El inventor de juegos
LA SALA DE LOS INGENIEROSDespertó bien entrada la mañana; pero el sol no llegaba a iluminar del todo elParque Profundo. Sobre los edificios de la Compañía había un techo de nubesnegras. Iván las tomó por nubes corrientes; más tarde el ingeniero Gabler leexplicaría que eran fabricadas por tres chimeneas de ladrillo, encargadas de manteneruna nubosidad permanente sobre los terrenos de la Compañía. Morodian odiaba elsol. Las nubes provocaban una llovizna constante, que oxidaba los juegos del viejoparque.Iván regresó al edificio principal. Subió las escaleras sin encontrar a nadie, pero aldoblar por un pasillo se encontró de frente con un hombre de barba. Vestía unguardapolvo manchado y tenía el puente de los gruesos anteojos pegados con cintaadhesiva.—¿Iván Dragó? A usted venía a buscarlo. Me han encargado que lo lleve aldepartamento de Ingeniería en Juegos.—¿No puedo desayunar antes? Tengo hambre.—Ahí tenemos una máquina de café.—¿Solamente café?—También hay galletitas. Aquí tiene una.El hombre sacó de su bolsillo una galletita que tenía la forma del emblema de laCompañía: la pieza del rompecabezas de Zyl. El guardapolvo estaba manchado y delinterior del bolsillo no se podía esperar una higiene muy estricta. Pero Iván aceptó,agradecido.El hombre de barba tenía bordado su nombre en el bolsillo del guardapolvo:Gabler.—¿Ingeniero Gabler? Mi abuelo me habló de usted. Sé que dejó Zyl hace algunosaños…—¡Silencio! —dijo el ingeniero, molesto, mirando a los costados, para saber sialguien los había oído—. No quiero saber nada de Zyl. Esa parte de mi vida estámuerta y enterrada. Venga conmigo.La sala de los ingenieros de juegos era el corazón de la compañía. Estaba divididaen dos secciones: una destinada a los juegos simples y otra a los que exigían algunaclase de mecanismo. Los ingenieros de los juegos mecánicos parecían más agitados,como si fueran prisioneros de las cosas que inventaban. Nunca estaban muy segurosde cómo iban a reaccionar sus inventos, y sus manos temblaban al poner en marchalos mecanismos. Los ingenieros de la otra sección parecían más tranquilos entretableros, dados, figuras de cartón y reglamentos que no ofrecían peligro.—¿Por dónde empezamos? ¿Juegos simples o juegos mecánicos?Iván eligió los juegos mecánicos, y entonces Gabler lo hizo acercar a una mesa.ebookelo.com - Página 94
—Este es el ingeniero Bachus. No se moleste en hablarle, es sordo. Quedó asídespués de una explosión, cuando probaba el juego Dinamita. No llegó a fabricarseen serie. Morodian estaba muy entusiasmado, pero después del tercer accidente… Enla ciudad todavía existen unos reglamentos ridículos que, con la excusa de proteger alos niños, impiden que desarrollemos nuestra libertad como inventores. Si los chicosno leen las instrucciones, ¿es acaso nuestra culpa?Bachus ajustaba los tornillos de una máquina que parecía un submarino de broncey cristal.—Hace meses que está con la máquina del tiempo —explicó Gabler—. Pero susresultados son todavía muy pobres. Tres minutos en el futuro y seis en el pasado, esofue lo máximo. ¿Cómo va a triunfar un juguete así?Iván descubrió, cerca de Bachus, una réplica del Cerebro mágico. Una ingenierade pelo rojo le había sacado el turbante y trabajaba en los mecanismos internos.—El Cerebro mágico pertenece a Zyl —dijo Iván, indignado.Gabler se acercó a su oído.—Morodian está dispuesto a acabar con lo poco que queda de Zyl. Este cerebro,como verá, obra de la ingeniera Lodd, es mucho más sofisticado que los que sepuedan fabricar en Zyl; inclusive, es mejor que el Cerebro mágico original.Iván pensó con tristeza en el padre de Ríos, entregado a un proyecto destinado alfracaso. Pero Gabler tenía razón: los juegos de Zyl jamás podrían competir con estos.A pesar de que hacía apenas un día que había dejado Zyl, la ciudad se borraba de apoco, como las rayuelas de las calles, como los muñecos de madera que rodeaban laestación.Sobre las mesas se acumulaban inventos momentáneamente fallidos o quenecesitaban un ajuste. El ingeniero Gabler le contó a Iván qué era cada cosa: un juegollamado La tempestad, que incluía un aparato para producir olas y un barco queterminaba por hundirse; un tablero que constaba de distintos agujeros, por dondeingresaban al juego serpientes marinas impulsadas por un mecanismo oculto, unamáquina de hipnotizar… Gabler recitaba los nombres de los juegos futuros: Sombras,Diecinueve vampiros, Mundo subterráneo, El palacio mecánico, Fantasmagoría…En la pared había una pequeña puerta de metal donde se leía: basura.—Aquí tiramos todo lo que no nos sirve —explicó el ingeniero Gabler—. Lascosas van a parar al basural de los juegos, una dependencia subterránea. No puedodecirle cómo es porque nunca lo visité. Ahí abajo separan las cosas que nos puedenservir en el futuro. Lo que ayer fue un problema hoy es la solución.—¿Quiénes trabajan en el basural?—Cualquiera puede ir a parar ahí. La mayoría son ingenieros o dibujantes quecometieron un error. ¡Yo mismo estuve a punto de ser despachado! Entre los escribasdel sueño, solo uno terminó en el basural, un tal Arsenio. Fue hace años.—¿Y sigue allí?—No sé. Es difícil saberlo. No tenemos ningún contacto con los basureros. A loebookelo.com - Página 95
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—Este es el ingeniero Bachus. No se moleste en hablarle, es sordo. Quedó así
después de una explosión, cuando probaba el juego Dinamita. No llegó a fabricarse
en serie. Morodian estaba muy entusiasmado, pero después del tercer accidente… En
la ciudad todavía existen unos reglamentos ridículos que, con la excusa de proteger a
los niños, impiden que desarrollemos nuestra libertad como inventores. Si los chicos
no leen las instrucciones, ¿es acaso nuestra culpa?
Bachus ajustaba los tornillos de una máquina que parecía un submarino de bronce
y cristal.
—Hace meses que está con la máquina del tiempo —explicó Gabler—. Pero sus
resultados son todavía muy pobres. Tres minutos en el futuro y seis en el pasado, eso
fue lo máximo. ¿Cómo va a triunfar un juguete así?
Iván descubrió, cerca de Bachus, una réplica del Cerebro mágico. Una ingeniera
de pelo rojo le había sacado el turbante y trabajaba en los mecanismos internos.
—El Cerebro mágico pertenece a Zyl —dijo Iván, indignado.
Gabler se acercó a su oído.
—Morodian está dispuesto a acabar con lo poco que queda de Zyl. Este cerebro,
como verá, obra de la ingeniera Lodd, es mucho más sofisticado que los que se
puedan fabricar en Zyl; inclusive, es mejor que el Cerebro mágico original.
Iván pensó con tristeza en el padre de Ríos, entregado a un proyecto destinado al
fracaso. Pero Gabler tenía razón: los juegos de Zyl jamás podrían competir con estos.
A pesar de que hacía apenas un día que había dejado Zyl, la ciudad se borraba de a
poco, como las rayuelas de las calles, como los muñecos de madera que rodeaban la
estación.
Sobre las mesas se acumulaban inventos momentáneamente fallidos o que
necesitaban un ajuste. El ingeniero Gabler le contó a Iván qué era cada cosa: un juego
llamado La tempestad, que incluía un aparato para producir olas y un barco que
terminaba por hundirse; un tablero que constaba de distintos agujeros, por donde
ingresaban al juego serpientes marinas impulsadas por un mecanismo oculto, una
máquina de hipnotizar… Gabler recitaba los nombres de los juegos futuros: Sombras,
Diecinueve vampiros, Mundo subterráneo, El palacio mecánico, Fantasmagoría…
En la pared había una pequeña puerta de metal donde se leía: basura.
—Aquí tiramos todo lo que no nos sirve —explicó el ingeniero Gabler—. Las
cosas van a parar al basural de los juegos, una dependencia subterránea. No puedo
decirle cómo es porque nunca lo visité. Ahí abajo separan las cosas que nos pueden
servir en el futuro. Lo que ayer fue un problema hoy es la solución.
—¿Quiénes trabajan en el basural?
—Cualquiera puede ir a parar ahí. La mayoría son ingenieros o dibujantes que
cometieron un error. ¡Yo mismo estuve a punto de ser despachado! Entre los escribas
del sueño, solo uno terminó en el basural, un tal Arsenio. Fue hace años.
—¿Y sigue allí?
—No sé. Es difícil saberlo. No tenemos ningún contacto con los basureros. A lo
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