El inventor de juegos
interrumpirlo.—Señor Domenech, si sigue leyendo nos vamos a poner todos a llorar.Esperemos que el siguiente participante nos ofrezca un final feliz.Minutos más tarde Zenia tuvo que arrepentirse de sus palabras. La siguientecompetidora, Catalina Freuer, de séptimo, había armado un yoyó esférico de maderaroja. Su demostración de destreza no tuvo el final feliz que esperaba el director delcolegio. El yoyó era tan pesado que cuando debía volver a su mano siguió de largohasta su cabeza. El concurso se interrumpió hasta que llegaron noticias de la sala deprimeros auxilios: aunque todavía no recordaba quién era, Catalina Freuer habíarecuperado la conciencia.Después subió al escenario Latorre, también de séptimo, que ocultaba su caradetrás de su obra: un reglamento de cuarenta páginas para jugar a las escondidas. Elprofesor Darco, sentado en primera fila, aplaudió con fervor a su alumno predilecto.La profesora Tremanti leyó en voz alta algunas de las instrucciones:—El que busca debe contar hasta mil quinientos si el tiempo es bueno, hasta dosmil si llueve y hasta dos mil quinientos en caso de nieve.El público rio debido a que jamás había nevado en Zyl. Latorre no se dejóintimidar:—Hice un reglamento que sirve para distintas partes del mundo y que contemplasituaciones diversas, por ejemplo, las nevadas. Como quedan marcadas las huellas, esmás fácil descubrir a los escondidos.Hubo un murmullo de aceptación.—¿Y por qué esas cuentas tan largas? —quiso saber Tremanti.—Eso da tiempo suficiente para llegar a la estación y tomar el tren.—¿Y cuánto es el tiempo máximo que dura la búsqueda?—Año y medio.—Mucho tiempo para permanecer escondido —reflexionó Tremanti.—No para un japonés. Dos soldados se escondieron en una isla del Pacíficodurante cuarenta años, creyendo que la Segunda Guerra Mundial continuaba.El que había hablado no era Latorre, que ya se alejaba, incomprendido, con sureglamento bajo el brazo, sino Yamamoto, el único descendiente de japoneses de Zyl.El niño Yamamoto había construido un juego inspirado en la filosofía oriental. Fichasblancas y negras se movían en un tablero de madera con forma de estrella.Yamamoto explicó las reglas, pero nadie las entendió. Extendió algunas cartulinasdonde había trazado diagramas del juego, pero los miembros del jurado siguieron sinentender.—Hay un punto que no nos queda del todo claro. ¿Cómo se comen las fichas? —lo interrogó Zamudio, el inventor de los palitos chinos flotantes.—No se comen.—¿Y cómo se gana?—Nadie gana, nadie pierde.ebookelo.com - Página 68
—¿Cuál es el propósito del juego?—El juego no tiene propósito —respondió el enigmático Yamamoto—. Sólotranscurre.Subieron a escena treinta juegos más, y cada uno tuvo su explicación y sudemostración. El más económico fue un juego que se armaba con esas cartas perdidasque aparecen en el fondo de los cajones, quince de un mazo, treinta de otro y siete deotro más. El más complicado, un juego preparado por el grupo de boy-scouts de Zyl,que implicaba globos llenos de gas, cañitas voladoras que debían impactar en losglobos y palomas mensajeras. Las cosas no salieron como estaba previsto. Unapaloma fue accidentalmente alcanzada por una cañita, y cayó en picada sobre elpúblico, como un mensaje de mal agüero.A la una y media el concurso se interrumpió, para que los jurados, losparticipantes y los espectadores pudieran comer algo. En un rincón del patio sevendían empanadas y gaseosas. Al cabo de una hora el director del colegio invitó coninsistencia a los jurados a regresar a la tarima, y a los espectadores a sus asientos.Una vez reanudado el certamen, algunos jurados empezaron a cabecear. En unade estas cabeceadas, Lenghi, de la Asociación de Inventores, se cayó de la tarima.Ofendido por alguna carcajada, abandonó su puesto y se marchó.Entre los que se aburrían, estaba Ríos, a quien nada le importaban los juegos. Sepuso el parche en su ojo derecho para enfocar mejor con el izquierdo y buscó a suamigo Iván. No estaba en la fila que formaban los competidores. Tampoco entre elpúblico.—Vamos a buscarlo —le dijo Ríos a Lagos.—Debe querer estar solo. Mejor lo dejamos tranquilo —opinó Lagos. Pero Ríoslo arrastró fuera del colegio.Apenas salieron del edificio vieron a Iván, que avanzaba hacia ellos por las callespolvorientas. Los acuáticos esperaban que se le hubiera ocurrido algo a últimomomento. Pero Iván caminaba sin apuro y con las manos vacías.ebookelo.com - Página 69
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interrumpirlo.
—Señor Domenech, si sigue leyendo nos vamos a poner todos a llorar.
Esperemos que el siguiente participante nos ofrezca un final feliz.
Minutos más tarde Zenia tuvo que arrepentirse de sus palabras. La siguiente
competidora, Catalina Freuer, de séptimo, había armado un yoyó esférico de madera
roja. Su demostración de destreza no tuvo el final feliz que esperaba el director del
colegio. El yoyó era tan pesado que cuando debía volver a su mano siguió de largo
hasta su cabeza. El concurso se interrumpió hasta que llegaron noticias de la sala de
primeros auxilios: aunque todavía no recordaba quién era, Catalina Freuer había
recuperado la conciencia.
Después subió al escenario Latorre, también de séptimo, que ocultaba su cara
detrás de su obra: un reglamento de cuarenta páginas para jugar a las escondidas. El
profesor Darco, sentado en primera fila, aplaudió con fervor a su alumno predilecto.
La profesora Tremanti leyó en voz alta algunas de las instrucciones:
—El que busca debe contar hasta mil quinientos si el tiempo es bueno, hasta dos
mil si llueve y hasta dos mil quinientos en caso de nieve.
El público rio debido a que jamás había nevado en Zyl. Latorre no se dejó
intimidar:
—Hice un reglamento que sirve para distintas partes del mundo y que contempla
situaciones diversas, por ejemplo, las nevadas. Como quedan marcadas las huellas, es
más fácil descubrir a los escondidos.
Hubo un murmullo de aceptación.
—¿Y por qué esas cuentas tan largas? —quiso saber Tremanti.
—Eso da tiempo suficiente para llegar a la estación y tomar el tren.
—¿Y cuánto es el tiempo máximo que dura la búsqueda?
—Año y medio.
—Mucho tiempo para permanecer escondido —reflexionó Tremanti.
—No para un japonés. Dos soldados se escondieron en una isla del Pacífico
durante cuarenta años, creyendo que la Segunda Guerra Mundial continuaba.
El que había hablado no era Latorre, que ya se alejaba, incomprendido, con su
reglamento bajo el brazo, sino Yamamoto, el único descendiente de japoneses de Zyl.
El niño Yamamoto había construido un juego inspirado en la filosofía oriental. Fichas
blancas y negras se movían en un tablero de madera con forma de estrella.
Yamamoto explicó las reglas, pero nadie las entendió. Extendió algunas cartulinas
donde había trazado diagramas del juego, pero los miembros del jurado siguieron sin
entender.
—Hay un punto que no nos queda del todo claro. ¿Cómo se comen las fichas? —
lo interrogó Zamudio, el inventor de los palitos chinos flotantes.
—No se comen.
—¿Y cómo se gana?
—Nadie gana, nadie pierde.
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