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El inventor de juegos

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El señor Possum buscó a Iván con severa mirada, pero no lo encontró, porque

estaba escondido detrás de una columna. Durante algunos segundos dudó de si

convenía seguir leyendo aquellos papeles, obstinados en recordar la desgracia del

edificio.

Gayado se levantó de un salto y arrastró del brazo a Krebs. Oprimió el frustrado

tatuaje y se oyó un grito de dolor.

—Hay que ir hasta el séptimo piso —le dijo.

—Más vale que no te equivoques —dijo Krebs con voz quebrada. Una mayoría

silenciosa, que admiraba sus pasos gigantescos y la fuerza que demostraban en el

trato con los débiles, los seguía a unos pasos de distancia.

Pronto quedó un último mensaje, que Possum leyó con un leve tono de

melancolía:

Clavadas a su nombre duermen las mariposas.

No tejen las arañas y no cantan los grillos.

Yo juego a ser el dueño de todas estas cosas

y de la música de mis huesos amarillos.

Y después de haber leído el último mensaje, solo quedaron en la sala los más

tontos, los que nada entendían. Miraban interrogantes.

—No hay más pistas, muchachos —dijo el señor Possum.

—¿Qué hacemos?

—Sigan a los demás. Sigan siempre a los demás. Ese es el lema que el fundador

eligió para nuestro colegio: «Seguid a los otros».

Lentos y torpes, los últimos alumnos se marcharon.

«Creo que fue un error abolir el examen de ingreso», pensó en voz alta el señor

Possum.

ebookelo.com - Página 37

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