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El inventor de juegos

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senderos, también contagiados, intentaban pasar bajo las raíces de los árboles o girar

sobre sí mismos. Iván dio unos primeros pasos sin perder de vista el cartel de la

entrada. Sabía que lo importante era mantener un punto de referencia. Lamentó no

haberle pedido a los acuáticos que lo acompañaran.

Las espinas de un arbusto le marcaron el brazo. Eso bastó para que se decidiera a

salir. Sabía que estaba tan cerca de la entrada que unos pocos pasos bastarían. Pero

cuando buscó el cartel, no lo encontró. Ni siquiera encontró algo parecido a un

sendero: había que arrastrarse, pasar sobre los troncos podridos, atravesar enramadas

que obligaban a complicadas contorsiones. Quiso subirse a un árbol para mirar a lo

lejos, pero al tratar de hacerlo la rama se quebró. La espesa vegetación impedía la

llegada del sol y la corteza de los árboles se pudría entre manchones de musgo.

Encontró un claro y respiró aliviado, pero de inmediato sintió un olor

nauseabundo. Muy cerca, quizás entre esos arbustos espinosos, yacía una perdiz o un

conejo que el laberinto había atrapado y sacrificado. Se alejó de la carroña sin

preocuparse por averiguar qué era. Caminaba con esa impaciencia que es el comienzo

del miedo.

Oyó un ruido en la maleza, y trató de pensar en animales diminutos —liebres,

perdices, pájaros— pero le venía a la imaginación una variada gama de grandes

felinos y serpientes amazónicas. Estaba atrapado entre ramas y troncos que parecían

crecer a su alrededor. No lloraba, pero igual las lágrimas recorrían su cara, como si

pertenecieran a otro. Tenía hambre, y arrancó un fruto de un árbol desconocido.

Apenas probó el sabor amargo, repulsivo, temió haberse envenenado. Recordó que en

ese mismo lugar había muerto Justo Morodian, en tiempos en que el laberinto no era

aún tan intrincado.

Como estaba sin reloj, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. De pronto oyó a

lo lejos la bocina del tren, y supo que había perdido el viaje. El tren, con su mochila a

bordo, se alejaba rumbo a la ciudad.

A medida que pasaba el tiempo, el viaje dejó de parecerle importante. Lo que más

le preocupaba era que pasaran las horas, que llegaran el atardecer y la noche. ¿Qué le

ocurriría si quedaba atrapado allí, toda la noche?

Algo lo salvó. Era el ruido de un motor que se oía muy cerca, y también una voz

que decía, impaciente:

—Vamos que se hace tarde…

Iván siguió el ruido del motor a través del follaje. Los árboles se apartaron y

dejaron a la vista un ómnibus destartalado. El motor rugía pesadamente, como si este

fuera su último viaje. El chofer se apoyaba contra el capot, a la espera de pasajeros

que no se veían por ninguna parte. Tenía una gorra negra, remendada, con el dibujo

de la pieza del rompecabezas: la insignia de la Compañía de los Juegos Profundos.

—Vamos que es tarde, señor Dragó —dijo el chofer—. Suba.

—¿Me viene a buscar a mí?

—¿A quién más? Es hora de ir al Parque Profundo.

ebookelo.com - Página 77

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