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El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_

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afrenta a los derechos humanos que se llama «delito de opinión»; la libertad

de varios presos políticos; la destitución del jefe de la policía, etc. Todas

estas peticiones se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y

el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular:

democratización. Una y otra vez los muchachos pidieron «el diálogo

público entre el gobierno y los estudiantes», preludio del diálogo entre el

pueblo y las autoridades. Esta demanda recogía la que habíamos hecho un

grupo de escritores en 1958, ante disturbios semejantes, aunque de menor

amplitud —disturbios que anunciaban, como entonces advertimos al

gobierno, los que se producirían diez años después.

La actitud de los estudiantes le daba al gobierno la posibilidad de

enderezar su política sin perder la cara. Hubiera bastado con oír lo que el

pueblo decía a través de las peticiones juveniles; nadie esperaba un cambio

radical pero sí mayor flexibilidad y una vuelta a la tradición de la

Revolución mexicana, que nunca fue dogmática y sí muy sensible a las

mudanzas del ánimo popular. Se habría roto así la cárcel de palabras y

conceptos en que el gobierno se ha encerrado, todas esas fórmulas en las

que ya nadie cree y que se condensan en esa grotesca expresión con que la

familia oficial designa al partido único: el Instituto Revolucionario. Al

liberarse de su cárcel de palabras, el gobierno habría podido forzar la otra

cárcel, más real, que lo envuelve y paraliza: la de los negocios e intereses

de los banqueros y financieros. Restablecer la comunicación con el pueblo

hubiera significado recobrar autoridad y libertad para dialogar con la

derecha, la izquierda —y con los Estados Unidos—. Con gran claridad y

concisión una de las inteligencias más agudas y honradas de México,

Daniel Cosío Villegas, apuntaba lo que a su juicio —y debe agregarse: al de

la mayoría de los mexicanos pensantes— era «el único remedio: hacer

pública de verdad la vida pública». El gobierno prefirió apelar,

alternativamente, a la fuerza física y a la retórica «revolucionarioinstitucional».

Estas vacilaciones eran probablemente el reflejo de una

lucha entre los «técnicos», deseosos de salvar lo poco que aún queda vivo

de la herencia revolucionaria, y la burocracia política partidaria de la mano

dura. Pero en ningún momento se advirtió el deseo de «hacer pública la

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