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EL ABURRIMIENTO
M
ientras equipos de búsqueda recorrían campos y montañas en busca de sus
padres, su tía Elena fue a vivir a su casa. Era la hermana mayor de su madre,
pero no se parecían en nada. Elena encontraba en todo algún motivo de sufrimiento.
Vestía trajes oscuros con hombreras anchas que le daban a su figura un aire militar.
Era excesivamente precavida y acostumbraba salir con paraguas aun en días
radiantes, porque…
—Siempre debemos estar preparados para lo peor.
Tenía sus propias ideas sobre educación, que aplicaba con Iván. Era
especialmente insistente con el estudio. Si Iván decía que se aburría, ella aprovechaba
para explicar:
—El aburrimiento es una parte esencial del estudio. La función del estudio
consiste en prepararnos para el aburrimiento. A medida que crecemos, la vida es más
tediosa y más llena de momentos muertos. Un poco de aburrimiento todos los días
nos prepara para enfrentarnos a la vida adulta: días y semanas, meses y años, en los
que no nos ocurrirá nada interesante.
Iván no era mal estudiante; pero a partir de la carrera de globos sintió que todas
las materias estaban escritas en un idioma que no entendía. Ni los números, ni las
letras ni los dibujos. Las páginas de todas las materias, y los pizarrones abarrotados
de operaciones matemáticas y fechas históricas y poesías para aprender de memoria
se confundían en un solo libro de páginas grises.
Cuanto más aumentaba su desinterés, más insistía Elena:
—Donde aparece el aburrimiento, ahí está la verdad. Es como ese instante en que
el subterráneo se detiene entre dos estaciones, y la gente se queda mirándose un largo
rato, sin nada que pensar. El aburrimiento nos dice la verdad sobre todo.
Nunca hablaba con Iván del globo perdido, pero siempre estaba escuchando la
radio, en busca de noticias. A veces, en mitad de la noche, Iván descubría a su tía
tratando de sintonizar en un aparato de radio de onda corta transmisiones de otros
países, de las que solo de tanto en tanto se distinguía alguna palabra, en un mar de
interferencias. Las revistas de navegación en globo a las que se habían suscripto sus
padres seguían llegando a la casa, y su tía las consultaba en secreto, con la esperanza
de encontrar alguna noticia.
Iván no le echaba la culpa a la tormenta sino a las nubes. Le parecía que eran ellas
las que tenían el poder de borrar a las personas y a las cosas, hasta no dejar más que
alguna ligera marca. Y la única marca que sus padres habían dejado era él.
Y a veces, en la cama, muy tarde, mientras su tía se entregaba a la música
estridente de las interferencias, Iván se preguntaba si su madre había llegado a leer la
carta en la que él se disculpaba, o si había desaparecido del mundo sin haberse
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