El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
NOOTAESTAS páginas desarrollan y amplían la conferencia que pronuncié en laUniversidad de Texas, Austin, el 30 de octubre pasado (Hackett MemorialLecture). Su tema es una reflexión sobre lo que ha ocurrido en Méxicodesde que escribí El laberinto de la soledad y de ahí que haya llamado aeste ensayo: Postdata. Es una prolongación de ese libro pero, apenas si esnecesario advertirlo, una prolongación crítica y autocrítica; Postdata nosolamente por continuarlo y ponerlo al día sino por ser una nueva tentativapor descifrar la realidad. Tal vez valga la pena aclarar (una vez más) que Ellaberinto de la soledad fue un ejercicio de la imaginación crítica: una visióny, simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre lafilosofía de lo mexicano o a una búsqueda de nuestro pretendido ser. Elmexicano no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología. Amí me intrigaba (me intriga) no tanto el «carácter nacional» como lo queoculta ese carácter: aquello que está detrás de la máscara. Desde estaperspectiva el carácter de los mexicanos no cumple una función distinta a lade los otros pueblos y sociedades: por una parte es un escudo, un muro; porla otra, un haz de signos, un jeroglífico. Por lo primero, es una muralla quenos defiende de la mirada ajena a cambio de inmovilizarnos yaprisionarnos; por lo segundo, es una máscara que al mismo tiempo nosexpresa y nos ahoga. La mexicanidad no es sino otro ejemplar, unavariación más, de esa cambiante idéntica criatura plural una que cada uno estodos somos ninguno. El hombre/los hombres: perpetua oscilación. Ladiversidad de caracteres, temperamentos, historias, civilizaciones, hace delhombre: los hombres; y el plural se resuelve, se disuelve, en un singular:yo, tú, él, desvanecidos apenas pronunciados. Como los nombres, lospronombres son máscaras y detrás de ellos no hay nadie —salvo, quizá, unnosotros instantáneo que es el parpadeo de un ello igualmente fugaz—.
Pero mientras vivimos no podemos escapar ni de las máscaras ni de losnombres y pronombres: somos inseparables de nuestras ficciones —nuestras facciones—. Estamos condenados a inventarnos una máscara y,después, a descubrir que esa máscara es nuestro verdadero rostro. En Ellaberinto de la soledad me esforcé por eludir (sin lograrlo del todo) tantolas trampas del humanismo abstracto como las ilusiones de una filosofía delo mexicano: la máscara convertida en rostro/el rostro petrificado enmáscara. En aquella época no me interesaba la definición de lo mexicanosino, como ahora, la crítica: esa actividad que consiste, tanto o más que enconocernos, en liberarnos. La crítica despliega una posibilidad de libertad yasí es una invitación a la acción.Postdata a un libro que escribí hace veinte años, estas páginas sonigualmente un prefacio a otro libro no escrito. En dos obras, El laberinto dela soledad y Corriente alterna, he aludido a ese libro: el tema de Méxicodesemboca en la reflexión sobre la suerte de América Latina. México es unfragmento, una parte de una historia más vasta. Yo no sé si soy la personamás a propósito para escribir ese libro y, si lo fuese, tampoco sé si algunavez podré hacerlo. En cambio, sé que esa reflexión deberá ser unarecuperación de nuestra verdadera historia, desde el dominio español y elfracaso de nuestra Revolución de Independencia —un fracaso quecorresponde a los de España en los siglos XIX y XX— hasta nuestros días;sé, además, que ese libro deberá enfrentarse, como su tema central, alproblema del desarrollo. Las revoluciones contemporáneas en AméricaLatina han sido y son respuestas a la insuficiencia del desarrollo y de ahíarrancan tanto su justificación histórica como sus fatales y obviaslimitaciones. Para los clásicos del pensamiento revolucionario del siglo XIX,la Revolución sería la consecuencia del desarrollo: el proletariado urbanopondría fin al desequilibrio entre el progreso técnico y económico (el modode producción industrial) y el nulo o escaso progreso social (el modo depropiedad capitalista); para los caudillos revolucionarios de las nacionesatrasadas o marginales del siglo XX, la Revolución se ha convertido en unavía hacia el desarrollo, con los resultados que todos conocemos. Losmodelos de desarrollo que hoy nos ofrecen el Oeste y el Este son
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Pero mientras vivimos no podemos escapar ni de las máscaras ni de los
nombres y pronombres: somos inseparables de nuestras ficciones —
nuestras facciones—. Estamos condenados a inventarnos una máscara y,
después, a descubrir que esa máscara es nuestro verdadero rostro. En El
laberinto de la soledad me esforcé por eludir (sin lograrlo del todo) tanto
las trampas del humanismo abstracto como las ilusiones de una filosofía de
lo mexicano: la máscara convertida en rostro/el rostro petrificado en
máscara. En aquella época no me interesaba la definición de lo mexicano
sino, como ahora, la crítica: esa actividad que consiste, tanto o más que en
conocernos, en liberarnos. La crítica despliega una posibilidad de libertad y
así es una invitación a la acción.
Postdata a un libro que escribí hace veinte años, estas páginas son
igualmente un prefacio a otro libro no escrito. En dos obras, El laberinto de
la soledad y Corriente alterna, he aludido a ese libro: el tema de México
desemboca en la reflexión sobre la suerte de América Latina. México es un
fragmento, una parte de una historia más vasta. Yo no sé si soy la persona
más a propósito para escribir ese libro y, si lo fuese, tampoco sé si alguna
vez podré hacerlo. En cambio, sé que esa reflexión deberá ser una
recuperación de nuestra verdadera historia, desde el dominio español y el
fracaso de nuestra Revolución de Independencia —un fracaso que
corresponde a los de España en los siglos XIX y XX— hasta nuestros días;
sé, además, que ese libro deberá enfrentarse, como su tema central, al
problema del desarrollo. Las revoluciones contemporáneas en América
Latina han sido y son respuestas a la insuficiencia del desarrollo y de ahí
arrancan tanto su justificación histórica como sus fatales y obvias
limitaciones. Para los clásicos del pensamiento revolucionario del siglo XIX,
la Revolución sería la consecuencia del desarrollo: el proletariado urbano
pondría fin al desequilibrio entre el progreso técnico y económico (el modo
de producción industrial) y el nulo o escaso progreso social (el modo de
propiedad capitalista); para los caudillos revolucionarios de las naciones
atrasadas o marginales del siglo XX, la Revolución se ha convertido en una
vía hacia el desarrollo, con los resultados que todos conocemos. Los
modelos de desarrollo que hoy nos ofrecen el Oeste y el Este son