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El viejo cartero solía inventar ardides para que sus interlocutores no se escaparan
(por ejemplo, simular que se había quedado sin estampillas y pasarse las horas
buscando una en los cajones polvorientos de la oficina). Pero al ver la cantidad de
cartas que tenía Ríos, supo que no haría falta ningún truco. Sonrió con beatitud.
—Hace cuarenta años, cuando el viejo Aab recorría toda la ciudad a caballo,
pensando en nuevos juegos… —empezó Campos. Pero algo lo interrumpió: había
entrado Krebs.
—¿Algo para mí? —preguntó el recién llegado.
El viejo cartero sacó un sobre y se lo tendió. Krebs a su vez dejó una carta sobre
la mesa. Ríos vio fugazmente el sobre: solo llegó a leer casilla de correo 7777. Krebs
salió tan rápido como había llegado, sin darle tiempo a Campos a que le contara nada.
—Un gran joven, este Krebs —dijo el cartero—. Siempre está ocupado, no como
usted, que se queda ahí esperando una buena anécdota. Así que le hablaré de las
lluvias del 51…
Pero el cartero se había metido con la persona equivocada.
—Lo que usted me dice me recuerda la vez que el colegio se inundó —dijo Ríos,
y empezó a contar una de las anécdotas que vendía por veinticinco centavos.
Una vez que hubo terminado, Campos trató de decir lo suyo:
—No fue esa la única inundación. Recuerdo que en la época en que Aab
construyó el laberinto…
Pero ya Ríos sacaba de su memoria los temas más pedidos de su repertorio:
murciélagos en la oficina del director, la caída del falso meteorito, el desmayo del
alfil negro durante la partida de ajedrez viviente.
Campos reconoció la derrota. Despachó las cartas y le pidió que se fuera, que
tenía mucho trabajo, que la correspondencia era sagrada… Y apenas Ríos se marchó,
colocó el cartel de cerrado en la puerta de vidrio.
—El paseo no sirvió de nada —dijo Ríos—. No tengo ningún nombre. Solo sé
que envía y recibe sobres, y que en los dos casos la dirección es la misma: casilla de
correo 7777.
—Es la casilla de correos correspondiente a Morodian —les dijo Iván—.
Morodian contactó a Krebs y lo mandó aquí.
—Pero ¿para qué? —preguntó Lagos.
Iván se encogió de hombros. No se le ocurría ninguna razón.
Pero cinco días después tuvo en claro que había una razón posible. Ese día se
abrió la convocatoria para aspirar al premio al mejor inventor de juegos de Zyl, esta
vez reservado solo para los alumnos del colegio. Y el primero que se anotó fue Krebs.
A partir de entonces, Iván notó que todos sus compañeros, que antes habían
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