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EL TALLER DE REYES
P
ara pensar, Iván necesitaba pasear. Mientras imaginaba el juego que mandaría al
concurso, Iván recorría cada metro de Zyl: rodeaba la fábrica de dominó y las
oficinas de la compañía nacional del yoyó, pasaba frente al galpón donde dormía el
Cerebro mágico, aprovechaba para visitar el museo. Una tarde caminó tanto que llegó
hasta las puertas del laberinto. No se dio cuenta de que se había hecho de noche y
había refrescado, y en ese momento se enfermó. Debió posponer la visita al laberinto
hasta otra vez.
Su abuelo le preparó una taza de vino caliente con azúcar, clavo de olor y canela.
La fiebre y el vino se combinaron en un largo desfile de pesadillas. Despertó
transpirado y con un grito, pero ya tenía una idea.
Bocetó el juego, le encontró un título —La casa encantada— y luego le mostró
los dibujos a Ríos.
—No entiendo nada —dijo su amigo.
La explicación del juego era tan incomprensible como los dibujos, pero Ríos
alcanzó a identificar varios elementos —un dado, una brújula, un reloj, un mapa—
que servían para guiarse por una casa.
—A medida que el jugador recorre la casa, los fantasmas alteran el
funcionamiento de los elementos. La brújula gira enloquecida, el mapa cambia de
forma, el dado queda hechizado, el reloj marca cualquier hora.
—¿Y cómo pensás conseguir ese efecto?
—Con mecanismos pequeños, que no tengo, imanes, que tampoco tengo y
herramientas muy delicadas… que no tengo.
Ríos volvió a mirar los dibujos.
—Mi padre tiene las llaves del taller del viejo Reyes, que murió el año pasado.
Armaba juegos diminutos con mecanismos de relojería. Le podemos pedir que te deje
trabajar allí.
Esa misma noche visitaron el taller, al que nadie había entrado desde la muerte de
Reyes. Había una mesa de madera con toda clase de lentes, engranajes, martillos de
relojero y sierras para cortar cristal. En un estante había juegos de ajedrez y de damas
en miniatura. Iván se sentó en un banco alto, abrió las cajas de herramientas y se puso
a trabajar. Ni siquiera notó cuando su amigo dijo «Hasta mañana» y se marchó.
En los días siguientes Iván estuvo tan concentrado en su juego que dejó de
aparecer por la plaza. Ríos se lamentó por haberlo ayudado a encontrar un lugar
donde trabajar.
—Es solo hasta el concurso —le decía su padre, que alguna vez había conocido la
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