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Rallo-Una-Revolución-Liberal-para-España

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subvenciones, impuestos y regulaciones estatales, se jubila dentro del

sistema público de pensiones y, finalmente, vuelve al hospital público para

morir. Siendo el Estado tan omnipresente, apenas podemos concebir cómo

sería nuestra existencia sin él: nuestra sociedad se ha vuelto Estadodependiente

y cualquier freno a su exponencial crecimiento es observado

como un ataque directo contra el bienestar social.

La crisis económica, pese a haber sido cebada por los bancos centrales,

unas burocracias estatales engendradas para privilegiar al sistema

financiero, no sólo no ha contenido esta voluntariosa servidumbre hacia el

sector público, sino que la ha alimentado. En tiempos de zozobra, la

Administración es reputada como el garante último del bienestar individual,

como el deus ex machina capaz de solventar todo problema, como la

mutualidad de último recurso frente a la mayor de las incertidumbres. Lejos

de huir del Estado, los individuos se lanzan a sus brazos buscando

seguridad y si ese Estado es incapaz de proporcionársela, muestran su faz

más indignada por considerar que son víctimas de un fraude político o de

una conspiración plutocrática: todo menos quitarse la venda de los ojos y

admitir que el Estado no sólo no es omnipotente, sino que todo el poder que

pueda poseer deriva de habérselo arrebatado previamente al conjunto de la

sociedad.

Más de dos décadas después de que el socialismo real certificara su

fracaso con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética,

la planificación centralizada goza de una excelente salud. Sin duda, la gente

podrá haberse desencantado de políticos y burócratas, pero sigue confiando

ciegamente en el Estado: su problema con el Estado no reside en su

naturaleza coactiva y violenta, sino en que, a su entender, no gestiona su

poder absoluto en beneficio de la sociedad. Los indignados siguen buscando

al mesiánico Prometeo que les entregue el divino fuego que les permita

someter a la maquinaria estatal al bien común.

Por supuesto, al Estado le conviene continuar cebando tales ideas,

prejuicios y temores. Su combustible vital pasa por conservar y acrecentar

esa ilusión colectiva de que resulta imprescindible para el funcionamiento

de la sociedad. El filósofo escocés David Hume ya dejó escrito a mediados

del siglo XVIII que todo gobierno, por tiránico que sea, descansa en última

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