El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
prendas de resurrección, por una parte y, asimismo, reiteración de que lavida es la máscara dolorosa de la muerte.El fervor del culto al Dios hijo podría explicarse, a primera vista, comoherencia de las religiones prehispánicas. En efecto, a la llegada de losespañoles casi todas las grandes divinidades masculinas —con la excepciónde Tláloc, niño y viejo simultáneamente, deidad de mayor antigüedad—eran dioses hijos, como Xipe, dios del maíz joven, y Huitzilopochtli, el«guerrero del Sur». Quizá no sea ocioso recordar que el nacimiento deHuitzilopochtli ofrece más de una analogía con el de Cristo: también él esconcebido sin contacto carnal; el mensajero divino también es un pájaro(que deja caer una pluma en el regazo de Coatlicue); y, en fin, también elniño Huitzilopochtli debe escapar de la persecución de un Herodes mítico.Sin embargo, es abusivo utilizar estas analogías para explicar la devoción aCristo, como lo sería atribuirla a una mera supervivencia del culto a losdioses hijos. El mexicano venera al Cristo sangrante y humillado, golpeadopor los soldados, condenado por los jueces, porque ve en él la imagentransfigurada de su propio destino. Y esto mismo lo lleva a reconocerse enCuauhtémoc, el joven Emperador azteca destronado, torturado y asesinadopor Cortés.Cuauhtémoc quiere decir «águila que cae». El jefe mexica asciende alpoder al iniciarse el sitio de México-Tenochtitlán, cuando los aztecas hansido abandonados sucesivamente por sus dioses, sus vasallos y sus aliados.Asciende sólo para caer, como un héroe mítico. Inclusive su relación con lamujer se ajusta al arquetipo de héroe joven, a un tiempo amante e hijo de laDiosa. Así, López Velarde dice que Cuauhtémoc sale al encuentro deCortés, es decir, al sacrificio final, «desprendido del pecho curvo de laEmperatriz». Es un guerrero pero también un niño. Sólo que el cicloheroico no se cierra: héroe caído, aún espera su resurrección. No essorprendente que, para la mayoría de los mexicanos, Cuauhtémoc sea el«joven abuelo», el origen de México: la tumba del héroe es la cuna delpueblo. Tal es la dialéctica de los mitos y Cuauhtémoc, antes que una figurahistórica, es un mito. Y aquí interviene otro elemento decisivo, analogía quehace de esta historia un verdadero poema en busca de un desenlace: se
ignora el lugar de la tumba de Cuauhtémoc. El misterio del paradero de susrestos es una de nuestras obsesiones. Encontrarlo significa nada menos quevolver a nuestro origen, reanudar nuestra filiación, romper la soledad.Resucitar.Si se interroga a la tercera figura de la tríada, la Madre, escucharemosuna respuesta doble. No es un secreto para nadie que el catolicismomexicano se concentra en el culto a la Virgen de Guadalupe. En primertérmino: se trata de una Virgen india; enseguida: el lugar de su aparición(ante el indio Juan Diego) es una colina que fue antes santuario dedicado aTonantzin, «nuestra madre», diosa de la fertilidad entre los aztecas. Comoes sabido, la Conquista coincide con el apogeo del culto a dos divinidadesmasculinas: Quetzalcóatl, el dios del autosacrificio (crea el mundo, según elmito, arrojándose a la hoguera, en Teotihuacán) y Huitzilopochtli, el jovendios guerrero que sacrifica. La derrota de estos dioses —pues eso fue laConquista para el mundo indio: el fin de un ciclo cósmico y la instauraciónde un nuevo reinado divino— produjo entre los fieles una suerte de regresohacia las antiguas divinidades femeninas. Este fenómeno de vuelta a laentraña materna, bien conocido de los psicólogos, es sin duda una de lascausas determinantes de la rápida popularidad del culto a la Virgen. Ahorabien, las deidades indias eran diosas de fecundidad, ligadas a los ritmoscósmicos, los procesos de vegetación y los ritos agrarios. La Virgen católicaes también una Madre (Guadalupe-Tonantzin la llaman aún algunosperegrinos indios) pero su atributo principal no es velar por la fertilidad dela tierra sino ser el refugio de los desamparados. La situación ha cambiado:no se trata ya de asegurar las cosechas sino de encontrar un regazo. LaVirgen es el consuelo de los pobres, el escudo de los débiles, el amparo delos oprimidos. En suma, es la Madre de los huérfanos. Todos los hombresnacimos desheredados y nuestra condición verdadera es la orfandad, peroesto es particularmente cierto para los indios y los pobres de México. Elculto a la Virgen no sólo refleja la condición general de los hombres sinouna situación histórica concreta, tanto en lo espiritual como en lo material.Y hay más: Madre universal, la Virgen es también la intermediaria, la
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prendas de resurrección, por una parte y, asimismo, reiteración de que la
vida es la máscara dolorosa de la muerte.
El fervor del culto al Dios hijo podría explicarse, a primera vista, como
herencia de las religiones prehispánicas. En efecto, a la llegada de los
españoles casi todas las grandes divinidades masculinas —con la excepción
de Tláloc, niño y viejo simultáneamente, deidad de mayor antigüedad—
eran dioses hijos, como Xipe, dios del maíz joven, y Huitzilopochtli, el
«guerrero del Sur». Quizá no sea ocioso recordar que el nacimiento de
Huitzilopochtli ofrece más de una analogía con el de Cristo: también él es
concebido sin contacto carnal; el mensajero divino también es un pájaro
(que deja caer una pluma en el regazo de Coatlicue); y, en fin, también el
niño Huitzilopochtli debe escapar de la persecución de un Herodes mítico.
Sin embargo, es abusivo utilizar estas analogías para explicar la devoción a
Cristo, como lo sería atribuirla a una mera supervivencia del culto a los
dioses hijos. El mexicano venera al Cristo sangrante y humillado, golpeado
por los soldados, condenado por los jueces, porque ve en él la imagen
transfigurada de su propio destino. Y esto mismo lo lleva a reconocerse en
Cuauhtémoc, el joven Emperador azteca destronado, torturado y asesinado
por Cortés.
Cuauhtémoc quiere decir «águila que cae». El jefe mexica asciende al
poder al iniciarse el sitio de México-Tenochtitlán, cuando los aztecas han
sido abandonados sucesivamente por sus dioses, sus vasallos y sus aliados.
Asciende sólo para caer, como un héroe mítico. Inclusive su relación con la
mujer se ajusta al arquetipo de héroe joven, a un tiempo amante e hijo de la
Diosa. Así, López Velarde dice que Cuauhtémoc sale al encuentro de
Cortés, es decir, al sacrificio final, «desprendido del pecho curvo de la
Emperatriz». Es un guerrero pero también un niño. Sólo que el ciclo
heroico no se cierra: héroe caído, aún espera su resurrección. No es
sorprendente que, para la mayoría de los mexicanos, Cuauhtémoc sea el
«joven abuelo», el origen de México: la tumba del héroe es la cuna del
pueblo. Tal es la dialéctica de los mitos y Cuauhtémoc, antes que una figura
histórica, es un mito. Y aquí interviene otro elemento decisivo, analogía que
hace de esta historia un verdadero poema en busca de un desenlace: se