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LA PRUEBA
E
l ómnibus llegó a la ciudad de noche. Iván se había quedado dormido cuando
todavía estaba en el campo y al despertar se encontró con las grúas del puerto.
Había visto por primera vez aquellas máquinas gigantescas y oxidadas cuatro años
antes, durante su visita al parque de diversiones. Mientras el ómnibus avanzaba por
calles oscuras, entre depósitos portuarios abandonados, Iván recordó con precisión el
día de su séptimo cumpleaños, cuando había evitado todos los juegos y había errado
todos los disparos, para ganar al fin un viejo ejemplar de Las aventuras de Víctor
Jade.
En lo alto de una construcción colgaba un cartel donde se leía: Compañía de los
Juegos Profundos. El edificio estaba junto al viejo parque de diversiones, que las
autoridades habían clausurado dos años atrás. En los últimos tiempos del parque, eran
pocos los visitantes que se animaban a subir a los juegos. Nadie se ocupaba de
reparar los mecanismos, que se desprendían de a poco de sus piezas como árboles que
pierden sus hojas.
Cuando las autoridades clausuraron el parque, la Compañía de los Juegos
Profundos compró el terreno a bajo precio. Morodian prometió construir un nuevo
parque, el Parque Profundo. Desde entonces, nadie ajeno a la compañía había visto el
plano de los nuevos juegos. Nadie ajeno a la compañía había visto a Morodian.
A través de la ventanilla, Iván vio algunas ventanas iluminadas y se preguntó si en
alguna de ellas estaría el dueño de todo. El ómnibus llegó con las últimas fuerzas
hasta un portón de hierro y se detuvo. El motor se apagó con un quejido que sonó
definitivo.
Iván se bajó del ómnibus. El conductor le hizo una señal: una invitación a cruzar
el portón. Dragó lo obedeció y así entró en el territorio de Morodian.
Lo recibió un hombre de uniforme gris, que era el encargado de la seguridad del
lugar. En el bolsillo de su camisa llevaba un escudo que lo identificaba como personal
de la Compañía de los Juegos Profundos. Iván había imaginado oficinas modernas,
dispositivos electrónicos, muebles de última generación. Pero el guardia estaba
sentado detrás de un viejo escritorio, cubierto de papeles amarillentos.
—No se puede pasar —le dijo en un murmullo desganado.
—Fui invitado por la Compañía. Me enviaron especialmente a buscar —dijo Iván.
Trató de que su voz sonara investida de importancia.
—¿Cómo es su nombre? —preguntó el guardia con un suspiro de resignación.
—Iván Dragó.
El nombre no causó gran impresión en el guardia. Buscó o simuló buscar su
nombre en una planilla manoseada, con anotaciones en lápiz.
—Su nombre no está en mi lista.
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