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El inventor de juegos

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NICOLÁS DRAGÓ

C

uando el tren se detuvo en la estación de Zyl, Iván observó que el viento se

había encargado de abreviar el nombre de la ciudad: al cartel solo le quedaba la

letra Z. En la estación había una oficina de correos que parecía cerrada, un reloj de

hierro detenido para siempre en las nueve y cuarto, y cinco grandes cubos de

cemento, pintados como dados, que servían como bancos.

Su abuelo lo esperaba en el andén. Un paraguas amarillo lo protegía de la

llovizna. Nicolás Dragó lo estudió con sus anteojos de cristales redondos hasta que

estuvo seguro de que era su nieto. Entonces se acercó a abrazarlo. Era evidente que

no tenía práctica en abrazos, porque sus gestos eran ligeramente exagerados, como si

copiara una escena vista en una película.

—Bienvenido. —Miró con tristeza la guía que Iván sostenía en la mano—. Nunca

les creas a las guías. Saben mucho del espacio y poco del tiempo.

Iván y su abuelo avanzaron por una avenida desierta. El polvo había sepultado las

rayuelas que decoraban el piso, pero ahora la llovizna hacía reaparecer con timidez

un número siete y algún resto de amarillo. Las casas, antes pintadas de colores

brillantes, lucían desteñidas y abandonadas.

—¿Nadie vive aquí? —preguntó Iván.

—La gente aparece de a poco. Esta zona es una de las más despobladas, pero ya

verás que no todo está tan falto de vida.

—Es cierto —dijo Iván y saludó con la mano a un chico que levantaba la suya.

Un poco más lejos había una mujer con una bolsa del mercado. Iván esperó que el

chico bajara la mano y que la mujer siguiera caminando, pero los dos estaban

inmóviles.

—¿Adónde vas? Mi casa es por aquí —trató de distraerlo su abuelo. Pero Iván ya

corría hacia las dos figuras, que no tenían apuro por alejarse. Eran siluetas de madera

pintada. La lluvia de los últimos años casi les había borrado los rasgos de la cara.

Su abuelo le explicó:

—Las hicimos hace mucho tiempo, para los pasajeros del tren. No queríamos que

vieran el pueblo vacío. Teníamos unos cuantos: un policía, un granjero, una mujer

que paseaba un perro. Había una chica con paraguas, para mostrar en los días de

lluvia. Los cambiábamos de lugar cada vez que llegaba el tren, para que los pasajeros

no se dieran cuenta del truco. Pero al final nos cansamos y los dejamos ahí. La

mayoría se estropeó. Estos dos son los últimos que siguen en pie.

La casa de Nicolás Dragó era como el cuarto de un niño que se hubiera expandido

por corredores, salones y escaleras. En muchos meses nadie había puesto orden, y el

ebookelo.com - Página 44

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