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El pasaje de Conwell hace varias observaciones excelentes. La primera de ellas se
refiere a la capacidad de generar confianza. De todos modos los atributos necesarios
para hacerse rico, hacer que los demás confíen en ti debe entrar en los primeros
puestos de la lista. Piénsalo: ¿harías negocios con una persona en quien no confiases,
al menos, hasta cierto punto? ¡Ni hablar! Eso significa que para hacerte rico es muy
probable que mucha, mucha, mucha gente deba confiar en ti, y también es muy
probable que para que esa mucha gente confíe en ti, tengas que ser totalmente digno
de confianza.
¿Qué otros rasgos necesita una persona para hacerse rica y —lo que es incluso
más importante— permaneces rica? No cabe duda de que siempre hay excepciones a
cualquier regla, pero en general, ¿cómo has de ser para tener éxito en cualquier cosa?
Pruébate alguna de estas características, a ver cómo te quedan: positivo, fiable,
centrado, decidido, persistente, trabajador, enérgico, bueno con los demás,
comunicador competente, medianamente inteligente y experto en, al menos, un área o
un tema concreto.
Otro elemento interesante del pasaje de Conwell es que haya tanta gente
condicionada para creer que no se puede ser rico y buena persona o espiritual. Antes
también yo pensaba así. Como a muchos de nosotros, a mi me enseñaron —amigos,
profesores, medios de comunicación y el resto de la sociedad— que la ente rica era,
de alguna manera, mala, que eran todos mezquinos y avariciosos. Una vez más, ¡otra
forma de pensar que acabó siento pura tontería! Respaldado por mi propia
experiencia del mundo real, más que por el viejo mito basado en el miedo, me he
encontrado con que las personas más ricas que conozco son también las mas
agradables.
Cuando me trasladé a San Diego, nos mudamos a una casa situada en una de las
partes más ricas de la ciudad. Nos encantaba la belleza de la casa y de la zona, pero
yo me sentía inquieto porque no conocía a nadie y tenía la sensación de no haber
encajado aún. Mi plan era permanecer en un discreto segundo término y no
mezclarme mucho con aquellos ricos esnobs. Sin embargo, mientras el universo
registraba mis intenciones, mis hijos, que entonces tenían cinco y siete años, se
hicieron amigos de los otros niños del vecindario, y tardé bien poco en estar
llevándolos en coche a aquellas mansiones para dejarlos jugar. Me recuerdo llamando
a una puerta de madera increíblemente tallada que tenía, al menos, seis metros de
altura. La mamá abrió y, con la voz más cordial que jamás había oído, dijo; “Harv,
cuánto me alegro conocerte, pasa”. Yo estaba un poco desconcertado mientras ella me
servia un poco de te helado y me traía un cuenco de truta. “¿Dónde está el truco?”,
seguía queriendo saber mi escéptica mente. Entonces entró su marido, que venía de
jugar con sus hijos en la piscina. Ese fue más simpático si cabe “Harv, estamos tan
contentos de tenerte en el vecindario... Tienes que venir a nuestra barbacoa esta noche
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