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CRÍTICA DE LA PIRÁMIDE

A LO LARGO de estas páginas ha aparecido una y otra vez el tema de los dos

Méxicos, el desarrollado y el subdesarrollado. Es el tema central de nuestra

historia moderna, el problema de cuya solución depende nuestra existencia

misma como pueblo. En general, los economistas y los sociólogos ven las

diferencias entre la sociedad tradicional y la moderna como una oposición

entre desarrollo y subdesarrollo: las disparidades entre los dos Méxicos son

de orden cuantitativo y el problema se reduce a determinar si la mitad

desarrollada podrá o no absorber a la subdesarrollada. Ahora bien, si es

normal que las estadísticas omitan la descripción cualitativa de los

fenómenos, no lo es que nuestros sociólogos no adviertan que detrás de esas

cifras hay realidades psíquicas, históricas y culturales irreductibles a las

groseras medidas que, por fuerza, debe utilizar el Censo. Esos cuadros

estadísticos, además, no han sido pensados para México sino que son toscas

adaptaciones de modelos extraños. Es otro caso de «imitación extra-lógica»

y su adopción revela más aturdida irreflexión que rigor científico. Por

ejemplo, entre los índices del desarrollo figuran el trigo y el maíz: el comer

pan de trigo es uno de los signos de que se está más allá de la línea que

separa a los subdesarrollados de los desarrollados, en tanto que comer

tortilla de maíz señala que se está más acá. Dos razones se alegan para

justificar la inclusión del trigo como uno de los índices del desarrollo: sus

mayores virtudes nutritivas y ser un producto cuyo consumo revela que se

ha dado el salto de la sociedad tradicional a la moderna. Es un criterio que

condena al subdesarrollo por la eternidad al Japón, ya que el arroz es menos

nutritivo que el trigo y no es menos «tradicional» que el maíz. Por lo

demás, el trigo tampoco es «moderno», de modo que nada lo distingue del

arroz y del maíz excepto pertenecer a otra tradición cultural, la de

Occidente (¡aunque el chapati hindú está hecho de trigo!). En verdad, lo

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