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En la tienda del anticuario Espinosa los objetos se acumulaban; lámparas de
bronce sin brillo colgaban desde lo alto, botines del ejército y muñecas tuertas
llenaban las estanterías. Bastaba mover un objeto cualquiera para desatar un
movimiento sísmico que terminaba con el estallido, allá en el fondo, de alguna copa
de cristal.
El viejo Espinosa se sentaba en el fondo, en una silla de mimbre, y desde allí
controlaba su local. La gente venía a venderle las cosas que encontraba en los cajones
que nunca revisaba, en los baúles abandonados en el sótano, en las casas de los
parientes muertos.
—Parecen perdidos —dijo Espinosa—. ¿Puedo ofrecerles una gaviota
embalsamada, una colección de dos mil bolitas de vidrio rojo, o un reloj que funciona
al revés?
—Queremos ese televisor —señaló la niña invisible, más decidida que Iván.
—Esa es una verdadera reliquia. No creo que les alcance para pagarlo.
—No es ninguna reliquia. Es un televisor viejo que no funciona. Y además
tenemos diez pesos.
—No lo vendo por menos de cincuenta.
—¿Y no lo cambia tampoco?
—Depende de lo que tengan para ofrecer. Busquen bien en su casa, allí donde sus
padres no miran nunca. Lo que a nadie interesa, tal vez interese a Espinosa.
Sin decir palabra, salieron del local y corrieron hasta la casa de Iván. Su tía Elena
no estaba. Iván abrió el mueble donde su madre había guardado por años sus tesoros.
Ahí permanecía la bailarina de jade verde.
—No te deshagas de esa bailarina —dijo Anunciación—. ¡Es tan hermosa!
—¿Te gusta? Es solo una estatuilla rota.
—Prometeme que la vas a guardar.
—Por supuesto que la voy a guardar siempre, pero solo porque a mi madre le
gustaba. Cuando la rompí, le escribí una carta, y luego esa carta… —Iván volvió a
preguntarse si su madre había llegado a leer sus palabras.
—¿En qué te quedaste pensando? Tal vez Espinosa esté vendiendo el televisor en
este mismo momento.
—Vamos a llevar estas tazas de té chinas. Espero que mi tía no note su ausencia.
Iván cerró la vitrina polvorienta. Con una mirada se despidió de la bailarina rota.
Los domingos el portero salía de franco y el edificio permanecía vacío. Iván
aprovechó para entrar al colegio por una ventana del quinto piso, que había quedado
al ras del suelo. Pasó las horas recorriendo el edificio y dejando pistas detrás de los
pizarrones, entre los pliegues de las estatuas, en la mandíbula del esqueleto de la sala
de ciencias, y bajo las baldosas flojas de la terraza. Antes de que terminara su trabajo,
se hizo de noche. Iván había llevado una linterna de bolsillo. Lamentó que la niña
invisible no lo hubiera acompañado esa vez, pero él mismo se lo había prohibido.
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