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El inventor de juegos

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EL CEREBRO MÁGICO

odos se acercaron a felicitar a Iván. También Krebs.

Le habló casi en un susurro, para que nadie más que él lo oyera.

—Una vez, hace muchos años, el más grande inventor de juegos perdió el

concurso. Y eso significó la decadencia de Zyl. Hoy tenían la oportunidad de reparar

el error. Y volvieron a equivocarse. Esta ciudad está condenada.

Iván tomó a Krebs del brazo, oprimiendo ligeramente su malogrado tatuaje.

—Perdiste en el colegio Possum y volviste a perder ahora. Nunca inventaste nada.

—Inventé la destrucción de tu juego. Eso salió de mi propia iniciativa.

—Y hasta eso te salió mal.

—No es a mí a quien las cosas le salieron mal. Si hubieras perdido, habrías

terminado por rechazar a Zyl y hubieras encontrado otro destino: la Compañía de los

Juegos Profundos. ¡No estas ruinas, estos galpones, estas fábricas habitadas por ratas,

estas rayuelas casi borradas!

Krebs se despidió con un empujón. Iván cayó al suelo, y el viento arrastró el

sombrero del triunfo.

Unos minutos más tarde, Iván se reunió con Ríos y Lagos en la plaza del caballo

negro.

—¿A ver la llave? —preguntó Ríos.

Se puso el parche en el ojo derecho y se quedó mirándola un rato.

—Mi padre trabajó duro para arreglar el Cerebro mágico. Pero no sabe si lo logró.

Hay tantos cables y mecanismos, y todos están estropeados…

—Pero ¿responde?

—Él dice que lo más difícil de todo es que las preguntas funcionen. ¿Cuál es la

tuya?

Iván todavía no se había decidido, aunque el nombre de Morodian rondaba su

cabeza.

—¿Puedo hacer más de una pregunta?

—Eso todavía no lo sabemos —contestó Ríos. Y se pusieron en marcha hacia el

galpón donde dormía el Cerebro mágico.

En un cartel se veía la cara del adivino, con sus ojos inmensos, su bigote atusado

en grandes espirales y su turbante azul. Iván puso la llave en la cerradura y abrió la

puerta. Entrar al galpón era entrar al pasado.

Todo estaba oscuro. Ríos, que conocía mejor el lugar, corrió unas pesadas cortinas

que alguna vez habían sido amarillas, y la luz entró con timidez.

Una montaña de cajas de cartón repetía en colores chillones la cara del adivino.

En el fondo, sentado frente a una mesa de madera, estaba el Cerebro mágico. La

cabeza era demasiado grande para los hombros angostos. En la punta de la nariz el

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