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El inventor de juegos

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EL LABERINTO

L

a noche anterior a la partida sus dos amigos lo visitaron para despedirse.

Durante cuatro horas se encerraron en el cuarto de Iván. Conversaban en voz

baja: Iván no quería que Nicolás se enterara de sus planes de visitar la Compañía de

los Juegos Profundos. Le había dicho que viajaba a la capital para visitar a su tía. Era

cierto que pensaba visitar a Elena, pero apenas pudiera entraría en los dominios de

Morodian. Ríos le insistió para que se llevara su parche, como amuleto, pero Iván se

negó, porque tenía miedo de perderlo. Los acuáticos lo miraban con gravedad

mientras lo despedían, como si en lugar de irse a la ciudad, fuera rumbo a un país

desconocido y salvaje.

Iván llegó solo a la estación, porque su abuelo estaba en cama. Después de todo

un día con los ventiladores encendidos para acelerar el secado de un rompecabezas, el

viento había terminado por enfermarlo. A las ocho de la mañana, diez minutos antes

de la partida del tren, Iván subió al vagón. Dejó su mochila en el portaequipajes y

ocupó su asiento, a la espera de la bocina que anunciaba la partida. Había viajado tan

pocas veces, que lo emocionaban esos minutos previos, cuando parece que no solo

empieza un viaje, sino una vida nueva.

Llegó la hora de la partida pero el tren siguió en el andén. Los minutos pasaban,

la impaciencia crecía. La gente que se saludaba se cansó de saludarse, y los que

despedían y los despedidos ya se miraban con fastidio. Al fin el guarda anunció malas

noticias: un tren nocturno había descarrilado a treinta kilómetros de Zyl y el viaje se

posponía al menos dos horas.

Iván no tenía ganas de volver a la casa de su abuelo. Decidió aprovechar para

visitar el laberinto. Había memorizado el mapa-rompecabezas del museo y sabía que

debía seguir por la Avenida de los Dos Reyes, cruzar un descampado que limitaba

con la antigua fábrica de soldados de plomo, y continuar hasta el fin del camino. Dejó

la mochila sobre el portaequipajes del vagón y caminó más allá de los últimos

vestigios de la ciudad. Estaba orgulloso por conocer Zyl mejor que los mismos

zyledinos.

Diversos carteles indicadores daban equívocos indicios de la ubicación del

laberinto. Eran parte del juego: uno señalaba una laguna; otro, hacia el campo sin

límites. El laberinto hacía que los visitantes se extraviaran aun antes de entrar en él.

Pero Iván tenía en su cabeza el mapa-rompecabezas y no se dejó engañar por las

falsas señales. Pronto vio el cartel de madera que colgaba de dos cadenas oxidadas.

El viento movía pesadamente el cartel y las cadenas chirriaban.

Le habían advertido que el laberinto era intrincado pero no había imaginado hasta

qué punto. No era solo un complicado diseño de caminos, sino también una

enfermedad que atacaba a las plantas, obligándolas a retorcerse y mezclarse; los

ebookelo.com - Página 76

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