El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
otro lugar no menos imantado de historia: el Bosque de Chapultepec. Allí elrégimen ha construido un soberbio monumento: el Museo Nacional deAntropología. Si la historia visible de México es la escritura simbólica de suhistoria invisible y si ambas son la expresión, la reiteración y la metáfora,en diversos niveles de la realidad, de ciertos momentos reprimidos ysumergidos, es evidente que en ese Museo se encuentran los elementos, asísea en dispersión de fragmentos, que podrían servirnos para reconstruir lafigura que buscamos. Pero el Museo nos ofrece algo más —y másinmediato, tangible y evidente— que los signos rotos y las piedrasdesenterradas que encierran sus alas: en él mismo y en la intención que loanima el arquetipo al fin se desvela plenamente. En efecto, la imagen quenos presenta del pasado mexicano no obedece tanto a las exigencias de laciencia como a la estética del paradigma. No es un museo sino un espejo —sólo que en esa superficie tatuada de símbolos no nos reflejamos nosotrossino que contemplamos, agigantado, el mito de México-Tenochtitlan con suHuitzilopochtli y su madre Coatlicue, su tlatoani y su Culebra Hembra, susprisioneros de guerra y sus corazones-frutos-de-nopal—. En ese espejo nonos abismamos en nuestra imagen sino que adoramos a la Imagen que nosaplasta.Entrar en el Museo de Antropología es penetrar en una arquitecturahecha de la materia solemne del mito. Hay un inmenso patio rectangular yen el patio hay un gran parasol de piedra por el que escurren el agua y la luzcon un rumor de calendarios rotos, cántaros de siglos y años que sederraman sobre la piedra gris y verde. El parasol está sostenido por una altacolumna que sería prodigiosa si no estuviese recubierta por relieves con losmotivos de la retórica oficial. Pero no es la estética sino la ética lo que memueve a hablar del Museo: allí la antropología y la historia se han puesto alservicio de una idea de la historia de México y esa idea es el cimiento, labase enterrada e inconmovible que sustenta nuestras concepciones delEstado, el poder político y el orden social. El visitante recorre encantadosala tras sala: el mundo sonriente del neolítico con sus figurillas desnudas;los «olmecas» y el cero; los mayas, mineros del tiempo y del cielo; loshuastecos y sus grandes piedras en las que la escultura tiene la simplicidad
de un dibujo lineal; la cultura de El Tajín: un arte que escapa a la pesadez«olmeca» y al hieratismo teotihuacano sin caer en el barroquismo maya, unprodigio de gracia felina; los toltecas y sus toneladas de escultura —toda ladiversidad y la complejidad de dos mil años de historia mesoamericanapresentada como prólogo al acto final, la apoteosis-apocalipsis de México-Tenochtitlan—. Apenas si debo señalar que, desde el punto de vista de laciencia y la historia, la imagen que nos ofrece el Museo de Antropología denuestro pasado precolombino es falsa. Los aztecas no representan en modoalguno la culminación de las diversas culturas que los precedieron. Másbien lo cierto sería lo contrario; su versión de la civilización mesoamericanala simplifica por una parte y, por la otra, la exagera: de ambas maneras laempobrece. La exaltación y glorificación de México-Tenochtitlantransforma el Museo de Antropología en un templo. El culto que se propagaentre sus muros es el mismo que inspira a los libros escolares de historianacional y a los discursos de nuestros dirigentes: la pirámide escalonada yla plataforma del sacrificio.¿Por qué hemos buscado entre las ruinas prehispánicas el arquetipo deMéxico? ¿Y por qué ese arquetipo tiene que ser precisamente azteca y nomaya o zapoteca o tarasco u otomí? Mi respuesta a estas preguntas noagradará a muchos: los verdaderos herederos de los asesinos del mundoprehispánico no son los españoles peninsulares sino nosotros, losmexicanos que hablamos castellano, seamos criollos, mestizos o indios.Así, el Museo expresa un sentimiento de culpa sólo que, por una operaciónde transferencia y descarga estudiada y descrita muchas veces por elpsicoanálisis, la culpabilidad se transfigura en glorificación de la víctima.Al mismo tiempo —y esto es lo que me parece decisivo— la exaltaciónfinal del periodo azteca confirma y justifica aquello que en aparienciacondena el Museo: la supervivencia, la vigencia del modelo azteca dedominación en nuestra historia moderna. Ahora bien, ya he dicho que larelación entre aztecas y españoles no es únicamente una relación deoposición: el poder español sustituye al poder azteca y así lo continúa; a suvez, el México independiente, explícita e implícitamente, prolonga latradición azteca-castellana, centralista y autoritaria. Repito: hay un puente
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de un dibujo lineal; la cultura de El Tajín: un arte que escapa a la pesadez
«olmeca» y al hieratismo teotihuacano sin caer en el barroquismo maya, un
prodigio de gracia felina; los toltecas y sus toneladas de escultura —toda la
diversidad y la complejidad de dos mil años de historia mesoamericana
presentada como prólogo al acto final, la apoteosis-apocalipsis de México-
Tenochtitlan—. Apenas si debo señalar que, desde el punto de vista de la
ciencia y la historia, la imagen que nos ofrece el Museo de Antropología de
nuestro pasado precolombino es falsa. Los aztecas no representan en modo
alguno la culminación de las diversas culturas que los precedieron. Más
bien lo cierto sería lo contrario; su versión de la civilización mesoamericana
la simplifica por una parte y, por la otra, la exagera: de ambas maneras la
empobrece. La exaltación y glorificación de México-Tenochtitlan
transforma el Museo de Antropología en un templo. El culto que se propaga
entre sus muros es el mismo que inspira a los libros escolares de historia
nacional y a los discursos de nuestros dirigentes: la pirámide escalonada y
la plataforma del sacrificio.
¿Por qué hemos buscado entre las ruinas prehispánicas el arquetipo de
México? ¿Y por qué ese arquetipo tiene que ser precisamente azteca y no
maya o zapoteca o tarasco u otomí? Mi respuesta a estas preguntas no
agradará a muchos: los verdaderos herederos de los asesinos del mundo
prehispánico no son los españoles peninsulares sino nosotros, los
mexicanos que hablamos castellano, seamos criollos, mestizos o indios.
Así, el Museo expresa un sentimiento de culpa sólo que, por una operación
de transferencia y descarga estudiada y descrita muchas veces por el
psicoanálisis, la culpabilidad se transfigura en glorificación de la víctima.
Al mismo tiempo —y esto es lo que me parece decisivo— la exaltación
final del periodo azteca confirma y justifica aquello que en apariencia
condena el Museo: la supervivencia, la vigencia del modelo azteca de
dominación en nuestra historia moderna. Ahora bien, ya he dicho que la
relación entre aztecas y españoles no es únicamente una relación de
oposición: el poder español sustituye al poder azteca y así lo continúa; a su
vez, el México independiente, explícita e implícitamente, prolonga la
tradición azteca-castellana, centralista y autoritaria. Repito: hay un puente