El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
virgen madre de la tierra; Santa Rosa, por su primer hijo, por suprimera gloria, ve a tu hijo estrujado en su espíritu, en su chulel.En muchos casos el catolicismo sólo recubre las antiguas creenciascosmogónicas. He aquí cómo el mismo chamula, Juan Pérez Jolote, nuestrocontemporáneo según el Registro Civil, nuestro antepasado si se atiende asus creencias, describe la imagen de Cristo en una iglesia de su pueblo,explicando lo que significa para él y su raza:Éste que está encajonado es el Señor San Manuel; se llamatambién señor San Salvador, o señor San Mateo; es el que cuida a lagente, a las criaturas. A él se le pide que cuide a uno en la casa, enlos caminos, en la tierra. Este otro que está en la cruz es también elseñor San Mateo; está enseñando, está mostrando cómo se muere enla cruz, para enseñarnos a respetar… antes de que naciera SanManuel, el sol estaba frío igual que la luna. En la tierra vivían lospukujes, que se comían a la gente. El sol empezó a calentar cuandonació el niño Dios, que es hijo de la Virgen, el señor SanSalvador [7] .En el relato del chamula, caso extremo y por lo tanto ejemplar, esvisible la superposición religiosa y la presencia imborrable de los mitosindígenas. Antes del nacimiento de Cristo, el sol —ojo de Dios— nocalienta. El astro es un atributo de la divinidad. De ahí que el chamularepita que gracias a la presencia de Dios la naturaleza se pone en marcha.¿No es esta una versión, muy deformada, del hermoso mito de la creacióndel mundo? En Teotihuacán los dioses también se enfrentan al problema delastro-fuente-de-vida. Y sólo el sacrificio de Quetzalcóatl pone enmovimiento al sol y salva al mundo del incendio sagrado. La persistenciadel mito precortesiano subraya la diferencia entre la concepción cristiana yla indígena; Cristo salva al mundo porque nos redime y lava la mancha delpecado original. Quetzalcóatl no es tanto un dios redentor como re-creador.
La noción del pecado para los indios está todavía ligada a la idea de salud yenfermedad, personal, social y cósmica. Para el cristiano se trata de salvarel alma individual, desprendida del grupo y del cuerpo. El cristianismocondena al mundo; el indio sólo concibe la salvación personal como partede la del cosmos y de la sociedad.Nada ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, fuerzaconstante que da permanencia a nuestra nación y hondura a la vida afectivade los desposeídos. Pero nada tampoco ha logrado hacerla más despierta yfecunda, ni siquiera la mexicanización del catolicismo, ni siquiera la Virgende Guadalupe. Por eso los mejores no han vacilado en desprenderse delcuerpo de la Iglesia y salir a la intemperie. Allí, en la soledad y desnudezdel combate espiritual, han respirado un poco de ese «aire religioso fresco»que pedía Jorge Cuesta.LA ÉPOCA de Carlos II es una de las más tristes y vacías de la Historia deEspaña. Todas sus reservas espirituales habían sido devoradas por el fuegode una vida y un arte dinámicos, desgarrados por los extremos y lasantítesis. La decadencia de la cultura española en la Península coincide consu mediodía en América. El arte barroco alcanza un momento de plenituden este período. Los mejores no sólo escriben poesía. Se interesan por laastronomía, la física o la antigüedad americana. Espíritus despiertos en unasociedad inmovilizada por la letra, presagian otra época y otraspreocupaciones, al mismo tiempo que llevan hasta sus últimasconsecuencias las tendencias estéticas de su tiempo. Y en todos ellos sedibuja una cierta oposición entre sus concepciones religiosas y lasexigencias de su curiosidad y rigor intelectuales. Algunos emprenden unaimposible síntesis. Sor Juana, por ejemplo, emprende la composición delPrimer Sueño, tentativa por conciliar ciencia y poesía, barroquismo eiluminismo.Sería inexacto identificar el drama de esta generación con el quedesgarra a sus contemporáneos europeos y que el siglo XVIII hará patente. Elconflicto que los habita —y que acaba por reducirlos al silencio— no estanto el de la fe y la razón como el de la petrificación de unas creencias que
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La noción del pecado para los indios está todavía ligada a la idea de salud y
enfermedad, personal, social y cósmica. Para el cristiano se trata de salvar
el alma individual, desprendida del grupo y del cuerpo. El cristianismo
condena al mundo; el indio sólo concibe la salvación personal como parte
de la del cosmos y de la sociedad.
Nada ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, fuerza
constante que da permanencia a nuestra nación y hondura a la vida afectiva
de los desposeídos. Pero nada tampoco ha logrado hacerla más despierta y
fecunda, ni siquiera la mexicanización del catolicismo, ni siquiera la Virgen
de Guadalupe. Por eso los mejores no han vacilado en desprenderse del
cuerpo de la Iglesia y salir a la intemperie. Allí, en la soledad y desnudez
del combate espiritual, han respirado un poco de ese «aire religioso fresco»
que pedía Jorge Cuesta.
LA ÉPOCA de Carlos II es una de las más tristes y vacías de la Historia de
España. Todas sus reservas espirituales habían sido devoradas por el fuego
de una vida y un arte dinámicos, desgarrados por los extremos y las
antítesis. La decadencia de la cultura española en la Península coincide con
su mediodía en América. El arte barroco alcanza un momento de plenitud
en este período. Los mejores no sólo escriben poesía. Se interesan por la
astronomía, la física o la antigüedad americana. Espíritus despiertos en una
sociedad inmovilizada por la letra, presagian otra época y otras
preocupaciones, al mismo tiempo que llevan hasta sus últimas
consecuencias las tendencias estéticas de su tiempo. Y en todos ellos se
dibuja una cierta oposición entre sus concepciones religiosas y las
exigencias de su curiosidad y rigor intelectuales. Algunos emprenden una
imposible síntesis. Sor Juana, por ejemplo, emprende la composición del
Primer Sueño, tentativa por conciliar ciencia y poesía, barroquismo e
iluminismo.
Sería inexacto identificar el drama de esta generación con el que
desgarra a sus contemporáneos europeos y que el siglo XVIII hará patente. El
conflicto que los habita —y que acaba por reducirlos al silencio— no es
tanto el de la fe y la razón como el de la petrificación de unas creencias que