El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
No son éstos los únicos obstáculos que se interponen entre el amor ynosotros. El amor es elección. Libre elección, acaso, de nuestra fatalidad,súbito descubrimiento de la parte más secreta y fatal de nuestro ser. Pero laelección amorosa es imposible en nuestra sociedad. Ya Bretón decía en unode sus libros más hermosos —El loco amor— que dos prohibicionesimpedían, desde su nacimiento, la elección amorosa: la interdicción social yla idea cristiana del pecado. Para realizarse, el amor necesita quebrantar laley del mundo. En nuestro tiempo el amor es escándalo y desorden,transgresión: el de dos astros que rompen la fatalidad de sus órbitas y seencuentran en la mitad del espacio. La concepción romántica del amor, queimplica ruptura y catástrofe, es la única que conocemos porque todo en lasociedad impide que el amor sea libre elección.La mujer vive presa en la imagen que la sociedad masculina le impone;por lo tanto, sólo puede elegir rompiendo consigo misma. «El amor la hatransformado, la ha hecho otra persona», suelen decir de las enamoradas. Yes verdad: el amor hace otra a la mujer, pues si se atreve a amar, a elegir, sise atreve a ser ella misma, debe romper esa imagen con que el mundoencarcela su ser. El hombre tampoco puede elegir. El círculo de susposibilidades es muy reducido. Niño, descubre la feminidad en la madre oen las hermanas. Y desde entonces el amor se identifica con lo prohibido.Nuestro erotismo está condicionado por el horror y la atracción del incesto.Por otra parte, la vida moderna estimula innecesariamente nuestrasensualidad, al mismo tiempo que la inhibe con toda clase de interdicciones—de clase, de moral y hasta de higiene—. La culpa es la espuela y el frenodel deseo. Todo limita nuestra elección. Estamos constreñidos a someternuestras aficiones profundas a la imagen femenina que nuestro círculosocial nos impone. Es difícil amar a personas de otra raza, de otra lengua ode otra clase, a pesar de que no sea imposible que el rubio prefiera a lasnegras y éstas a los chinos, ni que el señor se enamore de su criada o a lainversa. Semejantes posibilidades nos hacen enrojecer. Incapaces de elegir,seleccionamos a nuestra esposa entre las mujeres que nos «convienen».Jamás confesaremos que nos hemos unido —a veces para siempre— conuna mujer que acaso no amamos y que, aunque nos ame, es incapaz de salir
de sí misma y mostrarse tal cual es. La frase de Swan: «Y pensar que heperdido los mejores años de mi vida con una mujer que no era mi tipo», lapueden repetir, a la hora de su muerte, la mayor parte de los hombresmodernos. Y las mujeres.La sociedad concibe el amor, contra la naturaleza de este sentimiento,como una unión estable y destinada a crear hijos. Lo identifica con elmatrimonio. Toda transgresión a esta regla se castiga con una sanción cuyaseveridad varía de acuerdo con tiempo y espacio. (Entre nosotros la sanciónes mortal muchas veces —si es mujer el infractor— pues en México, comoen todos los países hispánicos, funcionan con general aplauso dos morales,la de los señores y la de los otros: pobres, mujeres, niños). La protecciónimpartida al matrimonio podría justificarse si la sociedad permitiese deverdad la elección. Puesto que no lo hace, debe aceptarse que el matrimoniono constituye la más alta realización del amor, sino que es una formajurídica, social y económica que posee fines diversos a los del amor. Laestabilidad de la familia reposa en el matrimonio, que se convierte en unamera proyección de la sociedad, sin otro objeto que la recreación de esamisma sociedad. De ahí la naturaleza profundamente conservadora delmatrimonio. Atacarlo, es disolver las bases mismas de la sociedad. Y de ahítambién que el amor sea, sin proponérselo, un acto antisocial, pues cada vezque logra realizarse, quebranta el matrimonio y lo transforma en lo que lasociedad no quiere que sea: la revelación de dos soledades que crean por símismas un mundo que rompe la mentira social, suprime tiempo y trabajo yse declara autosuficiente. No es extraño, así, que la sociedad persiga con elmismo encono al amor y a la poesía, su testimonio, y los arroje a laclandestinidad, a las afueras, al mundo turbio y confuso de lo prohibido, loridículo y lo anormal. Y tampoco es extraño que amor y poesía estallen enformas extrañas y puras: un escándalo, un crimen, un poema. La protecciónal matrimonio implica la persecución del amor y la tolerancia de laprostitución, cuando no su cultivo oficial. Y no deja de ser reveladora laambigüedad de la prostituta: ser sagrado para algunos pueblos, paranosotros es alternativamente un ser despreciable y deseable. Caricatura delamor, víctima del amor, la prostituta es símbolo de los poderes que humilla
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No son éstos los únicos obstáculos que se interponen entre el amor y
nosotros. El amor es elección. Libre elección, acaso, de nuestra fatalidad,
súbito descubrimiento de la parte más secreta y fatal de nuestro ser. Pero la
elección amorosa es imposible en nuestra sociedad. Ya Bretón decía en uno
de sus libros más hermosos —El loco amor— que dos prohibiciones
impedían, desde su nacimiento, la elección amorosa: la interdicción social y
la idea cristiana del pecado. Para realizarse, el amor necesita quebrantar la
ley del mundo. En nuestro tiempo el amor es escándalo y desorden,
transgresión: el de dos astros que rompen la fatalidad de sus órbitas y se
encuentran en la mitad del espacio. La concepción romántica del amor, que
implica ruptura y catástrofe, es la única que conocemos porque todo en la
sociedad impide que el amor sea libre elección.
La mujer vive presa en la imagen que la sociedad masculina le impone;
por lo tanto, sólo puede elegir rompiendo consigo misma. «El amor la ha
transformado, la ha hecho otra persona», suelen decir de las enamoradas. Y
es verdad: el amor hace otra a la mujer, pues si se atreve a amar, a elegir, si
se atreve a ser ella misma, debe romper esa imagen con que el mundo
encarcela su ser. El hombre tampoco puede elegir. El círculo de sus
posibilidades es muy reducido. Niño, descubre la feminidad en la madre o
en las hermanas. Y desde entonces el amor se identifica con lo prohibido.
Nuestro erotismo está condicionado por el horror y la atracción del incesto.
Por otra parte, la vida moderna estimula innecesariamente nuestra
sensualidad, al mismo tiempo que la inhibe con toda clase de interdicciones
—de clase, de moral y hasta de higiene—. La culpa es la espuela y el freno
del deseo. Todo limita nuestra elección. Estamos constreñidos a someter
nuestras aficiones profundas a la imagen femenina que nuestro círculo
social nos impone. Es difícil amar a personas de otra raza, de otra lengua o
de otra clase, a pesar de que no sea imposible que el rubio prefiera a las
negras y éstas a los chinos, ni que el señor se enamore de su criada o a la
inversa. Semejantes posibilidades nos hacen enrojecer. Incapaces de elegir,
seleccionamos a nuestra esposa entre las mujeres que nos «convienen».
Jamás confesaremos que nos hemos unido —a veces para siempre— con
una mujer que acaso no amamos y que, aunque nos ame, es incapaz de salir