El-laberinto-de-la-soledad-Octavio-Paz-_2_
fue en su origen: una meditación sobre el hombre. La pluralidad de culturasque el historicismo moderno rescata, se resuelve en una síntesis: la denuestro momento. Todas las civilizaciones desembocan en la occidental,que ha asimilado o aplastado a sus rivales. Y todas las particularidadestienen que responder a las preguntas que nos hace la Historia: las mismaspara todos. El hombre ha reconquistado su unidad. Las decisiones de losmexicanos afectan ya a todos los hombres y a la inversa. Las diferenciasque separan a comunistas de «occidentales» son bastante menos profundasque las que dividían a persas y griegos, a romanos y egipcios, a chinos yeuropeos. Comunistas y demócratas burgueses esgrimen ideas antagónicaspero que brotan de una fuente común y disputan en un lenguaje universal,comprensible para ambos bandos. La crisis contemporánea no se presenta,según dicen los conservadores, como la lucha entre dos culturas diversas,sino como una escisión en el seno de nuestra civilización. Una civilizaciónque ya no tiene rivales y que confunde su futuro con el del mundo. Eldestino de cada hombre no es ya diverso al del Hombre. Por lo tanto, todatentativa por resolver nuestros conflictos desde la realidad mexicana deberáposeer validez universal o estará condenada de antemano a la esterilidad.La Revolución mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos pusofrente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro ynuestras instituciones. La Revolución mexicana ha muerto sin resolvernuestras contradicciones. Después de la segunda Guerra Mundial, nosdamos cuenta que esa creación de nosotros mismos que la realidad nosexige no es diversa a la que una realidad semejante reclama a los otros.Vivimos, como el resto del planeta, una coyuntura decisiva y mortal,huérfanos de pasado y con un futuro por inventar. La Historia universal esya tarea común. Y nuestro laberinto, el de todos los hombres.
NUESTROOS DÍASBÚSQUEDA y momentáneo hallazgo de nosotros mismos, el movimientorevolucionario transformó a México, lo hizo «otro». Ser uno mismo es,siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido ennuestro interior, más que nada como promesa o posibilidad de ser. Así, encierto sentido la Revolución ha recreado a la nación; en otro, no menosimportante, la ha extendido a razas y clases que ni la Colonia ni el siglo XIXpudieron incorporar. Pero, a pesar de su fecundidad extraordinaria, no fuecapaz de crear un orden vital que fuese, a un tiempo, visión del mundo yfundamento de una sociedad realmente justa y libre. La Revolución no hahecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una esperanza decomunidad: un mundo en el que los hombres se reconozcan en los hombresy en donde el «principio de autoridad» —esto es: la fuerza, cualquiera quesea su origen y justificación— ceda el sitio a la libertad responsable. Cierto,ninguna de las sociedades conocidas ha alcanzado un estado semejante. Noes accidental, por otra parte, que no nos haya dado una visión del hombrecomparable a la del catolicismo colonial o el liberalismo del siglo pasado.La Revolución es un fenómeno nuestro, sí, pero muchas de sus limitacionesdependen de circunstancias ligadas a la historia mundial contemporánea.La Revolución mexicana es la primera, cronológicamente, de lasgrandes revoluciones del siglo XX. Para comprenderla cabalmente esnecesario verla como parte de un proceso general y que aún no termina.Como todas las revoluciones modernas, la nuestra se propuso, en primertérmino, liquidar el régimen feudal, transformar el país mediante laindustria y la técnica, suprimir nuestra situación de dependencia económicay política y, en fin, instaurar una verdadera democracia social. En otraspalabras: dar el salto que soñaron los liberales más lúcidos, consumarefectivamente la Independencia y la Reforma, hacer de México una nación
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NUESTROOS DÍAS
BÚSQUEDA y momentáneo hallazgo de nosotros mismos, el movimiento
revolucionario transformó a México, lo hizo «otro». Ser uno mismo es,
siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en
nuestro interior, más que nada como promesa o posibilidad de ser. Así, en
cierto sentido la Revolución ha recreado a la nación; en otro, no menos
importante, la ha extendido a razas y clases que ni la Colonia ni el siglo XIX
pudieron incorporar. Pero, a pesar de su fecundidad extraordinaria, no fue
capaz de crear un orden vital que fuese, a un tiempo, visión del mundo y
fundamento de una sociedad realmente justa y libre. La Revolución no ha
hecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una esperanza de
comunidad: un mundo en el que los hombres se reconozcan en los hombres
y en donde el «principio de autoridad» —esto es: la fuerza, cualquiera que
sea su origen y justificación— ceda el sitio a la libertad responsable. Cierto,
ninguna de las sociedades conocidas ha alcanzado un estado semejante. No
es accidental, por otra parte, que no nos haya dado una visión del hombre
comparable a la del catolicismo colonial o el liberalismo del siglo pasado.
La Revolución es un fenómeno nuestro, sí, pero muchas de sus limitaciones
dependen de circunstancias ligadas a la historia mundial contemporánea.
La Revolución mexicana es la primera, cronológicamente, de las
grandes revoluciones del siglo XX. Para comprenderla cabalmente es
necesario verla como parte de un proceso general y que aún no termina.
Como todas las revoluciones modernas, la nuestra se propuso, en primer
término, liquidar el régimen feudal, transformar el país mediante la
industria y la técnica, suprimir nuestra situación de dependencia económica
y política y, en fin, instaurar una verdadera democracia social. En otras
palabras: dar el salto que soñaron los liberales más lúcidos, consumar
efectivamente la Independencia y la Reforma, hacer de México una nación