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El inventor de juegos

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La luz se encendió una vez.

—Sí…

Y luego otra vez.

—No…

Y siguió parpadeando.

—¿Sí o no?

La luz siguió parpadeando hasta que se produjo un fogonazo. Los tres amigos

dieron un salto. Los ojos del autómata brillaron con más intensidad y luego se

apagaron. La luz de la bola de cristal quedó reducida a unos tímidos filamentos rojos.

—Era un arreglo provisorio, ya ves… —Ríos se sentía un poco avergonzado por

la corta vida del Cerebro mágico.

—¿Qué les pareció a ustedes? ¿Dijo que sí o que no?

—Para mí que dijo que no —dijo Ríos.

—Para mí que sí —dijo Lagos.

Se quedaron en silencio. El sistema mecánico del muñeco todavía seguía

funcionando, y las manos se movían alrededor de la bola de cristal.

—En realidad no necesito ningún Cerebro mágico para saber lo que tengo que

hacer.

Los dos amigos se quedaron en silencio, como si temieran que el autómata tomara

a mal las palabras de Iván.

—¿Y si no volvés? —preguntó Ríos—. ¿Si te quedás para siempre en la

Compañía de los Juegos Profundos?

Iván mostró su mano.

—Voy a pedirle a Morodian la pieza que le falta a Zyl para traerla de regreso.

El Cerebro mágico pareció no estar de acuerdo con las palabras de Iván, porque

hizo una nueva explosión y empezó a echar humo por los ojos. Y con esa última señal

expulsó a los amigos del galpón.

ebookelo.com - Página 75

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