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LA CIUDAD DE AAB
I
ván había conocido Zyl cuando era muy chico, y no recordaba nada de la ciudad.
Durante el viaje en tren leyó la guía turística que le había dado su tía. La estudió
en orden, desde la primera palabra hasta la última. Las hojas estaban hinchadas por la
humedad y algunas páginas faltaban.
Allí se contaba que Zyl había sido fundada por un tal Aab, un fabricante que
había reunido una pequeña fortuna gracias a la producción de juegos de dominó y
ajedrez. Aab había experimentado con las maderas de la región para fabricar juegos
especialmente resistentes. Una de sus ideas más exitosas había sido la venta de piezas
sueltas. Quien compraba un juego de Aab, sabía que, en caso de extraviar, por
ejemplo, un caballo negro, podía comprar otro exactamente igual. En aquellos
tiempos se jugaba a todo con mucha pasión, y quien perdía al dominó, las damas o al
ajedrez, golpeaba el tablero con tanta fuerza que las piezas volaban por el aire y
desaparecían bajo los muebles.
Aab, que podía completar todo juego con la pieza que faltaba, no se había
preocupado por hallar lo único que le faltaba a la ciudad: el nombre. Como había sido
el primero en afincarse, los otros pobladores le cedieron el derecho de elegir el
nombre y le insistieron para que se apurase. Sin nombre, no tendrían un lugar en los
mapas. No estar en los mapas era como no existir.
Desde niño, Aab había notado que su apellido aparecía en primer lugar en
cualquier clase de lista.
—Y ya que mi nombre está siempre al comienzo, pondremos a la ciudad el
nombre que esté en el último lugar —dijo Aab.
Los pocos habitantes de la futura ciudad lo acompañaron hasta la biblioteca del
pueblo: una casa cuadrada, blanca, que le había servido a los habitantes de Zyl para
deshacerse de los libros que les sobraban. Allí habían ido a parar novelas pasadas de
moda y libros de poesías escritos por algún familiar. Aab sacó de un estante un
diccionario enciclopédico de tapas azules. El dedo índice de su mano derecha vaciló
en el aire y cayó sobre la última palabra.
—Zyl —dijo.
Zyl era el nombre de un pintor holandés del siglo XIV. Como entre los pocos datos
que había sobre el pintor se destacaba su afición por los rompecabezas, se consideró
que Aab había dado con el nombre correcto.
Los otros aplaudieron, aliviados. Alguno había temido que la palabra final fuera
ZZZZ, onomatopeya del sueño; nombre inapropiado para una ciudad que se imaginaba
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