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El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_

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Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se

sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su

caída. Se corre el riesgo de no comprender el sentido que tenían esos signos

y profecías para los indios si se olvida su concepción cíclica del tiempo.

Según ocurre con muchos otros pueblos y civilizaciones, para los aztecas el

tiempo no era una medida abstracta y vacía de contenido, sino algo

concreto, una fuerza, sustancia o fluido que se gasta y consume. De ahí la

necesidad de los ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el siglo.

Pero el tiempo —o más exactamente: los tiempos— además de constituir

algo vivo que nace, crece, decae, renace, era una sucesión que regresa. Un

tiempo se acaba; otro vuelve. La llegada de los españoles fue interpretada

por Moctezuma —al menos al principio— no tanto como un peligro

«exterior» sino como el acabamiento interno de una era cósmica y el

principio de otra. Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; pero

regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.

Resulta más patética esta deserción divina cuando se piensa en la

juventud y vigor del naciente Estado. Todos los viejos imperios, como

Roma y Bizancio, sienten la seducción de la muerte al final de su historia.

Los ciudadanos se alzan de hombros cuando llega, siempre tardío, el golpe

final del extraño. Hay un cansancio imperial y la servidumbre parece carga

ligera al que siente la fatiga del poder. Los aztecas experimentan el calosfrío

de la muerte en plena juventud, cuando marchaban hacia la madurez. En

suma, la conquista de México es un hecho histórico en el que intervienen

muchas y muy diversas circunstancias, pero se olvida con frecuencia la que

me parece más significativa: el suicidio del pueblo azteca. Recordemos que

la fascinación ante la muerte no es tanto un rasgo de madurez o de vejez

como de juventud. Mediodía y medianoche son horas de suicidio ritual. Al

mediodía, durante un instante, todo se detiene y vacila; la vida, como el sol,

se pregunta a sí misma si vale la pena seguir. En ese momento de

inmovilidad, que es también de vértigo, a la mitad de su carrera, el pueblo

azteca alza la cara: los signos celestes le son adversos. Y siente la atracción

de la muerte:

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