El inventor de juegos
más profundo, más nítida su línea y más vivo su color. Cuando se miraba la manoIván no sentía que era un dibujo agregado, sino la señal de que algo le faltaba, que enalguna parte había una pieza que tenía que buscar, y que solo al hallarla estaríacompleto.ebookelo.com - Página 14
LAS NUBESCinco años más tarde, Iván seguía pendiente de aquel concurso. Recorríalibrerías de viejo en busca de ejemplares de Las aventuras de Víctor Jade, paraver si allí decía algo de su premio. Pero las revistas que encontraba eran anteriores ala que él había recibido, como si luego de editar aquel número, la editorial hubiesecerrado. Las cartas que había enviado al Trasatlántico Napoleón, Casilla de correo7777, nunca le habían sido respondidas. Sus padres, sus amigos y su propio sentidocomún le decían que el concurso se había cancelado, o que otro había ganado, y quetodo había ocurrido hacía mucho tiempo. A pesar de que tenía casi doce años, Ivánsentía que el concurso proseguía, que cientos de juegos eran evaluados en las bodegasdel trasatlántico más grande del mundo y que el suyo todavía estaba en carrera.Iván tenía razón: el concurso proseguía y ya había un ganador. Pero el premio noera un trofeo dorado, entregado en una ceremonia pública, donde alguien dice undiscurso y los demás se duermen. El premio no era un diploma coloreado, con losbordes quemados para imitar un pergamino y el nombre del ganador escrito en letrasgóticas. El premio no era un trofeo ni un diploma ni una medalla sino una catástrofe,y todos los acontecimientos que siguieron a esa catástrofe.El otoño en que Iván cumplió doce años, sus padres se anotaron en un curso denavegación en globo. Al poco tiempo se convirtieron en alumnos avanzados y luegoen expertos. Se compraron un globo blanco, con la imagen de un ojo gigantescopintado en azul. Cada vez que hacían un vuelo lo invitaban a viajar con ellos, peroIván se negaba: le daban miedo las alturas y las nubes.Sus padres eran aeronavegantes tan hábiles que pronto se inscribieron en unacompetencia de globos. Iván estaba invitado a ver el certamen desde tierra, pero suinvitación fue revocada, porque su madre estaba furiosa. Había descubierto que unabailarina tallada en jade que guardaba desde que era niña estaba rota.Iván acostumbraba jugar a lo que él llamaba el juego de los espías, que consistíaen dejar mensajes secretos en todas partes. Eran textos escritos en clave y, como aveces pasaba largo tiempo hasta que los encontraba, tenía que pensar mucho hastaque descubría el contenido del mensaje secreto.De pronto recordó que uno de esos mensajes lo había dejado al pie de la bailarina,que reposaba en una vitrina junto a otros objetos tan frágiles como ella. Siempre seponía contento de encontrar un viejo mensaje, con una clave ya olvidada; porqueentonces tardaba mucho en descifrarlo, como si lo hubiera enviado otra persona, undesconocido. Abrió con tanto entusiasmo la vitrina que un jarrón se tambaleó. Alsalvarlo de la caída, rozó con el codo la bailarina de jade, que se estrelló contra elsuelo.La bailarina quedó decapitada. Llevó los restos hasta su habitación, donde tratóebookelo.com - Página 15
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LAS NUBES
C
inco años más tarde, Iván seguía pendiente de aquel concurso. Recorría
librerías de viejo en busca de ejemplares de Las aventuras de Víctor Jade, para
ver si allí decía algo de su premio. Pero las revistas que encontraba eran anteriores a
la que él había recibido, como si luego de editar aquel número, la editorial hubiese
cerrado. Las cartas que había enviado al Trasatlántico Napoleón, Casilla de correo
7777, nunca le habían sido respondidas. Sus padres, sus amigos y su propio sentido
común le decían que el concurso se había cancelado, o que otro había ganado, y que
todo había ocurrido hacía mucho tiempo. A pesar de que tenía casi doce años, Iván
sentía que el concurso proseguía, que cientos de juegos eran evaluados en las bodegas
del trasatlántico más grande del mundo y que el suyo todavía estaba en carrera.
Iván tenía razón: el concurso proseguía y ya había un ganador. Pero el premio no
era un trofeo dorado, entregado en una ceremonia pública, donde alguien dice un
discurso y los demás se duermen. El premio no era un diploma coloreado, con los
bordes quemados para imitar un pergamino y el nombre del ganador escrito en letras
góticas. El premio no era un trofeo ni un diploma ni una medalla sino una catástrofe,
y todos los acontecimientos que siguieron a esa catástrofe.
El otoño en que Iván cumplió doce años, sus padres se anotaron en un curso de
navegación en globo. Al poco tiempo se convirtieron en alumnos avanzados y luego
en expertos. Se compraron un globo blanco, con la imagen de un ojo gigantesco
pintado en azul. Cada vez que hacían un vuelo lo invitaban a viajar con ellos, pero
Iván se negaba: le daban miedo las alturas y las nubes.
Sus padres eran aeronavegantes tan hábiles que pronto se inscribieron en una
competencia de globos. Iván estaba invitado a ver el certamen desde tierra, pero su
invitación fue revocada, porque su madre estaba furiosa. Había descubierto que una
bailarina tallada en jade que guardaba desde que era niña estaba rota.
Iván acostumbraba jugar a lo que él llamaba el juego de los espías, que consistía
en dejar mensajes secretos en todas partes. Eran textos escritos en clave y, como a
veces pasaba largo tiempo hasta que los encontraba, tenía que pensar mucho hasta
que descubría el contenido del mensaje secreto.
De pronto recordó que uno de esos mensajes lo había dejado al pie de la bailarina,
que reposaba en una vitrina junto a otros objetos tan frágiles como ella. Siempre se
ponía contento de encontrar un viejo mensaje, con una clave ya olvidada; porque
entonces tardaba mucho en descifrarlo, como si lo hubiera enviado otra persona, un
desconocido. Abrió con tanto entusiasmo la vitrina que un jarrón se tambaleó. Al
salvarlo de la caída, rozó con el codo la bailarina de jade, que se estrelló contra el
suelo.
La bailarina quedó decapitada. Llevó los restos hasta su habitación, donde trató
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