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superpuestas que los alumnos se olvidaron del televisor por unos segundos y
respiraron un mismo aire de desaliento y melancolía. A un paso del triunfo,
estuvieron a punto de ser vencidos. Pero entonces alguien gritó: «¡El televisor!», y
todos se arrojaron a la vez sobre todas las cosas.
Y mientras los gritos de furia y de victoria y de dolor se oían a lo lejos, y las
contusiones se multiplicaban, un temblor recorrió el edificio, desde los cimientos
hasta la terraza.
—No pensé que iba a pasar algo así —le dijo más tarde Iván a la niña invisible—.
Había calculado un pequeño temblor, y algunos metros de hundimiento. Lo suficiente
para que el colegio fuera clausurado por un tiempo… No conté con todos esos
energúmenos saltando a la vez sobre la misma zona de peligro…
El colegio no fue clausurado, porque no quedó nada para clausurar. Como si se
tratara de una gigantesco ascensor, el edificio se hundió piso tras piso hasta quedar
completamente bajo tierra.
Iván corrió a abrir la puerta que daba a la terraza. Y todos empezaron a subir
despavoridos hacia la luz de la mañana.
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