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LUCHA SIN FIN
I
ván trató de comer la carne al horno que había preparado su tía. Estaba dura, como
siempre, porque su tía odiaba la cocina. Mientras preparaba la comida repetía la
frase «Odio cocinar», y esas palabras mágicas resecaban las carnes, agriaban las
salsas y convertían al arroz en un engrudo repulsivo.
Terminó de comer tan rápido como pudo y se encerró en su cuarto. Ya eran las
diez de la noche. Sintonizó el canal 10 y movió la antena. Como no obtuvo resultado,
dio un golpe en el lado derecho, tal como le había indicado la telefonista. Entonces la
imagen se aclaró y apareció el nombre del programa: Lucha sin fin.
La pantalla se llenó de luchadores enmascarados. Habían sido atléticos y
musculosos, y ahora se veían cansados y un poco excedidos de peso. Luchaban con
una agilidad sorprendente para su corpulencia. En su repertorio de golpes había
patadas voladoras, saltos desde las cuerdas, vueltas en el aire. El reglamento podía
resumirse en una única regla: no había nada prohibido.
A las once el programa terminó y fue reemplazado por rayas grises que señalaban
el fin de la transmisión.
En las noches siguientes el programa se repitió. Iván terminaba de comer tan
rápido como podía y, con la excusa de que tenía mucho sueño, se encerraba en su
cuarto. Entonces encendía con ansiedad el televisor, temiendo que esa noche el
aparato no captara aquellas ondas de origen desconocido. Pero allí estaban los nueve
luchadores, gordos, cansados, dispuestos a dar un buen espectáculo a pesar de la
decadencia. Aprendió sus nombres: el Rinoceronte, Máscara Roja, el Leopardo,
Mercenario, la Mancha Humana, el Bailarín, el Rey Arturo, Vampiro, el Egipcio…
Cada uno tenía un odio especial por alguno de los otros contrincantes. Cerraba el
programa uno de estos duelos, más largo, emocionante y cruel que los otros
combates.
La cuarta noche que vio el programa, ocurrió algo extraño. Por primera vez hubo
una propaganda, o al menos, una interrupción al programa. Durante algunos segundos
se vio un tablero con un recorrido en forma de óvalo. Una mano con la piel tan blanca
que parecía un guante movía una pieza —que tenía la figura de un niño muy parecido
a Iván— por el tablero. En la primera casilla se veía una rueda gigante, como las que
hay en los parques de diversiones; en otra, una casilla de Tiro a los patos, y luego la
portada de Las aventuras de Víctor Jade, y un globo aerostático, y un televisor… La
imagen duró unos segundos, e Iván no estuvo seguro de si la había visto realmente o
si la había soñado. Esa mano de dedos largos y piel transparente parecía mucho más
temible que los puños de los luchadores.
ebookelo.com - Página 20