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El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_

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al norte, de donde habían emigrado. Casi todos los ritos de fundación, de

ciudades o de mansiones, aluden a la búsqueda de ese centro sagrado del

que fuimos expulsados. Los grandes santuarios —Roma, Jerusalén, la Meca

— se encuentran en el centro del mundo o lo simbolizan y prefiguran. Las

peregrinaciones a esos santuarios son repeticiones rituales de las que cada

pueblo ha hecho en un pasado mítico, antes de establecerse en la tierra

prometida. La costumbre de dar una vuelta a la casa o a la ciudad antes de

atravesar sus puertas, tiene el mismo origen.

El mito del Laberinto se inserta en este grupo de creencias. Varias

nociones afines han contribuido a hacer del Laberinto uno de los símbolos

míticos más fecundos y significativos: la existencia, en el centro del recinto

sagrado, de un talismán o de un objeto cualquiera, capaz de devolver la

salud o la libertad al pueblo; la presencia de un héroe o de un santo, quien

tras la penitencia y los ritos de expiación, que casi siempre entrañan un

período de aislamiento, penetra en el laberinto o palacio encantado; el

regreso, ya para fundar la Ciudad, ya para salvarla o redimirla. Si en el mito

de Perseo los elementos místicos apenas son visibles, en el del Santo Grial

el ascetismo y la mística se alían: el pecado, que produce la esterilidad en la

tierra y en el cuerpo mismo de los súbditos del Rey Pescador; los ritos de

purificación; el combate espiritual; y, finalmente, la gracia, esto es, la

comunión.

No sólo hemos sido expulsados del centro del mundo y estamos

condenados a buscarlo por selvas y desiertos o por los vericuetos y

subterráneos del Laberinto. Hubo un tiempo en el que el tiempo no era

sucesión y tránsito, si no manar continuo de un presente fijo, en el que

estaban contenidos todos los tiempos, el pasado y el futuro. El hombre,

desprendido de esa eternidad en la que todos los tiempos son uno, ha caído

en el tiempo cronométrico y se ha convertido en prisionero del reloj, del

calendario y de la sucesión. Pues apenas el tiempo se divide en ayer, hoy y

mañana, en horas, minutos y segundos, el hombre cesa de ser uno con el

tiempo, cesa de coincidir con el fluir de la realidad. Cuando digo «en este

instante [22] », ya pasó el instante. La medición espacial del tiempo separa al

hombre de la realidad, que es un continuo presente, y hace fantasmas a

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