El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y ajenas. Esta síntesisno era el fruto de un movimiento religioso popular, como las religionesproletarias que se difunden en el mundo antiguo al iniciarse el cristianismo,sino la tarea de una casta, colocada en el pináculo de la pirámide social. Lassistematizaciones, adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejanque en la esfera de las creencias también se procedía por superposición —característica de las ciudades prehispánicas—. Del mismo modo que unapirámide azteca recubre a veces un edificio más antiguo, la unificaciónreligiosa solamente afectaba a la superficie de la conciencia, dejandointactas las creencias primitivas. Esta situación prefiguraba la queintroduciría el catolicismo, que también es una religión superpuesta a unfondo religioso original y siempre viviente. Todo preparaba la dominaciónespañola.La Conquista de México sería inexplicable sin estos antecedentes. Lallegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos porlos aztecas. Los diversos estados-ciudades se alían a los conquistadores ocontemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la caída de cada uno desus rivales y en particular del más poderoso: Tenochtitlán. Pero ni el geniopolítico de Cortés, ni la superioridad técnica —ausente en hechos de armasdecisivos como la batalla de Otumba—, ni la defección de vasallos yaliados, hubieran logrado la ruina del Imperio azteca si éste no hubiesesentido de pronto un desfallecimiento, una duda íntima que lo hizo vacilar yceder. Cuando Moctezuma abre las puertas de Tenochtitlán a los españolesy recibe a Cortés con presentes, los aztecas pierden la partida. Su lucha finales un suicido y así lo dan a entender todos los textos que tenemos sobre esteacontecimiento grandioso y sombrío.¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinadopor los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exageradollamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lohan abandonado. La gran traición con que comienza la historia de Méxicono es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de losdioses.
Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como sesintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron sucaída. Se corre el riesgo de no comprender el sentido que tenían esos signosy profecías para los indios si se olvida su concepción cíclica del tiempo.Según ocurre con muchos otros pueblos y civilizaciones, para los aztecas eltiempo no era una medida abstracta y vacía de contenido, sino algoconcreto, una fuerza, sustancia o fluido que se gasta y consume. De ahí lanecesidad de los ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el siglo.Pero el tiempo —o más exactamente: los tiempos— además de constituiralgo vivo que nace, crece, decae, renace, era una sucesión que regresa. Untiempo se acaba; otro vuelve. La llegada de los españoles fue interpretadapor Moctezuma —al menos al principio— no tanto como un peligro«exterior» sino como el acabamiento interno de una era cósmica y elprincipio de otra. Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; peroregresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.Resulta más patética esta deserción divina cuando se piensa en lajuventud y vigor del naciente Estado. Todos los viejos imperios, comoRoma y Bizancio, sienten la seducción de la muerte al final de su historia.Los ciudadanos se alzan de hombros cuando llega, siempre tardío, el golpefinal del extraño. Hay un cansancio imperial y la servidumbre parece cargaligera al que siente la fatiga del poder. Los aztecas experimentan el calosfríode la muerte en plena juventud, cuando marchaban hacia la madurez. Ensuma, la conquista de México es un hecho histórico en el que intervienenmuchas y muy diversas circunstancias, pero se olvida con frecuencia la queme parece más significativa: el suicidio del pueblo azteca. Recordemos quela fascinación ante la muerte no es tanto un rasgo de madurez o de vejezcomo de juventud. Mediodía y medianoche son horas de suicidio ritual. Almediodía, durante un instante, todo se detiene y vacila; la vida, como el sol,se pregunta a sí misma si vale la pena seguir. En ese momento deinmovilidad, que es también de vértigo, a la mitad de su carrera, el puebloazteca alza la cara: los signos celestes le son adversos. Y siente la atracciónde la muerte:
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sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y ajenas. Esta síntesis
no era el fruto de un movimiento religioso popular, como las religiones
proletarias que se difunden en el mundo antiguo al iniciarse el cristianismo,
sino la tarea de una casta, colocada en el pináculo de la pirámide social. Las
sistematizaciones, adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejan
que en la esfera de las creencias también se procedía por superposición —
característica de las ciudades prehispánicas—. Del mismo modo que una
pirámide azteca recubre a veces un edificio más antiguo, la unificación
religiosa solamente afectaba a la superficie de la conciencia, dejando
intactas las creencias primitivas. Esta situación prefiguraba la que
introduciría el catolicismo, que también es una religión superpuesta a un
fondo religioso original y siempre viviente. Todo preparaba la dominación
española.
La Conquista de México sería inexplicable sin estos antecedentes. La
llegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos por
los aztecas. Los diversos estados-ciudades se alían a los conquistadores o
contemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la caída de cada uno de
sus rivales y en particular del más poderoso: Tenochtitlán. Pero ni el genio
político de Cortés, ni la superioridad técnica —ausente en hechos de armas
decisivos como la batalla de Otumba—, ni la defección de vasallos y
aliados, hubieran logrado la ruina del Imperio azteca si éste no hubiese
sentido de pronto un desfallecimiento, una duda íntima que lo hizo vacilar y
ceder. Cuando Moctezuma abre las puertas de Tenochtitlán a los españoles
y recibe a Cortés con presentes, los aztecas pierden la partida. Su lucha final
es un suicido y así lo dan a entender todos los textos que tenemos sobre este
acontecimiento grandioso y sombrío.
¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado
por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado
llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lo
han abandonado. La gran traición con que comienza la historia de México
no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los
dioses.