El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
Los regímenes totalitarios no han hecho sino extender y generalizar, pormedio de la fuerza o de la propaganda, esta condición. Todos los hombressometidos a su imperio la padecen. En cierto sentido se trata de unatransposición a la esfera social y política de los sistemas económicos delcapitalismo. La producción en masa se logra a través de la confección depiezas sueltas que luego se unen en talleres especiales. La propaganda y laacción política totalitaria —así como el terror y la represión— obedecen almismo sistema. La propaganda difunde verdades incompletas, en serie ypor piezas sueltas. Más tarde esos fragmentos se organizan y se conviertenen teorías políticas, verdades absolutas para las masas. El terror obedece almismo principio. La persecución comienza contra grupos aislados —razas,clases, disidentes, sospechosos—, hasta que gradualmente alcanza a todos.Al iniciarse, una parte del pueblo contempla con indiferencia el exterminiode otros grupos sociales o contribuye a su persecución, pues se exasperanlos odios internos. Todos se vuelven cómplices y el sentimiento de culpa seextiende a toda la sociedad. El terror se generaliza: ya no hay sinopersecutores y perseguidos. El persecutor, por otra parte, se transforma muyfácilmente en perseguido. Basta una vuelta de la máquina política. Y nadieescapa a esta dialéctica feroz, ni los dirigentes.El mundo del terror, como el de la producción en serie, es un mundo decosas, de útiles. (De ahí la vanidad de la disputa sobre la validez históricadel terror moderno). Y los útiles nunca son misteriosos o enigmáticos, puesel misterio proviene de la indeterminación del ser o del objeto que locontiene. Un anillo misterioso se desprende inmediatamente del géneroanillo; adquiere vida propia, deja de ser un objeto. En su forma yace,escondida, presta a saltar, la sorpresa. El misterio es una fuerza o una virtudoculta, que no nos obedece y que no sabemos a qué hora y cómo va amanifestarse. Pero los útiles no esconden nada, no nos preguntan nada ynada nos responden. Son inequívocos y transparentes. Merasprolongaciones de nuestras manos, no poseen más vida que la que nuestravoluntad les otorga. Nos sirven; luego, gastados, viejos, los arrojamos sinpesar al cesto de la basura, al cementerio de automóviles, al campo de
concentración. O los cambiamos a nuestros aliados o enemigos por otrosobjetos.Todas nuestras facultades, y también todos nuestros defectos, se oponena esta concepción del trabajo como esfuerzo impersonal, repetido en igualesy vacías porciones de tiempo: la lentitud y cuidado en la tarea, el amor porla obra y por cada uno de los detalles que la componen, el buen gusto,innato ya, a fuerza de ser herencia milenaria. Si no fabricamos productos enserie, sobresalimos en el arte difícil, exquisito e inútil de vestir pulgas. Loque no quiere decir que el mexicano sea incapaz de convertirse en lo que sellama un buen obrero. Todo es cuestión de tiempo. Y nada, excepto uncambio histórico cada vez más remoto e impensable, impedirá que elmexicano deje de ser un problema, un ser enigmático, y se convierta en unaabstracción más.Mientras llega ese momento, que resolverá —aniquilándolas— todasnuestras contradicciones, debo señalar que lo extraordinario de nuestrasituación reside en que no solamente somos enigmáticos ante los extraños,sino ante nosotros mismos. Un mexicano es un problema siempre, para otromexicano y para sí mismo. Ahora bien, nada más simple que reducir todo elcomplejo grupo de actitudes que nos caracteriza —y en especial la queconsiste en ser un problema para nosotros mismos— a lo que se podríallamar «moral de siervo», por oposición no solamente a la «moral deseñor», sino a la moral moderna, proletaria o burguesa.La desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso alextraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludirla mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gentedominada, que teme y que finge frente al señor. Es revelador que nuestraintimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la fiesta, elalcohol o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se presentansiempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta. Y únicamente asolas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal como son.Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo. Miedo alseñor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cadacompañero puede ser también un traidor. Para salir de sí mismo el siervo
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concentración. O los cambiamos a nuestros aliados o enemigos por otros
objetos.
Todas nuestras facultades, y también todos nuestros defectos, se oponen
a esta concepción del trabajo como esfuerzo impersonal, repetido en iguales
y vacías porciones de tiempo: la lentitud y cuidado en la tarea, el amor por
la obra y por cada uno de los detalles que la componen, el buen gusto,
innato ya, a fuerza de ser herencia milenaria. Si no fabricamos productos en
serie, sobresalimos en el arte difícil, exquisito e inútil de vestir pulgas. Lo
que no quiere decir que el mexicano sea incapaz de convertirse en lo que se
llama un buen obrero. Todo es cuestión de tiempo. Y nada, excepto un
cambio histórico cada vez más remoto e impensable, impedirá que el
mexicano deje de ser un problema, un ser enigmático, y se convierta en una
abstracción más.
Mientras llega ese momento, que resolverá —aniquilándolas— todas
nuestras contradicciones, debo señalar que lo extraordinario de nuestra
situación reside en que no solamente somos enigmáticos ante los extraños,
sino ante nosotros mismos. Un mexicano es un problema siempre, para otro
mexicano y para sí mismo. Ahora bien, nada más simple que reducir todo el
complejo grupo de actitudes que nos caracteriza —y en especial la que
consiste en ser un problema para nosotros mismos— a lo que se podría
llamar «moral de siervo», por oposición no solamente a la «moral de
señor», sino a la moral moderna, proletaria o burguesa.
La desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al
extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir
la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente
dominada, que teme y que finge frente al señor. Es revelador que nuestra
intimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la fiesta, el
alcohol o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se presentan
siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta. Y únicamente a
solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal como son.
Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo. Miedo al
señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cada
compañero puede ser también un traidor. Para salir de sí mismo el siervo