El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
compendios de horrores: ¿podremos nosotros inventar modelos máshumanos y que correspondan a lo que somos? Gente de las afueras,moradores de los suburbios de la historia, los latinoamericanos somos loscomensales no invitados que se han colado por la puerta trasera deOccidente, los intrusos que han llegado a la función de la modernidadcuando las luces están a punto de apagarse —llegamos tarde a todas partes,nacimos cuando ya era tarde en la historia, tampoco tenemos un pasado o, silo tenemos, hemos escupido sobre sus restos, nuestros pueblos se echaron adormir durante un siglo y mientras dormían los robaron y ahora andan enandrajos, no logramos conservar ni siquiera lo que los españoles dejaron alirse, nos hemos apuñalado entre nosotros…—. No obstante, desde elllamado modernismo de fines de siglo, en estas tierras nuestras hostiles alpensamiento han brotado, aquí y allá, dispersos pero sin interrupción,poetas y prosistas y pintores que son los pares de los mejores en otras partesdel mundo. Y ahora, ¿seremos al fin capaces de pensar por nuestra cuenta?¿Podremos concebir un modelo de desarrollo que sea nuestra versión de lamodernidad? ¿Proyectar una sociedad que no esté fundada en ladominación de los otros y que no termine ni en los helados paraísospoliciacos del Este ni en las explosiones de náuseas y odio que interrumpenel festín del Oeste?El tema del desarrollo está íntimamente ligado al de nuestra identidad:¿quién, qué y cómo somos? Repetiré que no somos nada, excepto unarelación: algo que no se define sino como parte de una historia. La preguntasobre México es inseparable de la pregunta sobre el porvenir de AméricaLatina y ésta, a su vez, se inserta en otra: la del futuro de las relacionesentre ella y los Estados Unidos. La pregunta sobre nosotros se revelasiempre como una pregunta sobre los otros. Desde hace más de un siglo esepaís se presenta ante nuestros ojos como una realidad gigantesca peroapenas humana. Sonrientes o coléricos, con la mano abierta o cerrada, losEstados Unidos ni nos oyen ni nos miran pero caminan y, al caminar, semeten por nuestras tierras y nos aplastan. Es imposible detener a un gigante;no lo es, aunque tampoco sea fácil, obligarlo a oír a los otros: si escucha, seabre la posibilidad de la convivencia. Por razón de sus orígenes (el puritano
habla con Dios y consigo mismo, no con los otros) y, sobre todo, de supoderío, los norteamericanos sobresalen en el monólogo: son elocuentes y,también, conocen el valor del silencio. Pero la conversación no es su fuerte:no saben ni escuchar ni replicar. A pesar de que hasta ahora han fracasadocasi todas nuestras tentativas de diálogo con ellos, durante los últimos añoshemos presenciado ciertos acontecimientos que, quizá, prefiguran uncambio de actitud. Si América Latina vive un periodo de revueltas ytransformaciones, los Estados Unidos atraviesan por otro no menos violentoy profundo: la rebelión de los negros y los chicanos, la de los jóvenes y lasmujeres, la de los artistas y los intelectuales. Cierto, tanto por las causas quelos originan como por las ideas que los inspiran, esos movimientos sondistintos a los que conmueven a nuestros países y por eso cometeríamos unnuevo error si tratásemos de imitarlos ciegamente; no lo cometeremos sinos damos cuenta de que en ellos se despliega una capacidad de crítica y deautocrítica que sería vano buscar en América Latina. Nosotros todavía noaprendemos a pensar con verdadera libertad. No es una falla intelectual sinomoral: el valor de un espíritu, decía Nietzsche, se mide por su capacidadpara soportar la verdad. Una de las razones de nuestra incapacidad para lademocracia es nuestra correlativa incapacidad crítica. Los norteamericanos—al menos los mejores, la conciencia de la nación— intentan ahora ver a laverdad, a su verdad, sin cerrar los ojos. Por primera vez en la historia de losEstados Unidos —antes sólo lo habían hecho unos cuantos poetas yfilósofos— se manifiesta una poderosa corriente de opinión que pone entela de juicio los valores y creencias sobre las que se ha edificado lacivilización angloamericana. Aquéllos que están a la cabeza del progresoahora lo critican: ¿no es inaudito? La crítica del progreso es un portento,una promesa de otros cambios. Si se me preguntase: ¿podrán los EstadosUnidos dialogar con nosotros?, yo contestaría: sí, a condición de queaprendan antes a hablar con ellos mismos, con su propia otredad: con susnegros, sus chicanos y sus jóvenes. Habría que decir algo parecido a loslatinoamericanos: la crítica del otro comienza con la crítica de uno mismo.Austin, a 14 de diciembre de 1969
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humanos y que correspondan a lo que somos? Gente de las afueras,
moradores de los suburbios de la historia, los latinoamericanos somos los
comensales no invitados que se han colado por la puerta trasera de
Occidente, los intrusos que han llegado a la función de la modernidad
cuando las luces están a punto de apagarse —llegamos tarde a todas partes,
nacimos cuando ya era tarde en la historia, tampoco tenemos un pasado o, si
lo tenemos, hemos escupido sobre sus restos, nuestros pueblos se echaron a
dormir durante un siglo y mientras dormían los robaron y ahora andan en
andrajos, no logramos conservar ni siquiera lo que los españoles dejaron al
irse, nos hemos apuñalado entre nosotros…—. No obstante, desde el
llamado modernismo de fines de siglo, en estas tierras nuestras hostiles al
pensamiento han brotado, aquí y allá, dispersos pero sin interrupción,
poetas y prosistas y pintores que son los pares de los mejores en otras partes
del mundo. Y ahora, ¿seremos al fin capaces de pensar por nuestra cuenta?
¿Podremos concebir un modelo de desarrollo que sea nuestra versión de la
modernidad? ¿Proyectar una sociedad que no esté fundada en la
dominación de los otros y que no termine ni en los helados paraísos
policiacos del Este ni en las explosiones de náuseas y odio que interrumpen
el festín del Oeste?
El tema del desarrollo está íntimamente ligado al de nuestra identidad:
¿quién, qué y cómo somos? Repetiré que no somos nada, excepto una
relación: algo que no se define sino como parte de una historia. La pregunta
sobre México es inseparable de la pregunta sobre el porvenir de América
Latina y ésta, a su vez, se inserta en otra: la del futuro de las relaciones
entre ella y los Estados Unidos. La pregunta sobre nosotros se revela
siempre como una pregunta sobre los otros. Desde hace más de un siglo ese
país se presenta ante nuestros ojos como una realidad gigantesca pero
apenas humana. Sonrientes o coléricos, con la mano abierta o cerrada, los
Estados Unidos ni nos oyen ni nos miran pero caminan y, al caminar, se
meten por nuestras tierras y nos aplastan. Es imposible detener a un gigante;
no lo es, aunque tampoco sea fácil, obligarlo a oír a los otros: si escucha, se
abre la posibilidad de la convivencia. Por razón de sus orígenes (el puritano