Freed-Fifty-Shades-Freed-As-Told

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Grace entorna los ojos; me temo que he hablado más de lacuenta, pero decide aceptar mi explicación y mira la hora.—Quedan quince minutos para el inicio. Tengo tu flor parael ojal. Bueno, ¿quieres esperar aquí o prefieres ir a la carpa?—Creo que Elliot y yo deberíamos esperar en nuestrosasientos.Mi madre me prende la rosa blanca en la solapa y retrocedepara admirar su trabajo.—Ay, cariño.Se detiene y se lleva los dedos a los labios. Me temo que vaa echarse a llorar.Mierda. Mamá.Se me hace un nudo en la garganta, pero Elliot entra en lahabitación y salva la situación.—¿Y yo qué? ¿A mí nadie me quiere? —le echa en cara aGrace con un brillo travieso en la mirada.—Ay, cariño, tú también estás muy guapo.Mi madre recupera la compostura, le cubre la cara con lasmanos y le pellizca las mejillas. Esa relación tan íntima quetienen me produce una momentánea punzada de envidia.—Mamá, pareces una reina.Mi hermano, adulador como siempre, la besa en la frente.Ella ríe con jovialidad, está adorable, y se da unos toquecitosen el pelo.—Venga, chicos, será mejor que vayáis tirando —nosadvierte—. Los acomodadores os acompañarán a vuestros

sitios. Pero deja que te prenda la flor primero, Elliot.Taylor me intercepta camino de la carpa.—Señor, he recogido la maleta de la señorita Steele, y todolo demás ya se ha enviado al Sea-Tac.—Excelente. Gracias, Taylor.Contrae los labios en una sonrisa.—Buena suerte, señor.Se lo agradezco con una leve inclinación de cabeza yprosigo hacia el bucólico pabellón acompañado de Elliot.Un cuarteto de cuerdas interpreta «Halo», de Beyoncé,mientras espero a la señorita Anastasia Steele. Mis padres hantirado la casa por la ventana: la carpa es todo lujo yostentación. Elliot y yo estamos sentados en la primera devarias hileras de sillas doradas, que van llenándoserápidamente. Contemplo la actividad que se desarrolla a mialrededor reparando en todos los detalles con la esperanza dedistraerme y templar los nervios. Una alfombra de color rosaclaro conduce hasta una impresionante pérgola en forma dearco plantada junto a la orilla y cubierta de flores: rosasblancas y rosáceas entrelazadas con hiedra y diminutaspeonías rosas que me recuerdan las mejillas arreboladas deAna. El reverendo Michael Walsh, amigo de mi madre ycapellán del hospital, oficiará la ceremonia. Está esperandopacientemente en el sitio que tiene asignado, igual quenosotros. Nos guiña un ojo. Tras el arco de flores, el sol semece sobre las deslumbrantes aguas de la bahía Meydenbauer.Hace un bonito día para casarse. Uno de los fotógrafos

Grace entorna los ojos; me temo que he hablado más de la

cuenta, pero decide aceptar mi explicación y mira la hora.

—Quedan quince minutos para el inicio. Tengo tu flor para

el ojal. Bueno, ¿quieres esperar aquí o prefieres ir a la carpa?

—Creo que Elliot y yo deberíamos esperar en nuestros

asientos.

Mi madre me prende la rosa blanca en la solapa y retrocede

para admirar su trabajo.

—Ay, cariño.

Se detiene y se lleva los dedos a los labios. Me temo que va

a echarse a llorar.

Mierda. Mamá.

Se me hace un nudo en la garganta, pero Elliot entra en la

habitación y salva la situación.

—¿Y yo qué? ¿A mí nadie me quiere? —le echa en cara a

Grace con un brillo travieso en la mirada.

—Ay, cariño, tú también estás muy guapo.

Mi madre recupera la compostura, le cubre la cara con las

manos y le pellizca las mejillas. Esa relación tan íntima que

tienen me produce una momentánea punzada de envidia.

—Mamá, pareces una reina.

Mi hermano, adulador como siempre, la besa en la frente.

Ella ríe con jovialidad, está adorable, y se da unos toquecitos

en el pelo.

—Venga, chicos, será mejor que vayáis tirando —nos

advierte—. Los acomodadores os acompañarán a vuestros

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