El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
querellas violentas entre los caudillos revolucionarios, la estabilidad es elvalor político más buscado y apreciado en México. Pero los partidarios dela estabilidad à outrance olvidan una circunstancia que trastorna todo eseedificio piramidal en apariencia tan sólido: el PRI fue concebido como unasolución de excepción y transición, de modo que la continuación de sumonopolio político tiene cierta analogía con la usurpación de México-Tenochtitlan y su pretensión de ser el eje del quinto sol. La traducción delos términos políticos contemporáneos en conceptos míticos prehispánicosno se detiene en la equivalencia entre la usurpación de la herenciarevolucionaria por el PRI y la usurpación de la herencia tolteca por México-Tenochtitlan; el quinto sol —la era del movimiento, los temblores de tierray el derrumbe de la gran pirámide— corresponde al periodo histórico quevivimos ahora en todo el mundo: revueltas, rebeliones y otros trastornossociales. Ante las agitaciones y convulsiones del quinto sol, no serán laestabilidad, la solidez y la dureza de la piedra las que nos preservarán sinola ligereza, la flexibilidad y la capacidad para cambiar. La estabilidad seresuelve en petrificación: mole pétrea de la pirámide que el sol delmovimiento resquebraja y pulveriza.La plaza de Tlatelolco está imantada por la historia. Expresión deldualismo mesoamericano, en realidad Tlatelolco fue un centro gemelo deMéxico-Tenochtitlan. Aunque nunca perdió enteramente su autonomía,después de un conato de rebelión reprimido con severidad por el tlatoaniAxayácatl, vivió en estrecha dependencia del poder central. Fue sede de lacasta de los mercaderes y su gran plaza albergaba, además de los templos,un célebre mercado que Bernal Díaz y Cortés han descrito con exaltaciónminuciosa y encantada, como si contasen un cuento. Durante el sitio ofreciótenaz resistencia a los españoles y fue el último puesto azteca que seentregó. En la inmensa explanada de piedra, como si hiciesen una apuestatemeraria, los evangelizadores plantaron —ésa es la palabra— una iglesiaminúscula. Aún está en pie. Tlatelolco es una de las raíces de México: allílos misioneros enseñaron a la nobleza indígena las letras clásicas y lasespañolas, la retórica, la filosofía y la teología; allí Sahagún fundó elestudio de la historia prehispánica… La Corona y la Iglesia interrumpieron
brutalmente esos experimentos y todavía mexicanos y españoles pagamoslas consecuencias de esta fatal interrupción: España nos aisló de nuestropasado indio y así ella misma se aisló de nosotros. (No sé si se hayareparado en que, después del extraordinario y ejemplar esfuerzo del sigloXVI, continuado parcialmente en el XVII, la contribución de España alestudio de las civilizaciones americanas es prácticamente nula). Tlatelolcovivió después una vida oscura: prisión militar, centro ferroviario, suburbiopolvoso. Hace unos años el régimen transformó el barrio en un conjunto degrandes edificios de habitación popular y quiso rescatar la plaza venerable:descubrió parte de la pirámide y frente a ella y la minúscula iglesiaconstruyó un rascacielos anónimo. El conjunto no es afortunado: tresdesmesuras en una desolación urbana. El nombre que escogieron para laplaza fue ese lugar común de los oradores el 2 de octubre: Plaza de las TresCulturas. Pero nadie usa el nombre oficial y todos dicen: Tlatelolco. No esaccidental esta preferencia por el antiguo nombre mexica: el 2 de octubre deTlatelolco se inserta con aterradora lógica dentro de nuestra historia, la realy la simbólica.Tlatelolco es la contrapartida, en términos de sangre y de sacrificio, dela petrificación del PRI. Ambos son proyecciones del mismo arquetipo,aunque con distintas funciones dentro de la dialéctica implacable de lapirámide. Como si los hechos contemporáneos fuesen una metáfora de esepasado que es un presente enterrado, la relación entre la antigua Plaza deTlatelolco y la Plaza Mayor de México-Tenochtitlan se repite ahora en laconexión entre la nueva Plaza de las Tres Culturas y el ZZócalo con suPalacio Nacional. La relación entre uno y otro lugar es explícita si seatiende a la historia visible pero también resulta simbólica apenas seadvierte que se trata de una relación que alude a lo que he llamado lahistoria invisible de México. Cierto, podemos encogemos de hombros yrecusar toda interpretación que vaya más allá de lo que dicen los periódicosy las estadísticas. Sólo que reducir el significado de un hecho a la historiavisible es negarse a la comprensión e, inclusive, someterse a una suerte demutilación espiritual. Para elucidar el verdadero carácter de la relación entreel ZZócalo y Tlatelolco debemos acudir a un tercer término e interrogar a
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brutalmente esos experimentos y todavía mexicanos y españoles pagamos
las consecuencias de esta fatal interrupción: España nos aisló de nuestro
pasado indio y así ella misma se aisló de nosotros. (No sé si se haya
reparado en que, después del extraordinario y ejemplar esfuerzo del siglo
XVI, continuado parcialmente en el XVII, la contribución de España al
estudio de las civilizaciones americanas es prácticamente nula). Tlatelolco
vivió después una vida oscura: prisión militar, centro ferroviario, suburbio
polvoso. Hace unos años el régimen transformó el barrio en un conjunto de
grandes edificios de habitación popular y quiso rescatar la plaza venerable:
descubrió parte de la pirámide y frente a ella y la minúscula iglesia
construyó un rascacielos anónimo. El conjunto no es afortunado: tres
desmesuras en una desolación urbana. El nombre que escogieron para la
plaza fue ese lugar común de los oradores el 2 de octubre: Plaza de las Tres
Culturas. Pero nadie usa el nombre oficial y todos dicen: Tlatelolco. No es
accidental esta preferencia por el antiguo nombre mexica: el 2 de octubre de
Tlatelolco se inserta con aterradora lógica dentro de nuestra historia, la real
y la simbólica.
Tlatelolco es la contrapartida, en términos de sangre y de sacrificio, de
la petrificación del PRI. Ambos son proyecciones del mismo arquetipo,
aunque con distintas funciones dentro de la dialéctica implacable de la
pirámide. Como si los hechos contemporáneos fuesen una metáfora de ese
pasado que es un presente enterrado, la relación entre la antigua Plaza de
Tlatelolco y la Plaza Mayor de México-Tenochtitlan se repite ahora en la
conexión entre la nueva Plaza de las Tres Culturas y el ZZócalo con su
Palacio Nacional. La relación entre uno y otro lugar es explícita si se
atiende a la historia visible pero también resulta simbólica apenas se
advierte que se trata de una relación que alude a lo que he llamado la
historia invisible de México. Cierto, podemos encogemos de hombros y
recusar toda interpretación que vaya más allá de lo que dicen los periódicos
y las estadísticas. Sólo que reducir el significado de un hecho a la historia
visible es negarse a la comprensión e, inclusive, someterse a una suerte de
mutilación espiritual. Para elucidar el verdadero carácter de la relación entre
el ZZócalo y Tlatelolco debemos acudir a un tercer término e interrogar a