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LOS COMPETIDORES
E
l concurso de juegos de Zyl se hizo un miércoles por la mañana en el patio del
colegio. Hacía mucho tiempo que un evento no reunía a todo el pueblo.
Acostumbrados a cruzarse con poca gente y a caminar por calles vacías, los
habitantes de Zyl se movían incómodos en lo que para ellos era una multitud.
Contra la pared del fondo se instaló una tarima con sillas para los jurados.
Muchos participantes se habían inscripto a último momento, y la competencia
prometía ser larga. Los miembros del jurado eran cinco: Reinaldo Zenia, como
director; la profesora Tremanti, en representación del cuerpo docente del colegio;
Zelmar Cannobio, del Museo Municipal de Zyl; un tal Lenghi, enviado por una
Asociación de Inventores de Juegos; y un ex alumno, Zamudio, que había sido el
último ganador del concurso. Aquella vez Zamudio había ganado con un juego de
palitos chinos que flotaban en el agua. Zamudio y Lenghi, ubicados en los extremos,
miraban con desconfianza las patas de sus sillas, que estaban justo en el borde de la
tarima.
El presidente del jurado, Reinaldo Zenia, comenzó su discurso:
—Mi padre fabricaba naipes luminosos. Tengo algunos mazos viejos, ajados, y
todavía no han perdido su luz. Este concurso tampoco ha perdido su luz. —Los
asistentes aplaudieron—. Y debemos agradecerle al ingeniero Ríos su empeño. Como
en los viejos tiempos, para integrar el jurado convocamos a un integrante por cada
sector. Antes teníamos también con nosotros a un representante de la industria, pero
ya no queda industria en Zyl. Y ahora, ¿quién quiere empezar?
Nadie quería ser el primero, y muchos estaban leyendo su propio reglamento,
para hacer algún ajuste de último momento, o pegaban con adhesivo instantáneo las
piezas flojas.
El primero que se animó fue Domenech, de sexto grado, hijo de la bibliotecaria
de Zyl, que mostró a los jurados y al público una multitud de libritos.
—En cada volumen hay un pedazo de historia —explicó Domenench—. El
propósito del juego es armar con esos fragmentos un cuento que tenga sentido.
Zelmar Cannobio, cuidador y director del Museo de Zyl, tuvo la mala idea de
pedir un ejemplo. Domenech empezó a leer una serie de historias incongruentes, sin
pies ni cabeza. Lo único que se entendía era el final, que siempre era triste.
Terremotos, volcanes en erupción, naufragios, amantes que morían después de darse
un último beso.
En Zyl no acostumbraban interrumpir a nadie. Como en las reuniones eran
siempre tan pocos, había tiempo para escuchar a todo el mundo. Sin embargo, al ver
que Domenech ya arrancaba las primeras lágrimas a parte del público, con la historia
de un niño a punto de ser devorado por pirañas, el director, Zenia, decidió
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