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El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_

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En el campo hay inquietud y descontento; en muchos lugares esa

inquietud es ya exasperación y en otros el descontento se traduce con

frecuencia en actos de violencia desesperada. Es natural: la

industrialización y el desarrollo han sido pagados, en gran parte, por

nuestros campesinos. En tanto que su bajísimo nivel de vida apenas si se

modificaba, nacían y crecían clases nuevas y relativamente prósperas, como

la obrera y la media: medio México semidesnudo, analfabeto y mal comido

contempla desde hace años los progresos del otro medio. Aquí y allá ha

estallado la violencia popular; ninguno de esos brotes ha tenido caracteres

realmente revolucionarios: han sido y son conflictos locales. Además, el

régimen posee dos armas de disuasión: el ejército y la movilidad social. El

primero es odioso pero real; la segunda es un factor decisivo, una verdadera

válvula de seguridad. Gracias a la movilidad social y a otras circunstancias

no menos positivas —dotaciones de tierras, obras de irrigación, etc.— sería

absurdo decir que la situación del campo es revolucionaria. No lo es decir

que es angustiosa. Pero mi desacuerdo frente a los profetas de la revolución

del campo se apoya en razones distintas a las fundadas en la condición

económica y social de los campesinos. Sobre los movimientos agrarios —

esto lo vio Marx mejor que nadie— pesa una doble condenación: disiparse

en una serie de rebeliones locales o inmovilizarse a medio camino, hasta

que son destruidos u otras fuerzas sociales se apoderan de ellos y los

transforman en verdaderas revoluciones. Entre el ejercicio del poder y la

clase campesina hay una suerte de contradicción esencial y permanente: no

ha habido ni habrá un Estado campesino. Los campesinos nunca han

querido ni quieren tomar el poder; y cuando lo toman, no saben qué hacer

con ese poder. Desde Sumeria y Egipto hay una relación orgánica entre el

Estado y la urbe; existe la misma relación sólo que en sentido inverso de

oposición y contradicción, entre la sociedad campesina y el Estado. Nuestro

único vínculo con el neolítico, esa edad feliz que apenas si conoció al

monarca y al sacerdote, son los campesinos.

Un ejemplo muy claro de esta repugnancia ante el poder —o de esta

incapacidad para conquistarlo— es Hidalgo y su ejército de campesinos

ante la ciudad de México: la saben inerme y abandonada pero no se atreven

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