El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentossintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estadopolicíaco, de la exterminación atómica y del «murder story». Nadie piensaen la muerte, en su propia muerte, en su muerte propia, como quería Rilke,porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino elfruto de la colectivización de la vida.También para el mexicano moderno la muerte carece de significación.Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero laintrascendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vidadiaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es lapalabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, encambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es unode sus juguetes favoritos y su amor más permanente.Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; masal menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara conimpaciencia, desdén o ironía: «si me han de matar mañana, que me matende una vez».La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferenciaante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir,sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexionespopulares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nosasusta porque «la vida nos ha curado de espantos». Morir es natural y hastadeseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte esla otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, lanuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida ymuerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, lasegunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de lavida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos.Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestrosamores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocasveces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejercesobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo
rompemos. La presión de nuestra vitalidad, constreñida a expresarse enformas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o suicida, denuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el punto másalto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la alturadel frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos atrae.Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas susvanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos yuna mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo esmuerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo.Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos deartificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida,afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia.Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntospanes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los queríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensade la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemosinventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nosencogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa lavida?El mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes,¿se abre ante la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella,definitivamente y para siempre, pero no se entrega. Todo está lejos delmexicano, todo le es extraño y, en primer término, la muerte, la extraña porexcelencia. El mexicano no se entrega a la muerte, porque la entregaentraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige que alguien dé y alguienreciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad que lotrasciende. En un mundo intrascendente, cerrado sobre sí mismo, la muertemexicana no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma se satisface.Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más íntimas,acaso, que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de significación ydesprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra comola de aztecas y cristianos.
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higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos
sintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estado
policíaco, de la exterminación atómica y del «murder story». Nadie piensa
en la muerte, en su propia muerte, en su muerte propia, como quería Rilke,
porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el
fruto de la colectivización de la vida.
También para el mexicano moderno la muerte carece de significación.
Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la
intrascendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida
diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la
palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en
cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno
de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.
Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas
al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con
impaciencia, desdén o ironía: «si me han de matar mañana, que me maten
de una vez».
La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia
ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir,
sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones
populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos
asusta porque «la vida nos ha curado de espantos». Morir es natural y hasta
deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es
la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la
nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y
muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la
segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la
vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.
El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos.
Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros
amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas
veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce
sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo