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de pegarle la cabeza sin que se notara la rotura.
—Cuando sea mayor, voy a dedicarme a reparar estatuas para grandes museos y a
pegar espadas rotas y cabezas de caballos. Si me preguntan cómo elegí ese trabajo,
diré: todo empezó con una bailarina que mi madre guardaba como un tesoro.
Pero en la vida real, Iván dudaba de que su madre recuperara el humor tan rápido
como en sus fantasías. La figura de jade tenía para ella algún significado secreto.
Cuando su madre descubrió la bailarina rota, habían pasado cuatro meses desde
que se había caído. Se puso furiosa y prometió cancelar toda clase de paseos,
empezando por la competencia de globos. A él le parecía injusto ser castigado por
algo que había ocurrido hacía tanto tiempo. Y le gritó a su madre que el error no
había sido romperla sino pegarla, porque no había en el mundo un adorno más feo
que aquel.
—No voy a hablarte hasta que no pidas perdón —respondió su madre, con menos
enojo que tristeza.
Iván se arrepintió de inmediato de lo que había dicho. Sin embargo, quizá por
orgullo, quizá porque sabía que se pondría a llorar, no se animó a decir nada. Sentado
en su escritorio, le escribió una carta breve, en la que le pedía perdón. Y en la carta le
prometía que si había en el mundo alguna estatuilla igual, él partiría en su busca.
Dejó la carta en el bolso de su madre sin que nadie lo viera, como si fuera uno de sus
tantos mensajes secretos. Desde su cuarto, oyó la voz de su padre, que estaba afuera,
con el motor en marcha, y apuraba a su madre para salir. Tendrían que viajar muchas
horas hasta llegar al lugar donde al día siguiente se haría la competencia. Ella tardaba
y tardaba: faltaba primero una comida, luego un abrigo, al final una botella de
champagne para beber en las alturas.
Iván no salió a despedirlos, y cuando oyó los saludos de sus padres, respondió sin
abrir la puerta.
La competencia consistía en cumplir con cierto recorrido en los tiempos
acordados. Los globos viajarían juntos y tratarían de descender en cierto punto —un
círculo rodeado de banderas— con la mayor exactitud posible. Los organizadores
habían estado a punto de suspender el certamen por la posibilidad de una tormenta;
pero el cielo estaba tan azul que decidieron hacerlo igual. Participaban quince globos;
cuando estaban cerca del final, la tormenta los sorprendió, y volvieron catorce.
Los tripulantes del globo perdido habían tenido problemas para maniobrar la
nave, y habían continuado subiendo hasta alturas prohibidas para los globos, donde el
aire es helado y ya no se puede respirar. Uno de los participantes había alcanzado a
fotografiar el globo en el momento en que se había separado de los demás: el ojo
gigantesco asomaba entre la masa de nubes, para dar una última mirada al mundo,
antes de que el viento huracanado lo arrastrara hacia las montañas.
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