxi arrancó y de nuevo Maria Flor le echó una mirada extraña.
“¿Por qué el Cais do Sodré?”, quiso saber. “¿Vamos a coger el tren a
Cascais?”.
Tomás desvió los ojos, evitando mirarla.
“Cais do Sodré tiene pensiones cutres, de aquellas que usan algunas chicas
para llevar a los clientes. Son baratas y no piden identificación a nadie”. Se
encogió de hombros, un poco incómodo. “Disculpa, pero no tenemos
alternativa...”.
La información dejó a María Flor boquiabierta.
“Va a ser una bonita noche”, observó con ironía nada más recomponerse.
“Oye, no abuses, ¿vale? Aquellos besos que me diste a la salida de la
fundación... en fin, solo los pasé porque me pillaste de sorpresa debido a las
circunstancias. Pero que quede claro que no quiero ningún tipo de confianzas,
¿de acuerdo?”.
El historiador era la inocencia personificada.
“¿Yo? ¿Aprovecharme?”. Fingió un aire ofendido. “Francamente Flor, ¿me
consideras capaz de una cosa de esas?”.
“Te considero capaz de eso y de mucho más”, respondió ella, levantando el
dedo como si le hiciese un aviso. “¡Ni pienses en repetir la broma! Me
invitaste una vez a cenar, fue agradable y quedamos como amigos. Todo
bien. Pero no pasa de ahí”. Hizo un gesto señalando el taxi donde se
encontraban. “Si hoy estoy aquí contigo es porque creo que debo ayudarte en
este momento difícil Por eso, no te pases, ¿oíste?”. Movió la cabeza. “La
verdad, ya no sé si hice bien en meterme en esta aventura. Estaba tan
tranquila en mi rinconcito en Coimbra y ahora me encuentro arrastrándome
detrás de ti, con hombres armados siguiendo nuestro rastro y contigo
llevándome a una pensión de prostitutas. Empiezo a no encontrar gracia a
esta broma. No quiero que te tomes libertades conmigo. ¿Fui clara?”.
“Cristalina”.
El taxi les dejó en una callejuela por detrás de Cais do Sodré, donde había
bares y night clubs de tercera categoría. Recorrieron la calle con cierta
cautela, atentos a los hombres ebrios que se tambaleaban a lo largo de la
acera y a los otros que pasaban agarrados a mujeres delgaduchas con la cara
pintarrajeada. En medio de la calle vieron una pensión con aspecto sórdido,
un neón anunciando el Palacio de los Sueños, y se dirigieron hacia ella.
El interior era sombrío, con una decoración pobre y un ambiente
deprimente. En la recepción estaba una mujer gorda, con un cigarro en los
labios y un olor a perfume ordinario. Les recibió con modos indiferentes y no
les hizo preguntas. Tomás pagó anticipadamente y la recepcionista le
extendió con displicencia una llave oxidada.
“Es el doscientos seis”, les informó. “Segundo piso, tercera puerta a la
derecha. La ducha tiene un problema con el cilindro, pero creo que no será un
inconveniente”. Los labios se abrieron en una sonrisa y giñó un ojo cómplice.
“El agua fría puede venir al pelo después de una noche ardiente...”.
A María Flor no le hizo gracia la frase y no le agradaba aquel tipo de
equívocos, pero se mantuvo callada. Entendía que, considerando las
circunstancias, no había alternativa a aquel tugurio. Se metieron en el
ascensor, una caja de hierro antigua y cubierta por una red que le daba el
aspecto de una jaula, y apretaron el botón del segundo piso. El ascensor
sollozó al arrancar, gimió durante todo el viaje y terminó con un nuevo
traqueteo. Salieron al segundo piso y recorrieron la alfombra agujereada del
pasillo hasta entrar en la habitación.
Les esperaba un compartimiento minúsculo y deprimente, que olía a moho.
En una esquina había una vieja mesa y una silla de madera; había también un
espejo gastado colgado en la pared, una gran cama de hierro con una colcha
de color crema con manchas y un ventanuco con vistas hacia una pared. El
cuarto de baño estaba revestido de azulejos blancos y tenía un cierto aspecto
de hospital decrépito. La única cosa que desentonaba en aquel escenario
decadente era un ordenador sobre la mesa, un toque incongruente de
modernidad destacándose en aquel antro de decrepitud.
Después de inspeccionar la habitación, María Flor suspiró, abatida; le
costaba creer hasta qué punto se había rebajado en tan pocas horas.
“¡Qué antro!”, se desahogó, sentándose en la cama con aire infeliz. Miró a
su compañero, y viéndolo sin saber qué hacer, con la mirada indecisa
acariciando la cama, se levantó inmediatamente y apuntó hacia la moqueta
gastada. “Tú duermes en el suelo, ¿vale?”.
El mensaje fue claro, por lo que Tomás arrastró la silla y se sentó junto a la
mesa.
“Te has quedado muy traumatizada con el teatro que hice hace poco delante
del americano...”.
“Traumatizada, no diría”, dijo mientas colocaba la almohada y se
acomodaba. “Pero me gustan las cosas claras y poner todo en su lugar. No
quiero que piensen que...”.
Un sonido rítmico de los muelles de la cama chillando en algún lugar de la
pensión interrumpió a María Flor. A los chirridos acompasados de un
colchón les acompañaba una sucesión de gemidos femeninos que solo
terminaron unos treinta segundos después, en medio de un gran bramido
masculino final. Los dos ocupantes de la habitación doscientos seis evitaron
mirarse mientras duraron aquellos ruidos sospechosos y solo después de
regresar el silencio, rompieron el mutismo embarazoso en el que ambos se
habían quedado inmersos.
“Olé”, observó Tomás con una sonrisa nerviosa. “Esta pensión está... muy
animada”.
Su amiga levantó los ojos al techo, no muy satisfecha con la palabra elegida
para describir el agujero en el que se encontraban.
“¡Qué antro!”, suspiró de nuevo. Movió la cabeza, incrédula todavía por
haberse dejado arrastrar a un lugar de aquellos, y respiró hondo. “Mira,
tenemos que resolver nuestra situación, esto no puede continuar así. ¿Cuál es
tu plan?”.
El historiador la miró con desánimo.
“Gran pregunta”, reconoció, ponderando la cuestión. “Lo cierto es que no
veo salida para el problema. Los tipos de la CIA van detrás de mí y si me
cogen estoy frito. No tienen ninguna prueba real, pero admito que los indicios
son comprometedores”.
“Vamos por partes”, sugirió ella. “Para probar tu inocencia, ¿qué podemos
hacer?”.
El abordaje de su compañera no le pareció mal, pensó Tomás. Reflexionó
sobre la pregunta y la respuesta se impuso de inmediato.
“Para eso, tenemos primero que resolver el rompecabezas dejado por
Bellamy”, consideró. “Ya vimos que el símbolo que él escribió en su último
mensaje es la letra griega psi, una alusión directa e inequívoca a la función de
onda de la ecuación de Schrödinger, la formulación científica que tiene
implícito que la consciencia crea parcialmente lo real. En este rompecabezas
nos falta ahora desvelar el sentido de aquella línea misteriosa, ¿te acuerdas?
Se trata de la frase en la que él puso mi nombre y dijo que era la llave”. Abrió
las manos, en un gesto de impotencia. “¿Pero la llave de qué? ¿Qué llave... es
que...?”.
Se calló, concentrándose en el pensamiento que la conversación había
desencadenado, asociando palabras e ideas, explorando nuevos caminos,
contemplando posibilidades inesperadas.
“¿Qué?”, preguntó ella, viéndolo con la expresión vacía y ojos absortos.
“¿Qué fue? ¿Ocurrió algo?”.
Tomás se puso de pie de un salto, con el cuerpo lleno de energía, los ojos
incendiados por la llama del descubrimiento.
“¡Ya sé!”, exclamó, como quien dice ¡Eureka! “¡Ya sé!”.
“¿Ya sabes el qué? Explícate”.
Tomás se sentó en la cama al lado de ella y extendió el gran pentáculo que
había guardado en el bolsillo en Coimbra.
“Oye, esta mañana me entregaron en la Gulbenkian un paquete que venía de
Ginebra, pero con remitente desconocido. En el interior estaba este objeto, el
gran pentáculo. Pensé que me lo había enviado el anticuario que me vendió la
Tabula Smaragdina, un viejo manuscrito de Hermes Trismegisto también
conocido por Tabla Esmeralda o El Secreto de Hermes, que adquirí para la
colección Gulbenkian. La conclusión tenía sentido, el gran pentáculo era
también una antigüedad y venía de Ginebra, donde el anticuario vive. Pero
ahora me doy cuenta de que el remitente del gran pentáculo no fue el
anticuario. Fue Bellamy”.
“¿Cómo puedes estar tan seguro?”.
Tomás le señaló el objeto que le había puesto en las manos.
“Porque se trata del gran pentáculo. No te olvides de lo que Bellamy
escribió en el rompecabezas. La llave: Tomás Noronha”.
“¿Y? ¿Qué tiene que ver el gran pentáculo con esa frase?”.
Para el historiador todo aquello era de tal modo obvio que hasta se quedó
sorprendido de que ella no hubiera relacionado ambas cosas.
“¿No lo ves?”, casi protestó, apuntando al artefacto que le había entregado.
“¡Eso es el gran pentáculo! Es uno de los principales objetos mágicos
mencionados en el Mafteah Sholomoh”.
“¿En el Maf... qué?”.
Tomás le mostró el dibujo esculpido en la cara del pentáculo y apuntó hacia
los caracteres indicando המלש ,תחפמ inscritos en lo alto del círculo exterior.
“¿Ves esto?”, preguntó. “Es hebreo y significa Mafteah Sholomoh. Se
traduce en latín por Clavis Salomonis. ¿Lo entiendes ahora?”.
Ella movió la cabeza.
“No”.
“La Llave de Salomón”, aclaró él. “Es un texto mágico atribuido al rey
Salomón. Se trata de un manuscrito con informaciones sobre cómo llevar a
cabo experiencias de alquimia usando para el efecto la energía de Dios. Pero
esos pormenores son ahora irrelevantes. Lo que interesa es que Bellamy
escribió La llave: Tomás Noronha, una expresión con evidente doble sentido.
Por un lado me señaló a mí como la llave para resolver el misterio de su
muerte. Por otro, se trata de una referencia implícita a La Llave de Salomón,
o sea, al gran pentáculo que él mismo me envió por correo”. Volvió a coger
el objeto. “Este objeto debe de tener un papel muy importante en la
resolución del caso”.
Los ojos de María Flor se detuvieron en el diseño grabado en el gran
pentáculo, observándolo ahora con una nueva perspectiva. La llave: Tomás
Noronha era una referencia a Tomás como portador de la llave que Bellamy
había enviado por correo, el gran pentáculo mencionado en La Llave de
Salomón. Todo parecía más claro.
“Ah, estoy empezando a entender...”.
El historiador contempló igualmente el artefacto y lo examinó con detalle,
seguro de que todo allí desempeñaba una función. Tenía que comenzar su
lectura por algún lado. Optó por el círculo central del diseño, sobre el cual
posó el indicador.
“El centro del pentáculo está ocupado por un hexagrama, ¿ves?”, le llamó la
atención. “El hexagrama es una estrella de seis puntas y puede representar
dos cosas: O es una Magen David, o escudo de David, popularmente
conocida como la estrella de David, un símbolo usado hace muchos siglos
como título del Dios de Israel y presencia frecuente en textos mágicos
cabalísticos, como las tablas de segulot...”.
“Seguro que es eso”.
“No me parece”, hay una alternativa. “Fíjate que el hexagrama está dentro
de un círculo, una configuración que está más de acuerdo con otro símbolo
alquímico, el sello de Salomón, usado en la alquimia para representar la
combinación de los opuestos y la transmutación. Al asociar el símbolo
alquímico del fuego, el triángulo hacia arriba, con el símbolo alquímico del
agua, el triángulo hacia abajo, se crean símbolos alquímicos de la tierra y del
aire, lo que convierte al sello de Salomón en el símbolo del equilibrio
perfecto de la naturaleza. Por lo demás, es curioso observar que en la cultura
hindú el hexagrama es un símbolo del mandala, que representa el perfecto
equilibrio meditativo ente el hombre y Dios, que conduce al nirvana”.
Contemplaron por unos momentos el sello de Salomón, pero en poco
tiempo la atención de ambos se centró en los otros elementos constantes del
diseño del gran pentáculo, en particular en el anillo exterior, donde se
encontraban los caracteres hebreos תחפמ המלש y los caracteres latinos
TTVPYN4SOTPYRK.
“¿Y este círculo exterior?”, preguntó, señalando el anillo. “Estas dos
palabras redactadas en hebreo significan Llave de Salomón, ya lo explicaste.
¿Y las otras?”.
Tomás se frotó la barbilla, pensativo.
“Para ser franco, no sé”, acabó por reconocer. “Tendré que estudiar esto con
más tiempo”. Señaló la gran estrella de siete puntas encajada entre el círculo
exterior y el sello de Salomón en el centro del diseño. “De esta otra estrella
ya hay mucho que decir. Se trata de un heptagrama conocido por estrella de
Babalon. Representa los siete días de la Creación, aunque en alquimia se trate
de una referencia a los siete planetas conocidos por los antiguos alquimistas y
los siete elementos fundamentales identificados por las culturas occidental y
oriental”.
“¿Y qué hay de particular en eso?”.
El dedo del historiador saltó entre números, señales y letras dentro y fuera
de las puntas del heptagrama.
“Esta señalización tiene que tener algún significado”, observó en tono
meditativo. “Fíjate que dentro de las puntas aparecen unas señales extrañas,
círculos y trazos. Por fuera de las puntas, a su vez, se ve una secuencia de
números. ¿Lo ves? Aparece un treinta y ocho, un setenta y siete, un cincuenta
y siete, un ocho... en fin, nada de esto aparece por casualidad”.
María Flor indicó dos letras a la derecha.
“Y hay también estas letras, una N sobre una W”, observó. “¿Qué quiere
decir esto?”.
Los ojos de Tomás se fijaron en las dos letras. ¿Cómo era posible que una
cosa de aquellas se le hubiese escapado? La presencia del N y del W, pensó
mientras estudiaba de nuevo los números y las señales dentro de las puntas, le
habían dado la solución de inmediato. Abrió mucho los ojos, como si la
respuesta le hubiese alcanzado con la energía de un relámpago.
“¡Caramba!”, exclamó, mirando fijamente a su amiga. “¡Esto son
coordenadas! ¡Bellamy me envió coordenadas!”.
No fue preciso decir nada más, porque María Flor lo entendió a primera
vista. Barrió la habitación con la mirada, buscando un papel.
“¿No habrá por ahí nada que escriba?”.
En ese momento el historiador ya había echado la mano al bolsillo de la
chaqueta y extrajo su bloc de notas. Quitó la tapa de la estilográfica con los
dientes y, copiando a partir del dibujo esculpido en el gran pentáculo,
escribió la fórmula de las coordenadas.
Se quedaron ambos boquiabiertos apreciando las dos líneas, seguros de que
estaban delante de una verdadera pista. Parecía como si hubiesen recibido un
mensaje del Mas Allá. Tenían la impresión de que Frank Bellamy
comunicaba con Tomás a través del gran pentáculo diciéndoles que en el
planeta había un lugar donde podría encontrar la solución para el misterio de
su muerte. Ese lugar era referenciado por aquellas coordenadas.
La primera en reaccionar a ese descubrimiento desconcertante fue María
Flor. Desvió la mirada hacia la mesa y fijó la atención en el monitor.
“Al final, el ordenador va a servir para algo...”.
Lo enchufaron y aguardaron impacientemente a que se formase la imagen
en la pantalla. Hicieron clic en el icono de Internet y constataron con alivio
que se había establecido la conexión, y a una velocidad que les pareció
razonable.
“¡Excelente!”, murmuró Tomás, moviendo el ratón para que la flecha
llegase a la línea de conexiones. “¡Vamos!”.
Abrió la página de un motor de búsqueda y se inclinó sobre el teclado,
preparándose para escribir. Digitó las coordenadas referidas en las puntas del
heptagrama que estaba dentro del gran pentáculo y la página cambió a un
mapa del planeta. Amplió el mapa, para aproximar la imagen del destino
indicado, y el mapa de los EEUU ocupó la pantalla. Volvió a ampliar y la
imagen navegó de nuevo hasta fijarse en un punto específico, el sitio indicado
por las coordenadas que habían encontrado en el gran pentáculo.
Abrieron los dos la boca y así se quedaron durante tres largos segundos, las
caras inmóviles como en una foto, estupefactos con la identificación del
lugar, atónitos con el destino que Frank Bellamy les había indicado para
descifrar el misterio. Tomás juzgaba conocer al jefe de la Dirección de
Ciencia y Tecnología, sabía que era traicionero e implacable, pero nunca lo
había imaginado con un sentido del humor tan perverso. El mapa les
mostraba que tenían que dirigirse a Washington, DC; en particular a un
edificio pegado a la orilla sur del río Potomac.
La sede de la CIA.
XL
Cuando finalmente la puerta de la Sala Oval se cerró detrás de él y se quedó
solo en el pasillo, Harry Fuchs dejó que la aprensión se reflejase en su rostro.
El briefing de la noche, que el director del Servicio Clandestino Nacional de
la CIA realizara al presidente de los Estados Unidos en una reunión que había
contado con la presencia del Secretario de Defensa y del Consejero de
Seguridad Nacional, no había discurrido de la mejor manera.
Esa tarde había explotado una bomba delante de la embajada americana en
Trípoli, destruyendo un ala del edificio y provocando varias decenas de
muertos, y la CIA no disponía de datos relevantes sobre sus autores; solo
unas vagas suposiciones que envolvían a la Al-Qaeda del Magreb. El
presidente no se había quedado satisfecho con la falta de informaciones
concretas y había avisado de que una cosa de aquellas “no podía volver a
suceder”, bajo pena de “rodar cabezas”.
Irritado con la reprimenda, Fuchs sabía de quién era la culpa.
“Fucking Bellamy”, murmuró entre dientes. “Debías haber muerto despacio,
maldito motherfucker”.
Esperaba que la desaparición del jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología le hubiese abierto el camino para el Ojo Cuántico, el gran
proyecto de la CIA que le permitiría saber todo en cualquier momento, pero
sus expectativas todavía no se habían realizado. ¿Dónde diablos habría
escondido el anciano el maldito Ojo Cuántico? El adjunto de Bellamy, Walter
Halderman, ya había consultado todos los informes de los proyectos secretos
elaborados en los últimos años por la Dirección de Ciencia y Tecnología y no
había encontrado nada. ¡Un inútil, aquel Walt!, pensó. ¿Cómo era posible que
aquel estúpido no encontrase el Ojo Cuántico?
Después de pasar por el pasillo delante de los despachos del vicepresidente
y del consejo de Seguridad Nacional, Fuchs atravesó el atrio y bajó las
escaleras hacia la planta baja. Cruzó la puerta principal del ala oeste y salió
de la Casa Blanca. El aire fresco le golpeó la cara, pero era revitalizante. La
noche ya había caído y la residencia oficial del presidente estaba iluminada
con los focos de luz colocados al nivel del césped.
Un Cadillac negro reluciente de cristales opacos se deslizó hacia delante y
un guardaespaldas le abrió la puerta trasera. El director de la CIA se instaló
en su lugar y lo primero que hizo fue indicar el destino al chófer.
“Langley”.
La limusina arrancó y Fuchs abrió la puerta del bar y se sirvió un whiskey.
¿Dónde diablos habría escondido el anciano el Ojo Cuántico?, se perguntó
repetidamente mientras bebía. El automóvil recorría la West Executive
Avenue y sus ojos examinaban las luces alrededor, pero su mente estaba
sumergida en la valoración de varias posibilidades. Consideró diversas
opciones relativas al paradero del proyecto secreto de Frank Bellamy y en la
última de ellas, por mera asociación de ideas, le vino a la cabeza la imagen
del rompecabezas encontrado en las manos del cadáver de su fallecido colega
de la CIA. El Director del Servicio Clandestino Nacional sabía muy bien que
el símbolo que allí se encontraba no representaba ninguna crucifixión, como
la Agencia había hecho constar para legitimar muy convenientemente la caza
al sospechoso portugués, sino que era una ecuación cuántica. Una ecuación
tan cuántica como... el Ojo Cuántico. Aquella asociación de ideas le hizo
pensar con más cautela sobre el asunto. ¿Y si...? ¿Y si...?
Apretó el intercomunicador para hablar con su ayudante, que seguía delante,
al lado del conductor.
“Bill, pásame con nuestro hombre en Lisboa”.
Bebió un trago más de whiskey y maduró la idea que estaba apareciendo en
su cerebro. Por debajo del símbolo cuántico, Bellamy había dejado una frase
señalando a Tomás Noronha como la llave. Fuchs sabía que el portugués no
era el asesino, solo alguien a quien les convenía atribuir la responsabilidad de
la muerte del jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología, pero la inclusión
del nombre del historiador en el rompecabezas comenzaba a perturbarlo. ¿Por
qué aquel nombre por debajo del símbolo cuántico? ¿Habría alguna relación?
Claro que la había, concluyó de inmediato. El anciano había establecido
intencionalmente la conexión entre las dos cosas, la investigación cuántica y
Tomás Noronha. Más que eso, había señalado al historiador portugués como
la llave. ¿La llave de qué? La respuesta se impuso gradualmente en su mente.
El académico tenía que ser la llave que conducía al Ojo Cuántico.
El teléfono sonó.
“Su llamada, sir”, le anunció el ayudante “Es James Krongard, en Lisboa”.
Se oyó un clic en el auricular, señalando la transferencia de la conexión
telefónica.
“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo. “Sé que es de madrugada en
Lisboa, pero necesito saber lo que pasa. ¿Cogió a nuestro hombre?”.
La voz del otro lado vaciló, notoriamente embarazada.
“Tengo la operación en marcha”, respondió el agente de la CIA en la capital
portuguesa. “Dispongo de varias pistas y las estoy siguiendo. Esta noche
estuvimos muy cerca de cogerlo, pero el tipo tuvo suerte y consiguió escapar.
No será por mucho tiempo, sir. Le aseguro que en breve tendré buenas
noticias que darle”.
“Eso espero”, señaló el director del Servicio Clandestino Nacional en un
tono neutro. “Tengo, sin embargo, una alteración que hacer a sus órdenes. El
sospechoso no debe ser eliminado, sino capturado vivo y metido en un avión
para Langley. ¿Entendido?”.
“¿Se anula la orden de liquidación?”.
“Afirmativo. Será interrogado por nosotros y solo después sufrirá un...
accidente”.
Krongard suspiró de alivio al otro lado de la línea; la idea nunca le había
agradado.
“¡Sí, sir!”.
Sin una palabra más, Fuchs colgó el teléfono y se recostó en el asiento, y de
nuevo el whiskey le mojó los labios. El Ojo Cuántico era esencial para evitar
nuevos desastres, como el del atentado de esa tarde en Trípoli. Si quería
mantener su lugar, tendría que echar mano al proyecto. Y, pensándolo bien,
la mejor pista era ese Tomás Noronha. ¿No le había señalado el anciano
como la llave?
XLI
Observando discretamente a los lados y algo nervioso, el visitante miró por
fin al funcionario del guichet de la aduana.
“¿Cuál es el motivo de su visita?”.
La pregunta fue lanzada mecánicamente por el funcionario, un hombre de
cara oval y bigote con el nombre de Sánchez pegado al pecho. El visitante
tragó en seco, pero a pesar de la inquietud mantuvo el semblante relajado.
“Turismo”, respondió. “Siempre tuve curiosidad de visitar Washington e ir
a ver a...”.
“Ponga los dedos en esa placa, sir”, le cortó el funcionario aduanero, poco
interesado en la conversación. “Primero el pulgar de la mano izquierda,
después los restantes dedos y a continuación lo mismo con la mano derecha”.
El visitante obedeció, con la clara noción de que a partir de ese momento no
había retorno y estaba en manos del destino. La placa estaba registrando sus
impresiones digitales y la información sería enviada a la red de seguridad
nacional de los Estados Unidos y compartida por las varias agencias del país,
incluyendo la CIA.
“Ya está”.
“¿Puede mirar a la cámara, sir?”.
La cámara a la que el hombre del uniforme azul se refería era una máquina
fotográfica esférica con una pequeña lente. El visitante miró fijamente a la
lente y abrió el rostro en una sonrisa, seguro de que muy pronto alguien iría a
encontrar la imagen e investigar las circunstancias de su entrada en el país.
Ocurriese lo que ocurriese, le verían sonriendo.
“¿Ya acabó?”.
El funcionario aduanero asintió.
“Muchas gracias, mister Norona”, dijo el hombre, devolviéndole el
pasaporte. “Que tenga una estancia agradable”.
Era increíble como los americanos no acertaban nunca en la pronunciación
correcta de su apellido, pensó Tomás al pasar la aduana. Los de lengua
inglesa le llamaban siempre Norona. Pero para todos los efectos, las cosas
habían ido bien y debía sentirse satisfecho. Su nombre no constaba en la lista
de sospechosos cuya entrada no estaba permitida en los Estados Unidos.
Se giró hacia atrás y vio a María Flor salir del otro guichet con el rostro
pálido, pero con el pasaporte en la mano y el rostro aliviado. Como habían
previsto, la CIA no imaginaba que los fugitivos tuviesen el descaro de ir a
llamar a su puerta.
“¡Esto es una locura!”, dijo ella mientras movía la cabeza, todavía incrédula
con la insolencia que representaba aquel viaje. “¡Hemos venido a meternos en
la boca del lobo!”.
Tomás sonrió.
“Como el lobo nos quiera morder, se va a partir algunos dientes”.
Abandonaron el sector de la aduana y siguieron las señales hasta la zona de
desembarque. Las maletas de su vuelo ya se deslizaban por la cinta mecánica
y no fue difícil localizar el equipaje que les pertenecía. A pesar de tratarse de
dos maletas pequeñas y relativamente ligeras, las pusieron en un carro y se
dirigieron hacia la salida.
“¿Y ahora?”, quiso saber ella al meterse en la cola de los taxis. “¿Hacia
dónde vamos?”.
“Los hoteles continúan siendo un riesgo”, observó Tomás. “Cuando los
tipos de la CIA se den cuenta de que entramos en el país, lo primero que van
a hacer es verificar la lista de huéspedes de los hoteles, de las pensiones y de
los albergues de los alrededores y, si no encuentran nada, alargarán la
búsqueda a toda América”.
Su compañera se giró hacia el lado y frunció una ceja, súbitamente
desconfiada.
“Oye, no estarás pensando en meternos otra vez en una pensión cutre para
mujeres frescas, ¿no?”. Levantó la mano y movió el índice delante de la nariz
de él, como forma de aviso. “¡Esta vez no entro en el juego! Ya he
contribuido para esa colecta, ¿vale?”.
“Tranquila, mujer. El lugar que tengo en mente es respetable y no va a
exigir el registro de nuestros nombres”.
Llegó su vez en la fila y metieron las dos maletas en el maletero del taxi que
había parado delante de ellos.
“¿Ah, no?”, se admiró María Flor, entrando en la parte trasera del vehículo.
“¿Y donde es ese paraíso?”.
Tomás se sentó al lado de ella, cerró la puerta y al proporcionar la dirección
al motorista le dio la respuesta.
“A la Universidad de Georgetown, por favor”.
La ciudad de Washington, DC, les acogió con su sorprendente toque
europeo. Aunque la urbe estaba cortada por calles anchas paralelas y
perpendiculares, como ocurría en la generalidad de las ciudades americanas,
había abundantes espacios verdes y las fachadas de los edificios tenían líneas
clásicas que recordaban la arquitectura grecorromana. La mayor diferencia
con las otras grandes ciudades de América, sin embargo, estaba en el hecho
de que aquí no había edificios altos. La capital del país de los rascacielos era
una ciudad de construcciones bajas.
La atmósfera europea se volvió incluso más densa cuando entraron en la
parte antigua de Washington, DC, el sector de Georgetown. Allí las calles se
revelaron más estrechas y sinuosas, como sucedía en Europa, y estaban llenas
de comercios tradicionales, bares y pequeños restaurantes. Los transeúntes se
daban codazos en las aceras, unos eran jóvenes estudiantes de jeans, otros
serios personajes de traje y corbata.
El taxi les dejó a la puerta de la Universidad de Georgetown. Sacaron las
maletas, pagaron su viaje y entraron en la recepción, donde fueron acogidos
por un hombre calvo y de barba negra rizada.
“¡Bienvenidos!”, les saludó el hombre en portugués, encaminándose hacia
los recién llegados. “¿Todo bien? ¿qué tal ese viaje?”.
El historiador le dio un abrazo.
“Hola, Jorge. ¿Cómo estás?”. Hizo un gesto indicando a su acompañante.
“Esta es María Flor”.
Después de saludar a Tomás, Jorge desvió la mirada hacia ella y la
contempló con una mirada apreciativa.
“¡Vienes bien acompañado, amigo Tomás!”, exclamó dando dos besos a
María Flor. “Encantado. Ya era hora de que este joven se asentase y se echase
una novia en serio”.
“Es mi amiga”, corrigió el historiador ruborizado. Se volvió hacia su
compañera de viaje e hizo las presentaciones. “Jorge fue mi colega en la
Universidad Nova de Lisboa. Está realizando un posgrado en ordenadores.
Como sabía que se encontraba aquí en la Universidad Georgetown le llamé
antes de salir y le pedí un rinconcito donde podamos dormir. Jorge me dijo
que nos conseguía una suite de lujo en el campus universitario”.
“Es más bien un cuartito discreto”, se rio él, cogiendo la maleta de María
Flor. “Tengo un colega finlandés que se fue de viaje dos semanas a California
y me dejó la llave del cuarto para regarle las plantas. Como Tomás me
explicó que planeáis quedaros unos días, pensé en poneros allí”.
“¿No le va a molestar?”.
“Al contrario, si le regáis las flores, se quedará encantado”. Caminaban ya
por la universidad y volviéndose hacia atrás, Jorge le giñó el ojo. “Y si le
dejáis algún dinerito para pagar el alojamiento, mejor todavía”.
El matemático portugués hizo de anfitrión y los llevó al sector residencial
del campus universitario. El cuarto del finlandés era un cubículo pequeño en
un primer piso, con suelo de haya y muebles de roble, incluyendo una cama,
una mesa de trabajo con ordenador y un cuarto de baño minúsculo, sin bañera
pero con ducha. Orquídeas rojas llenaban una hilera de macetas en el alféizar
de la ventana y coloreaban el espacio con un toque exótico.
“No está mal”, aprobó María Flor. Lanzó una mirada en dirección a Tomás
y apuntó hacia el parquet, preocupada en marcar pronto el terreno. “Y tú,
como de costumbre, tendrás que dormir en el suelo”.
Fueron a cenar a la cantina del campus universitario. Al sentarse en la mesa
con la bandeja, Tomás pensó que la comida tenía un cierto aire plástico y se
preguntó a sí mismo si de allí en adelante no sería mejor ir a comer a uno de
los restaurantes de Georgetown.
Apartó rápidamente la idea. No habían venido a América por su
gastronomía, sino para aclarar el rompecabezas que Frank Bellamy había
remitido a Tomás y de ese modo alejar las sospechas que incidían sobre él. Se
daba cuenta de que cuanto más deprisa resolviesen el asunto, mejor sería, una
vez que el tiempo corría contra ellos y cada hora pasada en aquel país
representaba un riesgo adicional de ser localizados.
“Oye”, dijo Jorge cuando empezaron a comer. “¿Cuándo vuelves a nuestra
universidad?”.
“Todo depende de lo que ocurra en este viaje”.
Su amigo arqueó las cejas, sin entender el alcance de la respuesta.
“¿Qué quieres decir con eso?”.
El historiador respiró hondo, ganando coraje para abrir el juego con su
antiguo colega, y le explicó en trazos generales lo que había pasado desde su
viaje a Ginebra. La intervención de la CIA y el tiroteo de Coimbra, tan
increíbles que el anfitrión dudó que le estuviesen contando una historia
verdadera; pero la forma convencida y hasta asustada como María Flor
confirmó todos los pormenores acabó por disipar sus dudas.
“Oye, Jorge, necesito tu ayuda”, dijo Tomás cuando llegó a la parte en la
que tenía que explicar sus planes en América. “Tú sigues siendo un as de la
informática, ¿verdad?”.
El matemático se rio.
“¿Me estás tomando el pelo? No te olvides de que estoy haciendo un
posgrado en Matemática y el tema es justamente la programación de
ordenadores. Tengo que saber todo sobre informática”.
“¿Sabes entrar clandestinamente en una red de alta seguridad?”.
“Sé hacer todo lo que es posible hacer”, garantizó con algo de vanidad y
orgullo. “No te olvides de que cuando era adolescente entré en el sistema
informático del gobierno indonesio y metí allí un virus”. Soltó una carcajada
sonora. “¿Te acuerdas de aquel número?”.
“Fue cuando lo de Timor Oriental, ¿no?”.
“El virus decía Free East Timor, you, motherfuckers!”. Nueva carcajada.
“¡Lo que me reí! ¡Adoraba haber visto la cara de aquellos tipos!”.
La carcajada contagiosa pasó a sus dos interlocutores. Cuando las
carcajadas se acabaron, sin embargo, Tomás decidió que había llegado el
momento de enseñar sus cartas.
“¿Eres capaz de hacer lo mismo en una red de alta seguridad aquí en
América?”.
“¿Meter un virus que diga Free East Timor? ¿Para qué? Que yo sepa Timor
Oriental ya es un país libre...”.
“No estoy hablando de eso, idiota”, corrigió el recién llegado. “Quiero saber
si conseguirías entrar clandestinamente en un sistema de alta seguridad,
obtener una información confidencial y salir sin que nadie se diese cuenta.
¿Tienes conocimientos para hacer eso?”.
La pregunta provocó una mirada desconfiada de su interlocutor.
“¿De qué sistema estás hablando?”.
El historiador carraspeó, como si la mera enunciación del proyecto fuese ya
de por sí una locura.
“La CIA”.
Se hizo silencio en la mesa. El matemático miró fijamente a Tomás, después
a María Flor y de nuevo a Tomás. Las miradas expectantes de ambos
confirmaban que la propuesta iba en serio.
“¡Tú estás loco!”, exclamó Jorge, moviendo la cabeza y golpeando con la
punta del índice a un lado de la cabeza. Loco de remate”.
La ventaja de Tomás era que ya lo conocía hacía muchos años y sabía lo
que debería decirle para llevarlo a actuar contra lo que recomendaba la
prudencia y el más elemental sentido común.
“Te entiendo”, murmuró, apoyándose en la silla como si desistiese del plan.
“No te sientes capaz”.
“¿Quién te ha dicho eso?”, se levantó el matemático, herido en su amor
propio. “¡Claro que soy capaz! Ya te dije que, en materia de informática, ¡sé
hacer todo lo que es posible hacer! ¡Ni Bill Gates me ganaba!”.
“Entonces te falta coraje...”.
“¿Qué estás insinuando? ¿Qué soy un cobarde?”.
“Bueno, no es que seas cobarde, pero hay que tenerlos...”.
“¡Y yo los tengo!”.
El historiador supo en ese instante que tenía al antiguo
colega en la mano. Únicamente le faltaba llevarlo
con cuidado e inteligencia para conseguir de él lo que necesitaba.
“Entonces no lo entiendo”, exclamó con perplejidad fingida. “Si sabes cómo
entrar clandestinamente en la red informática de la CIA y si no tienes miedo
de hacerlo, ¿cuál es el problema?”.
El anfitrión comprendió que le había pillado.
“Quiero decir... en fin, no estamos hablando de una red cualquiera, como
debes de imaginar. Los sistemas de seguridad de la CIA son con toda
seguridad muy sofisticados, la codificación es muy compleja, existen
probablemente trampas y... y...”.
“Y no eres capaz”.
“Ya te dije que sí lo soy. Pero tienes que pensar que estamos tratando con la
red de la CIA. Si saben que alguien está intentando entrar en su sistema,
tienen medios para saber de quién se trata. No tengo muchas ganas de que
esos tipos me aparezcan en la puerta”.
“Eres un matemático, estás haciendo un posgrado relacionado con
programación de ordenadores y quisiste poner a prueba la calidad de la red de
la CIA. No te garantizo que no te molesten, pero tienes una buena disculpa.
Dices que entraste allí en el ámbito de tu investigación para la tesis”.
Jorge se mordió el labio inferior mientras meditaba sobre la sugerencia.
“No es mala idea”, consideró. “Tengo justamente un capítulo en la tesis
sobre la seguridad de las redes informáticas y seguro que mi orientador
confirmaría que una prueba al sistema de la CIA constituiría una experiencia
importante aunque controvertida, para llevar a cabo en el ámbito de mi
investigación académica”. Hizo un gesto. “Pero los tipos no van a creerse una
disculpa de esas. Y si me cogen me arriesgo a pasar unos buenos añitos en la
cárcel”.
“¿Cómo te pueden coger?”.
“Basta con identificar el ordenador que les entre clandestinamente en el
sistema, por ejemplo”.
“Pero puedes disfrazar tu rastro, como sabes”.
“Sí, claro, pero no te olvides de que estamos hablando de la CIA. Estos
tipos tienen gente y medios para localizar e identificar a cualquier intruso”.
Se recostó en la silla, dispuesto a rechazar la sugerencia. “No, el riesgo es
demasiado elevado”.
“Hay otras maneras de hacer esto. ¿Y sí lanzamos el ataque a través de otros
ordenadores?”.
La sugerencia hizo al matemático vacilar. Contempló el escenario y,
convencido, acabó por gesticular afirmativamente.
“En esas condiciones, creo que sí”, se levantó. “De hecho se puede hacer”.
Era todo lo que Tomás quería oír. Se levantó también de un salto e indicó la
puerta de la cantina.
“Llegó la hora de atacar a la CIA”.
XLII
Solo cuando la alerta intermitente en la pantalla llamó la atención de Don
Snyder, que con los pies posados encima de la mesa comía tranquilamente su
pizza, este se colocó bien en la silla, puso la comida en su embalaje, lamió la
grasa de los dedos y se inclinó sobre el monitor para intentar entender lo que
ocurría.
“What the fuck?!”, echó pestes en un murmullo mientras se esforzaba por
descubrir el significado de la línea intermitente.
“¿Qué viene a ser esto?”.
Un mensaje de aquellos constituía una advertencia que Snyder no podía
ignorar. Hacía quince años que trabajaba para el Servicio Clandestino
Nacional de la CIA como analista de contraterrorismo y la alerta que acababa
de ser enviada a su ordenador se relacionaba justamente con una correlación
de información que podía darle una pista relevante. ¿Serían novedades
relacionadas con el atentado de la víspera en Trípoli?
Apretó el icono de la alerta y fue direccionado a una página de acceso
restringido. Tecleó su password y la página confidencial ocupó toda la
pantalla. Leyó el texto, estableció la conexión con las otras dos páginas para
confirmar los datos, evaluó el nivel de prioridad de los elementos de la
agencia incluidos en la investigación y, convencido de que había encontrado
algo efectivamente relevante, imprimió las páginas.
Después de recoger las hojas salidas de la impresora, fue rápidamente por el
pasillo y solo paró en el gabinete del director del Servicio Clandestino
Nacional.
“Necesito hablar con mister Fuchs”.
La secretaria redactaba una misiva en su ordenador y ni levantó los ojos
para mirarlo.
“Me temo que el señor director está en una reunión”, respondió
maquinalmente. “Venga después de las...”.
“Necesito hablar con él ahora”.
“Ya le dije que...”.
Viendo que la secretaria no facilitaba las cosas, Snyder abrió la puerta del
despacho y echó un vistazo dentro. Vio al jefe de su dirección sentado en una
mesa con el equipo encargado de obtener información sobre el atentado de
Trípoli.
Al sentir la puerta abrirse, Fuchs se volvió hacia la entrada y miró al intruso.
“Fuck, Don! ¿No ves que estoy ocupado?”.
La secretaria apareció en la puerta, intentado sacar al analista de
contraterrorismo fuera del despacho.
“Perdone, señor director”, dijo a su jefe con una sonrisa avergonzada. “Yo
le informé de que estaba en una reunión, pero él...”.
Snyder la empujó hacia atrás e hizo señas con las hojas de papel que había
traído de la impresora.
“Me ha llegado información que puede considerarse muy relevante, sir”.
“¿Tiene algo que ver con el atentado de Trípoli?”.
El intruso movió la cabeza.
“No, sir”, reconoció. “Pero conseguí un dato que nos podrá poner en la pista
del Ojo Cuántico”.
La secretaria volvió a la carga e intentó de nuevo sacar a Snyder fuera del
despacho del director.
“Haga el favor de retirarse”, insistió ella. “No ve que...”.
Al escuchar la referencia del subordinado al proyecto de Frank Bellamy que
nadie conseguía encontrar en la Dirección de Ciencia y Tecnología, Fuchs
levantó la mano para frenarla.
“Déjele estar”, ordenó, levantándose de su lugar en la cabecera de la mesa
de reuniones y acercándose al analista de contraterrorismo. “Dijiste Ojo
Cuántico, ¿Don? ¿Qué ha pasado?”.
Después de lanzar una mirada victoriosa a la secretaria,
que se retiró refunfuñando, Snyder extendió las hojas al director.
“Recibí hace unos minutos un alerta del sistema, sir”, explicó. “Durante una
inspección de rutina de cruce de información con la base de datos del
Servicio de Inmigración y Aduanas el sistema registró una intercepción”.
Señaló una de las hojas. “Esta es la alerta referenciando la entrada de un
sospechoso que, por lo que entendí, podría estar relacionado con la
desaparición del Ojo Cuántico”. Sacudió otra hoja. “Aquí está la página que
encabeza el informe de la operación para detectar ese proyecto y a la cual no
tengo autorización para acceder, pero no pude dejar de constatar que el
acceso solo es posible con autorización a nivel de director. Presumí de
inmediato, no sé si bien, que se trata de un asunto de elevada importancia”.
“Correcto”, confirmó Fuchs. “Solo yo y dos personas más podemos ver ese
informe. ¿Y?”.
El analista señaló la tercera hoja que había traído.
“Esta es la lista del Servicio de Inmigración y Aduanas referente a las
entradas de hoy por el aeropuerto de Dulles, sir. Sugiero que eche una mirada
al nombre que se encuentra en la vigésima tercera línea”.
El director del Servicio Clandestino Nacional contó las líneas y se fijó en el
nombre ahí referido.
“I´ll be dammed!”, exclamó, estupefacto, al leer el nombre. Levantó los
ojos hacia su subordinado. “¿Esta lista es de hoy?”.
“Afirmativo, sir”.
Harry Fuchs se puso en pie y soltó una carcajada.
“¿Quién lo diría? El fucking Thomas Norona está en América”.
XLIII
Algunos símbolos de marcas electrónicas famosas llenaban los paquetes que
Tomás sacó de la tienda de ordenadores en el centro de Georgetown. Volvió
al campus universitario con los paquetes debajo de los brazos y pasó por el
cuarto, donde encontró a María Flor tumbada sobre la cama durmiendo. Se
retiró silenciosamente y se fue al cuarto de su amigo, que estaba dos puertas
más allá. Llamó al timbre y abrió de inmediato.
“Traje dos laptops”, anunció el historiador, exhibiendo los paquetes que
había adquirido en la tienda. “Espero que lleguen”.
Desempaquetaron los portátiles, los encendieron e hicieron download de los
programas estándar. Todo el proceso de preparación para que los ordenadores
estuviesen operacionales llevó una hora, que transcurrió casi sin intercambiar
palabra a no ser alguna ocasional referencia técnica. Cuando los laptops
estuvieron listos, contemplaron las pantallas iluminadas y se prepararon para
iniciar la operación.
“¿Y tu amiga?”, preguntó Jorge, como si solo en ese momento se hubiese
dado cuenta de que faltaba alguien. “¿No viene?”.
“Estaba muerta de sueño y se fue a dormir. Ya sabes, aquí son las diez de la
noche, pero en Portugal ya dieron las tres de la mañana”.
“Ah, el jet lag es muy traidor...”.
A partir de ese momento fue el matemático quien tomó las riendas de los
acontecimientos. Después de lamentar la ausencia de María Flor, que
describió como “una niña capaz de traer alegría a un cementerio”, se
concentró en el trabajo y se abstrajo del resto. Comenzó por establecer la
conexión a Internet, buscó un link extraño y se puso a operar con él.
“¿Qué estás haciendo?”, preguntó Tomás, que no reconoció la página. “¿No
deberías haber ido directo a la web de la CIA?”.
“Estoy disfrazando mi rastro. La idea es usar primero un proxy y después
enviar el mensaje por una red Tor”.
“Ah, quieres formar dos capas de seguridad...”.
“Eso mismo”. Señaló la pantalla. “Este proxy no guarda registros. Cuando
nos conectamos a él, todo lo que sale del ordenador pasa por aquí, dando la
impresión de que la conexión viene de la localización del proxy y no de su
verdadero origen. Ya la red Tor hace que los datos anden saltando por varios
ordenadores en todo el planeta antes de alcanzar la red de la CIA. Así, aunque
uno de esos datos quede comprometido, todo el sistema permanece intacto, al
contrario del proxy que, si estuviera comprometido, fastidiaba todo”. Se rio.
“Ya te aviso de que si nos descubren, los tipos de la CIA van a tener un
trabajo de mil demonios para desmontar este embrollo”.
“Sí, pero asegúrate de que vamos a usar un programa que no incluya el IP.
Es más seguro...”.
“Quédate tranquilo”.
El matemático se pasó más de una hora programando la proxy y la red Tor,
para camuflar el origen de sus laptops. Tomás empezó a ver que los ojos le
pesaban; a fin de cuentas el jet lag también le estaba afectando, pero se
mantuvo despierto a costa de dos vasos de café que fue a buscar a una
máquina del pasillo de la zona residencial del campus y que bebió de un
trago. El café no era fuerte, pero le permitió aguantar con estoicismo todo el
trabajo de su amigo.
En cierto momento vio a Jorge teclear una última vez, respirar hondo,
flexionar los brazos para distender los músculos y recostarse en la silla con
aire de haber cumplido su misión.
“¿Ya está?”.
El matemático se volvió hacia él, exhibió una sonrisa de satisfacción y le
giñó el ojo. Después se frotó las palmas de las manos y, poniéndose derecho,
volvió a mirar uno de los laptops”.
“Llegó la hora de meter la nariz en la red de la CIA”.
Estableció la conexión con la web de la agencia americana de espionaje, en
www.cia.gov, e hizo un examen preliminar para entender su estructura.
Después aplicó un programa que había descargado en el laptop y, mientras se
procesaba, cruzó los brazos y esperó”.
“¿Qué estás haciendo?”.
“Introduje un programa CGI para analizar el sistema y detectar
vulnerabilidades”.
“¿Crees que la red de la CIA tiene vulnerabilidades?”.
El anfitrión soltó una carcajada.
“Todas las redes tienen vulnerabilidades. El desafío es identificarlas y
explorarlas”. Dobló la pierna para ponerse más cómodo mientras esperaba los
resultados del CGI. “Hace algún tiempo los tipos del Pentágono lanzaron una
operación para probar la seguridad de su red y se quedaron en estado de
choque cuando descubrieron que cualquier hacker medianamente cualificado
era capaz de paralizar todo el sistema informático militar de América. Los
hackers llegaron al punto de asumir el control de los ordenadores de guerra
de la flota del pacífico, ¡para que veas!”.
“¡Caramba! ¿Es posible una cosa de esas?”.
“No solo es posible, sino que ya se ha hecho. Fíjate, solo el sistema
operativo Windows contiene decenas de millones de líneas de código.
Ningún sistema de seguridad logra tener un control cien por cien seguro en
un sistema de esa dimensión. Cualquier problema que implique una gran
carga de información contiene inevitablemente vulnerabilidades. Solo
tenemos que...”.
La pantalla se detuvo de repente en una página.
“¡Aquí está!”, exclamó Tomás. “El programa detectó una vulnerabilidad.
¡Tenías razón!”.
El amigo se puso derecho y analizó la página.
“Hay un agujero en el PHF”, constató. “Vamos a entrar por aquí”.
“¿Qué es eso?”.
“¿PHF? Se trata de una interfaz que acepta un nombre como imput y busca
la información respectiva en el servidor. Es una especie de lista telefónica, si
quieres. Vamos a ver a dónde nos lleva”.
Atacando el teclado como un pianista, Jorge exploró furiosamente el fallo
en el PHF. En cierto momento se concentró en la función escape_shell_cmd,
lo que despertó la curiosidad de su amigo.
“¿Qué estás haciendo?”.
“Esto es una función que limpia inputs”, aclaró. “El programador cometió
aquí un error y dejó una cosa fuera de la lista pero con un pie dentro. Estoy
explotando ese error”. Señaló las nuevas páginas que llenaban el monitor.
“¿Ves lo que he hecho? Entré en el sistema de e-mails de la red de la CIA”.
Sonrió. “Nada mal, ¿eh? ¡Un buen golpe!” Regresó al teclado. “Ahora voy a
camuflar mi presencia”.
Tecleó dos líneas de instrucciones y esperó la reacción del sistema. El
monitor registró actividad repentina y el intruso se giró hacia el segundo
laptop.
“¿Ahora trabajas con otro portátil?”.
“Correcto”, asintió. “Manipulé el sistema de la CIA de tal modo que ellos
enviaron un xterm a nuestro segundo ordenador. O sea, en vez de hacer
nosotros la conexión a la red de la CIA, es la red de la CIA la que establece la
conexión con nosotros. Genial, ¿eh?”.
Hizo un gesto grandioso, y como un mago que hubiese acabado un truco de
magia, exhibió el monitor del segundo laptop. La pantalla se llenó de líneas
aparentemente incomprensibles.
adm: x :4:4: Admin:/var/adm:
orion :x:1002:10:Christopher
Adams:/usr/users/cadams:/usr/ace/sdschell
monty:x:1004:101:Monty
Haymes:/usr/users/monty:/bin/sh
“¿Qué es esto?”.
“Es un archivo Linux de passwords”, respondió Jorge.
“Cada línea contiene el nombre de una persona con una cuenta electrónica
en la CIA”.
Tomás abrió unos ojos como platos; allí estaba su oportunidad para arrancar
del sistema lo que quería.
“Busca la línea con el nombre de Frank Bellamy”.
El matemático volvió al teclado y, después de apretar algunas teclas, la
página del sistema de la CIA cambió para otra lista.
bella_y:x:1139:101:Frank
Bellamy:usr/users/bella_y:/usr/ace/sdschell
“¡Joder!”.
“¿Qué ha ocurrido?”.
Jorge apuntó hacia la última palabra de la segunda línea. “¿Estás viendo este
sdschell? Los usuarios con esta referencia tienen una protección adicional que
envuelve un RSA SecurelD. Se trata de un dispositivo que selecciona un
número de seis dígitos y que lo cambia cada sesenta segundos. Un fastidio de
los grandes...”.
“¿Hay alguna manera de superar eso?”.
“Tenemos que insertar el número de seis dígitos que el dispositivo escoge
en cada minuto y añadirle un nuevo password de la persona”. Hizo un gesto.
“No va a ser fácil”.
“¿Pero es posible?”.
Jorge se mordió el labio, contemplando la tarea delante de él.
“O el password lo elige el usuario o se lo entrega la Agencia. La primera
hipótesis no es muy problemática, una vez que las personas acostumbran a
escoger contraseñas que les son familiares. Ya la segunda posibilidad es muy
complicada porque conlleva passwords aleatorios, más difíciles de recordar
por los usuarios pero también más seguros. Considerando que estamos
tratando con la CIA, que tiene la obsesión de la seguridad, yo diría que ellos
optaron por la segunda solución”.
“Mira que Bellamy ya tenía una edad muy avanzada y no sé si tendría
paciencia para recordar contraseñas complejas...”.
El matemático ponderó la información.
“En ese caso, es admisible que le hayan abierto una excepción”. Prestó
atención de nuevo al monitor y tecleó más instrucciones. “Voy a buscar datos
sobre la vida de él, como fecha de nacimiento, de boda y de cosas por el
estilo, e insertarlos como contraseña. Puede ser que tengamos suerte y
encontremos la correcta”.
Golpeando en el teclado con furor renovado, Jorge desencadenó la búsqueda
de la información personal que le permitiese deducir la palabra clave que
Bellamy había escogido. La operación era larga y fastidiosa, por lo que
Tomás se recostó en la cama del amigo mientras esperaba los resultados. Los
ojos volvieron a pesarle, sin que consiguiese impedirlo, se sintió relajado y se
dejó dormir.
Empezó a soñar con María Flor; quería agarrarla y ella huía por el pasillo
central de un avión. En cierto momento ya no estaban en el aparato sino en lo
alto de un rascacielos de Nueva York caminando sobre la barandilla de una
terraza. De repente ella se cayó y Tomás, en pánico, se precipitó por la
terraza sobre el precipicio gritando por un sniffer y la...
“¡Un sniffer!”.
El historiador se despertó de repente y se encontró al amigo de pie, mirando
asustado hacia la pantalla, el cuerpo en posición de alerta.
“¿Qué...?”, balbuceó. “¿Qué es lo que pasa?”.
Jorge tecleó rápidamente en el laptop y, pasados unos segundos, el
ordenador se apagó.
“¡Me apareció un sniffer!”.
Todavía confuso por esa súbita transición del sueño a la realidad en la que
las dos cosas parecían mezclarse, Tomás no entendió ni lo que pasaba ni lo
que oía.
“¿Un qué?”.
“¡Un sniffer!”, disparó el matemático, todo nervioso. “Un administrador
cualquiera del sistema de la CIA se dio cuenta de que alguien estaba en la red
y mandó un sniffer para saber quién era”. Respiró de alivio. “Felizmente que
tenía un programa para sniffar el sniffer, si no, estaba perdido”. Esbozó una
mueca, como si reconsiderase el asunto y al final juzgase injustificada tanta
angustia. “Incluso así, no sé. Espero haberlo detectado a tiempo...”.
Para entonces Tomás ya estaba bien despierto.
“Aunque te hayan detectado solo van a encontrarse con el proxy”, recordó.
“Si pasan esta primera red de seguridad, van a dar con la red Tor. Incluso si
pasan todos esos obstáculos no conseguirán llegar a nuestro laptop porque
usamos un programa sin IP. Mas, si por casualidad nos cazan, van a descubrir
que fueron ellos los que se conectaron con nosotros. Y finalmente, aunque
lleguen a este portátil, no existe nada que lo relacione contigo, ¿verdad? Yo
lo compré. Por lo tanto, estate tranquilo”.
Jorge respiró hondo.
“Sí, tienes razón”.
El historiador consultó el reloj; eran las tres de la mañana, había dormido un
buen rato y necesitaba descansar más. Se levantó de la cama y se acercó al
amigo.
“Y qué tal, ¿conseguiste algo?”.
“Sí, descubrí el password de Bellamy. Es su fecha de nacimiento, pero de
atrás para delante. Una cosa elemental y fácil de descubrir, como ves. Es un
error común de mucha gente utilizar datos personales para...”.
“Eso no interesa nada ahora”, se impacientó Tomás, ansioso por irse a
dormir. “Lo que quiero saber es si sacaste alguna información que me pueda
ser útil”.
La primera reacción de Jorge a esta pregunta fue una mirada de duda. El
matemático no parecía muy animado.
“Poca cosa”, acabó por admitir. “Obtuve unas informaciones generales y
cuando comencé a investigarle los e-mails, apareció el sniffer y tuve que
abortar la operación”.
No eran de hecho buenas noticias.
“¡Vaya!”, se irritó Tomás, levantando las manos en un gesto de impotencia.
“¡Tanto trabajo para nada!”.
Jorge parecía turbado con los resultados.
“Perdona, pero no tuve tiempo para nada más”.
El historiador dio un suspiro de contrariedad y posó los ojos en las
anotaciones escritas por Jorge.
“¿Qué es esto?”.
“Es lo poco que conseguí sacar”, dijo, extendiéndole el papel donde había
registrado algunos datos. “Las informaciones que recogí incluyen el número
de teléfono, la dirección de casa, unos extractos de cuenta del banco y una
cuenta de electricidad”.
“¿Solo eso?”.
“Nada más, me temo”, confirmó. “Sé que es poco, pero es lo que hay”. Miró
al amigo con una expresión interrogativa. “¿Qué piensas hacer ahora?”.
Tomás cogió la hoja garabateada con las pocas informaciones que el
matemático había logrado arrancar de la web de la CIA y, fijándose en la
dirección, su rostro se abrió en una gran sonrisa cargada de malas
intenciones.
“Entrar en su casa”.
XLIV
Sin dispensar sus rutinas, Don Snyder dejó el periódico sobre la mesa y la
primera cosa que hizo, como todas las mañanas al llegar a su despacho en
Langley para un nuevo día de trabajo, fue dirigirse a la máquina instalada en
el pasillo del Departamento de Contraterrorismo y comprar un café y un
muffin. Su mujer bien le decía todas las mañanas que aquello no era un
desayuno sano, que debía optar por fruta y ensaladas, que debía tener cuidado
con el colesterol, los triglicéridos y todas esas tonterías, que esto y que
aquello, pero lo que realmente le gustaba era lo que estaba a punto de
comerse. ¿Había algo más glorioso que comenzar el día con un café caliente
y un muffin?
Se sentó en su mesa y encendió el ordenador mientras masticaba la
madalena de chocolate. ¡Hmmm... que delicia!, pensó, disfrutando del
momento con los ojos cerrados. Cuando los abrió se dio cuenta de que había
documentos al lado del teclado. Por encima estaba un informe con la
información más reciente sobre el atentado de Trípoli. Lo que se encontraba
por debajo no era más que una carpeta amarilla muy fina y con aspecto
insignificante. Hojeó el informe y se dio cuenta de que los operativos en el
terreno estaban mandando a Langley solo pura especulación. Escribían sobre
todo acerca del arsenal del ejército libio que, en el calor de la revolución,
había caído en manos de los extremistas islámicos y les había capacitado para
realizar operaciones violentas en países de África y del Medio Oriente, como
Mali, Irak y Siria, entre otros puntos conflictivos.
“Damn!”, murmuró dando la última dentada al muffin y enfadado por la
falta de progreso en la recogida de información sobre el atentado. “¿Qué le
pasa a esta gente? Necesitamos información concreta, no rollos anunciando lo
obvio”.
Para no enfadarse, dejó el informe y abrió la carpeta amarilla. En el interior
se encontró con un documento de dos páginas que la Informática le había
dejado durante la noche. Leyó el texto e, intrigado con su contenido, abrió un
cajón y verificó la información que constaba en la alerta que había recibido la
víspera. No había duda, concluyó. Los dos asuntos parecían relacionados.
Pensando en el caso, tuvo una idea. Posó el vaso de café, se agarró al teclado
y se conectó a una página de verificación de números de compras; tecleó un
nombre y esperó por los resultados. Aparecieron al fin de unos segundos.
“Holy shit!”.
Sin perder tiempo, salió al pasillo para dirigirse al despacho del director. La
secretaria del jefe del Servicio Clandestino Nacional no mostró mucho agrado
por verlo allí; aún no había olvidado el incidente de la víspera, pero en esta
ocasión no puso ninguna objeción.
Llamó al despacho para anunciar al visitante y, sin dirigir una palabra a
Snyder, le hizo una señal indicándole que entrase.
El analista de contraterrorismo abrió la puerta y se asomó al interior.
“¿Se puede, sir?”.
Harry Fuchs se encontraba sentado leyendo The New York Times de esa
mañana con un puro humeándole en la boca, pero por su aire irritado se diría
que era él quien echaba humo. Una fotografía de los estragos provocados en
un ala de la embajada en Trípoli por el atentado de la víspera ocupaba la
primera página. Al ver al analista de contraterrorismo a la puerta del
despacho, agitó violentamente el periódico en su dirección.
“¿Ya viste esto, Don? ¡Estos motherfuckers de los periodistas nos están
llamando incompetentes! ¡Incompetentes!, ¿qué te parece? Mira lo que
escriben en el editorial”. Hojeó el periódico y fijó los ojos en la página de
opinión. “Como viene siendo habitual en los últimos tiempos, este atentando
cogió por sorpresa a la CIA y volvió a cuestionar la competencia y utilidad de
esta agencia que el Departamento de Estado ya apellida en voz baja por los
pasillos como “CIA — Colección de Idiotas y Analfabetos”. Levantó la
cabeza. “¿Ya viste el montón de shit que estos cocksuckers escribieron en
este periódico miserable? ¿Idiotas y Analfabetos? Fuck The New York Times!
Fuck el Departamento de Estado! Fuck toda esta gente!”.
“Es lamentable, sir”.
Snyder continuaba en la puerta esperando la autorización para entrar y se
quedó observando el espectáculo de su jefe teniendo un ataque de furia; sabía
que el responsable de su dirección era un hombre sanguíneo y que sus
accesos de rabia se habían hecho famosos en la Agencia. Furioso con el
editorial, el director lanzó el periódico al suelo y con un gesto colérico
aplastó en el cenicero el puro, como si éste fuera el articulista del New York
Times. Liberada su ira, hizo un esfuerzo por dominarse y, ya más tranquilo,
indicó al subordinado la silla delante de la mesa.
“Entra, Don”, dijo, todavía intentando dominar su frustración. “¿Tenéis
alguna novedad sobre el Ojo Cuántico?”.
Caminando con una pose bien sumisa, Synder cruzó el gabinete del jefe y se
sentó en el sitio que le habían señalado.
“Tengo novedades, sir”, confirmó. “Pero no son sobre el Ojo Cuántico, me
temo”. Puso la carpeta amarilla sobre la mesa del director. “Recibí ahora este
informe de Informática. Parece que tuvimos esta madrugada un incidente que
comprometió la seguridad en nuestra red”.
Fuchs alzó una ceja.
“¿Fue serio?”.
“Parece que no. Un firewall alertó al administrador del servidor y este lanzó
un sniffer que asustó al intruso. Después el administrador hizo una revisión al
material consultado y concluyó que no se trata de nada particularmente
importante”.
“Ah, bien”, descansó el director. “Solo me faltaba tener también problemas
en ese frente”. Frunció la ceja. “Pero si la intrusión no fue grave, ¿qué es lo
que te trae aquí?”.
Con un movimiento rápido de ojos, el analista de contraterrorismo indicó la
carpeta amarilla.
“Si yo fuese usted, sir, daba una hojeada al informe”.
El director del Servicio Clandestino Nacional cogió la carpeta y consultó el
documento de Informática.
“No veo nada particularmente relevante...”.
“Vea, por favor, el nombre del usuario cuya password fue violada por el
intruso”.
Los ojos de Fuchs enfocaron el nombre impreso en el log de la Informática
y le saltaron chispas cuando se dio cuenta de quien se trataba.
“¡Frank Bellamy!”. Miró a su subordinado con una expresión inquisitiva.
“¿Quién entró en la red con la contraseña del anciano?”.
“Conforme a lo previsto por el protocolo para situaciones semejantes, el
administrador del servidor se pasó toda la noche y la madrugada siguiendo el
rastro del intruso”, dijo. “Lo que descubrió está registrado en la segunda
página del informe”.
El director hizo un gesto de desprecio en dirección al documento.
“No entiendo nada de este lenguaje de locos”, admitió. “Hazme un
resumen”.
“El intruso usó un sistema proxy y una red Tor para tapar las huellas. El
administrador de nuestro servidor tuvo que andar saltando por el planeta
entero, de ordenador en ordenador, hasta darse cuenta de que iba a dar a un
callejón sin salida. Parece que el intruso usó un programa sin IP, por lo que
no conseguimos identificar el ordenador de origen”.
“¡Oh diablos!, eso es trabajo profesional...”.
“Sin duda, sir. Pero me puse a pensar quién estaría interesado en penetrar en
la web de la CIA e investigar la información relativa a Frank Bellamy. Fue
entonces cuando tuve una idea. Consulté el registro de todas las compras
hechas ayer aquí en Washington con el nombre de una cierta persona e...
imagine lo que descubrí”.
“Jeez!” No me digas que los cocksuckers del FBI ya andan encima de esa
historia...”.
Snyder movió la cabeza.
“Nada de eso, sir”.
“¿Entonces quién diablos andará buscando la password del viejo? ¿Será su
familia? Quieren ver que el sonnavabitch del hijo...”.
“Negativo, sir. Inténtelo otra vez”.
Fuchs improvisó mentalmente una lista de sospechosos y fue eliminando
cada nombre que se le formaba en la mente. Quién del exterior de la CIA
tendría interés en investigar el file de Frank Bellamy? Eliminados el FBI y los
familiares del antiguo director, no parecía sobrar mucha cosa. De repente,
como si hubiese sido alcanzado por un rayo, se quedó paralizado.
“¿Thomas Norona?”.
El subordinado sonrió.
“Bingo”.
“¿Norona? ¿Cómo puedes tener la seguridad de eso?”.
“No puedo”, reconoció el subordinado. “Pero fíjese en la secuencia de los
acontecimientos. A las nueve y media de la noche de ayer, nuestro amigo
Norona, el hombre que asesinó a mister Bellamy y que acababa de llegar a
Washington, usó su tarjeta de crédito para sacar dinero en un cajero cerca de
una tienda de electrónica en Georgetown. Verifiqué los registros de la tienda
y constaté que, diez minutos más tarde, fueron allí vendidos dos laptops,
ambos con dinero, lo que no es normal. Dos horas después, alguien entró
clandestinamente en nuestro sistema y ¿de quién usó la contraseña?
Justamente de mister Bellamy. ¿Y para qué? Para intentar obtener
información sobre, vea solo, nuestro fallecido jefe de la Dirección de Ciencia
y Tecnología. ¿Será todo esto mera coincidencia?”.
“Pero si él quería entrar en nuestra red con esos portátiles que acababa de
adquirir, ¿no sería natural que evitase usar la tarjeta de crédito en el cajero
automático?”.
“Tal vez”, admitió Snyder. “Pero dese cuenta de que el tipo puede haberse
descuidado o desconocer que también solemos verificar los movimientos de
los cajeros. O le da sencillamente lo mismo, yo qué sé. El hecho es que existe
una coincidencia perturbadora. En nuestra profesión sabemos que las
coincidencias son pistas, ¿verdad?”.
Finalmente convencido, el director del Servicio Clandestino Nacional
respondió con un murmullo de asentimiento. Hizo señal al subordinado para
salir y, cuando se quedó solo, giró su sillón y, desde la ventada del despacho,
contempló el río Potomac a lo lejos. El lienzo azul de agua parecía un espejo
reflejando las nubes. La ajardinada tranquilidad de Washington, DC, en
particular en aquel sector que rodeaba el complejo de la CIA, le daba el
ambiente adecuado para pensar. Durante cinco minutos ponderó la situación
con serenidad y por fin tomó una decisión.
Volvió a girar la poltrona y pulsó el intercomunicador, llamando a su
secretaria.
“Tish, pásame al mayor Fuentes”.
Iba a poner a su mejor hombre tras la pista de Tomás Noronha.
XLV
No había agitación a aquella hora de la noche, el tráfico en Dunpont Circle
ya se había calmado y la tranquilidad se había impuesto en la ciudad.
Sentados junto a la entrada de un coffee shop a media luz, Tomás y María
Flor iban vigilando el edificio del otro lado de la calle, atentos sobre todo al
guardia que permanecía sentado en el atrio leyendo un periódico. El café
americano no era de los mejores, pero iban saboreándolo distraídamente
mientras esperaban la evolución de los acontecimientos.
“¿Cuánto tiempo falta?”.
El historiador consultó el reloj.
“Seis minutos”.
El día había sido largo y bien aprovechado. Debido al jet lag, se despertaron
sobre las seis de la mañana, ella después de un buen sueño, él no tanto
porque, a fin de cuentas, se había acostado muy tarde. Pero a aquella hora en
Washington, DC, eran las once de la mañana en Lisboa y el despertador del
cerebro no le había dejado dormir más tiempo. Por eso salieron muy pronto
del campus de la Universidad de Georgetown y se fueron al Dupont Circle
antes de la hora punta matinal, para poder estudiar el edificio donde Bellamy
tenía su apartamento.
No fue necesario explorar el local durante mucho tiempo para darse cuenta
de que el principal problema estaba en el atrio. Cuando intentaron subir al
tercer piso, el guardia les bloqueó el camino y dejó claro que solo podrían
avanzar con una autorización expresa del inquilino al que querían visitar.
Balbucearon una disculpa incoherente, diciendo que se habían equivocado de
edificio y se marcharon. La retirada de los visitantes fue algo humillante, pero
lo importante es que les dio la noción de que el guardia de seguridad era un
obstáculo y que su prioridad esa noche sería despistarlo.
Sentado junto a la ventana del coffee shop bebiendo lentamente su café,
Tomás no pudo dejar de sonreír al acordarse de la estratagema que había
inventado para superar el problema. Mientras María Flor regresaba al campus
para cerciorarse por teléfono de que nadie ocupaba el apartamento de
Bellamy, Tomás había comprado al final de la mañana un periódico popular y
fue directo a la página de los pequeños anuncios buscando una...
“Atención”, exclamó María Flor, e interrumpió sus pensamientos. “¡Ahí
viene ella!”.
Vieron salir de un taxi una rubia despampanante, con un vestido rojo justo
que le realzaba la cintura estrecha y los enormes senos, y con las formas
sinuosas del cuerpo subrayadas por los zapatos de tacón, negros y relucientes.
La recién llegada pagó al taxista y comenzó a andar por la acera en dirección
a la entrada del edificio.
“Vamos”.
Sin perder tiempo, los dos portugueses salieron del coffee shop, atravesaron
la calle y se plantaron al lado de la puerta del edificio, pero en una zona fuera
de la vista del guardia. La rubia provocativa pasó ante ellos, dejando en el
aire un fuerte aroma vagamente dulce. Además de un cuerpo bien formado y
de un pelo liso y dorado que le caía hasta los hombros y llamaba la atención,
tenía unos vivos ojos azules y los labios sensuales; se diría que era una
conejita de Playboy.
Vieron a la rubia entrar en el edificio con paso tambaleante y desaparecer en
el atrio, que estaba lo suficientemente cerca para poder oír lo que pasaba.
“Hi, big boy!”, saludó con voz melosa. Soltó una carcajada sin sentido. Tú
eres nuevo aquí, ¿verdad?”.
“Uh... no”, respondió el guardia, dudando. “Trabajo en este edificio hace
unos años. ¿Puedo ayudarla?”.
La rubia se rio.
“¡Claro que puedes!”, exclamó. “¿Pero... pero no es este mi edificio? ¿Esta
no es la rotonda de Rhode Island Avenue?”.
“Me temo que no, señora... Estamos en Dupont Circle. La rotonda de Rhode
Island Avenue es en aquella dirección”.
“Damn!”, maldijo ella. “Siempre que bebo champán me pasa lo mismo. Me
desoriento, es una lata”.
“Si quiere le llamo un taxi para que la lleve a casa”.
“¡Oh, qué encantador! No te molestes”. La rubia se volvió a reír. “Oye,
pareces un chico simpático y... guapo. ¿Puedo contarte un secreto?”.
“Bueno... sí”.
“Sabes, el champán tiene dos efectos poderosos en mí. El primero es que me
desorienta completamente. Me quedo de tal forma liada que ni sé por dónde
ando. El segundo efecto es que... bueno, me pones a cien...”. Se rio de nuevo.
“¿Me entiendes lo que te digo?”.
“Uh...”.
“Por eso no me puedo ir ya para casa, ¿entiendes? Mi marido es un viejo”,
gimió. “Aaah, necesito a alguien para satisfacerme. Y tú... tú tienes un
aspecto tan viril, tan macho, tan potente...”.
“Pero...”.
“Oye, no aguanto más, esto es una tortura. Necesito un hombre. ¡Ahora! Mi
cuerpo está sediento de sexo. ¿No tendrás... no tendrás un sitio por ahí donde
me puedas resolver el problema?”.
“Pero yo estoy trabajando, señora, no puedo abandonar mi puesto. Dentro
de dos horas me sustituyen y entonces, si quiere, podemos...”.
“¡Ahora big boy! ¡Te necesito ahora! ¿No tienes un sitio aquí cerca donde
me puedas dar lo que necesito con tanta urgencia? Son solo cinco minutos,
¿me oyes? Cinco minutos en los que te voy a servir con las tetas, con la boca,
con la...”.
“Quieres decir...”, dudó el guardia, con la voz excitada. “Únicamente
tenemos... solo si fuera ahí, en mi gabinete. ¿Cinco minutos, dices?”.
“Cinco minutillos tórridos en los que te voy a enloquecer,
mi macho vigoroso, mi toro potente...” “Ven, ven... Allí estaremos
cómodos”.
Las voces se alejaron y se oyó cerrarse una puerta. Después de asomarse al
atrio, Tomás se volvió hacia atrás y miró a María Flor, que tenía la cara roja
como un tomate.
“El camino está libre”, anunció. “Vamos”.
Cruzaron la entrada del edificio con pasos leves y atravesaron el pequeño
atrio. Había dos puertas de ascensores, pero prefirieron dirigirse a las
escaleras, les pareció más discreto. Pasaron por el gabinete del portero y
oyeron gemidos y suspiros en el interior. María Flor no dijo nada en aquel
momento, porque era imperioso no hacer ruido, pero cuando llegaron a las
escaleras no se contuvo.
“Oye, ¿de dónde sacaste a esta... esta ordinaria?”.
La pregunta hizo reír a Tomás. Desde que había aparecido la rubia, esperaba
una pregunta de ese tipo.
“En el periódico”.
“¿La encontraste por el periódico?”.
“Los anuncios pequeños en el periódico incluyen servicios de prostitutas,
como sabes. Llamé a una de ellas y conseguí sacarle el nombre y la dirección
de un burdel de lujo, de aquellos que ofrecen chicas a los congresistas del
Capitolio. Fui allí y, después de ver a todas, escogí esta. Me costó un ojo de
la cara, ni te digo cuánto”.
Flor se detuvo entre dos peldaños del último tramo de las escaleras y lo
miró fija e intensamente, como si le quisiese escrutar el alma.
“¿Fuiste al burdel?”.
“Claro que fui”, respondió él. “Tenía que asegurarme de que conseguía una
chica capaz de quitarnos al guardia del camino”. Hizo un gesto indicando la
planta baja. “Y escogí bien, ¿no crees? Ella lo consiguió, ¿no? ¿Dónde está el
problema?”.
Su amiga no respondió. Recomenzó a subir las escaleras, mientras
refunfuñaba cosas más o menos ininteligibles pero que incluían frases como
“pfff, vaya sinvergüenza”, o “los hombres son todos iguales” y “¿qué será lo
que ven en estas ordinarias?”. Entretanto, llegaron al tercer piso y caminaron
por el pasillo hasta dar con la puerta del apartamento de Frank Bellamy.
“Te toca”, dijo Tomás delante de la puerta, invitándola a aproximarse.
“¿Crees que consigues abrirla?”.
María Flor dudó.
“¿Oye, estás seguro de que no hay ninguna alarma conectada?”.
“De eso no estoy seguro. Pero acuérdate de que el dueño del apartamento ya
ha muerto. Sin él por aquí, ¿quién vendría a activar la alarma?”.
“Incluso así...”.
“Oye, tenemos que correr el riesgo”, dijo el historiador, señalando la puerta.
“No hay alternativas”.
Con un suspiro de resignación, Flor se arrodilló en la moqueta del pasillo y
estudió la cerradura.
“Esta es de las complicadas”, constató. “Pero tranquilo, no voy a tardar”.
Sacó un gancho del maletín y lo metió en el agujero de la cerradura,
rodándolo en el interior para analizar la estructura y el mecanismo.
“¿Dónde aprendiste a desatrancar cerraduras de esa manera?”.
“En la policía”, explicó ella sin quitar los ojos del orificio. “Los usuarios de
la residencia a veces se encierran en las habitaciones y es un follón para
sacarlos de allí, ni te imaginas. Solemos tener copias de las llaves, claro, pero
a veces desaparecen y es un problema. Para resolverlo de una vez por todas,
fui a la policía y ellos me dieron un curso práctico sobre cómo desbloquear
cerraduras por fuera”.
“Muy útil, sí señora”.
María Flor se concentró en el trabajo que tenía entre manos y el silencio se
impuso en el pasillo. Acercó la oreja izquierda al agujero de la cerradura y
fue oyendo los sonidos del mecanismo interno respondiendo a los
movimientos de la punta del gancho. El proceso se prolongó sin que nada
sucediese y Tomás empezó a preocuparse. Si alguien apareciese por el pasillo
y los viese en aquella posición, concluiría inevitablemente que se trataba de
asaltantes. Había que acelerar el proceso, pero eso no dependía de él y no
sería por presionarla que ella iba a trabajar más deprisa o con más eficiencia.
Se llenó de paciencia y aguardó, esperando con ansiedad que nadie surgiese
por allí.
Casi sin aviso, se oyó un clic.
“Ya está”.
Tomás observó la cerradura con mirada inquieta, pero se dio cuenta de que
habían tenido éxito.
La puerta estaba entreabierta.
XLVI
Oyó el sonido de un zumbido nervioso. Justo cuando Peter preparaba el
informe que le había sido pedido la víspera y que tendría que presentar a su
jefe directo a la mañana siguiente, la señal de alarma se encendió en la
pantalla del ordenador con un brillo intermitente. Los ojos azul cristalino del
hombre en la casa se desviaron hacia la alerta y, con el ratón, pulsó el icono
del dispositivo de seguridad.
Las dos líneas que vio intermitentes en el monitor le quitaron las dudas.
Break-in in progress
Main door
“Fuck!”.
El sonido de la alarma general se encontraba apagado, pero el sistema
interno de seguridad permanecía activo e informaba de inmediato por alerta
informática si alguien forzaba la puerta de entrada y estaba entrando en el
apartamento.
Sin perder tiempo, y con el corazón acelerado, apagó apresuradamente la
fuente de energía del ordenador, cogió los papeles de forma atolondrada y
corrió hacia la sala de seguridad, el compartimento de alta seguridad que en
buena hora había sido construido al lado de la cocina. Entró jadeante, apretó
el botón de seguridad y cerró los ojos; la puerta metálica se trancó, aislándole
del exterior. Se escurrió despacio para el suelo y, acomodado, respiró hondo.
“¡Uf!”, suspiró. “Fue por poco”.
Estaba a salvo.
Ya era el segundo asalto al apartamento en el espacio de solo dos días. El
primero le pilló fuera de casa, retenido en el empleo por causa del estúpido
informe que el jefe había resuelto pedirle. Cuando esa noche llegó al
apartamento, comprendió por pequeñas señales que alguien había estado ahí.
Desde entonces vivía con miedo a que se repitiese el incidente. Había muchos
intereses envueltos en aquella historia y gente muy poderosa metida en el lío.
Su mejor arma era el disimulo. Dejó de atender llamadas, como había hecho
a lo largo del día. Sabía que los asaltantes tenían tendencia a llamar antes de
lanzar una operación, para cerciorarse de que su objetivo se encontraba
desierto, y estaba determinado a cogerlos in fraganti.
Ese momento había llegado.
Después de una pausa para recuperar la respiración, se levantó y encendió el
monitor. Todo el apartamento estaba cubierto por cámaras de vídeo
escondidas por detrás de espejos, en medio de las macetas o hasta en los
dispositivos contra incendio que se encontraban clavados en el techo. La
enorme pantalla se encendió y Peter, ya más tranquilo, observó la imagen
recortada en nueve secciones, cada una correspondiente a una cámara oculta
en un compartimiento o en un pasillo.
La cámara del hall de entrada mostraba dos personas entrando furtivamente
en el apartamento. El hombre en la casa cogió el mando y apretó el botón
para ampliar la imagen. El vídeo de la cámara del hall ocupó el monitor y
permitió a Peter estudiar a los asaltantes con más detalle. No reconoció a
ninguno, pero se dio cuenta de que uno de los intrusos era una mujer.
“Jeez!”, murmuró, asombrado. “Ahora también usan babes en estas
operaciones...”.
Un brillo de luz apareció de repente en la mano del hombre que parecía
estar al frente del dúo de asaltantes; se había encendido una linterna. Las
imágenes mostraban a los desconocidos avanzando con cuidado, explorando
tan lentamente el apartamento que tardaron cinco segundos en cruzar el
pequeño atrio y meterse en el pasillo.
Encerrado en la sala de seguridad, Peter consideró la mejor opción para
actuar. Podía llamar a la policía, claro; tenía allí el teléfono y la conexión con
la comisaría más próxima sería sencilla. Pero, si los intrusos eran quien él
pensaba que eran, eso no serviría de nada. Lo mejor sería seguir su plan
original. Iba a observarlos y esperar la evolución de los acontecimientos. Pero
lo más importante es que registraría todo. Nunca se sabía qué utilidad podría
tener la grabación, pero siempre sería un triunfo en caso de necesidad.
Abrió el panel que controlaba el sistema de videovigilancia e introdujo un
DVD virgen en el grabador. Después apretó el botón rojo indicando record,
esperó por la confirmación de que la máquina estaba de hecho grabando y
buscó el botón del sistema audio que se encontraba acoplado a las cámaras.
Rodó el botón y el sonido llenó los altavoces del compartimento blindado,
trayéndole las palabras que intercambiaban los asaltantes:
“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo el intruso que
caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay
nadie aquí”.
XLVII
“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo Tomás mientras
caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay
nadie aquí”.
El apartamento se encontraba inmerso en la oscuridad y no se atrevieron a
encender las luces. Su única fuente de orientación era el foco de la linterna
que rompía las densas tinieblas e iba bailando por las paredes y por los
muebles, como si aquel frágil chorro de luz abriese el camino. No era
agradable la sensación de estar explorando a escondidas la casa de otra
persona y sentían una presión constante, una inquietud permanente, la
incómoda sensación de que en cualquier momento alguien entraría en el
apartamento y los cogería in fraganti.
El deseo de huir era muy fuerte. Tomás movió la cabeza, como si de ese
modo pudiese echar también a los fantasmas que le asustaban. Qué ridículo,
pensó; el propietario, Frank Bellamy, ha muerto, es de noche, María Flor
llamó hace poco y se cercioró de que nadie atendía, señal de que el
apartamento está vacío; nadie vendrá aquí a una hora de estas, no habrá
problema. Se concentró en ese pensamiento, en ese deseo, en esa convicción,
y así fue domando el miedo permanente de ser encontrado por quien quiera
que allí entrase súbitamente. Pero incluso así el deseo de huir permanecía casi
irreprimible.
Recorrieron despacio el apartamento, moviéndose con mil cuidados por si
se encontraban con alguien, pero todas las habitaciones en las que entraron
estaban desiertas.
“Aquí no hay nadie”, susurró María Flor por fin, aliviada pero todavía
inquieta. No se sentía a gusto en el papel de asaltante. “¿Qué hacemos
ahora?”.
“Si hay alguna cosa importante, seguro que la encontraremos en el
despacho”, respondió él en el mismo tono de murmullo. “Cuando pasamos
por allí, ¿te fijaste? Aquello es una mina de posibilidades?”.
Flor se había fijado, pero no respondió. Recorrieron el pasillo central del
apartamento, ahora más tranquilos porque ya conocían la configuración
interior, y entraron en la habitación donde aparentemente el propietario
trabajaba cuando se encontraba en casa.
“¿Enciendo la luz?”, preguntó ella. “Ya hemos visto que aquí no hay
nadie...”.
“Muy bien”, aceptó el historiador. “Pero cierra primero las cortinas, no vaya
a ocurrir algo”.
Después de que María Flor corriese las cortinas, el historiador encendió la
luz. Fue como si el despacho se hubiese destapado y revelado sus secretos.
Aparecieron las paredes forradas de madera de roble, la misma de la que
estaba hecho el parquet por debajo de las alfombras persas; había además una
gran mesa de caoba dominando el espacio. A lo largo de las paredes se veían
colgadas varias fotografías enmarcadas.
Atraído por estas imágenes, Tomás las estudió con atención, intentando
entender la historia que contaban. Algunos retratos eran en blanco y negro,
evidentemente antiguos, y otros en color, más recientes. Detuvo los ojos en el
primer marco a su derecha y reconoció, en blanco y negro, un retrato de
Frank Bellamy joven, sentado en un laboratorio. La fotografía tenía escrito en
la esquina Los Alamos, 1944, lo que significaba que se la habían hecho en el
periodo en que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la
CIA había trabajado en el Proyecto Manhattan para construir la bomba
atómica. El marco de al lado lo confirmaba. Mostraba a Bellamy, igualmente
joven, al lado de Robert Oppenheimer en el ground zero de Trinity, el local
de la explosión de la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México.
“¿Este era Bellamy?”, preguntó María Flor mientras examinaba otras
imágenes enmarcadas. “¡Qué pedazo de pan de hombre! Parece Clint
Eastwood en versión joven”.
“Bueno, me criticas por la Marilyn Monroe que le lancé al portero, pero
después te pones a elogiar a Bellamy de ese modo”, protestó Tomás,
fingiéndose ofendido. Esbozó una mirada semejante a la que ella le había
echado solo unos minutos antes, cuando subían las escaleras. “Las mujeres
son todas iguales...”.
“Sí, sí”, asintió ella, mirándolo con una sonrisa burlona. “Tú sabes
mucho...”.
La atención de los dos intrusos volvió a las fotografías enmarcadas en las
paredes. Tomás examinó una imagen de Bellamy en un centro de tiro de la
CIA cuando era joven todavía pero evidentemente ya después de cerrar el
Proyecto Manhattan, y otra en color, mostrándolo al lado de una novia rubia
y sonriente, a la puerta de una iglesia”.
“Mira esto”, dijo, llamando la atención de su amiga. “Estoy seguro de que
fue hecha el día de su boda”.
Interesada, María Flor se aproximó de inmediato y miró por encima de su
hombro.
“Déjame ver”, pidió. Estudió la imagen. “Es bonita, la novia. ¿Sabes si vive
todavía?”.
“No tengo ni idea”. Hizo un gesto señalando el espacio alrededor. “Pero, a
juzgar por la decoración espartana de este apartamento, diría que no”.
Las restantes fotografías enmarcadas y colgadas en las paredes eran
igualmente muy instructivas sobre la vida del fallecido director de la CIA.
Una de ellas lo mostraba en su despacho en Langley. Otra lo colocaba al lado
de Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, delante de una pizarra negra
repleta de ecuaciones matemáticas escritas con tiza, y la siguiente con el
presidente Dwight Eisenhower en la Sala Oval.
A medida que las imágenes se sucedían, Frank Bellamy iba envejeciendo;
aunque siempre delgado, comenzaban a surgirle las primeras arrugas
rasgadas en las comisuras de los ojos y el pelo rubio se volvía gris. Ya con
mediana edad, aparecía en una recepción en Camp David saludando al
presidente John Kennedy; Jacqueline se encontraba al lado del marido con
una sonrisa claramente forzada. Otra lo colocaba en el cabo Cañaveral
delante de un cohete Saturno, al lado de Neil Armstrong y Buzz Aldrin, y
justo por encima, figuraba el retrato de Bellamy sentado a la mesa y cenando
con Richard Feynman y John Bell, los tres con aire alegre y agarrados a las
copas que rebosaban de champán. Las dos últimas fotografías eran más
recientes y lo mostraban ya anciano; la primera siendo condecorado por el
presidente Bill Clinton en los jardines de la Casa Blanca y la segunda al lado
del presidente Barack Obama y de Hillary Clinton en la situation room
acompañando la operación para matar a Osama bin Laden.
Después de contemplar este último retrato, María Flor silbó, impresionada
con la secuencia de imágenes.
“Este tipo era realmente importante, ¿eh?”.
“Fue durante décadas jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la
CIA”, asintió Tomás. “Nadie ocupa tanto tiempo un lugar de esos si no eres
una maravilla”. Hizo un gesto señalando los marcos en las paredes. “Este
hombre era una leyenda viva”. Suspiró, súbitamente abatido. “Debes calcular
la gravedad de las sospechas de asesinato que recaen sobre mí. Si creen
realmente que fui yo quien mató a Bellamy, la CIA no me quiere preso. Me
quiere muerto”.
La perspectiva no era alentadora, pero le renovó el impulso y la
determinación de proseguir la búsqueda hasta encontrar las respuestas al
rompecabezas que Bellamy dejara en su último mensaje y en el gran
pentáculo que le había remitido desde Ginebra. Concentraron por eso su
atención en aquello que les parecía prioritario, el gran despacho de caoba.
Un cuadro detrás de la mesa enmarcaba una condecoración. La firma
presidencial mostraba que se trataba de la que le había atribuido el presidente
Clinton. Sin embargo, la atención de los dos intrusos incidió sobre todo en lo
que estaba posado sobre la mesa. Encontraron allí tres libros, el clásico de
Claude Shannon sobre teoría de la información y dos obras de Seth Lloyd y
Freeman Dyson, ambas sobre computación.
“El hombre era un loco por la física”, constató María Flor, una pizca
decepcionada. “Su cabeza debía de estar llena de ecuaciones y fórmulas”.
Esbozó una mirada desagradada y alzó los ojos. “¡Madre, qué tedio!”.
“No olvides que Bellamy era sobre todo un físico. Las fotografías que tiene
allí enmarcadas lo muestran conviviendo con algunos de los físicos más
importantes del
siglo XX, como Heisenberg, Schrödinger, Bell y Feynman. Y estos libros
sobre la mesa prueban que el tipo continuaba actualizado”.
Precisamente en la esquina había dos carpetas de plástico repletas de
papeles, que ambos inspeccionaron. Tomás cogió la carpeta azul y constató
que contenía un documento llamado Mind Wave, con un sello top secret
estampado en rojo en lo alto. Hojeó el documento y comprendió que se
trataba de un estudio sobre efectos cuánticos en el funcionamiento del
cerebro.
Flor cogió la segunda carpeta. La cobertura de plástico era transparente y
guardaba un informe médico realizado por una clínica de Boston.
“¿Ya viste esto?”, preguntó ella, interrumpiendo el análisis que el
historiador hacía al documento en la carpeta azul. “Pobre, este señor Dare.
Únicamente le quedan dos meses de vida”.
“¿Quién?”.
“Es un señor llamado Daniel Dare. Los médicos le diagnosticaron un cáncer
de páncreas”. Suspiró. “¡Ah, qué horrible!”.
“Enséñamelo”.
Su amiga le extendió el informe médico y Tomás lo examinó. El documento
contenía varios fotogramas de TAC y análisis clínicos con marcadores
tumorales a nombre de Daniel Dare. En la página de las conclusiones, los
médicos de la clínica de Boston realizaban el diagnóstico de cáncer de
páncreas e indicaban la previsión de un máximo de seis meses de vida.
El historiador verificó la fecha y constató que el informe tenía cuatro meses,
lo que significaba que, de hecho, restarían un máximo de dos meses al
paciente.
“¿Quién será?”, preguntó María Flor, compadecida. “¿Será un familiar?”.
El historiador se encogió de hombros y devolvió el informe a su sitio. Ya
habían visto todo lo que había sobre la mesa; se concentró después en los
cajones. Los abrió uno por uno e investigó en los interiores, siempre en busca
de una pista. El primer cajón guardaba algunas cartas y muchas postales, que
el intruso inspeccionó. Una postal mostraba una fotografía del Grand Canyon
y detrás las palabras With love, firmado por una tal Helen.
“Qué romántico”, observó su amiga en un tono azucarado, mirando también
la postal. “Debe de ser su mujer”.
“O su amante”.
“¡Oh, ya estás tú!”, protestó ella con un estallido contrariado de la lengua.
“¡Los hombres, pensáis todos lo mismo!”.
Después de responder con una carcajada, Tomás pasó al segundo cajón. El
interior estaba repleto de blocs de notas, todos ellos escritos con ecuaciones
matemáticas incomprensibles. Había también algunas fotografías de trabajo,
incluyendo el retrato de un grupo de hombres delante de las escaleras de un
edificio; se reconocía a Bellamy en la punta izquierda. Ya en el tercer cajón
guardaba carpetas con recibos, declaraciones de impuestos, contratos y
registros de propiedad. El historiador verificó que, además de aquel
apartamento en Washington, DC, Bellamy poseía una hacienda en Savannah,
Georgia, y una casa de vacaciones en los alrededores de Clearwater, Florida.
Encontraron también en este cajón un sobre lleno de billetes verdes. Después
de contar, contabilizaron dos mil doscientos dólares.
“Y esto es todo”, dijo Tomás cuando cerró el tercer cajón. “Me temo que
aquí en la mesa no haya nada más”.
“¿Y ahora qué hacemos?”.
El historiador miró alrededor y desvió la atención hacia la pequeña
biblioteca que llenaba dos estantes.
“Vamos a ver allí”.
El primer estante estaba repleto de obras de ciencia ficción. Los dos intrusos
examinaron los lomos y encontraron títulos de los mejores autores del
género, sobre todo Robert A. Heinlein, Arthur C. Clarke, Isaac Asimov, Ray
Bradbury y Philip K. Dic.
“No soy gran amante de la ciencia ficción”, reveló María Flor. “Prefiero mil
veces las historias de detectives. ¿Te acuerdas de la colección Vampiro? Ah,
cuando era niña me encantaban Agatha Christie, Erle Stanley Gardner, Edgar
Wallace...”. Suspiró con nostalgia. “¡Aquello sí que eran historias!”.
Tomás señaló los títulos en el estante de Bellamy.
“Pues yo siempre preferí la colección Argonauta”, dijo. “Recuerdo andar
leyendo a todos esos autores en el instituto. Mi libro favorito era Cita con
Rama, de Arthur C. Clarke. Una obra maestra”.
La parte de abajo del estante estaba ocupada por algunas revistas antiguas
de ciencia ficción, sobre todo ejemplares de Astounding, de Amazing y de
Tales of Winder. Había igualmente pilas de revistas de comics de ciencia
ficción, con títulos como Flash Gordon, Eagle y Weird Science, que el
historiador también hojeó.
Después pasaron al segundo estante y se encontraron con los clásicos de
física. Frank Bellamy había guardado allí las obras de Max Planck, Werner
Heisenberg, Louis Broglie, Erwin Schrödinger, Richard Feynman, John von
Neumann, John Wheeler, John Bell y otros físicos eminentes. Lo más
destacado, sin embargo, eran los libros de Albert Einstein y de Niels Both,
sujetando, en la estantería central, una fotografía del autor de las teorías de la
relatividad al lado de otro hombre, más delgado y de aspecto insignificante,
ambos caminando por la calle.
“Mira Einstein”, observó ella con aire enternecido, apreciando el retrato en
blanco y negro. “Sabes, siempre tuve una debilidad por él. ¿No le encuentras
entrañable?”. Hizo con las manos un gesto fingiendo que lo acariciaba.
“¡Cuchi, cuchi, cuchi!”.
“Tiene un cierto aire de peluche”, se rio Tomás, descubriendo que le hacían
gracia las observaciones de su amiga. “Sobre todo cuando aparece con el pelo
desgreñado...”.
María Flor señaló hacia el hombre al lado de Einstein.
“¿Quién es este?”.
“Niels Bohr”, le identificó. “Un físico danés famoso. Esta fotografía fue
sacada durante uno de los congresos Solvay, en Bruselas, que fue escenario
de los famosos duelos entre ambos”.
El historiador hizo en el aire un gesto vago con la mano.
“Bueno, duelos es una forma de hablar”, corrigió. “Einstein y Bohr se
enredaron en un debate intensísimo sobre la naturaleza de la realidad y, en el
fondo, sobre el verdadero significado de la función de onda simbolizada por
el psi. ¿La realidad existe independientemente de nosotros o se construye por
la observación? ¿Lo real es determinista o probabilístico? Esta fue la cuestión
que los opuso en estas conferencias”.
“Claro que Einstein ganó...”.
“Eso ya no lo sé”, respondió Tomás distraídamente mientras miraba
fijamente la imagen. “Después de lo que ocurrió en Bruselas, la ciencia nunca
más fue la misma”.
“¿Pero por qué? ¿Qué pasó en esa conferencia de tan especial?”.
“Fue allí donde nació el germen de la idea de que todas las cosas diferentes
que existen son en realidad una misma cosa”.
“¿Qué misma cosa? ¿Qué quieres decir con eso?”.
El historiador cogió la fotografía de los dos físicos caminando por la calle
lado a lado, ambos con sombrero, Einstein con abrigo y bigote oscuro
sonriendo a la cámara, Bohr con el abrigo doblado en el brazo izquierdo y
hablando, aparentemente concentrado en la conversación. El retrato había
sido en realidad sacado por Ehrenfest durante el sexto Congreso Solvay, en
1930, pero parecía perfecto para ilustrar el gran duelo iniciado tres años antes
por los dos titanes.
Tomás retrocedió un paso para apreciar mejor la imagen. La estudió con
aire fascinado, inmerso en una mezcla de admiración y melancolía, como si la
mera contemplación del retrato le permitiese viajar en el espacio-tiempo y
regresar a los días mágicos de aquel otoño de 1927, mientras transcurría el
quinto Congreso Solvay y cuando comenzó la gran pugna entre ambos. Todo
ocurrió delante de diecisiete premios Nobel, que se juntaron en el Instituto de
Fisiología, en el Parque Leopoldo, de Bruselas. Estaban allí todos los
gigantes. Todos. Max Planck, Albert Einstein, Marie Curie, Louis de Broglie,
Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Max Born, Paul Dirac, Wolfgang
Pauli... Eran la flor y nata de la física del siglo XX, no faltaba nadie.
Desviando la mirada hacia el infinito con una expresión soñadora, como si
estuviese sumergido en un trance, Tomás resumió el proceso desencadenado
en el quinto Congreso Solvay en una corta frase.
“El universo es uno”.
XLVIII
Intrigado, Peter seguía con atención las imágenes en el monitor de la sala de
seguridad, acompañando también lo que ocurría en el resto del apartamento
con creciente perplejidad. Observó a los dos intrusos revisando el espacio
para asegurarse de que no se encontraba nadie allí y concentrarse por fin en el
despacho, investigando en los cajones y mirando los libros en las estanterías;
pero lo que más le extrañó fueron los diálogos entre ellos.
“¿Quién es esta gente?”, se interrogó atónito, esforzándose por leer la
respuesta en las imágenes de videovigilancia que la pantalla le mostraba.
“¿Quién los ha mandado aquí?”.
En cuanto empezó a oírlos hablar, el miedo dio gradualmente lugar a la
sorpresa. En un principio le pareció que hablaban en ruso y se preguntó a sí
mismo si estaría delante de un comando de la Sluzhba Vneshney Razvedki, o
SVR, la agencia rusa de espionaje que sucediera a la Primera Dirección del
KGB. Después de escuchar con más atención, sin embargo, llegó a la
conclusión de que los asaltantes no hablaban ruso. ¿Sería otra lengua eslava
con sonoridad semejante, como el búlgaro o el polaco? Eso no tenía sentido,
pensó de inmediato, incluso porque esos países se encontraban ahora mismo
muy alineados con los Estados Unidos.
¿Y si no fuesen eslavos? La hipótesis le abrió un mar de nuevas
posibilidades. Prestó redoblada atención a las palabras que le llegaban por los
altavoces y de repente se acordó de que había oído cosas parecidas durante
una misión que había llevado a cabo años antes en Río de Janeiro. Los
asaltantes, tomó súbitamente consciencia, hablaban portugués.
“Jeez!”, murmuró, estupefacto con el descubrimiento. “¿También hay
brasileños metidos en esta historia?”.
Los acontecimientos tomaban un rumbo absolutamente inesperado. Después
de un largo momento de aturdimiento, en el que quedó paralizado delante del
monitor intentando entender lo que realmente estaba pasando y estudiando
sus opciones, Peter tomó una decisión. Tenía que aclarar el asunto.
La primera cosa que hizo fue agarrar el teléfono para llamar a la policía.
Después de teclear dos números, sin embargo, volvió a poner el auricular en
su lugar. Lo mejor que podía hacer, consideró pensándolo mejor, era
encargarse él mismo del caso. A pesar de que ese no era su trabajo, la verdad
es que había recibido entrenamiento adecuado para actuar en situaciones
semejantes y dos delincuentes reclutados en una favela cualquiera no lo iban
a asustar.
Se dirigió al armario de la sala de seguridad y abrió las puertas de par en
par. En el interior había dos escopetas automáticas y diversas pistolas de
varios calibres. Escogió una Smith & Wesson M&P 40, la armó y la metió en
la funda que se ató a la cintura. Después colgó dos esposas metálicas en el
cinturón. Por fin cogió una escopeta automática M16, le encajó el cargador y
la dejó lista para utilizar.
Ya debidamente armado, se dirigió a la salida de la sala de seguridad y
pulsó el botón verde en la pared. La puerta se abrió con un zumbido y Peter
cerró los dientes en el momento en el que la cruzó y puso el pie en el pasillo
del apartamento.
“Aquí vamos”.
XLIX
El viejo retrato de Einstein y Bohr caminando lado a lado volvió a la
estantería, pero los dos intrusos permanecieron delante de él admirándolo,
como si el pequeño rectángulo de papel fuese en realidad una ventana del
tiempo y les permitiese ver lo que había sucedido en 1927 en el famoso
quinto Congreso Solvay. Las palabras recién proferidas por Tomás llenaron
de curiosidad a María Flor, sobre todo porque ella se había acostumbrado a
esperar de él razonamientos sólidos y no fantasías místicas.
“¿El universo es uno?”, se admiró. “¿Qué quieres decir con eso?”.
El historiador hizo un gesto que abarcó todo el despacho y lo que estaba
más allá de él.
“Que la diversidad que vemos a nuestro alrededor no pasa de una ilusión”,
replicó. “Las partículas están entrelazadas entre ellas, a pesar de que parezcan
separadas por el espacio y por el tiempo. Todo esto es un engaño, las cosas
son todas las mismas a pesar de que se nos presentan como si fueran
diferentes. El quinto Congreso Solvay dio el puntapié de salida para ese gran
descubrimiento científico que las personas en general todavía desconocen”.
María Flor no se conformó con la explicación. Lo que le estaba diciendo le
parecía tan extraordinario que, si no lo hubiese oído directamente de la boca
de Tomás, no se lo creería.
“¿Eso tiene alguna importancia para la comprensión de los rompecabezas
dejados por el director de la CIA que murió?”.
“Creo que sí”.
“¿Qué ocurrió entonces en esa conferencia que fue tan importante?”.
Con un gesto lento, Tomás extendió el brazo y retiró un libro del estante. Se
trataba de un volumen en alemán titulado Die Ableitung der
Strahlungsgesetze, de autoría de Max Planck.
“Como ya te conté en Lisboa, la teoría cuántica nació de una explicación
extraña realizada por Max Planck en 1900 sobre la radiación emitida por los
cuerpos negros”, recordó. “En lo que más tarde describió como ‘un acto de
desesperación’ para intentar explicar lo inexplicable, Planck avanzó con la
posibilidad de que las fuentes de luz emiten energía en paquetes, o cuantos.
Solo así era posible explicar las propiedades de la radiación, pero la idea era
de tal modo extravagante que nadie se la tomó en serio”. Señaló hacia el
lomo de otro libro colocado en la estantería, este de Albert Einstein. “Con
excepción de este señor. Al analizar el efecto fotoeléctrico en 1905, Einstein
retomó la idea de Planck y la llevó más lejos al decir que la propia luz existía,
no de forma continua, sino en paquetes de partículas. Los cuantos”.
“Todo esto ya lo explicaste antes de ayer, cuando estábamos en el
laboratorio de la Gulbenkian”.
“Es verdad”, admitió él. “Pero era importante recordar estos dos primeros
descubrimientos para que entiendas lo que te tengo que decir ahora. Fíjate
que, al hablar en energía y en paquetes, o cuantos, Planck y Einsten crearon
inadvertidamente la teoría cuántica. Eso es una gran ironía, una vez que
ambos murieron creyendo que la realidad era diferente de aquella que está
descrita por la teoría que ellos mismos fundaron”.
María Flor movió la cabeza.
“¿Qué quieres decir con eso? ¿Ellos no creían en lo que habían
descubierto?”.
El historiador señaló hacia la fotografía de Einstein y Bohr caminando uno
al lado del otro.
“Fue únicamente durante el quinto Congreso Solvay, en 1927, que las
implicaciones reales de sus descubrimientos se hicieron claras”, exclamó.
“Einstein y Planck eran científicos clásicos que tenían la convicción de que la
realidad es exterior a nosotros, que el mundo existe independientemente de
nuestra presencia y que todo lo que ocurre tiene una causa específica y un
funcionamiento determinista, como si el universo fuese una especie de reloj
gigante en donde todos los acontecimientos tienen un origen y en donde la
relación causa-efecto es universal. En cierto modo, tuvieron la intuición de
que la hipótesis de los cuantos desafiaba la visión clásica, pero no imaginaron
que provocase tal revolución”.
“¿Entonces, cuándo se alteraron las cosas completamente?”.
“Fue poco a poco”. Señaló la imagen del hombre que caminaba al lado de
Einstein en una calle de Bruselas. “Después de que Planck y Einstein diesen
el pistoletazo de salida, entró en escena este fulano. Niels Bohr era un danés
que en 1912 fue a Manchester a hacer unas prácticas con Ernest Rutherford,
el físico que el año antes había descubierto la estructura planetaria de los
átomos. No obstante, existía un problema que Rutherford no lograba resolver.
Siguiendo las ecuaciones clásicas de Newton y Maxwell, se concluía que,
después de consumir su energía, los electrones que orbitaban el núcleo del
átomo tendrían obligatoriamente que caer en él en una billonésima de
segundo. Pero en el mundo real eso no estaba ocurriendo. ¿Cómo explicar el
misterio? Bohr abordó el asunto desde una nueva perspectiva y, en una
jugada muy osada, fue más allá de las ecuaciones de Newton y de Maxwell,
cosa que en aquel momento a nadie se le ocurría. Se inspiró en la idea de los
cuantos para establecer que había un número limitado de orbitales que los
electrones podían ocupar, y que cuando perdían energía iban pasando en
saltos cuánticos de una orbital mayor a una menor, hasta alcanzar un orbital
mínimo por debajo del cual ya no podían ir; esto explicaba que no se cayesen
en el núcleo del átomo. El físico danés hizo cálculos y previsiones que las
sucesivas experiencias confirmaron integralmente, y se probó así que el
modelo era verdadero”.
“¿Fue así como se explicó la estabilidad de los átomos?”.
“Eso mismo. El problema es que al explicar este enigma Bohr creó otros
todavía mayores. La verdad es que por entonces algunos físicos comenzaron
a mostrarse perturbados con la teoría cuántica. ¿Al final, los electrones
saltaban de un orbital a otro, o de un estado energético a otro, sin pasar por
los orbitales o por los estados intermedios? ¿Qué rareza era esa?”.
María Flor se rio.
“De hecho, imagino que por entonces eso pareciese extraño”, observó.
“¡Caramba, incluso hoy es extraño!”.
Después de devolver a la estantería el libro de Max Planck, el historiador
retiró de un estante otras dos obras en alemán. Se trataba de Quantentheorie
und Philosophie: Vorlesungen und Aufsätze, de Werner Heisenberg, y Geist
und Materie, de Erwin Schrödinger.
“Las implicaciones del descubrimiento de Bohr generaron una revolución
entre los físicos. Nada de aquello coincidía con la teoría conocida, por lo que
los científicos entendieron que era necesario desarrollar una nueva teoría que
explicase las observaciones experimentales. El desafío fue asumido en 1925
por un discípulo de Bohr, el joven físico alemán Werner Heisenberg, que se
aisló en la isla alemana de Helgoland y se concentró en las frecuencias de las
líneas espectrales producidas por los saltos cuánticos de los electrones.
Después de algunos días desarrolló una matemática de matrices basada
exclusivamente en las relaciones entre propiedades observables. Heisenberg,
que después contó con la ayuda de Max Born y Pascual Jordan para concluir
su trabajo, creó así la mecánica cuántica, capaz de hacer previsiones que
coincidían con las observaciones que se estaban haciendo y que hasta
entonces no tenían explicación satisfactoria. Se inició así una segunda
revolución cuántica”.
Su amiga señaló el segundo libro.
“¿Y cuál fue el papel de Schrödinger?”.
“Schrödinger entró en escena casi al mismo tiempo. Louis de Broglie se
inspiró en la dualidad onda-partícula de la luz para sugerir que también la
materia, además de partícula, podría ser onda. La idea agradó inicialmente a
Einstein y después a Schrödinger, que pensaba que el concepto de onda
eliminaría los perturbadores saltos cuánticos preconizados por Bohr porque
las ondas son fluidas y presentan continuidad. Durante una conferencia sobre
la propuesta hecha por de Broglie, un físico llamado Pieter Debye intervino
diciendo que la física de ondas tiene normalmente una ecuación de onda que
la describe. Al oír esto, Schrödinger pensó que debería ser posible crear una
ecuación que describiese las ondas cuánticas, por lo que se puso manos a la
obra. Desarrolló la mecánica de las ondas cuánticas a finales de 1925 y
publicó su famosa ecuación en 1926”.
María Flor hojeó el bloc de notas del amigo y señaló el «Ψ» que él había
diseñado en Lisboa.
“¿Esa es la ecuación que habla de la tal función de onda?”.
“Sí”, confirmó Tomás. “Schrödinger representó la función de onda con el
psi. Einstein lo felicitó y comenzó por mostrar entusiasmo por la mecánica
ondulatoria de la función de onda. Además, Schrödinger se dio cuenta de que
su ecuación describía la misma realidad que era descrita por la mecánica de
las matrices de Heisenberg. Fue un choque”.
“Por lo tanto eran dos mecánicas iguales”.
“No, eran diferentes. Sin embargo, describían la misma realidad. Lo que se
volvió desconcertante fue que abordaban aspectos aparentemente
contradictorios de la realidad. La mecánica de Heisenberg usaba álgebra de
matrices y describía partículas, presentando saltos cuánticos, interrupción de
causalidad y discontinuidad en el mundo atómico, mientras la mecánica de
Schrödinger usaba mecánica ondulatoria y describía ondas, presentando
evolución fluida, causalidad y continuidad. Parecían por lo tanto diferentes en
forma y contenido. Sin embargo, ambas daban respuestas correctas cuando se
aplicaban a los mismos problemas. Eran técnicamente equivalentes, aunque
presentasen la realidad física de manera diferente”.
“Eso es extraño”, constató ella. “¿Cómo podían estar las dos correctas si
presentaban la realidad de forma tan diferente? O la realidad es continua o es
discontinua, o es causal o no es causal, o hay fluidez o hay saltos
cuánticos...”.
“...o es onda o es partícula”.
La observación de Tomás, acompañada de una sonrisa, sonó familiar a
María Flor.
“¿La respuesta está en el experimento de la doble rendija?”.
“El experimento de la doble rendija encierra todo el misterio del mundo
cuántico”, confirmó él. “Ocurre que Schrödinger entendió que había un
problema serio con su función de onda. ¿Dónde estaba exactamente la onda?
Como se sabe, las ondas no se sitúan en un único sitio, en general son una
perturbación que transporta energía. Las ondas del mar son constituidas por
moléculas de agua y las ondas del sonido por moléculas de aire. ¿Pero qué
constituía las ondas de luz y las ondas de materia? ¿De qué estaban hechas?
Schrödinger propuso que la función de onda de un electrón, por ejemplo,
estaba conectada a una distribución de carga eléctrica, una especie de nube
que nada por el espacio. La dualidad partícula-onda, en opinión de
Schrödinger, no pasaba de una ilusión. En realidad solo había onda. Sin
embargo, se descubrió que esta descripción violaba el límite de la velocidad
de la luz. Además, no aclaraba fenómenos como la ley de la radiación de
Planck, el efecto fotoeléctrico y el efecto Compton, que solo son explicables
por la existencia de partículas, por lo que rápidamente se dio cuenta de que
esta hipótesis no era correcta”.
“¿Entonces cuál es la respuesta correcta? ¿Al final de qué está hecha la onda
cuántica?”.
“Eso es un gran misterio, como ya te expliqué en Lisboa. Si la función de
onda no representa ondas reales en el espacio tridimensional, ¿qué
representa? Todavía hoy el tema suscita perplejidad. Fue Max Born,
inspirándose en un concepto propuesto por Einstein, designado campo
ondulatorio fantasma, quien dio la respuesta más aceptada. Dijo que la
ecuación de Schrödinger trabaja con ondas de probabilidad. O sea, la
ecuación solo da probabilidades de que la materia aparezca en cualquier parte
de la onda. El precio a pagar por esta solución, como es evidente, es que pone
en duda la existencia real de la onda y las relaciones de causa-efecto
deterministas. Peor todavía después llegó Niels Bohr insinuando que, hasta
realizar una observación, el electrón ni siquiera existe. Entre una mediación y
otra, un electrón no tiene existencia fuera de las posibilidades abstractas
proporcionadas por la función de onda. Es decir, la ecuación de Schrödinger
no solo no prohíbe los insoportables saltos cuánticos que su creador pensaba
haber resuelto, sino que la onda ni siquiera tiene existencia real”.
Su amiga se rio.
“Imagino que Schrödinger no se debió de quedar nada contento...”.
“¿Contento? ¡Caramba, estas conclusiones fueron una verdadera bomba!”,
exclamó. “Contradecían frontalmente la física clásica de Newton y todo el
sentido común. Para agravar las cosas, meses más tarde, ya en 1927,
Heisenberg estableció el principio de la incertidumbre, según el cual no es
posible determinar con rigor y simultáneamente la posición y la velocidad de
una partícula. Cuando se determina la velocidad exacta, la posición
literalmente no existe, y viceversa. No es posible prever el recorrido pasado y
futuro de una partícula porque, en palabras de Heisenberg, ‘el recorrido
unicamente gana existencia cuando lo observamos’”.
“Me niego a creer en eso. Lo que él quiso decir seguramente
fue que se desconoce el recorrido pasado de la partícula...”.
“No, Flor. Es más que eso. Ese recorrido realmente no existe. ¿Entiendes lo
que Heisenberg verdaderamente proclamó? ¡Es la observación la que hace
que el recorrido de la partícula gane existencia real!”.
María Flor abrió la boca.
“¡Válgame Dios!”.
“En el mismo año, Bohr estableció el principio de complementariedad,
según el cual un electrón o la luz o cualquier otro objeto cuántico es partícula
o es onda en función de la experiencia que se lleva a cabo, pero nunca es las
dos cosas al mismo tiempo. O sea, la realidad se crea en función del tipo de
experiencia que se decide hacer. ‘No existe mundo cuántico’, llegó a
proclamar Bohr. ‘Hay solo una descripción de la mecánica cuántica
abstracta’. Como debes calcular, una cosa de estas era demasiado chocante
para los científicos habituados a creer en la existencia de la realidad
independiente de la observación y en las relaciones deterministas de causaefecto.
La ecuación de Schrödinger, el principio de la incertidumbre de
Heisenberg, el principio de la complementariedad y los saltos cuánticos de
los electrones en el modelo atómico de Bohr dejaron a los físicos al borde de
un ataque de nervios”.
María Flor señaló la fotografía de Einstein y Bohr caminado lado a lado.
“Fue entonces cuando comenzó el famoso duelo...”.
“Eso mismo. Los mayores físicos del mundo se reunieron en octubre de
1927 en el quinto Congreso Solvay para discutir estos descubrimientos
perturbadores y su significado filosófico. ¿Qué historia es esta de que los
electrones saltan instantáneamente entre orbitales y de un estado a otro sin
pasar por estados intermedios? ¿Qué disparate es este del principio de la
incertidumbre que dice que la posición y la velocidad de un objeto cuántico
no tienen existencia real simultánea, que cuando existe una, la otra no existe?
¿Qué locura es esta de que la ecuación de Schrödinger muestra que un
electrón o un átomo pueden estar en múltiples sitios al mismo tiempo y que
aparecen en un sitio por probabilidad y no por necesidad determinista? ¿Qué
onda fantasma es esta que aparece en esa ecuación? ¿Qué es todo esto?
Schrödinger se sentía devastado con las inesperadas implicaciones de su
ecuación y ya se arrepentía de haberla creado. Planck y De Broglie movían la
cabeza, incrédulos, y Einstein... oh, Einstein estaba estupefacto. Inicialmente
había aprobado la idea de la onda y había llegado a plantear la posibilidad de
la existencia de lo que describió como un ‘campo fantasma’ sirviendo de
onda, pero desconfiaba de la idea de que la naturaleza era probabilística, y
sobre todo se rehusaba a aceptar que la realidad no tenía existencia objetiva.
Einstein acusó a Bohr y a sus seguidores de evitar la realidad física, y
escribió: ‘No puedo soportar el pensamiento de que un electrón, expuesto a
un rayo de luz, escoja, por su propia y libre decisión, el momento y la
dirección en la cual irá a saltar’”.
“Sí, la idea de que un electrón tenga libre arbitrio es realmente extraña...”.
“El libre arbitrio del electrón es una forma de hablar, claro. Einstein
cuestionaba que las cosas sucediesen sin causalidad determinista y en
particular que la realidad no tuviese existencia objetiva y fuese dependiente
de la observación. El hecho, sin embargo, es que los experimentos, el
principio de la incertidumbre y la ecuación de Schrödinger muestran que las
cosas no ocurren por necesidad determinista, sino por probabilidad, y que la
realidad tiene una esencia aleatoria y su naturaleza depende de la forma como
es observada. De modo que estas dos posiciones, la clásica y la cuántica,
entraron en colisión frontal en ese quinto Congreso Solvay, provocando una
ruptura profunda e irreversible en el mundo de la física”.
“¡Bien, debió de ser una buena guerra!”, sonrió ella. “¿Cuáles eran las líneas
de fuerza?”.
“De un lado se juntaban los físicos clásicos, científicos establecidos que
creían que la realidad existe independientemente de la observación y que todo
tiene un comportamiento determinista del tipo causa-efecto. Este grupo
incluía a Planck, Schrödinger y De Broglie, y estaba encabezado por
Einstein. Del otro lado de la barricada se encontraba la nueva generación de
físicos cuánticos, jóvenes que defendían que la observación crea parcialmente
la realidad y que el comportamiento de la materia no es determinista, sino
intrínsecamente probabilístico. Defendían esta idea increíble los físicos más
jóvenes, los turcos Heisenberg y Pauli, liderados por Bohr y apoyados por
uno de los más mayores, Born”.
María Flor hizo un gesto señalando la fotografía que mostraba a Einstein y a
Bohr lado a lado.
“Fue aquí que ocurrió el tal duelo del que hablabas hace poco...”.
“Precisamente”, asintió mientras devolvía a la estantería los libros que de
allí había sacado. “Los dos se enzarzaron en una larga discusión sobre la
naturaleza de la realidad. Los tiros de abertura de este enfrentamiento en
Bruselas se dieron cuando Born y Heisenberg hicieron una presentación
formal en cuya conclusión afirmaron de forma deliberadamente provocadora
que la mecánica cuántica era una teoría cerrada. Eso significaba que la teoría
estaba completa y, según ellos, ningún descubrimiento futuro alteraría sus
trazos fundamentales. Al oír esto, Einstein se rio. Cuestionado por Ehrenfest,
confesó: ‘Me río de su ingenuidad’. El desafío estaba lanzado. Einstein
permaneció callado durante las sesiones formales. Solamente interrumpió el
silencio para ir a la pizarra a dibujar un esquema del experimento de las
rendijas y llamar la atención sobre el hecho de que, si la función de onda se
esparcía por el espacio y su colapso era instantáneo cuando había
observación, eso significaba que las partículas, al formarse en la pantalla,
violaban el límite de la velocidad de la luz. Después regresó al silencio
durante las sesiones y solo lo interrumpió una vez más para hacer una
pregunta. Durante los días siguientes, sin embargo, se juntaba con sus colegas
en la mesa del desayuno en el Hotel Metropole y presentaba problemas que
se destinaban a demostrar que la teoría cuántica, además de permanecer
incompleta, lo que contradecía la declaración inicial de Heisenberg y Born,
era hasta incoherente y, por tanto, errada. Bohr lo escuchaba con atención y,
después de conferenciar a lo largo del día en privado con Heisenberg, Born y
Pauli, a la hora de la cena daba a aquellos problemas una solución
pormenorizada. Este debate comenzó en esta conferencia en Bruselas y se
prolongó durante algunos años”.
“¿Pero qué es lo que discutían exactamente?”.
“La posición de fondo de Einstein era que el mundo existe
independientemente de nosotros y todo tiene una relación causa-efecto. Si el
principio de la incertidumbre y las experiencias muestran que la realidad no
tiene existencia objetiva, eso no ocurre porque la realidad sea genuinamente
creada por la observación, sino porque los instrumentos de observación
perjudican la propia observación o porque hay variables todavía no
descubiertas que explican el extraño comportamiento de la materia. Sobre la
onda de probabilidades de la ecuación de Schrödinger, esta es el resultado de
los límites de nuestros conocimientos. La materia no aparece espontánea y
aleatoriamente en cualquier punto de la onda, sino porque algo la forzó a
surgir allí y el hecho de no conocer la causa no impide que exista de hecho
una causa. El comportamiento probabilístico no pasa de una ilusión creada
por nuestra incapacidad de ver las relaciones de causa-efecto a un nivel
microscópico. Pero la realidad no es probabilística, es determinista, porque
Dios no juega a los dados”.
“Tiene sentido...”.
“Sí, pero insisto en que no es eso lo que la ecuación de Schrödinger y el
principio de la incertidumbre de hecho nos dicen, ni es eso lo que las
experiencias nos revelan, como te demostré en Lisboa con el experimento de
la doble rendija. Insisto en que, cuando los experimentos y los cálculos
matemáticos contradicen el sentido común y nuestra intuición, la
experimentación y la matemática ganan siempre, como sucedió cuando
Copérnico defendió que la Tierra giraba alrededor del Sol y no lo contrario.
Fue por eso que Bohr, al oír a Einstein afirmar que Dios no jugaba a los
dados, respondió; ‘¡Einstein, para de decir a Dios lo que debe o no hacer!’ Lo
que Bohr quiso explicar fue que la realidad es lo que es, no lo que nosotros
idealizamos. Los cálculos matemáticos y los experimentos sugieren que la
observación crea parcialmente la realidad, que las partículas dan saltos
cuánticos sin pasar por estadios intermedios, que encima ni siquiera existen,
ocupan diversas posiciones y estados al mismo tiempo, y que la materia altera
su estado o su posición de forma realmente espontánea e imprevisible, sin
una causa determinista que lo justifique, por lo que su comportamiento solo
puede estar previsto en términos de probabilidad. Eso no ocurre debido a las
limitaciones de nuestra observación, sino porque la realidad es genuinamente
aleatoria. Si no vemos la causa determinista de algunos acontecimientos
cuánticos no es porque la desconozcamos, sino porque no existe realmente.
Las partículas pueden dar saltos cuánticos sin causa determinista que las
obligue a eso. Peor todavía, la realidad no tiene existencia sin observación.
De la misma manera que Bohr declaró que ‘el mundo cuántico no existe’ y
que ‘una realidad independiente en el sentido físico común no se puede
atribuir al fenómeno ni a las agencias de observación’, Heisenberg explicó
que ‘los átomos o las partículas elementales no son reales; forman un mundo
de potencialidades o posibilidades’, y Pascual Jordan aclaró que la
observación no se limita a perturbar el objeto cuántico que se está midiendo
— la observación crea ese objeto. De ahí que Bohr haya concluido que, si
una persona no se siente sorprendida con la física cuántica, es porque no la
comprendió verdaderamente. Quien la entiende no puede dejar de quedarse
aterrorizado”.
“Eso son realmente perspectivas irreconciliables”, reconoció María Flor.
“¿Cuál fue el desenlace del debate?”.
La mirada de Tomás volvió a desviarse hacia la fotografía de Einstein y
Bohr caminando lado a lado.
“Adivina cuál de los dos venció”.
L
No sin cierto recelo, Peter mantuvo la puerta de la sala de seguridad abierta,
aunque supiese que en realidad no habría retorno. Con la escopeta automática
apuntada hacia delante, recorrió el pasillo un pie detrás de otro, con los
sentidos alerta, la mirada vagando por las sombras, los oídos atentos a todos
los sonidos. Después de doblar la primera esquina, el rayo de luz proveniente
de la sala de seguridad dejó de alumbrar el pasillo y se quedó a oscuras. Se
detuvo ante el espacio a su alrededor sumergido en una oscuridad total, e hizo
un compás de espera para que los ojos se habituasen al nuevo ambiente.
El proceso de adaptación a las tinieblas tardó un minuto, al final del cual
comenzó a distinguir las formas. Ganando confianza, retomó su lenta
progresión. El apartamento era grande y el pasillo constituía su espina dorsal,
atravesándolo de una parte a otra, pero ya había recorrido más de la mitad y
sabía que después de la esquina siguiente se encontraba la puerta del
despacho.
Llegó al final y miró hacia un lado y hacia otro. Tal y como esperaba, vio la
puerta del despacho abierta y la luz encendida en el interior. Atraído por un
movimiento, la mirada de Peter se posó en el suelo. Observó el rectángulo de
luz del despacho esparciéndose por la moqueta y, como un espectro, el
recorte negro de una sombra moviéndose dentro del rectángulo.
La visión le provocó un batacazo en el pecho. Una cosa era ver a los
intrusos en el monitor de la sala de seguridad, como personajes distantes de
un programa de televisión cualquiera, y otra completamente diferente era
estar allí, constatar que la luz del despacho estaba realmente encendida y
sorprender la sombra de un asaltante recortada en el suelo, encarando el
hecho de que había desconocidos a unos meros cuatro o cinco metros de
distancia. Aquello con lo que tenía que enfrentarse ya no era una simple
imagen en la pantalla, sino la propia realidad.
Dobló la esquina, siempre pegado a la pared, y se acercó a la puerta.
Escuchó los primeros sonidos del interior, la misma lengua que al principio le
pareció ruso y que ahora sabía que se trataba de portugués. Le hubiese
gustado entender la conversación, eso le permitiría descubrir quiénes eran y
qué querían los asaltantes, pero lo cierto es que no entendía el idioma.
Dentro de tres segundos atacaría, decidió. La cuenta atrás empezó en su
mente.
“Tres...”.
Se concentraría primero en el hombre. Le parecía más peligroso y tendría
que ser inmediatamente neutralizado.
“Dos...”.
Si alguno de ellos se resistiese, no duraría. Sería de inmediato abatido con
un tiro en la frente.
“Uno...”.
Desatrancó el seguro de la M16 y encajó el dedo en el gatillo. Más
importante, dejó que su entrenamiento de combate se apoderase de él.
¡Ahora!
LI
Estudiando en el estante del despacho la fotografía de Einstein y Bohr
paseando juntos en una calle de Bruselas, Tomás pensó que nada haría
suponer que ambos estaban en ese momento concentrados en un acalorado
debate sobre la naturaleza más profunda de la realidad. Corpulento y con
bigote moreno y vistoso, Einstein se mostraba sonriente y relajado, mientras
que el pequeño danés, tenso y compenetrado en la conversación, casi parecía
que necesitaba correr para conseguir mantenerse al lado de su compañero y
adversario.
“¿Quién ganó el duelo?”.
La pregunta de María Flor, sabía Tomás, tenía una respuesta clara, pero
prefirió dejarla para más tarde, para cuando ella la pudiese comprender.
“Tienes que entender que, para la gran mayoría de los físicos, la cuestión se
resolvió de una manera sencilla”, dijo él. “La teoría cuántica no tiene de
hecho mucho sentido, es absurda y chocante, pero lo cierto es que todos sus
cálculos coinciden con la realidad. Todos. El razonamiento de muchos físicos
fue este: lo mejor es hacer los cálculos e ignorar su significado. ¿Un
determinado cálculo muestra que una partícula está en doscientos sitios al
mismo tiempo? ¿El principio de complementariedad demuestra que un
electrón puede ser partícula u onda dependiendo de la forma como el
observador decide detectarlo? ¿La mecánica cuántica sugiere que una
partícula no tiene existencia real si no es observada? Mala suerte. Vamos a
ignorar esas implicaciones increíbles y hacer igualmente el cálculo. Finjamos
que todo está bien. Si no nos preocupamos por el resultado desconcertante de
estos cálculos y de estos experimentos, todo irá bien. Si algún físico novato
nos dice ‘este resultado no puede ser porque significa que el electrón viajó
por todos los caminos al mismo tiempo o cualquier otra cosa’, le
responderemos: ‘¡Cállate y haz las cuentas!’ Mientras todo coincida, no nos
preocuparemos con las extrañas implicaciones de los cálculos y de los
experimentos”.
“¿Einstein también aceptó este razonamiento?”.
Tomás movió la cabeza.
“Tal como Schrödinger, Einstein no aceptó ignorar las profundas
implicaciones filosóficas de la teoría cuántica. Lo que más le perturbaba en la
física cuántica era la idea de que lo real no existe si no se observa. Pura y
simplemente se negaba a aceptar eso. Creía que el mundo es determinista. Si
la teoría cuántica decía que la realidad era casual, no causal, que solo existía
si era observada, es porque esa teoría estaba incompleta y un día se
descubriría algo que demostrara que el universo microscópico existe
independientemente de la observación y que la realidad se guía por relaciones
deterministas de causa-efecto. Ya Bohr argumentaba que la teoría cuántica
era coherente, mientras Heisenberg y Born llegaban al punto de proclamar
que estaba cerrada y completa. La casualidad no se debe a las limitaciones de
nuestro conocimiento, argumentó Bohr, sino a la propia naturaleza más
profunda de la realidad. Como te dije, el duelo entre ambos comenzó en ese
quinto Congreso Solvay y se prolongó durante muchos años. En el intento de
salir de aquel callejón sin salida, Einstein presentó una serie de problemas y
ejemplos que, según él, mostraban que la teoría cuántica estaba errada o, por
utilizar una expresión menos ofensiva, era incoherente, pero Bohr los
resolvió uno a uno”.
“¿Y llegaron a alguna conclusión?”.
“Bohr acabó por convencer a Einstein de que la teoría cuántica era de hecho
coherente, por lo que, a partir de 1930, el autor de las teorías de la relatividad
reconoció que la nueva teoría presentaba la verdad”. Levantó el dedo,
haciendo una corrección. “Bueno, solo parte de la verdad. Siendo riguroso,
Einstein pasó a pensar que la teoría cuántica, aunque verdadera y coherente,
permanecía incompleta porque faltaba descubrir variables que explicasen las
rarezas. El argumento irrefutable ocurrió en 1935, año en el que Einstein
envió a Bohr su último y más importante problema. Trabajando con otros dos
físicos, Podolsky y Rosen, concibió lo que hoy se conoce por paradoja EPR,
las iniciales de sus tres creadores. La idea de este problema, que en última
instancia se destinaba a mostrar que era posible que existiese una partícula sin
ser observada, partía de una hasta entonces poco conocida propiedad de la
física cuántica, la de que una partícula influye instantáneamente en otra
partícula con la cual está relacionada, sea cual sea la distancia a la que se
encuentren la una de la otra”.
“¿Instantáneamente?”, se sorprendió su amiga. “¡Eso no es posible! Si una
partícula estuviera aquí en la Tierra y otra estuviera al otro lado de la Vía
Láctea, por ejemplo, no se pueden influenciar instantáneamente. Incluso a la
velocidad de la luz, la información tarda millares y millares de años en llegar
al destino, por lo que la influencia no puede ser instantánea. Es preciso
respetar los límites de la velocidad de la luz, como tú bien sabes”.
“Justamente el argumento de Einstein. Ocurre que una
de las consecuencias de la teoría cuántica es que las partículas relacionadas se
influencian al mismo tiempo, independientemente de la distancia a la que
están la una de la otra, violando así aparentemente el límite de la velocidad de
la luz. Einstein colocó a Bohr ante un dilema: o las partículas eran creadas
por la observación y tenían un comportamiento que violaba los límites de la
velocidad de la luz y de la causalidad local, o ya existían antes de la
observación y consecuentemente la teoría cuántica permanecía incompleta. Él
pensaba que la paradoja demostraba la segunda hipótesis, porque la primera
no tenía el menor sentido; era de tal modo impensable que la apellidó de
spuckhafte Fernwirkung, o ‘acción fantasmagórica a distancia’”.
“Y tenía razón, es obvio”.
“Pero no fue eso lo que su adversario respondió. Al ser confrontado con esta
paradoja, Bohr acabó por asumir que la observación definía ontológicamente
una partícula y que la influencia entre las partículas era de hecho instantánea.
La observación de una partícula hacía colapsar no solo su función de onda
sino también, y en el mismo instante, la función de onda de la otra partícula
con la cual estaba relacionada, fuese cual fuese la distancia que las separase,
una vez que había indivisibilidad en los objetos cuánticos en causa. Así, la
teoría cuántica no era incompleta”.
“¡No puede ser!”, insistió María Flor. “Si la teoría cuántica prevé una cosa
de esas, ¡es evidente que está incompleta! ¡Einstein tenía razón!”.
El tono convencido que ella imprimió a sus palabras provocó una ligera
vacilación en Tomás. ¿Debería llevar la explicación hasta el fin? Respiró
hondo. ¿Por qué no?
“La paradoja EPR era realmente poderosa y Einstein bromeó con la
respuesta de Bohr, diciendo que la comunicación instantánea entre las
partículas debía de ser ‘telepática’. Pensó que la comunidad científica se
pondría finalmente de su lado en este debate. No fue eso, sin embargo, lo que
ocurrió. Después del quinto Congreso Solvay, los físicos llegaron a la
conclusión de que quienes tenían razón eran Bohr y sus partidarios, todos
ellos seguidores de lo que fue designado como Interpretación de Copenhague,
sobre todo porque todo lo que decían se iba confirmando con las sucesivas
experiencias”.
“¿Y las rarezas cuánticas? ¿No confundían a nadie?”.
“Claro que confundían. Como ya te expliqué, lo que muchos físicos hicieron
fue ignorar las consecuencias filosóficas de esas rarezas. La teoría cuántica
sugería que la materia no tenía existencia real antes y después de ser
observada, por tanto ¿es la consciencia quien crea parcialmente la realidad y
un electrón puede estar en muchos sitios al mismo tiempo? Muchos
científicos resolvieron ignorar eso, alegando que la consciencia no es un
problema de la física y limitándose a usar la ecuación de Schrödinger para
hacer los cálculos. Era como si, para superar el problema, y dado que no lo
podían eliminar, lo hubiesen barrido debajo de la alfombra. Como así no lo
veían, fingían que no existía. Cualquier físico que se atreviese a tocar el
asunto y quisiese entender mejor las rarezas del mundo cuántico se arriesgaba
a ser rechazado por los colegas y, peor que eso, por sus superiores
jerárquicos. Cuanto menos se pensase en los misterios escondidos debajo de
la alfombra, mejor”.
María Flor esbozó una risita.
“Esa actitud no me parece muy científica...”.
El historiador se alejó unos pasos y se dirigió a una de las fotografías
enmarcadas que había visto media hora antes colgada en la pared del
despacho, aquella que mostraba a Frank Bellamy en una mesa en un ambiente
alegre con Richard Feynman y John Bell, todos con copas de champán en las
manos.
“Los físicos estaban desconcertados con las implicaciones filosóficas de las
rarezas cuánticas y con el papel de la observación en la creación de la
realidad, por lo que casi todos optaron por concentrarse en los cálculos e
ignorar todo el resto”. Señaló hacia el rostro de uno de los físicos sentados en
la mesa con Bellamy. “La excepción fue este irlandés. John Bell trabajaba en
el CERN y un día de 1965, cuando se encontraba disfrutando de un año
sabático lejos de la presión intimidatoria y de la censura de los colegas, se
puso a estudiar los fundamentos de la teoría cuántica. Creía que Einstein tenía
razón en este debate y que la realidad existe independientemente de la
observación, pero sabía que, por extraño que eso parezca, no había ninguna
prueba a su favor. Y es que la paradoja EPR, aunque en su opinión mostrase
que la física cuántica estaba incompleta, no pasaba de una hipótesis teórica
que nunca había sido probada. Bell fue el físico que concibió esa prueba, una
experiencia real que se podría realizar en un laboratorio y que fue teorizada
en lo que hoy se conoce como teoremas de Bell”.
“¿Se realizó ese experimento?”.
“Claro que sí, muchas veces. Basándose en una idea de David Bohm sobre
la existencia de ‘variables escondidas’ que explicarían las rarezas cuánticas,
Bell concibió una manera de comprobar el EPR. Si los experimentos
revelasen la existencia de esas variables escondidas, la realidad existía
independientemente de la observación y no podía haber influencias
instantáneas que violasen la velocidad de la luz; se demostraba así que
Einstein tenía razón y que Bohr estaba equivocado. El primer experimento lo
llevó a cabo John Clauser en 1972 y fue mejorado en 1974 y 1976. Y en 1982
Alain Aspect realizó un experimento aún más sofisticado y absolutamente
conclusivo en la Universidad de París Sur. Los resultados se confirmarían en
los años siguientes en otros laboratorios”.
“¿Y...?”.
La curiosidad de María Flor se estimuló. Tomás se dio cuenta e hizo una
pausa dramática. Al verla tan expectante e impaciente, sonrió y pronunció por
fin el veredicto.
“Los experimentos probaron que no había variables escondidas”, reveló.
“Bohr tenía razón y Einstein estaba equivocado”.
Su amiga se llevó la mano a la boca.
“¡Dios mío!”.
“Las consecuencias de estas experiencias son profundísimas, como debes
imaginar, ya que estaban en causa dos premisas esenciales: la realidad existe
independientemente de la observación y no hay influencias instantáneas que
violen la velocidad de la luz. Las experiencias probaron que una de estas
premisas, o hasta las dos, están mal. Como por razones filosóficas, la mayor
parte de los físicos del mundo cree en su interior que la realidad existe
independientemente de la observación, a pesar de todo lo que la teoría
cuántica demuestra, optaron por el mal menor y decidieron que la premisa
equivocada tendría que ser la otra. Esto es, sea cual fuera la distancia a la que
dos partículas correlacionadas se encuentran, aunque una esté en una punta
del universo y la otra en otra, ellas se influenciarían instantáneamente”.
“Pero... pero... ¿y el límite de la velocidad de la luz?”.
“Se piensa que se mantiene”.
“¿Cómo? Sabes perfectamente que las teorías de la relatividad muestran que
nada puede moverse más deprisa que la luz, so pena de que la masa se
convierta en infinitamente grande, lo que no es posible. Esto significa que la
información de una partícula no puede llegar instantáneamente a la otra
partícula, la información tarda en ir de un lado para otro. Sin embargo, acabas
de decirme que esas partículas se influencian instantáneamente, a cualquier
distancia que estén la una de la otra. ¿Cómo es esto compatible con el límite
de la velocidad de la luz?”.
Él se encogió de hombros, en una expresión de impotencia.
“Es un misterio”, admitió. “Pero el hecho es que los experimentos de
Aspect prueban que la realidad no existe sin observación o, como alternativa
preferida por la mayor parte de los físicos, que cualquier partícula que
reaccione con otra se queda siempre relacionada con ella, influenciándose las
dos mutua e instantáneamente sea cual sea la distancia a la que estén una de
la otra”.
Su amiga estaba desorientada. Lo que acababa de escuchar contradecía todo
lo que había aprendido en la escuela sobre el universo y su funcionamiento.
“¿Cómo es eso posible?”.
“Aparentemente las dos partículas no están en comunicación la una con la
otra en el sentido de intercambiar información. Lo que ocurre es más sutil y
desconcertante que eso: no pueden ser consideradas objetos independientes”.
“Pero son dos partículas...”.
“Quizás sean la misma partícula en dos puntos diferentes. Schrödinger
llamó entanglement, o entrelazamiento, a esta propiedad misteriosa del
universo cuántico. Como todas las partículas estaban relacionadas entre sí en
el momento del Big Bang que creó el universo, esto quiere decir que el
universo se encuentra enredado en una tela de conexiones invisibles entre
todo lo que lo constituye”. Clavó los ojos en ella, como si la pregunta
siguiente fuese la más importante de todas. ¿Comprendes el último
significado de este asombroso descubrimiento?”.
Con una expresión atónita en el rostro, María Flor parecía sumergida en un
trance. La revelación sobre la prueba del entrelazamiento del universo no era
de fácil digestión. Tardó todavía algunos instantes en mover afirmativamente
la cabeza y en responder.
“El universo es uno”.
“El universo parece constituido por numerosas cosas diferentes, pero es en
realidad una cosa única”, confirmó Tomás. “Vivimos con la sensación de que
estamos separados unos de los otros y también de todo lo que nos rodea,
desde la hierba del jardín a las estrellas más lejanas, pero eso no pasa de
ilusión. Todo está relacionado, todo se encuentra enredado, todo es la misma
cosa bajo apariencias diferentes. El universo es de hecho uno, la diversidad
esconde la homogeneidad, la multiplicidad oculta la indivisibilidad”.
Su amiga sacudió la cabeza, intentando liberarse del entumecimiento en que
se había quedado presa.
“Estos descubrimientos son... en fin, son sorprendentes”, balbuceó.
“Lo más importante es que cuestionan no solo la naturaleza de la realidad,
sino también lo que realmente somos. Si lo átomos están enredados unos con
otros independientemente de la distancia, y si nosotros estamos hechos de
átomos, eso significa que estamos igualmente enredados los unos con los
otros. Pero no es eso lo que nosotros sentimos, ¿verdad? Si yo tuviese dolor
de barriga aquí en Washington, mi madre, que se encuentra en Cernache de
Bonjardim, no sentiría ese dolor instantáneamente. ¿Cómo explicamos eso?”.
“Es un gran misterio”, admitió él. “El propio Einstein se hartó de advertir
que el universo no puede funcionar con leyes diferentes, una física cuántica
indeterminista y aleatoria en la escala microscópica y una física clásica
determinista y objetiva en la escala macroscópica. El sueño de muchos físicos
pasó a ser unificar las teorías y concebir aquello a lo que llamaron una teoría
del todo. No se entiende como los átomos pueden comportarse según unas
leyes y nosotros, que estamos hechos de átomos, podamos vivir según otras
leyes. La teoría del todo, que unificaría el universo macroscópico y el
universo cuántico, es el santo grial de la física. Hasta ahora, sin embargo,
nadie ha conseguido concebirla con éxito”.
“Ah, entiendo. Esa teoría del todo pondría fin a la teoría cuántica y así se
resolverían todas esas rarezas que...”.
“Estás equivocada”, interrumpió Tomás. “Si hay algo que los físicos tienen
hoy claro es que la teoría cuántica, por muy extraña que parezca, es el
peñasco más firme y sólido de la física. Si la teoría del todo elimina alguna
teoría, no será ciertamente la cuántica, sino la clásica. Eso se admite como
cierto. Ya fueron realizados millares de experimentos para probar las
previsiones de la teoría cuántica y hasta ahora ninguno falló. Además, lo que
se descubrió fue que...”.
“Hands up!”, gritó una voz de repente, ordenándoles que levantasen las
manos. “¡Qué nadie se mueva!”.
Con un estremecimiento de susto, los dos intrusos se volvieron hacia la
entrada del despacho y se encontraron con un hombre delgado, de pelo liso
rubio y barba, apuntándoles con una escopeta automática.
Les habían cogido.
LII
No tenía ninguna duda. Nada más terminar la reunión de la noche con el
grupo de trabajo creado para investigar el atentado de Trípoli, Harry Fuchs
fue al cajón de su escritorio, cogió el informe sobre Tomás Noronha y
abandonó rápidamente el gabinete. Atravesó el pasillo a paso ligero y se
dirigió a la sala donde sabía que su mejor agente le esperaba.
“Comandante Manuel Fuentes”, lo saludó al entrar.
“Hoy tardó en aparecer...”.
Al ver al jefe de la dirección entrar en el departamento, el agente se levantó
de un salto y dio un taconazo, como militar que era, antes de extender el
brazo y apretar la mano de Fuchs.
“Estaba en tránsito, sir”. “Tuve una operación en Yemen y venía de vuelta
cuando...”.
“Lo sé, lo sé”, cortó el jefe del Servicio Clandestino Nacional, demasiado
atareado para perder tiempo con asuntos irrelevantes. “Siéntese aquí. Vamos
a hablar”.
El director señaló a su agente un sofá al lado de la ventana. Estaba oscuro
fuera, pero como la ventana era enorme, daba la impresión de que se
encontraban en el exterior; para quien había pasado el día entero cerrado en el
edificio, como ocurría con Fuchs, eso era importante.
Hacía ya algún tiempo que el jefe del Servicio Clandestino Nacional no se
encontraba con aquel agente, a quien daba siempre órdenes por teléfono o por
intermediarios, por lo que aprovechó la oportunidad para estudiarlo con más
cuidado. El mayor era un hombre de cuarenta años, corpulento, con la tez
morena y la cara redondeada de indio heredada de sus antepasados aztecas;
tenía un corte de pelo estilo militar y la mirada nublada característica de
aquellos para quienes el matar es una rutina. Fuchs sabía que las pruebas
psicológicas habían referenciado a su subordinado como psicópata, lo que le
convertía en el hombre ideal para operaciones de la CIA en que era preciso
eliminar enemigos. ¿No había sido el comandante Fuentes quien, el mes
anterior, entró en casa de un jefe tribal de la zona de Kandahar y mató a toda
la gente que descubrió allí dentro, incluyendo a los bebés? Considerando la
operación en curso, los talentos de este hombre eran imprescindibles.
“Presumo que me necesite por el asunto de Trípoli”, observó el oficial,
molesto con la mirada atenta de su jefe y con el silencio que por momentos se
había instalado entre ellos. “¿Ya lograron identificar a los autores?”.
Fuchs movió la cabeza.
“Su próxima misión no tiene nada que ver con Trípoli”, aclaró, “sino con
Ginebra”. Dobló la pierna, poniéndose más cómodo. “Presumo que sabe que
el jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología fue asesinado en el CERN...”.
“Yes, sir”.
El director le extendió la carpeta que había ido a buscar a su cajón antes de
la reunión.
“Dentro de esta carpeta está todo sobre el asesino de Bellamy. Se llama
Thomas Norona y es un historiador portugués, consultor de una fundación en
Lisboa”.
El comandante consultó el reloj.
“Los vuelos hacia Europa parten durante la noche”, observó. “Voy a mandar
comprar un billete y, si es posible, salgo ya esta noche hacia Lisboa”.
“El asesino de Bellamy está aquí en Washington”.
El comandante Fuentes, que había sacado el bloc de notas para registrar
toda la información dejó el bolígrafo en el aire y, con una expresión de
sorpresa, clavó los ojos en su interlocutor.
“¿Aquí?”.
“Correcto”.
“Pero... ¿ya lo detuvieron?”.
Negativo. El hombre está libre, infelizmente. Necesito que lo localice lo
más deprisa posible y...”.
“Nosotros no estamos acreditados para actuar en suelo doméstico, sir”,
recordó el oficial, consciente de que había restricciones al uso de sus talentos
que era aconsejable no violar. “¿Esto no es un asunto para el FBI?”.
Sin aviso, Harry Fuchs asestó con estruendo un puñetazo en la mesita que
estaba entre ambos.
“Fuck el FBI¡”, vociferó, mientras su legendaria susceptibilidad se
apoderaba de él. “¿Ese cocksucker asesinó a uno de nuestros directores y me
dice que debemos entregar el caso a los pussies de los Feds? ¿Desde cuándo
el FBI lava los trapos sucios de la Agencia? El motherfucker mató a Bellamy
y tiene que pagar por eso, ¿me ha oído? Nosotros protegemos a los nuestros y
quien haga daño a uno de nosotros tiene que pagar caro, sea en el extranjero,
sea en América, ¡me da lo mismo! ¿Alguna duda al respecto?”.
“Ninguna, sir”.
El director respiró hondo y, ya más sereno, señaló la carpeta que acababa de
entregar a su oficial.
“Estudie ese material con atención. Tiene ahí el registro de la entrada del
cocksucker en el aeropuerto de Dulles junto con una babe que le está
ayudando; el registro de un saque que hizo en un cajero; el ticket de compra
de dos ordenadores portátiles en una tienda de artículos electrónicos en
Georgetown y el informe sobre una entrada clandestina en nuestro sistema
informático que creemos que ha llevado a cabo ese sonnavabitch. Ya
inspeccionamos todos los hoteles, hostales y albergues de los alrededores y
no encontramos en ninguna parte los nombres de ellos registrados como
huéspedes”. Señaló hacia su interlocutor. “Le cabe así la responsabilidad de
dar con ellos. Si necesita ayuda, puedo poner a Don Snyder bajo sus órdenes.
Sin embargo, como se trata de una operación en territorio americano, donde
no tenemos jurisdicción, me parece que sería prudente no meter a nadie más
en este lío. Cuantas menos personas sepan de la operación, menos probables
serán las fugas de información y los problemas con los Feds y con el
Congreso”.
“Entiendo”.
Fuchs levantó el índice para subrayar la importancia de lo que tenía que
decir después.
“Es imperioso que la impresión digital de la Agencia no aparezca en
ninguna parte de esta operación, ¿entendido? Haga todo de tal modo que
parezca tratarse de un simple caso de delito común, ¿entendido? Por ejemplo,
ejecute las cosas de tal forma que dé la impresión de que el motherfucker se
ahogó accidentalmente en el Pomomac o fue eliminado por un traficante de
droga o cualquier otra cosa del estilo”.
“Por lo tanto, es un simple caso de hacerlo desaparecer del mapa...”.
“No exactamente. Primero necesito que el sonnavabitch cuente todo lo que
sabe sobre el Ojo Cuántico, un proyecto secreto del fallecido jefe de la
Dirección de Ciencia y Tecnología cuyos pormenores constan también en ese
informe que le entregué. Léalo con atención. Todo el contenido es
confidencial”.
La mirada nublada del comandante Fuentes se posó por unos instantes en el
informe antes de levantarse de nuevo hacia su superior jerárquico.
“¿Entonces cuáles son mis órdenes?”.
Con un movimiento lento, Harry Fuchs se levantó pesadamente de su lugar
y se centró los pantalones, preparándose para dar la reunión por concluida.
“Localícelo y tortúrelo cuanto necesite hasta obtener la información”,
ordenó. “Después liquídelo”. Iba a alejarse, pero paró para una instrucción
final. “Y no quiero cabos sueltos, ¿entendido? Cualquier testigo de la
intervención de la Agencia en esta operación es persona muerta. Esto que
quede muy claro. No podemos de ningún modo estar asociados a este caso”.
El oficial también se levantó, rígido y con movimientos precisos. Llevó la
punta de la mano a la frente, como cortesía militar.
“Aye, aye, sir”, exclamó. “Es como si ya estuviese hecho”.
LIII
Respirando intensamente, el hombre que había irrumpido en el despacho
tenía la escopeta automática apuntada
al corazón de Tomás, pero no perdía de vista a María
Flor.
“¿Quiénes son ustedes?”.
Los dos intrusos estaban con los brazos levantados, ambos asustados y
sorprendidos por haber sido cogidos por alguien a quien ni si siquiera oyeron
aproximarse. Ambos sabían de antemano que corrían riesgos por entrar
clandestinamente en el apartamento, sobre todo tratándose de la residencia
del jefe de una de las direcciones de la CIA, pero siempre habían imaginado
que, si apareciese alguien, oirían primero ruidos en la puerta, quizás una llave
tintineando en la cerradura, quizás un estruendo de destrozo, cualquier cosa
que les diese al menos tiempo para esconderse. Pero no, el hombre armado
apareció de repente, llegado de la nada, sin una señal que sirviese de aviso.
“¿Quiénes son ustedes?”, repitió el desconocido, agitando de forma
amenazadora la M16. “¿Qué están haciendo aquí?”.
“Nosotros... nosotros estamos intentado encontrar pistas”, tartamudeó el
historiador en inglés mientras buscaba mentalmente una táctica de defensa.
“No queríamos robar nada, no somos ladrones”.
“¿Pistas de qué?”.
Era difícil hacer planes cuando nada sabía sobre la persona que tenía delante
de él, pensó Tomás. ¿Quién era el hombre que los amenazaba con el arma?
¿Cómo se debería posicionar él ante todo lo que había sucedido en las últimas
cuarenta y ocho horas? ¿Por qué estaba en el apartamento y cuáles eran sus
motivaciones? Se dio cuenta de que sin saber nada de eso, no tenía la menor
noción sobre cómo proceder.
“Estamos intentado recoger datos que nos permitan identificar al autor o
autores del asesino del propietario de este apartamento”, acabó por decir,
optando por la verdad. “¿Y usted? ¿Quién es?”.
Nuevo movimiento amenazador de la escopeta automática.
“Aquí quien hace las preguntas soy yo”, murmuró el desconocido con el
rostro cerrado. “Y no vuelvo a repetir esta: ¿quiénes son? Quiero nombres y
ocupaciones, no disculpas tontas”.
“Me llamo Tomás Noronha y soy historiador en Lisboa”.
“Yo soy María Flor Sequeira, directora de un...”. Vaciló, dándose cuenta del
absurdo de pronunciar su profesión en tales circunstancias. “En fin, soy
gestora”.
Los ojos del hombre armado se mantuvieron clavados en Tomás, como si lo
diseccionasen.
“¿Tomás Noronha?”, murmuró en el tono de quien maduraba la información
“Mira por dónde...”. Silbó, como si estuviese impresionado. “¡El asesino me
vino a parar a las manos!”.
La declaración sorprendió al historiador. ¿Cómo era posible que el hombre
que estaba delante de ellos ya conociese su nombre?
“No soy ningún asesino”.
“No es lo que dice el informe de la Agencia sobe el homicidio en Ginebra.
Su nombre consta ahí como el autor material del homicidio. Lo que quiero
saber es quien le dio las órdenes”.
Primera pista, notó Tomás. El hombre que tenía delante había tenido acceso
al informe de la CIA sobre la muerte de Bellamy. Con toda probabilidad,
comprendió con desánimo, se trataba de un oficial que la agencia americana
de espionaje plantara en el apartamento a la espera de que alguien apareciese
por allí. Si era así, estaban perdidos. La CIA no fallaría en América como
falló en Lisboa.
“No maté a nadie”, insistió él. “Mi intervención en ese caso no pasa de una
equivocación lamentable”.
“Bullshit!”.
“¡Le aseguro que no tengo nada que ver con la muerte de Bellamy!”.
“¿No? Entonces qué está haciendo aquí en su apartamento. ¿Se puede
saber?”.
“Estoy aquí para probar mi inocencia. La CIA intentó abatirme en Portugal
y ya entendí que solo voy a escapar vivo de esta historia si consigo aclarar lo
que ocurrió en Ginebra. Por eso vine... vinimos aquí al apartamento de Frank
Bellamy en Washington. Estamos buscando cualquier pista que nos aclare el
caso”.
El hombre de la M16 se volvió hacia María Flor.
“Y usted, ¿quién es?”.
“Ella ha venido por mi culpa y sin querer a esta historia”, interpuso Tomás,
intentando protegerla. “No tiene nada que ver con esto, no sabe...”.
“¡Cállese!”, cortó el desconocido en un tono severo. Echó mano al cinturón
y sacó unas esposas, que lanzó en la dirección de Tomás. “Sujete esto a la
muñeca derecha y a aquella reja en la ventana”.
El historiador obedeció. Cerró en la muñeca una de las anillas y cerró la otra
en la reja de la ventana. El hombre armado se aproximó y verificó que estaba
todo bien. Después se volvió hacia María Flor y apuntó hacia una puerta
discreta al lado del despacho.
“Vamos para allí”, ordenó. “Tengo muchas preguntas que hacerle”.
Sin atreverse a desobedecer, María Flor siguió en la dirección indicada y
abrió la puerta. Del otro lado quedaba un compartimento pequeño lleno de
papeleo y antigüedades cubiertas de polvo y oliendo a moho. Parecía un
cuarto ropero. Sintió el cañón de la M16 colársele en la espalda y empujarla
para avanzar.
El desconocido cerró la puerta y se quedó a solas con
ella.
El interrogatorio no tardó mucho tiempo. María Flor parecía aterrorizada y
las manos le temblaban sin que sobre ellas consiguiese ejercer el más mínimo
control; solo si consiguió mirar a su captor, tan asustada y avergonzada se
sentía. Respondió a las preguntas casi sin pensar, con frases cortas y sin que
se le pasase por la cabeza la posibilidad de mentir. Experimentaba hasta un
cierto sentimiento de irrealidad, como si la consciencia se le hubiese
desprendido del cuerpo y la observase hablando. Tenía la sensación de
afrontar un sueño, o una experiencia semejante a la que había sido vivida días
antes por Doña Gracia cuando había sufrido el colapso cardíaco.
“Eso es todo”, oyó que le decía el desconocido. “Falta ahora verificar toda
esa información”.
¿Es todo?”, se admiró. El interrogatorio había sido rápido y se dio cuenta,
consternada, de que solo tenía una vaga idea de lo que él le había preguntado.
El hombre que le apuntaba el arma le había lanzado primero unas preguntas
sobre su identidad y su relación con Tomás y después quiso saber lo que ella
sabía sobre la muerte de Bellamy. Por fin, la conversación incidió en las
circunstancias que la habían traído a América. El hombre de la CIA parecía
satisfecho con las respuestas que oyó; se notaba que había sido entrenado
para valorar a las personas y sabía distinguir cuándo le estaban mintiendo o
diciéndole la verdad.
“¿Y ahora?”, preguntó ella, con una ansiedad que le dificultaba la
respiración. “¿Qué nos va a ocurrir?”.
El hombre de la CIA sacó las segundas esposas que traía en la funda y
gesticuló con ellas.
“La quiero calladita y quietecita”.
Cerró una de las anillas de las esposas sobre la muñeca de ella y buscó un
lugar seguro para sujetar la otra. El único sitio que encontró fue el picaporte
de la puerta de paso al despacho. Empujó a Flor hacia allí y ató el anillo al
picaporte. Verificó la solidez de las esposas y, satisfecho, abrió la puerta y la
saludó.
“Bye-bye”.
El desconocido salió del cuarto ropero y dejó a María Flor sola. La cautiva
no tenía silla para sentarse y no se podía tumbar en el suelo porque la mano
se encontraba presa al picaporte. Sin alternativas, se arrodilló delante de la
puerta y, con los nervios a flor de piel, sintió que se le abría el pecho y las
lágrimas le rodaron por las mejillas.
No lloró mucho tiempo. En seguida volvió a controlarse. Se sintió incluso
más aliviada, el miedo se le despejó con la sal de las lágrimas y experimentó
una sensación de levedad, que parecía que la purificaba. Miró alrededor y se
puso a pensar en lo que podría hacer. Nada, entendió, refunfuñando. Las
esposas la prendían a la puerta y de allí no podía salir. En ese instante se oyó
ruido en el despacho y, preocupada, pegó la oreja a la cerradura.
Al menos escucharía la conversación del captor con Tomás.
El historiador permaneció un largo periodo esposado a las rejas del
despacho. Durante la media hora que el hombre de la CIA pasó a solas con
María Flor se sintió mortalmente preocupado y solo entonces entendió en
toda su plenitud la locura que había sido dejarla embarcarse en aquella
aventura. Nunca lo debería haber permitido, dijese ella lo que dijese. La
seguridad de María Flor debería haber sido su prioridad.
Viendo bien las cosas, había sido imperdonablemente ingenuo por pensar
que conseguiría aclarar el caso en Washington, DC. ¿Qué tenía él en la
cabeza cuando la había dejado acompañarle? Era un hecho que por entonces
no disponía de alternativas y la opción que le restaba sería vivir como un
animal acosado, a la espera de que un asesino de la CIA un día lo localizase.
El viaje a América le había parecido, y en realidad todavía le parecía, la única
posibilidad realista que tenía a su disposición. Con todo, no tenía el derecho
de arrastrarla a una aventura tan loca e irremediablemente condenada al
fracaso. Eso no se lo podía perdonar.
Cuando su captor regresó al despacho, intentó leerle en los ojos lo que
pasaba, si ella estaba bien, si el hombre la había molestado. El rostro del
desconocido, sin embargo, permaneció impenetrable como el de un jugador
de póquer. Debía ser el entrenamiento de la CIA lo que los hacía tan ilegibles.
Siendo así, su adversario iba con seguridad a explotar su relación con María
Flor para dejarlo todavía más vulnerable y hacer de él lo que quisiese.
En estas condiciones solo le restaba un camino. Tendría que quitar valor a la
relación que tenía con ella, fingir que María Flor no significaba nada y que
por eso no valía la pena usarla contra él.
“¿Y bien?”, lanzó, encubriendo su preocupación bajo una máscara de
indiferencia. “¿Qué tal le parece la chica? Una bomba, ¿eh?”.
El hombre de la CIA estudió el rostro, intentando entender lo que ese
comentario escondía.
“¿Cuál es su relación con ella?”.
Tomás se encogió de hombros, simulando desinterés.
“Ninguna en particular. Es una mujer bonita, un adorno agradable, solo eso.
Pero no tiene nada en la cabeza, pobre. Nació burra y burra será siempre.
Ustedes en América llaman bimbo a este tipo de mujeres, ¿no? Pues es lo que
ella es. Bonita y burra. La dejé que me acompañase para distraerme un poco,
¡sólo eso!”.
“Pues a mí me pareció que le gustas”.
Me estás intentando hacer hablar, pensó el prisionero. Tenía que tener
cuidado con las preguntas de su captor.
“Debe de ser por mis ojos verdes”, devolvió con una punta de desdén. “A
mí también me gustan sus tetas”. Forzó una sonrisa libertina. “Y las cosas
maravillosas que ella hace con la boca, claro. Tiene una lengua de miel”.
El hombre de la CIA se quedó un momento mirándolo fijamente sin decirle
nada, analizándolo todavía. Después se aproximó a él y paró a un corto metro
de distancia, con la mirada cargada, enseñando los dientes y con la M16
bailando en sus manos.
“Ahora vas a contarme toda la historia desde el principio, ¿me oíste?”,
ordenó en un tono de voz tenso y amenazador. “Vi el informe del homicidio
en Ginebra y quiero saber lo que estabas haciendo en el CERN y cómo fue tu
nombre a parar al rompecabezas encontrado en las manos de la víctima,
señalándote como la llave de su muerte. Quiero todo muy bien explicado”.
No era una historia corta aquella que Tomás tenía que narrar, pero en aquel
momento lo que más tenía era tiempo. El hecho de no conocer la identidad de
su captor ni su posición o sus motivaciones lo dejaba, sin embargo, con la
sensación de tantear en la oscuridad. El hombre pertenecía a la CIA y por lo
tanto no había dudas de que se trataba de un adversario. O, para ser más
exacto, de un enemigo. Además, dominaba evidentemente los pormenores de
la muerte de Bellamy en el CERN. Lo más seguro era que formase parte del
equipo encargado de la caza al asesino — lo que, en la óptica de la CIA,
significaba la caza a Tomás. Para compensar, todavía no le había metido una
bala en la cabeza. En esas circunstancias, no podía dejar de considerarse una
señal alentadora.
Sin alternativas, y prevenido de que su captor ya había hecho muchas
preguntas a María Flor, el historiador contó lo que había ocurrido desde el
principio. La ida a Ginebra, el anticuario, la visita al CERN, el regreso a
Portugal, el gran pentáculo que había recibido de un remitente desconocido
en Ginebra, la interpelación en Coimbra por el agente de la CIA, el tiroteo y
la persecución, lo que había descubierto sobre el último rompecabezas dejado
por Bellamy, la conexión entre la referencia a Tomás Noronha como la Llave
y el manuscrito de la Llave de Salomón, de donde venía el gran pentáculo y,
finalmente, los mensajes escondidos en una de las caras del amuleto mágico
que había recibido de Ginebra.
“Tengo el gran pentáculo aquí”, indicó. “En mi bolsillo. Si lo quiere ver,
está ahí todo”.
El hombre de la CIA le quitó el amuleto mágico del bolsillo y lo estudió.
Hizo algunas preguntas sobre el sello de Salomón y su prisionero le llamó la
atención sobre las coordenadas geográficas gravadas en las puntas del
pentáculo indicando la localización de Langley. El captor también fue
interrumpiendo la narración para aclarar uno u otro punto, o para interrogar a
Tomás en otro sentido.
Cuando la historia se terminó, sin embargo, el hombre pareció quedarse
satisfecho. Después de una corta pausa para ponderar lo que había escuchado,
echó mano a la funda, extrajo una llave minúscula y se acercó del prisionero
para quitarle las esposas. Esta evolución de los acontecimientos cogió a
Tomás por sorpresa. Esperaba todo excepto ser liberado.
El desconocido le sonrió.
“Mi nombre es Peter”, se identificó. “Los amigos me llaman Pete”.
“Encantado”, dijo Tomás, mientas se frotaba la muñeca dolorida e intentaba
esconder la desconfianza. Tanta simpatía de repente le parecía sospechosa.
“¿Pero quién es usted exactamente?”.
Después de guardar las esposas en el cinturón de la funda de la pistola, de
donde las había retirado, Peter le extendió la mano y lo saludó con un apretón
firme, casi entusiástico.
“Soy el hijo de Frank Bellamy”.
LIV
En Langley, el gran mapa de Washington, DC era tan pormenorizado que
llegaba a señalar los árboles y llenaba casi por completo una de las paredes
del pequeño despacho que el comandante Fuentes usaba las raras veces que
pasaba por la sede de la CIA. El mayor estaba orgulloso de ser un hombre
metódico y eficiente, en la mejor tradición de sus abuelos mejicanos que, a
pesar de haber emigrado a Texas a comienzos del siglo XX, no olvidaban su
lenguaje azteca. Fue justamente en nombre de esa eficiencia que clavó el
plano de la ciudad en la pared; creía que así llegaría más deprisa a su destino.
“Primer punto de contacto”, murmuró mientras cogía una chincheta verde.
“Aeropuerto de Dulles”.
Clavó la chincheta en el mapa sobre el sitio donde se localizaba el
aeropuerto internacional de Washington, DC, no muy lejos de Langley, en la
margen sur del Potomac.
Cogió una segunda chincheta, amarilla, y observó el informe incluido en el
expediente de Tomás Noronha.
“Segundo punto de contacto”, enunció, aproximándose al mapa. “El cajero
automático al lado de la tienda Walmart de Georgetown”.
Cogió la segunda chincheta en el plano. Después retrocedió dos pasos e
intentó leer lo que la disposición de las chinchetas le decía. La verde no tenía
ningún significado más allá de la información de que su objetivo había
llegado a la ciudad, dado que el aeropuerto internacional de Dulles era un
punto obligatorio de pasaje para quien venía directamente del extranjero. Ya
la amarilla le pareció más interesante. Nada obligaba a Tomás Noronha a
visitar específicamente aquella tienda en Georgetown.
“Si a esa hora fuiste a Walmart”, observó con la mano en la barbilla, como
si pensase en voz alta, “es porque estás en algún lugar de los alrededores...”.
¿Pero dónde? Verificó la lista de hoteles, pensiones y albergues de las
inmediaciones. Ya todos habían sido inspeccionados y los nombres de los
sospechosos no se encontraban en los registros de huéspedes. Podían haber
usado nombres falsos, consideró, pero de ser así habrían hecho lo mismo al
pasar por los Servicios de la Aduana e Inmigración del aeropuerto de Dulles.
Además, una cosa de esas requería que tuviesen medios y conocimientos para
falsificar pasaportes, lo que, considerando los perfiles de las personas en
cuestión, no le parecía probable, Estaba tratando con aficionados en fuga, no
con profesionales del mismo oficio. Para cogerlos tendría que ponerse en su
piel y pensar como ellos pensaban.
Estrechó los ojos mientas rastreaba el mapa.
“No, están escondidos en Georgetown...”.
Lo que necesitaba era apurar su método, pensó el comandante Fuentes.
Considerando la hora en la que había realizado la compra de dos laptops,
razonó, la sede de su objetivo tendría obligatoriamente que estar cerca. Cogió
un compás y dibujó un círculo alrededor de la tienda de Walmart en
Georgetown. Retrocedió de nuevo dos pasos y verificó los principales puntos
que quedaban dentro de la circunferencia.
“Red Square... Centro Intercultural... Harbin Field... Universidad de
Georgetown...”.
Se calló, la mirada presa en este último punto. Universidad de Georgetown.
Con un movimiento impaciente, cogió el informe y abrió el perfil de Tomás
Noronha. El documento incluía un currículo que releyó con atención. La nota
biográfica indicaba que su objetivo había sido durante muchos años profesor
en la Universidade Nova de Lisboa.
Levantó los ojos y de nuevo fijó su atención en el espacio de la Universidad
de Georgetown en el mapa. Se quedó algunos segundos madurando la idea.
Una cosa de aquellas no podía ser coincidencia, concluyó. Además, en su
negocio no había coincidencias.
Con un movimiento lento y firme, cogió una chincheta roja y la clavó sobre
el lugar en el plano de Washington donde el perímetro de la universidad se
encontraba señalado.
“¡Estás aquí, cabrón!”.
LV
Al ver aquel cambio tan grande en el comportamiento de Peter, Tomás
sintió un poco de desconfianza. Si el hombre que lo interrogaba era realmente
el hijo de Bellamy, sus motivaciones le parecían obvias; quería saber quién
había matado a su padre. ¿Pero estaría de verdad delante del hijo del viejo
agente? ¿Quién le garantizaba que no se encontraba en el centro de uno más
de aquellos jueguecitos en los que las agencias de espionaje son expertas,
simulando situaciones para manipular a sus víctimas? ¿Cómo tener la
seguridad de que Peter no era un oficial de la CIA haciéndose pasar por quien
no era? ¿Y Peter sería realmente su verdadero nombre?
El historiador era consciente de que podría estar envuelto en un juego de
espejos en el que nada ni nadie era lo que parecía o decía ser. Ante la duda
sobre lo que sería verdad o simulación en todo aquello, creyó mejor mantener
la cautela y la reserva. El truco estaba en hacerlo sin demostrar lo que hacía.
Por eso, cuando Peter le convidó a sentarse delante de la mesa e indicó que
iba a la sala de los trastos a liberar a María Flor, Tomás movió la cabeza.
“Déjela estar como está”, sugirió, fiel a la estrategia de disminuir su
importancia para protegerla. “Ella poco sabe sobre esta historia y, como le
dije, no pasa de una compañía. La utilidad de esa chica se limita a sus
atributos físicos, por así decirlo”.
Peter incluso dudó, pero acabó por aceptar la sugerencia y se dirigió al
sillón por detrás de la mesa.
“Como quiera”, aceptó, instalándose. “Sabe, creo que usted no tiene nada
que ver con la muerte de mi padre. Leí el informe de la Agencia sobre el caso
y me pareció extraño que un académico cualquiera tuviese capacidad para
entrar disimuladamente en la zona de uno de los detectores de partículas del
CERN y liberar helio líquido para asfixiar a alguien tan experimentado y
desinhibido como un director de la CIA, incluso anciano”. Movió la cabeza.
“No, una acción de esas no la ha podido llevar a cabo un aficionado. Aquello
fue trabajo de un profesional. Además falta por explicar el motivo. ¿Por qué
rayo usted iría a matar a mi padre?”.
“Me dijo que leyó el informe de la Agencia”, observó Tomás. “Se refiere a
la CIA, claro”.
“Cierto”.
“¿Cómo tuvo acceso a él?”.
Su interlocutor echó una mano al bolsillo de la chaqueta.
“Trabajo en la Agencia”, respondió Peter, mostrándole su tarjeta de
funcionario. “Soy analista político del Gabinete de Estrategia y Análisis de la
Dirección de Información, una de las cuatro direcciones que funcionan en
Langley”.
“Ah, usted trabaja realmente en la CIA”. Hizo un gesto señalando el
apartamento. “¿Y vive aquí?”.
“No, tengo un pequeño apartamento en Foggy Bottom, al otro lado de la
calle, donde está el complejo Watergate. No es muy lejos de aquí”.
“¿Y cómo entró en el apartamento? Es que no le oímos llegar...”.
“Yo estaba dentro cuando ustedes entraron. No se olvide de que mi padre
era el jefe de una de las direcciones de la Agencia. Una de las medidas de
seguridad habituales de quien ocupa un puesto de esos es instalar en casa una
sala de seguridad, un compartimento blindado equipado con comunicación
directa con el exterior, acceso a la videovigilancia de seguridad que
monitoriza el apartamento, alimentos, bebidas y un verdadero arsenal. Fue
allí donde me escondí y fue desde allí que les observé”.
Tomás palideció.
“¿Quiere decir que vio todo lo que hicimos y dijimos?”.
“Todo”. Soltó una carcajada. “No entendí nada, claro. Mi portugués está
oxidado. Solo sé decir caipirinha y tudo legal”.
“Pero nosotros llamamos al apartamento antes de venir y nadie atendió...”.
“Oí tocar el teléfono, sí”, reconoció, desviando la mirada hacia el aparato
fijo posado sobre el escritorio. “Sin embargo, tenía buenas razones para no
atender”.
“¿Qué quiere decir con eso?”.
“Sé muy bien que las llamadas son una táctica usada por los asaltantes”,
explicó. “Llaman antes del asalto para comprobar si está o no alguien en la
residencia. Si nadie atiende, es señal de que la casa se encuentra desierta y
ellos pueden venir”.
“Sí, ¿pero cómo sabía que la llamada era de asaltantes? Lo más natural era
que alguien llamase para saber noticias de su padre, ¿no? Lo último que una
persona piensa cuando suena el teléfono, creo yo, es que sean asaltantes
verificando si la casa está desierta...”.
La pregunta era buena y obligó a Peter a dar una explicación más detallada.
Respiró profundamente antes de responder.
“Sabe, su asalto al apartamento de mi padre no ha sido el primero,
¿entiende? Cuando vine aquí esta mañana para comprobar el correo me di
cuenta de que alguien había entrado durante la noche. Fui a verificar las
grabaciones de vídeo de la sala de seguridad y constaté que habían sido
desactivadas. Sabe lo que eso significa, ¿no?”.
Su interlocutor le devolvió una expresión vacía.
“No tengo la más mínima idea”.
“Esto quiere decir que los asaltantes sabían de la existencia de la sala de
seguridad y, lo más importante, sabían desactivar el sistema de
videovigilancia. Un asaltante normal no tiene ese tipo de conocimientos, ¿no
cree?”.
El historiador estrechó los ojos, intrigado con las implicaciones de lo que le
había dicho.
“¿Está insinuando que... que fue gente de la CIA la que entró aquí?”.
“No estoy insinuando, estoy afirmando. Consideré sospechosas las
circunstancias del asalto de ayer, y esta mañana, cuando llegué a la Agencia
para un día más de trabajo, conté que había descubierto material nuevo sobre
mi padre y que lo iba a depositar por la noche en el apartamento. Por eso
decidí pernoctar aquí. Quería ver si aparecía alguien. Si apareciese, era la
confirmación de que alguien en Langley mandaba gente para entrar aquí
clandestinamente. Confieso que, conociendo los procedimientos
operacionales de la Agencia, esperaba que el asalto solo se llevase a cabo un
poco más tare, ya de madrugada. Por eso fue una sorpresa oír sonar el
teléfono a la hora de la cena y poco después veros aparecer. Más sorprendido
me quedé cuando os oí hablar en un idioma que no era el inglés”.
Una expresión de perplejidad translucía en el rostro de Tomás, todavía
intentando dar sentido a lo que acababa de escuchar.
“¿La CIA asaltó el apartamento de su padre?”, se interrogó. “¿Por qué?
¿Cuál fue su objetivo?”.
“No fue la Agencia”, corrigió Peter. “Fue alguien de la Agencia, lo que es
bien diferente”.
“¿Quién?”.
Su interlocutor hizo una pausa, como si ponderase si debía dar una respuesta
a esa pregunta.
“La persona que mandó matar a mi padre”.
El historiador se quedó boquiabierto.
“¿Frank Bellamy fue asesinado por la propia CIA?”, se sorprendió. “¿Qué le
lleva a hacer una afirmación tan extraordinaria?”.
“Algo extraño pasó antes de que él fuera a Ginebra”, reveló Peter. “Le sentí
muy emotivo, lo que no era normal en mi padre. Sé que estaba sometido a
una intensa presión y que hay personas poderosas dentro de la Agencia que lo
querían apartar, por las buenas o por las malas si fuese necesario. Ocurre que
él consideraba su trabajo un deber con la nación y decía repetidamente que
solo la muerte lo haría dimitirse”. Respiró hondo. “Desconfío que le hicieron
caso”.
“¿Tiene a alguien determinado en mente?”.
Inclinándose hacia la izquierda, Peter abrió el segundo cajón del escritorio y
retiró una fotografía.
“Vea esto”, dijo, dando la vuelta a la imagen en dirección a su interlocutor.
“Es un retrato de los cinco directores de la Agencia y de sus cinco adjuntos.
El director está en el medio, rodeado del adjunto y de los directores y
directores adjuntos de las cuatro direcciones. Mi padre es el de la punta
izquierda, como puede ver”.
Tomás examinó la fotografía del grupo de diez hombres posando delante de
la escalinata de un edifico, incluyendo a Bellamy. Ya se había cruzado con
aquella imagen durante la inspección a los cajones de la secretaria.
“¿Esta foto fue hecha en Langley?”.
“Correcto”.
“¿Y sospecha de toda esta gente?”.
Inclinándose sobre la mesa, Peter señaló al hombre situado al lado de
Bellamy.
“Únicamente sospecho de dos”, reveló. “Uno de ellos es este tipo. Se llama
Walter Halderman y era adjunto de mi padre. Un fulano detestable, capaz de
todo para subir en la Agencia. Vino del mundo del petróleo y le colocaron allí
en tiempos de Nixon. Ha estado protegido por todas las administraciones,
probablemente por sus conexiones con las grandes empresas petrolíferas que
financian las campañas presidenciales”.
“¿Por qué querría la muerte de su padre?”.
“¡Anda, para substituirlo! Walter Halderman es un trepa por excelencia,
intrigante y manipulador que no repara en medios para subir dentro de
cualquier organización. Con mi padre fuera del camino, lo más seguro es que
él ascienda al mando de la Dirección de Ciencia y Tecnología. Sospecho, sin
embargo, que su objetivo último sea convertirse en director de la CIA.
Venenoso como es, ¡es bien capaz de conseguirlo!”.
“Un tipo poco recomendable, sí señor”, asintió el historiador portugués. “¿Y
quién es el segundo sospechoso?”.
El dedo índice de Peter se deslizó hacia la cara de un hombre ceñudo a la
derecha del director de la CIA.
“Henry Fuchs”, identificó. “También conocido por Fucking Fuchs o Dirty
Harry. Se trata del director del Servicio Clandestino Nacional, la dirección
encargada de llevar a cabo las operaciones clandestinas de la Agencia. Es
quien comanda las operaciones sobre el terreno, lo que hace de Fucking
Fuchs el segundo hombre más poderoso de la organización después del
propio director. Es un fulano temperamental e implacable. Estoy seguro de
que los hombres que entraron aquí la pasada noche fueron enviados por él”.
Apuntó a Tomás. “Tal como los tipos que intentaron matarle en Portugal.
Todas las operaciones en el terreno tienen la firma de Harry Fuchs”.
“¿Por qué sospecha de ese tipo?”.
“Porque, como ya le expliqué, mi padre fue con toda seguridad asesinado
por un profesional. No entra cualquiera en un detector de partículas del
CERN, mata a un director de la CIA y desaparece sin dejar el menor rastro.
Ahora, si a mi padre lo mató un operativo de la Agencia, la orden solo pudo
ser dada por Fuchs o con el conocimiento de él. Es el director del Servicio
Clandestino Nacional que dirige a todos los operativos de la Agencia”.
“Sí, ¿pero qué motivo podría tener ese Fuchs para mandar asesinar a su
padre?”.
Los dedos de Peter tamborilearon sobre la superficie de caoba pulida del
escritorio, como si ponderase abrir el juego.
“Por un proyecto llamado Ojo Cuántico”.
LVI
La entrada en la web de la Universidad de Georgetown y la extracción de la
lista de profesores y estudiantes extranjeros a través de la conexión al sistema
de la CIA era cosa de niños y el comandante Fuentes lo sabía. Tardó menos
de diez minutos en localizar los nombres y las direcciones e imprimir la lista.
Después cogió una hoja salida de la impresora y buscó nombres que le
pareciesen portugueses. Encontró dos Silvas, un Ferreira, un Coutinho, dos
Sousas, un Marques, un Aguiar y otros diez de ese tipo. En total, dieciocho
eran indudablemente portugueses. Había también algunos nombres ambiguos,
como Santos, Torres y otros que podrían ser portugueses o castellanos.
Siempre metódico, el comandante Fuentes regresó a la web de la
universidad y fue a verificar los nombres uno por uno. Comenzó por los
ambiguos y confirmó que solo dos eran portugueses. Los restantes eran
mexicanos, portorriqueños, peruanos y de otros países de lengua castellana.
Tenía, por lo tanto, un total de veinte nombres de lengua portuguesa. El paso
siguiente fue verificarlos todos. Pronto descubrió que catorce eran brasileños,
uno caboverdiano, uno mozambiqueño y otro angoleño. Los eliminó a todos.
Se quedó mirando a los tres que restaban.
“Uno de vosotros dio abrigo a mi cliente...”.
Consultó el perfil de los tres portugueses que frecuentaban la Universidad
de Georgetown. Dos de ellos eran estudiantes, uno de Oporto y otro de
Aveiro. El tercero era un profesor de Matemáticas que estaba haciendo un
posgrado. Le pareció el más prometedor de los tres sospechosos. Se llamaba
Jorge de Sousa Marques y el posgrado se relacionaba con sistemas
informáticos avanzados.
“Hmmm... un hacker en potencia”, sonrió el mayor,
sintiendo que la presa en breve sería suya. “O me equivoco
mucho, o fuiste tú quien anduvo cotilleando en el sistema...”.
Clicó la línea del currículo de Jorge de Sousa Marques y una página cubrió
la pantalla. El sospechoso, reveló la nota biográfica, había nacido en Vila
Nova de Gaia y era actualmente profesor de Matemáticas de la Universidade
Nova de Lisboa.
La información llevó al comandante Fuentes a verificar de nuevo el informe
que Fuchs le había entregado sobre Tomás Noronha. Ahí estaba la referencia.
Noronha era profesor en la misma universidad.
“¡Bingo!”.
Imprimió la página del currículo de Jorge e hizo un trazo subrayando su
dirección. El profesor de Matemáticas estaba por lo visto instalado en el
campus de la Universidad de Georgetown. Introdujo la hoja en el informe de
Tomás y se levantó para ir a su armario de trabajo.
Los estantes contenían varios tipos de armas, cada una adecuada a un perfil
específico de misión. En este caso buscaba la discreción, por lo que optó por
una Sig Pro semiautomática. Verificó las municiones y el silenciador, metió
la pistola en la funda y la apretó contra el pecho. Después vistió la chaqueta,
cogió la carpeta con sus instrumentos de interrogatorio, cogió el abrigo del
perchero al lado de la ventana y se lo puso ya camino de la puerta.
Se apretaba el cerco.
LVII
“Interesante, ese nombre”.
La designación del proyecto, Ojo Cuántico, arrancó en Tomás un erguir de
la ceja casi imperceptible. El académico portugués sabía que la teoría
cuántica tenía innumerables aplicaciones en la vida cotidiana, del láser al
transistor, pasando por las resonancias magnéticas y por un sin número de
otras tecnologías avanzadas que funcionaban con base en las rarezas
cuánticas por lo que era fácil entender el interés de la CIA.
“No me diga que ya oyó hablar de ese proyecto...”.
“No, pero conozco bien las potencialidades de la física cuántica”, aclaró el
historiador. “Imagino la utilidad que el extraño mundo de las partículas puede
tener para la actividad del espionaje. Puedo asegurarle que es todo un
universo”.
“Era en eso en lo que mi padre estaba trabajado”, confirmó Peter, todavía
sentado en la mesa. Como jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología, tenía
la responsabilidad de desarrollar nuevos instrumentos y tecnologías que
fuesen útiles en la actividad de espionaje de la Agencia. El Ojo Cuántico era
el proyecto más ambicioso de todos. Por eso mi padre se esforzó en que fuese
confidencial y, a pesar de los progresos, optó por no compartirlo con nadie.
‘Únicamente cuando esté listo’ decía muchas veces. Trataba al Ojo Cuántico
casi como un proyecto personal. Eso era algo que volvía a Fucking Fuchs
totalmente loco. Se ponía fuera de sí”.
“¿Pero por qué? ¿Cuál era la prisa de Fuchs?”.
“Sabe, el Servicio Clandestino Nacional ha andado bajo fuerte presión
debido a algunos fracasos sucesivos en los últimos tiempos. Los operarativos
que Fuchs comanda se han mostrado incapaces de recoger información que
permita a la Agencia darse cuenta de si va a ocurrir un atentado contra
intereses americanos, dónde y cuándo. Ayer explotó una bomba delante de
una embajada de los Estados Unidos y un ala del edificio fue devastada;
todavía están sacando a los muertos de los escombros y la Agencia no tuvo la
mejor indicación previa de lo sucedido. Una vergüenza”.
“¿Se refiere al atentado de Trípoli?”, preguntó Tomás. “Vi esta mañana en
las primeras páginas de los periódicos una fotografía del cráter delante de su
embajada. Un agujero enorme, ¿no?”.
“Trípoli fue solo el último de una serie de fracasos de la Agencia. Lo cierto
es que, desde que dejamos de poder utilizar los métodos musculados para
interrogar a los prisioneros enviados a Guantánamo o a otros centros secretos
de detención, perdimos la capacidad de extraer información de los radicales
islámicos. El nuevo presidente está ejerciendo una enorme presión sobre la
Agencia, y en particular sobre Fuchs. Lo acusa de incompetencia en la forma
de gestionar sus operativos. El Fucking Fuchs está desesperado con eso y
sabe que, a menos que la situación se altere radicalmente y él empiece a
presentar resultados, acabará perdiendo su puesto. Por eso mira hacia el Ojo
Cuántico como la única cosa que lo puede salvar. El problema es que mi
padre, que ya tenía el proyecto muy avanzado, insistía en no compartirlo con
el Servicio Clandestino Nacional mientras no estuviese finalizado. Fuchs no
aceptaba una cosa de esas”.
“¿Cree que él mató a su padre para echar mano al proyecto?”.
“Creo que es una fuerte posibilidad y le convierte en el principal
sospechoso”, confirmó. “El problema es que las cosas no están saliendo como
Fuchs pretendía. A pesar de que mi padre haya muerto, nadie sabe dónde se
esconde el dichoso proyecto. Todos los esfuerzos para localizarlo se
revelaron infructuosos”. Señaló con la mano el espacio alrededor. “Creo que
fue por eso que aquellos hombres vinieron aquí la pasada noche, ¿entiende?
Querían revistar el apartamento para ver si encontraban la documentación del
Ojo Cuántico. Y por eso, después de haber difundido en la Agencia la
información de que había descubierto material de mi padre y lo iba a
depositar en el apartamento, estoy convencido de que los hombres del
Servicio Clandestino Nacional van a regresar esta madrugada. Fuchs necesita
el proyecto a toda costa si quiere salvar el cuello y no se detendrá ante nada
ni ante nadie”.
“¿Qué es exactamente el Ojo Cuántico?”, preguntó el historiador, intrigado.
“¿Su padre habló alguna vez con usted del asunto?”.
“Hizo solo una referencia breve cuando estaba de partida hacia Ginebra. Le
encontré muy tenso, me dio un gran abrazo y... en fin, confieso que no presté
mucha atención a sus palabras. Mi especialidad es la geoestrategia, como ya
le expliqué. Por eso soy analista del Gabinete de Estrategia y Análisis de la
Dirección de Informaciones”.
“Haga un esfuerzo”, pidió Tomás, comprendiendo que aquel punto era casi
con seguridad crucial. “¿Qué le dijo su padre exactamente cuando mencionó
el Ojo Cuántico?”.
Peter cerró los ojos, en un intento de reconstruir lo que había oído una
semana antes.
“Dijo cualquier cosa sobre Higgs y las nuevas pruebas que el CERN estaba
llevando a cabo para encontrarlo una vez más”.
“Sí, es verdad. El CERN anunció en 2012 la detección del bosón de Higgs,
también conocido como partícula de Dios. Leí en el periódico que iban a
realizarse nuevos experimentos para volver a producir el Higgs en el gran
acelerador de hadrones, para estudiar mejor su comportamiento. Además,
tengo hasta idea de que esos experimentos transcurrían cuando yo me
encontraba en Ginebra...”.
“Fueron justamente esos nuevos experimentos los que mi padre quiso
acompañar en el CERN”, asintió el americano. “Pero, si quiere que le diga,
todavía no entendí muy bien la importancia de ese bosón”. Rio bajito.
“Además, ni siquiera sé lo que es un bosón...”.
“Las partículas que transportan las fuerzas fundamentales son bosones”,
aclaró el académico. “Los fotones, por ejemplo, son bosones que transportan
energía electromagnética, como la del Sol”. Batió con los dedos en la caoba
del escritorio. “Ya las partículas que constituyen la materia, como la que
existe en esta mesa, son conocidas por leptones. Eso quiere decir que los
electrones, protones y los neutrones son leptones”.
“Ya veo. Higgs es un bosón. ¿Y por qué tiene eso tanta importancia?”.
La pregunta obligó a Tomás a respirar hondo, como si ganase impulso para
una tarea difícil. Lo cierto era que no era sencillo explicar el Higgs a un
novato.
“Bueno, presumo que tiene conocimiento de que el universo comenzó a
partir de una brutal concentración de energía. Esa concentración energética
irrumpió de repente y creó el espacio, el tiempo, la energía y la materia”.
“¿Se refiere al Big Bang?”.
“Eso”, confirmó el historiador, aliviado por no tener que explicar todo desde
el principio. “El universo comenzó con el Big Bang, hace poco menos de
catorce mil millones de años. Al principio, la temperatura era elevadísima, ya
que había mucha energía y poco espacio. La única fuerza existente en el
universo era la superfuerza. El universo nació simétrico, lo que quiere decir
que se presentaba exactamente igual en todas las direcciones con un patrón
geométrico que se repetía ad infinitum en calidoscopio sin una única
variación. Al fin de algunos instantes sin embargo, y a medida que el espacio
se iba alargando y la temperatura bajando, la simetría se quebró. Si sale ahora
allí fuera y mira hacia el cielo, verá que las constelaciones no son iguales las
unas a las otras y las cosas son todas diferentes entre sí, ¿verdad?”.
“Sí, claro. Pero continuo sin entender lo que es Higgs y cuál es su
importancia...”.
“Ya llegamos ahí, tenga calma”, pidió. “Lo importante es que entienda que
algo quebró la simetría del universo y obligó a la superfuerza a dar lugar a
varias fuerzas diferentes, creando primero la fuerza de la gravedad, después
la fuerza nuclear fuerte, la fuerza electro débil y la fuerza electromagnética.
Se comenzaron también a generar las primeras partículas y después los
primeros átomos, sobre todo los más sencillos, como el hidrógeno y el helio.
Alguna cosa creó toda esta complejidad e ilusión de diversidad con que
vemos lo que está a nuestro alrededor, ocultando el hecho de que el universo
es uno”.
“¿Y qué es lo que fue?”.
“La respuesta fue dada por el físico escocés Peter Higgs y le valdría el
Premio Nobel de Física. Higgs preconizó la existencia de un campo especial,
que vendría a ser conocido por campo de Higgs, que sería responsable de la
primera quiebra de simetría en el universo. Higgs previó que, cuando se
alcanzan valores energéticos suficientemente elevados, ese campo se agita y
liberta una partícula, designada bosón de Higgs o partícula de Dios. Las
experiencias efectuadas en el CERN constituirían un intento de agitar el
campo de Higgs para ver si aparecía ese bosón. Fueron llevadas a cabo
colisiones brutales de partículas que permitieron crear condiciones próximas
de las existentes en el Big Bang. Esos esfuerzos culminaron en 2012 con el
anuncio de que el bosón de Higgs se había encontrado”.
La explicación pareció dejar a Peter decepcionado.
“¿Sólo eso?”, cuestionó con cara de desilusión. “¿Tanto
ruido para una cosa tan insignificante?”. “El universo es uno y el campo de
Higgs creó la ilusión de la diversidad”, repitió Tomás. “Una cosa de esas no
me parece insignificante”.
“¿Pero cómo se creó esa ilusión? ¿Qué hace ese campo exactamente?”.
“Confiere masa a las partículas elementales. El campo de Higgs impregna
todo el espacio y todas las partículas están continuamente fluyendo a través
de él. Piense, el universo era monótonamente simétrico porque se esparcía en
todas las direcciones a la velocidad de la luz, ¿verdad? Sin embargo, cuando
la fuerza de Higgs confirió masa a gran parte de las partículas, estas perdieron
automáticamente velocidad. Fue eso lo que quebró la simetría y creó la
ilusión de diversidad. Las partículas elementales dejaron de esparcirse todas a
la misma velocidad porque de repente adquirieron masa”.
El analista de la CIA hizo un gesto vago y contrajo el rostro en un
semblante escéptico.
“¿Ese campo impregna todo el espacio?”, perguntó. “¿y dónde está? ¡Nunca
oí hablar de él!”. Se giró sucesivamente en varias direcciones, en un gesto
teatral. “Mirando alrededor no veo ni siento ningún campo. ¿Usted lo ve?”.
“Sabe, nosotros no sentimos el campo de Higgs del mismo modo que no
sentimos el campo electromagnético o el campo gravitatorio, pero sentimos
los efectos de todos esos campos. Por ejemplo, miramos a nuestro alrededor y
vemos las cosas porque existe luz, que no es más que la oscilación del campo
electromagnético. Y caminamos con los pies en el suelo porque el campo
gravitatorio nos empuja hacia el centro del planeta”. Golpeó con los nudillos
dedos en la superficie del escritorio. “De la misma forma, vemos que esta
mesa tiene masa porque el campo de Higgs confirió masa a las partículas que
la constituyen. Las partículas que más interaccionan con el campo de Higgs
tienen más masa, mientras las partículas con menor interacción con este
campo tienen menos. Los fotones, por ejemplo, no interaccionan de ningún
modo con el campo de Higgs, y por eso no tienen masa”. Hizo un gesto
circular, indicando todo lo que los cercaba. “Acuérdese, sin embargo, de que
siempre que vea un objeto sólido, incluido su propio cuerpo, está observando
un efecto del campo de Higgs. De ahí que sepamos que ese campo impregna
todo el espacio, a pesar de no verlo ni sentirlo”.
Peter se recostó en su sillón.
“Entiendo”, dijo. “Pero eso no explica por qué razón mi padre estaba tan
interesado en los experimentos del CERN para detectar la partícula de Dios”.
“Todo depende de los contornos del proyecto en el cual estaba metido.
¿Recuerda si su padre le dijo algo más sobre el Ojo Cuántico antes de viajar a
Ginebra?”.
Su interlocutor esbozó de nuevo el gesto de quien indaga en la memoria en
busca de una información.
“Recuerdo que mencionó que estaba descubriendo el mayor ordenador
cuántico que se pueda imaginar, una cosa macroscópica, pero comprendió
que yo no tenía conocimientos para entender la conversación y se calló”.
“¿Descubriendo?”, se sorprendió Tomás. “Inventando, quiere decir...”.
“Tengo idea de que dijo ‘descubrir’...”.
“No puede ser. Un ordenador es una máquina que no existía y que se
construyó, no es algo que ya existiese y que se descubriese”.
“Sí, tiene razón”, concedió el americano. “Probablemente oí mal. Debió de
decir ‘inventar’”.
“¿Su padre dijo que estaba inventando el mayor ordenador cuántico que se
pueda imaginar? ¿Y dijo que era una cosa macroscópica? ¿Fueron realmente
esas sus palabras?”.
“El sentido era ese, sí”.
El historiador se frotó la barbilla con la punta de los dedos, reflexionando
sobre esta información y sus ramificaciones.
“¡Caramba!”, exclamó. “Comienzo ahora a entender lo que es el Ojo
Cuántico y su importancia. No me extraña que el tal Fuchs tenga prisa en
ponerle la mano encima”.
“¿Ya entendió lo que es el Ojo Cuántico?”.
“Claro. Usted mismo lo dijo, citando a su padre: es un ordenador cuántico
macroscópico”.
“Sí, ¿y qué? ¿Qué tiene eso de especial?”.
Tomás se rio.
“No tiene la menor idea de lo que es un ordenador cuántico, ¿verdad?”.
“No tengo, pero estoy seguro de que me lo podrá explicar...”.
“Se trata de un ordenador capaz de quebrar cualquier cifra, incluso las más
complejas. Por ejemplo, las claves públicas criptográficas existentes en
Internet son composiciones unidireccionales por ser fáciles de crear y de
quebrar. Esto se debe a que un ordenador clásico multiplica fácilmente dos
números cualquiera, pero tiene enorme dificultad en descomponer los
números complejos en factores. Un número que un ordenador clásico lleva
millares de millones de años en descomponer en factores puede ser
descompuesto en algunos minutos por un ordenador cuántico. ¿Entiende la
importancia de una cosa de estas para una agencia de espionaje como la CIA?
¡Su padre estaba inventando el santo grial del espionaje! Ni más ni menos. A
partir del momento en el que la CIA tenga un ordenador cuántico
macroscópico operando, no habrá ningún mensaje cifrado que Al-Qaeda o
cualquier otra organización terrorista pueda intercambiar que la Agencia sea
incapaz de interceptar y quebrar. Ninguno. Con el Ojo Cuántico funcionando,
estos atentados dejan pura y simplemente de ser posibles. Es más, debe de ser
por eso que el proyecto tiene ese nombre. El Ojo Cuántico seguro que es una
especie de ojo que, recorriendo a efectos cuánticos, todo lo ve”.
Peter emitió un silbido apreciativo.
“Holy shit!”, exclamó. “¡Mi padre estaba inventando el Big Brother! Ahora
entiendo las prisas de Fucking Fuchs...”.
“Pero déjeme decirle una cosa”, añadió el académico portugués. “Si su
padre inventó un ordenador cuántico macroscópico, el Comité Nobel va a
tener que abrir una excepción a la regla de que una persona solo puede ser
laureada si está viva. Es que, con esta invención, él merece el Nobel de
Física, aunque sea póstumamente”.
“¿Cree que sí? ¿Por qué?”.
“Porque estamos hablando de un ordenador cuántico macroscópico”.
“¿Y? ¿Qué tienen tan especial esos ordenadores cuánticos? A fin de
cuentas, los ordenadores ya fueron inventados hace muchos años, ¿no?”. La
mirada de Tomás se desvió hacia los tres libros que había visto una hora
antes sobre la mesa. Cogió los tres y escogió uno de ellos, la obra de Claude
Shannon titulada The Mathematical Theory of Communication.
“Estamos hablando de un ordenador diferente”, subrayó, volviendo la
portada del libro hacia su interlocutor.
“Fíjese en esta obra que su padre tenía sobre la mesa. Un ordenador clásico
opera de acuerdo con los principios aquí establecidos por Shannon, según los
cuales la información es una entidad con existencia física real, tal y como la
energía o la masa. Algunas de las leyes más fundamentales de la naturaleza,
como por ejemplo la segunda ley de la termodinámica, son en realidad leyes
de la información. Estas leyes regulan la materia y la energía, establecen las
reglas de cómo los átomos deben interaccionar y cómo se deben comportar
las estrellas; nos regulan incluso a nosotros como seres vivos, porque
nuestros genes contienen información que nuestros cuerpos replican, y como
seres humanos, ya que nuestro cerebro contiene información que la
consciencia administra. Cuando se dice que las teorías de la relatividad
establecen que nada se puede mover más deprisa que la luz, se está haciendo
una afirmación que, en realidad, no es enteramente exacta. Hay cosas más
rápidas que la luz, como la expansión del espacio, por ejemplo. Lo que no
puede desplazarse más deprisa que la luz es, en buen rigor, la información.
La naturaleza se expresa a través del lenguaje de la información”.
“Espere, ¿no es el bit la unidad mínima de información?”.
“Correcto. Se dice bit, o dígito binario”.
“Perdone, pero la palabra binario implica la existencia de dos cosas. ¿Cómo
puede una unidad mínima tener dos cosas?”.
“Una cosa binaria es algo que consiste en dos partes, cierto. Eso no significa
que el bit sea dos cosas, sino que representa una de las dos opciones: o sí o
no, o izquierda o derecha, o encima o abajo, o cero o uno. ¿Lo ve? Un
ordenador es una máquina de procesamiento de información, o sea, un
ordenador procesa bits. ¿Nunca se dio cuenta de que la programación de un
ordenador consiste en una serie interminable de ceros y de unos?”.
“Ahora que menciona eso, sí”, admitió él. “Estoy harto de ver secuencias de
cero-cero-uno-cero-uno-uno-uno-cero-uno-cero, y así sucesivamente. ¿Son
bits?”.
“Exactamente. Un ordenador clásico procesa siempre uno de dos caminos.
Por ejemplo, para determinar la cifra de una caja fuerte con dieciséis
combinaciones posibles, el ordenador clásico tiene que procesar cuatro
preguntas binarias. Imaginemos que el número secreto es nueve. Esta es la
primera pregunta que el ordenador clásico procesa: ¿la combinación correcta
es un número impar? Sí es el cero, no es el uno. La respuesta en este caso es
el cero. Viene entonces la segunda pregunta: dividiendo el número por dos y
redondeando por debajo para llegar a un número entero, ¿el número es un
impar? La respuesta es uno, que significa no. Esta segunda pregunta se repite
dos veces más. Al final de cuatro preguntas de alternativa entre el cero y el
uno, el ordenador clásico encuentra la respuesta deseada. Como debe haber
notado, se trata de un proceso muy lento para determinar un número tan
sencillo como el nueve y es por eso que el cómputo clásico lleva tiempo. Ya
el ordenador cuántico funciona de forma diferente”.
“¿Pero el ordenador cuántico no se confronta con un sistema binario de
ceros y de unos?”.
“Claro que sí, pero trata con ellos de forma diferente. Mientras un
ordenador clásico procesa entre el sí y el no, entre la izquierda y la derecha,
entre el cero y el uno, el ordenador cuántico procesa todo junto: el sí y el no,
la izquierda y la derecha, el cero y el uno”.
“¿Perdón?”.
“El ordenador cuántico no procesa entre dos opciones, procesa todas las
opciones al mismo tiempo. Así, mientras el ordenador clásico necesita
procesar cuatro preguntas con respuesta binaria para descubrir la
combinación secreta de la caja fuerte, el ordenador cuántico procesa las
cuatro preguntas en una única”.
Abriendo bien los ojos y entreabriendo la boca, Peter esbozó una cara de
incomprensión e incredulidad.
“¿Eso es posible?”.
“Claro que lo es. Oiga, Pete, el ordenador cuántico funciona según las reglas
del mundo cuántico. No sé si o sabe, pero en la física cuántica un electrón no
atraviesa la rendija izquierda o la rendija derecha abiertas en un obstáculo,
sino las dos rendijas al mismo tiempo. A nivel cuántico, los electrones, la luz,
los átomos y las moléculas recorren todas las rutas simultáneamente y están
en todos los sitios al mismo tiempo. Lo que un ordenador cuántico hace es
usar esa extraña propiedad de la física cuántica para efectuar un enorme
número de cálculos al mismo tiempo, en vez de proceder como un ordenador
clásico, que ejecuta un cálculo cada vez. Por eso el ordenador cuántico es
mucho más rápido procesando información que el ordenador clásico y tiene
la capacidad de quebrar deprisa la más compleja de las cifras”.
El analista de la CIA se mostraba atónito.
“Jeez! Si el Ojo Cuántico es verdaderamente un proyecto para construir uno
de esos ordenadores cuánticos, ¡estamos
sin duda ante una poderosísima arma contra el terrorismo!”.
“Es verdad. El problema es que, para construir un ordenador cuántico
macroscópico es necesario resolver primero el más colosal de todos los
problemas de la física: la conciliación de la física cuántica, indeterminista y
probabilística, con la física clásica, determinista y causal. O sea, es necesario
antes de nada concebir una teoría del todo. Hace mucho tiempo que los
físicos andan detrás de esa quimera, todavía sin éxito. Imagino que ese ha
sido el gran obstáculo que su padre tuvo que superar”.
“¿Me está diciendo que sin la teoría del todo no es posible construir un
ordenador cuántico?”.
“No, los ordenadores cuánticos ya fueron inventados. Lo que no se consigue
hacer es ponerlos a operar a un nivel suficientemente complejo y a una
dimensión macroscópica. Para quebrar las cifras más complejas de Internet,
el ordenador cuántico tiene que ser capaz de computar varias centenas de bits
cuánticos designados qubits, pero el máximo que los científicos están
consiguiendo computar son diez qubits. No llega”.
“¿Entonces que estaba mi padre exactamente haciendo en el proyecto Ojo
Cuántico? ¿Construyendo un ordenador cuántico que sea capaz de computar
centenas de qubits?”.
“Es lo único que tiene sentido”, asintió Tomás. “El problema es que, para
computar centenas de qubits, es necesario que la información se conecte a
través del proceso cuántico de entrelazamiento a un nivel macroscópico. Esa
es la gran dificultad. Los efectos cuánticos ocurrieron a un nivel
microscópico, pero no en nuestra escala macroscópica, ¿entiende? Mientras
en el microcosmos constatamos que la observación crea parcialmente la
realidad y los átomos están al mismo tiempo en varios lugares y recorren al
mismo tiempo todas las rutas, en nuestra escala macroscópica eso no ocurre.
¿Por qué, si todos estamos hechos de átomos? Estando nosotros constituidos
por partículas cuánticas, ¿no deberíamos ver que a nosotros nos ocurren
también esos extraños efectos a nuestro alrededor? La respuesta es que
debíamos, pero no lo vemos. Para hacer un ordenador cuántico macroscópico
suficientemente poderoso para quebrar fácilmente las más complejas cifras de
Internet, su padre tendría primero que resolver ese gran enigma, un misterio
tan profundo que nadie todavía fue capaz de explicarlo”.
“Entiendo. Por eso decía hace poco que si el proyecto Ojo Cuántico
envolviese realmente la construcción de un ordenador cuántico
macroscópico, mi padre merecía ganar el Premio Nobel de la Física”.
“Como mínimo”.
Con una expresión que parecía mezclar orgullo y tristeza, Peter permaneció
un largo momento contemplando la imagen de Frank Bellamy en la fotografía
del grupo sacada delante de la escalinata del edificio en Langley. Dio un
profundo suspiro y miró a su interlocutor con una mirada cargada de
indecisión e inseguridad.
“¿Qué hacemos ahora?”.
“Si quiero escapar a sus amigos de la CIA y sobrevivir a esta confusión,
necesito primero resolver el misterio de la muerte de su padre”, dijo Tomás
con aire resuelto. “Para llegar ahí necesito que me responda a una pregunta”.
Tomás hizo una pausa para acentuar la importancia de la cuestión.
“Claro. ¿Qué quiere saber?”.
Clavó los ojos en Peter, como si le quisiese leer en el rostro.
“¿Quién es Daniel Dare?”.
“¿Quién?”.
Tomás extendió el brazo y cogió la carpeta con funda plastificada
transparente que se encontraba sobre la mesa y que había examinado cuando
había inspeccionado el despacho.
“Presumo que ya ha leído lo que está aquí”, dijo, hojeando el documento en
el interior de la carpeta. “Se trata de un informe médico realizado en una
clínica de Boston sobre un tal Daniel Dare. Dice que tiene cáncer de páncreas
y le da unos meses de vida”. Entregó el informe al hombre de la CIA.
“¿Quién es este Dare?”.
Peter se encogió de hombros.
“De hecho ya leí ese informe, pero confieso que no sé de quién se trata.
Nunca me crucé con nadie con ese nombre”.
“¿Su padre alguna vez lo mencionó?”.
“Nunca”.
“¿Ni oyó este nombre de otra fuente?”.
“No”.
Las respuestas dejaron al historiador pensativo. Se inclinó sobre la mesa,
colocando los codos sobre la superficie de caoba pulida, y colocó la palma de
la mano izquierda sobre la boca y la barbilla mientras reflexionaba sobre el
caso.
Echó un vistazo a las estanterías con los libros, como si estos le pudiesen
hablar, y por fin se recostó en la silla.
“Hmm...”, murmuró, como si pensase en voz alta. “Únicamente puede ser
eso...”.
“Eso, ¿qué?”.
Como si le hubiese cogido un choque eléctrico, se puso derecho de repente
y miró fijamente a su interlocutor con la mirada intensa de quien sabe que ha
encontrado la solución a un problema.
“Ya sé quién mató a su padre”.
LVIII
Después de la cena, el patio del campus de la Universidad de Georgetown
se quedó casi desierto, de tal forma que parecía un lugar embrujado. Soplaba
una brisa que levantaba algunas hojas secas extendidas por el suelo, como si
los propios árboles estuviesen deshilachando una alfombra. Se veían pasar
cogidas de la mano algunas parejas de novios, había incluso un par que se
besaba al lado de una puerta en la zona residencial, pero todo muy lejos del
bullicio habitual del día, sobre todo a la hora del inicio o del fin de las clases.
Apretándose el abrigo para defenderse del viento cortante, el comandante
Fuentes atravesó el patio con la carpeta en la mano, pasó por un remolino de
hojas que giraban por el aire con el polvo y cruzó la puerta del edificio
residencial. Subió tranquilamente las escaleras, con la naturalidad de alguien
habituado a frecuentar aquel espacio, y se metió por el pasillo del primer
piso. Fue comprobando los números clavados en las puertas hasta llegar al
cuarto que buscaba.
Dio tres toques suaves en la madera con los nudillos y, segundos después, se
abrió la puerta. Un hombre de pelo castaño desgreñado echó un vistazo al
exterior.
“¿Es usted el señor Jorge de Sousa Marques?”.
El hombre que atendió estudió al desconocido con desconfianza,
examinándolo de los pies a la cabeza.
“El mismo”, dijo con una voz poco segura, casi con miedo. “¿En qué puedo
ayudarle?”.
“Pertenezco al gabinete de higiene del campus”. Se presentó el comandante
Fuentes con la pose de un funcionario diligente. “Tuvimos una queja relativa
a la falta de aseo en su cuarto y voy a tener que verificar si está todo en
orden. Espero que no vea inconveniente”.
“¿Una queja? ¿De quién?”.
“La identidad del denunciante es confidencial, sir. Pero parece que han visto
roedores en su cuarto”.
“¡Qué disparate!”. Con una mueca de indignación por ser el blanco de tal
dislate difamatorio, Jorge abrió la puerta e hizo un gesto invitando al
inspector a entrar. “Haga el favor de verlo usted mismo. No hay aquí ningún
ratón, como puede constatar”. Esbozó una mueca. “A no ser que se estén
refiriendo a mí, claro. A veces me pongo a roer unas patatas fritas”.
Se rio de su propia gracia y cerró la puerta. El mayor Fuentes barrió el
cuarto con la mirada y fijó la atención en un laptop que estaba sobre la mesa.
Se aproximó y lo cogió.
“Guau, ¡tiene aquí el último modelo!”, exclamó, girándolo para comprobar
el número de serie. “Recién comprado, ¿eh?”.
Al ver al hombre coger uno de los ordenadores portátiles con los cuales la
víspera había entrado ilegalmente en el sistema informático de la CIA, Jorge
sintió que se le disparaba el corazón y se le paró la respiración, temiendo lo
peor.
“Es... es de un amigo”.
El comandante Fuentes no respondió inmediatamente. En vez de eso, sacó
del bolsillo su bloc de notas y verificó el número de serie del laptop. Era el
mismo que el registro de venta de Walmart de Georgetown identificaba como
comprado poco después de que Tomás Noronha hubiera sacado dinero en el
cajero situado al lado de la tienda. Ya no le quedaban dudas de que había
llamado a la puerta correcta.
El agente de la CIA se volvió y miró al matemático portugués con una
expresión transfigurada... Ya no era el diligente inspector de higiene del
campus universitario, sino el psicópata que la agencia de espionaje usaba
para las misiones más sangrientas.
“¿Dónde está su amigo?”.
La pregunta hizo que Jorge tragase en seco. Comenzaba a sospechar que le
habían cogido, no sabía bien cómo, pero sin tener todavía la seguridad de
nada a no ser que el hombre delante de él lo miraba de una forma
incómodamente amenazadora.
“Él... no está aquí”.
“¿A dónde fue?”.
“No lo sé”, mintió el matemático. “No me dijo nada”.
El comandante Fuentes metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo su
tarjeta de la CIA, exhibiéndola ante su interlocutor atemorizado.
“Voy a repetir la pregunta con buenos modales una vez más”, avisó en un
tono sibilino cargado de insinuaciones, con la tarjeta clavada delante de la
cara de Jorge. “¿A dónde ha ido su amigo Thomas Norona?”.
Una gota de sudor brotó en el cuero cabelludo del portugués y le serpenteó
por las sienes. La tarjeta de la CIA constituía la confirmación de que la visita
se relacionaba con la loca aventura informática de la víspera.
“No lo sé”, respondió casi en una súplica. “Juro que no lo sé”. Más gotas de
sudor se deslizaron por el rostro pálido y húmedo. “Pero... pero, por favor, no
lo tome a mal, hicimos esto como una broma, no queríamos...”.
Con un movimiento rápido, el comandante Fuentes asestó un violento
puñetazo en el estómago del matemático y, cuando éste se dobló sobre sí
mismo con un bramido sofocante, le dio en la nuca. Jorge cayó
aparatosamente al suelo, medio inconsciente, como un muñeco desarticulado.
Sin perder tiempo, su agresor metió los brazos por debajo de su cuerpo, lo
levantó sin esfuerzo y lo depositó tumbado hacia arriba sobre la cama.
Después cogió una cuerda y lo ató de pies y manos a las estructuras verticales
sobre las patas de la cama, y puso al hombre en la pose del Vitrubio de
Leonardo da Vinci.
Cuando acabó de atarlo, el comandante Fuentes fue al grifo del cuarto de
baño y llenó un vaso de agua. Volvió al cuarto y echó el agua fría sobre el
rostro aturdido de Jorge.
“¿Qué?”, balbuceó el prisionero, recuperando la consciencia. “¿Qué... qué
ocurrió?”.
El comandante Fuentes cogió una silla que se encontraba pegada a la mesa,
la arrastró hasta la cabecera de la cama y se sentó en ella. Después se dobló
sobre Jorge, como si le quisiese cuchichear al oído.
“Aquí estamos, cabrón”, le sopló con voz rasgada. “Quiero saber a dónde
fue tu amigo Thomas Norona. Puedes estar seguro de que, a bien o a mal, me
vas a contar todo. La elección es tuya. ¿Quieres hacer esto de forma suave o
prefieres la versión hardcore?”.
Todavía aturdido, el matemático exhibía un aire amodorrado. Sacudió la
cabeza para expulsar el agua que le bañaba las mejillas, como un perro
mojado, y miró a su agresor ya perfectamente consciente, con una inesperada
chispa de desafío centelleando en los ojos.
“¡Usted no puede hacer esto!”, protestó, elevando la voz convencido de que
su captor había ido demasiado lejos. “¡Suélteme inmediatamente! Tengo
derechos y exijo que se respeten. Quiero la presencia de un abogado y no
hablaré sin que me traiga uno, ¿ha oído?”.
“Ves demasiadas películas de tribunales, cabrón”, gruñó el comandante
Fuentes, echando mano a su maletín para coger un pañuelo blanco. “Ahora te
voy a enseñar una película diferente, más de tipo Texas Chainsaw Massacre,
no sé si estás viendo el estilo”.
Con un movimiento rápido, metió a la fuerza el pañuelo en la boca de Jorge
y le puso un gran adhesivo sellando los labios. La víctima amordazada
intentó patalear y agitar los brazos para soltarse, pero los pies y los brazos
estaban bien atados y lo más que consiguió fue emitir unos bramidos
sofocados.
Después de certificarse de que el prisionero se encontraba enteramente a su
merced y sin posibilidad de pedir ayuda, el agente de la CIA se acercó a su
maletín y retiró del interior un pequeño estuche castaño. Desdobló el estuche,
revelando varios instrumentos metálicos. Escogió uno de ellos y lo puso
delante de los ojos de Jorge para mostrarle lo que le esperaba.
Un alicate.
“La sesión va a comenzar”.
Inmovilizó la mano izquierda del portugués, introdujo el dedo meñique
entre los dientes afilados del alicate y apretó con fuerza.
“¡Hmmm!”, rugió Jorge, intentado gritar a través de la mordaza.
“¡Hmmm!... ¡Hmmm!”.
Del pequeño muñón en carne viva saltaron chorros de sangre, mientras el
prisionero se retorcía desesperadamente en la cama, ciego por el dolor y por
la aflicción, el rostro congestionado y cubierto de sudor, y los ojos borrosos
con el desmayo del sufrimiento. Pero el instrumento en las manos del mayor
Fuentes continuó rasgando la carne y el hueso, como si el hombre que lo
manejaba fuese indiferente al terror. Después de tallar los últimos tejidos, el
verdugo cogió el dedo amputado y se lo mostró a la víctima.
“¿Ves a dónde te conduce la cabezonería?”, le preguntó con aire inocente.
“Si continúas haciéndote el tonto, te voy a cortar todos los dedos de las
manos y de los pies, ¿entiendes? Si eso no te convence, voy a seguir
serrándote las muñecas y los tobillos. Y si todavía te mantuvieras callado, te
amputo por los codos y por las rodillas. Después será por los hombros y por
la cadera”. Arqueó las cejas. “En fin, ya has entendido la idea, ¿verdad? Voy
a cortarte en rebanadas, bien despacito y con mucho dolor. No será bonito”.
Suavizó la voz. “Por eso, hazte un favor a ti mismo. Cuenta todo de una vez,
¿de acuerdo? Así te ahorrarás mucho sufrimiento, te lo aseguro”. Dejó la
mirada posada en el prisionero, como si esperase una reacción. “Gime dos
veces si estás de acuerdo”.
“Hmmm... hmmm”.
Con un movimiento brusco, el agente de la CIA le retiró la mordaza y le
dejó recuperar el aliento.
“Bueno. ¿Dónde está tu amigo Noronha?”.
El rostro de Jorge estaba contraído en un gesto de dolor. Su respiración era
pesada, pero a pesar de eso consiguió readquirir gran parte de su compostura,
o por lo menos la suficiente para poder concentrarse en las respuestas.
“Él... él fue a casa del tipo de la CIA”.
“¿De quién?”.
“Del que... del que murió en Ginebra”.
“¿Frank Bellamy?”.
“Sí, tal vez”. Las palabras le salían a trompicones, entre bocanadas de aire.
“No memoricé bien el nombre”.
“¿Dónde está la casa?”.
“Es un apartamento. No recuerdo la dirección exacta, se lo juro”.
“¿Es aquí en Washington, DC?”.
“Si, por la zona de Dupont Circle”.
El comandante Fuentes volvió a colocar el pañuelo en la boca del prisionero
y a pegarle un gran adhesivo en los labios. Después cogió su móvil, buscó un
número en los registros e hizo una llamada.
“Espero que tengas buenas noticias que darme”, fue la primera cosa que
Harry Fuchs le dijo al contestar. “¿Lo has cogido?”.
“Casi. Parece que el tipo ha ido al apartamento de mister Bellamy”.
“Jeez!”, se sorprendió el director del Servicio Clandestino Nacional. “¡Ese
motherfucker es rápido!”.
“Necesito que me confirme la dirección”.
“Es en Dupont Circle. Ayer necesitamos saber eso por causa de... en fin, de
otra operación que está en curso. ¿Quieres que te de la dirección exacta?”.
“Si no es demasiada molestia”.
“Voy a buscarla y ya te la envío por SMS”.
La llamada se cortó de inmediato, evidentemente por iniciativa de Fuchs, y
el mayor Fuentes guardó el móvil en el bolsillo. La información dada por el
director del Servicio Clandestino Nacional de que la residencia de Bellamy se
situaba en Dupont Circle coincidía con lo que el prisionero acababa de
decirle. Éste ya no tenía, por eso, más utilidad.
Echó mano a la funda y retiró su arma favorita para este tipo de
operaciones, la Sig Pro semiautomática. Después agarró el silenciador y
ajustó el cañón de la pistola.
“¡Hmmm!... ¡Hmmm!”.
Tumbado en la cama, a pesar del dolor en el dedo amputado, Jorge
observaba el procedimiento con alarma creciente. Dándose cuenta de la
reacción del prisionero, el agente de la CIA esbozó una ligera sonrisa.
Terminó sus preparativos, se levantó y fue al armario a buscar un cojín.
Regresó a la cabecera de la cama, depositó el cojín sobre la cara de Jorge
como si le quisiese asfixiar y por encima fijó el cañón de la pistola.
“¡Hmmm!... ¡Hmmm!”.
Disparó.
LIX
A Peter, la afirmación de Tomás le dejó boquiabierto por unos momentos.
El hijo de Frank Bellamy permaneció inmóvil en su lugar, examinando el
rostro de su interlocutor en un esfuerzo por leerlo, para saber si estaba seguro
y para certificarse de que hablaba en serio. Pasó revista a los principales
puntos de la conversación que había tenido con él en la última hora,
intentando encontrar indicios que le permitiesen llegar a una conclusión
como aquella. No recordó nada particularmente indicador.
“¿Ya sabe quién mató a mi padre?”, le preguntó con una pizca de
incredulidad en el tono de voz. “¿Cómo es posible?”.
El historiador hizo con las manos un gesto largo señalando el despacho.
“Todas las pistas están aquí”.
La mirada de Peter recorrió el espacio alrededor, posándose sucesivamente
en las fotografías enmarcadas y clavadas en las paredes, en los objetos que se
encontraban sobre la mesa, en los cajones y en las estanterías con los libros,
en un esfuerzo por encontrar también las pistas y entender lo que estas podían
revelarle, pero ninguno de los elementos que vio le decía nada sobre lo que
había ocurrido en Ginebra.
“Debe de estar tomándome el pelo...”.
“Al contrario, hablo muy en serio. Estoy convencido de que sé quién mató a
su padre, cómo y por qué”.
“¿Quién fue?”.
“Antes de decírselo”, prosiguió el historiador, “necesito leer el proyecto Ojo
Cuántico para confirmar mis sospechas”.
El rostro de Peter se abrió en una sonrisa sin humor.
“Para eso sería necesario encontrar el maldito proyecto”, observó. “Y eso
será bien difícil, me parece”.
“Está equivocado. Sé dónde lo guardó su padre”.
La sonrisa triste se transformó en un gesto de admiración.
“¿Perdón? ¿Me está diciendo que sabe dónde está escondido el Ojo
Cuántico?”.
Tomás se levantó de la silla.
“Claro que lo sé”, respondió. “Pero cada cosa a su tiempo”. Hizo un gesto
en dirección a la puerta que conducía al cuarto ropero. “Quizás sea mejor
libertar ahora a aquella desgraciada, pobre. Ya está encerrada allí hace un
montón de tiempo...”.
“Tiene razón”.
Peter abandonó su lugar detrás de la mesa y retiró de la funda la llave de las
esposas. Con Tomás detrás de él, abrió la puerta del cuarto ropero y encontró
a María Flor en el lugar donde la había dejado, arrodillada y con la mano
esposada presa al picaporte.
“¡Por fin!”, dijo el historiador, hablando en inglés para que el anfitrión no
sintiese que tenían conversaciones paralelas y pensase que estaban haciendo
juego doble. “¿Estás bien?”.
“Hmmm-hmmm”.
Peter metió la llave en la cerradura de las esposas y el gancho metálico se
abrió con un clic suave.
“Mis disculpas”, dijo el americano. “Debe comprender que entraron a
escondidas en el apartamento de mi padre y necesité certificarme de su
identidad y de sus intenciones. No fue nada personal y espero que se
encuentre bien”.
“No se preocupe, lo entiendo perfectamente”, replicó María Flor,
masajeando la muñeca dolorida. “Yo sí que soy estúpida por haberme metido
en todo este asunto, que además no tiene nada que ver conmigo. Creo que
debo irme lo antes posible”.
Tomás no consiguió contener un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de
que estaba bien. Por lo visto el interrogatorio al que había sido sometida su
amiga no había sido violento y lo peor por lo que había pasado había sido la
presión psicológica y la incomodidad de encontrarse esposada durante poco
más de una hora. Quiso abrazarla y besarla y agradecerle haber sido tan fuerte
y decirle que la admiraba y expresar mucho más que eso, pero se contuvo. Se
había ganado la confianza de Peter, se convenció de que era realmente quien
decía ser, pero mantenía presente que trataba con un profesional de una
agencia de espionaje y que para las personas de aquel medio el engaño y la
manipulación eran comportamientos de rutina.
En estas condiciones, necesitaba mantener la ficción de que María Flor le
era indiferente y que sería inútil herirla porque eso no lo alcanzaría. Le
parecía la mejor forma de protegerla.
“Ya nos vamos”, dijo él. “Pero primero tenemos que ir al sitio donde se
encuentra el...”.
“¡Quiero irme ahora!”, cortó su amiga, elevando la voz. “Ahora mismo”.
El tono firme e irritado sorprendió a Tomas, pero le pareció entenderlo;
tenía los nervios a flor de piel y ¿quién podría censurarla después de todo
aquello por lo que había pasado?
“Está bien, vamos entonces a hacer primero un desvío por la Universidad de
Georgetown y te dejo en el campus. Seguro que Jorge...”.
“Quiero irme inmediatamente a Portugal”, dijo ella en el mismo tono
asertivo e impaciente. “Esta noche”.
La exigencia hizo al historiador vacilar. María Flor estaba todavía más
afectada de lo que él pensaba y pedía lo imposible. Abrió la boca para
responder y hacerle ver que no estaba siendo razonable, que era tarde y que
solo al día siguiente podría meterse en un avión, pero reflexionó mejor y se
dio cuenta de que lo deseable era realmente que saliese lo más deprisa posible
de los Estados Unidos, ya que aquella misión era muy arriesgada y de hecho
ella nunca debía haber venido. Pensó un poco más y se acordó de que las
conexiones aéreas de América con Europa solían ser nocturnas.
Consultó el reloj.
“Son las diez de la noche”, constató. Lanzó una mirada inquisitiva en
dirección a Peter. “¿Todavía habrá algún vuelo a Lisboa?”.
El analista de la CIA volvió al depacho y encendió el ordenador.
“Únicamente hay una manera de saberlo”, dijo mientras el monitor se
iluminaba. “Verlo en Internet”.
Aguardaron un momento hasta que se establecieron las conexiones y el
sistema quedó operacional. Peter se conectó a un motor de búsqueda, abrió
una página especializada en itinerarios de vuelo y tecleó las partidas de
Washington, DC, esa noche, con destino a Lisboa. La web hizo la búsqueda
y, en pocos segundos, proporcionó una lista de conexiones aéreas entre las
dos capitales.
“Ya no hay ningún vuelo directo desde Washington”, constató Tomás.
“Tendrías que ir a Nueva York a coger una conexión, pero llegarías tarde”.
Posó el dedo en una línea. “Existe, sin embargo, este vuelo a media noche
hacia Londres”. Clicaron en la línea y los detalles del vuelo llenaron la
pantalla. “Aterrizas en Heathrow de madrugada y puedes coger la conexión
de las diez de la mañana hacia Lisboa”. Se giró hacia su amiga.
“¿Compramos este?”.
“Sí”.
Tomás dio el número de su tarjeta de crédito y el código de seguridad y
Peter concluyó la compra. Al cabo de algunos instantes, la compañía aérea
indicó que había enviado el billete al correo electrónico que le fue facilitado
en el momento de la compra.
“Damn!”, maldijo el americano al ver el mensaje. “Ya me había olvidado de
que tengo la impresora averiada”.
“¿Entonces cómo podemos imprimir el billete?”.
En respuesta, Peter abrió la dirección electrónica y clicó en la línea del e-
mail enviado por la compañía aérea. Después retiró de un cajón un bloc de
notas y se puso a anotar las informaciones que constaban del billete que la
compañía adjuntara al mensaje electrónico.
“No hay problema”, dijo mientras tomaba nota de los datos. “Ella lleva aquí
el número de la reserva. En el mostrador del chek-in verificarán el número en
el sistema y después le darán la tarjeta de embarque”. Esbozó una sonrisa
confiada. “No hay problema”.
Arrancó del bloc la hoja con los datos del vuelo y se la entregó a María Flor.
Esta leyó las anotaciones y, sin sonreír nunca, levantó la mirada hacia la
puerta de salida.
“¿Qué estamos esperando para irnos?”.
LX
Después de rodear Dupont Circle, el Chevrolet negro se acercó a la acera. El
ocupante barrió el paseo desierto con la mirada y, satisfecho, apagó las luces
y el motor y salió del coche. La noche se había vuelto todavía más fría, pero
eso le era indiferente al comandante Fuentes. Recorrió el paseo con paso
largo y entró en el edificio.
El guardia leía el periódico detrás de un mostrador y levantó los ojos hacia
el recién llegado.
“Buena noches”, saludó. “¿Puedo ayudarle?”.
El comandante Fuentes retiró del bolsillo su tarjeta de identificación de la
CIA y se la mostró al hombre.
“Vengo a una reunión de inquilinos”.
El guardia verificó la tarjeta y se aseguró de su autenticidad.
“Ustedes andan muy activos últimamente”, observó con ironía. “Ya en la
madrugada pasada vinieron aquí para otra reunión de inquilinos...”.
El comandante Fuentes abrió la boca y le mostró los dientes, como un perro
amenazando a un intruso.
“Y usted también anda muy activo”, le devolvió, señalando al cuello de su
interlocutor. “Esa marca de baton muestra que ha andado en algunas
reuniones también”.
El guardia enrojeció y le hizo señal de que pasase. El comandante Fuentes
siguió hacia delante hasta llegar a la zona de los ascensores, después del atrio.
Apretó el botón para llamar al ascensor y esperó. El hecho de que algunos
inquilinos del edificio trabajasen para la CIA hizo que la agencia de espionaje
alquilase un pequeño apartamento en el último piso que usaba para reuniones.
Considerando las circunstancias de la muerte de Frank Bellamy, la existencia
de aquel apartamento resultaba muy útil, una vez que permitía acceder al
edificio sin complicaciones innecesarias.
El ascensor llegó a la planta baja y el agente entró y apretó el botón del piso
donde se encontraba la residencia en Washington del recientemente fallecido
jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología. Cuando la puerta se cerró y el
ascensor empezó a subir, el comandante Fuentes retiró la pistola de la funda
escondida en el pecho y, tal como había hecho media hora antes en el campus
universitario, enroscó el silenciador al cañón. Más valía irse preparando.
Con una sacudida final, el ascensor llegó a su destino. El agente abrió la
puerta y salió al pasillo. Lo inspeccionó y, comprobando los números de los
apartamentos, llegó a la dirección que el SMS enviado por Harry Fuchs le
había indicado como la de Frank Bellamy. Se arrodilló delante de la
cerradura y la estudió. Le parecía desconcertante cómo toda la gente asociaba
a la CIA a una organización hig-tech, lo que en realidad era en muchos
aspectos, y después las propias jefaturas de la agencia de espionaje usaban en
las puertas cerraduras tan rudimentarias que parecían de los años cincuenta.
El comandante metió la mano en el bolsillo, retiró un alambre y lo introdujo
en el agujero de la cerradura. No tardó mucho tiempo en detectar el secreto.
Después de dar un toque ligero en el alambre, sintió rodar el mecanismo
interno de la cerradura y la puerta se abrió.
Si Tomás Noronha estaba allí, iba a tener una sorpresa.
LXI
Sonó un zumbido eléctrico monótono y el portón se fue abriendo despacio
hasta quedar pegado al techo. Sentado al volante, Peter Bellamy apretó el
acelerador y su Jeep Grand Cherokee plateado se deslizó por la rampa y salió
del garaje del edificio hacia la calle.
A aquella hora circulaban pocos automóviles por la zona. El jeep rodeó sin
problemas la rotonda de Dupont Circle y entró por la New Hampshire
Avenue hacia Foggy Bottom y Potomac, donde se encontraba el aeropuerto.
“Tenemos media hora para llegar a Dulles”, dijo el americano, desviando
momentáneamente la atención hacia las luces ámbar de los punteros del reloj
del jeep. “No hay tráfico, vamos a llegar a tiempo”.
Sentado a su lado, Tomás se volvió hacia atrás y miró a María Flor con una
sonrisa confiada.
“Menos mal que vas a regresar a casa”, dijo, esforzándose por animarla.
“Me parece realmente lo más sensato. Aquí no hay condiciones de seguridad
y el riesgo es muy grande para ti”.
“Hmmm-hmmm”.
Su amiga ni le devolvió la mirada; observaba fijamente las calles oscuras y
la iluminación nocturna, como si estuviese muy lejos de ahí. La expresión de
la mirada ostentaba algo de inquietante y el historiador, al verle la cara, se
sintió perturbado. Había algo que se le escapa, aquel comportamiento no le
parecía normal.
“¿Estás bien?”.
“Hmmm-hmmm”.
Definitivamente, algo no estaba bien. Daba la impresión de que María Flor
se encontraba ausente y desinteresada, muy diferente de la mujer alegre, viva
y entusiasmada con quien había convivido en las últimas cuarenta y ocho
horas. ¿Qué habría pasado? ¿Sería que el interrogatorio de Peter había sido
violento? Le examinó discretamente el rostro y las partes del cuerpo
expuestas a la vista, como el cuello y las manos: no mostraba ninguna marca
de agresión. Pero Tomás sabía que había maneras de agredir a una persona
sin dejar vestigios y no se quedó tranquilo.
Desvió la atención hacia Peter, que permanecía concentrado en la
conducción.
“Dígame una cosa, le interpeló en voz baja, esforzándose para que ella no
oyese la pregunta. “¿Qué ocurrió durante el interrogatorio que hizo a mi
amiga?”.
El conductor se encogió de hombros. “Nada especial. Le hice preguntas y
ella respondió. Después fui a hablar con usted para comprobar si sus
respuestas coincidían con las de ella y en efecto coincidían. Nada más”.
“¿No la agredió ni nada parecido?”.
El hombre de la CIA alzó las cejas y miró hacia el portugués con aire
sorprendido.
“¿Lo está preguntando en serio?”.
“Claro que sí”, devolvió Tomás con una expresión grave. “¿Fue violento
con ella?”.
El americano suspiró.
“Solo la violencia psicológica necesaria para obligar a responder con la
verdad a mis preguntas”, aclaró.
“Le apunté el arma y la amenacé, claro. Pero no fue necesario hacer nada
porque ella me pareció suficientemente aterrorizada y me contó toda la
historia que usted después confirmó. Estoy convencido de que me dijo la
verdad de todo lo que sabía”.
“¿No hubo violencia física? ¿Seguro?”.
“Supongo que esposarla a la puerta del cuarto ropero haya sido en cierto
modo un acto de violencia física. Si se está refiriendo a golpes o puñetazos o
cualquier acto de ese estilo, con todo, puedo asegurarle que no ocurrió nada
de eso. Además, ni podría ocurrir porque yo no soy un agente, como sabe,
sino un mero analista político de la Dirección de Informaciones. Los actos de
violencia cometidos por la Agencia son exclusivos del Servicio Clandestino
Nacional. La dirección dirigida por Harry Fuchs. El restante personal que
trabaja en Langley tiene entrenamiento de autodefensa, claro. Eso incluye
manejo de armas, pero nadie más se puede considerar un profesional
violento”.
Un silencio pesado cayó sobre los ocupantes del todoterreno. El Jeep Grand
Cherokee cruzó el puente sobre Theodore Roosevelt Island, en Potomac, y
prosiguió por la carretera principal, la Custis Memorial Parkway, hasta que
después de una decena de minutos se vio a la izquierda la fila de luces del
aeropuerto. Los ocupantes sintieron de repente un rugido intenso y el jeep
estremeciéndose y, espantados, levantaron los ojos hacia el cielo negro; un
avión los sobrevolaba muy cerca y se preparaba para aterrizar en la pista de
Dulles.
La imagen tan próxima e intensa del aparato hizo real la idea de que en poco
tiempo se iban a despedir de María Flor y quedarse solos.
Había que tomar decisiones.
“Estamos llegando”, murmuró Peter, exponiendo lo obvio.
“¿Qué hacemos después?”.
“Vamos a buscar el Ojo Cuántico”.
“Halderman y Fuchs juntaron todos los recursos a su disposición y pasaron
los últimos días investigando todo en busca del proyecto de mi padre”,
recordó. “Hasta ahora no encontraron nada. ¿Qué le lleva a pensar que tendrá
éxito cuando ellos fracasaron?”.
“Es que yo, al contrario que ellos, tengo un informador privilegiado”.
“¿Quién?”.
“Su padre”.
Peter giró el rostro hacia él y lo miró con una expresión de shock.
“¿Qué?”.
Tomás metió la mano en el bolsillo y sacó el gran pentáculo.
“¿No se acuerda de este artefacto que su padre me remitió?”, preguntó,
exhibiendo el objeto con el tamaño de un yoyó que había llegado a la
Gulbenkian por correo. “Como ya le mostré, en una de las caras de este
amuleto mágico existe un dibujo completo con una referencia directa en
hebreo a la Mafteah Shelomoh, o Llave de Salomón, un manual de magia
atribuido al rey Salomón”.
“Me mostró esa antigüedad durante el interrogatorio. Además, puedo decirle
que fue justamente la referencia a la Llave de Salomón lo que me convenció
de que mi padre, cuando asoció su nombre a lo que él designó La llave,
estaba haciendo una alusión a ese objeto, no a cualquier intervención suya en
su muerte”.
“Menos mal que piensa así porque estoy convencido de que eso es lo que
realmente tenía en mente”, asintió Tomás. “Ocurre que, esparcidas entre las
siete puntas del heptagrama dibujado en el gran pentáculo existen diversas
señales. Analizando esas señales con cuidado, descubrimos que las
secuencias son en realidad coordenadas geográficas. Ahora pregunto yo:
¿coordinadas de qué?”.
La pregunta, y sobre todo el camino al que esta conducía, hizo que el
americano abriese mucho los ojos.
“¿Está insinuando que mi padre le dio en esas coordenadas el paradero del
Ojo Cuántico?”.
“¿Ve cómo es un fucking genio?”.
La expresión arrancó una carcajada de Peter.
“Ya parece mi padre al hablar”, bromeó. Carraspeó, regresando al tono
serio. “¿Por casualidad verificó a qué lugar del planeta se referían esas
coordenadas?”.
El jeep recorrió la zona de aparcamiento delante de las salidas y paró al lado
de una fila de carritos de transporte de maletas. Tomás encendió la luz
interior en el techo del vehículo, de modo que hizo visible el diseño esculpido
en la cara del gran pentáculo.
“Claro que sí”, confirmó. “Ahora introduzca los datos en el GPS de su
coche. Vamos a ver hasta dónde nos lleva el mapa”.
“Buena idea”.
Peter apretó la pantalla interactiva del GPS y apareció un teclado virtual.
Estableció conexión con el sistema y se volvió hacia Tomás, aguardando
información. Este se concentró en los números y señales esparcidas dentro y
fuera de las puntas del heptagrama.
“Treinta y ocho grados, cincuenta y siete, seis coma cinco, Norte”, dijo,
recitando la latitud y la longitud referidas en el gran pentáculo. “Setenta y
siete grados, ocho, cuarenta y cuatro, Oeste”.
El analista de la CIA introdujo las coordenadas geográficas en el ordenador
del GPS y se formó un mapa en la pantalla, mostrando la ciudad de
Washington, DC. Peter amplió la imagen y esta se inmovilizó en un sector de
la margen sur del Potomac. Hizo nueva ampliación y los contornos de un
edificio se recortaron en la imagen.
“Jeez!”, se sorprendió. “Langley”.
“Como ve, cuando salgamos del aeropuerto tendremos que ir a la CIA”, dijo
Tomás. “Ahí se encuentra escondido el Ojo Cuántico”.
El académico abrió la puerta del coche para bajarse y llevar a María Flor a
la terminal, pero Peter levantó la mano, haciendo señal de que esperase.
“Espere”, dijo. “Voy a ampliar el mapa todavía más para ver cuál es el
punto exacto al que nos llevan las coordenadas”.
Apretó el botón de ampliación y la imagen del edificio creció en el monitor.
Dio en el botón una segunda, una tercera y una cuarta vez, hasta que ocupó la
pantalla el complejo y fue más allá todavía, hasta finalmente fijarse en un ala
de la sede de la CIA.
“¿Qué parte del edificio es esta?”.
El americano abrió bien los ojos, estupefacto con el punto del edificio a
donde las coordenadas introducidas en el ordenador del GPS lo habían
llevado. Después de observar la información, y todavía recuperándose del
shock, se giró despacio hacia Tomás, finalmente convencido de que el
historiador había realmente acertado por completo.
“Es el despacho de mi padre”.
LXII
Observando metódicamente el apartamento y siempre con la pistola en la
mano, el comandante Fuentes se convenció de que el espacio estaba
realmente desierto. Sin embargo, detectó en el despacho señales de que
alguien había estado allí recientemente; había papeles desordenados sobre la
mesa del despacho y algunos libros removidos en las estanterías. Fue al
cuarto ropero y se dio cuenta de que se sentía en el aire una leve fragancia
femenina. Por lo menos una de las personas era una mujer.
“El señor Noronha y su chica”, concluyó con un susurro pensativo. “Parece
que no nos encontramos por poco...”.
Se sentó en el sillón detrás de la mesa y reflexionó sobre el caso. Todo
indicaba que la presa había salido de allí poco antes de que él llegase. Se
apretaba el cerco, pero él continuaba siempre un paso por detrás del
historiador. Tendría que ser más rápido y, si fuera posible, prever lo que el
portugués haría después, para poder anticiparse. Si estuviese en el lugar de su
presa, razonó el mayor Fuentes, ¿cuál sería el paso siguiente? Todo dependía
de lo que Tomás había o no encontrado en el apartamento de Frank Bellamy.
Una cosa, todavía, le parecía cierta: tendría que irse a dormir a algún lado. El
sitio obvio era el campus universitario.
“Fuck!, maldijo con frustración. “¡Acabo de venir de allí!”.
Posiblemente habría sido más sensato esperar a Tomás en la zona
residencial de la Universidad de Georgetown en vez de haber intentado
cogerle en el apartamento de Dupont Circle, pero eso era fácil de decir ahora.
De cualquier forma, tendría que regresar al campus, se trataba del sitio donde
más probablemente daría con su presa. Lo cierto es que, al encontrar el
cuerpo de su amigo asesinado en el cuarto, el historiador se daría cuenta de
que no podría pernoctar en el local y se iría lo más deprisa posible, pero tal
vez todavía lo alcanzase en el complejo universitario.
Se levantó del sillón, listo para salir del apartamento y volver al campus,
cuando vio la libreta de notas sobre la mesa. Pasó el índice por la superficie
de la primera página de la libreta y se dio cuenta de que tenía marcas.
“¿Qué es esto?”.
Analizó las marcas invisibles y comprendió que alguien había anotado
recientemente algo en una hoja ya retirada de la libreta, dejando marcada en
la página de debajo la impresión hecha por la punta del bolígrafo. Era una
pista inesperada que pensaba aprovechar. Abrió los cajones y encontró un
lápiz. Con la parte lateral del carbón, manejada con cuidado para que la punta
no dejase marcas que eliminasen los surcos, raspó la hoja hasta aparecer en
blanco, casi como el negativo de un filme, el texto que alguien había escrito
en la primera hoja ya retirada.
No era fácil de leer, pero el comandante Fuentes identificó una palabra que
le parecía Lisbon, una referencia a media noche y otra palabra que, aunque
con algunas letras ilegibles, después de examinarla de diversas perspectivas
entendió que era Heathrow.
“¡El aeropuerto!”, exclamó, juntando datos casi instantáneamente. “¡El
cabrón se ha ido al aeropuerto!”.
Sin perder tiempo, el agente de la CIA retomó la caza.
LXIII
No hablaron una palabra durante el camino. Atravesaron los tres el parque
de estacionamiento en silencio total y cruzaron la calle hasta entrar en la
terminal internacional del Aeropuerto de Dulles. Consultaron el gran cuadro
electrónico de las salidas la zona del check-in de la compañía aérea en la que
ella viajaba y se dirigieron hacia allí.
María Flor se acercó al mostrador y entregó el pasaporte. Después consultó
el papel donde Peter había anotado los detalles del vuelo.
“Vuelo a Lisboa con escala en Heathrow”, dijo. “Mi código de reserva es el
YQBCD8”.
La señora del mostrador verificó los datos en la pantalla del ordenador.
“¿María Sequeira?”, preguntó la empleada de la compañía aérea, citando el
primero y el último nombre de la pasajera. “Su vuelo parte a medianoche
hacia Heathrow y el embarque es en la puerta cuarenta y tres hasta las
veintitrés y media”. Le devolvió el pasaporte y le extendió dos rectángulos de
papel. “Aquí están sus tarjetas de embarque, una para Londres y otra para
Lisboa”. Esbozó una sonrisa profesional. “¡Que tenga un buen viaje!”.
Después de guardar los documentos, María Flor se volvió hacia Peter y
forzó una sonrisa.
“Parece que es hora de despedirnos”, anunció, extendiéndole la mano.
“Muchas gracias por haberme traído hasta aquí y espero que nos volvamos a
encontrar en circunstancias menos...”.
“Te acompañamos hasta la zona de embarque”, interrumpió Tomás,
perturbado por el extraño alejamiento que manifestaba y la forma ostensiva
em que parecía ignorarlo. “Era lo que faltaba, dejarte aquí sola en la
terminal”.
La mirada castaño claro de María Flor se desvió hacia él con una frialdad
que no disimuló.
“Estoy bien, pueden irse”, insistió. “Voy a la fila de seguridad y a la
aduana”. Levantó la mano e hizo un gesto breve. “Adiós”.
“Espera”, dijo el historiador. “Te haremos compañía hasta allí”.
“Adiós”.
Comportándose como si no le oyese, o incluso como si ni siquiera estuviese
allí, María Flor empezó a andar. Estupefacto con aquel comportamiento,
Tomás se quedó plantado donde estaba, atontado y confuso, y se quedó unos
momentos viéndola partir. Por fin reaccionó y fue detrás de ella.
“¿Cómo adiós?”, se exaltó, exasperado y con la paciencia llegando al límite,
apresurando el paso hasta ponerse al lado de ella. “¿Qué pasa? ¿Por qué estás
así? ¿Te he hecho algo?”.
María Flor paró de repente y lo miró, el cuerpo tenso, la mirada furiosa, la
expresión alterada.
“¡No, Tomás Noronha, no has hecho nada!”, vociferó, ella también
levantando la voz. “Ya estoy harta de ser la paleta que trajiste para hacerte
compañía, ¿vale? Si no tengo nada en la cabeza y mi utilidad se limita a los
atributos físicos que tengo, ¡entonces no me necesitas para nada!”.
El contraataque verbal pilló por sorpresa al historiador. Estaba convencido
de que el silencio y los malos modos de ella se relacionaban con el trauma de
haber sido perseguida por hombres armados e interrogada en el apartamento
de Bellamy. Nunca se imaginó que podía ser aquello.
“Tú... ¿oíste nuestra conversación?”.
La expresión en el rostro de su amiga era la furia en persona. Tenía el
semblante enrojecido y las cejas cargadas sobre los ojos chispeando de rabia
y orgullo herido.
“¿Qué te crees tú, señor sabelotodo?”.
Recomenzó a andar, decidida y con paso rápido, abriéndose camino entre
los otros viajeros, que los miraban con sorpresa, unos divertidos y otros con
un cierto aire incómodo, como quien reprobaba una escena de aquellas en
plena terminal.
“¡Espera!”, dijo él, corriendo de nuevo detrás de su amiga. “¡Espera! ¡Todo
esto es una equivocación!”.
Sin parar, María Flor lanzó hacia atrás una mirada de desprecio.
“¡Tú sí que eres una equivocación!”.
“No lo estás entendiendo”, insistió el historiador, alcanzándola. “Todo lo
que dije durante la conversación con Pete fue para protegerte, ¿entiendes? No
quería que él se diese cuenta de lo mucho que yo...”.
“¡Vete a proteger a tu madre!”, exclamó ella siempre caminando al mismo
ritmo. “¡No necesito que algunos idiotas me protejan!”.
Tomás la agarró por el hombro.
“Espera, tienes que...”.
Con un gesto brusco, le sacudió la mano.
“¡Suéltame!”.
“Por favor, escúchame”, imploró el historiador. “Lo que dije no pasó de una
estratagema para que él no te diese importancia, ¿entiendes? No quería que
Pete pensase que yo tengo...”.
“¡Vete!”, gritó María Flor. “No te quiero ver más, ¿no lo entiendes?”.
“Pero...”.
Un bulto azul se interpuso de repente entre los dos.
“¿Este señor la está molestando?”.
Era un policía uniformado que surgió de la multitud, atraído por el ruido.
“Sí, señor guardia. Me está molestando. ¿Puede alejarlo de mí?”.
El policía asintió y miró al portugués con aire de pocos amigos, las manos
en la cintura indicando que le iba a hacer frente, los dedos rozando
amenazadoramente la culata de la pistola.
“Identifíquese, por favor”.
Tomás clavó los ojos en él, después se volvió hacia ella y la vio alejarse en
dirección a la zona de la aduana y del control de seguridad. Después miró al
policía, respiró hondo y, resignándose con la situación, metió la mano en el
bolsillo y retiró el pasaporte.
“Está aquí”.
Después de inspeccionar los datos que constaban en el documento, el
policía alzó de nuevo la mirada hacia él.
“No sé si lo sabe, pero en este país el asedio es un crimen federal”, lo
informó, haciendo un gesto para que el interpelado le siguiese.
“Acompáñeme, por favor”.
En ese momento Peter apareció y extendió su tarjeta de la CIA en dirección
al policía. “No va a ser necesario, señor guardia”, dijo, en un tono decidido.
“El señor Noronha está conmigo y voy a acompañarlo a la Agencia. Está
ayudándonos en un proceso de contraterrorismo muy importante, espero que
comprenda, se trata de una cuestión de interés nacional”.
Al ver la tarjeta de la CIA, el policía vaciló. Incluso pensó en insistir, pero
las palabras “proceso de contraterrorismo” e “interés nacional” le hicieron
renunciar.
“Está bien”, acabó por ceder. “Pero que no vuelva a hacer una cosa de esas,
¿entendido?”.
“Tranquilo. Buenas noches”.
Peter arrastró a Tomás por el brazo y se lo llevó hacia fuera de la terminal.
El portugués se fue dejando llevar, pero mantuvo la cabeza girada hacia atrás
y los ojos pegados a la figura espigada de María Flor que se dirigía hacia la
fila de acceso al sector de embarque del aeropuerto. Se quedó mirándola
hasta que la puerta automática exterior de la terminal se cerró, sintiendo el
aire frío de la noche y un gran vacío helándole el corazón.
La había perdido.
LXIV
Con un chillido estridente delante de la puerta de acceso de la terminal del
aeropuerto, el Chevrolet negro aceleró por la rampa y frenó. El comandante
Fuentes saltó del automóvil y se dirigió rápidamente hacia el edificio,
ignorando la señal de tránsito indicando que la rampa era un local de parada
breve, no un estacionamiento.
La puerta automática se abrió y el recién llegado se sintió acogido por el
calor y por la iluminación intensa de la terminal. Identificó la zona del checkin
de la compañía aérea referenciada en las marcas de la libreta de notas y fue
hacia allí, pero no reconoció a Tomás entre los pasajeros que hacían cola para
depositar la maleta y coger la tarjeta de embarque.
“Shit!”, maldijo en voz baja, recelando que su presa hubiese entrado ya en la
zona exclusiva de los pasajeros. “¿Y ahora?”.
Aquel tipo de situación no era, en realidad, un verdadero obstáculo para el
experimentado agente de la CIA. Sabía que disponía de varias opciones,
algunas de ellas utilizando el largo y poderoso brazo de Harry Fuchs, pero
quizás no fuese necesario molestar al director del Servicio Clandestino
Nacional. Por ello se fue hacia el gabinete de seguridad del aeropuerto de
Dulles y se dirigió con la tarjeta en la mano al oficial que estaba allí.
“Comandante Manuel Fuentes, CIA”, se identificó. “Necesito acceder
inmediatamente a la zona reservada a los pasajeros. Tengo un sospechoso
para interceptar en el vuelo que parte hacia Londres a medianoche”. Echó una
mirada al monitor de salidas. “Creo que es la conexión que sale de la puerta
cuarenta y tres”.
El oficial, a quien una tarjeta en el pecho lo identificaba como Teniente
Brown, verificó la tarjeta que le había mostrado y, convencido de su
identidad, se levantó del sitio.
“Jeez!, hoy es el día de la CIA aquí en Dulles, ¿eh?”, bromeó, haciéndole
señal de que lo acompañase. “Venga”.
El teniente Brown llevó al visitante por una puerta lateral hacia un pasillo
que rodeaba la zona de revisión de seguridad de los pasajeros y la aduana.
“¿Qué quiere decir con eso de ‘día de la CIA en Dulles’?”.
“Oh, un colega suyo apareció aquí hace diez minutos. Hubo un incidente en
la terminal y, cuando apareció la policía para detener al autor del desacato, su
colega intervino y se lo llevó. Parece que el hombre era una figura importante
en el combate al terrorismo”.
El comandante Fuentes no entendió la historia, pero no insistió; nada de
aquello parecía que tuviese que ver con él. Se limitó por eso a acompañar al
teniente Brown. Al final del pasillo subieron unas escaleras y salieron por una
puerta disimulada entre dos tiendas de duty free del sector internacional.
Giraron hacia una de las alas de las puertas de embarque y pocos minutos
después llegaron a la puerta cuarenta y tres.
Una verdadera multitud llenaba la sala de embarque; se concentraban allí
más de dos centenares de personas. Con el agente de seguridad al lado, el
agente de la CIA recorrió el espacio buscando a Tomás, cuyos trazos
fisionómicos había grabado en la memoria.
Después de completar dos vueltas por la sala del embarque, paró y respiró
hondo, rindiéndose a la evidencia.
“No lo veo aquí”.
El teniente Brown señaló a la funcionaria instalada en el mostrador de
embarque y que se preparaba ya para iniciar la llamada.
“¿No quiere comprobar la lista de pasajeros?”.
“Buena idea”.
Los dos hombres se acercaron al mostrador y el oficial de seguridad del
aeropuerto explicó a la funcionaria que había un problema y necesitaban
saber si un determinado pasajero iba a coger ese vuelo. Ante la sospecha de
una amenaza al avión, la funcionaria ofreció de inmediato la lista que se
encontraba en el ordenador. El comandante Fuentes se acercó a la pantalla y
examinó los nombres, pero no encontró el de Tomás. Cuando hizo una
segunda lectura de la lista, su atención se fijó en otro nombre portugués.
María Sequeira.
El nombre le decía algo. Intrigado, abrió la carpeta que traía con él y extrajo
el informe que Harry Fuchs le había entregado. Hojeó las páginas de los
documentos hasta localizar el nombre y la fotografía de la mujer que viajaba
con su sospechoso; el texto mencionaba una María Flor Sequeira y se
encontraba una fotografía de ella anexada, enviada a Langley por el hombre
de la CIA en Lisboa.
“Ya vi esta cara”, constató el mayor, levantando la cabeza y barriendo la
multitud que esperaba el embarque para Londres. “Y fue hace algunos
minutos. Una cara de estas no pasa desapercibida...”.
Salió hacia una nueva ronda por la sala de embarque de la puerta cuarenta y
tres, esta vez con la imagen de María Flor fresca en la mente; estaba seguro
de que se había cruzado con ella hacía solo unos minutos, en la ronda que
había hecho buscando a Tomás Noronha. Recorrió una fila de personas
sentadas y después una segunda, la de los pasajeros que esperaban delante de
las ventanas.
En una silla de esquina, junto a una maceta, la encontró. María Flor estaba
curvada, cabizbaja, con los ojos rojos de quien había estado llorando. La caza
a Tomás Noronha todavía no había terminado, pero acababa de dar un paso
de gigante en ese sentido, entendió el comandante Fuentes.
Hizo con la cabeza una señal al teniente Brown y el hombre de seguridad se
acercó a la pasajera.
“Señora, ¿puede acompañarme?”.
María Flor levantó la cabeza y se fijó en él con los ojos muy abiertos,
evidentemente sorprendida por ser interpelada.
“¿Perdón?”.
“Soy el teniente Brown y estoy encargado de la seguridad del aeropuerto.
Le agradezco que venga conmigo, por favor”.
Un relámpago de pánico cruzó el rostro de María Flor.
“¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Hay algo mal?”.
El teniente Brown hizo un gesto insistente en dirección a la salida de la sala
de embarque.
“Venga conmigo, por favor”.
“Pero voy a coger ahora el vuelo a Londres...”.
“Se trata solo de una verificación de rutina, tranquila”. Levantó los dedos de
la mano derecha. “Llevará cinco minutos, nada más”.
Sin alternativas, y siempre temiendo lo peor, María Flor obedeció y siguió
al responsable de la seguridad del aeropuerto. Se dio cuenta con desánimo de
que un individuo corpulento, de mirada extraña y con aire de indio, que
parecía acompañar al teniente Brown, se colocó detrás de ella como si
quisiese asegurarse de que no huía, pero sin decir nada. El hombre que la
guiaba la llevó hacia el sector del duty free, donde entró por una puerta lateral
y después por un pasillo hasta llegar al gabinete de seguridad del aeropuerto.
El teniente Brown abrió la puerta y, con un gesto cortés, dejó a sus dos
acompañantes entrar en una sala pequeña con una mesa y algunas sillas,
donde los tres se instalaron.
“El comandante Fuentes tiene que hacerle algunas preguntas”, anunció,
presentando al operativo. “Él pertenece a la CIA”.
La referencia a la agencia americana de espionaje dejó a María Flor
súbitamente pálida.
“¿A la... a la CIA?”.
“Sí, señora”, confirmó el comandante Fuentes, quebrando el silencio en el
que se había sumergido desde que habían interceptado a la pasajera. “Estoy
encargado de una averiguación relacionada con una entrada clandestina en el
sistema informático de la Agencia esta madrugada. Antes de que le haga
alguna pregunta, ¿tiene algo que declarar sobre este asunto?”.
Flor abrió y cerró la boca, dudando sobre cómo reaccionar ante una
situación como aquella.
“Yo... yo...”, balbuceó. “Exijo la presencia de un abogado”.
El agente de la CIA se rio e intercambió una mirada cómplice con el
teniente Brown, como diciendo que una afirmación de aquellas constituía una
admisión implícita de culpa.
“A su tiempo tendrá un abogado. Además, podrá incluso ni tener necesidad
de él... si coopera, claro. Solo necesitamos una información. Si me la da, la
dejamos inmediatamente coger su vuelo y regresar a casa sin más
problemas”. Arqueó las cejas, expectante. “¿Qué me dice? ¿Está dispuesta a
cooperar?”.
“En fin... claro. ¿Qué quiere saber?”.
El americano clavó la mirada dura en su interlocutora.
“¿Dónde está Thomas Norona?”.
No se podía decir que la pregunta hubiese cogido por sorpresa a María Flor,
dadas las circunstancias y el hecho de que el hombre que la interrogaba era
un hombre de la CIA. Pero una cosa era admitir la hipótesis de que la fuesen
a formular, y otra era oírla. La portuguesa dudó, desvió los ojos hacia el
teniente Brown buscando confort y protección, no los obtuvo y, entendiendo
que estaba sola, miró frontalmente al mayor Fuentes y se llenó de coraje.
“No lo sé”.
“¿No lo sabe o no lo quiere decir?”.
“Él me dejó aquí en el aeropuerto y siguió su camino”.
“¿A dónde fue?”.
“No tengo la más mínima idea”.
El agente de la CIA le sostuvo la mirada, analizando lo que ella decía y
cómo lo decía. Después de algunos segundos llegó a una conclusión y respiró
hondo, como si insinuase que el deber lo obligaba a actuar contra su propia
voluntad.
“Si es así, lamento informarla de que tendrá que acompañarme a Langley”,
sentenció. “Será sometida a un detector de mentiras. Si pasa el test, la
Agencia le ofrecerá un billete aéreo a su país. Sin embargo, si no lo pasa, será
detenida y formalmente acusada de amenazar la seguridad nacional de mi
país. ¿Entiende la situación?”.
La portuguesa asintió con un leve movimiento de la cabeza.
“Perfectamente”.
“¿Y continúa diciéndome que no sabe hacia dónde ha ido su amigo Thomas
Norona?”.
“Claro que sí”.
El comandante Fuentes puso su maletín encima de la mesa y sacó unas
esposas. “Siendo así, la informo de que se encuentra detenida al abrigo de la
ley antiterrorismo de los Estados Unidos de América”, le anunció en un tono
de voz formal, haciendo la famosa advertencia Miranda. “Tiene derecho a
permanecer en silencio y cualquier cosa que diga o que haga podrá ser, y
será, usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado y, si no
puede pagar uno, se le asignará uno de oficio”.
La declaración fue hecha sobre todo para que el teniente Brown viese que la
detención transcurría conforma los trámites legales, aunque la CIA no
realizaba habitualmente la advertencia Miranda al detener a alguien.
Terminada la formalidad, el comandante Fuentes se levantó, rodeó la mesa,
forzó los brazos de María Flor hacia la espalda y le ató las muñecas con las
esposas. Después la sacó hacia fuera del gabinete de seguridad del aeropuerto
y la arrastró por la terminal de Dulles, indiferente a las lágrimas silenciosas
que corrían por la cara pálida de la prisionera.
LXV
Oculta por la noche, la chapa plateada metalizada del vehículo centelleó a la
luz del foco que incidió sobre el Jeep Grand Cherokee cuando completó la
curva y se inmovilizó delante del portón. Un guardia se aproximó al
todoterreno y Peter bajó el cristal eléctrico y mostró su tarjeta de funcionario.
“Buenas noches”, saludó. Hizo un gesto hacia el pasajero. “Traigo una
visita conmigo”.
“¿Tiene su identificación, sir?”.
Ya con el pasaporte preparado, Tomás lo extendió al guardia y éste regresó
a su garita para tomar nota de los pormenores y adoptar los habituales
procedimientos de seguridad. Después de dos minutos, el hombre volvió y
entregó una tarjeta de visitante al portugués.
“Sólo puede circular en las áreas de acceso general, según el protocolo”, le
informó. Después se dirigió a Peter y le entregó un término de
responsabilidad para firmar. “Como sabe, sir, en ningún momento podrá
dejar a su invitado moverse libremente por las instalaciones. Según los
términos del reglamento interno, es usted responsable de él”. Esbozó un
saludo militar. “Que tenga una buena noche”.
El guardia hizo una señal a sus hombres y estos pasaron un detector por el
todoterreno, incluyendo la parte de abajo. Después el portón se abrió y el
coche entró en el complejo de Langley, la sede de la CIA. Peter estacionó en
el lugar que le estaba reservado en el parking, casi vacío a aquella hora, y
ambos se bajaron y se dirigieron al edificio principal.
Tomás hizo un gesto de saludo hacia el cielo.
“¿Qué estás haciendo?”.
“Imagino que el sitio en el que nos encontramos estará siendo
constantemente vigilado por satélites rusos y chinos”, bromeó. “Como seguro
que nos están observando ahora, me pareció simpático saludarles”.
Entraron en el edificio riéndose, pero pronto se callaron. En el atrio había
barreras de seguridad manejadas por guardias armados, allí colocados para
controlar el acceso a las instalaciones; el aparato exhibido era de tal forma,
que Tomás tuvo la impresión de que se había transferido hasta allí el famoso
Checkpoint Charlie de los tiempos de la Guerra Fría.
Bajo la mirada vigilante de los guardias, el analista de la Dirección de
Informaciones pasó su tarjeta por el sistema electrónico instalado en las
barreras y la cancelilla se abrió. Tomás hizo lo mismo con su tarjeta de
visitante y fue igualmente autorizado a pasar.
“¿Y ahora?”, preguntó Peter cuando se quedaron solos al otro lado. “¿A
dónde quiere ir?”.
El hecho de encontrarse en la sede de la principal agencia de espionaje del
planeta dejó al historiador un poco intimidado. Se sentía perdido en aquel
espacio desconocido, sin saber lo que estaba realmente autorizado a hacer y
cómo se podría mover.
“¿Puedo circular libremente?”.
“Claro que no”. Agitó su tarjeta de funcionario. “Pero yo puedo ir a la
mayor parte de los sitios. Considerando la importancia de lo que estamos
haciendo, tendré que quebrar algunas reglas y llevarlo a lugares donde
normalmente usted no estaría autorizado a ir”. Bajó la voz y asumió un tono
confidencial. “Dese cuenta de que al hacer esto estoy violando la ley. Si me
cogen seré despedido y, tal como usted, detenido y procesado por poner en
peligro la seguridad nacional. Por eso le pido que sea discreto. ¿A dónde
vamos?”.
“Al sitio indicando por las coordenadas geográficas que me fueron
remitidas por su padre”, dijo Tomás. “O sea, a su despacho. ¿Cree que
podremos ir allí?”.
El americano le dio la espalda y se dirigió hacia el pasillo.
“¡Qué remedio!”, concedió. “Es por aquí”.
Recorrieron el pasillo en silencio. El visitante se sentía algo sorprendido con
lo que veía; esperaba que la sede de la CIA fuese un sitio frío y cerrado,
repleto de dispositivos high tech de alta seguridad, pero había por allí un
cierto ambiente de oficina, como si estuviesen en cualquier gran empresa. De
vez en cuando aparecían máquinas de bebidas, chocolates y sándwiches y las
paredes del pasillo se abrían en grandes ventanales, integrando el edificio en
un ambiente de vegetación que, a pesar de ser de noche, dejaba adivinar
mucho verde alrededor del complejo. A veces se cruzaban con un funcionario
en camisa y corbata con un vaso de café o un doughnut en la mano, y por
todos lados encontraban personal de limpieza con el cubo y la fregona,
aprovechando la tranquilidad de la noche para hacer su trabajo.
Llegaron a una puerta metálica con un teclado incrustado en la pared. Peter
introdujo su tarjeta en el sistema magnético, tecleó su número y apretó el
indicador para registrar su impresión digital.
La puerta se abrió.
“A partir de aquí es zona restringida”, avisó, verificando discretamente la
posición de la cámara de videovigilancia colgada del techo. “Finja que hace
lo mismo que acabé de hacer”.
El visitante obedeció y colocó su tarjeta sobre el sensor en el teclado,
simuló que tecleaba un número y acercó el dedo, sin apretar, a la placa
metálica que leía la impresión digital. Después se coló a Peter y ambos
franquearon la puerta metálica.
Entraron en la zona restringida a los niveles superiores de seguridad. La
verdad era que no se notaba ninguna diferencia en relación al espacio
anterior. La mayor parte de las salas estaban desiertas, seguramente por ser
muy tarde, pero en algunos despachos había actividad, sobre todo en las áreas
responsables de operaciones en otras partes del mundo, en particular en Asia,
donde ya había comenzado el día.
Después de rodear un patio interior a cielo abierto, Peter llegó a una puerta
y repitió el procedimiento de seguridad ya usado anteriormente. La puerta se
abrió y, con un gesto de cortesía, el anfitrión hizo señal a su invitado para que
entrase.
“En circunstancias normales mi tarjeta no me daría acceso a este despacho”,
explicó. “Pero tuve autorización gracias a mi padre. Por lo visto todavía no la
cancelaron”.
“¿Qué, únicamente obtuvo autorización debido a su padre? ¿Los hijos de los
directores tienen derechos especiales?”.
Ambos entraron en una antecámara con mesa de trabajo y sofás que parecía
una salita de espera. Había una segunda puerta, también con acceso de
seguridad, que Peter una vez más desbloqueó recurriendo a su tarjeta de
funcionario, a un código y al reconocimiento de la impresión digital. La
segunda puerta se abrió y, como un anfitrión que se aleja para dejar pasar al
invitado, el americano hizo al portugués una señal para que entrase.
“Sí, cuando se trata del despacho de tu propio padre”.
Tomás Noronha entró finalmente en el espacio de trabajo de Frank Bellamy.
LXVI
Muy violentamente, el golpe alcanzó a María Flor en la nuca, en el
momento en que entró en el Chevrolet negro plantado en la rampa de acceso
a la terminal. Cayó inanimada y, sin perder tiempo, el mayor Fuentes la
colocó en el lugar del pasajero. Después cerró las puertas del coche, encendió
el motor y arrancó, abandonando el aeropuerto de Dulles por la carretera que
conducía a Washington, DC.
Cuando apareció la primera salida, sin embargo, giró y abandonó la
carretera principal, entrando por un camino secundario y después por una
carretera que daba a un bosque de pinos americanos. Al llegar a una curva
cerrada, cortó por una salida discreta de tierra batida, un camino que ya
conocía bien y que lo llevó hacia un claro aislado del bosque. Aparcó junto a
un arbusto y, moviendo el cuerpo de su prisionera todavía aturdida, le ató los
puños a las cintas de los cinturones de seguridad y le amarró los pies. Cuando
terminó, contempló el trabajo. Las condiciones no eran las ideales, una cama
le parecía siempre preferible, pero dadas las circunstancias no estaba mal. Se
acordaba de haber interrogado una vez a un talibán en un coche y la
situación, sin ser perfecta, corrió de la mejor manera.
Abrió la puertecilla del bar del coche y retiró una botella de agua mineral
con gas. Desenroscó la tapa y lanzó el líquido frío sobe el rostro de su
víctima.
“¿Qué... dónde estoy?”, preguntó ella en portugués, recobrando los sentidos
pero con voz todavía titubeante, como si estuviese ebria. “¿Qué pasa?”.
“Señorita Sequeira”, la llamó el agente de la CIA. “Señorita Sequeira, ¿me
oye bien?”.
Los ojos medio adormecidos de María Flor se fijaron en el hombre que
hablaba con ella.
“¿Qué pasa?”. Intentó moverse y comprendió que tenía las manos y los pies
atados. “¿Qué es esto? ¿Por qué me ha atado de esta manera? Suélteme!”.
Se hizo evidente que ella estaba recuperando la razón y que se encontraba
ya casi plenamente consciente.
“Señorita Sequeira, tengo unas preguntas que hacerle”, dijo el comandante
Fuentes, ignorando la exigencia que ella acababa de hacer y siguiendo el
guion delineado para aquel tipo de interrogatorios. “Podemos proceder de dos
formas: por las buenas o por las malas. ¿Cómo prefiere?”.
María Flor hizo fuerza con los brazos y las piernas, intentando liberarse de
las cuerdas, pero sin éxito.
“¡Quíteme esto de aquí!”, gritó. “¡Usted no me puede tratar de esta manera!
¡Tengo derechos!”.
El hombre de la CIA desvió los ojos; siempre que interrogaba a un
americano o a un europeo la conversación de los derechos salía a la luz. ¿Por
qué sería aquella gente de comprensión tan lenta?
“¿Entiende lo que le he dicho?”, preguntó, cerciorándose de que su cabeza
había regresado a la normalidad. “¿Acepta responder por las buenas a las
preguntas que tengo que hacerle o prefiere solo hablar después de pasar por
lo que, puedo garantizarle, será un mal trago? La elección es suya”.
“¡Suélteme!”.
La conversación había acabado antes de comenzar, sabía el comandante
Fuentes, para quien todo aquello seguía un patrón muy previsible. Los
prisioneros empezaban en general reaccionando de forma intempestiva o
silenciosa, pero siempre poco cooperante y, después de pasar por una
experiencia muy dolorosa eran increíblemente locuaces.
Había tenido el cuidado de preparar el material mientras ella se encontraba
inconsciente, distribuyendo el pañuelo, el celo y el alicate por el tablier del
coche. Siendo así, solo tuvo que coger las cosas según el orden habitual.
Metió primero el pañuelo en la boca de su víctima y le selló con adhesivos
los labios, impidiéndola así expulsar el pañuelo.
“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.
Los sonidos sordos de los prisioneros formaban parte de la tradición en
aquellos interrogatorios, por lo que los ignoró; María Flor no era la primera y
seguro que no sería la última en pasar por la experiencia.
Cogió el alicate que había colocado sobre el tablier y se lo puso delante de
los ojos.
“¿Ve esto? Es el sacacorchos que arranca las palabras de las bocas más
recalcitrantes. ¿Quiere ver cómo funciona?”.
Salió del coche y fue al asiento trasero, para poder llegar a la mano derecha
de ella con mayor facilidad. La agarró con firmeza y encajó el meñique de la
prisionera en los dientes afilados del alicate. No se trataba de una maniobra
fácil, debido a la posición del cuerpo de ella en el asiento, pero no sería eso lo
que le impediría ejecutar el paso más decisivo del interrogatorio; en general
una única amputación bastaba para conseguir que los más resistentes
denunciaran a sus propios padres, y solamente algunos, raros, habitualmente
fanáticos como los talibanes, requerían la escisión de varios dedos o hasta de
la muñeca.
El sonido del móvil le paró el gesto en el preciso momento en que iba a
cerrar las tenazas del alicate y cortar el dedo. Maldijo, contrariado por el
sentido de oportunidad de quien fuera que le estuviese llamando, y echó
mano al bolsillo para coger el aparato. El pequeño monitor no identificaba al
autor de la llamada.
“¿Quién habla?”.
“¡El motherfucker está en la Agencia!”.
Era la voz de Harry Fuchs.
“¿Perdón?”.
“Dime, ¿qué estás haciendo?”.
La mirada del comandante Fuentes se desvió hacia María Flor. Seguro que
su jefe estaba usando una línea telefónica segura, pero incluso así tenía que
tener cuidado con lo que decía.
“Bien... estoy recogiendo información sobre el paradero de nuestro
sospechoso. Le eché mano a su chica y la tengo aquí conmigo para una sesión
de... en fin, para una charla. Estoy seguro de que de aquí a unos minutos
nuestra amiga va a comenzar a cantar que ni un ruiseñor...”.
“El sonnavabitch está en la Agencia”, cortó el director del Servicio
Clandestino Nacional, insistiendo en la primera información que había dado.
“Me llamaron hace dos minutos de Langley. El sistema que monitoriza todo
el tráfico informático detectó el registro de un portugués con el nombre de
Thomas Norona entrando hace veinte minutos en el complejo de la Agencia”.
El comandante Fuentes abrió los ojos con incredulidad.
“¿Qué?”.
“Fue el cocksucker del hijo del viejo quien lo metió
allí”.
“Pero... ¡eso es fantástico!”.
“No. ¡Es pésimo!”.
“¿Cómo pésimo? ¡Tenemos a nuestro sospechoso en Langley! No tuvimos
que cogerlo, ¡él mismo vino hasta nosotros! ¿Qué más podríamos desear?
¿Qué Noronha nos viniese a besar el culo?”.
“No es tan sencillo”, respondió Fuchs. “Si el tipo entró en la Agencia con el
hijo de Bellamy es porque esos dos son aliados. Eso constituye una
contrariedad porque significa que él ahora tiene un aliado en Langley.
Echarle mano en estas circunstancias es muy arriesgado, el Bellamy junior
puede plantear una serie de problemas y no es persona que se elimine
fácilmente”.
“No entiendo. ¿El hijo de Bellamy es aliado del hombre que mató a su
padre? Eso no tiene ningún sentido...”.
“Como te dije, esto no es tan sencillo. Este Norona es un astuto habilidoso y
debe de haber encontrado la forma de convencer al hijo del viejo a ponerse de
su lado. No interesa cómo lo hizo. Lo importante es que necesitamos actuar
deprisa, pero con procesos menos ortodoxos. Nuestros métodos habituales no
son adecuados para una situación de estas”.
“¿Tiene alguna cosa en mente?”.
El director del Servicio Clandestino Nacional hizo una pausa, como si
considerase el problema desde una perspectiva diferente.
“Oye, ¿oí mal o dijiste que tienes a la babe de Norona?”.
“Sí. Le eché mano y está conmigo. Iba en este preciso momento a iniciar un
interrogatorio para obtener el paradero del tipo, pero por lo visto eso ya no es
necesario. ¿Qué debo hacer con ella ahora? ¿La liquido?”.
“Ni lo pienses. Esa chica es un triunfo y la tenemos que usar a nuestro
favor”.
“¿Usar cómo? ¿Ella tiene todavía alguna información que darnos?”.
“No la vamos a usar como fuente de información, sino como anzuelo,
¿entiendes? Estoy ahora saliendo de casa para interceptar a Norona en
Langley. Para que corra todo bien, es esencial sacar al motherfucker de la
Agencia sin dar la impresión de que lo estemos haciendo. El tipo debe salir
por su propio pie, ¿lo entiendes?”.
“Pero eso significa que tenemos que convencerlo para que salga. ¿Cómo
vamos a hacer una cosa de esas?”.
“Oye, necesito que en las próximas horas dejes de ser un agente de la CIA y
te conviertas en un delincuente que secuestró a una babe. Llévala a cualquier
sitio y amenaza con ejecutarla en un plazo relativamente breve. Por lo que leí
del perfil realizado a Norona, cuando sea informado va a correr a salvarla.
Será así como lo convenceremos para que salga voluntariamente de
Langley”.
“¿Y después? ¿Qué hago cuando el tipo aparezca?”.
“Una vez el tipo fuera de la Agencia, nos quedamos con las manos libres
para actuar como entendamos. Le coges y sometes al cocksucker a un
interrogatorio en serio sobre el paradero del Ojo Cuántico. Me pasas la
información y yo iré a verificarlo. Si encontramos el proyecto, puedes barrer
al motherfucker del mapa y después desapareces de la circulación. La policía
se quedará sin saber lo que pasó y pensará que se trató de un caso de delito
común. Y sobre nosotros, además de echar mano al Ojo Cuántico, vengamos
a Bellamy; haremos circular la información en los círculos adecuados de los
servicios de espionaje de todo el mundo, de modo que quede claro que el
homicidio de uno de los nuestros no quedó impune. Caso encerrado”.
“¿Y qué hago con la chica después de echar mano a Norona?”.
En el momento en el que formuló la pregunta, el comandante Fuentes
desvió la atención hacia María Flor, que permanecía amordazada y con las
manos y las piernas atadas. La respuesta fue rápida y fue dada en un tono
contundente, como si la cuestión ni siquiera fuese importante.
“Liquidarla, claro”.
LXVII
Olía a moho. El aire parado que impregnaba el despacho de Frank Bellamy
en Langley fue lo que llamó más la atención a Tomás. No había duda de que
estaba cerrado hacía algún tiempo. Peter encendió la luz revelando un espacio
amplio, decorado al estilo clásico. Había estanterías forradas en madera
pulida de roble, el parquet de madera de secuoya estaba cubierto por una
alfombra con el símbolo de la CIA y una gran mesa de caoba dominaba el
espacio, delante de una bandera de los Estados Unidos y de la fotografía
enmarcada del actual presidente del país.
Una de las paredes estaba cortada por una ventana y otra tenía las
estanterías repletas de libros, con la estructura de madera solo interrumpida
por un mapa con puntitos que señalaban las principales capitales del mundo.
“Esta es la primera vez que entro aquí desde que... desde que...”, titubeó
Peter. “En fin, desde que mi padre estuvo aquí. ¿Qué piensa?”.
El espacio estaba siendo todavía absorbido por Tomás, que se quedó en la
puerta analizando la configuración del despacho.
“¿Dónde está la caja fuerte?”.
El anfitrión apuntó hacia el marco colgado en la pared, detrás de la mesa y
al lado de la bandera, con la fotografía del político en funciones en la Casa
Blanca.
“Allí, disimulado por la fotografía”, indicó. “Sé que Halderman y Fuchs ya
lo abrieron. Parece que encontraron allí dentro unos informes confidenciales,
unos proyectos en curso y algún dinero. En cuanto al Ojo Cuántico... nada”.
“¿Ni dieron con alguna pista?”.
“Nada”.
El académico portugués recorrió el despacho, atento a los pormenores.
Comprobó los libros que se encontraban en las estanterías y descubrió que
trataban sobre materia científica o geoestratégica; había obras de John von
Neumann, Richard Feynman y Stephen Hawking y los clásicos Lao Tsu,
Clausewitz, Hobbes, Maquiavelo y T. E. Lawrence, además de Kissinger y
Churchill.
Por su parte, el mapa encajado entre las estanterías no parecía desempeñar
cualquier función operacional en el despacho; no pasaba de una solución
decorativa que se limitaba a señalar, a través de una serie de bolas rojas, las
capitales mundiales. El mapa parecía antiguo, claramente una reliquia del
tiempo de la Guerra Fría. Tomás identificó Washington, Londres, París,
Roma, Berlín, Moscú, Pekín y Tokio, antes de desinteresarse y atravesar el
despacho para ver otras zonas.
La pared del lado contrario tenía una ventana que se abría al patio interior
que habían rodeado minutos antes. Tomás se acercó a la ventana y, mirando
hacia fuera, constató que el patio estaba dominado por una escultura
abstracta, una forma ondulante con una textura de letras recortadas, como una
antigua rotativa para impresión de periódicos. Después se giró y examinó el
lugar donde Frank Bellamy había pasado las últimas décadas cavilando sobre
las invenciones que a lo largo del tiempo habían dado a la CIA ventajas
tecnológicas en las operaciones de espionaje por todo el planeta.
“Aquí, en este despacho, se encuentra algo que nos lleva al Ojo Cuántico o
que desentraña el misterio de la muerte de su padre”, murmuró Tomás con
una expresión pensativa. “Falta saber el qué”.
Su mirada recayó inevitablemente sobre la mesa de caoba en la cual el
fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología se sentaba. Se dirigió a
ella y se puso a inspeccionar los documentos amontonados sobre el tablero
pulido. No encontró nada interesante, de modo que pasó a los cajones.
Investigó en el primero y después en el segundo y en el tercero, sin ningún
éxito.
“Todo esto ya ha sido visto y revisto por el seboso Halderman y por
Fucking Fuchs”, insistió Peter. “Los tipos estuvieron horas viendo
minuciosamente la mesa de mi padre y todas estas estanterías. No
descubrieron nada”. Movió la cabeza, escéptico. “Para ser franco, no veo
cómo podemos tener éxito si ellos fracasaron”.
La gran mesa de caoba pulida parecía de hecho no contener nada importante
para el caso. Tomás miró alrededor, desconcertado, a la espera de que algo
destacase, que una pista de repente se impusiese. Distraídamente, su atención
acabó por fijarse en la fotografía enmarcada del presidente de los Estados
Unidos.
“¿Cómo se abre la caja?”.
“Ahí no hay nada importante”, repitió Peter. “Ya le dije que revolvieron
toda la caja Halderman y Fuchs y que ellos...”.
“Pueden haber visto el interior, pero no estoy seguro de que hayan sabido
interpretar lo que encontraron. Necesito ver lo que está dentro para sacar mis
propias conclusiones, ¿entiende? Tal vez detecte alguna cosa que les haya
pasado desapercibida”.
“Lo dudo mucho”, dijo el americano con una mueca de incredulidad en los
labios. “De cualquier modo, es irrelevante, dado que no sé cuál es el código
que da acceso a la caja fuerte”.
La situación se había estancado. Mientras cavilaba sobre el modo de
abordar el problema, Tomás metió distraídamente la mano en el bolsillo y
sintió que los dedos tocaban un objeto.
“¡El gran pentáculo!”, exclamó, extrayendo el objeto. “¡Seguro que la
solución está aquí!”.
“¿Por qué dice esto?¿Por las coordenadas geográficas?”.
“El artefacto que su padre me envió contiene mucho más que las
coordenadas geográficas que aquí nos trajeron”, replicó Tomás, girando el
gran pentáculo de modo que ambos contemplasen el diseño esculpido en una
de las caras. “Vea esto”.
“Tenemos las coordenadas geográficas esparcidas entre las siete puntas de
la estrella”, constató Peter. “Está también la propia estrella. ¿Cree que
significa algo?”.
“La estrella de siete puntas se designa heptagrama y es usada en la alquimia
para representar los cuatro elementos fundamentales de la cultura occidental,
que son tierra, fuego, agua y aire, y los tres elementos fundamentales de la
cultura oriental, sal, mercurio y azufre. En este sentido, constituyen una
referencia a la Llave de Salomón, el manual de magia atribuido al rey
Salomón”.
“Pero hay algo más que eso, ¿no?”.
Los ojos del anfitrión escudriñaron el dibujo.
“Bien, existe también la estrella de David en medio
y... y estas letras en el círculo alrededor del heptagrama”.
“¿Ya se dio cuenta de lo que esas letras significan?”.
“Nada... me parece”.
“Nada de lo que está metido en este diseño aparece aquí por casualidad,
Pete. Si su padre introdujo aquí estas letras es porque desempeñan una
función. Y nosotros tenemos que descubrir lo que significan, si queremos
desvelar su mensaje”.
El historiador se sentó en la mesa y cogió un bolígrafo
y una hoja en blanco. Escogió las letras latinas en el círculo
exterior del heptagrama y las copió en la hoja.
El ejercicio dio lugar a una serie de caracteres incomprensibles.
“¿Ve? No significan nada”.
Los ojos de Tomás viajaron por el círculo y el criptoanalista tardó unos
pocos segundos en interpretar el rompecabezas, una solución tan sencilla que
hasta le pareció angustiante.
.תחפמ המלש “¿Le parece que no?”, preguntó, apuntando hacia los caracteres
“Aquí está escrito Mafteah Shelomoh, ¿no? Ocurre que en hebreo se lee de
derecha a izquierda. La cuestión es esta: ¿y si las letras en caracteres latinos
que se encuentran en el mismo círculo se leen también de derecha a
izquierda? Veamos lo que ocurre...”.
Escribió las letras cifradas, pero ahora en sentido inverso.
“¿Kryptos4nypvtt?”, leyó Peter. “What the fuck! ¿Qué lío es ese?”.
Entendiendo que el significado seguía obscurecido por la grafía, Tomás
reescribió el acertijo, pero ahora incluyendo los espacios que dividían las
palabras.
“¿Ya tiene sentido?”.
El americano abrió la boca, estupefacto, los ojos abiertos de par en par y
pegados a la primera palabra.
“Kryptos!”, exclamó, de repente temblando de excitación. “¿Ve lo que está
aquí? Kryptos!” Corrió hacia la ventana del despacho y apuntó hacia el patio.
“Kryptos es aquella...aquella...”.
“Escultura”, completó el historiador, también yendo hacia la ventana.
“Kryptos es realmente aquella escultura”.
Los dos hombres se quedaron plantados ante la ventana del despacho
contemplando, con una expresión de fascinación centelleando en los
semblantes, la estructura ondulada que se levantaba en la esquina noroeste
del patio, la textura de cobre quebrada por una incomprensible maraña de
letras, como si fuese ella misma la función de onda Ψ y los caracteres, las
partículas.
Era allí donde Frank Bellamy había ocultado su secreto.
LXVIII
Un problema únicamente ocupaba la mente de Harry Fuchs, cuando su
coche entró en el complejo de Langley y aparcó en el lugar que tenía
reservado: era el extraño comportamiento de Tomás Noronha. ¿Qué le pasaba
por la cabeza para meterse justamente en la sede de la CIA? ¿Estaría loco?
¿Se habría dejado convencer por alguna idea loca del hijo del anciano? ¿O el
portugués esperaba encontrar ahí algo importante? De ser así, ¿el qué?”.
“¡El Ojo Cuántico!”, respondió él mismo entre dientes en el momento en el
que cerró el coche y se dirigió hacia el edificio. “¡El motherfucker cree que
va a encontrar el Ojo Cuántico!” Forzó una carcajada de despecho. “¡Qué
idea!”.
La idea le parecía de hecho divertida. A fin de cuentas, él, Halderman y los
hombres de las dos direcciones ya habían registrado el edificio de una punta a
otra buscando la documentación del proyecto y hasta entonces la búsqueda
había sido infructuosa. Con todo, había en toda aquella historia cosas que no
podía olvidar y que lo dejaban inquieto.
Dos cosas. La primera era que, en su último mensaje, el anciano había
mencionado a Tomás como la Llave. ¿Pero llave de qué? Solo podía ser la
llave que conducía al Ojo Cuántico, como era evidente. Lo que era menos
obvio, aún, era la segunda parte. El historiador, a pesar de todos los peligros,
había ido a América y, el colmo de los colmos, en solo veinticuatro horas
había violado el sistema informático de la CIA y se había infiltrado en el
edificio sede de la agencia de espionaje. Una acción de estas, además de ser
increíblemente osada, le parecía intrigante. ¿Por qué habría corrido un riesgo
como ese? ¿Creía que no le iban a descubrir? La única respuesta plausible era
que Tomás tenía una información que lo forzaba a ir allí. Solo así se
explicaba tal audacia.
Cruzó la entrada del edificio y vio a Sam Dunn, el hombre que dirigía el
turno de la noche en su área, esperando en el atrio. Había sido él quien veinte
minutos antes lo había alertado de la presencia del portugués en la sede de la
CIA. No confiaba mucho en Dunn, pero sabía que era eficiente y tendría que
darle algunas nociones generales de la operación en curso para detectar el Ojo
Cuántico.
“¿Dónde está el sonnavabitch?”.
“En el despacho de Mr. Bellamy, sir”.
Cruzaron rápidamente los pórticos de seguridad, pasaron las tarjetas por los
detectores y se metieron por el pasillo que conducía a la Dirección General de
Ciencia y Tecnología.
“Nadie intervino, espero”.
“No, sir. Seguí sus órdenes y no les molesté. Me limité a registrar sus
movimientos, como me mandó cuando le llamé”.
La distancia no era muy larga, aunque el director del Servicio Clandestino
Nacional y su colaborador tuviesen que flanquear una puerta hacia el nivel
superior de seguridad. Durante el corto camino, Fuchs explicó al subordinado
que tendrían que mantener al portugués bajo vigilancia, razón por la cual su
amiga había sido raptada bajo amenaza de muerte.
“No se preocupe”, dijo el responsable de los operativos de la CIA. “Es todo
un esquema para obligar al motherfucker Noronha a cooperar”.
Era verdad, claro, pero no toda la verdad. Lo que Fuchs no explicó fue que
su amiga tendría que ser eliminada después. No podría haber testigos de la
operación de la CIA en territorio americano, porque eso le estaba vedado.
Además, estaba la muerte del matemático portugués de la Universidad de
Georgetown por explicar; era preciso borrar todos los rastros que condujesen
al mayor Fuentes, y de esa forma al propio responsable máximo de la
dirección de los operativos.
La vigilancia en todo el edificio era fuerte, aunque discreta, por lo que se
hacía evidente que sin la ayuda de Peter Bellamy y la complacencia de Sam
Dunn, el portugués no podía haber llegado tan lejos. Y más allá de ese punto
seguro que no iba.
Ya en el ala de la Dirección de Ciencia y Tecnología, los dos hombres se
dirigieron directamente al gabinete del director adjunto. Walt Halderman, a
quien Fuchs había alertado por teléfono, les esperaba con ansiedad en la
puerta.
“El tipo está en el despacho del anciano”, dijo Halderman, mordisqueando
distraídamente la uña de un pulgar. “¿Qué vamos a hacer?”.
“Cogerlo”.
Aquel lado del edificio estaba desierto, una vez que la noche iba avanzando
y la Dirección de Ciencia y Tecnología no ejecutaba operaciones en el otro
lado del planeta que exigiesen acompañamiento nocturno, como ocurría con
el Servicio Clandestino Nacional y la Dirección de Informaciones, que
operaban veinticuatro horas al día en todo el planeta.
Los recién llegados dieron con la puerta de acceso entreabierta y la luz
encendida, señal evidente de actividad. Entraron en la antecámara donde
habitualmente trabajaba la secretaria de Frank Bellamy y comprobaron que
no se encontraba nadie allí.
“Están en el gabinete del viejo”.
De hecho, comprobaron los destellos de luz que rodeaban la puerta del
gabinete. Algo pasaba allí dentro. Halderman acercó al monitor de seguridad
la tarjeta de funcionario, tecleó el código e hizo el reconocimiento de
impresión digital, desatrancando la puerta. Los tres intercambiaron una
mirada, para comprobar si estaban listos, y avanzaron hacia el gabinete con
las armas preparadas y determinados. Les esperaba una sorpresa.
“What the fuck!”.
El espacio estaba vacío.
Al contrario de lo que esperaban, y además de las luces encendidas, no
había señales de Tomás y Peter. Humillado por verse sobrepasado por
acontecimientos que había insinuado al jefe que estaban controlados, Dunn se
dirigió a la puerta anexa, donde se situaba el cuarto de baño privado del jefe
de la Dirección de Ciencia y Tecnología.
Mientras, Fuchs y Halderman se quedaron deambulando por el despacho
buscando alguna pista. Al pasar por la ventana, el director del Servicio
Clandestino Nacional se dio cuenta de que había gente en el patio interior, lo
que no era normal a aquella hora. Fijó la mirada en los dos hombres que
rodeaban la escultura Kryptos y reconoció a Peter Bellamy. Nunca había
visto al otro personalmente, pero lo identificó por deducción y por haberse
cruzado recientemente con fotografías de él en el informe del caso Bellamy.
Era Tomás Noronha.
LXIX
No tenía ninguna duda. Tomás tuvo una extraña sensación de triunfo en el
instante en que tocó la escultura ondulada que decoraba la esquina noreste del
patio. Kryptos era una estructura realizada en cuatro grandes placas de cobre,
cuya constitución incluía también elementos en cuarzo blanco y granito verde
y rojo, y el historiador estaba seguro de que contenía secretos tan intrigantes
como su nombre sugería. El armazón formaba una ondulación horizontal en
forma de S y parecía un manuscrito agujereado por un mar de letras.
La palma de la mano de Tomás recorrió la textura irregular de las placas de
cobre, como si la mera sensación táctil fuese capaz de descubrir los secretos
encerrados en la escultura.
“Esta pieza siempre fue misteriosa”, observó Peter, contemplándola por
detrás de su invitado. “Dicen que contiene varios mensajes y que, a pesar de
los múltiples intentos de sucesivos criptoanalistas, ninguno fue todavía
descifrado. Impresionante, ¿no?”.
Los dedos del portugués acariciaban sin embargo las letras esculpidas en el
cobre, sintiendo los contornos.
“No sé si lo sabe pero, además de historiador, soy criptoanalista”, reveló
Tomás, fascinado con la estructura que tenía delante de él. “Por eso conozco
muy bien esta pieza. El Kryptos permanece como uno de los grandes enigmas
del criptoanálisis. Esta escultura fue concebida por un artista con cuatro
mensajes encriptados y tres, lamento decepcionarlo, ya fueron descifradas. El
cuarto, sin embargo, conserva su secreto”.
“¡Ah, entonces es eso! Pero si tres ya fueron descifrados, ¿qué revelaron?
¿Algún secreto místico?”.
El criptoanalista sonrió.
“Nada trascendente, tranquilo”. Señaló una placa de la escultura. “El primer
mensaje está insertado aquí. Esta secuencia de letras, cifradas según un
sistema de substitución polialfabética recurriendo a un cuadro de Vigenère,
puede ser resuelta con la contraseña palimpsest. El descifrado revela algo
como: ‘entre la sombra sutil y la ausencia de luz se inscribe el matiz de la
ilusión’”.
“¡Poético!”.
Tomás pasó a la segunda placa.
“El segundo mensaje... tiene gracia, ¿sabe lo que contiene?”.
Esbozó un semblante pensativo, como si al ver la placa se le hubiese
acabado de ocurrir una idea. “Coordenadas geográficas”.
“¿Como las del gran pentáculo?”.
“Eso mismo. Treinta y ocho grados, cincuenta y siete, seis coma cinco,
Norte, setenta y siete grados, ocho, cuarenta y cuatro, Oeste. Ya estuve
comprobándolo en el GPS”. Giró la mano hacia el sudoeste. “Es un punto
situado a cuarenta y cinco metros en esta dirección”.
El anfitrión miró en la dirección indicada, para ver cuál era el sitio apuntado
por el Kryptos.
“¡Pero eso... eso es el gabinete de mi padre!”.
“Lo que confirma que él y el artista que concibió esta pieza compartían los
misterios del Kryptos. No se olvide de que su padre era el elemento más
antiguo de la CIA. Entró en la Agencia cuando esta nació y debía conocer
todos sus secretos”.
“Sí, tiene razón”.
“La otra cosa que este segundo mensaje confirma, al referir las coordenadas
geográficas del gabinete de su padre, es que el secreto que él nos quería
transmitir se encierra en ese gabinete y que es aquí en el Kryptos donde
encontraremos la llave”.
Los dos hombres se quedaron contemplando la escultura, meditando sobre
lo que podría existir en ella que les diese la respuesta al problema.
“¿Pero qué será?”, se preguntó Peter, acariciándose la barbilla. “¿Cree que
esa llave podrá estar en el tercer mensaje?”.
La atención de ambos se volvió hacia la tercera placa.
“Tal vez”, admitió Tomás, aunque con cara de quien no se sentía
particularmente seducido por la idea. “Pero no lo creo. Sabe, este mensaje fue
cifrado a través de un sistema de transposición. Ya fue resuelto y reveló una
cita de Howard Carter en su libro sobre el descubrimiento de la tumba de
Tutankamon. Para ser más concreto, se trata de la descripción del momento
en el que Carter abrió la cripta”.
“Ahí está. Para abrir la cripta es preciso una llave”.
“Pero Howard Carter no usó ninguna llave para llegar a la tumba de
Tutankamon. No veo, por eso, que este mensaje contenga la llave para
nuestro problema”.
Ya impaciente, Peter respiró hondo.
“Si la solución no se encuentra en el primer mensaje del Kryptos, ni en el
segundo ni en el tercero, ¿dónde diablos podrá esconderse? El cuarto mensaje
de la escultura está obviamente excluido, ya que todavía no fue descifrado.
Siendo así, mi padre no lo podría usar”.
“Tal vez sí”, admitió el historiador. “O tal vez no”.
“¿Qué quiere decir con eso?”.
La respuesta no fue dada de inmediato. En vez de eso, Tomás se acercó a la
cuarta placa de la escultura y la estudió con una expresión concentrada, como
intentando arrancarle su secreto.
“La respuesta está justamente en el cuarto mensaje”.
LXX
Apenas se sorprendía ya. Más que inesperados, los acontecimientos de las
últimas semanas se habían revelado una verdadera pesadilla para María Flor.
Después del shock que había sido escuchar a Tomás referirse a ella como una
ignorante y una paleta, y cuando se preparaba para coger el vuelo hacia
Europa y librarse así del historiador que tanto la había humillado en aquella
experiencia traumática de Washington, había sido detenida y después
agredida hasta perder la consciencia y amarrada dentro de un coche. Como si
eso fuese poco, su captor la había amordazado y amenazado con un alicate.
Estuvo a punto de perder el dedo meñique y solo se salvó por una llamada.
“¿Qué pasa?”, preguntó el hombre que la había raptado.
A pesar de estar atento al tráfico mientras conducía, el desconocido se dio
cuenta de la agitación de su víctima. “Quietecita, ¿eh? Dentro de poco ya te
doy el tratamiento que necesitas, querida. Ten calma”.
Estas palabras dejaban claro que decir que estaba “a salvo” era solo una
forma de expresión. La llamada no la había salvado, apenas le había
concedido un poco más de tiempo. Había oído mal la conversación que su
verdugo había tenido con la persona que le llamó, pero lo que había oído fue
suficiente para entender que iba a ser utilizada como anzuelo para coger a
Tomás. La perspectiva le parecía aterradora, sobre todo porque la
conversación que había escuchado por la cerradura cuando Peter los había
cogido en el apartamento indicaba claramente que el historiador la miraba
como un mero adorno. Jamás correría el riesgo de intentar libertarla. Y
aunque Tomás lo hiciese, ¿de qué le servía eso? ¿Qué oportunidad tenía un
simple académico ante un profesional de la CIA?”.
Las muñecas amarradas le dolían y sentía las manos dormidas; las cuerdas
estaban tan apretadas que le cortaban la circulación. Si al menos su captor las
aflojase un poco, eso podría ayudar. ¿Pero cómo pedirle algo así cuando ni
siquiera le había quitado la mordaza?
“¡Hmmm!”, gimió, esforzándose por demostrar que tenía que pedirle algo.
“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.
Atraído por los sonidos sordos emitidos por María Flor, el hombre que la
había aprisionado desvió por un momento la atención del tráfico y la miró.
Esbozó una sonrisa maliciosa y, cediendo a la tentación, extendió el brazo y
le palpó los senos.
“Buen material”, observó. “Es una pena no poder disfrutarlos. Te iba a
gustar”, suspiró. “Pero, ya sabes lo que son las cosas, soy un profesional y no
mezclo trabajo con placer”. Soltó una carcajada. “Mala suerte la tuya”.
La portuguesa se sacudió, intentando a toda costa evitar las manos del
hombre de la CIA.
“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.
“Rebelde, ¿eh? Me gusta eso en una mujer. Excita más, si entiendes lo que
quiero decir”. Volvió a respirar hondo, como si estuviese resignado a su
deber. “Infelizmente para ti, esto va a acabar mal”.
“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.
Después de lanzarle una última mirada, el conductor se concentró de nuevo
en el tráfico. Su rostro se encendía a cada paso, iluminado por los faros de los
automóviles que venían en sentido contrario, pero eso solo ocurría
esporádicamente. A aquella hora había poco tráfico.
“Vas a ver lo que tengo preparado para ti...”.
LXXI
Con todos los sentidos atentos a los detalles de la escultura, Tomás se
mantuvo por un largo momento observando la cuarta placa del Kryptos,
intentando vislumbrar una solución al problema. La pista, concluyó, tenía que
encontrarse en el mensaje que Frank Bellamy le había remitido de Ginebra.
Extendió la mano hacia su anfitrión.
“Pete, ¿tiene ahí el papel con el mensaje que su padre introdujo en el gran
pentáculo?”.
El analista de la CIA sacó la hoja A4 del bolsillo y mostró la línea que el
portugués había escrito minutos antes, cuando se encontraba en el gabinete de
Frank Bellamy.
“El sentido de la palabra kryptos en evidente”, constató en seguida Peter.
“El problema es el 4 nypvtt”.
“¿No cree también evidente el significado de ese número y de esas seis
letras?”, preguntó su interlocutor. “Mire bien”.
El analista de la CIA meditó la última secuencia de caracteres latinos,
NYPVTT. Se fijó en particular en los dos primeros, que reconoció de
inmediato.
“NY son las iniciales de New York, claro”. Se mordió el labio, retirando las
consecuencias lógicas de su conclusión. “Tal vez... tal vez el número cuatro
se refiere al cuarto distrito de Nueva York, Bronx. Únicamente puede ser eso,
¿no cree? ¡Es una referencia al Bronx!”.
El portugués sonrió.
“A ustedes, los de la agencia de espionaje, les gusta complicar lo que es
sencillo”. Hizo un gesto en dirección al papel. “¿No ve que Kryptos 4 se
refiere obviamente al cuarto mensaje que se encuentra escondido en el
Kryptos?”.
La mirada del anfitrión saltó de la hoja a la cuarta placa de la escultura y
asumió un semblante reticente.
“¿Cree que tiene algún sentido? Fue usted quien lo dijo hace unos instantes:
¡el cuarto mensaje del Kryptos todavía no ha sido descifrado! ¿Cómo podría
mi padre inscribir el secreto de su muerte en un mensaje que ni él mismo
conocía?”.
“¿Será que realmente no lo conocía? No se olvide de que todo indica que el
artista que concibió la escultura compartió con él los misterios del Kryptos”.
“¿Incluyendo el último secreto de la cuarta placa?”.
Tomás no respondió de inmediato. Volvió a acercarse a la cuarta placa de la
estructura ondulada de cobre y examinó la maraña de letras en una secuencia
aparentemente aleatoria. La palabra kryptos iba apareciendo en líneas
sucesivas, pero el resto permanecía incomprensible.
“¿Qué? ¿Encontró alguna pista?”.
El criptoanalista fue deletreando la secuencia en voz baja, hasta parar entre
las letras sesenta y cuatro y sesenta y nueve.
“¡Aquí está!”, exclamó, llamando a Peter con un gesto de la mano. “Venga
a ver”.
El analista de la CIA se aproximó y se fijó en las letras indicadas. Eran los
seis caracteres que ya se le habían vuelto familiares.
NYPVTT
“Holy shit!”, exclamó con sorpresa. “Exactamente las mismas letras que se
encuentran en el gran pentáculo”.
Se volvió hacia el portugués. “¿Qué rayos significa esto?”.
Tomás retrocedió unos pasos para readquirir la visión de conjunto.
“Ante las terribles dificultades en descifrar esta cuarta placa, el artista que
creó el Kryptos dio dos pistas. La primera fue la información de que las
respuestas de las primeras placas contenían las soluciones de la última”.
Señaló la secuencia NYPVTT. “Y la segunda fue que estas seis letras que se
encuentran entre las posiciones sexagésima cuarta y sexagésima novena de la
cuarta placa significan Berlín”.
“¿Berlín?”.
“Fue lo que el escultor gravó”. Volvió a fijar la hoja con el mensaje de
Frank Bellamy indicando KRYPTOS 4 NYPVTT. “Siendo así, cuando su
padre colocó esta línea en el gran pentáculo, lo que él nos estaba pidiendo era
que fuésemos a la cuarta placa del Kryptos para descubrir lo que NYPVTT
quería decir. La respuesta, según reveló el propio autor del Kryptos, es
Berlín”.
El hijo de Bellamy se sentía estupefacto con la revelación y lo que ello
implicaba.
“¿El secreto de la muerte de mi padre está en Berlín?”, preguntó, aturdido.
“Pero... pero que locura viene a...”.
“¡Manos arriba!”.
La orden fue proferida con voz de autoridad e impuso el silencio en el atrio
interior donde se erguía el Kryptos. Cogidos por sorpresa, Tomás y Peter se
dieron la vuelta y miraron al hombre que los había interrumpido con palabras
amenazadoras.
Harry Fuchs les apuntaba con una pistola.
LXXII
A su lado, neones ocasionales cruzaban la ventanilla, pero nada más podía
ver de la posición en la que se encontraba. Amarrada al asiento del pasajero y
sin posibilidad de saber a dónde la llevaba, María Flor se limitaba a
contemplar la oscuridad opaca de la noche y a observar al conductor dando
vueltas al volante, frenando y acelerando. Llegó a vislumbrar la punta del
obelisco, lo que indicaba que acababan de cruzar Potomac y que pasaban en
ese instante por el centro histórico de Washington, pero el coche siguió
camino sin que desde su asiento identificase nuevas pistas. Felizmente el
hombre parecía haberse olvidado de ella, aunque la prisionera tuviese plena
consciencia de que no sería por mucho tiempo. Su destino estaba trazado, iba
a ser usada como anzuelo para coger a Tomás y, sirviendo o no a su
propósito, acabaría por ser eliminada.
“Estamos llegando, querida”, murmuró el hombre de la CIA, concentrado
en la conducción. Falta solo saber si estamos a gusto. Ya vamos a ver eso”.
Después de una curva, el coche redujo la velocidad y paró. Su captor tiró
del freno de mano y se giró en diversas direcciones, como un perro rastreador
inspeccionando el terreno en busca del rastro de sus presas; la diferencia era
que, al contrario de los rastreadores, él deseaba no encontrar nada. Si así era,
el deseo parecía no haberle sido concedido, por lo menos en aquel momento,
porque el hombre esbozó un gesto contrariado.
“Son las dos de la mañana y todavía hay idiotas que se pasean por aquí”,
observó, apagando el motor y desabrochando el cinturón de seguridad. “¿Será
que no tienen nada más que hacer?”.
El desconocido se recostó en el asiento y aguardó a que los transeúntes
pasasen. Echó una mirada a su prisionera y, para horror de María Flor,
pareció volver a interesarse por ella. Extendió el brazo y le metió la mano por
el cuello de la camisa, buscando el pecho derecho.
“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.
Ella volvió a retorcerse, dificultándole los movimientos. Eso pareció
suficiente para acobardar a su captor. Es cierto que ella se encontraba a su
merced, pero estaban en la vía pública. Además, el hombre se había limitado
a hacer un gesto para pasar el tiempo mientras los transeúntes se iban.
“Ya veo que estás nerviosa”, dijo. “Muy bien, por ahora no te molesto más.
Tengo una cosa más importante que hacer y, ya que estamos aquí, voy a
hacerla ahora”.
El captor sacó el móvil del bolsillo de los pantalones y marcó un número.
Esperó un instante y, cuando alguien atendió al otro lado de la línea, rompió
el silencio.
“Quiero hablar con Thomas Norona”.
LXXIII
La visión del arma le paralizó. Nada produce mayor efecto en una persona
que ver un arma apuntado hacia sí misma. La súbita aparición del director del
Servicio Clandestino Nacional, y en particular el hecho de que Fuchs
apareciese con la pistola en la mano, dejó a Tomás sin reacción. Desde que
había entrado en la sede de la CIA se sentía inquieto, con una sensación de
incomodidad, consciente de que en cualquier momento podría ser cogido por
los hombres que lo perseguían desde Coimbra. ¿Y qué había hecho él?
Meterse en la boca del lobo. Los peores recelos se confirmaban en aquel
instante, en la esquina del patio donde se erguía el Kryptos, justamente en el
momento en el que se preparaba para desvelar el mensaje que Frank Bellamy
había ocultado en el gran pentáculo.
Como hombre de la casa, el primero en reaccionar fue
el hijo del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología.
“¿Qué está haciendo, Harry?”, preguntó Peter con una mirada de desafío.
“¿Por qué nos apunta con esa arma?”.
La mirada de Fuchs se fijó en el portugués.
“No les estoy apuntando”, aclaró. “Le estoy apuntando a él, que es
diferente”.
El hijo de Frank Bellamy dio dos pasos y se interpuso entre la mira de la
pistola y Tomás.
“No me va a decir que el profesor Tomás Noronha es el asesino de mi
padre, ¿verdad?”.
“Yo no afirmo tal cosa”, dijo el jefe de la dirección que coordinaba a los
operativos de la CIA. “Quien lo afirmó fue su propio padre, ¿recuerda? ¿O ya
se ha olvidado de que él escribió un mensaje que nos dejó cuando murió?”.
“¡Oh, vamos! Sabe muy bien que él no dijo que el profesor Noronha lo
asesinó...”.
“Fue como si lo hubiese dicho. Su padre escribió que mister Norona es la
llave de la muerte de Frank Bellamy. O sea, él es el asesino”.
“No diga disparates”.
“No es ningún disparate, es lo que ocurrió. El hombre al que intenta
proteger es el asesino de su padre. El mensaje encontrado en las manos de
Frank en Ginebra no deja dudas en cuanto a eso”.
Peter respiró hondo.
“¿Sabe por qué razón eso es un disparate?”, preguntó, manteniendo el tono
de desafío. “Porque fue usted el hombre que lo mandó matar”.
El director del Servicio Clandestino Nacional soltó
una carcajada, pero tan forzada que pareció poco convincente.
“¡Está loco!”, exclamó. “¿Por qué haría una cosa de esas? Frank Bellamy
era mi amigo”.
Fue el turno de Peter para echarse a reír, también con poca sinceridad.
“¿Usted? ¿Su amigo?” Movió la cabeza, casi enojado.
“No sea ridículo, Fuchs. ¿Piensa que yo y mi padre no nos dábamos cuenta?
Estaba muerto de ganas por que él abandonase sus funciones, eso sí”. Le
apuntó con el dedo, como si lo acusase. “Quería echarlo fuera, por las buenas
mejor, o por las malas si fuese necesario, para ver si ponía las manos en el
Ojo Cuántico y así salvaba su puesto. Necesitaba el Ojo Cuántico para
disimular su incompetencia y poner fin a los apuros sucesivos que la Agencia
está sufriendo, todos ellos de su responsabilidad”. Volvió a mover la cabeza.
“No, usted no veía a mi padre como un amigo, como anda por ahí fingiendo
con lágrimas de cocodrilo, sino como un obstáculo. ¡Apuesto a que festejó la
muerte de él con champán!”.
El director del Servicio Clandestino Nacional retrocedió un paso y esbozó
un semblante ofendido.
“Lo que está diciendo es ofensivo”, protestó. “Solo el respeto que nutro por
la memoria de su padre me impide... en fin, tomar una actitud más enérgica”.
Evidentemente poco impresionado con estas palabras, Peter cruzó los
brazos y le miró con desprecio.
“Acabemos con esta conversación ridícula”, exclamó. Hizo un gesto
señalando la pistola en la mano de Fuchs. “¿Qué desea exactamente?”.
El jefe de los operativos de la CIA señaló a Tomás, que permanecía en
silencio detrás de Peter.
“Quiero interrogar a su nuevo amigo”.
“¿Sobre qué?”.
“Sobre la muerte de su padre... y sobre otras cosas”.
“¿Qué cosas?”.
El director del Servicio Clandestino Nacional tragó en seco.
“El... el Ojo Cuántico, por ejemplo”.
El hijo de Frank Bellamy se rio.
“¡Claro que lo quiere interrogar sobre el Ojo Cuántico!
A decir verdad, ese proyecto es la única cosa que verdaderamente le interesa
en toda esta historia. El resto no pasa de conversación inútil para ocultar sus
verdaderas intenciones”.
“No me interesa lo que usted piensa o deja de pensar”. Hizo un movimiento
con la cabeza en dirección a Tomás. “El hecho es que necesito interrogar a su
amigo sobre todo eso”.
“Sabe muy bien que él no le dirá lo que quiere saber. Y sabe el porqué,
¿verdad? No confía en usted. Él tiene consciencia de que lo está usando para
sus fines y que se deshará de él a la primera oportunidad que tenga. Y tiene
noción de que el hecho de ser el director del Servicio Clandestino Nacional el
que aparece en persona, a las dos de la mañana, para detenerlo, es la prueba
de que él es más valioso de lo que a primera vista puede parecer”.
Harry Fuchs suspiró, haciendo evidente que tenía claro que así era.
“Eso... en fin, son únicamente sus conjeturas. Hay cosas en toda esta
historia que necesitan aclararse”.
“Cuanto más pensaba en la presencia del jefe de operaciones de la CIA, más
se convencía Peter de que algo en su comportamiento se le estaba escapando.
“Usted sabe que no tiene aquí en Langley medios para obligarle a decir lo
que sea y que mi presencia como aliado de él sirve de garantía de que no
cometerá en estas instalaciones ninguna ilegalidad”, observó, pensativo.
“Siendo así, me pregunto ¿qué carta tiene escondida debajo de la manga? O
qué será lo que esa mente tortuosa estuvo tramando para...”.
La puerta del atrio se abrió y aparecieron dos hombres. El hijo de Frank
Bellamy miró en dirección a los recién llegados y reconoció a Walt
Halderman, el adjunto de su padre en la Dirección de Ciencia y Tecnología, y
Sam Dunn, el responsable del turno de noche en el Servicio Clandestino
Nacional, ambos caminando en la dirección de ellos y el segundo con un
móvil en la mano.
“Tengo aquí una llamada para Thomas Norona”, anunció Dunn, que se
había puesto de acuerdo previamente sobre el asunto con su jefe. “Alguien
llamó al PBX de la Agencia y pidió hablar con él”. Dirigió el móvil hacia
Tomás. “Me dijeron que se trataba del amigo de Peter Bellamy. O sea,
presumo que sea usted”:
El portugués, que desde que Harry Fuchs había aparecido, permaneció en
absoluto silencio, devolvió la mirada al recién llegado, sorprendido con esta
evolución de los acontecimientos.
“¿Una llamada para mí?”, se sorprendió. “Debe de ser algún error,
seguro...”.
Dunn le extendió el móvil.
“No es ningún error. Atienda”.
Todavía aturdido, el historiador cogió el aparato y, casi con miedo, se lo
acercó al oído.
“¿Sí?”.
“El vuelo hacia Londres salió a medianoche con una pasajera menos”, le
anunció una voz al teléfono, sin identificarse. “Se encuentra ahora conmigo y
su tiempo se está acabando. Solo tiene una hora más en este mundo”.
“¿María Flor?”, murmuró Tomás, aterrorizado con lo que escuchaba. “¿Qué
es esto? ¿Quién está hablando?”.
“Soy la pesadilla que le va a aterrar la noche. Su amiga se encuentra a mi
lado y le va a decir hola. Pero preste atención”.
Oyó un sonido extraño, como si algo raspase la línea, o como si se arrancase
un adhesivo en un único movimiento, rápido y brutal. Siguió un gemido y
Tomás reconoció la voz femenina que habló con desesperación, como un
náufrago que lucha por permanecer a flote en el agua en una noche de
tempestad.
“¿Eres tú, Tomás? Ten cuidado, este tipo quiere...”.
Un sonido sordo interrumpió las palabras, seguido de un gemido de dolor.
El historiador entendió que la acababan de callar a la fuerza, probablemente
con un golpe en la cabeza.
“¡Flor!”, gritó Tomás, desesperado. “¡Flor!”.
“Tu amiga fue a echarse una siesta”, dijo la voz masculina, de regreso al
teléfono. “Como te dije, ella solo tiene...”.
“¡No se atreva a tocarle un solo pelo!”, interrumpió el portugués, fuera de
sí. “Si le hace algo, yo... yo...”.
El desconocido respondió con una carcajada.
“¿Tú qué, pobre diablo?”, le desafió en un tono de desdén. “Escúchame
bien, porque te arriesgas a no volver a ver nunca más a tu amiguita. Tengo
algunas preguntas que hacerte. En persona. Ella será eliminada a las tres en
punto de la mañana en el tribunal de la Casa del Templo de Salomón, trece,
encima de la base del pentagrama, en plena tumba de Mausolo. La única
manera de evitar ese desenlace es venir hasta aquí y convencerme de que tus
respuestas a mis preguntas valen su vida”.
La llamada se colgó antes de que el historiador pudiese responder.
Permaneció un largo momento quieto mirando al móvil, aturdido y sin saber
lo que hacer, sin noción si quiera de los hombres que lo observaban
alrededor, como si se hubiese apartado de todo y no importase nada más que
María Flor, que pensaba que ya se encontraba a salvo y al final corría el peor
de los peligros.
“¿Qué fue?”, preguntó Peter Bellamy, inquieto con lo que había escuchado
de la conversación y con el semblante del portugués. “¿Algún problema con
su amiga?”.
Casi como un autómata, viviendo la situación pero todavía sin creer que
fuese real, Tomás gesticuló afirmativamente.
“La han raptado”.
“¿Qué?”.
“Dicen que la ejecutarán a las tres de la mañana si yo no voy a su encuentro
y respondo a una serie de preguntas”.
Todavía con la pistola en mano, Harry Fuchs mostraba en el rostro una
expresión de creciente sorpresa.
“Qué historia más extraordinaria”, observó. “Si es como dice, lo mejor es
que vayamos inmediatamente a rescatar a su amiga. Aquí en América, debido
a la ley de armas, tenemos muchos incidentes de ese género. Hay locos que
van a una tienda, compran una escopeta automática, entrenan unos disparos
y... ¡pumba!, entran en una escuela a tiros o se ponen a apuntar a los
conductores en una autopista. Una locura”.
Mostrando intención de ayudar a Tomás a resolver aquel problema, el
director del Servicio Clandestino Nacional guardó la pistola y le hizo un
gesto indicando que le siguiese. Todavía aturdido con la evolución inesperada
de los acontecimientos, el historiador obedeció y se encaminó hacia la puerta
del patio, pero Peter lo frenó con el brazo.
“Espere”, dijo. “Esta historia me huele mal”.
El portugués lo observó con la mirada vacía, el razonamiento embotado por
el shock.
“¿Por qué?”.
El hijo de Bellamy tocó con el índice en las sienes.
“Piense”, recomendó. “¿Qué informaciones quiere ese tipo exactamente?
¿Cómo las va a obtener de usted? Y sobre todo, ¿qué hará de usted y de su
amiga después de conseguirlas?”. Movió la cabeza. “No, todo esto me parece
una trampa improvisada”.
Tomás hizo un gesto de impotencia.
“Claro que es una trampa”, reconoció desorientado. ¿Pero qué puedo
hacer?”.
“No haga nada. Están usándola para cogerlo, ¿no lo ve?”.
“Sí. Pero no puedo dejarla morir...”.
“Antes ella que usted”, argumentó Peter. “Usted mismo lo dijo, esa chica no
pasa de una distracción. Es malo que muera, claro, pero no es usted el que la
va a matar, ¿no?”.
Si ella le es indiferente, ¿por qué razón va a poner en riesgo su vida para
salvarla?”.
El historiador suspiró.
“No es lo que parece”, admitió. “Cuando estábamos en el apartamento y me
interrogaba, hablé de ella de ese modo para que no la usase para
chantajearme. Lo cierto es que no la puedo dejar morir”. Señaló a Harry
Fuchs. “Además, tengo ayuda, ¿no?”.
“Seguro”, confirmó el director del Servicio Clandestino Nacional. “Voy a
mandar un hombre a acompañarlo para...”.
“Fuchs no es su aliado”, cortó Peter, sacudiéndolo por los hombros. “Crea
en mí, trabajo en la Agencia y conozco todas las tácticas, las mañas y las
relaciones de poder que hay aquí”. Volvió a tocarse con el dedo en las sienes.
“Piense, Tomás. ¿Cómo es posible que el tipo que secuestró a su amiga
supiese que estaba aquí en Langley? ¿Quién le informó? Desvió la mirada
acusadora hacia Fuchs. “La respuesta es evidente, ¿no le parece?”.
“¿Qué está insinuando?”, preguntó el jefe de los operativos de la CIA en un
tono indignado. “¿Que yo tengo alguna cosa que ver con... con ese secuestro?
¿Cómo se atreve? El hecho de ser hijo de mi viejo amigo Frank no le da
derecho a decir lo que le da la gana, ¿oyó? Tenga bien presente que soy uno
de los jefes de las cuatro direcciones de la Agencia y por eso, aunque no sea
su superior jerárquico, ¡me debe respeto!”.
El analista de la Dirección de Informaciones movió la cabeza.
“¡Tss, tanto teatro!”, replicó con desdén. “A mí no me engaña, Fuchs.
Conozco demasiado bien sus trucos sucios para caer en ese cuento”. Se giró
de nuevo hacia el portugués. “Insisto en la misma pregunta: ¿cómo sabía el
secuestrador que usted se encontraba aquí en Langley? Cuando me responda
satisfactoriamente a esa pregunta podrá tomar una decisión acertada”.
La pregunta que le dirigía tocaba realmente en el punto crucial, pensó
Tomás, ahora más lúcido. ¿Cómo diablos sabía el secuestrador que él se
encontraba allí? La mirada del historiador danzó entre Fuchs, Dunn,
Halderman y Peter, intentando adivinar. Se acordó de que estaba en la CIA,
un sitio donde nada ni nadie era lo que parecía y todos se engañaban, como si
el edificio entero fuese una estructura de espejos donde la realidad y la
ilusión se mezclaban, encadenándose de tal forma que no era posible apurar
dónde acababa una y comenzaba otra.
Si quería salvar a María Flor, tomó consciencia, tendría que encontrar el
camino para salir de aquel laberinto. Eso requería razonamiento claro y
nervios de acero.
“Es evidente que están intentando retirarme de este edificio para poder
interrogarme a gusto y hacer de mí lo que quieran sin testigos”, acabó por
decir, con el rumbo de acción ya trazado. “Pero eso no va a funcionar así”.
Consultó el reloj. “El secuestrador dijo que ejecutaría a María Flor a las tres
de la mañana, ¿cierto? Eso significa que tengo una hora para encontrar el Ojo
Cuántico”. Miró hacia Peter y apuntó a Sam Dunn. “¿Este sujeto es de
confianza?”.
El hijo de Frank Bellamy dudó.
“Sam es un subordinado de Fuchs”, recordó. Pero no pertenece a su bando.
Por eso lo desterraron al turno de noche”. Acabó por asentir. “Sí, puede
confiar en que, además de por sus obligaciones estrictamente profesionales,
él no está aliado con el jefe”.
Tomás miró a Dunn.
“Oiga, cuando les entregue ese proyecto y revele quién mató a Frank
Bellamy, cómo y por qué, me entregan a María Flor intacta. ¿Puedo contar
con usted?”.
El subordinado de Fuchs esbozó una cara de asombro.
“¿Habla conmigo?”, preguntó. “Oiga, yo no tengo nada que ver con el
secuestro de su amiga...”.
“Claro que tiene”, respondió el portugués en un tono de tal modo
convencido que no daba margen a desmentidos. Su rapto es una operación
suya. Lo que quiero saber es si tenemos acuerdo o no”.
La mirada de Dunn se desvió hacia Fuchs, como si le solicitase
instrucciones.
“Yo...”.
“No espere órdenes de su jefe porque él es uno de los sospechosos de la
muerte de Frank Bellamy”, cortó Tomás. “Podrá por eso ser la última persona
interesada en que el caso sea aclarado y la verdad venga a flote”. Apuntó al
director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología. “Y el señor Walt
Halderman también está bajo sospecha, bien entendido”. Miró a Dunn. “Por
eso me dirijo a usted. Quiero saber si tengo su garantía de que, si yo consigo
desvelar todo este misterio, me entregarán a mi amiga viva y sin un pellizco”.
Suavizó el tono, para ser más seductor. “Oiga, es un buen negocio para todas
las partes, excepto para quien tiene culpas en el asunto, claro. ¿Sí o no?”.
“Habla como si estuviese en una posición de fuerza...”.
“Y lo estoy. En base a lo que ya sé, puedo resolver todo este caso en la
próxima hora, pero solo lo haré si salvan a mi amiga. Si a pesar de todo la
matan, tenga por cierto que nunca sabrán quién mató a Frank Bellamy y
sobre todo dónde se encuentra y lo que es exactamente el Ojo Cuántico, el
proyecto que supuestamente tiene la capacidad de poner a América al abrigo
del terrorismo. O sea, cambio el secreto de Frank Bellamy, esencial para la
seguridad de vuestro país, por la vida de mi amiga”. Arqueó las cejas. “Es un
excelente negocio, ¿no le parece?”.
Venciendo la tentación de pedir instrucciones a Harry Fuchs, y consciente
de que se preparaba para admitir implícitamente la intervención de su
dirección en el secuestro de la portuguesa, Dunn respiró hondo y extendió el
brazo para apretarle la mano.
“Tenemos trato”.
LXXIV
Instantes después de la llamada, el hombre de la CIA guardó el móvil en el
bolsillo de los pantalones y posó los ojos sobre su pasajera aturdida. María
Flor comenzaba a recuperarse del golpe que había recibido en la cabeza.
Después de recuperar plena consciencia, pocos instantes más tarde, su captor
le lanzó una sonrisa siniestra.
“Ya hemos dicho todo, querida”, observó. “Tu príncipe encantado viene a
galope, como si él mismo fuese todo el Séptimo de Caballería”. Miró
alrededor y, ahora satisfecho, abrió la puerta del coche. “Parece que estamos
finalmente solos, querida. Aguanta un instante y ya te llevo en brazos a
nuestro nido”.
El hombre de la CIA salió y dejó a María Flor sola en el interior del coche.
Un sentimiento de alivio recorrió a la portuguesa cuando se sintió alejada de
su captor, pero no duró más que algunos segundos. La puerta de su lado se
abrió y ella sintió el aire frío de la madrugada envolverle el cuerpo y las
manos del hombre deslizarse hacia sus nalgas y su espalda.
“¡Hmmm!”, gimió, retorciéndose para intentar dificultarle la maniobra.
“¡Hmmm!”.
Indiferente a las protestas mudas, el desconocido pasó las manos por debajo
del cuerpo de ella y la alzó casi sin aparente esfuerzo.
“¡Aúpa!”, soltó, sacándola del coche. “¡Linda chica! Vamos ahora al sitio
más sagrado de todos. Salomón espera por ti con impaciencia en su
templo...”.
Transportada en brazos como si no fuese más que una niña, la portuguesa se
sintió totalmente impotente. Iba tumbada en sus brazos, pero continuaba
retorciéndose y se giró en varias direcciones, esforzándose por entender
dónde se encontraba.
“Hmmm...”.
No era fácil orientarse en aquellas condiciones. La única cosa que
comprendió, mirando de reojo hacia los edificios y las luces de alrededor, era
que estaban al aire libre dentro de la ciudad, por lo que intentó determinar si
habría por allí algún policía, o algún transeúnte, pero ya eran más de las dos
de la mañana y no vio a nadie. Además, concluyó, si su captor la llevaba por
allí era porque se había asegurado previamente de que no había testigos
incómodos en los alrededores.
Sintió de repente un traqueteo y se dio cuenta de que el hombre que la
transportaba subía una escalera. Se giró hacia abajo con dificultad y vio los
peldaños. Después se giró hacia arriba, pero la cabeza del agente de la CIA le
impidió observar la fachada del edificio antes de entrar en él. Consiguió solo
vislumbrar una extraña estatua en la punta del muro frontero a la escalinata,
una especie de esfinge egipcia, y después distinguió las líneas clásicas y
anacrónicas de arquitectura griega transpuestas a un edificio contemporáneo
en la capital de América.
Una vez en el interior, el desconocido la transportó hacia una gran sala y la
depositó en el suelo de mármol pulido. Se trataba de un sitio extraño, con un
piso duro y helado, pero permanecía amarrada y no tenía forma de protegerse
del frío y de la incomodidad. Lo mejor que consiguió fue reclinarse, hasta
quedarse sentada con las manos y las piernas amarradas. Miró alrededor y se
dio cuenta de que la habían llevado a un salón rectangular desierto, con una
mesa de mármol blanco en el centro, paredes muy altas y un techo de roble
sólido sustentado por columnas dóricas de granito verde, de donde colgaban
lámparas ovales de alabastro. El interior recordaba a un templo del Antiguo
Egipto, con jeroglíficos decorando las ventanas altas y estatuas oscuras de
faraones sentados en la entrada. No tenía la menor pista sobre el lugar extraño
donde se encontraban; se diría que era un escenario de teatro, pero donde
todo era bien real.
El hombre de la CIA entendió la desorientación de su prisionera e hizo un
gesto amplio indicando el espacio alrededor.
“Bienvenida al túmulo”.
LXXV
Dio una ojeada al reloj colgado en la pared del gabinete de Frank Bellamy,
preocupado por controlar el tiempo que María Flor todavía tenía de vida.
Tomás sintió un nudo en el estómago.
Cincuenta y ocho minutos.
Por lo tanto, menos de una hora. Tenía plena noción de que ese tiempo
pasaría corriendo. Además, no estaba seguro de que la solución que se había
formado en su cabeza fuera la correcta. La prueba iba a hacerse en ese
momento y nada le garantizaba que tuviese éxito.
“¿Qué estamos haciendo aquí?”, preguntó Peter, intrigado porque el
portugués les hubiera llevado de vuelta al despacho de su padre. “Este
espacio ya fue revisado al milímetro unas mil veces y no se encontró nada.
¿Qué espera descubrir aquí?”.
Tomás respondió con un gesto del pulgar indicando la escultura más allá de
la ventana.
“¿Ya se olvidó de lo que el Kryptos nos reveló sobre el mensaje que su
padre introdujo en el gran pentáculo?”.
“Justamente por no haberme olvidado de eso me sorprende mucho que nos
haya traído aquí. Déjeme recordarle que la referencia del gran pentáculo al
Kryptos nos remite a Berlín, o sea, lo que mi padre nos dice es que el Ojo
Cuántico está en Berlín”. Vaciló, dudando sobre si algo se le estaba
escapando. “¿O no está?”.
El historiador atravesó el despacho, arrastrando a los tres americanos detrás
de él.
“Claro que está en Berlín”.
“¿Qué es esto?”, preguntó Fuchs. “¿Ahora tenemos que ir a Berlín?”.
Sin responder directamente, Tomás se detuvo delante del gran planisferio de
los tiempos de la Guerra Fría que Frank Bellamy había colgado en la pared
del despacho y cruzó los brazos.
“¿No se han dado cuenta de una cosa anormal en este mapa?”.
Los ojos de los americanos analizaron los contornos del planeta en el gran
planisferio de las décadas de 1950 o 1960 que mostraba algunas fronteras
obsoletas, como las de Vietnam, las de Yemen o las de Alemania.
“¿Qué tiene de extraño?”.
Hizo un gesto y señaló hacia las bolas rojas que señalaban las ciudades allí
marcadas.
“¿Ya se fijaron en que el mapa señala las principales capitales mundiales?
Ahora vean, tenemos aquí Washington, Londres, París, Berlín, Moscú, Pekín,
Tokio...”.
“¿Y?”.
El historiador se volvió hacia atrás y se fijó en los hombres de la CIA como
un profesor mirando a sus alumnos desatentos.
“¿No notan que todas estas ciudades son grandes capitales?”.
“Claro que sí”, asintió Peter. “Continúo sin embargo sin ver lo que tiene eso
de relevante...”.
“Ocurre que este mapa fue concebido durante la Guerra Fría. En ese tiempo
una de ellas no era capital de ningún país particularmente importante, ¿no?”.
Las miradas de todos los hombres en el gabinete convergieron en la misma
bola roja fijada en el corazón de Europa.
“Fuck!”, exclamó Harry Fuchs, entendiendo por fin dónde quería llegar el
portugués. “¿Cómo se nos pudo pasar una cosa de estas? ¡La capital de
Alemania occidental en ese momento era Bon!”.
“Esa fue la primera cosa que me extrañó cuando vi este mapa. La
importancia de ese detalle se volvió todavía más evidente cuando la cifra del
Kryptos nos reveló que el mensaje del gran pentáculo era justamente Berlín.
O sea, Frank Bellamy me informaba de que el misterio se resolvía en este
mapa, situado en el local cuyas coordenadas geográficas también me remitió
en el gran pentáculo. Es decir, su propio despacho”.
Con un gesto solemne, un poco como Howard Carter en el momento en el
que desvendó el secreto de Tuthankamon, el historiador levantó la mano y
presionó la bola roja que indicaba Berlín. Se oyó un clac en seco y el
planisferio se desprendió de la pared, revelando una caja fuerte desconocida.
“What the fuck!”, maldijo Fuchs, atónito con el descubrimiento. “¿Y esta?
¡El anciano escondió una caja fuerte detrás del mapa! Este escondite no viene
señalado en ninguna planta del edificio...”.
“No se olvide de que Frank Bellamy era el único fundador de la CIA
todavía en activo”, recordó Tomás. “Cuando la agencia se instaló en la nueva
sede, él debió de mandar construir en secreto esa caja para ocultar sus
proyectos más importantes y sensibles”.
Los cinco hombres rodearon la caja, con el director del Servicio Clandestino
Nacional y el director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología
particularmente atentos al sistema de acceso a su interior. No había números
ni letras para teclear, solo una estrella clavada en profundidad en el centro.
Esa constatación no les dejó muy animados.
“No va a ser fácil”, concluyó Halderman. “Voy a tener que llamar a
ingeniería y desmontar todo esto. Tendremos que comprobar con cuidado si
en el interior de la caja existe algún mecanismo de autodestrucción en el caso
de un intento de violación del contenido. Si así fuera, estaremos forzados a
estudiar formas de sortear el problema”.
“¿Cuánto tiempo es preciso para todo eso?”.
Halderman respiró hondo.
“Entre una y seis semanas”.
La atención de Tomás regresó al reloj que se encontraba colgado en la pared
del despacho.
Cincuenta y cinco minutos.
“Tenemos menos de una hora”.
“¡Ah, no! ¡Eso es imposible!”, respondió el americano. “Lo lamento por su
amiga, pero no se puede entrar en esta caja de cualquier manera. El riesgo de
destrucción de su contenido es demasiado grande”.
“No estará insinuando que la va a dejar morir solo porque no consigue abrir
la caja en menos de una hora...”.
“Claro que no”, aceptó Fuchs.” Pero tengo el derecho de exigir que usted
haga un esfuerzo más”.
El historiador tenía en realidad un último triunfo guardado en la manga.
Sacó del bolsillo el artefacto que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología le había remitido de Ginebra y examinó con cuidado el diseño
esculpido en su cara, en particular las dos estrellas contenidas en el gran
pentáculo.
“Cuando Bellamy me indicó como La Llave, creo que la expresión que él
eligió tenía varios sentidos”, dijo. “Me apuntó como la llave que permite
resolver el misterio de su extraña muerte, pero quiso también decir que me
había remitido la llave del problema”.
“¿Se refiere a ese objeto?”.
Los dedos de Tomás frotaron el artefacto alquímico.
“El diseño del gran pentáculo apareció por primera vez en la Llave de
Salomón, un manual de magia atribuido al gran rey que construyó el Templo
de Jerusalén. La configuración del gran pentáculo incluyó una estrella de
siete puntas, el heptagrama, y dentro de ella una estrella de seis puntas,
también conocida como el sello de Salomón, con los contornos bañados en
oro”.
Pasó la mano por la segunda estrella, presionó y rodó el círculo en el sentido
de las agujas del reloj, de tal modo que la estrella de seis puntas giró y los
contornos dorados adquirieron relieve. Los americanos mantuvieron los ojos
pegados al artefacto, asombrados con el mecanismo.
“I’ll be damned!”.
Girando el gran pentáculo hacia los hombres de la CIA, Tomás les mostró la
estrella de seis puntas destacada del resto del objeto.
“Según la leyenda. El sello de Salomón era en realidad el anillo de
Aandaleeb y confería al rey poderes sobre setenta y dos demonios. Vamos a
ver qué demonios liberará en esta caja el anillo estelar”.
Pegó el gran pentáculo a la cara de la caja y todos pudieron constatar que la
estrella de seis puntas en relieve encajaba a la perfección en la estrella de seis
puntas esculpida en profundidad en el centro de la caja fuerte. Con un
movimiento teatral, el historiador rodó el artefacto y la estrella de la caja
también giró, desencadenando una sucesión de clics y clacs en el mecanismo
que trancaba y desatrancaba la caja.
“¡Oh!”.
“La Llave de Salomón es la última llave de los secretos de Frank Bellamy”,
anunció Tomás, completando un último movimiento que provocó un
chasquido final. “¡Ábrete Sésamo!”.
La puerta de la caja se abrió.
Como un mendigo hambriento delante de la mesa de un banquete, Fuchs
empujó a los compañeros y metió sus ambiciosas manos dentro de la caja
metálica empotrada en la pared. Después de palpar el sombrío interior, retiró,
excitado, el mayor objeto que ahí encontró. Cuando la luz del gabinete
incidió sobre el descubrimiento, se dio cuenta de que se trataba de un
informe. Lo miró y abrió mucho los ojos ante el título que vio impreso en la
cartulina blanca que servía de tapa.
Quantic Eye.
“¡El Ojo Cuántico!”, exclamó, casi dando gritos de alegría. “¡Finalmente!
¡Aquí está el Ojo Cuántico!”.
Se agarró a la resma de hojas unidas por anillas y se la llevó hacia la mesa
de Frank Bellamy, comenzando de inmediato a hojear el contenido. Serían tal
vez unas doscientas páginas, lo que prometía una sesión larga. Tomás echó
una ojeada al reloj, preocupado con el tiempo que le quedaba para rescatar a
María Flor.
Cincuenta y un minutos.
Nervioso e impaciente, el portugués se volvió hacia Sam Dunn.
“Oiga, ya hice lo que ustedes pidieron”, le dijo. “Ahora cumpla su palabra y
llame a su hombre para liberar a mi amiga”.
El hombre de la CIA miró a su jefe.
“¿Qué?”, quiso saber. “¿Lo hacemos?”.
El director del Servicio Clandestino Nacional esbozó una mueca y un gesto
de frustración.
“¡No entiendo nada de esta porquería!”, protestó. “¡Son solo ecuaciones y
ecuaciones! ¡Una confusión incomprensible!”. Empujó el informe hacia la
esquina de la mesa, casi como si lo rechazase. “Tengo que mostrar esta
confusión a mi personal para poder tener la seguridad de que esto es lo que
buscamos”.
Dunn hizo un gesto de conformidad en la dirección de Tomás.
“Lo lamento mucho pero, mientras no tengamos la seguridad, no puedo
hacer nada”.
“El informe tiene el título indicando que se trata del Ojo Cuántico, ¿no?”, se
exasperó el portugués. “¿Cuál es la duda?”.
“Mister Fuchs no me dio su confirmación. Además, usted todavía no aclaró
las circunstancias de la muerte de Frank Bellamy. El nuevo acuerdo envolvía
todo eso, como debe de recordar”.
Tomás soltó con la lengua un estallido de desesperación y se dirigió a la
mesa. Miró las páginas que Fuchs había consultado e, incapaz de reprimir la
impaciencia que le roía por dentro, cogió el documento.
“Déjeme ver eso”.
Sorprendentemente, el director del Servicio Clandestino Nacional no
levantó objeciones. Le dejó coger el informe y se levantó de su sitio,
encaminándose hacia la puerta con el móvil en la mano; tenía que hacer una
llamada.
Mientras, Tomás se sentó junto a la ventana y hojeó el documento. Aunque
fuese un historiador, su faceta de académico universalista le convertía en un
estudioso interesado en la historia de la ciencia y juzgaba haber adquirido
conocimientos suficientes en esa área para entender fórmulas y ecuaciones
con conceptos matemáticos que un no iniciado sería incapaz de comprender.
Por lo demás, el modo como se sentía a gusto con los más complejos
conceptos de la física cuántica, incluyendo la extraña ecuación de
Schrödinger, y el enigmático Ψ de la función de la onda, eran prueba de eso.
La lectura fue rápida y muchas veces realizada en diagonal, aunque atenta
cuando llegaba a los puntos cruciales, de tal modo que en poco más de veinte
minutos el portugués concluyó el capítulo donde lo esencial del texto
científico estaba resumido.
Al cerrar el informe levantó los ojos hacia el reloj y fijó el tiempo que
restaba a María Flor.
Treinta y cinco minutos.
“¿Qué, mister Norona?”, quiso saber Sam Dunn. “¿Ya tiene respuestas para
darnos?”.
Todavía digiriendo lo que había leído, pero consciente de que el tiempo
urgía, Tomás se levantó y se acercó a los americanos. Como Fuchs había
salido para hacer una llamada, Dunn y Halderman eran sus adversarios.
“Frank Bellamy resolvió el mayor enigma del universo”, anunció.
“Consumó el sueño de todos los físicos”.
“¿Qué sueño?”.
El historiador puso el informe sobre la mesa y respiró hondo, todavía
atónito con el texto que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología de la CIA había dejado a la posteridad.
“La teoría del todo”.
LXXVI
Al inclinarse sobre María Flor para cogerla y depositarla sobre la mesa, el
comandante Fuentes tuvo que interrumpir el movimiento porque oyó tocar el
móvil. Se enderezó y sacó el aparato del bolsillo para atender la llamada.
“Hay novedades”, le anunció Harry Fuchs nada más establecerse el
contacto. “Encontramos el proyecto que buscábamos y el motherfucker está
ahora intentando interpretar su contenido”.
“Muy bien, sir. ¿Qué debo hacer?”.
“Cumple el plan que trazamos, pero con una diferencia. El idiota de Dunn
llegó a un acuerdo con el portugués para desactivar la operación. Quedó
acordado que, si el motherfucker nos resuelve el problema hasta las tres de la
mañana, yo te llamo para frenar la ejecución. Ocurre que, aunque nuestro
profesor no logre hacer todo dentro de este plazo, tendremos que darte la
orden para liberar a la chica, bajo pena de tener al Congreso y al FBI
siguiéndonos de cerca. Conozco bien a Dunn, el tipo es un blando y un
cobarde y le gusta hacer todo de acuerdo con el manual”.
Aquella evolución no estaba clara y el agente de la CIA tuvo una expresión
de confusión.
“Perdone, sir, pero yo ya he raptado a la mujer y ella me ha visto la cara.
Además, está el amigo de ellos que liquidé en la Universidad de Georgetown.
Ella no puede salir viva de esto, porque si no, me compromete. Es más, nos
compromete”.
“Lo sé. Pero incluso así, voy a llamarte antes de las tres para darte la orden
de liberarla”.
“Pero, sir...”.
“Sin embargo, no te daré la orden”.
El comandante Fuentes arqueó las cejas, más confuso todavía; nada de
aquello le parecía tener sentido.
“¿Perdón? Pero... pero me acaba de decir que irá...”.
“No te daré la orden porque no tendré oportunidad para tal”, acrecentó
Fuchs, sin dejarle terminar la frase.
“Tu móvil se quedará sin batería dentro de... digamos, dos minutos. Eso
imposibilitará cualquier contacto contigo en tiempo útil, ¿entiendes?”.
“Quiere usted que desactive mi móvil”.
“Quiero que no se te pueda contactar, sí. Y a las tres de la mañana, como yo
no te voy a decir nada, porque tu móvil estará desactivado, el plazo se agotará
y tú eliminas a la babe, haciendo desaparecer del mapa el único testigo de
que la Agencia realizó una operación ilegal en territorio americano, donde
como sabes no tenemos jurisdicción, incluyendo que fuimos nosotros los que
eliminamos a aquel matemático en Georgetown. No puede haber ninguna
prueba de nuestra relación con el caso, por lo que esa babe tiene que
desaparecer. Es un testigo incómodo. Después de eliminarla quiero que
desaparezcas, para llevar a cabo cualquier operación en Libia, ¿me entiendes?
Sólo yo estoy al tanto de tu relación con este caso, por eso Dunn y Bellamy
junior no van a poder hacer nada contra ti. Ni contra mí. No habrá testigos de
nada, solo el cadáver de una extranjera muerta en un extraño ritual, un
lamentable daño colateral de una importante operación que convertirá
América en un lugar más seguro”.
“Así no habrá cabos sueltos”.
Y una carcajada sonó al otro lado de la línea.
“Me gustas porque eres eficiente y listo. Adiós”.
El director del Servicio Clandestino Nacional colgó y el mayor Fuentes se
dio prisa en cumplir las órdenes que acababa de recibir. Llamó a Langley
pidiendo un sitio en el primer vuelo hacia Trípoli y fue informado de que un
avión de la Fuerza Aérea partiría a las ocho de la mañana de la Base Aérea de
Andrews con ese destino. Después sacó la batería del móvil y se quedó
finalmente incomunicado.
El destino de María Flor estaba sellado.
LXXVII
Nada paraba el tiempo. La evolución de las agujas del reloj en el gabinete se
convirtió en una verdadera carrera. Tomás hasta tenía la impresión de que se
aceleraban y eso le ponía muy nervioso.
Treinta y cuatro minutos.
Tenía poco más de media hora para exponer el enigma de una forma
convincente y comprensible, para satisfacer las exigencias de los hombres de
la CIA y salvar a María Flor. Era difícil, pero no imposible.
Miró a los cuatro americanos delante de él. Harry Fuchs había regresado al
gabinete instantes antes y lo observaba de brazos cruzados, con una expresión
insolente bailándole en la cara.
“¿Están al corriente de los esfuerzos de los físicos para concebir una teoría
del todo?”, quiso saber el historiador, intentando determinar el grado de
conocimientos científicos de sus interlocutores.
“¿Conocen la dificultad en conciliar la física clásica y la física cuántica?”.
Los dos hombres del Servicio Clandestino Nacional y el director adjunto de
la Dirección de Ciencia y Tecnología sonrieron.
“Tengo una vaga idea”, dio Dunn.
“Esos asuntos eran la especialidad de Frank”, señaló Halderman. “Mi área
es la de ingeniería”.
“Ya oí hablar en eso”, respondió Fuchs. “Creo que fue cuando veía Star
Trek en la televisión”.
Solo Peter Bellamy estaba al tanto de la materia, entendió Tomás. No iba a
ser fácil resumir todo en breves segundos, razonó, pero la presión del tiempo
le obligaba a hacerlo.
“Por una cuestión de tiempo voy a hacer algunas afirmaciones sin
demostrarlas”, avisó. “Pero son importantes para que se entienda el proyecto
del Ojo Cuántico. Si ya conocen estos pormenores, esto servirá para
refrescarles la memoria. Más tarde, y si tienen dudas, podrán consultar a los
científicos para obtener la información completa, ¿de acuerdo?”.
“¡Vamos a eso!”.
El académico afinó la garganta.
“La física clásica, en la cual se insertan los descubrimientos de Newton y las
teorías de la relatividad de Einstein, trata del mundo real y determinista del
macrocosmos. Por ejemplo, conociendo las leyes de la física clásica y
sabiendo la posición y la velocidad de la Luna, podemos determinar dónde
estará nuestro satélite dentro de mil años o dónde estuvo hace dos mil años.
Si tenemos datos sobre la posición y la velocidad de todos los objetos del
universo, podremos calcular toda su historia, pasada y futura. Un asteroide no
gira a la izquierda o a la derecha porque le apetece, sino por necesidad. Las
leyes de la física clásica obligan a eso. O sea, el comportamiento de todos los
objetos en el macrocosmos es determinista”.
“Eso es evidente”, dijo Fuchs, mostrando la pistola que guardaba en el
pecho. “La balística es determinista. Si sabemos la velocidad a la que sale la
bala calculamos el efecto de la fuerza de gravedad y el viento que sopla en el
momento del tiro y podemos prever con total exactitud dónde caerá el
proyectil. En el fondo es lo que hacen los francotiradores de forma casi
intuitiva”.
“Exacto”, confirmó Tomás. “Ocurre que se descubrió que el mundo
microscópico de la física cuántica, donde se encuentran los átomos, se
comporta de manera totalmente diferente. Los electrones, por ejemplo,
pueden saltar de un estado para otro y de un orbital más elevado para otro
más bajo sin que nada los obligue y sin pasar por un estado o por un orbital
intermedio. Peor que eso, están en todos los sitios al mismo tiempo y, cuando
se mueven del punto A al punto B, recorren todas las rutas simultáneamente.
Más increíble todavía, hay físicos que admiten, basados en cálculos y en
experimentos ya efectuados, que un observador puede influenciar el
comportamiento de un electrón hoy o de un fotón ayer, lo que significa que
no solo existen varios futuros posibles como varios pasados posibles. Y lo
que es todavía más extraño, la materia no existe como la conocemos mientras
no es observada, solo tiene una existencia potencial en forma de onda,
descrita por la llamada función de onda que el psi simboliza en la ecuación de
Schrödinger. El colmo de todo esto es que la realidad no solo depende de la
observación sino que depende incluso de la propia consciencia. Se descubrió
que nuestra decisión consciente de observar el microcosmos altera la realidad
de ese microcosmos. Si yo por ejemplo decido observar un electrón o un
fotón de una determinada manera, que llamaría observación indirecta, la
realidad es una onda que se esparce por el espacio. Pero, si yo decido
observarlos de otra forma, que designaría observación directa, la función de
onda se rompe y el electrón o fotón se vuelven partículas en un único punto
del espacio”.
“O sea”, dijo Peter intentando resumir, “un electrón es onda y partícula al
mismo tiempo”.
“Errado. Cuando es onda, el electrón es solo onda. Cuando se vuelve
partícula, es solo partícula. La forma que el electrón va a asumir depende del
tipo de observación que decidimos hacer conscientemente. ¿Entienden las
implicaciones profundas de este descubrimiento? Esto quiere decir que la
decisión consciente de observar de una o de otra manera altera la naturaleza
intrínseca de la realidad”.
“Perdone, pero todo eso parece salido de Star Trek”, se rio Fuchs, incrédulo.
“Pura ciencia ficción”.
“Estoy de acuerdo con que da esa impresión. Sin embargo, todo esto que
estoy diciendo ya fue demostrado millares de veces en experimentos
sucesivos, principalmente el de la doble rendija y sus respectivas variantes.
En otras palabras, y por más extraño que parezca, esta es la naturaleza más
profunda de la realidad. El universo no existe de la forma en que lo
conocemos hasta ser observado y la observación, que remite a la consciencia,
crea en parte la realidad. Sobre los resultados de las experiencias no hay hoy
en día grandes dudas en la comunidad científica. Los científicos solo se
dividen en la valoración del significado de estos datos, ya que muchos
rechazan, por razones filosóficas, aceptar que la observación crea
parcialmente la realidad”.
“¡Y con razón!”.
“Oiga, no me corresponde ahora hacer la demostración de lo que afirmé,
porque podrán más tarde comprobar todo eso con físicos de su confianza”,
subrayó. “Lo importante es que entiendan que, tal como ustedes, Einstein
pensó primero que la física cuántica tenía aspectos absurdos que mostraban
incoherencia, pero después, cuando fue confrontado con los resultados de los
experimentos que apuntaban en el sentido de lo que acabé de decir, tuvo que
ceder. Sin embargo, continuó creyendo que faltaba todavía por descubrir algo
que explicase de forma determinista este comportamiento extraño del
microcosmos, dado que no aceptaba que la observación fuese capaz de crear
parcialmente la realidad y que lo real fuese intrínsecamente probabilístico.
Disponía, en realidad, de un argumento poderoso: el universo no se puede
regir por leyes diferentes en los niveles macroscópico y microscópico. La
realidad o es determinista o es probabilística, o existe independientemente de
la observación o es parcialmente creada por la observación. No puede ser una
cosa en el macrocosmos y otra diferente en el microcosmos”.
“Eso es evidente”, reconoció Dunn, que acompañaba el razonamiento sin
grandes dificultades. “Si un átomo puede estar en todos los sitios al mismo
tiempo, y si cada uno de nosotros está constituido por átomos que tienen ese
comportamiento, ¿cómo se explica que obedezcamos a leyes de la física
diferentes de las que regulan los propios átomos de los que estamos hechos?
¡Eso no tiene sentido!”.
“Esa era precisamente la perplejidad de muchos científicos”, observó
Tomás. “Para resolver la paradoja, era preciso crear una teoría del todo que
conciliase las rarezas cuánticas que comprobadamente existen en el universo
microscópico con el mundo normal que vemos a nuestro alrededor a escala
macroscópica”.
Siguiendo la conversación con creciente impaciencia, Fuchs comenzó a
mostrarse inquieto.
“Eso parece muy bonito, sí señor”, interrumpió, incapaz de contenerse por
más tiempo. “¿Pero qué tiene que ver esa conversación con el proyecto del
Ojo Cuántico?”.
“Todo”.
“¿Cómo todo? Walt y yo estuvimos presentes en la reunión en la Casa
Blanca en la que el presidente ordenó a la Agencia y a Mr. Bellamy en
especial, que desarrollase un ordenador cuántico macroscópico capaz de
quebrar en minutos la más difícil de las cifras usadas por los terroristas. El
Ojo Cuántico es el proyecto creado por Bellamy para desarrollar ese
ordenador cuántico. Nunca oí hablar de ninguna teoría del todo ni de nada
por el estilo...”.
El director del Servicio Clandestino Nacional era un hombre astuto,
entendió Tomás, pero le faltaba bagaje científico. No le sorprendía que no
entendiese la magnitud del proyecto que habían entregado a su colega de la
Dirección de Ciencia y Tecnología.
“Oiga, los ordenadores cuánticos ya existen”, explicó el académico
portugués. “El problema es que solo consiguen computar un máximo de diez
qubits, o bits cuánticos. Sin embargo, para que sean útiles y eficaces, deben
tener capacidad para computar por lo menos unas centenas de qubits”.
“¡Anda!”, exclamó, como si la respuesta al problema fuese evidente.
“¡Entonces que construyan ordenadores cuánticos mayores!”.
El historiador alzó los ojos, preguntándose interiormente cómo podía
alguien científicamente tan ignorante como Fuchs ascender a la posición que
ocupaba en la CIA.
“Un ordenador clásico computa bits en los que las respuestas son cero o
uno”, dijo en el tono más paciente del que fue capaz. “Un ordenador cuántico
computa qubits en los que las respuestas son cero y uno, ¿Entiende?”. Alteró
la voz, como si hiciese un aparte. “Pero, en realidad, y para ser riguroso, los
qubits tratan simultáneamente con respuestas de cero, uno, dos, tres,
cuatro...”. Regresó al tono normal. “De la misma manera que, a nivel
cuántico, un electrón pasa por la rendija A y por la rendija B, estando así en
los dos sitios al mismo tiempo, un ordenador cuántico trata con información
en la que la respuesta es cero y uno, sí y no, izquierda y derecha, todo
simultáneamente. Además, como dije, puede incluso computar al mismo
tiempo más de dos estados superpuestos. Eso lo convierte en más eficiente,
como debe de imaginar. El problema es que, cuando se aumenta la dimensión
del ordenador cuántico, su función de onda entra en colapso, y eso impide
que funcione a nivel cuántico, ¿entiende? Al aumentar la dimensión del
ordenador cuántico, deja de pertenecer al microcosmos y se vuelve
macroscópico, quedando así incapaz de funcionar según las reglas cuánticas
del microcosmos, con excepción de la superconductividad. Eso es lo que nos
impide construir un ordenador cuántico macroscópico”.
La dirección que el razonamiento de Tomás estaba llevando fue, de repente,
comprendida por Sam Dunn.
“¡Por eso Frank Bellamy necesitaba la teoría del todo!”, concluyó,
sorprendido con la dimensión del desafío. “¡Únicamente entendiendo la
conexión entre el microcosmos y el macrocosmos se puede construir un
ordenador cuántico macroscópico!”.
“¡Bingo!”, exclamó el portugués, satisfecho porque le entendían. “Solo
después de entender la teoría del todo podremos construir un ordenador
cuántico que, más allá de la superconductividad, mantenga efectos cuánticos
en el universo macroscópico, principalmente superposición y
entrelazamiento. Por eso, si quería cumplir la orden que había recibido del
presidente de los Estados Unidos, Bellamy necesitaba primero resolver un
misterio científico que ni Einstein había conseguido solucionar”.
El rostro del hijo del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología
presentaba una expresión de incredulidad.
“¿Qué está insinuando? ¿Qué mi padre consiguió resolver el enigma de la
teoría del todo?”.
El historiador balanceó afirmativamente la cabeza.
“Sí”.
“Jeez! ¿Cómo hizo eso?”.
“Recurriendo a la teoría de la información de Claude Shannon”. Se frotó la
barbilla, considerando la mejor forma de exponer la cuestión. “Todo el
universo obedece a leyes de información y todo lo que en él existe está
regulado por información. La información determina el comportamiento de
los átomos, de la vida y del propio universo. Cada partícula subatómica, cada
átomo, cada molécula, cada célula, cada ser vivo, cada planeta, cada estrella y
cada galaxia está repleta de información. La información se encuentra
presente en cada interacción que ocurre en el universo, la naturaleza se
expresa a través del lenguaje de la información”.
“En suma”, observó Peter, “todo es información”.
“Los átomos son todos iguales, un átomo de hidrogeno en mi cuerpo es
exactamente igual a cualquier átomo de hidrogeno que exista en el Sol o en
una galaxia distante, y la diferencia entre las cosas está en la información que
organiza y estructura las relaciones entre átomos”, dijo el portugués,
pellizcándose la piel de la mano. “Usted y yo podemos cambiar de átomos de
carbono. Por ejemplo, los suyos vienen a mí y los míos van hacia usted, pero
incluso así yo continuaré siendo yo y usted continuará siendo usted. Lo que
hace que cada uno de nosotros sea lo que es se resume al final en la
información que existe dentro de nosotros. Es como uno de sus equipos de
baloncesto, o..., o...”.
“Los Chicago Bulls, por ejemplo”.
“Eso. Lo que define a los Chicago Bulls no son cinco jugadores específicos,
sino la información del conjunto. Se substituyen los cinco jugadores
habituales por otros cinco diferentes y continuamos delante de los Chicago
Bulls”. Hizo un gesto grande. “El universo también es así. No interesa un
átomo específico, sino la información que estructura y relaciona a los átomos
entre sí. Si vamos a ver, en el fondo, la vida misma es un acto de
preservación y de replicación de información. Todos nosotros somos
mortales, pero la información que contenemos sobrevive a nuestra muerte.
Mucha de la información inserta en nuestros genes tiene millares de millones
de años y sobrevivirá, no solo a nuestra muerte, sino a la extinción de nuestra
especie.
Más todavía, uno de los principios básicos de la física es que la
información, una vez creada, ya no puede ser destruida. Podemos eliminar
una información del ordenador, por ejemplo, pero lo que en realidad sucede
es que la hemos situado en el medio ambiente y está diseminada por el
universo. La información es indestructible. Ahora bien, el cerebro y los genes
son para nosotros como el hardware para los ordenadores. De ahí que la
información no sea una cosa abstracta y etérea, sino una entidad con
existencia física real. Está contenida en un gen, en una palabra, en un campo
magnético o en la rotación de un átomo. La información se encuentra en
todas partes”.
Fuchs volvió a removerse de impaciencia.
“Ya está, ya entendí”, dijo, intentando que Tomás avanzase más deprisa. “El
universo está constituido por información. ¿Y de ahí?”.
“Esta idea fue en cierto modo intuida por Einstein cuando concibió sus
teorías de la relatividad, que no son más que teorías de la información o, si
queremos, de transporte de información. La diferencia es que las teorías de la
relatividad parten del presupuesto de que lo real existe independientemente
del observador y la mecánica cuántica se asienta en el presupuesto de que
observador y realidad dependen ontológicamente uno del otro. Einstein no
aceptó dos características fundamentales del comportamiento de la materia en
el nivel microscópico, aunque hoy sepamos que esas características existen
realmente. Una era la naturaleza ontológicamente indeterminista del mundo
cuántico. Él decía que Dios no jugaba a los dados. La otra característica que
rechazaba era que la realidad no existía sin observación. Einstein intentó
mostrar que tendría que haber algo que todavía no había sido descubierto y
que explicaba todas estas rarezas de una forma lógica y determinista”.
“Tengo idea”, dio Peter, “de que hubo científicos que sugirieron que, en el
paso del microcosmos al macrocosmos, algo sucedía que transformaba esas
rarezas cuánticas en la realidad que estamos habituados a ver”.
“Es verdad. Pero los sucesivos experimentos no detectaron ninguna barrera
en la que las leyes de la física se alterasen. La cuestión era esta: ¿por qué
razón no podemos estar en Washington y en París al mismo tiempo, pero un
átomo puede? El misterio permaneció irresoluble”.
“¿Y mi padre consiguió resolverlo?”, preguntó el hijo de Frank Bellamy.
“¿Encontró realmente la forma de explicar por qué motivo no existe la
superposición en la materia macroscópica que vemos alrededor de
nosotros?”.
Con la luz del entusiasmo centelleando en los ojos, y consciente de que la
respuesta iba a cambiar la forma como todos los seres humanos miran el
universo, el académico portugués sonrió. “La respuesta os va a dejar
estupefactos”.
LXXVIII
El comandante Fuentes guardó el móvil inutilizado, cogió en brazos a María
Flor, que permanecía con manos y pies atados, y la posó sobre la mesa de
mármol que ocupaba el centro de la extraña sala. La ató al tablero de la mesa,
casi como si fuera un cordero sacrificial; después, retrocedió dos pasos y la
contempló.
“¡Excelente!”, se felicitó a sí mismo. “Ya está en posición para el gran
momento”.
Flor no había escuchado lo que Harry Fuchs había dicho en el móvil, pero
las palabras y la mirada fría de su captor no le dejaban dudas sobre sus
intenciones. Quería hablar, dialogar con el americano, intentar convencerlo
de que todo aquello era inecesario, pero la mordaza solo le permitía soltar
unos bramidos patéticos.
“Hmmm... Hmmm...”.
A pesar de esforzarse por mantener la calma y ocultar el miedo, no
conseguía disfrazar el temblor incontrolable que se había apoderado de sus
manos y la flaqueza que sentía en las piernas. Además al verse atada de
aquella manera a la mesa y rodeada por estatuas egipcias en un salón de estilo
griego le daba la impresión de ocupar, por las peores razones, el altar de una
ceremonia pagana de la antigüedad.
Satisfecho con la escenografía que había montado, el mayor Fuentes se dio
la vuelta y fue a buscar su maletín de trabajo. Metió la mano y, después de
buscar en su interior, extrajo una daga. La levantó y se acercó a María Flor
con la lámina ceremonial bailando entre los dedos.
“¿Te gustaría despedirte de la vida a la manera de mis antepasados
aztecas?”, la interrogó con una sonrisa sádica. Aproximó la daga al cuerpo de
ella y puso la punta sobre el abdomen. “Te abría por aquí, te arrancaba la
tona, como ellos llamaban al corazón, y dedicaba tu sacrificio a
Huitzilopochtli, el dios Sol”.
“¡Hmmm! ¡Hmmm!”.
A pesar del frío, las gotas de sudor comenzaron a empapar la frente de la
prisionera, cuyos ojos aterrorizados saltaban entre el movimiento amenazador
de la daga y la expresión de locura helada que pasaba por el rostro del asesino
de la CIA. No había dudas, comprendió. A su captor le daba placer aquello.
Se encontraba a merced de un psicópata.
Todavía jugando con la daga, el comandante Fuetes consultó el reloj y
sonrió.
“Ya falta poco”.
Veinticinco minutos.
LXXIX
Bien podía caer una bomba, que cualquier cosa que sucediese en aquel
momento difícilmente distraería la atención de los americanos, concentrados
en las palabras de Tomás. Los cuatro parecían en trance, enzarzados en el
misterio que el académico portugués les desvelaba.
“¿Cómo?”, quiso saber Peter. “¿Cómo se explica que los átomos puedan
estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo y nosotros, que estamos
hechos de átomos, no podamos? ¿Cómo se explica que el microcosmos se
dirija por unas leyes y el macrocosmos por otras? ¿Cómo?”.
La mano de Tomás se posó en el informe titulado Ojo Cuántico.
“Su padre descubrió que la respuesta está en la teoría de la información”,
afirmó. “El hecho de que la observación cree parcialmente la realidad,
obligando a una onda que encierra múltiples posibilidades en paralelo a
convertirse en una partícula con una única realidad, muestra que en el centro
del problema se concentra la transferencia de la información. Un electrón
cuya existencia es desconocida, esto es, sobre el cual no hay información, es
un electrón que no existe como partícula. Es como si el electrón
permaneciese virtual y únicamente se volviese real cuando se recoge
información sobre su existencia”.
“Quiere esto decir que la información cuántica está conectada a las leyes
que regulan el comportamiento de la materia y de la energía”.
“Eso mismo. Ahora presten atención a esta pregunta: ¿qué existe en el
universo que recoge información sobre un electrón y la difunde, quebrando
así la onda en la que se acumulan todas las potencialidades paralelas y
transformando el electrón en partícula, en donde solo una de esas
potencialidades se realiza?”.
Los tres americanos se miraron entre sí, incapaces de responder a esta
pregunta pero reacios en admitirlo.
“Bien...”, vaciló Peter. “¿Los seres humanos?”.
Los labios de Tomás se curvaron en una sonrisa y los ojos verdes emitieron
un centelleo fugaz, tan sencilla y compleja era la solución del gran misterio
sobre la naturaleza de la realidad.
“El propio universo”.
“¿Perdón?”.
“¡El universo está constantemente observándose a sí mismo!”, afirmó,
entusiasmándose. “Fue eso lo que Frank Bellamy descubrió. El universo está
permanentemente haciendo mediciones de sí mismo, extrayendo
informaciones sobre sus componentes, de las gigantescas estrellas a los
minúsculos electrones”. Señaló hacia el patio que se encontraba al otro lado
de la ventana del despacho. “Cuando miramos hacia fuera y vemos los
árboles y las piedras, nuestro cerebro procesa información que el universo ya
recogió. El Sol emitió un fotón que se reflejó en la estructura metálica del
Kryptos, midiendo así la escultura. La interacción del fotón con las moléculas
del metal del Kryptos o con las células de la hoja de un árbol es la forma de
observar la materia del universo, midiéndola y difundiendo la información
por el ambiente de alrededor. Al medir las moléculas o las células, el fotón
está observándolas y convirtiéndolas en partículas. O sea, lo que rompe la
función de onda de la molécula, en la cual la molécula acumula en paralelo
todas las virtualidades posibles, es la interacción de la molécula cuántica con
el medio ambiente. En este caso, la interacción del medio ambiente se
procesa a través del contacto de la molécula con la luz”.
“Sí, ¿pero si no hay sol? ¿Cómo se explica que de noche el mundo continúe
existiendo?”.
“El universo está hirviendo de fotones y la aplastante mayoría no vienen del
Sol, sino de las estrellas o hasta del Big Bang que creó el propio universo.
Esas partículas de luz se difunden constantemente por todas partes,
obteniendo en todo momento información sobre la materia y la energía”.
Peter no se dio por vencido.
“Está bien, ¿pero si conseguimos aislar totalmente el Kryptos de todas las
partículas que el universo emite? ¿Y si ponemos la escultura en una caja
vacía concebida de tal forma que impide que los fotones, los neutrinos, los
electrones y todas esas miles de partículas que andan por ahí difundidas
toquen en las moléculas del Kryptos, imposibilitando que se extraiga
información sobre ellas? ¿Si el Kryptos fuera totalmente aislado, tendría
existencia real?”.
“Si eso ocurriese, el Kryptos quedaría en superposición cuántica, se
convertiría en una onda en la que se acumularían en paralelo todas las
potencialidades posibles. O sea, el Kryptos no tendría partículas, sería una
onda. Sin embargo, aunque estuviese aislada en esa caja de vacío y protegida
de las partículas cósmicas, la escultura acabaría por convertirse en partícula”.
“¿Por qué?”, preguntó el hijo de Frank Bellamy. “Si el Kryptos se quedase
aislado del resto del universo, ¿cómo podría observarlo el universo?”.
El historiador señaló el documento que habían retirado de la caja fuerte.
“El proyecto del Ojo Cuántico, que su padre desarrolló, muestra que el
universo está siempre observándose a sí mismo, incluso en el vacío más
profundo”.
“¿Cómo?”.
“Eso ocurre a través de un fenómeno previsto en el principio de la
incertidumbre de Heisenberg”, replicó Tomás. “Se llama fluctuación
cuántica, o fluctuación del vacío”.
Fuchs, Halderman y Dunn alzaron las cejas.
“¿Qué rayos es eso?”.
“Saben, aun en el vacío más profundo el universo está siempre creando y
apagando partículas. Estas aparecen de la nada, durante un breve momento
obtienen información sobre lo que pasa en un determinado sector del espacio
sideral y después desaparecen de regreso a la nada. La fluctuación del vacío
está constituida por partículas que fluctúan aleatoriamente entre la existencia
y la no existencia y su ocurrencia ya fue demostrada experimentalmente a
través de un fenómeno conocido como efecto Casimir”.
“Siendo así, no es posible aislar totalmente un objeto y protegerlo de la
observación del universo...”.
“Es posible hacerlo, pero solo durante algún tiempo. Vean, cuanto más
pequeño es un objeto, menos son las opciones de que sea detectado por las
partículas cósmicas o por las partículas aleatorias que emergen de la
fluctuación del vacío. Uno de los mayores misterios de la física cuántica ha
sido justamente la constatación de que los átomos microscópicos de mi
cuerpo pueden estar en dos lugares al mismo tiempo, pero mi cuerpo no.
¿Cómo se explica eso, si yo estoy hecho de átomos? La respuesta dada por
Frank Bellamy es desconcertante de lo simple que es”.
“¿Cuál es?”.
“Él estableció en el proyecto del Ojo Cuántico que la diferencia entre la
realidad a escala microscópica y a escala macroscópica ocurre porque las
partículas emitidas por el universo para observar lo que ocurre dentro de él
tienen más dificultad en encontrar partículas minúsculas, pero fácilmente
tropiezan en objetos de mayor dimensión. Es por eso que el microcosmos
cuántico está hecho de ondas en las que se acumulan todas las virtualidades
posibles en paralelo y el macrocosmos clásico solo presenta una realidad. Es
la constante observación que el universo hace de sí mismo la que transforma
la onda de un electrón, cuya función se calcula en la ecuación de Schrödinger
y que permite al electrón estar en varios lugares al mismo tiempo y viajar por
múltiples caminos simultáneamente, en una partícula que únicamente existe
en un lugar. O sea, el microcosmos y el macrocosmos son de hecho regidos
por las mismas leyes. Lo que hace que parezcan diferentes es la mayor
dificultad del universo en extraer información a escala microscópica, ya que
micropartículas como los quarks y los electrones son ínfimamente pequeñas
y es muy fácil que permanezcan aisladas durante algún tiempo. Esa es la
diferencia esencial entre el mundo cuántico y el mundo macroscópico. Las
micropartículas permanecen en virtualidades paralelas porque, como son tan
pequeñas, el universo tiene dificultades en detectarlas, mientras que los
objetos grandes son inmediatamente detectados y por eso pierden la
superposición y se definen, convirtiéndose en partículas”.
Los cuatro hombres de la CIA, pero sobre todo Peter, lo escuchaban
boquiabiertos. Incluso sin tener formación en física cuántica, el alcance del
descubrimiento no les pasaba desapercibido.
“Jeez!”, exclamó el hijo de Frank Bellamy, sacudiendo la cabeza para
asegurarse de que no soñaba. “¿Y esto? ¡Mi padre resolvió realmente el
mayor enigma de la ciencia!”.
“En realidad, no resolvió un solo enigma, sino varios”. Puso dos dedos en la
frente. “Este descubrimiento nos permite también comprender mejor el
fenómeno de la consciencia. Con la física clásica, siempre miramos el mundo
como un lugar mecanicista, en el que todos los eventos tienen una o varias
causas y provocan efectos que se tornan causas de efectos siguientes, como
un gigantesco e interminable dominó determinista. En esta línea de
pensamiento, nuestros cerebros son equiparados a máquinas bioquímicas de
procesamiento de información, en los que una vez más todos los
comportamientos y decisiones que tomamos, incluso cuando parecen resultar
de la libre voluntad, tienen en realidad causas y efectos mecanicistas. Con
todo, la física cuántica nos reveló que, a un nivel profundo, el universo no es
determinista, sino aleatorio. Las partículas de la fluctuación cuántica
aparecen y desaparecen sin que nada provoque su aparición ni cause su
desaparición”.
“Negativo”, cortó Halderman, que acompañaba en silencio toda la
explicación científica pero que sobre este punto, y como ingeniero, tenía una
convicción firme. Nada ocurre sin causa. El hecho de no saber lo que provoca
la aparición de partículas en la fluctuación cuántica no quiere decir que no
haya una causa. La causa existe solo que no la conocemos”.
“Eso es justamente lo que alegan muchos científicos que no conocen el
problema a fondo. Pero los sucesivos experimentos y el principio de
incertidumbre nos demostraron que la cuestión no es ignorar las causas, sino
no haber, de hecho, causas deterministas que provoquen la fluctuación
cuántica. Yo sé que esto es difícil de digerir, pero es lo que descubrimos.
Recuerden siempre que cuando la matemática y los experimentos contradicen
el sentido común, como cuando Copérnico entendió que no era el Sol el que
giraba alrededor de la Tierra sino lo contrario, el sentido común pierde. Sé
que no tiene sentido que haya en el universo cosas que ocurren sin causa
determinista, pero es eso lo que la matemática y los experimentos ya
demostraron. Las partículas de fluctuación cuántica aparecen en aquel
instante y en aquel lugar, casi como si tuviesen voluntad propia. O, si
queremos, como si el universo tuviese voluntad propia. Esa es la naturaleza
más profunda de la realidad”.
“Una cosa de esas es... es surrealista”.
“Por eso las personas que entienden realmente la física cuántica se quedan
desconcertadas. Lo importante, sin embargo, es entender el impacto de este
descubrimiento de Fran Bellamy en la comprensión del fenómeno de la
consciencia. Con la física clásica, el cerebro era considerado una máquina
compleja de procesamiento mecanicista de información y, en ese contexto, la
libre voluntad no existía, se trataba de una mera ilusión, una vez que la
ciencia tradicional establece que todos los comportamientos deben tener una
causa, aunque no la conozcamos. La física cuántica, con todo, nos obliga a
repensar el funcionamiento del cerebro. Un número creciente de físicos
comienza a postular que, una vez que el cerebro está constituido por átomos,
probablemente existen fenómenos cuánticos transcurriendo en nuestra
mente”.
“¿Qué quiere decir eso?”.
“Que estamos ante una verdadera revolución. Fíjense, la superposición
cuántica implica que todas las realidades son posibles y ninguna de ellas es
necesaria, ¿no es verdad? Cuando se hace una observación, la superposición
de un electrón se rompe y se transforma en partícula en una de sus varias
posibilidades. De la misma manera, el cerebro está constantemente puesto
ante múltiples ideas e hipótesis, todas ellas coexistiendo como si estuviesen
en superposición, y en el momento de la decisión acaba por escoger una de
ellas. Si en la realidad existen procesos cuánticos sucediéndose en el cerebro,
las opciones que nuestra consciencia toma no son necesariamente
deterministas y resultado de un proceso mecanicista de causa y efecto, sino
elecciones efectivas. La consciencia opta de hecho entre varias posibilidades
diferentes, de la misma manera que un electrón de cierto modo lo hace en el
momento en el que es observado y se rompe la superposición. Los efectos
cuánticos en el cerebro todavía se están estudiando, pero podrán explicar
ciertas características de la consciencia que la neurociencia, que obedece a
reglas de la física clásica mecanicista y determinista, no acepta. Muchos
neurocientíficos creen que el cerebro no pasa de un ordenador bioquímico y
que la consciencia es por eso una ilusión, pero estos descubrimientos de la
física cuántica nos indican que, si hay de hecho procesos cuánticos
transcurriendo en el cerebro, entonces la consciencia no es al final ninguna
ilusión resultante de mera computación bioquímica”.
“No estoy entendiendo”, dijo Peter. “¿Cómo pueden ocurrir efectos
cuánticos en el cerebro?”.
Tomás hojeó el informe y localizó un extracto del texto.
“Su padre trató aquí con esa cuestión y apuntó como hipótesis un sitio del
cerebro donde pueden ocurrir saltos cuánticos. Las sinapsis. Se trata de
pequeños espacios entre las terminaciones nerviosas del cerebro donde la
información se procesa y donde se generan las decisiones y los pensamientos.
En este lugar, el impulso de una neurona hace disparar la neurona siguiente.
Ahora, si la posibilidad de disparar o no el impulso se encara como una
función de onda, está abierto el camino para la presencia de procesos
probabilísticos cuánticos”.
“Sí, ¿pero cómo transcurrirían esos procesos? ¿Qué
mecanismos?”.
“Serían los saltos cuánticos de tunelación, en los que un electrón desaparece
de un sitio y aparece en otro. Es cierto que esos saltos cuánticos solo son en
general posibles en espacios con una anchura equivalente a siete átomos,
aunque en casos muy raros puedan saltar anchuras correspondientes hasta un
máximo de ciento ochenta átomos. Ocurre que, coincidencia o tal vez no, el
equivalente a ciento ochenta átomos es justamente el ancho del espacio
sináptico. Como los electrones están constantemente en movimiento, pueden
hacer cien mil millones de intentos de cruzar la membrana sináptica en el
milisegundo que una sinapsis eléctricamente polarizada tarda en disparar, lo
que da una tasa de éxito en la tunelación cuántica calculada en un cincuenta
por ciento en el caso de anchuras de esa dimensión. Estudiando con atención
la estructura de una sinapsis, se confirma que su arquitectura, por otra gran
coincidencia, es perfecta para explorar un efecto de tunelación cuántica.
Siendo así, puede especularse que la función de onda se rompe en las sinapsis
cuando se produce un pensamiento, y de ese fenómeno emerge la
consciencia”.
Las implicaciones de estos descubrimientos fueron finalmente
comprendidas por sus interlocutores.
“Holy shit!”, bufó Peter, digiriendo lo que acababa de escuchar. “Nuestro
cerebro no es una mesa de billar meramente mecanicista, en que un evento
provoca otro y nuestro comportamiento resulta de una sucesión compleja de
reacciones pavlovianas. Eso significa que existe realmente libre arbitrio”.
Tomás cogió un bolígrafo y escribió un símbolo en la hoja que Dunn le había
entregado.
“El psi es el símbolo más poderoso alguna vez creado”, proclamó. “Está
introducido en la ecuación de Schrödinger para describir la función de onda
en la que todas las posibilidades de lo real se acumulan. Pero, a la luz de lo
que estamos descubriendo, este símbolo representa otras dos cosas que
parecen diferentes pero que al final son la misma”. Levantó el dedo. “Una es
la consciencia. Gracias al proyecto del Ojo Cuántico, es razonable presumir
que la consciencia puede en cierto modo ser descrita como una función de
onda en la que todas las posibilidades coexisten en paralelo. Tal como el
átomo, que es virtualmente muchas cosas al mismo tiempo pero cuando es
observado se convierte en una única cosa, también la mente trata con
múltiples posibilidades virtuales que de repente se concretan en una idea o en
una decisión concreta, como si el cerebro fuese un ordenador y la consciencia
su onda. Como funciona esencialmente en el macrocosmos determinista,
tenemos que aceptar que el cerebro es de hecho un ordenador bioquímico
mecanicista, pero la consciencia, que emerge de la superposición existente en
el microcosmos cuántico indeterminista, permite elecciones efectivas”.
Levantó el segundo dedo. “Sin embargo, la otra cosa que el psi también
representa es todavía más importante”.
“¿Qué puede ser más importante que la consciencia?”.
El académico portugués hizo un gesto amplio con las manos, englobando
todo lo que los cercaba”.
“El universo”.
Los americanos intercambiaron miradas.
“¿Qué?”.
Esta parte no sería fácil de digerir, Tomás lo sabía. Sin embargo, era
esencial para la comprensión del hecho científico que constituía el proyecto
de Frank Bellamy, por lo que tendría que explicarla.
“Como saben, el Ojo Cuántico comenzó por ser un proyecto para concebir
un ordenador cuántico macroscópico. ¿Y qué es un ordenador cuántico si no
una máquina universal de procesamiento de datos? La diferencia es que un
ordenador cuántico macroscópico es capaz de aprovechar las rarezas de la
función de onda y procesar millones de bits simultáneamente, pudiendo así
simular cualquier sistema que obedezca a las leyes de la física. Ocurre que el
tiempo que el ordenador cuántico tarda en ejecutar la simulación es igual al
tiempo que al sistema simulado le lleva evolucionar y el espacio de memoria
necesario para hacer esa simulación es proporcional al número de
subsistemas del sistema simulado. ¿Entienden lo que esto significa?”.
“Es como aquel cuento de Jorge Luis Borges”, observó Peter, acordándose
de sus lecturas de juventud. “El mapa más exacto es aquel que está hecho a
escala uno por uno, o sea, en una escala exacta a la realidad. El mejor mapa
de una carretera con diez kilómetros es un mapa con diez kilómetros que
reproduzca exactamente, y con la misma dimensión, todo lo que se encuentra
en la carretera original, incluyendo las piedras y el polvo”.
“Es eso mismo. Los ordenadores cuánticos son tan poderosos que cualquier
persona que vea el resultado de su computación es incapaz de distinguir entre
la simulación y el sistema simulado. Todas las operaciones realizadas por el
ordenador cuántico presentarían los mismos resultados de las operaciones
hechas por el sistema real”.
“¿Pero qué tiene que ver el universo con eso?”.
“¿No es obvio? El universo tiene una superfunción de onda y puede ser
descrito como un sistema físico en que cada micropartícula, cada átomo, cada
molécula, cada cosa que contiene interacciona con las otras, procesando así
información. Como saben, el procesamiento de información se designa
computación. O sea, el universo computa. Y, ya que trata con información
cuántica que opera en obediencia al comportamiento de la función de onda,
su computación es cuántica. El universo no procesa bits, sino qubits, o bits
cuánticos. ¿Ven las implicaciones?”.
El hijo del fallecido responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología
vaciló, en la incertidumbre sobre la conclusión lógica de lo que acababa de
escuchar.
“Está insinuando que el universo es... es...”.
“El universo es un ordenador cuántico macroscópico”.
La estupefacción de los americanos era absoluta.
“¿Qué?”. “Fue eso lo que descubrió Frank Bellamy. El universo es un
sistema físico que genera información crecientemente compleja y que puede
ser simulado por un ordenador cuántico universal que tenga su tamaño. Esto
significa que el universo es indistinguible de un ordenador cuántico. Aquí en
América ustedes suelen decir que si vemos en la calle un animal que parece
un pato, que camina como un pato y que hace ‘¡quack, quack!’ como un pato,
es porque es un pato. De la misma forma, si el universo computa qubits, si su
capacidad de procesamiento de información es igual al de un ordenador
cuántico y si sus operaciones no se distinguen de las operaciones de un
ordenador cuántico de la misma dimensión, entonces es porque el universo es
un ordenador cuántico”.
La explicación dejó a los hombres de la CIA mudos por algún tiempo,
mientras digerían lo que acababan de escuchar. Debido a su ansiedad por
echar la mano al Ojo Cuántico, Fuchs fue el primero en reaccionar.
“¿Y el ordenador cuántico macroscópico en el que Mr. Bellamy estaba
trabajando?”, preguntó, apuntando hacia el informe que habían retirado de la
caja. “¿Dónde están los esquemas para construirlo?”.
“Frank Bellamy no inventó ningún ordenador cuántico macroscópico”,
aclaró Tomás, consciente de que a su interlocutor no le iba a gustar la
respuesta. “Él descubrió el mayor de todos. El propio universo”.
El director del Servicio Clandestino Nacional movió la cabeza, como si así
intentase poner las piezas del cerebro en orden.
“No lo estoy entendiendo...”.
“Frank Bellamy comprendió que el universo es un ordenador cuántico
macroscópico. El Ojo Cuántico es el proyecto en el que él hace esa
demostración”.
El rostro de Fuchs se quedó blanco y las arrugas se fueron volviendo más
acentuadas a medida que tomaba consciencia de que el proyecto en el cual
había depositado tantas esperanzas no le iba a permitir salvar su puesto.
“¿Entonces y mi... mi ordenador cuántico macroscópico?”, casi chilló,
retorciéndose como si sufriese un dolor lancinante. “¿Dónde está?”.
El portugués esbozó con las manos un movimiento que abarcó todo el
despacho.
“En todas partes”.
Completamente loco, Fuchs se puso de pie de un salto.
“Fuck! Fuck!, gritó, exaltado e incapaz de contener la frustración. “¡El
fucking Bellamy me jodió! ¡El fucking Bellamy jugó conmigo! ¡Que arda en
el infierno ese viejo maldito!”.
El responsable de los operativos de la CIA comenzó a increpar y a insultar a
su colega fallecido por la forma como había desarrollado el Ojo Cuántico,
privándolo de un instrumento fundamental para la actividad de su dirección.
Entendiendo que tenía prioridades más apremiantes, Tomás desvió los ojos
ansiosos hacia el reloj de pared; las agujas señalaban las dos y cuarenta de la
mañana.
Veinte minutos.
El tiempo que restaba a María Flor no era mucho. Urgía concluir todo
aquello antes del final del plazo, para garantizar que el secuestrador no la
ejecutaba.
“Oigan, ya cumplí mi parte”, dijo. “Expliqué el Ojo Cuántico, ¿no? No
tengo la culpa de que no sea lo que ustedes querían, pero lo expliqué. Ahora
llamen al hombre y...”.
“¡Ni lo piense!”, cortó Fuchs, todavía alterado por el choque. “Nos dijo que
iba a desvelar la muerte del anciano. ¡Cumpla lo que prometió!”.
“¿No ve cuánto tiempo falta?”, preguntó Tomás, señalando el reloj de
pared. “Tenemos solo veinte minutos para salvarla”.
“Llega perfectamente”.
La mirada del historiador se desvió hacia los otros tres hombres de la CIA,
como si les pidiese ayuda, pero Peter, Halderman y Dunn no se movieron.
“Él tiene razón”, reconoció Dunn. “Quedó acordado que explicaría el
proyecto y revelaría el crimen”.
“Pero la van a matar...”.
“Tenemos veinte minutos, hay tiempo de sobra”. Hizo un gesto en dirección
a Fuchs. “Basta una llamada suya y todo se resolverá, tranquilo”.
Derrotado, Tomás respiró hondo; le gustaría garantizar la salvación de
María Flor, pero nada podía hacer. Lo cierto es que de hecho había prometido
desvelar el misterio de la muerte de Frank Bellamy y realmente había tiempo
suficiente para llamar al secuestrador y suspender la ejecución.
“Muy bien”, dijo, resignado. “Como vieron, Frank Bellamy reveló el mayor
misterio científico de nuestro tiempo y demostró que la función de la onda de
la ecuación de Schrödinger no se limita a describir el potencial antes de ser
real. Expresa también la naturaleza de la consciencia y del propio universo.
Ocurre que, en el momento en el que él hacía este importantísimo
descubrimiento, un examen médico reveló que Daniel Dare sufría cáncer de
páncreas y tenía solo seis meses de vida. Bellamy entró en paranoia”.
“¿Por qué?”, se admiró Peter. “¿Quién es Daniel Dare?”.
El portugués clavó los ojos en él, convencido de que la revelación le dejaría
atónito.
“Es el asesino de su padre”.
LXXX
Lentamente, un pequeño tubo negro se materializó en los dedos del
comandante Fuentes después de rebuscar en el interior de su maletín. El
agente de la CIA introdujo el índice en el tubo y verificó que tenía suciedad
en el dedo. Cogió un trapo y lo pasó de una punta a otra del tubo, frotándolo
con cuidado. Después de asegurarse de que estaba limpio, cogió el tubo y lo
enroscó al cañón de su Sig Pro semiautomática. El silenciador se quedó
montado.
Consultó el reloj.
Diecinueve minutos.
La hora se aproximaba, aunque tal vez demasiado despacio para su gusto.
Levantó los ojos y miró fijamente a la figura femenina que había atado a la
mesa de mármol plantada en el centro de la sala. ¿Por qué esperar a las tres
de la mañana? Si ella estaba condenada, si la decisión de liquidarla ya se
había tomado para atar los cabos sueltos de la operación, ¿para qué el teatro
de esperar a la hora a la que expiraba el plazo? ¿Qué payasada era aquella?
Total ya había retirado la batería al móvil y se encontraba ilocalizable.
Cogió una caja de municiones y retiró las balas una por una. Un resplandor
de oro les centelleaba en la punta, eran verdaderas obras de arte. Las lavó con
cuidado, sacándoles lustre para que el brillo fuese más intenso. Después las
guardó y metió la carga de municiones en su pistola favorita. Estaba listo.
Se levantó con una cierta indolencia. Parecía en trance pero en realidad se
sentía afectado por la simbología del lugar que había elegido para el sacrificio
de su prisionera. Atravesó la sala a paso lento y se acercó a la mesa
sacrificial. Los ojos aterrorizados de María Flor se clavaron en su verdugo y
bajaron hacia el arma que él traía en la mano.
“¡Hummm! ¡Hummm!”.
Fuentes consultó de nuevo el reloj.
Diecisiete minutos.
¿Para qué esperar hasta las tres de la mañana?, volvió a preguntarse. ¿Para
qué aplazar el placer de la ejecución si la orden estaba dada y la muerte de
aquel cordero era inevitable? Realmente no tenía sentido. Si tenía que ser
sacrificada, ¿por qué no hacerlo ya?
“Es la hora, querida”, murmuró, con la voz ronca y la mirada centelleando
con el brillo lúbrico de los psicópatas en el momento lascivo de la matanza.
“Tranquila, no vas a sufrir”.
Levantó la Sig Pro semiautomática y colocó la punta del arma en la sien
derecha de su víctima. Entendiendo que vivía sus últimos momentos de vida,
la portuguesa sacudió la cabeza, en un esfuerzo desesperado para apartar el
cañón, pero no tuvo éxito.
“¡Hummm! ¡Hummm!”.
El gemido de angustia y horror se interrumpió en el momento en el que el
verdugo apretó el gatillo.
LXXXI
Instantáneamente y sin saber porqué, un súbito batacazo en el corazón hizo
vacilar a Tomás. Pensó en María Flor y sintió en ese momento un extraño
desánimo; una terrible premonición se apoderó de él, como si algo grave
acabase de ocurrir, pero hizo un esfuerzo para dominarse, incluso porque al
desvelar la identidad del hombre que había matado a Frank Bellamy había
provocado un revuelo en el despacho del jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología en Langley. Tendría que responder a la revelación que acababa de
hacer.
Aunque con dificultad, consiguió volver a concentrase. El nombre que había
pronunciado, presentándolo como el del asesino de Frank Bellamy, provocó
en Sam Dunn una mirada vacía. Parecía claro que nunca había oído hablar de
él. Lo mismo no se podía decir de Peter, que enrojeció al escucharlo, y de
Halderman y de Fuchs, que empalidecieron en el mismo instante. Las
reacciones no pasaron desapercibidas al historiador, ya recuperado del súbito
e inexplicable batacazo que había sentido momentos antes.
“Ya veo, Pete, que el nombre no le resulta extraño...”.
El hijo de Frank Bellamy preguntó.
“Ese no es el nombre que...”.
“Es ese mismo”, cortó el historiador, sin dejarlo acabar para no estropear el
efecto que quería producir en Fuchs y Halderman, hacia quienes se volvió
después. “Tampoco ustedes desconocen el nombre, ¿verdad? Confiesen, ya
se cruzaron con Daniel Dare, ¿no?”.
Como profesionales entrenados en el arte de fingir, en aquel momento ya el
director del Servicio Clandestino Nacional y el director adjunto de la
Dirección de Ciencia y Tecnología habían recuperado la sangre fría.
Halderman permaneció callado y Fuchs optó por sortear la pregunta.
“Explíquese mejor y diga cómo llegó a la conclusión de que ese tipo es el
asesino de Bellamy”.
Durante un largo segundo, Tomás disecó los rostros de Fuchs y de
Halderman. A pesar de las máscaras de disimulo por detrás de las cuales se
escondían, consiguió leerles la razón de su incomodidad. Por ahora les iba a
dejar a gusto, decidió. Por ahora, pero no por mucho tiempo.
“Frank Bellamy descubrió la solución del mayor enigma de la ciencia,
aunque le faltase la prueba final”, subrayó. “El campo de Higgs. Se trata de
un campo invisible a la percepción humana que, al interaccionar con las
partículas, les confiere masa. O sea, es el campo de Higgs el que da
consistencia a la materia. Esta cuestión es importante, ya que muchos físicos
defienden que es la consciencia, a través de la observación, la que crea
parcialmente la realidad. Ahora si el campo de Higgs crea materia, razonó
Frank Bellamy, entonces es porque el campo de Higgs puede formar parte del
entrelazamiento cuántico del universo”.
“¿Qué quiere decir eso?”.
Tomás se pasó la mano por el pelo, consciente de que los descubrimientos
abrían puertas a perspectivas inesperadas y de tal modo increíbles que sería
de difícil aceptación.
“Que el universo es consciente”.
Se hizo un silencio atónito en el despacho. Fueron necesarios algunos
segundos para que los americanos digiriesen lo que habían escuchado.
“¿Perdón?”.
“¿Todavía no entienden que, en último análisis, fue ese el verdadero gran
descubrimiento de Frank Bellamy? Los sucesivos experimentos cuánticos, y
en particular el experimento de la doble rendija, sugieren que la realidad es
parcialmente creada por la observación. Si decidimos observar un electrón de
una determinada manera, que yo designo como observación indirecta, este es
una onda esparcida por el espacio. Pero si conscientemente optamos por
observarlo de otra manera, que yo apellido como observación directa, el
electrón se vuelve una partícula localizada en un único punto del espacio. O
sea, la realidad se construye de una manera o de otra en función de nuestra
decisión sobre cómo la vamos a observar. Esa decisión la tomamos nosotros,
por nuestra consciencia, lo que significa que es la consciencia la que crea
parcialmente la realidad”.
“Eso es lo que sugiere el experimento de la doble rendija”, admitió Peter,
todavía aturdido con lo que escuchaba. “¿Pero cómo se llega de ahí a esa idea
extraordinaria de que el universo es consciente?”.
“Porque, como su padre concluyó, el universo está constantemente
observándose a sí mismo. Lo hace a través de las fluctuaciones del vacío,
pero también, en opinión de su padre, a través del campo de Higgs. Es la
observación que el universo hace de sí mismo que rompe la función de onda
y crea la realidad como la conocemos. Pero como para que la función de onda
se quiebre es necesario que en última instancia la observación se realice por
una entidad consciente, la implicación obvia es que el universo es
consciente”.
“La observación que crea la realidad no tiene que ser necesariamente
consciente”, contrapuso el hijo de Frank Bellamy. “Cuando por ejemplo un
contador Geiger hace una medición de materia atómica, rompe la onda en la
que se acumulan todas las virtualidades en paralelo y crea las partículas. No
me va a decir que el contador Geiger es consciente, ¿no?”.
“Errado, Pete. Cuando el contador Geiger realiza una medición, no rompe la
onda y, consecuentemente, crea la realidad. Lo que ocurre es que establece un
entrelazamiento cuántico con la onda con la cual entró en contacto,
quedándose ambos cuánticamente entrelazados. O sea, el Geiger no obliga a
la onda a convertirse en partícula. El Geiger se entrelaza con esa onda y se
vuelve, también él, onda. Como conjeturó el físico John von Neumann poco
después de la quinta Conferencia Solvay, ese entrelazamiento solo se rompe
y la onda se vuelve partícula si una entidad consciente observa el contador
Geiger. Aunque haya habido y todavía haya muchos científicos que por
razones filosóficas rechazaron y rechazan aceptar esto, como por ejemplo
Einstein, lo cierto es que los experimentos sugieren que sin consciencia no
hay realidad”.
“Hummm... ya veo”.
“Su padre concluyó que el universo es consciente. Para él la prueba final
está en el campo de Higgs, el cual, al conferir masa a las partículas, las
observa y desempeña su papel como si fuese una especie de consciencia del
universo. Fue para obtener la prueba final de que el campo de Higgs existe
que el CERN construyó el gran acelerador de hadrones e inició las
experiencias para encontrar el bosón de Higgs. Al constatarse la existencia de
la designada partícula de Dios, como ese bosón pasó a ser conocido, se
comprobó la existencia del campo de Higgs, que su padre consideró una
demostración de la solución que él encontró y que sugiere que el universo es
una gigantesca función de onda en donde todas las posibilidades se acumulan
en paralelo, hasta que la observación realizada por la consciencia vuelve real
una de esas posibilidades y elimina las restantes”.
El dedo índice de Peter se posó sobre el misterioso Ψ que Tomás había
dibujado poco antes en la hoja.
“O sea, el universo y la consciencia son lo mismo”, estableció. “Ambos son
función de onda virtual, ambos son psi”.
“Ese es el sentido último del mensaje encontrado en las manos de su padre”,
asintió el historiador. Se puso los dedos en la frente. “Y claro, tal y como el
universo, el propio cerebro es un ordenador cuántico. La función de onda es
la imaginación donde todas las posibilidades coexisten en paralelo; el colapso
de la función de onda es la decisión en donde una única posibilidad se
materializa. La consecuencia de este descubrimiento es aterradora. Por ser un
ordenador cuántico, la computación del cerebro genera consciencia. Si es así,
la computación del universo también genera consciencia. Por lo tanto, el
universo es consciente”.
“¡Es increíble!”.
“Ocurre que, cuando Frank Bellamy hacía estos descubrimientos, surgió de
repente un problema serio. Un examen clínico en Boston diagnosticó un
cáncer de páncreas a Daniel Dare”.
Al oír de nuevo este nombre, Sam Dunn hizo un gesto.
“¿Quién diablos es ese Daniel Dare?”.
Llegó el momento de no perder de vista a Harry Fuchs y Walt Halderman.
Los ojos de Tomás se desviaron provocadoramente hacia ellos como focos
que inciden sobre alguien que quería pasar desapercibido en la sombra.
“Tal vez su jefe nos pueda dar la respuesta...”.
El director del Servicio Clandestino Nacional movió la cabeza con
vehemencia.
“¿Yo? ¡De ningún modo! ¡No sé quién es!”.
“Yo tampoco”, dijo Halderman por su parte. “Nunca me presentaron a nadie
con ese nombre”.
El portugués esbozó una mirada escéptica, como quien decía que a él no lo
engañaban con tanta facilidad.
“¡Sí, sí! No nos digan que nunca se cruzaron con el nombre Daniel Dare...”.
Sabiendo que le habían desenmascarado, y entendiendo que sería mejor
asumir la situación, Fuchs se mordió el labio inferior.
“Lo cierto es que no sé quién es”, insistió. “Pero reconozco que ya me he
cruzado con ese nombre”.
“¿Me puede decir dónde?”.
Antes de responder, el jefe de los operativos de la CIA intercambió con
Halderman una mirada de rendición y miró a Peter Bellamy, como si temiese
la forma en que iba a reaccionar.
“En el despacho de la casa de Mr. Bellamy”.
“¿Estuvo allí?”.
“Sí. Yo, Walt y mis hombres”.
El rostro de Peter se incendió.
“¡Ah, entonces fuisteis vosotros los que asaltasteis el apartamento!”, rugió.
“¡Fuisteis vosotros los que lo revisasteis después de morir mi padre! ¡Unos
verdaderos buitres!”.
“Debes entender que necesitábamos a toda costa localizar el Ojo Cuántico”,
se defendió Fuchs. “Había ocurrido el atentado en Trípoli, nosotros no
supimos de nada, la Casa Blanca estaba furiosa, el presidente gritaba que iba
a perder las elecciones por nuestra culpa y amenazaba con dimitir a todos.
Nos quedamos en pánico y revisamos el despacho de tu padre de una punta a
otra, pero el documento no se encontraba en ninguna parte. Es obvio que
pensamos que estaría guardado en su apartamento y tuvimos que verificar si
así era”.
“Calma”, pidió Tomás mirando a Peter. Se volvió de nuevo para Fuchs y
Halderman. “Por lo tanto, estuvieron ustedes revisando el despacho del
apartamento de Frank Bellamy”.
“Admito que sí. Fue allí donde me encontré el informe sobre el cáncer de
páncreas de ese Daniel Dare. Pero juro que no tengo la menor idea de quién
es ese fulano. Buscamos en nuestros informes de la Agencia y no
encontramos a nadie con ese nombre. Verificamos en los registros de la
Seguridad Social y nos cruzamos con dos personas, pero una era un sin techo
de Nueva York y otra un agricultor de Luisiana. Ninguno de ellos sufría
cáncer de páncreas, de manera que nos quedamos igual. Es un misterio
absoluto. Nadie sabe quién es ese hombre mencionado en el informe
médico”.
“Hay quien lo conozca”, dijo el portugués. “Yo, por ejemplo”.
Los cuatro americanos abrieron los ojos de par en par.
“Si ustedes estuvieron en ese despacho, seguro que vieron los libros que
Frank Bellamy tenía en las estanterías”, observó Tomás, dirigiéndose de
nuevo a Fuchs y Halderman. “¿Se acuerdan?”.
“Claro”, admitió el director adjunto de la Dirección de Ciencia y
Tecnología. “Eran libros de física”.
“¿Únicamente de física?”.
“Bien, también tenía ciencia ficción”.
“¿Qué tipo de ciencia ficción? ¿Solo novelas?”.
Halderman contrajo el rostro mientras hacía un esfuerzo de memoria.
“Había también comics. Recuerdo haber visto ejemplares antiguos de Flash
Gordon, Eagle, Weird Science...”.
“¿Alguna vez leyó Eagle?”.
“De pequeño viví en Inglaterra. Eagle era una revista inglesa, sabe, y tenía
buenas historias”.
“¿Qué héroe de Eagle le gustaba más?”.
“De Dan Dare, claro. Y... y...”.
El hombre de la CIA se calló de repente.
“¿Puede repetir el nombre?”.
“Dan Dare”. Mantuvo los ojos clavados en Tomás. “Damn! ¡Daniel Dare!
Qué coincidencia, ¿eh?”.
“¿Cree que es coincidencia?”.
“¿Qué quiere decir con eso?”, preguntó Halderman. “¿Sugiere que el Dan
Dare del comic tenía cáncer de páncreas y mató a Frank Bellamy? ¡Eso es
absurdo!”.
“¿Se acuerda del nombre del mejor de los diseñadores de la serie Dan
Dare?”.
El responsable de la CIA frunció los ojos, de nuevo haciendo una llamada a
la memoria.
“¿No era Frank Bellamy?”.
Tomás sonrió.
“¿Lo entendió?”.
El americano intercambió una mirada confusa con los otros elementos de la
agencia de espionaje.
“No exactamente”.
“Las conclusiones a las que llegué son muy sencillas”, dijo el portugués.
“En su juventud, y una vez que se interesaba por la ciencia, nuestro Frank
Bellamy era lector de ciencia ficción. Entre sus lecturas se incluía obviamente
la revista Eagle, que debía encargar a Inglaterra. Al leer las aventuras del
principal héroe de esta revista, el astronauta Dan Dare, inevitablemente se
fijó en el nombre del autor. Dan Dare fue en realidad creado por Frank
Harcourt, pero el más famoso diseñador de la serie fue un artista llamado
Frank Bellamy. Se trataba de una mera coincidencia, el mejor autor de la
serie inglesa Dan Dare tenía exactamente el mismo nombre que el joven
lector americano, pero a partir de ahí nuestro Frank Bellamy pasó a usar el
nombre de Dan Dare cuando necesitaba permanecer anónimo, como ocurrió
cuando hizo el examen clínico en Boston”.
“¿Daniel Dare era nuestro Frank Bellamy?”.
“Correcto”.
“Pero... pero ¿por qué motivo necesitó permanecer anónimo para hacer
exámenes médicos?”.
“Porque, como hombre de la CIA que era, sabía que información es poder y
por eso le gustaba compartir la menor información posible sobre su vida
personal. No debía de querer que nadie supiese que se estaba muriendo. Si
alguien supiese que tenía un cáncer terminal de páncreas, ¿qué haría la
Agencia?”.
“Liberarlo de sus funciones, claro”, observó Fuchs, casi humillado por
habérsele escapado una información de aquella importancia. “Su cargo es
demasiado importante para estar ocupado por un hombre en estado terminal”.
“Creo que era precisamente lo que él quería evitar. Frank Bellamy siempre
fue un duro de la vieja guardia y entendía que debía permanecer en su puesto
hasta morir. Debe haber ocultado su estado de salud y decidió despedirse de
la vida a su manera. Sabiendo que el CERN se preparaba para llevar a cabo
nuevos experimentos para estudiar el bosón de Higgs, Frank Bellamy decidió
ir a Ginebra y asistir al evento. El descubrimiento de la partícula y del campo
de Higgs había probado en su perspectiva que su teoría sobre el universo
consciente era verdadera. En la opinión de Bellamy, la teoría de unificación
del universo cuántico con el universo macroscópico, que él había concebido
para conectar la función de onda de la ecuación de Schrödinger a la
consciencia y al universo, estaba demostrada. Para Bellamy eso era un gran
motivo de orgullo. Usando sus credenciales de responsable de la Dirección de
Ciencia y Tecnología de la CIA, se trasladó a Ginebra y fue tal vez durante
los nuevos experimentos en el gran acelerador de hadrones cuando tuvo la
idea de abandonar la vida a su manera. No podía morir, sin embargo, sin
confiar a alguien su teoría. El problema es que los científicos que conocía y
sus hombres de confianza estaban en Estados Unidos”.
“Podía haberse comunicado con ellos”, observó Fuchs. “Hay teléfonos, e-
mails...”.
“Sí, pero si les explicaba todo se arriesgaba a que ellos avisasen a la
embajada americana en Suiza e hiciesen abortar su plan”.
“Eso es verdad”.
“No se podía permitir una cosa de esas. Ocurre que, por coincidencia, yo
estaba en Ginebra en misión de la Fundación Gulbenkian para adquirir un
manuscrito antiguo y, también por coincidencia, me alojé en el mismo hotel
donde él se encontraba. Fue cuando Frank Bellamy me vio, probablemente en
el hotel, y me reconoció de operaciones en las que me hizo participar hace
algunos años. Conocía mis capacidades, hasta me llamaba fucking genio,
y...”.
“No era solo a usted”, observó Peter Bellamy con
una sonrisa nostálgica. “Mi padre llamaba fucking genio a cualquier persona
por quien tuviera consideración intelectual”.
“Sí, bueno”, aceptó el historiador. “Para todos los efectos, debe haber
pensado que yo era la persona ideal para concretar el plan que comenzó a
diseñar. Descubrió mi cuarto e introdujo por debajo de la puerta un mensaje
presentándose como anticuario y diciéndome que lo fuese a buscar al CERN
a la mañana siguiente porque tenía un artefacto histórico de suprema
importancia para mostrarme. Estúpido como soy, me lo tragué”.
“¿Pero por qué razón lo atrajo al CERN?”.
“Para comprometerme, claro. Quería evidentemente establecer mi presencia
en el CERN en el momento de su muerte”.
“Eso no lo entiendo”, insistió Fuchs. “¿Por qué razón querría
comprometerlo? ¿Y cómo sabía que lo iban a asesinar?”.
“Como hombre de la CIA que era, Frank Bellamy tenía una mente tortuosa,
como bien saben, y le gustaban los juegos. Me conocía bien, ya que
trabajamos juntos en el pasado, por lo que confiaba en mi capacidad de
improvisación para escapar a mis perseguidores. Sabía que, para escapar a la
acusación de homicidio, yo tendría que llegar a esta caja fuerte. El resto fue
simple. Metió el gran pentáculo en el correo a mi nombre, para hacerme
llegar todas las pistas que iba a necesitar y, al día siguiente, esperó a que yo
entrase en el CERN. En ese momento preparó su mensaje final, aquel con el
psi dibujado en letra grande y apuntando por debajo mi nombre como La
Llave. De ese modo garantizó que me comprometería seriamente. Después se
dirigió al detector Atlas para desencadenar el acto final”.
En ese punto, Peter Bellamy tuvo dificultad en contener las lágrimas. Sintió
los párpados mojados y, con la barbilla temblando, tuvo que hacer un
esfuerzo para mantener la compostura.
“Pobre de mi padre”, dijo, entristecido. “No aceptó que el cáncer lo
matase”.
“Fue dueño de sí mismo, hasta de su destino. Escogió como lugar de su
muerte el acelerador que recreó el Big Bang y uno de los detectores donde fue
descubierto el bosón de Higgs. Logró la forma de entrar en el detector Atlas,
rompió los tubos de refrigeración donde circulaba el helio líquido y... el resto
ya lo saben. La muerte fue casi instantánea”.
Se hizo un silencio pesado en el despacho.
“Fuck!”, murmuró Harry Fuchs. “El anciano se suicidó”.
El misterio de la muerte de Frank Bellamy estaba desvelado. Pero la
situación de María Flor permanecía por resolver. Angustiado, Tomás volvió a
levantar los ojos hacia el reloj de pared.
Trece minutos.
“Oigan, cumplí mi parte”, dijo. “Ahora cumplan la suya. Por favor, llamen a
su hombre y díganle que me devuelva a mi amiga”.
Sam Dunn se volvió hacia Harry Fuchs, como diciéndole que pusiera fin a
aquella broma.
“Está bien, está bien”, refunfuñó el director del Servicio Clandestino
Nacional, sacando el móvil del bolsillo. “Ya hago la llamada”.
Localizó el número en la memoria del móvil y pulsó la tecla de llamada. La
conexión se estableció y, después de un instante, realizó un gesto de
contrariedad.
“¿Qué pasa?”, preguntó Tomás, ahogado de ansiedad. “¡Haga esa llamada
de una vez!”.
“El tipo tiene el móvil apagado”, justificó Fuchs. “O está sin red o no tiene
batería. Los cortes presupuestarios en la Agencia nos obligaron a distribuir
unos móviles baratos y...”.
Con un gesto impetuoso, Tomás le arrancó el móvil de la mano y pulsó de
nuevo en el botón de llamada. Escuchó una señal y una voz femenina
apareció en línea.
“El número al cual llamó no está disponible. Por favor, deje su mensaje
después de la señal”.
“¡Vaya!”, gritó fuera de sí, clavando los ojos desesperados en los tres
americanos. “¿Y ahora? ¿Qué hacemos?”.
Los tres hombres de la CIA parecían desorientados, en particular Peter
Bellamy y Sam Dunn, ambos conscientes de la gravedad del problema.
Halderman daba la sensación de no querer saber nada de la cuestión, mientras
que Fuchs parecía más controlado. El jefe de los operativos abrió los brazos,
en un gesto de impotencia, y miró al académico portugués con un aire muy
resignado.
“Me temo que su amiga esté perdida”.
LXXXII
Ninguna frase sería capaz de expresar lo que María Flor sintió en el
momento en el que, algunos minutos antes, el mayor Fuentes había
aproximado el cañón de su Sig Pro semiautomática a su sien derecha y había
apretado el gatillo. Los efectos de lo que sucedió en ese instante terrible, sin
embargo, todavía se hacían sentir. Amordazada y atada a la mesa de
sacrificios plantada en el centro del salón, el destino sellado por hombres que
no conocía y por motivos que no entendía, temblaba descontroladamente, con
las manos y la barbilla tiritando como si hubiesen ganado vida propia.
“¿Qué, querida amiga?”, sonrió el agente de la CIA con una expresión
sádica en la cara. “¿Qué miedo, eh?”.
“Hummm...”.
María Flor se esforzaba por no devolverle la mirada, no le quería dar esa
satisfacción, pero no había modo de evitarlo. El pavor se había vuelto
demasiado grande y su única preocupación era asegurarse de que no le
volverían a pegar el arma a la cabeza, como si impedirlo estuviese dentro de
sus poderes. La verdad, la terrible verdad, era que nada podría hacer para
frenar al psicópata en cuyas manos había caído y de las cuales intuía que no
escaparía con vida.
El mayor Fuentes se aproximó de nuevo a ella y le limpió la transpiración
que le mojaba la frente.
“Tranquila, ten calma”, susurró evidentemente intentando ponerla más
nerviosa. “Fue tan solo una prueba, una especie de aperitivo para lo que va a
pasar a las tres en punto de la mañana”. Sacó la carga de municiones y se la
enseñó. “¿Ves? Las balas no estaban aquí”. Le mostró de nuevo la pistola.
“Cuando apreté el gatillo, el arma no tenía municiones. Por lo tanto no
corriste ningún peligro. Tranquila. Fue una simple prueba”.
Acto seguido, cogió la carga de municiones y, asegurándose de que ella
estaba mirando, introdujo las balas una por una y con un clic encajó la carga
en la pistola, mostrándole así que la próxima vez que apretase el gatillo iría
en serio. Después se volvió hacia su maletín de trabajo y retiró un tejido
negro doblado que de inmediato desdobló, revelando así una sábana, y la
extendió por el piso de piedra al lado de la mesa de mármol donde ella se
encontraba extendida.
“Nadie puede decir que no soy una persona aseada”, afirmó. “La sábana va
a recoger tu cerebro y tu sangre, para que la sala no se ensucie, y después
servirá para enrollarte. Tu destino, querida, son los pececitos del Potomac”.
Soltó una carcajada y consultó el reloj. Las agujas indicaban dos y cuarenta
y nueve de la mañana. Faltaban once minutos.
LXXXIII
Apagado. Habían intentado una vez más llamar al secuestrador, pero el
móvil permanecía silencioso.
Once minutos.
El movimiento de las agujas del reloj de pared no paraba, parecían lanzadas
en una carrera loca hacia las tres de la mañana, y Tomás sentía su esperanza
desvanecerse. Por lo visto Harry Fuchs no disponía de otra forma de
contactar con el hombre y sus colegas de la CIA parecían sin soluciones
alternativas.
“Solo existe el número del móvil”, constató Peter, impotente. “Ni siquiera
sabemos a dónde la ha llevado”.
Con súbita determinación, y dispuesto a no darse por vencido sin luchar,
Tomás se sentó en la mesa y encendió el ordenador.
“No es verdad”, corrigió. “El tipo me dijo que estuviese en el tribunal de la
Casa del Templo de Salomón a las tres de la mañana. Me acuerdo de que él
mencionó el número trece sobre la base del pentagrama y la tumba de
Mausolo”.
“¿Pero qué diablos quiere decir eso? El Templo de Salomón, que yo sepa,
está en Jerusalén, y en buena verdad ya ni existe. ¿El tipo se llevó a su amiga
a Israel? Una cosa de esas no tiene el menor sentido. ¿Y qué quiere decir esa
tontería del trece encima de la base del pentagrama? ¿Qué trece? ¿Qué
pentagrama? ¿Y qué lío es ese de la tumba de Mausolo? ¿Quién es ese?”.
La pantalla del ordenador se iluminó y el historiador entró de inmediato en
un motor de búsqueda y pidió un mapa de Washington, DC.
“La tumba de Mausolo es una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Está en Halicarnaso, en Turquía”.
“¡¿En Turquía?! Jeez, qué confusión!”
El plano de la capital americana ocupó el monitor.
“Pete, ¿tienen aquí algún helicóptero en Langley?”.
El hijo de Frank Bellamy desvió la mirada hacia Sam Dunn, como si
encargase al hombre del Servicio Clandestino Nacional de dar la respuesta. A
fin de cuentas el área operativa era de su responsabilidad.
“Claro”, respondió Dunn. “¿Por qué?”.
“Téngalo listo para despegar. Salimos dentro de unos minutos”.
Sin hacer preguntas, consciente de que el tiempo se agotaba y tenía que
confiar en el portugués, el encargado de las operaciones de la CIA del turno
de noche cogió el móvil y salió para llamar a sus hombres. Los restantes
americanos que se encontraban en el despacho intercambiaron miradas
inquisitivas, sin entender la petición.
“¿Para qué el helicóptero?”.
Con un clic en el ratón, Tomás hizo una ampliación del centro
administrativo de Washington. “¿Ven la Casa Blanca?”, preguntó, cogiendo
un rotulador y apuntando hacia el lugar en el mapa donde se situaba la
residencia oficial del presidente de los Estados Unidos. “Si dibujamos una
línea sobre la Connecticut Avenue, tendremos una conexión entre la Casa
Blanca y Dupont Circle, donde Frank Bellamy vivía. Después trazamos una
línea sobre Massachusetts Avenue, uniendo Dupont Circle, Scott Square y
Washington Circle, otra sobre Rhode Island Avenue entre Washington Circle
y Logan Circle, y por fin una última sobre Vermont Avenue entre Logan
Square y la Casa Blanca. Cubriendo de esta forma todas esas calles, llegamos
a este resultado. Ahora vean”.
Los hombres de la CIA se inclinaron sobre la pantalla y contemplaron la
geometría que el rotulador había trazado en el monitor sobre la planta de
capital americana.
“Una estrella de cinco puntas”.
“Sí, pero no es una estrella cualquiera. Como pueden constatar, se trata de
un pentagrama con dos puntas hacia arriba y una hacia abajo, con la base
asentada exactamente sobre la Casa Blanca. Es un pentagrama invertido,
también conocido por cabeza de macho cabrío de Baphomet. El símbolo de
Satán”.
“¿El qué?”.
“El centro gubernamental de Washington fue diseñado en el siglo XVIII por
Pierre Charles l’Enfant como un centro del poder. ¿Qué mejor que el símbolo
del Diablo para corporizar el poder?”.
“¿Está insinuando que el poder de América es... es demoníaco?”.
“No, de ningún modo. Pero es un hecho que el poder corrompe, sea en el
país que sea, y es por eso que el pentagrama invertido es el símbolo que
mejor se adapta a quien quiera alcanzar el poder”. Señaló la punta girada
hacia abajo. “De cualquier modo, note que esta cabeza de macho cabrío de
Baphomet tiene como base la Casa Blanca. Eso no es una casualidad”.
“¿Qué quiere decir con eso? ¿Cree que llevaron a su amiga a la Casa
Blanca?”.
“Claro que no. Como les expliqué, el secuestrador me dijo que la rescatase
en el tribunal de la Casa del Templo de Salomón, trece, encima de la base del
pentagrama, en plena tumba de Mausolo. La Casa Blanca no representa el
Templo, pero me parece evidente que, usándola como base, ahí llegaremos”.
Cogió de nuevo el rotulador. “Así, si dibujamos una línea sobre la 16th
Street, que une verticalmente la Casa Blanca a lo largo de trece manzanas,
pasaremos por Scott Circle y llegaremos... aquí”. Señaló el punto en el mapa.
“El cruce de la manzana de la R Streety de la S Street con la 16th Street”.
Levantó los ojos ansiosos hacia los americanos que lo rodeaban. “Por favor,
díganme si existe en este sitio algún edificio peculiar”.
Fuchs y Halderman movieron la cabeza, o no sabían o no querían cooperar,
pero los ojos de Peter se fijaron en el cruce mientras la memoria reconstruía
los edificios de la manzana.
“¡El Tribunal Supremo!”, exclamó de repente, con la imagen del edificio
allí existente ganando forma en su cabeza. “¡Allí está el Tribunal Supremo!”.
“¿Qué es eso?”.
En ese instante reapareció Sam Dunn en el despacho, con una expresión de
urgencia estampada en el rostro, haciéndoles señal de que viniesen.
“¡Dense prisa!”, gritó. “El helicóptero está listo para despegar. ¿Cuál es el
destino?”.
Ignorando la pasividad de Fuchs y de Halderman, Tomás y Peter echaron a
correr. El portugués echó una última vez la mirada sobre el reloj de pared,
cuyas agujas señalaban las dos y cincuenta y tres.
Siete minutos.
Corrían ya por los pasillos de Langley en dirección a la pista donde el
helicóptero los esperaba con las hélices dando vueltas, cuando el hijo de
Frank Bellamy anunció finalmente el destino del viaje.
“La sede de la masonería americana”.
LXXXIV
Bastante escasas eran las veces en las que el mayor Fuentes tenía la
posibilidad de preparar una ejecución respetando algunos de los ritos
sacrificiales de sus antepasados, pero esta oportunidad se revelaba hoy
especial. Al contrario de lo que normalmente sucedía en una operación típica
en Afganistán o en Irak, donde se tenía que infiltrar en las líneas enemigas,
localizar el objetivo, abatirlo deprisa y salir rápidamente del teatro de
operaciones, esta vez disponía de tiempo suficiente para tratar el ceremonial
con todo cuidado.
Le gustaría usar la daga, claro, pero sabía que sus superiores no aprobarían
que lo hiciese en tales circunstancias y en un lugar como aquel. A fin de
cuentas se encontraba en la sede del Trigésimo Tercer Grado del Ritual
Escocés de la Masonería, el centro de la poderosa masonería americana, trece
manzanas en línea recta al norte de la Casa Blanca. Eso significaba que
tendría que tener cuidado. La opción en un caso de aquellos era siempre una
muerte limpia, lo que implicaba que sería forzado a usar la pistola, pero eso
no quería decir que tuviese que prescindir de algunos de los rituales
ejecutados en situaciones semejantes por sus ilustres antepasados
precolombinos.
Se acercó a la víctima, levantó la cabeza hacia lo alto y abrió los brazos en
una pose de ofrenda, con la daga en la mano y los párpados cerrados en
adoración, y entonó el viejo poema sacrificial de los Aztecas.
“¿Dónde está el corazón?”, murmuró en náhuatl, la lengua de los aztecas, el
rostro transfigurado por la pasión del trance, el cuerpo abrazando el cielo y la
sombra abatiéndose como una cruz sobre María Flor. “Ofrece tu corazón,
transportándolo no lo transportas, destruyes el corazón en la Tierra”.
Amarrada a la mesa, María Flor no entendía las extrañas palabras que su
captor entonaba en una cantinela repetitiva, pero comprendía que el hombre
había iniciado algún tipo de ritual. Además, la daga que sujetaba en la mano
constituía un indicio seguro de que la ceremonia ahora en curso iba a acabar
mal, por lo que ni por un momento la perdió de vista. No porque eso le
adelantase algo, como amargamente sabía, pero al menos estaría consciente
de todo hasta el momento final.
Terminado el ritual, el comandante Fuentes regresó a su maletín de trabajo y
guardó la daga. Con el corazón palpitante, sintiendo que su hora se
aproximaba inexorablemente, María Flor lo siguió con los ojos aterrorizados.
Lo vio coger su siniestra Sig Pro semiautomática y, por una última vez,
inspeccionarla. Deseó que el tiempo se parase, que aquel instante se volviese
una eternidad, pero el tiempo no le hacía caso. El asesino de la CIA se
aproximó a ella y consultó e reloj.
Dos y cincuenta y nueve.
“Falta un minuto”.
LXXXV
Una mancha oscura entrecortada por un enmarañado de trazos y puntos de
luz que se perdían en el horizonte parecía, desde arriba, la ciudad de
Washington de noche. A través de las grandes ventanas del Sikorsky, Tomás
comprendió que los pocos edificios claramente visibles eran los grandes
centros de poder del estado americano, como el Capitolio y la Casa Blanca, o
monumentos como el Lincoln Memorial o el obelisco, todos ellos con las
paredes exteriores iluminadas por poderosos focos.
Toda esa parte de la ciudad, sin embargo, había quedado ya atrás y el
helicóptero se había adentrando en el norte del tejido urbano. Justo delante,
como un blanco que crecía en la ventana delantera del cockpit, se situaba la
única edificación iluminada en aquel sector de la capital americana; era una
extraña construcción en forma de cubo, maciza y alta, las cuatro fachadas
entrecortadas por filas de columnas griegas.
“¡Allí!”, apuntó Peter. “Allí dentro está el Tribunal Supremo, el órgano que
encabeza la masonería americana”.
El piloto empujó la palanca y el aparato comenzó a bajar, siempre
apuntando al edificio monumental.
“De ahí la referencia del secuestrador a la Casa del Templo de Salomón”,
explicó Tomás recurriendo a sus conocimientos de historiador. Se esforzaba
por combatir la ansiedad. El helicóptero avanzaba deprisa pero no tan deprisa
como él querría, y el asunto era una forma de distraer la mente. “A los
masones les gustan las referencias al rey Salomón y es natural que den a sus
edificios nombres relacionados con él”. Se giró hacia Peter. “¿Su padre era
masón?”.
“¿Mi padre? En fin... uh, quiero decir...”.
“Claro que lo era”, devolvió el historiador, leyendo la respuesta en la
vacilación y en la mirada del hijo de Frank Bellamy. “Además, la elección de
Dupont Circle para vivir seguro que no fue casualidad”.
Evitando la cuestión, Peter mantuvo la mirada fija en el edificio al cual se
aproximaban.
“La Casa del Templo, ¿eh? Solo no entiendo aquella referencia a la tumba
de... ¿cómo era el nombre?”.
“Mausolo”. Señaló hacia el edificio. “La sede de la masonería americana
fue construida a comienzos del siglo XX a partir de las descripciones de la
arquitectura de la tumba de Mausolo, una de las siete maravillas del mundo
antiguo. La tumba era tan magnífica que Mausolo dio origen a la palabra
mausoleo”. Rechinó los dientes, pensando en María Flor. “Seguro que fue
por eso que el hombre de confianza de Fuchs escogió este local para...en fin,
para traerla”.
El piloto del helicóptero giró el aparato para ejecutar la maniobra de
aproximación al edificio.
“Treinta segundos”, anunció, echando una ojeada hacia atrás. “No voy a
poder aterrizar. Abran la puerta y echen un cabo hacia abajo. Voy a bajar lo
máximo posible, probablemente hasta diez metros de altura. Salten a mi
señal, ¿ok? ¡Buena suerte!”.
El único que tenía experiencia operacional era Sam Dunn, cuyo último
puesto antes de ascender a jefe de turno en Langley había sido el de
responsable de la sección de la CIA en Mogadiscio. El hombre del Servicio
Clandestino Nacional abrió la puerta del Sikorsky, dejando que el aire frío
invadiese el interior del aparato, y, después de certificarse de que el cabo
estaba bien sujeto, lo tiró hacia fuera. Después se volvió hacia sus
compañeros, que lo miraban fijamente con aprensión, y les distribuyó
guantes.
“Ya sé que nunca han hecho esto y deben de estar aterrados con lo que les
espera, pero es la única forma de llegar deprisa allí abajo”, explicó.
“Pónganse los guantes para protegerse de la fricción. La cuerda, como ven, es
gruesa e irregular, lo que proporciona puntos donde nos podemos agarrar
durante el descenso. Agárrense a ella con las manos y las piernas y deslícense
hasta abajo. Si van con demasiada velocidad, aprieten para bajar más
despacio, ¿entendido?”.
“¿No es peligroso?”.
“Claro que lo es. Pero no hay alternativa, ¿no?”, Miró hacia abajo. “Yo voy
delante, para que vean como se
hace. Cinco metros después, comiencen a bajar. ¿Alguna duda?”.
Las dudas eran muchas, pero nadie se atrevió a expresarlas. De la misma
forma que no parecía posible aprender a montar en bicicleta con base en
sencillas lecciones teóricas dadas en algunos segundos, Tomás y Peter no
creían que fuese posible descender por el cabo sin haber sido antes
entrenados para eso, pero ambos eran orgullosos y permanecieron callados.
Además, Dunn tenía razón, no había alternativa.
Ahora que la puerta se encontraba abierta, el ruido del motor se volvía
ensordecedor y el viento, fuerte y cortante de tan frío, hacía lo que quería con
el pelo de los tres hombres. El aparato descendió todavía más, vieron el polvo
en la carretera allí abajo explayarse en círculo y en este instante oyeron la voz
a gritos del piloto del cockpit.
“Go!”.
Acto continuo, Sam Dunn se enroscó en el cabo y empezó a deslizarse,
desapareciendo de la vista. Tomás y Peter intercambiaron una mirada
aprensiva, como si se preguntasen el uno al otro quién iría a seguirle, y fue el
historiador el que avanzó. Miró hacia abajo y comprendió que, ahora que
había llegado su vez, el suelo parecía increíblemente distante y todo le daba
la impresión de ser todavía más difícil de lo que había pensado; pero no había
tiempo para indecisiones.
Agarró el cabo, lo rodeó con las piernas y, con el coraje de los resignados,
se lanzó al vacío. Se sintió caer y casi entró en pánico, pero se acordó del
consejo de Dunn y se agarró con fuerza al cabo, retardando la caída. Menos
mal que llevaba guantes, pensó, de lo contrario ya tendría las palmas de las
manos destruidas. El descenso se prolongó por algunos segundos y todo
pareció girar confusamente a su alrededor. Las luces de la calle rodaban
descontroladamente, pero de repente sintió los pies chocar en una superficie
dura y el descenso se paró.
Había llegado al suelo.
“¡Salga de ahí!”, ordenó Dunn, empujándolo hacia lejos del cabo. “Abra
espacio para Pete”.
Tomás se tambaleó hacia un lado del cabo, pero notó un bulto rodando por
el suelo detrás de él; era Peter Bellamy que también había bajado y había
llegado al suelo. Miró alrededor y comprendió que estaban en un cruce. Al
lado, como un coloso silencioso, se levantaba la estructura clásica de la Casa
del Templo de Salomón.
Echó un vistazo hacia atrás y vio que el helicóptero se alejaba, con el sonido
de la rotación de las hélices disminuyendo, y vio a los compañeros que
parecían estar preparados.
“¡Vamos!”.
Corrieron por el camino y fueron hacia la escalinata del edificio, flanqueada
por esfinges de estilo egipcio. Cuando llegaron a la puerta principal, decorada
por un batiente de bronce con la cabeza de un león, comprobaron que estaba
cerrada.
Rodearon el edificio a paso rápido y encontraron una puerta medio abierta
con la cerradura destrozada; era evidente que era por allí por donde había
entrado el secuestrador en la sede de la masonería americana. Tomás iba a
empujar la puerta, pero Dunn lo frenó.
“¡Espere!”, dijo el hombre de la Dirección de Operaciones de la CIA. “El
tipo puede haber puesto una trampa en la entrada”.
Tanteando a ciegas el espacio más allá de la abertura de la puerta, Dunn
estudió lo que se encontraba fuera de su campo de visión y abrió bien los ojos
cuando la mano detectó algo. Sin decir una palabra, sacó un alicate de una
bolsita y lo metió por la abertura.
Se oyó un clac.
“¿Ya está?”.
El americano respiró hondo, aliviado.
“El motherfucker había preparado realmente una trampa. Si hubiésemos
empujado la puerta sin cortar el hilo, explotaría una mina. Pero ya lo corté y
ahora el camino está libre”.
Abrieron la puerta lateral y entraron en la Casa del Templo de Salomón.
Debía de ser una entrada de servicio, ya que la puerta daba hacia un pasillo
estrecho. Dunn sacó su Heckler & Koch de la chaqueta y avanzó hacia
delante, con Tomás y Peter pegados a él. El pasillo los condujo a unas
escaleras que subieron hasta desembocar en un atrio con las paredes
iluminadas por el destello amarillento de lámparas de alabastro sustentadas
por esbeltas columnas de bronce esculpidas con figuras egipcias. Había una
gran escalinata central, con escalones que conducían a los pisos superiores y
otros que llevaban de vuelta a la planta baja.
“¿Qué hacemos ahora?”, susurró Dunn para atrás. “¿Avanzamos hacia la
cámara del templo?”.
Con un dedo delante de los labios, el portugués dio orden de silencio. Se
quedaron escuchando, esperando un sonido que les diese una pista, una
dirección, un destino.
“¡Hummm... Hummm!”.
El sonido sofocante era tenue y les pareció distante, pero les ofreció la pista
que buscaban.
“Ahí abajo”.
Con un gesto, Dunn señaló a sus compañeros los pies y se quitó los zapatos,
cuya suela resonaba por el mármol y podría denunciar su presencia.
Comprendiendo la idea, los dos compañeros le imitaron y todos se quedaron
en calcetines. Se deslizaron silenciosamente por el atrio superior y, con mil
cuidados, comenzaron a bajar la escalinata central en dirección a la planta
baja. Bajaban un peldaño, paraban para oír y bajaban el siguiente. Pasaron así
por una estatua de Albert Pie, el fundador de la masonería americana, y al
girar hacia el último tramo se encontraron con el gran atrio central.
Se dieron cuenta en ese instante de algo extraño en ese espacio. Observaron
mejor el centro del atrio y vieron una mesa de mármol en el medio. Un paño
negro estaba extendido en el suelo al lado de la mesa y había un bulto sobre
el tablero. Por los contornos sinuosos del cuerpo, les pareció una mujer.
Era María Flor.
LXXXVI
De repente la vio y fue un choque para Tomás. Ver el cuerpo de María Flor
atado a la mesa como un animal sacrificial era más de lo que podía soportar.
El bulto estaba tumbado con la parte alta de la cabeza girada hacia la
escalinata donde se escondían los intrusos. Tenía los pies extendidos en
dirección contraria, hacia la puerta de entrada, y no se movía. Su inmovilidad
levantó dudas angustiantes sobre el estado real de su amiga. ¿Estaría muerta?
La duda lo afligió de tal modo que casi vomitó. Quiso gritar y llamarla,
intentar despertarla de aquella quietud terrible, pero contuvo el impulso. No
estaban todavía suficientemente seguros como para revelar su presencia.
María Flor movió una pierna.
“¡Está viva!”, murmuró Tomás, excitado por ver el movimiento. “¿Vieron?
¡Está viva!”.
“¡Shhh!”, ordenó Dunn, estudiando con cuidado el atrio central con ojos de
cazador. “Si ella está ahí, el tipo anda cerca”.
Amarrada sobre la mesa, la portuguesa debía de haber oído los susurros
haciendo eco por las paredes de mármol del atrio central porque giró la
cabeza en dirección a ellos y los vio en lo alto de la escalinata.
“¡Hummm! ¡Hummmm!”.
La primera reacción del historiador a los movimientos y sonidos fue de
alivio y satisfacción. María Flor estaba viva y todavía la podían salvar. ¿Qué
más podría desear? Aunque la expresión de aflicción que le sorprendió en la
mirada de inmediato le alertó sobre su estado de espíritu, dejándolo inquieto
y desconfiado.
“Creo que nos quiere decir algo...”.
“Claro que quiere”, sonrió Peter, detrás de él. “Quiere que la liberemos”.
Con un gesto contundente, Sam Dunn les hizo seña para que se callasen.
Después de sondear la sala varias veces con la mirada, recomenzó a
descender los peldaños, con las dos manos agarradas a la pistola que
mantenía apuntada hacia delante, tensa y lista para disparar. Los compañeros
fueron detrás. Tomás ansioso por ir junto a su amiga. Peter aparentemente
más despreocupado.
“¡Hummm! ¡Hummm!”.
Atada a la mesa, María Flor insistía en emitir sonidos con la garganta. Los
recién llegados optaron por ignorarla; necesitaban mantenerse concentrados y
buscar la amenaza que presentían que acechaba en el atrio. Bajaron los
peldaños uno a uno y alcanzaron la base de la escalinata, flanqueada por dos
estatuas oscuras de figuras egipcias en cuclillas con jeroglíficos esculpidos en
la zona de las piernas. El hombre de la Dirección de Operaciones giró la
Heckler & Koch en todas las direcciones en busca de alguien, pero no
encontró nada.
Viendo todo desierto, y convencido de que una amenaza invisible se
escondía por algún lado en aquel espacio, Dunn se dio cuenta de que
necesitaban improvisar un plan.
“Cuando yo diga, haced ruido”, susurró a los otros y señaló hacia una fila de
columnas dóricas relucientes. “Voy a colocarme en una de aquellas columnas
y, si el tipo reacciona a vuestra maniobra de diversión, lo cojo”.
Tomás asintió y el americano se deslizó por las paredes del atrio. Cuando se
sintió preparado, hizo una señal a los compañeros que habían quedado en la
escalinata.
“¿Me estás oyendo?”, dijo el historiador en portugués, dirigiéndose a la
prisionera. “Dime si tu captor se encuentra en el atrio”.
Ella movió la cabeza frenéticamente en señal afirmativa. La respuesta le
dejó preocupado. Giró los ojos en las más variadas direcciones, peo no notó
nada sospechoso. Estuviese donde estuviese, no se encontraba visible.
“¿El tipo sabe que estamos aquí?”.
María Flor volvió a mover afirmativamente la cabeza.
“¿Dónde está?”.
“¡Hummm!¡Hummm!”.
Se dio cuenta de que la pregunta era estúpida, porque ella estaba
amordazada y no tenía forma de responder.
“¡Cuidado, Sam!”, dijo en inglés, para avisar a Dunn. “Dice que el hombre
que la raptó está en el atrio”.
El silencio se impuso en el espacio. Se tenía la impresión de que todos
habían parado la respiración y esperaban que alguien diese un paso en falso.
Sin arma a su disposición, Tomás se sintió desnudo. Miró hacia Peter y
entendió que también él había venido desarmado. ¡Qué tontería! Aquello
significaba que todo dependía de la pistola del hombre del Servicio
Clandestino Nacional que se había emboscado en las columnas del lado
derecho. Si él caía, quedarían a merced del asesino.
“Óigame con atención”, rugió Dunn, evidentemente dirigiéndose al agente
que había raptado a María Flor. “Acabamos de llegar de Langley y traigo
órdenes de Harry Fuchs. La operación que estaba en marcha se ha cancelado.
Fuchs intentó llamar a su móvil para dar la orden de desactivación, pero
estaba apagado. Si lo enciende ahora verá que tiene varias llamadas perdidas
enviadas del número del móvil de Harry Fuchs. Voy a darle dos minutos para
que lo compruebe y después abandonamos nuestro escondrijo y vamos a
liberar a la mujer. ¿Me ha oído?”.
Aguardaron unos segundos, pero no hubo respuesta. Lo cierto es que no
podía haberla, porque, si respondiese, el hombre emboscado denunciaría su
posición. Dunn creía, sin embargo, que la información que acababa de dar era
suficientemente fundamentada para que el adversario entendiese que le decía
la verdad. A fin de cuentas le bastaba comprobar que de hecho el móvil no se
encontraba disponible para recibir llamadas.
“Muy bien”, volvió a decir en voz alta Dunn, “comienzan ahora los dos
minutos”.
El silencio más absoluto regresó al atrio central. Tomás estaba impaciente,
quería ir al lado de María Flor y liberarla de la mesa pero sabía que tenía que
esperar el momento adecuado. Observando a su amiga con atención, se dio
cuenta de que ella volvía con insistencia la cabeza hacia su lado izquierdo, el
lado de la sala contrario al sitio donde Dunn se había emboscado. El atrio
central era simétrico y el lado que indicaba con sus movimientos de cabeza
persistentes tenía también una fila de columnas dóricas. Sus movimientos
únicamente podían significar una cosa.
“¡El tipo está allí!”, susurró el historiador para sí mismo, interpretando las
señales. “Detrás de las columnas...”.
Examinó las estructuras con atención. Las columnas eran de granito verde
Windsor, cuidadosamente pulidas; sujetaban una viga maestra y cada una de
ellas tenía delante, girada hacia el centro del atrio, una silla de madera con
alas egipcias esculpidas en el respaldo. Además de eso, sin embargo, nada
raro vio por allí. No había señales de la presencia de nadie. Sin embargo,
María Flor continuaba girando sucesivamente la cabeza hacia su lado
izquierdo, como si pretendiese señalar las columnas, y Tomás se sintió en la
obligación de llamar la atención de Sam Dunn. Lo alertó con un “¡psst!” y
señaló las columnas con el dedo. El hombre de la Dirección de Operaciones
hizo un gesto de duda sobre si sería una buena idea, pero acabó por aceptar.
Haciendo señal de que le había entendido, volvió su atención hacia aquel
lado.
La manecilla de los segundos en los diversos relojes completó su segunda
vuelta entera, señalando así el final de plazo.
“Se agotaron los dos minutos”, anunció Dunn en voz alta. “Espero que haya
visto que su móvil está realmente apagado. Si lo encendió, seguro que vio las
señales de llamada de Harry Fuchs. Repito que la operación fue cancelada
por orden del director del Servicio Clandestino Nacional. ¿Ha entendido?”.
Hizo una pausa esperando respuesta, pero nada ocurrió. “Ahora vamos a
liberar a la prisionera”.
Esta idea era más fácil de anunciar que de ejecutar. El silencio del agente de
Fuchs parecía inquietante. Tal vez no fuese buena idea que alguien se
expusiese mientras el adversario no confirmase que acataba la orden de poner
fin a la operación. Tomás y Dunn intercambiaron una mirada de indecisión,
dudando sobre lo que deberían hacer, dadas las circunstancias. El portugués
se dio cuenta de que Dunn no podía de ninguna forma ser abatido, ya que era
el único que había ido armado. La responsabilidad recaía sobre él mismo.
Esbozó un gesto en dirección a Dunn, indicándole que siguiese escondido, e
hizo señal de que iba a avanzar. El hombre de la Dirección de Operaciones
hizo un gesto afirmativo y se preparó para abrir fuego.
“Voy a liberar a la prisionera”, anunció Tomás en voz alta. “Estoy
desarmado y no soy una amenaza. No dispare”.
El corazón le latía con fuerza en el pecho. La mente le decía que era una
locura lo que estaba haciendo, las piernas le temblaban de miedo, como si
estuviesen hechas de gelatina, pero incluso así el historiador abandonó la
escalinata y se expuso en el atrio central, con las manos en alto para mostrar
que de hecho no llevaba ninguna arma.
“¡Hummm! ¡Hummm!”.
María Flor se multiplicaba en rugidos mudos, los ojos abiertos de horror y
la cabeza girando sucesivamente hacia su izquierda, como si no estuviese de
acuerdo con la decisión de él y lo avisase del peligro que corría. La reacción
de ella le hizo dudar. Su compañera sabía algo que él forzosamente
desconocía. ¿Por qué tal alarma? Tuvo ganas de retroceder, y casi lo hizo,
pero ya era tarde. Después de anunciar que la iba a liberar y de exponerse de
aquel modo, le parecía ridículo volver hacia atrás con el rabo entre las
piernas. El ridículo debía de ser la menor de sus preocupaciones, le decía una
parte de su mente, insistiendo que era mejor hacer el ridículo y permanecer
vivo que hacerse el valiente y acabar en la fosa de un cementerio americano.
Pero la otra parte, la que estaba dominada por el deber y también por la
determinación de liberar a María Flor costase lo que costase, insistía en
seguir, aunque fuese hacia el abismo.
Se sentía en el punto de mira de un arma manejada por un asesino
profesional, pero por más que mirase hacia las columnas dóricas del lado
izquierdo no vislumbraba el menor movimiento. La mayor amenaza, era bien
consciente, era de hecho aquella que permanecía invisible. Avanzó despacio
y sin movimientos bruscos, las manos siempre extendidas en el aire. Tenía la
esperanza de mostrar que su presencia no constituía ninguna amenaza. Por el
rabillo del ojo vio a Dunn al lado de una columna, en el lado derecho, con su
Heckler & Koch buscando un blanco, y eso lo hacía sentirse en cierto modo
protegido.
Se acercó por fin a la mesa sacrificial y contempló a María Flor, amarrada y
amordazada, los ojos abiertos casi fuera de órbita, agitando la cabeza hacia su
izquierda, donde se extendía la sábana negra enrollada y la fila de columnas
de granito pulido.
“¡Hummm! ¡Hummm!”.
En el momento en el que Tomás agarraba el adhesivo que la amordazaba y
lo iba a arrancar, la sábana negra se levantó como un fantasma, una pistola
salió del tejido, se oyó el ploc ploc sucesivo de dos disparos con silenciador y
el sonido de cuerpos cayendo al suelo. El portugués se volvió y, con
estupefacción y horror, vio a Sam Dunn extendido sobre el piso de mármol
del atrio con los ojos fijos en el infinito.
Tenía un agujero de bala en la frente.
LXXXVII
Ambos con la marca de un tirador de élite, se habían oído dos tiros
fulminantes. El primero abatió a Sam Dunn, el segundo cogió a Peter
Bellamy debajo del ojo izquierdo y también le provocó la muerte inmediata.
Ocurrió todo de forma tan rápida e inesperada que Tomás se quedó sin
reacción, con la mirada confundida oscilando entre Dunn extendido en el
suelo, la Heckler & Koch a un palmo de su mano entreabierta y el cuerpo de
Peter tumbado en la escalinata, con la cabeza hacia abajo y con los pies en los
peldaños más elevados.
“Le felicito, señor Noronha”, dijo el comandante Fuentes, deshaciéndose de
la sábana negra debajo de la cual se había escondido. “Consiguió llegar hasta
mí en muy poco tiempo. Nunca pensé que sería capaz”.
El historiador permanecía estupefacto y observaba lo que acababa de
suceder con una mezcla de incredulidad y susto, como si admitiese la
hipótesis de que todo aquello no fuera más que un mal sueño, algo tan
surrealista que solo podía resultar de una fantasía. Pero no, aceptó
inmediatamente, lo que había ocurrido había sido bien real y sus vidas, la de
él y la de María Flor, estaban a punto de llegar al final de una forma bien
estúpida.
“¿Tiene consciencia de lo que acaba de hacer?”, tartamudeó. “Ha matado a
dos colegas suyos, dos elementos de la agencia para la cual trabaja”.
El comandante Fuentes se encogió de hombros.
“Soy un soldado y cumplo órdenes”.
“¿Pero quién le dio semejante orden? ¿No oyó lo que dijo su colega? Su
operación fue cancelada por Harry Fuchs. Fue el propio director del Servicio
Clandestino Nacional de la CIA quien dio las órdenes. ¿No le obedece?”.
“Fue justamente por obedecerle que tuve que liquidar a esos idiotas”,
respondió. “Como, además, ahora os tengo que liquidar a vosotros. Y yo no
soy hombre para dejar una orden por cumplir, como ya se debe de haber dado
cuenta”.
“La operación fue cancelada”, repitió Tomás. “¿Entiende lo que le digo?
Harry Fuchs intentó llamarle varias veces para informarle, pero su móvil no
estaba disponible. Canceló la operación, no hay necesidad de... de todo esto”.
El asesino de la CIA movió la cabeza, evidentemente insensible al
argumento.
“Cometió un gran error al haber venido aquí”, dijo en un tono frío. Hizo un
gesto indicando los dos cuerpos tumbados por tierra. “Y ellos también. Sé
muy bien que la operación está terminada, Fuchs me informó de eso en
tiempo oportuno. Pero también me dio orden de limpieza, ¿entiende? Durante
esta operación secreta fueron cometidas ciertas... llamémoslas
irregularidades, si usted quiere. Como por ejemplo la muerte de su
compinche en la Universidad de Georgetown”.
“¿Jorge? ¿Ha matado a Jorge?”.
“Hice lo que tenía que hacer y ahora estoy procediendo a la limpieza. Los
testigos tienen que eliminarse para que no queden vestigios que conduzcan a
mí o a Fuchs”. Esbozó un gesto en la dirección de María Flor. “La orden para
cancelar la operación fue dada después de haber cogido a su novia. Por azar,
ella se volvió un testigo inadvertido de mi papel en la operación. Por eso la
tengo que eliminar. A ella y a todos los que se crucen conmigo”. Señaló los
cuerpos de Dunn y Peter. “Como ellos”. Señaló a Tomás. “Y como usted”.
“Eso es ridículo, está solo agravando su caso”.
“¿Le parece? Y cuando mueran los dos, ¿quién me puede comprometer?”.
El historiador repasó todas las personas con las que el asesino de la CIA se
había cruzado. Jorge, Dunn, Peter, él mismo y María Flor. Todos muertos o a
punto de ser abatidos.
“Harry Fuchs”, respondió. “Él sabe que está metido en esto”.
El mayor Fuentes soltó una carcajada con buen humor.
“Mi director no me denunciará, soy su mejor agente y todo lo que hice fue
por orden suya. Puede eliminarlo de la lista. ¿Dígame quien más conoce mi
implicación en el caso?”.
“Alguien debe de haber...”.
“Si no hubiesen venido, ¿sabrían que el comandante Fuentes estaba metido
en esta operación?”.
Era una excelente pregunta, entendió Tomás. Viéndolo bien, y ahora que
pensaba en el asunto, Harry Fuchs nunca había pronunciado delante de nadie
el nombre de su operativo. Solo se sabía que había un agente suelto que había
cogido a María Flor. Nada más. No existía de hecho ninguna pista relativa a
su identidad. Era como si el agente fuese un fantasma.
“Oiga, vinimos en helicóptero para llegar más deprisa”, dijo el portugués,
cambiando de ángulo en el intento de abrir una brecha en el sólido muro de
seguridad de su enemigo. “Pero en cualquier momento deben de estar
llegando refuerzos. Si fuera así...”.
“Lo sé”, replicó el comandante Fuentes, levantando su Sig Pro
semiautomática y apuntando a su interlocutor. “Razón por la cual tendré que
eliminarlos a los dos antes de que se haga tarde”.
Al ver el cañón de la pistola girado hacia su cabeza, Tomás retrocedió dos
pasos.
“Oiga, vamos a hablar...”.
“Adiós”.
Acto seguido, el hombre de la CIA apretó el gatillo, pero nada ocurrió más
allá de un clic intrigante. Apretó de nuevo el gatillo y una vez más el arma no
disparó.
“¿Qué...?”.
Los ojos del comandante Fuentes cayeron sobre la Sig Pro, intentando
entender lo que ocurría, y arqueó las cejas en el momento en el que
comprendió el problema.
“Fuck!”, maldijo, como si insultase a la pistola. “¡Se atascó! ¡La estúpida se
atascó!” Un golpe de suerte. Tomás entendió que la casualidad le había dado
una oportunidad inesperada y tendría que aprovecharla. Se giró y corrió en
dirección a la fila de columnas del otro lado del atrio central, donde se
encontraba extendido el cuerpo inerte de Sam Dunn.
Y la Heckler & Koch.
Llegó junto a la pistola de Dunn y se inclinó para cogerla, pero en ese
instante sintió que le faltaba el aire. Fue proyectado en el suelo y un dolor
terrible le surgió en el costado y le quemó las costillas. Algo lo había
alcanzado, no sabía el qué y no tenía tiempo para indagar, solo interesaba la
Heckler & Koch. Estaba tumbado en el suelo y extendió el brazo izquierdo
para cogerla, pero un pie sin saber de dónde venía le pisó el brazo y le
impidió alcanzar el arma. Levantó los ojos y, desesperado, vio al mayor
Fuentes sobre él. El agente de la CIA era un hombre ágil; había ido detrás de
él, lo había derrumbado cuando se preparaba para coger la pistola y en ese
momento lo pisaba para impedirle llegar a ella.
“Usted es listo y rápido en reaccionar”, dijo el comandante Fuentes.
“Desgraciadamente para usted, eso no lo salvará. Ni a usted ni a su novia.
Esta Heckler & Koch es la única arma operacional que tenemos aquí y,
lamento informarle, ahora es de mi propiedad”.
Dobló el cuerpo y extendió el brazo para coger el arma de Dunn. Estaba
todo perdido, pensó Tomás. Había tenido una oportunidad y la había
desaprovechado. No sabiendo cómo, reaccionó deprisa y corrió hacia la
pistola, pero la verdad es que su enemigo fue todavía más rápido. Era un
profesional y había conseguido anticiparse. Estaba todo perdido.
O tal vez no.
Viendo al comandante Fuentes inclinado cogiendo la pistola, y ciego por la
desesperación, el portugués sacó del bolsillo el gran pentáculo que Frank
Bellamy le había enviado y, usándolo como si fuese una piedra, golpeó el
rostro del asesino de la CIA, alcanzándolo de lleno y con brutalidad en la
nariz. La sangre brotó de la cara de su adversario, que gimió de dolor y se
tambaleó hacia atrás, liberando el brazo de Tomás.
Dando un salto hacia delante, el historiador cogió la pistola, se puso de pie y
la apuntó al comandante Fuentes con las dos manos sujetando la culata. El
americano se recuperó del impacto en la cara y dio un paso amenazador hacia
delante.
Tomás apretó en el gatillo y abrió fuego. Un tiro. Después otro, otro, otro y
otro más.
Fueron en total cinco disparos y los estampidos de los tiros de la Heckler &
Koch casi lo dejaron sordo, dejándole un zumbido en los oídos. No sabía por
qué, pero únicamente paró al quinto tiro. O tal vez lo supiese. El primero
había sido por él mismo, para frenar al enemigo, para salvarse. El segundo
fue por Jorge, el tercero por Peter, el cuarto por Dunn. Y el quinto tiro, tal
vez el único que le dio un cierto placer macabro, fue por María Flor. Cinco
tiros, uno por cada víctima, el último por ella, por lo que le había hecho, por
lo que todavía había querido hacerle.
Bajó el arma humeante y contempló el cuerpo extendido en el mármol y
apoyado en una columna. Una mancha de sangre empapaba el pecho del
mayor Fuentes, resultado de tres tiros que lo habían alcanzado allí, uno de
ellos ciertamente en el corazón. Lo peor, sin embargo, era la cabeza. Estaba
deshecha, sobre todo la nuca. Dos balas le habían entrado por la cara y al salir
despedazaron la parte de atrás del cráneo, esparciendo sangre, fragmentos de
cráneo y de masa encefálica por el suelo.
“¡Hummm! ¡Hummm!”.
Desvió la mirada hacia la mesa colocada en el centro del gran atrio. María
Flor lo miraba con una expresión de alivio y de gratitud. Rendido por su
mirada, dejó caer la Heckler & Koch y caminó como un sonámbulo en su
dirección. Al acercarse a la mesa, se quedó indeciso, sin saber lo que hacer
primero. ¿Tirarle la mordaza? ¿Desatarla antes de nada?
Lo que más echaba de menos era su voz. Comenzó por arrancarle la
mordaza. Arrancó el adhesivo con un gesto rápido, para reducir el dolor a un
breve instante, y le sacó el pañuelo que le llenaba la boca.
“¿Estás bien?”, es lo primero que ella dijo. “¿No estás herido? ¿No te han
alcanzado?”.
“Claro que no, tonta”, respondió él, acariciándole el rostro acalorado. “¿Y
tú, cómo estás?”.
Los ojos castaños de María Flor se humedecieron, las lágrimas empezaron a
deslizarse por la cara, mojándole la piel enrojecida y goteando sobre los rizos
del pelo, y él se emocionó con la emoción de ella, y la abrazó, primero
tocándola suave, como si aquella mujer fuera una preciosidad y tuviese
miedo de romperla, después apretándola con fuerza, para sentirle el cuerpo y
la vida; la agarró por fin para unirla a él, la agarró como si tuviese miedo de
perderla, la agarró como para no dejarla nunca más.
Epílogo
El paisaje verde del interior de Portugal corría rápido por la ventana, como
si fuesen los pinos y los arbustos y las pequeñas casas con fincas los que
viajaban en el tren. Después de echar una mirada melancólica al pinar que
cruzaba la composición, Tomás volvió por enésima vez su atención hacia la
quinta página del The Washington Post de la víspera, que había adquirido en
el aeropuerto de Dulles antes de coger el vuelo hacia Europa.
La noticia que le interesaba se titulaba “Equipo de la CIA entre las víctimas
de Trípoli”, y el texto anunciaba que se habían encontrado entre los
escombros del ala de la embajada americana en Libia, destruida días antes
por el atentado llevado a cabo por extremistas islámicos, los cuerpos del jefe
de una sección de operaciones de la agencia americana de espionaje, Samuel
Dunn, del analista de estrategia Peter Bellamy y del comandante Manuel
Benítez Fuentes, referido como “uno de los más condecorados agentes de la
CIA”. La noticia citaba un elogio del director de la agencia de espionaje a los
tres hombres por haber dado la vida “por la seguridad de América”.
Anunciaba también condecoraciones a los tres “por servicios relevantes
prestados a la nación”. Otra noticia al final de la misma página narraba el
“suicidio del director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA, Henry
Anderson Fuchs”, que se habría tirado al Potomac, y citaba fuentes bien
informadas según las cuales la víctima estaba últimamente “muy deprimida”.
La misma noticia, en pocas líneas, terminaba diciendo que el suicidio había
dejado “chocado” a su viejo amigo, el director adjunto de la Dirección de
Ciencia y Tecnología, Walter Halderman, que como consecuencia de esta
pérdida, había decidido solicitar la jubilación anticipada.
El historiador se habría reído, si no fuese porque todo lo ocurrido en los
últimos días había provocado la muerte de varias personas, incluyendo la de
su amigo Jorge. No, pensó. Nada de aquello tenía realmente ninguna gracia.
Hojeó el periódico y leyó otra pequeña noticia en la página diez del The
Washington Post, donde se concentraba la información local. El texto,
igualmente corto, contaba el cierre de las R Street y S Street, a la altura del
16th Street, debido a un ejercicio de incendio en uno de los edificios de
aquella zona de Washington, DC. Los vecinos hablaban de la presencia de
helicópteros, ambulancias y coches de la policía y protestaban por un
ejercicio tan aparatoso realizado por las autoridades entre las tres y las cuatro
de la mañana, hora que a nadie le parecía razonable. Una fuente de los
bomberos se justificaba, alegando que se había considerado que era mejor
llevar a cabo los ejercicios a aquella hora “para no perturbar el tráfico durante
el día”, aunque mostraba apertura para “valorar la cuestión en situaciones
futuras”.
Una mano empujó el periódico hacia abajo.
“Y bien, cariño. ¿Estás listo?”.
Tomás levantó los ojos y vio a María Flor sonreírle.
“¿Qué?”. “Estamos llegando, ¿No lo ves?”.
El historiador se giró hacia la ventana y vislumbró el enmarañado urbano de
Coimbra apareciendo en el exterior; oyó el chirrido de los frenos y se dio
cuenta de que la marcha del tren se suavizaba. Recordó vagamente haber oído
una voz hablando por los altavoces, evidentemente anunciando que llegaban
a la ciudad, y vio a algunas personas alrededor levantarse y coger sus cosas
para salir.
“Tienes razón”, dijo, doblando el periódico y levantándose para coger las
maletas de ambos. “Estaba entretenido viendo la manera como aquella gente
cubrió lo ocurrido. Es increíble. Hasta lograron suicidar a Fuchs, ¡fíjate!”.
“Déjalo, ya pasó”.
El tren se inmovilizó dos minutos después en la estación de Coimbra, donde
Tomás y María Flor se bajaron con las maletas. Hacía sol, el aire era puro y
los colores eran brillantes como suelen ser casi siempre en Portugal; bastaba
aquello para dejarlos alegres.
“¿Y bien, mi querida paleta?”, bromeó, provocándola. “¿Vamos a coger un
taxi?”.
“No me llames paleta”.
“¡Paleta!”, se rio. “Te pones en una puerta a escuchar la conversación de los
demás y después se arman estos líos...”.
“Me puse furiosa contigo, ni te imaginas. Si hubiese podido, si hubiese
podido... ¡te torcía el pescuezo allí mismo! ¡Estaba furiosa!”.
“¡Ssssh! Yo que inventé una historia cuando Pete nos cogió asaltando el
apartamento de su padre, para ver si él no te hacía nada y te dejaba en paz, y
así me lo agradeces. Una ingrata, ¡eso es lo que eres! ¡Una grandísima
ingrata!”.
La referencia al hijo de Frank Bellamy trajo una sombra que entristeció a
María Flor.
“Pobre Pete”, murmuró. “Fue a salvarme y... y quien no se salvó fue él”.
Cogieron un taxi delante de la estación y, después de dar la dirección de la
Casa de Reposo, siguieron en silencio en el asiento de atrás, agarrados uno al
otro y con el pensamiento en aquellos con quienes se habían cruzado en los
últimos días y que habían tenido un final tan terrible. Los rostros de Jorge,
Peter y Dunn les volvían una y otra vez a la mente. Si hubiesen muerto por
algo que valiese la pena, aun lo podrían aceptar, pero... ¿por todo aquello?
Nada de lo que había pasado les parecía que tuviese sentido.
“Son ocho euros”.
La voz del taxista los despertó del letargo. Habían llegado a la plaza y el
conductor esperaba. Le dieron el dinero, salieron del coche y, con Tomás
cogiendo las dos maletas, cruzaron el portón y entraron en la residencia. Las
funcionarias fueron a la puerta a acoger a la directora, pero la prioridad del
historiador era ver a su madre.
“Está arriba”, dijo una de las funcionarias. “A Doña Gracia le gusta ir a la
terraza a tomar el sol”.
Después de dejar las maletas en el atrio, el recién llegado subió las escaleras
y se dirigió hacia la gran terraza de la casa, donde se juntaban varios
huéspedes de la residencia. Encontró a su madre tumbada en una hamaca, con
los párpados cerrados y el rostro vuelto hacia el sol, saboreando el calor. Se
inclinó sobre ella y la besó en la cara.
“¡Hola, mamá!”, la saludó. “¿Estás bien?”.
Doña Gracia abrió los ojos, sorprendida, y miró al recién llegado.
“¿Quién es usted?”.
“Soy yo, mamá, Tomás”.
Ella movió la cabeza.
“Tomás está en el colegio”, le informó. “Doña Dete, no sé si la conoce, es
profesora de la cuarta clase, me ha dicho que es un genio en aritmética. ¡Se
sabe toda la tabla!”. Suspiró. “Ah, sale a su padre. Pero parece que le interesa
también la historia. ¡Es tan inteligente! Suspiró. Un día hasta va a ser alguien
en este país, se lo digo yo. ¡Alguien importantísimo! Y toda la gente hablará
de mí como la madre de Tomás Noronha”. Cerró de nuevo los párpados,
reconfortada por ese pensamiento. Apoyó la cabeza en la hamaca y giró una
vez más la cara hacia el sol. “Mi querido Tomás va a llegar lejos, sí. Espere y
verá...”.
Su madre había empeorado de nuevo, comprendió apenado. O la nueva
medicación no había dado buenos resultados, algo que no había sido
controlado durante la ausencia de María Flor, o entonces ella tenía un mal
día. Y esos días ocurrían cada vez más frecuentemente, Tomás lo sabía, y
cuando eso ocurría no había medicamentos que sirviesen.
Se sentó a su lado, y le pasó la mano cariñosamente por el pelo. Después
miró hacia el pinar que se extendía por detrás de la residencia y sintió el calor
del astro incandescente acariciarle la cara. Se estaba realmente bien en
aquella terraza. Se relajó y sus pensamientos deambularon libremente por los
acontecimientos de los últimos días, comenzando por el encargo que había
recibido en la Gulbenkian, pasando por la persecución allí en Coimbra y por
el proyecto del Ojo Cuántico en la caja fuerte del gabinete del fallecido
responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA...
Se detuvo en ese punto de los acontecimientos. El secuestro de María Flor y
la necesidad de salvarla se habían convertido en aquel momento en su
prioridad, relegando todo el resto a un segundo plano. Pero ahora que
pensaba en eso con más calma pensaba que debería prestar más atención al
contenido del documento que Frank Bellamy les había dejado. El Ojo
Cuántico constituía realmente un hecho intelectual notable, sin duda digno de
un Nobel. Durante décadas la ciencia se había esforzado por ignorar las
profundas implicaciones filosóficas del descubrimiento de que la consciencia
crea parcialmente la realidad, tan perturbadora era esa constatación, y
Bellamy había conectado los cabos sueltos, unificando la física cuántica, la
relatividad y la física clásica y cerrado así el ciclo de lo real, demostrando
que el universo crea la vida, que a su vez crea la consciencia, que a su vez
crea el universo.
“Yo nací en la mente”, murmuró, citando de memoria el libro XIII de la
Hermética, texto milenario de Hermes Trismegisto. Después se acordó de
otra cita del fundador de la enigmática sabiduría hermética, la cita que abría
la Tabula Smaragdina. “Y así como todas las cosas vinieron del Uno, así
todas las cosas son únicas”.
Se trataba de un descubrimiento realmente extraordinario y, tal vez, con
implicaciones para la experiencia de casi muerte que su madre había tenido
durante el paro cardíaco. Si yo nací en la mente y todas las cosas vinieron del
UNO, y si la consciencia está por detrás de todo, por qué no estar también por
detrás de la muerte? ¿La experiencia de las dos rendijas no demuestra que
existe un nivel fantasmagórico entre la realidad y la nada, un nivel en el que
las cosas aún no son reales pero tienen el potencial de serlo? ¿Será en esa
subrealidad donde se sitúa el nivel de la muerte? Si la consciencia es el origen
de la realidad y si la muerte forma parte de la realidad, ¿estará la consciencia
por detrás de la muerte? ¿Sobrevivirá la consciencia a la muerte en ese limbo
entre lo real y la nada? ¿Y por qué no?
Se preguntó si la experiencia de casi muerte de su madre estaría relacionada
con el principio de la física según el cual la información, una vez creada,
jamás puede ser destruida. En realidad, y en consecuencia de la segunda ley
de la termodinámica, cuando en un cierto momento parece que una
información ha sido eliminada, por ejemplo del ordenador o del cerebro, lo
que en realidad sucede es que ha sido lanzada al medio ambiente y se
dispersa por el universo. Pero la información sobrevive porque es
indestructible. Ahora bien, no es la consciencia una propiedad emergente
resultante de una estructura compleja de información? Si esto es así, tampoco
esta puede ser destruida, incluso después de nuestra muerte. La consciencia,
porque es información, se dispersa por el universo. O sea, la consciencia no
muere.
¿Habría sido eso lo que había pasado cuando se sintió salir del cuerpo?
¿Será la muerte el momento en que la consciencia abandona el cuerpo y se
dispersa por el universo?
Más sorprendente era la conclusión de que el universo creaba lo real a
través de su constante observación. La realidad no existe antes de ser
observada. Es una idea realmente extraña, consideró. El hecho de observar
quiebra la superposición cuántica, descrita en el misterioso Ψ que simboliza
la función de onda de la ecuación de Schrödinger, y la obliga a formar la
realidad como la conocemos. Una vez que el experimento de la doble rendija
muestra que es la consciencia quien dicta la forma como lo real se constituye,
la implicación de que el universo se observa a sí mismo tiene una
consecuencia desconcertante y tremenda: el universo es consciente.
Le parecía increíble formular la idea de aquella forma y con aquellas
palabras, pero la evidencia se imponía. El universo es Ψ, todas las cosas
existen virtualmente en una única porque “todas las cosas vinieron del Uno”;
lo real nace porque “todas las cosas son únicas”; lo real se forma porque el
universo es consciente y se observa a sí mismo.
El universo es consciente.
¿Qué consecuencias tenía eso para él, para su vida, para los que lo
rodeaban?, se preguntó Tomás. Una idea comenzaba a ganar forma en su
mente, una idea extraña, atrevida, provocadora. Una idea ultrajante. Si el
universo era consciente, ¿quién era él, Tomás? ¿Quién era su madre? ¿Quién
era María Flor? Si el universo los creaba a través de la consciencia, ¿qué le
decía eso sobre el origen y el significado de su existencia? Sí, ¿quién era él?
No era una persona, era un personaje de ficción, como un actor en una obra
de teatro.
La respuesta lo alcanzó con la fuerza de una bofetada en toda la cara. Él,
Tomás, era un personaje, un mero personaje. La idea le golpeó la mente,
insidiosa y cruel. Intentó ahuyentarla, convencerse de que no podía ser, su
imaginación se volvía demasiado fértil y estaba fuera de control, pero cada
vez que regresaba a las bases de lo que sabía a ciencia cierta sobre la
naturaleza más profunda de la realidad y pensaba en la asombrosa
constatación de que el universo es consciente, la idea se imponía de nuevo.
Él, Tomás, era un personaje. Su madre, María Flor, Frank Bellamy, el hijo,
Pete, hasta el Fucking Fuchs y el psicópata no sé cuantos que casi le había
matado, todos ellos eran personajes, sus vidas no pasaban de creaciones de un
universo que los había concebido y los manipulaba y les decía qué hacer y
qué decir y que determinaba lo que les sucedía a cada hora, cada día, en cada
página. Cada página.
Si el universo era consciente, el universo era un escritor y él, Tomás, un
personaje que ese escritor había imaginado. Sí, se trataba sin duda de una
idea tremenda, pero le pareció genuina y en cierta forma la sentía verdadera...
El universo era la mente del escritor en el momento de la creación literaria.
Si el escritor había inventado los acontecimientos que le habían sucedido en
los últimos días, claramente debía decidir por donde comenzar la historia.
Seguro que comenzaba por Suiza, ¿pero en qué parte de Suiza? ¿En Zúrich?
¿En Ginebra? ¿En Berna? ¿O en una aldea cualquiera perdida de los Alpes?
Para el autor que lo había creado, Suiza era una función de onda en la que
todas las posibilidades coexistían en superposición, pero con probabilidades
diferentes, mayores en el caso de Zúrich y de Ginebra, menores cuando se
hablaba en pequeñas aldeas del país. En un determinado momento, sin
embargo, el autor se cuestionó sobre el sitio exacto donde iría a comenzar la
historia. Esa pregunta que se hizo a sí mismo fue una observación consciente
y, en ese instante de decisión, las posibilidades virtuales que cubrían toda
Suiza en una onda de probabilidades en superposición se quebraron y se
convirtieron en una partícula real en un único punto. La ciudad de Ginebra, el
complejo del CERN. La historia comenzó por ser virtual, cubriendo toda
Suiza, y se volvió real cuando el autor tomó la decisión de comenzar
específicamente en el CERN, en Ginebra. Era así como el universo creaba la
realidad. Partía de una onda que cubría todas las posibilidades en
superposición y, en el momento de la decisión, la realidad se convertía en
partícula en una única posición. El universo era un escritor.
La ironía, sin embargo, era que el propio escritor era, él a su vez, una
creación. Tal vez ese autor no lo supiese, o tal vez ya lo hubiese entendido.
En todo caso, eso era lo de menos. El hecho era que si el universo era
consciente y si la consciencia creaba literalmente la realidad, entonces el
autor de las aventuras de Tomás Noronha era, también él, un personaje de
ficción, el mero producto de la imaginación consciente del universo que lo
había creado.
Y sus lectores también.
Las personas que leen las historias del escritor son igualmente personajes de
ficción, aunque nunca se hayan dado cuenta. El universo, que engloba al
escritor y a cada uno de los lectores, los imagina y les da vida porque es
consciente y es la consciencia quien crea la realidad. Hermes Trismegisto
tenía razón.
Nosotros nacemos en la mente.
“¿Tomás, quieres un té?”.
La voz dulce y melodiosa de María Flor deshizo los extraños pensamientos
de Tomás Noronha con la misma suavidad inexorable con que el viento
dispersa la neblina. Movió la cabeza, determinado en olvidar las extrañas y
perturbadoras ideas que habían surgido en su espíritu, se levantó y se le
acercó. María Flor, su compañera de aventuras, su novia, le acogió con una
sonrisa y una taza humeante de té.
“Eres un cielo”. Le dijo.
Y la besó apasionadamente en los labios.
Nota final
Aunque pueda parecer materia de ficción, la idea de que la observación crea
parcialmente la realidad es de hecho un producto de la ciencia del siglo XX y
fue ampliamente discutida por Albert Einstein, Niels Bohr, Erwin
Schrödinger, Werner Heisenberg y todos los grandes físicos en el quinto
Congreso Solvay, en 1927, y en otros encuentros y conversaciones
posteriores. El asunto permanece polémico, con los científicos divididos
sobre la forma de interpretar los descubrimientos sobre el extraño mundo de
los cuantos.
El papel de la observación en la creación de la realidad fue llevado entonces
al centro del debate y algunos físicos eminentes, como John Wheeler y John
von Neumann, notaron que la observación era sinónimo de consciencia. Se
trató de una conclusión controvertida, aunque apoyada por otros grandes
físicos. Eugene Wigner, premio Nobel de Física, escribió por ejemplo que “el
contenido de la consciencia es la realidad última” y que “no es posible
formular las leyes de la mecánica cuántica de una forma totalmente
coherente sin tener como referencia la consciencia”, mientras que uno de los
fundadores de la teoría del universo inflacionario, Andrei Linde, afirmó: “No
logro imaginar una teoría del todo coherente que ignore la consciencia”.
Esta declaración es, además, replicada por Sir Roger Penrose: “La
consciencia es parte de nuestro universo, por lo que cualquier teoría física
que no la presuma sufre un fallo fundamental en la descripción genuina del
mundo”.
Este punto, además, no es nada pacífico. Muchos físicos no se sienten a
gusto con las sorprendentes implicaciones de estos descubrimientos y, por
razones filosóficas, rechazan de forma tajante el papel de la consciencia. Por
eso tienden a ignorar los problemas planteados por el experimento de la doble
rendija y a poner toda la mecánica cuántica por debajo de una conveniente
designación técnica: “El problema de la medición”. Este asunto delicado
queda así reducido a una expresión inocua y de esa forma se esconde lo que
la palabra medición en última instancia significa: observación consciente.
Cuando se mide alguna cosa, se está haciendo una observación. El
experimento de la doble rendija muestra que un objeto cuántico, incluso un
átomo o una molécula, es una onda o una partícula en función de la forma
como el sujeto decide conscientemente observarla. O sea, la elección del
sujeto determina la naturaleza de lo real, como constató Bohr a través del
principio de la complementariedad y Heisenberg a través del principio de la
incertidumbre. Este experimento de la doble rendija se reveló de tal forma
desconcertante que Albert Einstein lo declaró “incomprensible” cuando se
aplica a un único electrón, mientras que otro premio Nobel de Física, Richard
Feynman, concluyó que “encierra el misterio de la mecánica cuántica”, la
cual “es imposible, absolutamente imposible, de explicar de una forma
clásica”.
Una importante parte de ese misterio radica en la enigmática naturaleza de
las partículas antes de ser observadas. Un electrón, por ejemplo, es una onda
antes de que el científico mida lo que pasa en las rendijas, momento en el que
el electrón se vuelve una partícula. Schrödinger pensaba que la onda era real,
algo que apoyaba Louis de Broglie, pero muchos físicos de su tiempo
pensaban de otra forma. A pesar de la prudencia que usaba cuando se
expresaba, Bohr acabó por declarar que “no existe el mundo cuántico”,
rechazando así la realidad sin la observación, y Heisenberg, siguiendo su
línea, declaró que “los átomos o la partículas elementales no son reales;
forman un mundo de potencialidades o posibilidades”.
El propio Einstein, que desde el otro lado de la barricada defendía la
existencia de la realidad independientemente de la observación, acabó por
admitir que la onda descrita por la función de onda era Gespensterfeld, o un
“campo fantasma”, por tanto sin existencia real tal como la concebimos. “Es
una versión cuantitativa del viejo concepto de potencia de la filosofía
aristotélica”, aclaró por su parte Heiseberg a propósito de la función de la
onda como onda de probabilidades, subrayando que eso “introdujo algo
situado entre la idea de un acontecimiento y el acontecimiento real, un
extraño tipo de realidad física existente entre la posibilidad y la realidad”.
Como si la realidad sin observación, y por consecuencia sin consciencia,
fuese fantasmagórica, una especie de realidad virtual o “potencial”, para
utilizar la terminología aristotélica de Heisenberg, y que solo se volvía
definida, o real, en el momento en que era observada. “La panoplia de
electrones fantasma solo describe lo que ocurre cuando no estamos
observando”, afirmó John Gribbin, biógrafo de Schrödinger, subrayando que
“cuando observamos, desaparecen todos los fantasmas a excepción de uno,
el cual se solidifica en un electrón real”.
Es en este punto en el que la consciencia entra en el proceso de creación
parcial de la realidad. La fórmula matemática que permite el cálculo del
proceso cuántico “fantasma” es la misteriosa función de onda de la ecuación
de Schrödinger. Aquí se inscribe el gran enigma sobre la naturaleza de lo
real. “La ciencia no puede solucionar el último misterio de la naturaleza”,
escribió Max Planck. “Y eso porque, en último análisis, nosotros mismos
formamos parte de la naturaleza, y por lo tanto somos parte del misterio que
intentamos resolver”.
Ante las perturbadoras cuestiones filosóficas suscitadas por las experiencias
y por la matemática que prevé el comportamiento de las partículas
elementales con asombrosa precisión, muchos científicos optaron durante
décadas por cerrar los ojos al misterio y comportarse como si nada de
anormal sucediese. La teoría cuántica nunca falló una única prueba y,
consecuentemente, hay acuerdo en relación al hecho de que esta describe con
gran rigor lo que ocurre en el proceso de la constitución de lo real. Por tanto,
una importante parte de los físicos decidió concentrarse en los cálculos
posibilitados por la ecuación de Schrödinger e ignorar las extraordinarias
implicaciones filosóficas de toda la teoría por detrás de esos mismos cálculos.
Tales implicaciones eran demasiado extrañas para ellos, hasta el punto de que
Feynman afirmó: “Pienso que puedo decir con seguridad que nadie
comprende la mecánica cuántica”.
Después del célebre y determinante Congreso Solvay, en 1927, y del debate
que continuó después, el estudio de las implicaciones filosóficas de los
descubrimientos cuánticos fue descorazonador. Cualquier físico que quisiese
profundizar en la cuestión podría ver su carrera comprometida. El propio
John Bell reveló que solo se atrevió a desarrollar sus célebres teoremas
cuando se encontraba de licencia sabática y lejos de la censura de los colegas.
Si hubiese estado con ellos, dio a entender, no se habría atrevido a lanzarse a
tal proyecto.
Todavía hoy los físicos se sienten poco a gusto con el extraño
comportamiento de la energía y de la materia a nivel cuántico y con la
llamada interpretación de Copenhague, que atribuye a la observación el poder
de crear parcialmente la realidad. Raros son los científicos que creen
verdaderamente que la existencia de la realidad depende de la observación
por lo que siguen explorando explicaciones alternativas. Una de ellas es la
teoría de la decoherencia cuántica, según la cual el colapso de la función de
onda se debe a la interferencia del medio ambiente en el sistema cuántico,
forzándolo así a definirse como si de una “observación” se tratase, lo que
explica que la función de onda de los objetos macroscópicos colapse más
deprisa que la de los objetos microscópicos, hipótesis esta que es la que, en el
fondo, se desarrolla en el final de esta novela.
Otra explicación que ganó gran popularidad es la teoría del multiverso de
Hugh Everett, para quien no hay colapso de la función de la onda y todas las
posibilidades se realizan, aunque en universos paralelos. Así, cuando el
electrón se dirige hacia las dos rendijas y se hace una observación, en
realidad ese electrón nunca elije apenas una de ellas, sino ambas — solo que
en universos paralelos. En un universo el electrón elije la rendija A y en el
otro la rendija B. Esta hipótesis de los multiversos, ignorada durante mucho
tiempo, se ha hecho popular entre muchos científicos para explicar los
desconcertantes descubrimientos relacionados con el principio antrópico,
descritos en mi novela La fórmula de Dios y que indican un extremo cuidado
del universo para garantizar la existencia de la vida y hasta de la consciencia.
Existiendo como existen zillones de universos, sustentan los defensores de la
teoría del multiverso, la existencia de universos preparados para la vida es
una inevitabilidad estadística.
El gran problema es que la interpretación de Copenhague, que en realidad es
mucho más que una mera interpretación, jamás falló una previsión, por
rocambolesca que fuese, como es el caso del entrelazamiento que resulta de
la paradoja EPR, por lo que ningún físico está dispuesto a prescindir de ella.
He aquí como encontramos una suprema ironía: los físicos desconfían de la
imagen que la interpretación de Copenhague da de la realidad, pero depositan
suprema confianza en su mecánica. En refuerzo de la verdad, hubo momentos
en los que los propios responsables de la interpretación de Copenhague
dudaron de las implicaciones filosóficas de su teoría, tan extrañas
parecían, y es fácil encontrar ambigüedad y hasta contradicciones en sus
textos. En un momento Heisenberg defendía una perspectiva
fenomenológica, alegando que “lo que observamos no es la naturaleza en sí
sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionarla” y afirmaba
que “la interacción entre observador y objeto provoca cambios enormes e
incontrolables que alteran el sistema bajo observación”, cosa que hoy
sabemos que es una explicación incorrecta de las rarezas cuánticas, y en el
momento siguiente reconocía tratarse de un problema ontológico, al afirmar
que “los átomos o las partículas elementales no son reales” y que “la ruta
(de una partícula) solamente gana existencia cuando observamos (la
partícula)”. El propio Bohr tuvo siempre extremo cuidado con sus palabras.
“Es errado pensar que la tarea de la física es descubrir cómo es la
naturaleza”, declaró en su versión fenomenológica. “La física apenas se
relaciona con lo que podemos decir sobre la naturaleza”.
Ya Einstein vio más allá de este cauteloso juego de palabras y describió las
consecuencias filosóficas de la teoría cuántica de una forma cruda y sin
ambigüedades, remitiendo el problema directamente a la esfera ontológica.
“La consecuencia habitual de la mecánica cuántica es que, cuando el
movimiento de una partícula es conocido, su posición no tiene realidad
física”, escribió él, con Boris Podolsky y Nathan Rosen, en el texto en el que
formuló la paradoja EPR, para concluir: “Ninguna definición razonable de la
realidad puede permitir una cosa de estas”. A pesar de que el concepto de
que la observación crea parcialmente lo real ya está implícito en su principio
de la complementariedad, solo con la paradoja EPR Bohr fue forzado a
aceptar y lo asumió sin subterfugios. “Los cuantos de luz no pueden ser
considerados como partículas a las cuales podamos atribuir una trayectoria
bien definida”, reconoció.
Uno de los discípulos de Bohr, John Wheeler, fue uno de los físicos
cuánticos más explícitos, y a él pertenece la célebre afirmación de que
“ningún fenómeno es real antes de ser observado”. Wheeler jamás se
escondió detrás de juegos de palabras. “Sabemos perfectamente que el fotón
no existe antes de su emisión y después de su detección”, escribió él sobre el
experimento de la doble rendija. Wheeler llegó a confesar que unos días creía
firmemente que la realidad no existe sin observación, porque es eso lo que
constataba en los experimentos, pero en otros concluía que esa idea era
demasiado osada y no lograba creer en ella. El propio Heisenberg confesó su
perplejidad: “Me repetía a mí mismo, una y otra vez, la misma pregunta:
¿podrá la naturaleza ser tan absurda como nos parece en estos experimentos
atómicos?”. De cualquier forma, y por más raro que sea, el hecho es que la
interpretación de Copenhague, cuya consecuencia filosófica última es que la
realidad es parcialmente creada por la observación, es uno de los más
poderosos y eficientes instrumentos para comprender el universo cuántico.
Si la observación nos remite a la consciencia, la propia idea de que la
consciencia está en la base de la realidad va haciendo su camino. Fueron
descubiertas semejanzas entre la forma como nuestros cerebros funcionan y
la teoría cuántica. Un número creciente de físicos se interroga sobre si no
habrá una conexión profunda entre las dos cosas. Wheeler postuló que el
universo existe únicamente porque hay una consciencia observándolo,
concepto que ganó terreno con el experimento retardado de la doble rendija,
efectuado por la Universidad de Múnich. “La física genera el observador
participante; el observador participante genera la información; la
información genera la física”, escribió Wheeler.
¿Y la luna? ¿Existe si no la observamos? Este problema fue planteado por
Einstein en una conversación con su biógrafo. “Me acuerdo de que durante
un paseo Einstein paró súbitamente, se dio la vuelta hacia mí y preguntó si
yo realmente creía que la Luna existía solo cuando mirábamos hacia ella”,
escribió Abraham Pais. A la luz de la interpretación de Copenhague y del
experimento de la doble rendija, la respuesta a la pregunta del autor de las
teorías de la relatividad únicamente puede ser negativa, como el propio
Einstein bien entendía. La Luna está hecha de átomos y de partículas
elementales y, si “los átomos o las partículas elementales no son reales”
(Heisenberg), y “el fotón no existe antes de su emisión y después de su
detección” (Wheeler), y el campo ondulatorio de la materia es un “campo
fantasma” (Einstein), entonces necesariamente lo mismo se aplica a pequeños
objetos y a los grandes como la Luna.
Además, el experimento retardado de la doble rendija apunta justamente en
esa dirección, tal como ocurre con los teoremas de Bell y los experimentos de
Aspect. El propio John Bell observó que la influencia instantánea entre dos
partículas, sea cual fuere la distancia a la que estén una de la otra, probada
por Aspect, implicaba el abandono de los conceptos de realidad local. Por
realidad se entiende la existencia de un mundo independiente de la
observación, y por local se lee la ocurrencia de relaciones de causa-efecto
que respeten los límites de velocidad de la luz. Por lo menos uno de estos dos
conceptos, observó Bell, no es verdadero. Si queremos creer que el mundo
existe independientemente de la observación tenemos que prescindir del
límite de la velocidad de la luz; si no aceptamos prescindir del límite de la
velocidad de la luz, tenemos que abandonar la creencia de que existe un
mundo independiente de la observación. Una de estas premisas, o tal vez las
dos, es seguramente falsa. Por razones filosóficas, Bell se inclinó hacia la
segunda, pero la interpretación de Copenhague es inequívoca en establecer
que la premisa falsa es la primera, la de que la realidad existe
independientemente de la observación. O sea, y tal como el electrón, la Luna
no existe sin que la observemos. La única manera de sortear tal rareza y
establecer que la realidad existe independientemente de nuestra observación,
me parece a mí, es aceptar la tesis propuesta en esta novela: el universo es
consciente y está constantemente observándose a sí mismo, siendo esa
observación la que crea la Luna — y todo lo real.
¿Y cómo articular todo esto con la consciencia humana? Muchos físicos,
comenzando por Bohr y Schrödinger, admiten que la vida, incluyendo los
cerebros, puede comportarse de maneras inadmisibles por la teoría clásica.
“Existe evidentemente solo una alternativa, la unificación de las mentes, o
consciencia”, observó Schödinger en una referencia inspirada en los
Upanixades hindús, para concluir que “la multiplicidad es únicamente
aparente, porque en la realidad existe una única mente”. El físico Henry
Stapp hasta sugirió que la mecánica cuántica desempeña un papel en la
constitución de la consciencia. “Uno de los elementos de la dinámica
cerebral en que los procesos atómicos desempeñan un papel esencial es la
liberación de neurotransmisores en la unión sináptica”, escribió Stapp,
haciendo notar que la probabilidad de que eso ocurra es del cincuenta por
ciento: “Cada alternativa se representa en la función de onda de la mecánica
cuántica”. Esta idea fue retomada por Penrose para defender que la
consciencia está conectada a fluctuaciones en el espacio-tiempo relacionadas
con la gravedad cuántica. Sir Roger Penrose observó igualmente que la
consciencia está constituida por estados cuánticos en superposición y que los
posibles efectos cuánticos se producen en las sinapsis, fenómeno sobre el
cual también el neurofisiólogo John Ecles ya había llamado la atención. Se
trata de un terreno muy especulativo y controvertido, pero lo cierto es que
está siendo poco a poco recorrido.
Por lo tanto, esta novela trata sobre la realidad, el universo y la consciencia.
Con este libro, los descubrimientos desconcertantes que los físicos vienen
haciendo desde 1900 a propósito de la naturaleza más profunda de lo real
dejan el círculo relativamente restringido de la ciencia y de los curiosos que
se interesan por el asunto y lo debaten con gran pasión para llegar al gran
público. Es también una obra de ficción, claro, pero a fin de cuentas, y como
aquí quedó demostrado, ¿no será la realidad en sí misma una extraña forma
de ficción?
Para la elaboración de este libro fue consultada una extensa bibliografía, que
es mi deber mencionar, porque, además de la intriga de ficción salida de mi
mente en superposición, no inventé nada realmente. Sobre el fenómeno de la
consciencia, consulté los libros Mind, Laguage and Society — Philisophy in
the Real World, de John Searle; O Sentimento de Si — o Corpo, a Emoção e
a Neurobiologia da Consciência, de António Damásio; Consciousness
Explained, de Daniel C. Dennett; El alma está en el cerebro — Una
radiografía de la máquina de pensar, de Eduard Punset; Consciousness, de
Susan Blackmore; Mind, Matter and Quantum Mechanics, de Henry P.
Stapp; Shadows of the Mind — A Search for the Missing Science of
Consciousness, de Sir Roger Penrose; y Eyewitness Testimony, de Elizabeth
Loftus. También los artículos “Evolution of consciousness”, de John C.
Eccles, “Can conscious experience affect brain activity?”, “Unconscious
cerebral initiative and the role of conscious will in voluntary action” y “Do
we have free will?”, de Benjamin Libet; “Time of conscious intention to act
in relation to onset of cerebral activity (readiness potential) — The
unconscious initiation of a freely voluntary act”, de Benjamin Libet, Curtis
Gleason, Elwood Wright y Dennis Pearl, “Biological foundations of accuracy
and inaccuracy in memory”, de Larry Squire, y “Perceiving the world”, de
David Krech y Richard Cruchfield.
Sobre física cuántica, mis consultas incidieron en algunas obras clásicas de
los fundadores de la teoría cuántica, como Ideas and Opinions, de Albert
Einstein; The Evolution of Physics — From Early Concepts to Relativity and
Cuantos, de Albert Einstein y Leopold Infeld; Physique atomique et
connaissance humaine de Niels Bohr; My View of the World y Mind and
Matter, de Erwin Schrödinger; Determinismo ou Indeterminismo y Where Is
Science Going?, de Max Planck; The Physical Principles of the Quantum
Theory, Physics and Beyond, Physics and Philosophy — The Revolution in
Modern Science y La Nature dans la physique contemporaine, de Werner
Heisenberg; Wholeness and the Implicate Order, de David Bohm; y
Speakable and Unspeakable in Quantum Mechanic, de John Bell. También
biografías como Subtil É o Senhor — Vida e Pensamento de Albert Einstein,
de Abraham Pais, Einstein — A Life, de Denis Brian; Deyond Uncertainty —
Heisenberg, Quantum Physics, and the Bomb, de David Cassidy; y Erwin
Schrödinger and the Quantum Revolution, de John Gribbin.
Igualmente útiles fueron artículos clásicos como “Physics and reality” y
“Reply to criticisms”, de Albert Einstein; “Can
quantum-mechanical description of physical reality be considered
complete?”, de Albert Einstein, Boris Podolsky y Nathan Rosen;
“Discussions with Einstein on epistemological problems in atomic physics”,
“The quantum postulate and the recent development of atomic theory?”, de
Niels Bohr; “The fundamental idea of wave mechanics” y “The present
situation in quantum mechanics”, de Erwin Schrödinger: “The development
of quantum mechanics”, de Werner Heisenberg; “The statistical interpretation
of quantum mechanics”, de Max Born; “Remarks on the mind-body
problem”, de Eugene Wigner; “Einstein and the quantum theory”, de
Abraham Pais; “Quantum Theory, the Church-Turing principle and the
universal quantum computer”, de David Deutsch; “The wave function: it or
bit?” y “Quantum discreteness is an illusion”, de Dieter Zeh; “Is the moon
there when nobody looks? Reality and the quantum theory”, de David
Mermin; “On the Einstein-Podolsky-Rosen Paradox”, “On the problem of
hidden variables in quantum mechanics” y “On the imposible pilot wave”, de
John Bell; “John Bell and the second quantum revolution”, de Alain Aspect;
“Experimental test of Bell’s inequalities using time-varying analyzers” y
“Experimental realization of Einstein-Podolsky-Rosen-Bohm
Gedankenexperiment: a new violation of Bell’s inequalities”, de Alain
Aspect, Jean Dalibard y Gérard Roger; “Experiment and the foundation of
quantum physics”, de Anton Zeilinger; “A quantum renaissance”, de Anton
Zeilinger y Markus Aspelmeyer; “Happy centenary, photon”, de Anton
Zeilinger, Gregor Weihs, Thomas Jennewein y Markus Aspelmeyer; “The
theory of the universal wave function” y “‘Relative State’ formulation of
quantum mechanics”, de Hugh Everett III; “The state of the universe” y
“Theories of everything and Hawking’s wave function of the universe”, de
James Hartle; “Quantum theory of gravity. I. The canonical theory”, de Bryce
DeWitt; “Interference fringes with feeble light”, de G.I. Taylor; “Quantum
eraser: a proposed photo correlation experiment concerning observation and
‘delayd choice’ in quantum mechanics”, de Marlan Scully y Kai Drühl; y
“Observation of a ‘quantum eraser’: a revival of coherence in a two-photon
interference experiment”, de Paul Kwiat, Aephraim Steinberg y Raymond
Chiao.
Otras obras de ciencia que me sirvieron de fuente fueron O Grande
Designio, de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow; The Feynman Lectures
on Physics — Volume III: Quantum Mechanics, QED — A Estranha Teoria
da Luz e da Matéria y The Character of Physical Law, de Richard Feynman;
O Universo Elegante — Supercordas, Dimensões Ocultas e a Busca de
Teoria Final, The Hidden Reality — Parallel Universes and the Deep Laws
of the Cosmos y O Tecido do Cosmos — Espaço, Tempo e Textura da
Realidade, de Brian Greene; Quantum — Einstein, Bohr and the Great
Debate about the Nature of Reality, de Manjit Kumar; The Quantum Story —
A History in 40 Moments, de Jim Baggott; Quantum Theory at the
Crossroads: reconsidering the 1927 Solvay Conference, de Guido
Bacciagaluppi y Antony Valentini; Decoding the universe, de Charles Seife;
Programming the Universe — A Quantum Computer Scientist Takes on the
Cosmos, de Seth Lloyd; Parallel Worlds — A Journey Through Creation,
Higher Dimensions, and the Future of the Cosmos, de Michio Kaku;
Decoding Reality — The Universe as Quantum Information, de Vlatko
Vedral; Higgs Force — Cosmic Symmetry Shattered, de Nicholas Mee; The
God Particle — If the Universe Is the Answer What Is the Question?, de Leon
Lederman; The Quantum Frontier — The Large Hadron Collider, de Don
Lincoln; Present at the Creation — Discovering the Higgs Boson, de Amir D.
Aczel; Higgs Discovery — The Power of Empty Space, de Lisa Randall; The
God Effect — Quantum Entanglement, Science’s Strangest Phenomenon, de
Brian Clegg; The Big Questions — Physics, de Michael Brooks; 50 Quantum
Physics Ideas, de Joanne Bake; Quantum Enigma, de Bruce Rosenblum y
Fred Kuttner; The Cosmic Code — Quantum Physics as the Language of
Nature, de Heinz R. Pagels; Theories of the Universe, de Gary Moring; Les
voies de la lumière — Physique et métaphysique du clair-obscur, de Trinh
Xuan Thuan; In Search of Schrödinger’s Cat — Quantum Physics and
Reality y Schrödinger’s Kittens and the Search of Reality — Solving the
Quantum Mysteries, de John Gribbin; The Physics of Consciousness, de Evan
Harris Walker; Biocentrism, de Robert Lanza; Crónicas dos Átomos e das
Galáxias, de Hubert Reeves; The Self-Aware Universe, de Amit Goswami,
Maggie Goswami y Richard Reed; The Goldilocks Enigma — Why Is the
Universe Just Right for Life? Y God & The New Physics, de Paul Davies;
The Matter Myth — Dramatic Discoveries That Challege Our Understanding
of Physical Reality, de Paul Davies y John Gribbin; y Information and the
Nature of Reality — From Physics to Metaphysics, de Paul Davies y John
Gribbin.
A propósito de la muerte y de las experiencias cercanas a la muerte, más
comunes de lo que se piensa, consulté Spook — Science Tackles the Afterlife,
de Mary Roach; y What Happens When We Die — A Groundbreaking Study
into the Nature of Life and Death, de Sam Parnia.
No puedo dejar de agradecer a varias personas, comenzando por el
científico canadiense Hubert Reeves, que en una interesante conversación en
su casa en París me llamó la atención sobre la importancia de los teoremas de
Bell y así entreabrí la puerta que me iría a llevar a escribir esta novela. Un
enorme agradecimiento también a mis revisores científicos, incluyendo Pedro
Ferreira, profesor de Física del Instituto Superior de Ingeniería de Lisboa y
del Centro de Física Teórica y Computacional de la Universidad de Lisboa, y
Carlos Costa Leite, profesor de Ciencias Cognitivas y Computacionales de la
Universidad Lusófona. Como es evidente, y como siempre, ninguno de mis
revisores científicos tiene la menor responsabilidad por las conjeturas
presentadas en mis libros ni por cualquier eventual error que haya
sobrevivido a su análisis como resultado inadvertido de mi habitual
obstinación.
Agradecimientos también a los varios científicos portugueses que en
Ginebra me desvendaron los secretos del CERN, incluyendo a Paulo Gomes
por la visita guiada al complejo y a su cerebro, el control room; a Ana
Henriques, que me llevó por las profundidades hasta la caverna donde se
esconde el Atlas, el colosal detector donde fue creado el punto más caliente
de todo el universo y donde fue identificada la Partícula de Dios; a Miguel
Bastos, que me mostró la tecnología usada en el gigantesco túnel del Gran
Acelerador de Hadrones; a João Correia Fernandes, que me guió por el data
center del CERN; y a los otros científicos del CERN que me solicitaron
anonimato. Un agradecimiento que se extiende a Eric Deguides, por haberme
servido de guía en Bruselas en el Instituto de Fisiología del Parque Leopold,
precisamente el lugar donde Einstein y Bohr debatieron la naturaleza de la
realidad en el famosos V Congreso Solvay de 1927; a Paulo Ornelas Flor, de
la PSP; a mis editores en todo el mundo, de Guilherme Valente y todo el
equipo de Gradiva en Lisboa a los editores y respectivos equipos en París,
Barcelona, Roma, Ámsterdam, Moscú, Plovdiv, Budapest, Bucarest, Praga,
Helsinki, Oslo, Atenas, Estambul, Nueva York, Bangkok, Río de Janeiro y
tantas otras ciudades, países y lenguas. Gracias también a usted, querido
lector, por embarcarse, conmigo en este viaje. El último agradecimiento,
claro, va para Florbela, siempre mi primera pasajera.
Antes de acabar, un último enigma. En las páginas de esta novela oculté la
respuesta que la sabiduría antigua encontró sobre el universo que nos rodea,
una solución que hoy se cree que es verdadera. Descífrelo en la primera letra
de cada capítulo, desde el prólogo hasta el capítulo final, y descubrirá las
puertas que dan acceso al gran misterio de la existencia.
Como el cuerpo humano, así es el cuerpo cósmico,
Como la mente humana, así es la mente cósmica,
Como el microcosmos, así es el macrocosmos,
Como el átomo, así es el universo.
Los Upanishads