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Extendió el juego sobre un banco de la plaza, junto al caballo negro, y se
concentró en estudiarlo. Sus amigos, al principio, mostraron interés por el tablero y
su intrincado diseño, y luego por las instrucciones del juego, pero al final se
aburrieron. Ríos y Lagos se alejaron: sus voces sonaban desde muy cerca, luego
desde el borde del parque, y más tarde apenas se oían. Habían llegado al muelle que
se adentraba en la laguna de Zyl y desde ahí hacían rebotar las piedras contra el agua.
Lo llamaron varias veces, pero Iván no les hizo caso. Estaba entrando en la mente de
Morodian.
Más tarde le preguntó a su abuelo:
—¿Por qué perdió Morodian el concurso? ¿Se enfrentaba a un juego mucho
mejor?
—Se enfrentaba a una tonta variante del ajedrez, que se jugaba solo con caballos.
La hizo el mismo ingeniero Gabler, que entonces era estudiante. No, no era un gran
juego.
—¿Y entonces?
—Todo empezó con el padre de nuestro enemigo. Se llamaba Justo Morodian y
siempre quiso ser inventor de juegos. Amaba los juegos, pero los juegos no lo
amaban a él. Probó suerte con toda clase de cosas. Si hacía un juego de estrategia, los
jugadores notaban que las reglas estaban mal hechas, que era imposible ganar.
Si fabricaba una carrera de caballos, ninguno llegaba al disco. A nadie le
interesaba fabricar en serie esos juegos defectuosos. Fue a ver a Aab, y el viejo, para
ayudarlo, le encargó la misión de cuidar el jardín-laberinto. ¿Fuiste hasta allí?
—Todavía no —respondió Iván.
—Mejor no acercarse. Hoy es un bosque intrincado y sin salida. Hay algo
maligno en el modo como se tuercen las ramas y bloquean las salidas. Pero entonces
el laberinto era una de las grandes atracciones de Zyl, y ocuparse de él era un trabajo
importante. Había que mantenerlo cuidado, para que la vegetación no cerrara los
caminos. Justo Morodian no estaba conforme con su trabajo, creía que merecía algo
mejor. Tal vez tenía razón en su descontento: arrastraba una vieja enfermedad y no
había nacido para trabajar al aire libre. Se perdía en el laberinto, como antes se había
perdido en sus propios juegos. Nunca llegaba a podar más que unas pocas ramas: en
el fondo del laberinto la vegetación crecía y borraba los caminos. La gente dejó de ir
por miedo a no regresar. Una tarde, después de un día de calor, el cielo se oscureció
de pronto y se desató una tormenta. Empezó a llover y muy pronto se anegaron los
caminos. La esposa, alarmada porque ya era la hora de la cena y Justo no había
aparecido, pidió ayuda, y ahí fuimos todos, con botas y capas de lluvia, con linternas
y brújulas, para tratar de encontrarlo. Hacía mucho que no pisábamos el lugar, y no
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