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El inventor de juegos

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de fin de año todos estaban ansiosos por ver quién era Motta, pero no tuvieron suerte:

también esa vez Motta faltó.

Iván pronto aprendió a hacerse un lugar entre sus compañeros —que ya se

conocían desde hacía años— gracias a los juegos que inventaba: la caza de las arañas,

la rayuela circular y, sobre todo, el hombre invisible, este juego consistía en

concederle a alguien el privilegio de no ser visto, a condición de que se comportara

como un verdadero hombre invisible. Quien lo saludaba, lo molestaba o daba al

invisible alguna señal de reconocimiento, perdía.

En total Iván permaneció durante dos meses en el colegio Possum. Durante ese

tiempo logró —como veremos luego— que tanto las autoridades como buena parte

de los alumnos le fueran hostiles. Pero durante la primera semana, Iván pudo vencer

ese cerco de desconfianza que inspira todo alumno nuevo. Conquistó a sus

compañeros no solo a partir de los juegos que inventó, sino también de su profundo

conocimiento del programa Lucha sin fin.

Desde tiempos inmemoriales los alumnos habían coleccionado las figuritas de los

luchadores y las habían pegado en el álbum. Costaban veinticinco centavos y cada

sobre traía cuatro de cartón y una de lata.

La figurita difícil cambiaba: un año era el Egipcio, al año siguiente el Vampiro.

Pero si bien aquellas figuritas habían seguido vendiéndose, nadie sabía de dónde

venían los forzudos enmascarados.

A Iván le tocó explicar, recreo tras recreo, quién era cada uno, cuál era su

enemigo, que técnicas usaba para vencer. Todos esperaban la invitación para ir a

dormir a su casa, pero su tía solo le permitía invitar a un amigo por vez los sábados.

A medida que los alumnos miraban el programa, los recreos se convertían en largas

escenas de lucha que terminaban con dos o tres chicos en la enfermería. Hasta ese

momento las peleas habían consistido en empujones y algún golpe de puño; pero

ahora los alumnos preferían lanzar una patada voladora, o cerrar sus piernas alrededor

del cuello del adversario, o torcerle los brazos en una complicada llave. Antes se

habían peleado sin ganas, casi aburridos: ahora lo hacían con felicidad.

Cuando el director, cansado de esta violencia, comenzó a interrogar a los heridos,

todos denunciaron:

—La culpa es del nuevo.

ebookelo.com - Página 24

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