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Como en el edificio todos los caminos estaban bloqueados, escapó hacia el
parque. Allí estaban los actos de su vida: la tienda del tiro de patos, el colegio
Possum, listo para hundirse, la réplica del museo de Zyl. Todas las cosas que había
vivido y que ahora se levantaban ante él para encerrarlo.
Solo había una salida: el globo. Agitado levemente por la brisa, parecía querer
abandonar los lazos que lo ligaban a la tierra. El ojo miraba hacia lo alto. Nada podía
darle más miedo a Iván, pero no había otra salida. Antes de saltar en la canasta
quebró el cristal del amuleto, y con el filo comenzó a cortar las cuatro sogas que
amarraban el globo.
Solo faltaba cortar una soga, pero no llegó a completar el trabajo: ante él estaba
Morodian.
—¿No nos había prometido un juego, señor Dragó?
Iván casi no tenía aire para hablar.
—Este es el juego —dijo Iván. Y con un gesto señaló todo: el desorden que había
dejado a sus espaldas, los libros fugitivos, los primeros empleados de la Compañía
que llegaban agitados y los rodeaban, a la espera de un final.
—El juego debía tener la forma de un laberinto. Un laberinto es un lugar donde
uno se pierde. Y todavía no me siento perdido.
Sin dejar de cortar la soga, Iván respondió:
—Todavía está a tiempo de perderse.
Morodian caminó hacia Iván. La llovizna eterna que caía de las nubes artificiales
ahora era más fría. Los ojos enloquecidos del Profundo lo asustaron: se dio cuenta de
que Morodian había encontrado el final perfecto para el juego. Las manos blancas
con sus dedos aguzados como garras ya buscaban desde lejos su cuello. En pocos
días más, imaginó, saldría a la venta la caja negra: el juego de la vida —y también de
la muerte— de Iván Dragó.
Asustado, Iván se apartó del globo y tomó una de las escopetas para cazar patos.
Morodian no pareció intimidado por el arma.
—Aquí todos conocemos su historia, día por día. Somos expertos en sus
desdichas. Tenía siete años cuando visitó el parque. Disparó cinco tiros a unos patos
que se movían muy lentamente y a los que cualquiera hubiera acertado. Y no ganó
nada. Solo un premio consuelo. No es a la puntería de Iván Dragó a lo que temo.
Iván bajó la escopeta. Morodian tenía razón. A nadie asustaría con su mala
puntería. Jamás daría en ningún blanco. No servía para eso. Pero ¿qué pasaba si
apuntaba a cualquier otro lugar? ¿Qué pasaba si se disponía a errar el tiro?
Todos los soldados de Morodian estaban allí. Ejecutores, dibujantes, ingenieros.
Al ver a su señor, habían dejado de actuar: ahora miraban con curiosidad los
acontecimientos. Los altoparlantes estaban mudos. Todos estaban a la espera del tiro
al blanco.
—Dispare —ordenó Morodian—. Hace años que los premios esperan en los
estantes el tiro ganador.
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