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El inventor de juegos

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en el interrogatorio. Y arrancó al Profundo algunas palabras:

—Saboteamos el globo, para que se perdieran. Pero el globo subió demasiado

rápido, y el viento lo arrastró hacia las montañas. Se congelaron en un segundo.

Envíe una expedición a ver qué había pasado. Solo trajeron de regreso la carta que

ella tenía en la mano.

Iván plegó con cuidado la carta. Le costaba comprender que él mismo la había

escrito y no otro, un niño de una antigua civilización perdida.

Odió al hombre dormido y deseó odiarlo aún más, pero le faltaban fuerzas. La

carta, abandonada en su mano, pesaba como si fuera un cofre repleto de una

mercancía fabulosa.

Morodian estaba por decir algo más cuando el escriba Razum entró en la

habitación.

—Ya es tiempo, señor Dragó —dijo en un susurro.

Iván escondió la libreta en el bolsillo. Recordó el encargo de Arsenio, y dejó caer

el reloj y las instrucciones en uno de los conductos que llevaba al basurero.

—¿Logró sacarle alguna palabra? —preguntó Razum, con aire de suficiencia—.

Imagino que no. Este es un trabajo muy difícil. No es para improvisados.

—A pesar de mi inexperiencia, algo conseguí —dijo Iván.

Se acercó al durmiente. Hubiera querido aplastar la cabeza de Morodian con

algún arma extraordinaria, pero se conformó con tomar la cadena de su cuello. Allí

estaba la pieza que faltaba al rompecabezas de Zyl, encerrada en una esfera de cristal.

El tirón sacudió el cuello de Morodian y ya no hubo sueño en la habitación de los

sueños.

El escriba cerró los ojos con horror.

Morodian abrió los ojos con ira.

ebookelo.com - Página 110

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