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El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_

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nazismo, se ajustan a este esquema. Lo más desconcertante, sin duda, es la

ausencia de revolución socialista en Europa, es decir, en el centro mismo de

la crisis contemporánea. Parece inútil subrayar las circunstancias

agravantes: Europa cuenta con el proletariado más culto, mejor organizado

y con más antiguas tradiciones revolucionarias; asimismo, allá se han

producido, una y otra vez, las «condiciones objetivas» propicias al asalto

del poder. Al mismo tiempo, varias revoluciones aisladas —por ejemplo: en

España y, hace poco, en Hungría— han sido reprimidas sin piedad y sin que

se manifestase efectivamente la solidaridad obrera internacional. En

cambio, hemos asistido a una regresión bárbara, la de Hitler, y a un

renacimiento general del nacionalismo en todo el viejo continente.

Finalmente, en lugar de la rebelión del proletariado organizado

democráticamente, el siglo XX ha visto el nacimiento del «partido», esto es,

de una agrupación nacional o internacional que combina el espíritu y la

organización de dos cuerpos en los que la disciplina y la jerarquía son los

valores decisivos: la Iglesia y el Ejército. Estos «partidos», que en nada se

parecen a los viejos partidos políticos, han sido los agentes efectivos de casi

todos los cambios operados después de la primera Guerra Mundial.

El contraste con la periferia es revelador. En las colonias y en los países

«atrasados» no han cesado de producirse, desde antes de la primera Guerra

Mundial, una serie de trastornos y cambios revolucionarios. Y la marea,

lejos de ceder, crece de año en año. En Asia y África el imperialismo se

retira; su lugar lo ocupan nuevos Estados con ideologías confusas pero que

tienen en común dos ideas, ayer apenas irreconciliables: el nacionalismo y

las aspiraciones revolucionarias de las masas.

En América Latina, hasta hace poco tranquila, asistimos al ocaso de los

dictadores y a una nueva oleada revolucionaria. En casi todas partes —

trátese de Indonesia, Venezuela, Egipto, Cuba o Ghana— los ingredientes

son los mismos: nacionalismo, reforma agraria, conquistas obreras y, en la

cúspide, un Estado decidido a llevar a cabo la industrialización y saltar de la

época feudal a la moderna. Poco importa, para la definición general del

fenómeno, que en ese empeño el Estado se alíe a grupos más o menos

poderosos de la burguesía nativa o que, como en Rusia y China, suprima a

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